XIII

La señora Sierra estaba aún más exquisita en esta ocasión. Se había retocado el maquillaje con mucho esmero, quizá un poco excesivo en la zona de las mejillas, pero el colorete disimulaba bien la palidez que había bajo todos esos potingues. Llevaba un vestido pichi de punto gris a la altura de las rodillas. Por encima del escote asomaba una camisa blanca cuyos botones superiores no habían querido o podido resistir la presión y aparecían sugerentemente desabrochados, entre los cuales se intuían unos pechos firmes y generosos.

Ajustó el cruce de piernas con la misma milimétrica precisión que la vez anterior, si bien en esta ocasión la vista era mucho más interesante. No me contuve en absoluto a la hora de seguir el recorrido de sus medias.

Tomó una pitillera de la mesa contigua con un gesto fingidamente casual, extrajo un cigarro, lo encendió con un mechero Dupont y exhaló una generosa bocanada.

—Oh, no haga eso.

—¿Lo dices por las piernas o por el cigarrillo?

—Por ambas cosas. Va a matarme.

—No creas. Estoy segura de que te matará antes ese artefacto que te fumas.

—Solo lo vapeo.

—Pues morirás vapeado. Divertido, ¿no? Detective privado muere vapeado. Y seguro que incluso llevas una pistola bajo la gabardina.

—Señora, esto no son los años treinta norteamericanos. Ni siquiera el siglo veintiuno norteamericano. Estamos en Gijón. Hasta llevar una porra eléctrica es ilegal aquí.

Hizo un chasquido con la lengua en señal de fastidio.

—Vaya, y yo que tenía la esperanza de que estuvieras bien armado. Tómate un whisky conmigo y te perdonaré que me hayas llamado señora.

—¿No hay orujo?

—Se me acabó.

Me encogí de hombros y me dediqué a imitarla con toda la pachorra del mundo. Ni siquiera miré el reloj. Uno puede mirarlo si se va a tomar un whisky demasiado temprano. Pero si se va a tomar cuatro, pierde el sentido; va a acabar borracho igual.


—¡Beatriz! ¿Se puede saber qué estás haciendo?

La madre de la señora Sierra irrumpió en el salón como los podemitas lo habían hecho en todos los parlamentos. A lo bestia y sin que los de dentro, demasiado concentrados en nosotros mismos, nos enterásemos de la que se nos venía hasta que la tuvimos literalmente encima.

Beatriz se irguió rápidamente y trató de colocarse el vestido con escaso éxito. El sujetador de raso negro le asomaba entre la blusa ya desabrochada por completo y el pichi le llegaba a la altura de las caderas. Su expresión había cambiado totalmente. Un rubor espontáneo brotó de sus mejillas expandiéndose por todo el rostro y sus labios se curvaron hacia abajo, transformándola en una niña buena de las que nunca rompieron un plato. Comprobé con espanto que parecía dispuesta a ponerse a hacer pucheritos.

—¡Mamá! ¿Qué haces aquí?

—Qué vergüenza. No puedo creer lo que ven mis ojos —se dejó caer en el sofá y se santiguó repetidas veces.

La agente Kaunda apareció tras ella.

—No sabía que estaba abierto al público —dije mientras me abotonaba mi propia camisa y ajustaba la corbata.

Ignoró mi comentario y miró a Sonsoles, que parecía estar entrando en estado de shock. Su cara se había vuelto pálida como la barriga de un sargento.

—Ya ve que su hija no es tan distinta a su yerno…

—No puedo creerlo. No puedo creerlo. No puedo creerlo —repetía como en un mantra, moviéndose hacia delante y hacia atrás y respirando desacompasadamente mientras sus manos, convertidas en garras, asían con fuerza un rosario.


En poco más de media hora todo había quedado aclarado. Aquella poli sin escrúpulos me había metido en la boca del lobo —o de la loba, siendo más preciso— solo para enviar allí a su mojigata madre y que se derrumbara al comprobar que su hija estaba siendo tan pecaminosa como lo había sido su yerno. Y de ese modo, acabar confesando cómo le había hecho pagar al yerno tan indecente desliz.

El día que Beatriz descubrió la infidelidad de su marido por uno de esos despistes tontos que desnudan a las mentiras sin previo aviso, Sonsoles estaba con ella. Vio con sus propios ojos la factura del restaurante de lujo olvidada en un bolsillo de la ropa para el tinte, con champán y fresas con nata incluidos. Y siguió las pesquisas de su hija descubriendo horarios, lugares e identidad de la amante, a la vez que veía cómo Beatriz se desmoronaba. En silencio, apechugó con la crisis que se le vino encima. Comprobó con frustración cómo transitaba por todas las fases, limpiando sus lágrimas y pasándole algunas de sus pastillas contra el insomnio y la acidez. Y es que nada devasta las entrañas tanto como los celos.

Nos contó cómo se le partía el alma al ver hundirse a su hija en un estado de depresión que ella misma conocía muy bien. Advirtió la apatía, el bloqueo emocional, la pérdida del apetito y del interés por cuanto la rodeaba, mientras Rafael le mentía semana tras semana, martes tras martes, para acostarse con aquella mujer. Y decidió que no podía quedarse de brazos cruzados: le siguió la pista y averiguó todo lo que le restaba por saber. Al principio solamente era para hundirle en el juicio y arrebatárselo todo. Quería que se quedara tal y como estaba antes de conocer a su hija. Sin trabajo, sin casa, sin hijos. Su familia se lo había dado todo y todo se lo iba a quitar. Que empezara de cero, en cueros si hacía falta.

Cuando tuvo todas las pruebas, se lo contó a Beatriz. Pero comprobó que no estaba preparada para pasar por eso; se había convertido en una especie de niña indefensa, desvalida, sin energías para afrontar nada. Con lo que ella había luchado por su hija, por toda su familia. Aquel imbécil encima se iba a salir con la suya. Cuanto más lo pensaba, más le reconcomía. No podía permitirlo. Entonces decidió quitárselo de encima. Fue demasiado sencillo. Solo necesitaba liquidez y sangre fría, y poseía reservas de ambas. Una de sus asistentas le dio el contacto de un conocido que arreglaba asuntos pendientes, y este a su vez, el de alguien que podría hacer el tipo de trabajo que necesitaba. El fin de sus preocupaciones costaba quince mil euros, un pellizco más con las instrucciones que ella dio.

—¿Qué culpa tenía aquella prójima? —No pude dejar de preguntarle a la santurrona.

—Toda. Le sedujo, destrozó su matrimonio. Es muy fácil para una chica quince años más joven que aún no ha perdido la lozanía, que tiene un cuerpo firme y una cara sin arrugas, que no ha parido hijos ni ha debido amamantarlos ni pasar noches en blanco con sus pesadillas, sus enfermedades y sus miedos, que no ha debido velar cada día porque la familia funcione. Solo tiene que coquetear un poco, fingir que le interesa su conversación, hacerle sentir importante y abrirse de piernas en el momento oportuno.

—¡Le rebanó el cuello!

—Tenía que ser ella. Si hubiera ido a por él, nos habrían investigado a nosotros. El modus operandi, ¿no es así como lo llaman?, eso sí fue idea mía. Lo del cuchillo y lo de la potera.

—¿Por qué? ¿Por qué era necesaria tanta crueldad?

—Para acabar de alejar de mi familia cualquier conjetura. ¿Acaso no averiguaron que Rafael viene de una familia de pescadores? Ese muerto de hambre creció rodeado de calamares. Por eso en cuanto tuvo un poco de dinero lo invirtió en aquel barco. Así todo apuntaba a él como asesino y los dos pagaban por sus pecados. Ella en el cementerio y él en la cárcel.

Tragué saliva. Miré de reojo a Beatriz. Había recuperado la compostura con una frialdad que estremecía; no hacían falta pruebas de ADN para garantizar de quién era hija. Ya completamente vestida, escuchaba a su madre sentada en el sillón. Creí atisbar cierto alivio en su semblante. Probablemente había sospechado de su madre desde el principio.

En cuanto a la policía, tenía una expresión un tanto rara. Por momentos se le descomponía, como si escuchar aquello le estuviera doliendo de verdad. Vi cómo fruncía las cejas, incapaz de callar por más tiempo, y me arrellané en el sillón para no perder detalle del lanzamiento de una de sus particulares ofensivas dialécticas. No negaré que disfruté del espectáculo:

—¿Sabe una cosa? Va usted por ahí haciendo gala de decoro y decencia, como si tuviera toda la legitimidad por rezar cinco veces al día, pero es de las personas más miserables que he conocido. Y he conocido muchas. ¿Se cree una delegada de su dios para decidir quién ha de vivir? Ya ha visto lo que ha hecho su hija, tampoco ella es ninguna mosquita muerta, ¿verdad? ¿Merece ella también la muerte? ¿La matamos, y así redondeamos el asunto? O quizá nos quedaríamos cortos. ¿Vamos por ahí limpiando la ciudad de adúlteros? ¿Qué le parece, nos ponemos en marcha? O mejor aún, llame a su amigo sicario, tire de cuenta corriente y empezamos a seleccionar a quién ejecutar. Todo a la medida de sus retorcidos valores.

—¿Cómo se atreve? —Sonsoles emitió una voz ruda, desafinada, que desentonaba con la pregunta tanto como su rostro desencajado. No había rastro del porte de arrogancia e insolencia con que se había manejado hasta entonces, aunque todavía quedaba una traza de desafío en sus ojos.

—Venga, tenemos pendiente un paseo a comisaría —la oficial pronunció aquellas últimas palabras esforzándose por controlar inútilmente una mueca de dolor. Algo grave estaba sucediéndole. Aún con la cogorza que tenía fui capaz de reaccionar y di un salto dispuesto a sostenerla. De fondo escuché la voz rota de Sonsoles:

—Usted no va a llevarme a ninguna comisaría.