IX

—Papá. Necesito ayuda.

—No voy a ayudarte con ese desgraciado.

—¿Ya te has enterado?

—Esta mañana. Mira, Beatriz, odio recordar que te lo advertí.

—Pero, papá…

—No, cariño. Él se lo ha buscado. Le calé desde el día que lo metiste en casa, pero te encaprichaste con ese muerto de hambre y tuvimos que cargar con él. Se veía a la legua que era un interesado, un miserable de medio pelo. Pero qué otra cosa podía hacer. Si no hubiera sido por mis contactos… Y cuando por fin está bien colocado, se lía con la primera azafata mona que se fija en él. Es tan patético… Hija, no te me pongas a hacer pucheritos, por Dios, que eres mayorcita ya. Te diré lo que harás. Vas a limpiarte esas lágrimas y a demostrar al mundo la mujer fuerte y guapa que eres. Y vas a seguir adelante, como siempre hemos hecho los Sierra.

—¿Qué pasará con Álvaro y Sara?

—No van a tener ningún problema. Yo me encargo de todo.

—¡Pero son sus hijos!

—Son tus hijos. Tus hijos. Y mis nietos. Y no les va a faltar de nada. Rafael ha hecho el imbécil, pues que pague las consecuencias. Al menos no habrá que pelear por la custodia. Hay tragedias que constituyen una verdadera victoria, aunque quizá ahora no lo veas de ese modo. Y deja ya de llorar. Por ellos y por tu madre, que se lo ha tomado muy mal. Le han tenido que dar un tranquilizante. No es que eso sea una gran novedad, pero la aguanto yo, ¿recuerdas? No quiero una crisis como la última. Así que venga. Hay que ser fuerte.

—Papá.

—Ahora qué, hija.

—¿Crees que él la mató?

—Lo que yo crea no importa.