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—Tiene visita.

Rafael tenía un aspecto mucho más demacrado que el de la propia Beatriz. Y es que por mucho sufrimiento que haya por medio, siempre se está mejor en una flamante mansión con jardín y piscina que entre rejas. Al verme pareció tranquilizarse.

—Pensé que sería mi mujer.

Esta Beatriz debía ser de armas tomar.

—¿Hay novedades?

—He ido a hablar con ella.

—¿Con Bea? —se escandalizó—. Quedamos en que la mantendría al margen de todo.

—Ella ya estaba al tanto y pensé que quizá podría ser de ayuda.

—¿Cómo la vio?

Rememoré sus curvas sinuosas y su sonrisa juguetona, pero me ceñí a lo que venía al caso y le di la respuesta que esperaba.

—Afectada pero entera.

—¿Va a dejarme?

—No lo sé, Rafael, pero no es en eso en lo que debemos centrarnos. Le pueden cargar el asesinato de esa chica.

—Lo sé, para eso le pago —frotó elocuentemente sus dedos pulgar e índice.

—Eso espero. No ando muy sobrado. Me he pasado las últimas semanas fiando los carajillos.

—Le abonaré todo lo acordado, soy un hombre de palabra. Espero que usted también lo sea.

—Desgraciadamente.

—¿Y bien? —Ni mi rectitud ni mis estrecheces le suscitaron un solo ápice de compasión.

—De momento no tengo nada —reconocí—. Pero hay algunas cosas sobre las que no hemos hablado y necesito más información.

—Adelante.

—Por el informe de la inspección ocular todo apunta a que el asesino estaba dentro del barco esperando a Alejandra. ¿Sabía alguien que quedaban allí?

—No. Ella era muy prudente. Conocía lo delicado de mi situación y estaba teniendo paciencia. Estoy seguro de que no se lo contó a nadie.

—Mujeres. Y todavía hay quien piensa que saben guardar secretos.

—No se fiaba de nadie —insistió—. Además, si se corría la voz peligraba su puesto de trabajo.

—Está bien, sigamos. ¿Quién tenía las llaves del barco?

—Pues… había dos juegos. Uno lo llevaba yo y el otro estaba en casa. Cuando empezamos a vernos allí, hice una copia para Alejandra.

—De acuerdo. ¿La de Alejandra tenía un llavero de la torre Eiffel?

—Sí. En París fue nuestra primera cita —arrugó la nariz. La tristeza le asomó a los ojos, pero la contuvo a tiempo.

—¿Las suyas las tuvo todo el tiempo encima?

—Ajá.

—¿Y el juego que falta?

—Guardado en un cajón del recibidor, junto a las de la casita de Ribadesella.

—¿Lo ha comprobado?

Su expresión bovina contestó sobradamente a mi pregunta.

—Bien. Vamos a seguirle la pista a esas llaves.