CAPÍTULO 19


EL REY ROJO

Improvisé para Altavella una vaga excusa relacionada con una diligencia que debía acometer de inmediato y ante la tardanza del ascensor volé escaleras abajo hasta el portal. Una vez que me hube instalado en el asiento del coche y me hube incorporado al tráfico marqué el número del teléfono móvil de Chamorro. Por el ruido de fondo pude deducir que ella ya estaba también en un vehículo en marcha.


–A ver, sitúame -le pedí.

–Tengo varias cosas que contarte -comenzó-. La mañana nos ha cundido bastante, lo que prueba que la ausencia del jefe es un factor crucial para el fomento de la productividad.

–Nunca he dudado de eso, en términos generales. Desembucha.

–Yendo a lo más urgente, por qué vamos hacia Gavá. Resulta que Stefan tiene el teléfono activo y que, según Rubio, que estaba allí al quite con los mossos, desde el mismo momento en que se lo han pinchado ha empezado a hablar por él. Lamentablemente en rumano, con lo que tenemos grabadas varias conversaciones que pueden ser muy enjundiosas y de las que no entendemos ni papa. Pero bueno, que hable por el teléfono es buena señal. Significa que no nos espera y que no teme que le tengamos puesto el canuto. Supongo que a Cata le quitaron el teléfono y se deshicieron de él con el propósito de que no pudiéramos ver que le había llamado, sin sospechar que era ya a Cata a quien teníamos pinchada. Por una vez, la suerte está de nuestro lado.

–Para variar, no está mal.

–La otra buena noticia es que sabemos por dónde se mueve. Ha tenido una mañana inquieta, pero desde hace media hora está clavado en Gavá. Y además, desde que llegó ahí, no habla. Sólo ha recibido dos llamadas que no ha cogido. Eso quiere decir que está enfrascado con algo, por eso Riudavets ha pensado que era una buena oportunidad para ir por él. Viene de camino con su gente y con Rubio y Tena. Según dicen, la zona donde está Stefan es un polígono industrial, nos bastará con vigilar un par de naves o tres para acabar dando con él.

–Sí, aunque a ver cómo le reconocemos.

–También respecto de eso tengo novedades interesantes. Hace poco, según su compañía telefónica, recargó el teléfono desde un cajero automático. No me preguntes cómo hizo esa pardillada, lo mismo le pilló en un apuro sin efectivo o sin dónde comprar una recarga. La tarjeta de débito donde cargó el gasto corresponde, mira tú que casualidad, a un tal Stefan Gheorghiu, y la gente de Riudavets ha conseguido la foto de alguien con permiso de residencia bajo ese nombre que vive en Viladecans. Los de extranjería nos dicen que el apellido es relativamente común entre los rumanos y que no nos entusiasmemos, pero algo es algo. Y Viladecans, según me dicen, está al lado de Gavá.

–Bien, ¿algo más?

–Sí. Y agárrate para cuando te lo diga. Hemos mirado el listado de llamadas del teléfono móvil de Cata y también el del móvil prepago que nos dio Vinuesa. Desde donde le llamaba aquel misterioso Jaime, según su versión. Del de Cata no hemos sacado gran cosa, por ahora, pero en el otro hay varias llamadas a un número que te va a gustar.

–Virginia, por tus muertos, no me juegues al suspense, que ya he entrado en la edad de riesgo coronario. Lárgalo ya.

–El de Stefan. ¿Qué te parece?

Apreté la mano izquierda contra el volante y dije:

–Que ha sonado la hora de las hormiguitas. Que después de inflarnos a amontonar grano llega el momento de sacarle partido. Ahora sí, Vir. Yo tampoco he perdido el tiempo, aunque te lo parezca.

–¿Has encontrado algo?

–Más o menos -dije-. Un anónimo amenazante. Alguien le advirtió a Neus, de bastante mala manera y con una pésima ortografía, que si seguía por donde iba se encontraría pronto bajo tierra.

–Eso termina de darle color al dibujo, ¿no?

–No sé, siempre cabe que fuera un chalado al que no le gustara su programa. Pero Neus se había guardado el anónimo en un libro que parecía interesarle mucho. Hay razones para pensar que tenemos encerrado a alguien que podría no ser el causante del estropicio.

–He hablado esta mañana un rato con él -dijo Chamorro-. No ha sabido decirme nada más, o nada más que nos sirva a efectos prácticos. La verdad es que el hombre está hecho polvo. O eso, o finge muy bien. Me ha hecho sentir mal, por la caña que le di el otro día.

–Te mantuviste dentro de los límites. No te tortures.

–¿Por dónde vas?

–Voy a tomar ya la autovía. Os llamo cuando esté cerca de allí. ¿Dónde habéis fijado el punto de encuentro?

–A la entrada del pueblo.

Llegué el último. Estaban arremolinados en torno al capó de un coche, mirando un plano. Riudavets y cuatro de los suyos, entre ellos Asensi, y la gente de mi equipo. Riudavets comentaba con Rubio la topografía del objetivo mientras Asensi se mantenía en comunicación con su centro de operaciones, desde donde controlaban la posición del teléfono móvil de Stefan. Al verme llegar, Riudavets me apremió:

–Hola, Vila, me dicen que ya estás al corriente.

–Aproximadamente sí.

Me señaló un punto en el plano.

–Podrían ser varias naves, con el margen de error del localizador, pero nos inclinamos a pensar que sea ésta, la que está en la esquina de esta manzana. Las dos contiguas son una imprenta y un depósito de una cadena de supermercados bastante conocida. Ésta, sin embargo, es un almacén de una empresa logística que no le suena a nadie.

–Me sumo a tu criterio. Parece grande.

–Sí, menos mal que somos una pandilla. Propongo rodearla y esperar a que salga. Lo más normal es que lo haga por la puerta principal, así que, si te parece, ahí nos apostamos tú y yo para identificarlo.

–Me parece.

–Con los demás creo que podremos cubrir las otras salidas.

–Y a echarle paciencia.

–Tranquilo -dijo-. Hemos comprado bebida y bocadillos.

–Previsión catalana -bromeé-. ¿Y nos vais a convidar y todo?

–Qué va, hemos traído el ticket del Caprabo para cargaros seis onceavos del importe a los parásitos del Estado centralista.

–Vale, me lo he ganado.

El almacén tenía atrás un pequeño muelle de carga y una puerta lateral, además de la entrada situada en la fachada que daba al frente de la calle. Nos repartimos estratégicamente. Asensi, con otros dos de los suyos y Gil, cubrió el muelle de carga. Rubio y Ponce y un mosso, la puerta lateral. Y Riudavets y yo, junto a uno de sus hombres y Tena y Chamorro, la entrada principal. Salvo que tuvieran un túnel al estilo La Gran Evasión, nadie podría entrar o salir de la nave sin que lo viéramos. Infringiendo su habitual reserva, Tena se permitió observar:

–Es la primera vez desde que estoy aquí que tengo la sensación de haber vuelto al ejército. Me recuerda a las maniobras de despliegue en población. Aunque con malos enfrente, que cambia un poco.

–Tena viene de la mili -le expliqué a Riudavets-. Y no de cualquier parte de la mili, si me dejas que se lo cuente, Tena.

–Yo no me avergüenzo -dijo-. Aunque a la gente le choque.

–¿Dónde estuviste? – preguntó Riudavets.

–En la Legión -reveló Tena, con orgullo.

Riudavets no supo controlar ahí sus cejas, que subieron hasta casi rozarle el tupé. Consideré oportuno tranquilizarle un poco:

–Pero no te preocupes. Suele avisar antes de disparar.

Tena sonrió forzadamente. Y dijo:

–Ya sé que a todo el mundo se le hace raro. Pero con dieciocho años, a mí me pareció mucho mejor meterme ahí que hacerme camarera, como mis amigas. Y no me arrepiento. Me enseñaron muchas cosas y he podido entrar en la Guardia Civil y tener un camino en la vida.

–Claro -dijo Riudavets, con escasa naturalidad.

Estuvimos vigilando cerca de una hora, sin que nadie llegara ni se fuera del almacén. Ante la entrada de la nave había dos furgonetas y cuatro coches. Una de las furgonetas era de carga, la otra, me chocó, de pasajeros. Los coches eran grandes y relativamente potentes. Destacaba un Lexus deportivo. Mientras daba cuenta de mi sándwich, me pregunté quiénes estarían dentro y qué estarían haciendo. El Lexus, ¿sería de Stefan o de otra persona? ¿Era Stefan el jefe o un subalterno? Recordé la conversación que había tenido con Catalina Iliescu. Ella se refería a alguien que se había vuelto loco y ante quien pedía al hombre que intercediera. Esto, como la respuesta de Stefan, no puedo ayudarte, me inclinaba a pensar que el jefe era otro. Pero no era un argumento definitivo. Y en todo caso, tampoco me servía para descartar que el Lexus fuera suyo. Desde donde estábamos no podíamos ver las matrículas de los coches, pero se me ocurrió enviar a alguien para que las anotara, y ya que parecía que íbamos a tener tiempo, comprobarlas. Se lo comenté a Riudavets, que no sólo estuvo de acuerdo, sino que añadió:

–Coño, eso lo teníamos que haber hecho lo primero.

Envió a su subordinado a cumplir la misión. Apenas acababa de bajar del coche cuando se abrió la puerta principal. De ella salieron dos hombres, uno sobre los veintiocho o veintinueve años y el otro cercano a los cuarenta. El más joven se parecía enormemente a la fotografía que Riudavets traía consigo. Se entretuvieron junto al Lexus. Al mayor se le veía muy irritado. Para cerciorarnos, le pedí a Chamorro:

–Dale un toque al móvil. Sólo uno.

Chamorro marcó el número de Stefan. El hombre más joven se llevó la mano al bolsillo del pantalón y sacó su teléfono.

–Es él, Riudavets. Sólo son dos. Vamos por ellos.

El mosso evaluó la situación, y convino conmigo:

–Sí, no tenemos gente para seguirlos a ambos en condiciones.

–Avisa a los otros y diles que estén pendientes, que vamos a identificarlos -le pedí a Chamorro-. Y tú y Tena, cubridnos sin que os vean.

Nos bajamos del coche. Riudavets hizo señas al hombre de su equipo para que nos cubriera desde la izquierda. Chamorro se situó a nuestra espalda y Tena se abrió a la derecha. Cuando los demás estuvieron en posición, el jefe de los mossos y yo avanzamos hacia la entrada. Desde la valla hasta el lugar donde seguían departiendo los dos hombres, pronto oímos que en un idioma extraño, había unos quince metros. Atravesarlos requería decisión y calma. Se supone que un policía ha de reunir ambas cosas, pero también lleva en el pecho, como cualquiera, una máquina de bombear que en instantes como aquél tiene la enojosa costumbre de ponerse a trabajar a un ritmo endiablado.

–Saca tu placa -le susurré a Riudavets-, estamos en tu nación.

–Muy gracioso, tío. La saco, pero tú quédate dos pasos atrás y ojo.

–Por supuesto.

Antes de bajar del coche, había tenido la precaución de montar la Walther. Hay pirados que la llevan siempre con una bala en la recámara, pero por mucho que el manual asegure que es muy difícil que se dispare accidentalmente, a mí una pistola que no tiene seguro convencional me impone lo suficiente como para ser más precavido. Tampoco soy Billy the Kid, ni tengo ganas de serlo. De hecho, las pocas veces que le pongo la bala lo hago con una sensación desagradable: como si algo no fuera como debe, como si los acontecimientos me arrastraran en lugar de controlarlos yo, que se supone que es mi obligación y para lo que debería estar capacitado como investigador criminal.

De todos modos, me dije que teníamos nada menos que nueve personas competentes cubriéndonos las espaldas. El riesgo estaba controlado, aquello no era ninguna insensatez. Lo que importaba era mantener la sangre fría, el pulso firme y los sentidos bien alerta.

Nos vieron venir cuando estábamos a unos ocho metros. Interrumpieron bruscamente la conversación y dieron medio paso hacia el coche. Riudavets echó mano a su cartera. Yo a la culata de la Walther, por si las moscas. Pero nos dejaron llegar sin moverse. Dijo Riudavets:

–Buenos días.

–Hola -dijo el mayor-. ¿Desean algo?

En la ese se le advirtió el acento. Tenía una mirada áspera.

–Mossos d'Esquadra -dijo Riudavets, mostrando la placa, y dirigiéndose al más joven, dijo-: ¿Es usted Stefan Gheorgiu?

–Sí -respondió, adhiriéndose imperceptiblemente al Lexus.

–Tiene que acompañarnos.

–¿Por qué?

–Ahora le explicaremos. Y usted -le dijo al de más edad-, ¿puede dejarme ver su documentación?

–¿Para qué? Soy un empresario con todos los papeles en regla.

–Entonces no debe importarle enseñármelos.

Fue en ese momento cuando cometí el error. Pendiente como estaba de los dos rumanos, que a cada segundo me iban pareciendo más peligrosos y más al borde de saltar, perdí de vista la puerta. De pronto, oí una estridente voz femenina que chillaba a mi espalda:

–¡Guardia Civil, tire el arma o disparo!

Tanto Riudavets como yo, instintivamente, reaccionamos agachándonos. Eso nos salvó de recibir la bala que una décima de segundo después silbó a unos centímetros de nosotros y se clavó en una de las furgonetas. Luego sonaron otros dos tiros muy seguidos, pero éstos no vinieron por nosotros. Oímos un grito masculino y cuando me volví hacia el lugar del que provenía vi al hombre que nos había disparado desde la puerta caer rodando como un fardo. Entre tanto, los dos rumanos habían arrollado a Riudavets y echaban a correr hacia la calle. Le ayudé a incorporarse y salí tras ellos. En la acera se encontraron con que alguien les cortaba el paso. Chamorro, desencajada, les gritó:

–Al suelo, cabrones, si no queréis que os reviente.

Ella y un mosso los estaban encañonando. Pero aquellos dos tipos eran de cuidado o creían que ya no tenían nada que perder. Stefan introdujo la mano bajo su pantalón y el otro se buscó la axila. El gesto les salió caro. Stefan recibió dos balazos en las piernas, disparados por mi compañera. Al otro le tocaron en suerte otros dos tiros, uno del mosso, igualmente en las piernas, y uno mío, en el hombro al que podía dispararle con la máxima diagonal posible, para no poner en peligro a mis compañeros. No es de buen gusto darle a alguien por la espalda, pero la situación justificaba no andarse con remilgos. Los dos se fueron a tierra antes de poder sacar las pistolas que llevaban, y entre los cuatro que estábamos allí, incluyendo a Riudavets, que llegó tras de mí, los desarmamos y los esposamos sin pararnos a comprobar la gravedad de sus heridas. Riudavets estaba totalmente fuera de sí:

–Joder, qué hijos de puta. Hosti, están locos o qué.

–No sé, ahora veremos -dije, jadeante.

A Riudavets le sonó entonces el móvil.

–Es Asensi -explicó, mientras lo atendía-. Que tres tíos han ido a salir por el muelle de carga y que cuando les han dado el alto han vuelto a meterse dentro. Me cago en todo, esto es un desastre.

–A ver -dije-, ahora es cuando no podemos amontonarnos. Chamorro, pide que nos manden tres ambulancias, y un par de furgonetas de GRS. No le quitéis ojo a la puerta. Voy a ver a los demás.

Tena se había ocupado de acercarse a desarmar al pistolero al que había abatido. Aunque no hacía mucha falta. Los dos proyectiles que le había clavado en el costado lo habían dejado listo en el acto.

–Me lo he cargado, mi sargento -dijo, trémula.

–Me has salvado la pelleja, muchacha. Ya juraré ante Dios y el diablo que no tuviste más remedio que tumbar a este bicho. Ven.

La aparté de allí y me fui a buscar a Rubio.

–¿Cómo ha sido? – preguntó mi colega.

–Nada, hemos tenido la puta suerte de revolver un nido de alacranes -expliqué-. Pero todos los buenos estamos bien, y los malos que han asomado el hocico, neutralizados. Que nadie se mueva de sus puestos. No sabemos los que pueden estar ahí dentro ni si están armados. He pedido que nos manden a los GRS por si hay que hacer un asalto a las malas. Mientras tanto, vigilando y sin ofrecer blanco.

–Si hay que hacer un asalto, habría que llamar a los de la UEI.

–Como ya imaginas, eso se me escapa. Lo que podemos hacer ya es asegurar el perímetro, y para eso me valen los GRS. Voy a llamar a mi comandante y que lo decida él. A ver cómo le cuento que de repente y sin avisarle nos hemos metido en Iwo Jima. Espero que me crea cuando le jure que creía que íbamos a hacer una identificación rutinaria. Porque, visto objetivamente, la hemos jodido bien, compañero.

–Quién lo iba a saber.

Le arreé un puñetazo a una farola. Me hice daño.

–Me cago en la puta, le he pegado un tiro a un tío y por poco no me he llevado yo otro. Hacía quince años que no me pasaba. Y entonces era un novato y estaba en la guerra. Pero ahora se supone que tengo el conocimiento y la experiencia para no meterme en una así…

–Ya está, a cualquiera puede pasarle.

–En fin -inspiré hondo-. Pues eso, todos firmes en sus puestos.

Volví junto a Riudavets. Estaba, si cabe, más nervioso.

–No sé a ti, pero a mí me va a caer una bronca de tres mil pares de narices -dijo-. No tengo más remedio que llamar a mis jefes.

–Yo también. Ya nos lameremos las heridas mutuamente.

Collons, quién iba a imaginarse…

–Espérate, y a ver lo que queda todavía dentro.

Recuerdo la media hora siguiente como una locura absoluta. Hablé con el comandante Pereira, con el capitán Cantero, con la juez. A todos tuve que convencerles de que no acababa de comerme un revuelto de hongos alucinógenos. Después de eso, reaccionaron bien. Cantero se ocupó de que el coronel jefe de la comandancia hablara con el responsable de los mossos en Barcelona y organizara en forma regular la coordinación que Riudavets y yo habíamos montado al estilo guerrilla. Pereira movilizó a nuestra unidad de intervención, con la aquiescencia del jefe de los mossos, que reconoció nuestra mayor experiencia en la materia. La juez, pasada la reacción inicial de estupor y espanto, me ratificó su confianza. Llegaron las ambulancias y se llevaron a los heridos, convenientemente custodiados. Y en seguida hubo alrededor de la nave más guardias y mossos que bañistas un agosto en Benidorm. Las riendas de la operación las tomaron los expertos de ambos cuerpos en aquella clase de crisis. Con un megáfono intimaron a los que estaban dentro a salir con las manos en alto y todo lo habitual en estos casos. Durante veinte minutos no hubo ninguna respuesta. Al fin, se abrió la puerta y, en lugar de lo que todos esperábamos, salió un grupo de muchachas muy jóvenes y casi histéricas. Nuestros GRS y los antidisturbios de los mossos se hicieron cargo de ellas. Algún GRS parecía llevar de la mano una Barbie, por la desproporción de tamaño corporal. Andarían todas entre los dieciséis y diecinueve años.

Cinco minutos después, salieron cinco hombres con las manos en la cabeza. Formaban un grupo desparejo. Había dos jóvenes y muy altos, con aspecto de extranjeros, y otro de unos cincuenta años, también con pinta foránea. Los dos últimos que salieron iban tan cabizbajos que me costó al principio saber cómo eran. Pero cuando me fijé un poco mejor, me quedé de piedra. Uno de ellos llevaba ropa de macarra, iba algo desaseado y le distinguí dos pendientes de aro en las orejas. El otro era alguien a quien ya había visto antes. El inspector Cruz.

–Eh, Riudavets -dije, sin salir aún del todo de mi pasmo-. Una pregunta un poco idiota. ¿Tú sueles comer roscón de Reyes?

–No. Aquí no hay demasiada costumbre.

–Pues si lo haces, no aprietes mucho al cortar, no vayas a dar con la sorpresa. Hemos tenido un tino del carajo. ¿Ves a ese tío?

–Sí.

–Es un madero. Vete a saber lo que nos va a salir de aquí.

Cuando comprobamos su identidad, descubrimos que también el de los pendientes era policía. Y cuando por fin irrumpimos en el almacén, las sorpresas fueron en aumento. Parecía un estudio de cine o televisión, lleno de decorados que simulaban diversos ambientes. Un hospital, un gimnasio, un aula, un salón de estar, un dormitorio… Había cámaras, ordenadores, copiadoras de cedés y deuvedés. Lo que grababan ya no nos sorprendió tanto. Esa tarde se lo enseñamos a la cabo primero Jimena, nuestra especialista de Sitges. Con ira contenida, declaró:

–Por mucho que vea, nunca terminaré de habituarme. ¿Y sabe lo que le digo? Aparte de cerdos son unos ratas. Les consta que es mucho más seguro grabarlas allí, en sus países, donde pueden tener a sueldo a la policía, si quieren. Pero si se las traen aquí también las rentabilizan ofreciéndolas para uso directo. Así las exprimen doblemente.

–Eso parece -dije-. Pero no sobrevalores la diferencia entre sus países y éste. Porque aquí también tenían polis en nómina.

–No me lo recuerde. Cruz… Todavía estoy alucinando.

–Es normal, hay un porcentaje estadístico, no falla. De los que vivimos junto a la raya, unos cuantos la tienen que cruzar.

Jimena apretó los dientes. Noté la tensión de sus músculos faciales.

–Lo que más me joroba es cómo le di la razón, cuando nos preguntó, mi sargento. Pero en el primer reportaje no había nada. Lo que yo no sabía era lo que preparaban para el segundo. Y tampoco en los papeles que me mandaron… En fin, no sé cómo explicarle, a mí ninguno de esos nombres me decía nada. No puedes conocer a todos los que están metidos en este negocio. Pero a él sí que le decían, claro.

–Por desgracia -asentí-. No creas que no pienso en que yo le dejé esos papeles a Cruz, o que no me acuerdo, al pensarlo, de esa pobre chica a la que vi anoche en el depósito de Gerona.

Pudimos interrogar al inspector Cruz y al otro esa misma noche, cuando Riudavets hubo acabado con ellos. Los vimos en las dependencias de los Mossos d'Esquadra porque así lo habíamos pactado, porque un trato es un trato y sobre todo porque nuestros superiores respectivos se mostraron también de acuerdo en organizarlo así. Antes de entrar con ellos, le pregunté a Riudavets cómo se habían portado con él. En su semblante extenuado se dibujó una sonrisa amarga.

–Vamos a ver, primero siempre las malas noticias -dijo-. Ya te aviso que el de los pendientes es un hijo de mala madre que no va a venirse abajo ni aunque lo infles a palos con un bate de béisbol.

–Qué mal concepto tienes de mí -protesté-. ¿Me crees capaz de eso?

–Es una forma de hablar, hombre. Pero ahora viene la parte buena: Cruz tiene familia y está acojonado vivo. Conmigo se ha desmoronado. Dice que a Catalina se la cargó el armario ese al que le dio pasaporte tu legionaria. Y por el arma que le intervinimos y las heridas de la difunta, es muy posible que mañana la prueba balística me cierre el caso. Te debo una, Vila, así que sólo espero que lo tuyo se resuelva también. Si te fías de mí y me admites una sugerencia, ve por Cruz, que está blandito. Y creo que sabe que lo gordo le espera contigo. De lo de Catalina Iliescu, espera librarse. Pero lo de Neus lo ve algo más crudo.

Hice caso de su consejo. Pedimos que nos trajeran primero a Cruz. Nos metimos con él Chamorro y yo. Esta vez no le dejé a mi compañera el peso del interrogatorio. Aquel individuo era todo mío:

–Nos volvemos a ver, inspector -le dije, a modo de saludo-. Pero me temo que en circunstancias un poco menos distendidas.

–Sí, desde luego -repuso, tratando de sonreír.

–No vamos hacer mucho teatro, ¿de acuerdo? Sólo queremos saber si estás dispuesto a colaborar o si tenemos que colgarte la conspiración para el asesinato con las pruebas que tenemos. Podemos vincularte con los rumanos y a los rumanos con el crimen. Podemos vincularte con tu compañero y a tu compañero con la trampa en que cayeron Neus y el pobre muchacho al que utilizasteis para desactivarla.

–No sé si creer que no vas de farol en algo de eso -me desafió.

–Elige, ¿en qué voy de farol?

–Pues mira, así a bote pronto, no estoy yo tan seguro de que podáis conectar a mi compañero con nada.

–¿Eso crees? Te demostraré cuánto te equivocas. Uno, el chaval le recuerda bastante bien, y confío en que le identificará en la rueda de reconocimiento. Dos, tu compañero era tan chulo como para llamarle desde una cabina al lado de la jefatura superior. Y tres: es tan imbécil como para tener todavía guardada en la cartera la tarjeta de un móvil prepago con el que habló con Vinuesa y Stefan. Y eso es sólo una parte de lo que le hemos encontrado ahí. Esa cartera es oro molido.

En la última frase si había algo de farol. Pero en lo demás, incluida la tarjeta del teléfono móvil, mis cartas eran sólidas. Cruz titubeó.

–También te imaginarás, y si no, yo te lo cuento, que mis jefes han hablado con tus jefes -añadí-. Y no sólo no les han pedido que te tratemos con la menor delicadeza, sino que han hecho más bien al revés. Me temo que no eras muy popular, y que en asuntos internos habían empezado a llenar una carpeta con sospechas sobre ti. De hecho, serán los que vengan detrás de nosotros a charlar contigo. Hoy no vas a aburrirte.

Ahora sí que estaba hundido, Cruz. Podía haber tenido la debilidad de corromperse, pero no era tan obtuso como para no darse cuenta de que tenía que empezar a achicar agua si no quería ahogarse.

–De acuerdo -dijo-. Ya veo que habéis turrado, no voy a haceros perder el tiempo ni a perderlo yo. Quiero salir limpio de las dos muertes. Acepto que me caiga lo demás, que me echen, etcétera.

Sopesé con escepticismo su oferta.

–Vaya, que espléndido. Echado, considérate ya. Y del cohecho y de la complicidad en lo de las chicas no te libra ni Dios. En cuanto a salir limpio de las muertes, tendrás que contarme algo que me guste. Algo que me convenza de que eres inocente. Esfuérzate, por favor.

–A la puta se la cargaron ellos por su cuenta, para darle una lección. Ya se lo he contado antes al mozo de cuadra.

–No creo que le guste que le llames así.

–¿Acaso te vas a chivar?

–Por qué no. Soy más amigo suyo que tuyo.

–Bueno, lo que te decía. Lo de esa chica fue algo entre ellos. Descubrieron que era la fuente de Neus y se la cobraron.

–Me pregunto cómo lo descubrieron.

–Pues no sé, la gente habla.

–Ya, y otra gente recibe papeles sobre los que a lo mejor no guarda la confidencialidad debida. Sigue, anda. Pero no vas muy bien.

–Vale. Yo les di el nombre. Pero no para que la mataran, joder.

–Ya deberías saber con quién te jugabas los cuartos. ¿Y Neus?

–Mira, mi compañero y yo montamos lo de las fotos. Lo que le contó al soplagaitas del novio, eso era lo que habíamos acordado con los rumanos para que Neus dejara de meter las narices donde no debía. Yo estaba convencido de que con eso iba a bastar, de que podía resistirse a las amenazas, pero no aguantaría el tiro de verse convertida en pasto de los programas basura. Hasta teníamos tocado ya a un intermediario de los que les venden el material a las teles. Él te lo confirmará.

–Seguro que no tiene otro deseo, ahora mismo, si es que existe.

–Que sí existe, coño. Te digo dónde podéis encontrarlo.

–Vale, sí, luego. ¿Y qué más pasó?

–Pues nada, que al día siguiente me entero de que el demente ese, Nicolae, el jefe, al que cogisteis con Stefan, en vez de hacer las fotos, le había encargado a uno de los suyos que cosiera a Neus a puñaladas, con el cálculo de que se lo colgaríais al amante. Me llamó el muy cretino por la mañana temprano, presumiendo de haber montado el crimen perfecto y de haberse desembarazado de la cotilla para siempre. Yo le dije entonces que la había cagado; que si se le antojaba bien podía amenazar, pegar palizas, cortar dedos o incendiar casas, que eso, si no se resolvía en seguida, se pudría bajo el polvo de los archivos; pero que aquí los homicidios son otra cosa, que se investigan y no se sueltan así como así, ni tampoco se les da la primera explicación que viene al caso. Y mira por dónde, el tiempo se lo ha venido a demostrar.

Crucé una mirada con Chamorro. Tenía cierta consistencia. Aunque habría que oír la versión de los otros, cuando se repusieran de las heridas. No le auguraba a Cruz un futuro demasiado apetecible.

–¿Y qué era, lo que había averiguado Neus? – pregunté-. ¿Por qué era tan importante apartarla, por qué acabar matándola?

–Lo de la muerte fue un calentón de ese borrico, ya te lo he dicho. No hacía falta, ni muchísimo menos hacía falta, me cago en… Pero sí, se había convertido en un dolor de muelas. Un día la vieron con otra periodista sacando fotos frente al portal de uno de los pisos donde se alojaban las chicas. Hubo que levantarlo a toda hostia, como te imaginarás. Ahí fue donde la amenazamos por primera vez, para ver si se rajaba. Pero tres días después se plantó en otro de los pisos con un cámara y la tía loca, con sus santos huevos, llamó a la puerta. Otro albergue que hubo que desmantelar a la carrera. Ahí fue donde comprendimos que tenía buena información y que había que pararla.

–¿Y nadie pensó en localizar a la fuente?

–Vaya si lo pensaron. Pero no hubo forma. Quién iba a imaginar que era Catalina Iliescu. A mí, que vi el reportaje, en ningún momento se me ocurrió que la zorra que hablaba con voz de cyborg y la jeta a cuadritos era ella. La novia, o para ser más exactos, una de las novias de Stefan. Me contaron que antes de matarla les confesó que lo había hecho por resentimiento. Que le había empezado a dar información a Neus para hundirle el negocio a Nicolae. Y la verdad es que todo cuadra. Nicolae era un animal. Un día en una fiesta se la llevó por banda de mala manera. Con la venia de Stefan, sí. Pero a ella no le preguntó. Menudo es, como para pedirle a nadie permiso para eso.

Me tomé unos segundos para terminar de ensamblar todas las piezas en mi mente. Tal vez estaba decorándolo un poco para minimizar su responsabilidad, pero la estructura general de la historia era coherente consigo misma y con los restantes elementos de que ya disponíamos, los papeles de Neus, la conversación grabada a Cata. Le hice una seña a Chamorro y ella asintió en silencio. Nos podía valer.

–Muy bien, Cruz -concluí-. Nos arreglaremos con esto, de momento. Piensa si se te ocurre algo más que nos pueda ayudar. Y si no surge nada que nos lo dificulte, intentaremos que salgas de ésta lo menos jodido posible. Pero cuenta ya con que jodido vas a salir. No has tenido mucho ojo para elegir tus amistades en los últimos tiempos.

–Ya. A mí me lo vas a decir.

–¿Desde cuándo estabas conchabado con los rumanos?

–Permíteme que sobre aquello que no sabes me abstenga de darte demasiados detalles -repuso, con una sonrisa cínica-. Tengo que jugar mi única carta, la bendita presunción de inocencia. Digamos que tenía algún trato con ellos, ya que eso no voy a poder negarlo.

–Vale. Sólo era por intentar entender por qué seguiste relacionándote con esa chusma, y por qué los lanzaste contra la chica, cuando ya te constaba que habían sido capaces de asesinar a una persona.

–Yo no los lancé. Sólo les di el nombre.

–Búscate argumentos para convencer al tribunal sobre tus verdaderas intenciones. Yo me limitaré a consignar los hechos.

Cruz me observó con rencor.

–¿Tanto te cuesta entenderme, sargento? ¿Vas a decirme que nunca has tenido ninguna tentación? ¿Que siempre te has mantenido limpio de polvo y paja, conformándote con tu sueldo y con las patadas en el culo que te dan después de usarte para limpiar la pocilga?

La pregunta, inevitablemente, me hizo recordar algunas cosas. Momentos, rostros, borrosas emociones. Pero me limité a responder:

–No te confundas, Cruz. Ni soy la clase de tipo que le cuenta su vida a cualquiera, ni eres a quien elegiría para contársela.

Pedimos que lo devolvieran a su celda y que nos trajeran al compañero. El otro policía, de apellido Ganivet, resultó ser la fiera imbatible que nos había anticipado Riudavets. Era el subordinado de Cruz y diez años más joven, pero quizá por inconsciencia, o quizá por carácter, se mostró inasequible a nuestras embestidas. Probé a acorralarlo con las pruebas que le conectaban con Vinuesa y con la celada de Zaragoza, con Stefan y con el resto de los rumanos. Todo fue en balde. Durante una hora de interrogatorio, tan sólo se dignó decir:

–No os voy a ahorrar el trabajo. Ya no tengo nada que perder.

Traté también de explicarle que no era así, y de invitarle a seguir el ejemplo de su superior. Pero ni por ésas. Al final, miré el reloj, vi que eran las diez y media de la noche y me dije que estaba hasta el gorro de jugar a policías. Llamé a los mossos y pedí que se lo llevaran. Me quedé a solas en la habitación con Chamorro. La observé. Por fin dejé que mis labios se relajaran. Ella se echó entonces a reír.

Game over -sentencié-. No me lo creo, Virgi.

–Pues créetelo. Y no lo has hecho mal, si puedo opinar.

–No sé, tengo mis reparos. Demasiados raspones. El único consuelo es que el Rey Rojo ya no le soñará aventuras siniestras a ninguna Alicia indefensa. Antes de que se me olvide, tengo que llamar a cierta juez de instrucción y decirle que voy a poner en la calle a un hombre.


CAPÍTULO 20


LA REINA SIN ESPEJO

Ni Vinuesa ni su abogado formularon la menor protesta por las cerca de cuarenta y ocho horas que lo tuvimos detenido. Tampoco juzgué necesario pedirle disculpas cuando lo soltamos, como me enseñaron a hacer siempre que cometo una equivocación, porque con su comportamiento me había puesto muy difícil obrar de otro modo y porque no dejaba de recordar que de no haber mediado su torpe codicia (y su deslealtad hacia Neus) tal vez nada de aquello habría sucedido. Ni siquiera fui demasiado amable al emplazarlo para el día siguiente a la rueda de reconocimiento en la que esta vez sería él quien observara y Ganivet uno de los que se ofrecieran a su escrutinio. No es que me sienta muy orgulloso al recordar esta frialdad por mi parte; de hecho empecé a arrepentirme de mi dureza cuando lo vi llegar a la mañana siguiente, quince minutos antes de la hora a la que le habíamos citado, a las dependencias de los Mossos donde se practicaría la diligencia. Aunque se había afeitado y se había cambiado de ropa, Luis Fernando Vinuesa ofrecía todo el aspecto de un hombre roto y atormentado.


Me lo llevé a tomar un café, con ánimo de darle un poco de amparo y tratar de infundirle las energías que necesitaría para enfrentarse y señalar con el dedo al hombre que lo había metido en la ratonera. Mis esfuerzos por sacar conversación no fueron muy fructíferos y tampoco insistí mucho. Hay ocasiones en que uno no necesita que le hablen, y mucho menos hablar. Sólo al final, ante la taza vacía y mientras yo pagaba la cuenta, aquel hombre reunió fuerzas para decir algo:

–Sepa, sargento, que yo voy a ser el primero que tardaré mucho en poder volver a mirarme a la cara sin que me entren arcadas.

Había en sus palabras una mezcla de convicción, autodesprecio y lástima de sí mismo que no me era en absoluto desconocida.

–Tampoco persevere en eso -le aconsejé-. Flagelándose no va a devolverle la vida a nadie. Trate de hacer la suya, que es la que ahora tiene entre manos, lo mejor que pueda de aquí en adelante.

La rueda de reconocimiento nos la habían preparado nuestros anfitriones, que también habían suministrado el personal. A Ganivet le habían hecho quitarse los pendientes (la alternativa era perforarles las orejas a los mossos acompañantes) pero aun así era el que tenía una pinta más acanallada de todo el conjunto. Los demás vestían mucho mejor y estaban más limpios. Antes de que entrara el testigo, la juez que dirigía esta vez la diligencia examinó el grupo y dijo:

–¿No pueden traer a algunos con peor facha? Ahí canta mucho.

Riudavets se fue entonces a hacer un par de llamadas para movilizar a unos cuantos de los suyos cuya apariencia resultara más adecuada al caso. Mientras esperábamos, el sargento Rubio observó:

–De todos modos, en las grandes ciudades os sobran los recursos. Recuerdo yo una rueda que hicimos en un pueblo pequeño. Les pido a los guardias del puesto que nos la monten y cuando viene el testigo va y suelta: «Pues tiene que ser el cuatro, porque el primero es el panadero, el segundo el de la tienda de ultramarinos, el tercero el del bar…» Te puedes imaginar cómo se descojonaba el abogado.

Pero el abogado de Ganivet no tuvo motivos para reírse. En la segunda intentona, su defendido estaba rodeado de mossos de la unidad antidroga, con los que no podía decirse que desentonara en exceso, y entre los que el testigo le señaló a la primera y sin ningún género de dudas. La juez le puso a prueba, como era su obligación, pero Vinuesa, como si estuviera pagando alguna deuda, repitió muy firme:

–El número cinco. Seguro. Lo digo aquí y donde haga falta.

Ésta podría decirse que fue nuestra última actuación relevante en el caso Neus Barutell. Con ella cerrábamos el círculo de nuestras pesquisas. A partir de aquí hubo bastante burocracia, por las complejidades del sistema judicial y la propia del caso, en el que al final habían acabado confluyendo un sinfín de delitos (homicidios, cohecho, explotación sexual de menores, atentado a la autoridad) sobre los que tenían competencia jueces de tres provincias y en los que de una u otra manera interveníamos tres cuerpos de seguridad diferentes. Pero lo fundamental de nuestro asunto ya estaba resuelto, aunque la trama de corrupción policial y tráfico y prostitución de menores todavía daría algún trabajo a quienes tenían la responsabilidad de investigarla. Lo único que nos quedaba era contrastar las huellas dactilares de la casa con las de los rumanos, cosa que hicimos con resultado negativo (no eran tan aficionados como para dejarlas), y tratar de hallar el arma homicida, algo de lo que finalmente hubimos de desistir. En cuanto fue posible interrogarlos, Stefan y Nicolae coincidieron en cargar la ejecución de las dos muertes a su compatriota caído en el tiroteo, y en señalar a Cruz y a Ganivet como inductores. Lo segundo no parecía muy creíble, pero lo primero, visto el potencial ofensivo que había mostrado el difunto durante nuestro breve encuentro, resultaba harto verosímil. Asumimos, pues, que el conocimiento exacto de lo acaecido aquella noche en la casa, así como el del lugar donde se había deshecho del cuchillo, se los había llevado el malogrado matón a la tumba.

Durante los dos días que aún pasamos en Barcelona, aparte de hacer un montón de papeleo, también me tocó terminar de convencer a mis jefes de que la batalla campal de Gavá había sido un accidente impredecible, y la colaboración informal con los Mossos la manera más sensata y eficaz de obtener una información que de otro modo habríamos recibido mucho más tarde y a la que le habríamos podido sacar mucho menos partido. Mi comandante me aceptó con reservas lo primero, pero respecto de lo segundo me advirtió que a mi regreso a Madrid tendría que explicárselo despacio, porque los responsables de la comandancia se le habían quejado de mi peculiar manera de entender la autonomía operativa. Eso me llevó a una intensa campaña con el capitán Cantero para tratar de persuadirle de que si no le había avisado era porque la cosa había surgido sobre la marcha y porque creía que íbamos a hacer una identificación sin mayores problemas, de alguien a quien en ese momento sólo considerábamos un posible testigo. La propia presencia de dos de sus hombres en la operación, le argumenté, probaba mi falta de malicia, porque no iba a ser tan idiota como para pretender ocultarle algo en lo que me acompañaban dos guardias a sus órdenes. Cantero no era mal tipo y me consta que acabó creyéndome e intercediendo por mí. Pero no me extenderé más sobre estas miserias que padezco como miembro subalterno de un cuerpo jerarquizado y militar, porque siempre que trato con ellas me acuerdo de esos olímpicos detectives de las novelas que hacen lo que se les pone en las narices sin rendir nunca cuentas a nadie y me siento como un paria.

A propósito de cuentas, más grato resultó rendírselas a mi presunta jefa suprema, la autoridad judicial encarnada en esta historia por la juez sustituta Carolina Perea. La llamé varias veces para informarla con detalle de cómo se iba desarrollando el final de la investigación, en la que por razones de distancia ella intervenía sólo en modo remoto. Ni siquiera podía llevarle aún a los imputados, porque dos de ellos, los rumanos, estaban en el hospital, y otros dos, los policías, tenían que responder previamente, ante otros dos jueces en Barcelona y Gerona, de los crímenes por los que habían sido detenidos in fraganti.

–De buena gana me iría para allá -me dijo la juez, en una de estas conversaciones-, pero tengo demasiado lío aún con el aterrizaje como para dejar mi juzgado. De todos modos, espero que venga usted por aquí cuando puedan traerme a los angelitos. Sólo le conozco como una voz en la línea telefónica y me gustaría hacerlo personalmente.

–Si usted lo ordena, señoría, allí estaré -respondí, dándole en mi pensamiento a la frase un sentido distinto al oficial y evidente.

–Tampoco se trata de eso, hombre.

–Si no lo ordena, dependeré de lo que me manden mis jefes.

–De acuerdo. Entonces lo ordenaré.

Su risa la hacía parecer mucho más joven, mucho menos juez, y en resumen algo que por mi bien debía evitar, razoné al reparar en ello. Al final, según ella quiso, la acabé viendo en persona: era una cuarentona flaca y pelirroja llena de energía y con una perturbadora luz clara en la mirada. Y tuvo su interés conocerla, pero ése es otro cuento.

El último día de nuestra estancia en Barcelona era un viernes. Aunque rematamos los asuntos oficiales por la mañana, no nos pusimos en camino hacia Madrid por que los compañeros sugirieron ir a cenar para celebrarlo antes de deshacer el equipo. Le propuse a Riudavets que se uniera a la fiesta con su gente y se mostró conforme. Quedamos a las nueve y media en un restaurante gallego que conocía Robles, en la calle Margarit con el Paralelo. A las cinco yo ya había hecho mi maleta y pensé que podía aprovechar la tarde para liquidar un par de tareas extraoficiales que aún tenía pendientes. Llamé a Chamorro:

–Virginia, me cojo el coche. ¿Te importa ir con Rubio y Tena al restaurante y que yo me reúna allí con vosotros?

–No. ¿Puedo preguntar adónde vas o es personal?

–Es personal, pero puedes. Voy a devolverle unos papeles a Altavella y a contarle todo antes de que termine de leerlo en los periódicos.

–Ya. Bueno, para eso sois amigos, ahora.

–No seas cáustica, Vir.

–No, si me parece muy bien. Es muy correcto por tu parte. Aunque me permito recordarte que conmigo no estás siendo tan correcto.

–¿Eh? ¿Por?

–Me prometiste algo, pero ya veo que lo has olvidado. Es lo que hace la costumbre, al final todo se relaja y hasta se olvidan las promesas.

Percibí la ironía en su tono. Pero también resquemor.

–Lo confieso. No recuerdo qué es lo que te prometí.

–Me ibas a llevar al Tibidabo.

–Es verdad. Soy un impresentable. Hagamos una cosa. A eso de las ocho paso a recogerte por aquí. Subimos al Tibidabo y de ahí vamos al restaurante. Llegaremos un poco justos, pero que nos esperen.

–No sé si aceptar. He tenido que recordártelo.

–Sé magnánima. Mi cabeza ha estado muy atareada estos días.

–Claro, y además empiezas a estar mayor. Vale, a las ocho.

Altavella me recibió esta vez en su terraza. Hacía una tarde espléndida: despejada, tibia y sin una gota de aire. La vista de la ciudad a la suave luz vespertina era apacible y reconfortante. Nos sentamos a la mesa donde habíamos desayunado el día de mi primera visita y el escritor me ofreció beber algo. No estaba de servicio. Acepté.

–Pensé que iba a rechazarlo -dijo-. Celebro que no sea así, porque me apetece beber y me fastidia hacerlo solo. ¿Le gusta el vino?

–Sí.

–¿Alguna preferencia?

–La que usted tenga.

Palmira, de pie junto a la mesa, aguardaba. Altavella resolvió:

–Algo fresco. Un blanco, Palmira, en un cubo con hielo.

No soy demasiado partidario del vino blanco, pero, como sucede con todo, hay vinos blancos y vinos blancos y ya puede suponerse que Altavella no elegía para surtirse en la parte mediocre de la gama. No quise mirar de dónde era, y él tampoco me lo dijo; me limité a saborearlo y disfrutarlo y a creer por un segundo que mi vida era realmente aquello: estar sentado en aquella azotea, paladeando aquel caldo excelente en compañía de un tipo que salía en las enciclopedias y al que se veía deseoso de complacerme. Consideré que debía ganármelo.

–Señor Altavella, una vez más debo darle las gracias por su hospitalidad. No quiero robarle más tiempo del indispensable…

–Por favor, no mida tanto mi tiempo -protestó-. Malgástelo, así contribuirá a alimentar mi ilusión de que aún me queda mucho.

–Valoro su generosidad. Pero entienda que no me aproveche de ella. Como le digo, vengo con un objetivo. O mejor, con dos. El primero es contarle, ahora que podemos reconstruirlo razonablemente, lo que creemos que le sucedió a su esposa, y a manos de quién.

–Le agradezco que tenga esa deferencia.

De nuevo, al relatarle todo lo que habíamos averiguado, junto con las suposiciones que nos ayudaban a rellenar los huecos en la secuencia de los hechos, sentí la presión de estarle narrando algo a quien había hecho de ello su oficio, y debía notar, incluso aunque se empeñara en lo contrario, cualquier incoherencia, cualquier torpeza por mi parte a la hora de presentar los acontecimientos y sus causas. Altavella me escuchó sin despegar los labios, con una atención y una emoción que pude notar que iban intensificándose por momentos. Traté de ser cuidadoso con los aspectos más sensibles, pero sin incurrir para él en arreglos demasiado compasivos, que pudiera juzgar como una falta de fe en su capacidad para hacerse cargo de los avatares terribles o absurdos de una historia como aquélla, donde no escaseaban precisamente. Una vez que hube concluido mi resumen, el escritor observó:

–Es curioso, cómo a menudo en la vida las cosas suceden por razones distintas de las que creen tener quienes las desencadenan.

–¿A qué se refiere?

Altavella había emitido su veredicto con notable rapidez. Pero necesitó unos segundos de reflexión para hallar la forma de explicarlo.

–Me refiero a que estoy seguro de que esos canallas creyeron estar decidiendo el final de Neus, cuando me parece que lo que en realidad condujo a ese desenlace fue algo muy diferente. Que fue Neus la que se sirvió de ellos para romper la baraja. Verá, desde fuera, alguien podrá juzgar que la fama y el éxito la habían vuelto tan soberbia y estúpida como para perder el discernimiento y la sensación de peligro. Les ocurre a otros, sin duda, pero ella era mucho más inteligente que todo eso. Tuvo que percatarse del riesgo. Y siguió adelante. Como debió de percatarse de que aquel muchacho empezaba a fallarle, y en vez de largarlo, decidió entregarse cada vez con más ahínco y convertirlo con su sola voluntad en lo que él no era ni podía llegar a ser jamás.

–No sé qué decirle. Usted la conocía mejor que yo.

–¿Sabe? Es que le escuchaba contar la historia y no podía evitar juzgarla con la deformación del novelista. Uno de esos rumanos la mató, otro lo decidió, los policías corruptos les ayudaron a hacerlo, sabiendo o no que estaban participando en un asesinato, eso me da igual. Pero por aparatosa que sea la etiqueta que la ley les adjudique finalmente, me resulta imposible considerarlos protagonistas de nada. Lo mismo que a ese chico, el que estaba con ella aquella última noche. Son unos secundarios instrumentales, del mismo modo que nadie consideraría protagonista de la epopeya del almirante Nelson al tirador que tuvo la fortuna de meterle un balazo en la columna en la batalla de Trafalgar. Fue Nelson el que planteó, decidió y acometió esa batalla, sabiendo que se jugaba la vida de sus hombres y también la suya.

Aunque el ejemplo sonaba algo grandilocuente, en cierto modo no dejaba de resultar oportuno y ajustado. La insistencia temeraria de Neus en revolver el avispero era algo que requería una interpretación, y tampoco yo estaba ya en condiciones de sumarme a la primera conjetura que pudiera sugerir el estereotipo de la famosa endiosada. No después de haber leído sus notas íntimas y sus cartas de amor.

–Neus tenía mucho sentido literario -añadió Altavella-. Era siempre mi primera lectora, y no sabe usted cuánto me aportaba. Si ella misma no escribía era por que no le daba la gana, porque prefería leer y hacer de eso un arte tan refinado y exquisito, o más, que la creación. Por eso escogió una metáfora tan precisa como la del Rey Rojo de A través del espejo para designar al enemigo al que se exponía. Es muy posible que todo lo que pasa en ese libro sea un sueño del Rey Rojo. Creo que la mayoría de los lectores adultos de Carroll lo acabamos pensando, y Neus hasta lo dejó escrito, parra que no quedara ninguna duda. Pero una vez dicho eso, y adjudicado al Rey Rojo el poder absoluto de deshacer la partida entera con sólo despertar, ¿quién es él? Nadie, un bulto inmóvil en medio del tablero por el que Alicia avanza hasta coronarse reina. ¿Qué es lo que importa, la mente dormida que sostiene el sueño, o la niña curiosa y sublime que lo vive y juega a descifrarlo?

La pregunta tenía la miga suficiente como para dejar que fuera el silencio quien se ocupara de ella. La mención del Rey Rojo me recordó que no sólo había ido allí para hacerle un resumen informativo.

–También he venido esta tarde por otra razón. Para devolverle algo que le pertenece, creo.

–Y saqué de mi macuto el libro de McGrath.

–Ah, no tenía que haberse preocupado. ¿Lo leyó?

–Lo hojeé.

–Quédeselo.

–No puedo. Está subrayado por ella. Y le traigo algo más.

Saqué el bloc con la reproducción del cuadro de Hopper. Altavella lo cogió y se quedó mirándolo durante un momento.

Nighthawks, las aves nocturnas -dijo-. Una bestia, este Hopper, para retratar la soledad. Debería estar prohibido mostrarla así a todos los públicos. Los americanos censuran la pornografía, que suele ser algo tan inofensivo, y dejan pasar en cambio mazazos como éste.

–Tiene algo escrito en la primera hoja -creí que debía advertirle.

Abrió el bloc y leyó. Después lo releyó al menos cuatro o cinco veces. O eso deduje, porque durante cerca de un minuto no levantó la vista del papel. Al fin cerró el pequeño cuaderno, lo dejó con mucho cuidado sobre el libro y se echó hacia atrás. Tomo su copa de vino y le dio un largo sorbo. Lo mismo hice yo. Hasta vaciar la mía.

–Es una situación algo más que embarazosa, sargento -dijo-, leer esto en su presencia y saber que usted lo ha leído.

–Disculpe. No quería ocultárselo. Y menos aún quedármelo. No hace falta para acreditar lo que a la justicia le importa, y creo que si ese bloc pertenece ahora a alguien, ese alguien sólo puede ser usted.

–No sé si está en lo cierto. A lo mejor es de ese L., ya que fue el último hombre que la hizo estremecerse. Pero me pone en la necesidad de explicarle algo. Llámelo narcisismo, vergüenza, como quiera.

–No tiene que explicarme nada. Ni a mí me pagan por juzgarle.

–Me apetece, sargento. Usted ha resultado ser un policía muy poco convencional. Déjeme que yo sea poco convencional también. Además, me parece un hombre de quien uno puede fiarse. No me cuesta serle franco. Creo que Neus se equivoca ahí. Ella me gustaba, y me gustaba de veras. Y la admiraba, como ya nunca creo que pueda admirar a nadie más. No sé a usted, pero a mí claro que me gustan las mujeres. Me gusta esa sintonía feroz que tienen con la naturaleza, esa profundidad que nos vuelve a nosotros toscos y banales en comparación, esa abnegación continua que convierte nuestros tesones efímeros y nuestros heroísmos ocasionales en vanos volatines de payasos de circo. Y me gusta su belleza, esa delicada composición de formas frente a la que un cuerpo masculino no tiene más encanto que una tuerca. Y Neus, en todos esos sentidos, era la más alta representación de la femineidad que a este pobre payaso que le habla le ha sido dado tener jamás entre sus dedos. Lo que ocurre es algo más triste. Que hay algo en nosotros, no sé si en todos, pero al menos en mí, que nos mantiene siempre divididos. Por cada átomo de voluntad que uno pone en construir y en creer, surge como una fuerza de reacción otro de signo contrario que le lleva a destruir y escapar. Yo llegué a desarrollar la lucidez y la fuerza suficientes para saber que nunca podría abandonarla. Pero no pude dejar de mirar siempre a otro lado, porque tampoco pude dejar de tener la sensación de que me faltaba algo que estaba en otra parte. No sé si estoy siendo capaz de hacerme entender. Tampoco sé si le importa mucho o me está tolerando el desahogo por simple amabilidad.

En ese momento, en mi cerebro se juntaban demasiadas ideas, recuerdos y emociones como para acertar a distinguir si lo que acababa de decirme era un discurso inteligible y sólido o una mera cortina de humo tras la que intentaba justificarse. Tampoco podía dirimir quién tenía razón, si Neus o él. Vagamente intuía que cada uno la tenía de una forma diferente, en un plano de la realidad inasequible al otro. Acaso sea siempre ésa la fisura, no ya entre un hombre y una mujer, sino entre dos seres humanos cualesquiera. Pero yo sólo soy un tipo que cumple el encargo de tratar de enfrentar a los homicidas con las consecuencias legales de sus actos, y por lo general me va bien no creerme capacitado para hacer mucho más. Como tampoco quería ser maleducado, me procuré una hábil salida por la tangente:

–Mientras le escuchaba, me he acordado de un libro. Si me permite la pedantería de recomendarle otra lectura, desde mi ignorancia, a alguien como usted, le aconsejo que lo lea. Es la Autobiografía psíquica de Hermann Broch. Supongo que al autor lo conoce. Yo sólo he leído de él ese libro, luego lo intenté con La muerte de Virgilio, que por lo visto es una obra maestra, pero me quedé dormido varias veces y no pude pasar de la página cincuenta, tal vez le parece un sacrilegio.

Altavella sonrió abiertamente.

–No, no me lo parece. Yo lo acabé sólo por esnobismo.

–El libro del que le hablo es muy distinto. Tampoco es demasiado ameno, pero hace un autoanálisis interesante. Se diagnostica a sí mismo como neurótico incurable y examina su relación con las mujeres, que responde a ese esquema que describía usted hace un momento. También él se sentía dividido y nunca le parecía tener la mujer ideal, sino mujeres que la representaban parcialmente y de las que no era capaz de desprenderse, pero con las que jamás podía contentarse. A ratos resulta bastante enfermizo en sus razonamientos, pero en medio del revoltijo de tortuosas disquisiciones psicoanalíticas acaba aferrándose por encima de todo a un concepto más sencillo y positivo.

–¿Cuál?

–El de esperanza. Viene a decir, quizá lo estoy deformando algo, que la esperanza es el motor básico de las personas. Y que su ética personal, que le permite la infidelidad y la hipocresía, le prohíbe socavar la esperanza ajena. Su meta es alimentar y nunca destruir la esperanza de las mujeres con las que se relaciona. En tanto lo consigue, soporta su infelicidad y su trastorno. Pero en fin -me sentí de pronto fuera de lugar-, no sé por qué le cuento todo esto. Me parece que es hora de que me vaya, antes de que se me escapen más inconveniencias.

–No, no crea que lo son -dijo, indulgente-, aunque si me paro a meditar sobre lo que dice me temo que debo sospechar que me está diagnosticando una neurosis. También buscaré ese libro. Sólo hay una cuestión que me intriga, si puedo ser yo ahora un poco cotilla.

–Usted dirá.

–¿Qué le lleva a leer esos libros, y a recordarlos tan bien? Si no le entendí mal, reniega usted de su carrera de Psicología.

Era perspicaz, Altavella. Traté de desviar el disparo.

–La psicología como campo de conocimiento me parece apasionante. De lo que reniego es de la seudociencia que suele ocultarse bajo ese nombre, y de quienes contrabandean ideología, la que sea, llamando anormales a quienes simplemente no ven la vida como ellos o proponiendo pautas que son morales y no científicas. La moral es cuestión de cada uno, a mi entender, y un catedrático de Harvard no tiene más entidad a esos efectos que un pescadero o una barrendera.

–No me refería a nada de eso. Y usted lo sabe.

Analicé la situación. Hablando de moral, allí tenía un dilema de esa índole. ¿Era lícito eludir, tratándole como un idiota, a un hombre que se había sincerado conmigo y había respetado mi inteligencia?

–El libro de Broch me lo recomendó un amigo de la carrera que siguió con el negocio de la Psicología -respondí-. Y le hice caso y lo leí, y lo recuerdo tan bien, como usted dice, por razones personales. Tampoco es ningún secreto de estado. Hace años me apunté la proeza de arruinar un buen matrimonio, con una estupenda mujer. Desde entonces, me cuesta sentirme con derecho para comprometer a otra.

No sé por qué llegué tan lejos. Acaso fue por culpa del vino. Lo que sí sé es que Altavella no esperaba tanto. Me miró con simpatía.

–Ahora veo que usted nos entiende -concluyó-. Me alegra, de veras, que todo esto haya estado en sus manos, y no en las de otro.

–Por mis manos sólo ha pasado el trabajo policial -aclaré-. Lo otro es cosa suya, de ustedes dos, y crea que como tal lo respeto.

–Gracias. Pero no se sienta abrumado por conocer la parte oscura. Neus y yo también fuimos muy felices. No imagina cuánto.

Me impresionó advertir cómo las lágrimas le anegaron entonces la mirada. Pero Altavella era un hombre ducho en las cosas grandes y pequeñas de la vida. No se precipitó a enjugarse los ojos. Continuó así, quieto, hasta que la leve brisa que había empezado a soplar se los secó. Seguro que no era la primera vez que recurría a ese truco.

Esa tarde todavía me dio tiempo a hacer una tontería más. En el recuerdo he tratado de achacarla igualmente al vino compartido con Altavella en su terraza, pero puede que ésa sea una de las chapuceras excusas que uno busca para relevarse de la culpa por aquello que en el fondo sabe inexorable conforme a su naturaleza. Localicé la cafetería sin esfuerzo. Tantas veces había ido allí, en el año siguiente a que todo saltara en pedazos. Podría haberse dado la coincidencia de que ella tuviera el día libre, pero no fue así. La vi a través de la cristalera. Ahora tendría poco más de treinta años, calculé, y se había vuelto más grave, mucho más medida en todos sus movimientos. Casi no perduraba en ella más que un ligero rastro de la antigua muchacha en la que me había extraviado y encontrado a la vez. De aquella que me había enseñado los versos de Estellés, y su sentido:


El nostre amor es un amor brusc i salvatge,

i tením L'enyorança amarga de la terra…*



Estuve allí, en la acera, durante un buen rato, observándola. Había pasado el tiempo suficiente, tal vez, como para que no resultara sólo doloroso y destructivo entrar a hablar con ella, pedirle que me pusiera un café, preguntarle por su vida y contarle lo que de la mía podía decirle. A lo mejor se habría alegrado de verme, como yo, confusamente, me alegraba de verla. Ni siquiera aquella tarde, en que cargaba con la plena conciencia de todo lo que con ella se me había roto para siempre, dejaba la visión de su rostro de arrancarme una sonrisa.

Al final me marché, sin saludarla y sin reaparecer por tanto en su horizonte, donde ya habría otras nubes y otros soles que reclamaban su atención. Duele constatar que algo que ha sido tuyo, o así lo creíste, ya sólo puedes abordarlo como extranjero, y que no hay mejor manera de probarle tu afecto que apartándote hacia la penumbra. Desarma pensar que poco a poco resbalas, así, hacia la penumbra de todo.

Se me ocurrió que llegado a aquel punto, y puesto que el error ya estaba cometido, no había nada mejor que pudiera hacer que ir a buscar a Chamorro para cumplir mi promesa y subirla al Tibidabo. Las páginas amarillas de la memoria hay que alternarlas con hojas azules de futuro, porque como llegó a comprender incluso un sujeto tan desvalido y fúnebre como Hermann Broch, no existe, ni puede inventarse, otra forma de vivir. Traté por tanto de restarle importancia a la caravana de salida de fin de semana que me tocó sufrir antes de llegar a la comandancia, y cuando a las ocho y cuarto vi esperándome ante el pabellón a una Chamorro algo irritada por el retraso, pero luminosa y arreglada para la ocasión, me dije que merecía la pena haber soportado el atasco. Para apaciguarla, improvisé una declaración exculpatoria:

–Perdona, el tráfico, estaba fatal.

–Vale, no importa, ya lo imaginé.

Nos costó mucho menos entrar de nuevo en la ciudad. Tras un rato de serpentear por la estrecha carretera que conducía hasta el Tibidabo, aparcamos cerca de la cumbre, junto al parque de atracciones.

–Aquí está -dije-. Como ves la iglesia es un espantajo, y el parque de atracciones a mí siempre me recuerda esas películas de miedo donde un payaso sádico persigue a los niños para torturarlos y dejar luego sus cadáveres abandonados al pie de la noria. Pero ahí abajo está Barcelona, y es una ciudad que vale la pena mirar. Toda tuya.

–Cómo eres -dijo Chamorro-. Relájate, hombre. Será una horterada, será más original la vista del otro día, pero a mí me apetecía y has tenido el detalle de traerme. ¿Por qué no te olvidas de todas tus manías y disfrutas un poco del panorama, antes de que tengamos que salir de nuevo zumbando para no llegar demasiado tarde a la cena?

–De acuerdo. Lo retiro todo. Esto es precioso y voy a dejar que me fascine por una vez. Sabes por qué se llama Tibidabo, ¿no?

–Pues no.

–Coño, yo creía que eras católica. Por aquello de cuando el demonio tienta a Cristo en el desierto, y desde una atalaya le promete darle todo lo que ve si se pone a su servicio. Tibi dabo: te daré, en latín.

–Ah. Es que yo de latín, poco.

–Así va el mundo, con esa ignorancia de la cultura clásica y de la historia sagrada, incluso entre las chicas formales como tú.

–Ya ves -rió-. Es una vergüenza.

Contemplamos el paisaje. Para mi gusto, aquella vista era demasiado lejana. Se perdían los detalles de la ciudad y de los barrios, que se convertían en una mancha apenas matizada por la cuadrícula de las calles. Pero al anochecer resultaba más aparente. No hay ciudad que no se vea hermosa y limpia de noche, por sucia y ruin que sea de día.

–¿Puedo decir algo? – preguntó Chamorro.

–Sería la primera vez que te lo impidiera.

–Te he visto un poco raro, desde que llegamos aquí.

–Soy un poco raro.

–Más de lo habitual.

–Esto ha sido duro. Ha habido que fajarse, para sacarlo adelante.

–Ya lo sé. Estaba allí, te recuerdo.

–Pues eso, sería el cansancio.

Chamorro guardó silencio, como para dejarme reflexionar mejor.

–¿Está todo bien? – dijo.

–Claro. Más o menos. Como siempre.

–¿También conmigo?

–Por supuesto. De ti no tengo queja. Todo lo contrario, lo que empiezo a tener es miedo de que asciendas y de no encontrar a nadie tan bueno para reemplazarte. Voy a echarte de menos, cuando te vayas.

–No voy a irme a ninguna parte, de momento.

–Tendrás que buscar tus oportunidades, como todo el mundo.

–Oye, Rubén.

–Dime -la invité, sin tenerlas todas conmigo.

–¿Qué te pasó aquí? – me soltó, a quemarropa.

Me mantuve con la vista al frente, procurando parecer impertérrito.

–Te lo contaré algún día, Virginia. Pero ese día no va a ser hoy.

Mi compañera asintió, pensativa.

–Como quieras. No es por fisgar. Es porque me preocupo por ti.

–Así lo entiendo. Pero hoy no quiero remover nada. Admira esto y luego vamos a cenar y emborracharnos, que nos lo hemos ganado.

–Me parece buena idea. ¿Quién conducirá de vuelta?

–Tú. Quiero ver cómo lo haces borracha.

–Con prudencia. Igual que estando sobria. ¿Acaso lo dudabas?

–Ni por un momento, Vir. Ni por un momento.

Cuando llegamos al restaurante gallego, que se llamaba O Meu Lar y habían cerrado para nosotros, el resto de la banda ya estaba allí. Con los del equipo, los que se habían sumado de la comandancia (el capitán Cantero, el teniente Vendrell y el subteniente Robles), la cabo primero Jimena, Riudavets y Asensi y cinco más de los suyos, se había juntado allí una mediana y ruidosa multitud. Fue Robles, genio y figura, quien nos vio llegar y se adelantó a darnos la bienvenida:

–Hombre, el gran Ruphert Belalugosi y su bella ayudante Virginia. Ya empezábamos a creer que os lo habíais montado y que debíamos apañarnos sin vosotros. ¿O es que te has perdido por el camino?

–No, no me he perdido, Robles. No esta vez.

–Es que de joven se perdía siempre -explicó-. Un desastre.

–Ya lo superé, gracias a ti.

El subteniente me abrazó efusivamente. Una vaharada de su aliento me reveló que ya llevaba un par de vinos encima. Como poco.

–Ven acá, que estás hecho un monstruo. En semana y media has acabado con la mitad de la delincuencia de la ciudad. Incluyendo a los más peligrosos de todos, los que se camuflan en la pasma.

–No te pases, Robles -le corrigió el capitán Cantero.

–¿Acaso no es verdad? – dijo, afectando inocencia.

Me senté en la barra junto al subteniente y le señalé la copa.

–¿Qué es ese tintorro que bebes?

–Qué tintorro. Rioja, reserva.

–Pídele a tu amigo el jefe de esto que me ponga otra, anda.

Apenas tuve la copa en la mano, le propuse un brindis:

–Por las cagadas compartidas.

–Bueno -se encogió de hombros-, si no se te ocurre nada mejor…

–Creo que es lo que toca -y añadí, bajando la voz-: Al final fui.

–¿Y qué? – preguntó, con los ojos encendidos.

–Y nada. La vi y ni siquiera entré. Estaba guapa. Parecía irle bien.

–Mejor así. Acuérdate de aquello de las estatuas de sal.

–Con todo, Robles, cuando miro para atrás veo que he tenido suerte. Que hemos tenido suerte, tú y yo. Podríamos estar como…

–Calla, gilipollas. Pues claro que tenemos suerte. Y lo que hay que hacer es aprovecharla. Por todos los que no la tienen.

–Estamos de acuerdo.

–Enhorabuena -dijo-. Y la cabeza alta, siempre, que puedes llevarla.

Comimos y bebimos más de lo que aconsejaba el sentido común. Incluso Riudavets se dejó llevar y acabó pidiéndole a Tena que cantara El novio de la muerte, cosa que la guardia, bastante cargada también, hizo a voz en grito. Al borde de las lágrimas atacó ese pasaje que dice:


Y al regar con su sangre la tierra ardiente,

murmuró el legionario con voz doliente…


No sé por qué, en ese preciso instante me acordé de Neus. Su muerte no había tenido nada que ver con la que recreaba la canción, y la rancia épica guerrera que inspiraba la letra le era tan ajena como a mí. Pero me conmovió sentir cómo palpitaba la fe, una fe que yo no podría nunca profesar, en el canto de aquella muchacha arrebatada por el vino. Al final, discurrí entonces, lo único sabio es creerse algo y entregarle el corazón. Ni siquiera importa que tenga mucho sentido, porque nadie sabe para qué estamos aquí. Eso fue lo que Neus perdió, y con ello se le vino abajo el sueño y acabó siendo menos que el peón que había sido, como todos, en la casilla de salida. Así fue como conoció, y no pudo resistir, la soledad inmensa y definitiva de la reina sin espejo.


Getafe-Valverde del Hierro – Barcelona,

1 de septiembre de 2004-27 de julio de 2005.

Île de Ré, agosto de 2005.


AGRADECIMIENTOS


En primer lugar, a mis lectores de guardia: Carlos Soto, Juan José Silva, Manuel Silva, Laure Merle D'Aubigné y mi compañera de tantas fatigas, Mª Ángeles. También a mis no menos generosos y no menos lúcidos lectores editoriales, Joaquim Palau, Lydia Díaz, Pilar Lucas y Malcolm Otero, que aparte de leer y defender como siempre mis libros esta vez me asesoraron sobre el uso de la lengua catalana.


A Ana Arvizu debo agradecerle, además de su lectura, su disponibilidad para hacerme de chofer y desafiar al volante cualquier obstáculo en una intrépida expedición al cementerio de Collserola.

Vaya también mi gratitud para Carles Quílez, María Antonia de Miquel, José Luis Sánchez, Mercedes Abad, Alvaro Ardévol y Hernán Migoya, atentos anfitriones barceloneses a quienes importuné durante mis viajes a la ciudad en la preparación de esta novela, y que, cada uno por su lado y desde su sensibilidad particular, me aportaron elementos valiosos para escribirla. Igualmente agradezco a Carlos Creuheras y a Jesús Badenes las facilidades proporcionadas a estos efectos. Cuento por otra parte entre mis apoyos sobre el terreno a Elena Ramos, con quien compartí una inolvidable excursión al Tibidabo en su noble y esforzado vehículo. Tendría que consignar además, y especialmente, los nombres de otras personas, guardias civiles, policías y mossos d'esquadra que me ilustraron sobre la compleja realidad policial catalana. Omito mencionarlos por razones de discreción y sigilo, y porque me enseñaron que la confianza que los demás depositan en uno hay que esforzarse por honrarla siempre. Reciba pues anónimamente cada uno de ellos mi reconocimiento, ya que ellos saben quiénes son. Incluyo aquí, con la misma cautela, a mis amigos guardias y policías de Madrid que se dejan molestar con regularidad por este moscón empeñado en aprender pormenores de su oficio. Afortunadamente la amistad ya nos excusa de mayores ceremonias y protocolos.

Marga Guillén se avino a darme pistas útiles sobre actuaciones procesales a distancia en el marco de la jurisdicción penal y me regaló de propina su amabilidad y alguna jugosa anécdota personal reciclada como anécdota de personajes en la novela. Catalina Iliescu Gheorghiu me proporcionó una ayuda irremplazable con el rumano y me prestó su hermoso y eufónico nombre para que se lo adjudicara a un personaje desdichado, lo que seguramente tiene un doble mérito.

Por último, mi gratitud para los muchos lectores de Bevilacqua y Chamorro que con su insistencia y cariño fueron decisivos para que llegara a cometer esta cuarta novela de la pareja, y en especial a aquellos que comparecen regularmente en el foro de Internet creado por Rubén Lamas (cito su nombre en representación de todos para no olvidarme a nadie). Pido al lector defraudado, en todo caso, que no los juzgue responsables. La culpa de los errores es toda mía.


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30/01/2009


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