que me acompañaron en el
camino
Esta piedra es fallada en muchos logares,
et en muchas maneras. De natura es calient
et seca en el cuarto grado, et a en si muy
grand quemamiento. Et la estrella que es
delantera delas dos tenebrosas, que son
en el arco septentrional dela Corona, a
poder
en esta piedra, et delta recibe la uertud.
Alfonso X,
Lapidario.
UNA IMAGEN TAN BRUTAL
–Vamos allá -dijo antes de proceder, con un afán por
normalizar el acto que no hizo sino ratificar mi
suposición.
Fue entonces, mientras miraba los cincuenta y pocos kilos de
materia orgánica inerte en que se había convertido aquella inquieta
criatura humana, cuando recordé la primera vez que había visto el
rostro de Neus Barutell. Sobreponiéndome al desasosiego que
producía la imagen del cuerpo frío y desvalido, sobre el que los
útiles del forense trazaban ya las líneas que permitirían acceder a
su triste secreto y ocultar luego a los parientes la ferocidad de
la agresión, retrocedí una década, a aquella otra época mucho mejor
para ambos. Ella estaba a la sazón en su plenitud, y mi propia vida
era un proyecto de satisfacciones y alegrías aún no sometidas a la
implacable rebaja que el tiempo, auxiliado por nuestras torpezas,
se complace en aplicar a cualquier ensueño redentor. Diez años
antes de aquella tarde en que yacía sin vida, Neus había alcanzado
el estrellato como conductora de un programa de éxito en la
televisión catalana. En aquellos días yo estaba destinado en
Barcelona, y solía ver su programa y algunos otros para irle
cogiendo mejor el aire al idioma local. Desde el principio, aquella
presentadora me pareció una persona notable; sin duda ambiciosa,
oportunista, vanidosa y a menudo tan superficial como todos los que
le hacían la competencia, pero con algo que la hacía distinta, una
capacidad de ser o parecer verdadera que me inclinaba a mirar su
programa con cierto interés, frente a lo que me sucedía con los de
otros, que sólo podía soportar como el peaje indispensable para mi
aprendizaje lingüístico. Quise recuperar del fondo de mi memoria el
eco de esa Neus primera, quizá en una tentativa paralela de
recobrar el sabor perdido de aquella etapa barcelonesa y de la
quebradiza felicidad de que había disfrutado mientras la vivía.
Hube de esforzarme, sin embargo, porque a cada momento se me
imponía la huella más reciente de la otra Neus: la que, después de
dar el salto a una cadena de televisión nacional, se había
convertido en una de las periodistas más populares e influyentes
del país.
Eso era lo más desconcertante de aquella situación. A los que
allí estábamos la difunta siempre se nos había aparecido como un
ser luminoso e impecable. Ante las cámaras, Neus vestía
exquisitamente, con prendas que cabía suponer hechas a medida para
ella por los modistas más cotizados. Gracias a la esmerada labor de
peluquería y al pulquérrimo maquillaje, su cabello resplandecía
como si la luz brotase de él y su piel nunca dejaba de verse tersa,
lozana y uniforme. Pero ahora, de pronto, era una muerta más. Con
su olor acre, su lóbrega desnudez, su piel llena de accidentes y
despojada de cualquier aderezo favorecedor. Tuve otra idea
estúpida: cuánto habrían pagado las revistas, cuánto habrían
suspirado tantos espectadores por poder echarse a la cara a Neus
así como se exponía ahora, sin ropa alguna. Con un sentimiento de
culpa tal vez absurdo, porque no había más razones para
experimentarlo con ella que con las otras muchas muertas que había
tenido la ocasión y el deber de examinar, me fijé en el pequeño
tatuaje en forma de dama de ajedrez que lucía en cierto lugar
íntimo. Pero no me sentí distinguido por la fortuna al acceder a
aquel secreto vedado al resto de los mortales. No gratificaba los
sentidos, ni la imaginación, verla tal y como la habían dejado.
Antes de abrir, el forense pudo contar hasta veintisiete puñaladas,
en cuello, brazos, tórax y abdomen.
–El que fuera, le tenía ganas -apostilló, al completar la
cuenta.
No dudaba de la saña, desde luego, ni era por esclarecer eso
por lo que habíamos decidido entrar a la autopsia, cosa que ni
mucho menos hacemos en todos los casos, en general por la sencilla
razón de que a los investigadores de la unidad central suelen
pasarnos los muertos cuando ya llevan tiempo bajo tierra. La
inspección del cadáver en el lugar del crimen, que esta vez sí
habíamos podido realizar, me había suscitado incertidumbres
respecto de otros extremos de cierta importancia, que eran los que
esperaba que el forense nos aclarase y los que me interesaba poder
comprobar también de primera mano.
Las autopsias no son rápidas: van por partes y en su orden,
para no perjudicar la utilidad de sus resultados y para después
recomponer el cuerpo de la mejor manera posible. Pero el forense
llegó al fin a los dos puntos que me intrigaban. Tras examinar los
pulmones, y sin titubear, formuló la conclusión que a mí mismo,
como profano en la ciencia médica, me sugería la experiencia de
otros casos:
–Murió por asfixia. Si sumamos la trayectoria perpendicular
de casi todas las puñaladas, y el volumen moderado de la
hemorragia, tenemos razones para presumir que la acuchillaron post
mortem.
El segundo detalle, el más desagradable y ominoso, el forense
lo contrastó y certificó con la voz más fría que se escuchó aquella
noche en aquella sala, que ya de por sí transmitía una gelidez
insuperable:
–Semen en vagina y en recto.
Tomó varias muestras, tan ensimismado y metódico como si
estuviera recogiendo cualquier fluido sin mayor interés, y las fue
depositando en los recipientes apropiados para remitirlas al
análisis genético. Miré a Chamorro de reojo. Permanecía impasible.
Me entretuve en imaginar cuál habría sido su reacción varios años
antes, cuando se iniciaba en el lúgubre negocio que compartíamos.
Le habría costado mucho impedir que sus emociones la traicionasen,
mantener la máscara impenetrable que la protegía ahora. Le habría
costado, también, no expresar en palabras, tan pronto como tuviera
oportunidad, aquello que sentía. Pero una vez acabada la autopsia,
cuando salimos del tanatorio y nos encontramos de nuevo solos en el
coche, su única observación fue:
–Por lo menos es un gilipollas que deja la
firma.
No le respondí en seguida. Hay quien cree que los policías
nos volvemos perros insensibles, y es cierto que uno debe aprender
a no absorber todo el dolor que le circunda, pero yo no he
conseguido ni creo que sea demasiado útil prescindir de los
sentimientos. Me hacía cargo de que en mi compañera, como mujer, lo
que habíamos estado viendo producía efectos particulares dignos de
mi consideración.
–Si el homicida es quien tuvo relaciones con ella
-precisé.
Chamorro me observó con cautela. Años atrás, pensé de nuevo,
habría respondido más irreflexivamente a mi objeción. Pero ahora
también ella se tomó su tiempo antes de volver a abrir la
boca.
–Vale -admitió-. No hay desgarros y no tiene por qué ser una
relación forzada con violencia. Pero pudo haber intimidación. Y
tampoco una relación consentida excluye un
posterior…
–Desde luego que no -concedí-. Tienes razón, alguien ha
firmado y eso es algo, que bien podríamos no tener nada. Son las
once, camarada. ¿Volvemos a la escena del crimen o nos tenemos
piedad y dejamos de jugar por hoy a los policías? No sé tú, pero yo
estoy reventado.
–La escena del crimen está vista -dijo Chamorro-. Los que
ahora tienen que lucirse allí son los de criminalística, levantando
buenas huellas si las hay. ¿O es que piensas echarles una mano en
eso?
Parecía haber hecho una pregunta inocente, sin ninguna
intención. Pero, al cabo del tiempo, podía percibir la mordacidad
de mi compañera aun cuando la manifestara veladamente, como era el
caso.
–Ya me conoces, Virginia. Sólo me gustan los trabajos
meticulosos cuando tienen algo artístico. No me tira mucho limpiar
manchas.
–Pues entonces…
–No vas a chivarte del escaqueo, ¿no?
–¿Para qué? Podrían ponerme a trabajar con un jefe todavía
más rancio y más machista que tú, así que no creo que me
interese.
–¿Soy rancio? ¿Soy machista? – pregunté, con sincero
estupor.
–Tienes cuarenta años, y ya empieza a fastidiarte, aunque no
te des cuenta, que otros más jóvenes se vayan haciendo con el
mundo. Y eres un hombre, así que no tienes más remedio que ser
machista. Bueno, podrías ser gay, o metrosexual, pero tampoco acabo
yo de estar segura de que a una mujer le convenga más trabajar con
eso. Los machistas sois más predecibles, y si se sabe llevaros,
mucho más manejables.
Hice ademán de sujetarme al volante.
–Coño, Chamorro, ¿te has tomado algo?
–Coca-Cola Light, de máquina. No sé si le ponen algo en el
tanatorio para animar a los deudos, pero yo no he notado nada
raro.
–Me vas a permitir que prepare mi defensa para otro momento,
porque ahora estoy hecho unos zorros. Pero creo que nunca he
ofendido tu dignidad femenina. Incluso estoy dispuesto a recomendar
que si algún día tienes un hijo, y hasta dos o tres, no te echen de
la unidad.
–Si algún día tengo un hijo, ya me iré yo. Pero por ahora no
necesito que te desgastes al respecto.
–Pues no te duermas, no vaya a pasarse el
arroz.
Mi compañera esbozó la primera sonrisa de aquel
día.
–Qué respetuoso de mi dignidad femenina es ese
comentario.
–Sólo me preocupo por ti. Los treinta están ya
encima…
–No te preocupes tanto. Ahora las mujeres somos fértiles
durante más tiempo. Al contrario de lo que sucede con la fertilidad
de otra cosa, que parece que va disminuyendo
sostenidamente.
–Yo ya he acreditado mi aptitud una vez. Y no estoy por
repetir. Debo salir adelante con un sueldo
modesto.
–Qué bien tener esa coartada.
–Vale -resumí-, llegados a este punto sólo me queda
arrestarte o invitarte a una caña y alguna ración de algo,
dondequiera que sea posible encontrar eso a esta hora en este
pueblo. Sabes que me repugna abusar del mando, así que, y sólo a
condición de que no te me pongas burda y lo interpretes como acoso
sexual, ¿me permites invitarte, mi cabo?
–Vamos, tira y deja de chinchar -replicó, relajando el
gesto.
Meneé la cabeza.
–Ay, Chamorro, con lo disciplinada, lo prudente y lo modosita
que eras al principio, cómo te estoy malcriando.
–Tranquilo, me malcría la vida.
–Bien, pero mañana conduces tú -dije, mientras arrancaba-. No
por nada, sino porque soy un machista y se me pone en los
cojones.
–A tus órdenes siempre -se sometió, con dulce
mansedumbre.
–Mejor así. Y ahora vamos a ver dónde nos dejamos
envenenar.
Mi comentario, aunque no era más que una manera de hablar,
resultaba injustamente despectivo. El pueblo que aquella vez nos
había tocado en suerte era bastante decente. Un lugar de larga
historia, con un casco antiguo señorial y varios edificios de
cierto valor arquitectónico. Hasta tenía obispo, que eso sí que era
nivel, porque por lo común los sitios con obispo son de la pasma, y
a los guardias como mucho nos dejan municipios con arcipreste para
velar por la salvación de los fieles. Ni a Chamorro, que era ex
practicante, ni a mí, que era más o menos ex creyente, nos hacía
mucha falta ese servicio, pero al fin y al cabo, y aunque sólo
fuera por el hecho de trabajar en el país otrora campeón de la
católica cristiandad, no podíamos dejar de tomar nota del detalle.
Otra ventaja, teniendo en cuenta la premura con que habíamos tenido
que desplazarnos hasta allí, era que el pueblo se hallaba en la
provincia de Zaragoza, no muy lejos de Madrid y con buena
comunicación por carretera. Mientras conducía hacia el centro, y
aunque el cansancio me invitaba a desconectar, la inercia de mis
pensamientos me llevó en cambio a repasar los hechos desde el
principio. Es ésta, la de andar recapitulando siempre, una tediosa
manía policial.
El comienzo, es decir, el momento hasta el que podía a
aquellas alturas retrotraerme con mediana certeza, era el hallazgo
del cuerpo. Un hecho que por lo común se decide de forma fortuita,
pero ese capricho del azar resulta de gran trascendencia para
dilucidar cómo y qué podrá uno investigar más adelante. En el caso
de Neus Barutell, el modo en que la descubrieron resultó hasta
cierto punto favorable para nosotros. El cadáver apareció a las
pocas horas de la muerte y en el más que probable lugar del crimen,
la casa de campo de la que la víctima era propietaria en las
afueras del pueblo. La infortunada que hubo de pasar el trago fue
su ayudante personal, quien siguiendo instrucciones de la
periodista se presentó aquella mañana en la finca, donde Neus tenía
su refugio y también su lugar de trabajo para los momentos en los
que deseaba desconectar del mundo exterior. La ayudante, persona de
total confianza, disponía de llave de la casa, por lo que pudo
entrar por sí misma en ella. Después de hacer notar su presencia
desde la planta inferior, y al no obtener respuesta, decidió subir
a la planta donde estaban las habitaciones. No observó nada anómalo
hasta que llegó a la puerta del dormitorio de Neus, que encontró
cerrada. Golpeó dos veces, o quizá tres, nos precisaría después
cuando la interrogamos, demostrando ser tan puntillosa como, dicho
sea de paso, sugería su apariencia y su forma de comportarse.
Pasados unos segundos, se resolvió al fin a abrir la puerta. Y
entonces fue cuando lo vio todo. Eran, la ayudante recordaba
también la hora, las 10.45 de la mañana.
Sonaba verosímil, porque los del puesto habían anotado que la
llamada se había recibido a las 10.49. A partir de ahí, se
desencadenó el circo más o menos habitual, con las peculiaridades
del caso y, muy destacadamente, las derivadas de la identidad de la
víctima. El sargento Rueda, que fue quien obtuvo in situ la
revelación de que la muerta no era una desconocida, avisó al
teniente Castaño, al mando del puesto, quien a su vez retransmitió
sin demora la noticia a la comandancia de Zaragoza. Tras un par de
pasos intermedios, a las 11.35, y aquí comenzaba la parte del
cuento que a mí me afectaba, el comandante Pereira, bajo cuyo yugo
desempeñaba mi labor, irrumpía en mi humilde garito, donde Chamorro
y yo ordenábamos papeles de otro muerto. Con su habitual dejadez a
la hora de hablar, que le exigía a uno esforzarse para oír sus
palabras, nos espetó sin más trámite:
–Vila, Chamorro, mochila y coche. Os explico camino del
garaje.
Como conocía al comandante, y él sabía que yo le conocía, lo
que siguió fue casi automático. Le encargué a la guardia Salgado
que terminara ella de organizar los expedientes que Chamorro y yo
debíamos dejar a medias, y nos reunimos con Pereira cuando él ya
avanzaba por el pasillo. No parecía muy feliz, aunque eso no tenía
nada de excepcional. A veces daba en pensar que era demasiado
agónico para aquel destino, aunque otras dudaba si su talante
siempre insatisfecho no era, por otro lado, el que más convenía a
la jefatura que ejercía.
–Se han cargado a una tía de la tele, en Zaragoza -explicó,
con su laconismo característico-. Así que habrá la soplapollez de
siempre pero elevada al cubo, para que os vayáis preparando. No
hace ni una hora que la han encontrado y ya me han llamado para que
vayamos nosotros. Mi mejor gente, me han pedido. ¿Eres el mejor,
Vila?
Sopesé con precaución mi respuesta.
–Yo no, mi comandante, pero Chamorro quizá.
–Es igual, hombre, no te lo tomes al pie de la letra. Tampoco
me importa lo que me pidan. Sois los dos que puedo mandar ahora. Si
no les gustáis que me den más tiempo y les hago un
casting.
–En todo caso la cabo y yo lo consideramos un
honor.
–Vila, no te cachondees de mí, que me doy cuenta. Toma un
poco de pasta. – Me tendió un puñado de billetes de cincuenta-.
Para ganar tiempo firmaré yo el vale de caja, así que no te lo
gastes en vicios, o haz lo que te salga del nabo, pero me
justificas hasta los porros que te fumes.
–Eso jamás. Estoy limpio, mi comandante.
–No sé yo. A saber qué hacías cuando estabas en la Facultad
de Psicología. Seguro que allí hasta los catedráticos eran
porreros. Volviendo a lo de la muerta: Neus Barutell, supongo que
te suena. O bueno, como tú eres un intelectual y un bolchevique a
lo mejor no ves tele.
–No veo mucha tele, pero me suena. Y ya sabe que yo soy del
PGC.
–¿De qué?
–Partido de la Guardia Civil. Apolítico, mi
comandante.
–Ya. Perdona que no me lo crea. Bien, el asunto. Detalles que
me hayan contado: una pila de puñaladas por todo el cuerpo,
apareció en su dormitorio, ambiente más o menos íntimo y vestigios
de diversión. El resto tendrás que averiguarlo tú con tu
perspicacia y la de la cabo. Chamorro, cuídamelo, que rojo y todo
le hemos cogido cariño.
–Lo cuidaré si se deja, mi comandante.
Habíamos llegado ya junto al coche.
–Pues venga. Echando leches. Y que no os
multen.
–¿Y cómo se come lo uno con lo otro? –
pregunté.
–Joder, ¿es que no sabes dónde están los radares, como
cualquier conductor de este puto país? Lo que te digo es que ya
estoy harto de mandarles oficios a los de Tráfico para justificaros
las urgencias y que os quiten las denuncias. Se chotean de mí. Me
dicen que si tan mal organizamos nuestro trabajo que estamos
siempre de urgencia.
Por suerte (en fin, si es que eso podía considerarse una
suerte), solíamos tener en el maletero del coche un bolso de viaje
con alguna ropa limpia y un par de mudas, para casos como aquél. A
las 11.45 salíamos del recinto de la Dirección General, donde
teníamos la oficina, y a las 13.50, obviamente sin sujetarnos a los
límites de velocidad vigentes, pero sin que ningún radar registrara
nuestra incívica conducta, llegábamos al pueblo y nos encontrábamos
en la gasolinera que había a la entrada con el sargento Rueda,
nuestro guía hasta el lugar del crimen. Estaba algo nervioso, en
congruencia con la situación.
–Los de policía judicial de Zaragoza os están esperando
-explicó-. Ya ha venido el juez, y me imagino que estará a punto de
dar permiso para levantar el cadáver, si no lo ha hecho ya. Por
ahora no tenemos prensa, gracias a Dios. La casa está en un sitio
más o menos apartado, ya veréis. Pero tampoco creo que tarden.
Supongo que hay tantas posibilidades de que los funcionarios del
juzgado no se hayan ido de la lengua como de que a Zidane lo fiche
el Real Zaragoza.
–Chamorro no entiende de fútbol, tendrás que explicarle el
chiste.
Rueda observó a mi compañera con
incredulidad.
–Zidane, el del Madrid, ese que… -aclaró,
solícito.
–Ya sé quién es -refunfuñó Chamorro-. No le haga caso, mi
sargento, es sólo por fastidiarme. Entiendo yo más de fútbol que
él.
Llegamos a la casa cuando salía el juez. Era un hombre de
unos cuarenta años, con algo raro en el rostro. Luego descubrí qué:
tenía mohín de llevar gafas, aunque no las llevaba. Deduje que era
uno de esos que, recién liberados por vía quirúrgica de la miopía,
aún no se han hecho del todo a no necesitar las lentes. Venía con
gesto hipercircunspecto, también conocido como cara de juez, y lo
acompañaban un capitán, un teniente y un oficial de paisano a quien
ya conocía de alguna otra verbena: el capitán Navarro, de la
comandancia de Zaragoza. Chamorro y yo, ajustándonos a nuestra
condición de subalternos, nos echamos a un lado para dejar pasar a
la comitiva de líderes. Entonces Navarro me reconoció, alzó las
cejas e hizo ademán de pararse, pero con una mirada le rogué que se
abstuviera y por fortuna me entendió. Aunque fuera una deferencia
por su parte, prefería no ser presentado aún a su señoría como el
enterado de Madrid al que se suponía capaz de desenredar la madeja.
Si podía elegir, prefería no ser presentado nunca a su señoría,
aunque me constara que era improbable que se cumpliera mi deseo. No
porque tuviera nada contra aquel hombre o contra su profesión, que
la mía me obligaba a respetar, sino porque los peones no tienen
mucho que ganar confraternizando con los
capataces.
Sin el juez delante, y mucho más cómodos por tanto, entramos
a examinar el escenario del crimen. Era un dormitorio enorme,
decorado al estilo rústico, con cuadros auténticos. Navarro me
pidió:
–Echadle un vistazo rápido. Ya le hemos sacado todas las
fotos y el juez nos ha apremiado para que la retiremos y la
cubramos. Nos ha responsabilizado especialmente de que nadie la vea
así.
–Debe de creerse que somos paparazzi -apuntó el
teniente.
–Ya me gustaría a mí -dijo, dándose por aludido, un cabo que
en ese momento volcaba en un ordenador portátil las fotos
archivadas en una cámara digital-. No tendría tantas trampas como
tengo, eso seguro.
Nos acercamos al cadáver. Neus estaba tumbada boca arriba con
los brazos extendidos a lo largo de los costados y las piernas
ligeramente entreabiertas. Le habían cerrado los ojos, y como me
constaba que los nuestros no lo habrían hecho, sólo pude pensar en
su descubridora o el asesino. Había una mediana cantidad de sangre.
También había restos de algo grumoso que parecía nata montada. Se
los señalé al capitán.
–¿Y esto?
El capitán me señaló a su vez una prueba que, debidamente
protegida por una bolsa transparente, reposaba sobre la mesilla de
noche. Era, en efecto, un bote de nata en spray, de los usados en
repostería.
–Para endulzar -conjeturó-. Y mira esto
otro.
Sobre la otra mesilla había una papelina con restos de polvo
blanco.
–Farlopa -dijo Navarro-. Buena, según Recio, que es nuestro
yonqui. Vamos, que estuvo un par de años en fiscal y
antidroga.
–Pobrecilla -opinó Chamorro-. Lo que habrá que oír y leer,
cuando la máquina de esparcir mierda se ponga a
funcionar.
–No creas -dije-. Es una de los suyos. Se conjurarán para
protegerla. Por lo menos al principio.
–¿Tú crees? Aquí ya nadie se preocupa de nadie. Sólo del
euro.
–Te digo yo que esto será diferente, ya verás. Por lo menos
durante un tiempo. Para una vez que puedo esperar una pizca de
escrúpulos de los buitres, no me arruines la ilusión,
mujer.
–Nada más lejos de mi ánimo.
–Tampoco es para tanto, no os pongáis tan estrechos
-intervino el capitán Navarro-. A la coca le da la gente más
ilustre. Si nos dejaran hacer análisis a la salida de una recepción
real o de un club náutico, es sólo una hipótesis, habría mogollón
de positivos. ¿Y no veis los programas de sexo de la tele? Utilizar
aditamentos alimenticios es algo que aconsejan los expertos para
romper la rutina conyugal.
–Con todo y con eso, ya podemos prepararnos -insistió
Chamorro.
–Hablando de rutina conyugal. ¿Y el legítimo? –
pregunté.
–Buena pregunta -aprobó el capitán-. Lo localizamos hará un
par de horas. Estaba en la casa que la parejita posee en la Costa
Brava. Ya sabes que a los ricos les gusta ocupar cuantos más trozos
de planeta mejor, es su manera de marcar paquete. Una en Barcelona,
otra aquí, otra en Madrid, otra en la Costa Brava. Tú o yo nos
tenemos que apañar en el pisito, lo mismo si la familia se lleva
bien como si no, pero éstos están cada uno en una casa diferente y
todavía tienen dos vacías.
–¿Os han dicho que hubiera algún problema entre
ellos?
–No, yo qué sé, era un decir -se excusó el capitán-. Eso
tendrás que preguntárselo a la Eduvigis que la encontró, que por
cierto la tenemos esperándote en el puesto, o al maromo, cuando
llegue.
–¿Eduvigis? – se extrañó Chamorro.
–Bueno, en realidad se llama Mari Chel o Mari Chal, o una de
esas cosas raras que les ponen los polacos a las niñas, para dar
por culo. Te digo Eduvigis porque ya la verás. Lleva unas gafas
cuadraditas de color fucsia y me da que es de las que limpian con
una servilleta las cucharillas antes de usarlas para remover el
café.
Navarro era de Extremadura, uno de los graneros tradicionales
del Cuerpo, y no hacía muchas concesiones a la diplomacia. Pero
todo podía cambiar. Si la cosa le iba bien, y podía irle, porque
sólo tenía treinta y cinco años, no cabía excluir que un buen día
se viera de coronel departiendo en un acto oficial con algún
conseller de algo. Y ya se cuidaría entonces (para poder seguir
acariciando la idea que en ese momento ocuparía todos sus sueños,
ponerse en la hombrera las divisas de general) de pronunciarse con
la rudeza que acababa de exhibir.
Meritxell Palau i Riquer, como según el DNI que portaba
averiguamos después que se llamaba exactamente la ayudante de la
difunta, nos esperaba en efecto en la casa-cuartel. Y algo de razón
llevaba el capitán, no en cuanto a los motivos que habían
determinado a sus padres para elegir cómo cristianarla (comprobé
que era oriunda de Vic, zona ancestral y genuinamente
catalanoparlante), sino en lo tocante al carácter un tanto
melindroso que le había atribuido. Llevaba los zapatos impolutos,
un pantalón beige de raya trazada con tiralíneas y una chaqueta de
ante sobre la que jamás había caído una gota de nada. Y había que
ver cómo miraba en su derredor. Aquella casa-cuartel era de las
viejas, y los presupuestos para renovar el mobiliario y repintar
nuestras instalaciones no son tan holgados como cabría
desear.
Por lo demás, Meritxell era ese testigo fiable, inteligible y
meticuloso con el que todo investigador sueña, y más cuando se
enfrenta a lo contrario, a la gente confusa, balbuceante e
imprecisa que el exceso de teleseries, telerrealidad y teledeporte
va irreparablemente convirtiendo en el grueso de la población. Nos
dio exhaustiva cuenta de cómo había sido el hallazgo del cuerpo,
incluido el detalle, que anoté, de los ojos ya cerrados. Y aún
pudimos ir más allá. Tras una vacilación momentánea (acaso
imputable a algún automatismo que la llevaba a presumir que un
sargento de la Benemérita era un ogro cavernícola mientras no se
demostrara lo contrario) consintió en informarnos también acerca de
cuestiones más personales, como su relación con la
víctima.
–Sí, se puede decir que yo era su persona de confianza
-admitió, no sin que un cierto rubor asomara a sus marfileñas
mejillas-. De hecho, si quedamos aquí hoy es porque habían unas
cuantas cosas que teníamos pendientes y que sólo podíamos resolver
quitándonos del barullo de Barcelona. Ella prefería que ciertas
cuestiones las despacháramos ella y yo solas, sin que nos estorbase
nadie. Para eso veníamos aquí.
–¿Y cómo es que no vinieron juntas? – preguntó
Chamorro.
–A veces Neus necesitaba también aislarse completamente.
Ustedes a lo mejor no entienden esto, lo que es la vida de una
persona con una imagen tan brutal, alguien a quien todos reconocen
por la calle. Más de una vez lo hacíamos así. Ella se venía sola el
día antes y yo me reunía con ella a la mañana, como habíamos
quedado hoy.
–Entonces ella vino aquí ayer.
–Sí, ayer.
–¿A qué hora, lo sabe usted?
–Yo me despedí de ella a las dos de la tarde, más o menos.
Luego me llamó desde el coche a eso de las cinco y media, mientras
venía de camino. Pero no sé a qué altura estaría. Hablé otra vez
con ella a las siete y ya estaba en la casa. Ponga que pudo llegar
sobre las seis.
–¿Y no volvieron a hablar?
–No. – Meritxell puso de pronto un gesto melancólico-. Esa
llamada que le digo, la de las siete de la tarde, fue la última.
Aunque luego intenté hablar con ella sobre las ocho, pero entonces
ya no me respondió.
–¿Que no le respondió? ¿Y eso no le hizo
preocuparse?
Meritxell observó a Chamorro con una expresión difícil de
definir. Por lo que dijo a continuación, trataba una vez más de
hacernos comprender a nosotros, pobres ciudadanos vulgares y
anónimos, las complejas vicisitudes psicológicas de una persona
célebre.
–A partir de cierto momento, Neus apagaba el móvil. Era su
costumbre. No tenía por qué preocuparme.
–¿Y no la llamó al fijo?
–Desde luego que no. Era algo que podía esperar. Si ella
apagaba el móvil significaba que sólo podía llamarla si había un
incendio, y ni siquiera entonces en cualquier caso. Antes tendría
que pararme a considerar si lo que se quemaba era lo bastante
importante.
–Ya -recapitulé-. De modo que no sería una conclusión
precipitada si dedujéramos que anoche Neus deseaba que nadie la
molestase.
–No, no lo sería -aprobó mi razonamiento
Meritxell.
–¿Le parece a usted que podría ser porque tuviera alguna
compañía?
La ayudante de Neus Barutell captó, cómo no, que aquélla,
tras los inofensivos preámbulos, era mi primera tentativa decidida
de irrumpir en la más delicada intimidad de su jefa. Eso la
descolocó un poco, y también hubo de violentarla, pero más valía
que se fuera acostumbrando a la situación, porque las
circunstancias de la muerte no me dejaban más opción que seguir
internándome en ese jardín.
–Podría ser -dijo, con voz apenas audible.
–¿No sabe usted si ése fue efectivamente el
caso?
Aquí Meritxell enrojeció hasta la raíz del
cabello.
–No, no lo sé. No me dijo que viniera con
nadie.
–Pero no le daba a usted siempre explicaciones a ese
respecto.
–No, no me las daba.
Observé a mi testigo. Se estaba portando bien, y la estaba
llevando a un terreno que tenía que resultarle resbaladizo. Me
pareció que debía echarle un cable, no agobiarla en aquel momento
prematuro.
–Voy a exponerle una hipótesis, señora Palau, y usted dígame
sólo si le parece descabellada o no. Voy a suponer que la señora
Barutell pudo quedar ayer con alguien, y que para encontrarse con
él sin estorbos vino precisamente aquí y decidió quedar
incomunicada a partir de algún momento entre las siete y las ocho
de la tarde. ¿Cree usted que mi suposición podría contar con algún
fundamento?
–Sí, podría -dijo Meritxell, tragando
saliva.
–Y abusando de su amabilidad, que le agradecemos mucho,
déjeme decírselo ante todo, ¿sería capaz de proporcionarnos algún
nombre que nos ayudara a sustituir ese alguien
indeterminado?
En ese punto percibí que la estaba acercando al límite. Sus
manos sudaban a chorros, y apenas le salió un hilo de voz cuando
dijo:
–No en este momento. Déjeme pensar. No hay nadie en concreto
de quien yo tuviera conocimiento, tendría que tratar de imaginarlo,
y la verdad es que ahora no estoy en las mejores condiciones
para…
–Está bien -la alivié provisionalmente de esa carga-. Ya
hablaremos con más tranquilidad. En otro momento. Sólo déjeme
hacerle una última pregunta. ¿Era normal que la señora Barutell y
su marido llevaran vidas separadas, como parece que llevaban en
estos días?
–No era anormal -murmuró, apenas audible.
–Muchas gracias, señora Palau. Nos ha sido de mucha
ayuda.
Terminamos de interrogar a Meritxell hacia las tres y media.
A esa hora, la noticia corría como un reguero de pólvora por todas
las agencias, aún con poco detalle: «Neus Barutell, hallada muerta
en su casa de campo». A las 16.05, cuando el marido de la víctima,
Gabriel Altavella, llegó al pueblo, un enjambre de cámaras registró
la imagen. Le vi bajar, con semblante descompuesto y un cansancio
que le hacía viejo y frágil. Siempre había intuido a un hombre muy
distinto tras los libros que escribía. Y la investigación de aquel
caso, que me iba a llevar a conocerlo con tanta profundidad como
nunca habría imaginado, aún había de depararme algunas otras
revelaciones inesperadas.
ENTES AUTÓNOMOS
–Qué manía de empapuzarlo todo en aceite -protestó, para
dejar todavía más en evidencia mi negligencia al comer aquello tal
cual.
–Es de oliva, el más sano -salí en defensa del
establecimiento.
–Sano es cuando está crudo, no requemado como
éste.
Era verdad que el lugar al que habíamos ido a parar no habría
conquistado un cuarto de estrella en la Guía Michelín, ni aun en el
supuesto de que a alguno de sus inspectores lo hubieran conducido
hasta allí a punta de pistola o bajo cualquier otra coacción que le
sugiriera la conveniencia de mostrarse benévolo. Era un mesón a
medio camino entre el bar y el restaurante, y lo que estábamos
comiendo eran restos de las tapas del día, porque, según nos había
informado el hombre que parecía ejercer funciones de gerente, la
cocina ya estaba cerrada. Con todo, los años que llevo rodando por
ahí como perro policía me han proporcionado la ocasión de roer
peores huesos y en peores platos.
–Tienes un paladar inadecuado para el lugar que ocupas en el
mundo, Virginia -me burlé-. Mientras sigas en esto conmigo, tendrás
más pimientos aceitosos que centollo. Tal vez deberías pensar en
buscarte un buen marido que te sacara de la calle. Qué sé yo, un
promotor inmobiliario, un intermediario hortofrutícola, o cualquier
otro hombre de provecho que pudiera llevarte a los locales que
mereces.
Chamorro me observó con semblante fatigado. Ya había
escuchado antes de mis labios aquella maldad, u otras bastante
parecidas, y estaba más que preparada para no dejarse irritar por
ella.
–No voy a picar, mi sargento -dijo al fin-. Pero ya que me
hablas de buscar marido, ¿qué te ha parecido el que se buscó
Neus?
Si se prescindía de la hora y del agotamiento que hacía mella
en mí, la pregunta de mi compañera resultaba tan perspicaz como
oportuna. El hombre al que se refería no dejaba de ocupar mis
pensamientos.
–Pues verás -dije, tras largarle un buen sorbo a mi cerveza-.
El caso es que para mí resulta difícil analizarlo con objetividad.
¿Quieres saber algo que te permitirá reírte a placer de tu superior
y maestro?
–O sea de ti…
–O sea de mí.
–No es una oferta muy tentadora, eso puedo hacerlo a
menudo.
Había soltado su pulla así como al descuido, con la mirada
perdida en la tenue espuma de su cerveza sin alcohol de 0,0
grados.
–No hasta el punto que podrás si te cuento
esto.
–Desembucha -pidió, probándome que la
intrigaba.
–Hace muchos años -recordé-, cuando yo estaba aún en la
facultad trasegando los delirios de los paranoicos narcisistas que
se dedican a etiquetar la mente de sus semejantes, tuve una
historia con una compañera de la que me enamoré como un becerro. Me
resultó bastante útil, porque la relación nunca fluyó bien y eso me
ofreció la posibilidad de realizar un gran trabajo de campo sobre
la neurosis utilizándome a mí mismo como cobaya. Pero lo que hace
al caso no es esto, sólo te lo cuento para situarte. El hecho es
que en una de mis patéticas y fallidas tentativas de retenerla a mi
lado, di en regalarle un libro que por aquel tiempo me fascinaba:
Las torres abatidas, de Gabriel
Altavella.
Chamorro quedó sospechosamente pensativa.
–Bonito título -juzgó-. ¿Y no encontraste nada más pesimista,
que la pudiera predisponer un poco más en contra de hacerte
caso?
–Es que tendrías que haberme visto entonces. Era un tipo de
lo más trágico, y llevaba ese talante a todos los extremos de la
vida. Siempre iba vestido de negro, veneraba a Dostoievski, oía
música de Mahler y de Bruckner y en vez de contar chistes soltaba
citas nihilistas de Cioran. Lo más gracioso es que alguna vez
llegué a creer que eso me hacía atractivo a los ojos de ella. De
ahí regalarle aquel libro.
–Bueno, si estudiaba Psicología, cabe la posibilidad de que
ella también fuera una colgada. A lo mejor no ibas tan
descaminado.
–Sí, sí que lo iba. Cuando terminó la carrera hizo un master
en Recursos Humanos. Mientras yo estaba aún comiéndome los puños en
la cola del INEM, ella ya tenía un puesto en el que contrataba y
despedía gente. Pero en fin, Paula no fue más que un eslabón de la
deplorable cadena de mi currículum sentimental. Lo que trato de
decirte es que a ese hombre al que hemos visto esta tarde yo le
leía cuando era joven, y que durante un tiempo me pareció el no va
más como escritor.
–El mundo es pequeño, y la vida
sorprendente.
–No sabes tú cuánto.
–Has dicho me pareció -observó, con
la finura que la caracterizaba-. ¿Eso quiere decir que ya no te lo
parece?
Acabé mi cerveza. Ya no estaba fría.
–Tantas cosas cambian en veinte años -reconocí, melancólico-.
No me acuerdo de una sola cita de Cioran, y cuando oigo a Bruckner
me sigue pareciendo un genio, pero ya no siento ese misterio que me
sobrecogía, sino el alma de un hombre anciano que ha aprendido
demasiado. Y en cuanto a Gabriel Altavella, leí sus dos libros
siguientes y te confieso que dejó de interesarme. Me dio la
sensación de que empezaba a repetirse, de que dejaban de tener
pulso sus historias y sólo se dedicaba a hacer sonar bien las
palabras, malgastando su habilidad para ese arte. Las torres abatidas no lo he releído desde que se lo
regalé a Paula. La verdad es que prefiero no hacerlo. Temo que sólo
me sirva para espantarme de la ingenuidad y el atontamiento que me
gastaba por aquella época. Y el joven que uno fue tiene derecho a
ser recordado con respeto y con añoranza por el viejo en que uno se
convierte.
Chamorro dibujó una sonrisa compasiva.
–No eres tan viejo, mi sargento. Y conste que ya sé que lo
dices sólo para que te lo niegue. Es enternecedora esa necesidad
que os entra a los hombres de que se os diga que seguís siendo unos
chavales, cuando empezáis a verle las orejas al lobo. No quiero
pensar qué sería de vosotros si tuvierais que enfrentaros a lo que
nos toca a las mujeres. A la invisibilidad tan pronto como se te
arruga un poco la manzana.
–No estarás pensando ya en eso, ¿no?
–No me queda mucho para tener que pensarlo. Soy consciente.
Pero no me asusta. Hay cosas peores que dejar de sufrir a los
babosos.
–Bueno, siempre te queda el recurso de Neus.
–¿Cómo dices?
–Lo que hizo ella. Casarte con alguien quince años mayor. Con
pocas energías ya, que te moleste sólo lo justo. Luego enviudas a
una edad aceptable y eres libre para divertirte con lo que salga. O
te lo buscas, que ahora existe toda una oferta que las mujeres de
antes no tenían.
Mi compañera asintió despacio.
–Si me hubieras dicho eso hace cinco años, te habría
respondido que mi ilusión era casarme con alguien para siempre.
Ahora, y después de haber visto y vivido unas cuantas cosas, lo que
te digo es que me vale que quien sea, y durante el tiempo que sea,
me acompañe, me haga sentir querida y no me dé la tabarra con
estupideces. Ya se me ha pasado la edad de jugar a las princesas y
también al escondite.
–Dios mío, es increíble la precocidad para el desengaño que
tenéis las nuevas generaciones -me admiré-. Yo, a tu edad, todavía
creía en la pasión. Hasta dudaría si ahora mismo, en algún momento
de debilidad, no se me pasa por la cabeza la idea de volver a
creer.
Me observó con un detenimiento y una intensidad
inquietantes.
–Ya -dijo, mientras bajaba los ojos.
En aquel momento no me sentí excesivamente inteligente.
Cualquiera con dos dedos de frente se habría percatado de que
aquella conversación no era la más apropiada ni tampoco la más
alentadora que podíamos mantener ella y yo a las doce y media de la
noche, lejos de casa y con una muerta todavía reciente sobre
nuestras espaldas. A veces uno busca evadirse del trabajo para
relajarse, y resulta que es el trabajo (y sus avatares, fútiles o
no) lo que sirve para aliviarle de otras cargas y otros problemas
mucho más complicados e irresolubles.
–Volviendo al negocio y a tu pregunta, creo que si tuviera
que resumir en una palabra lo que opino de la actitud del viudo y
del parco testimonio que hemos podido sacarle esta tarde, no diría
que estaba desolado, aunque le haya visto llorar. Tampoco diría que
conmocionado, aunque en algún momento me haya dado sensación de
aturdimiento. Si tengo que escoger un adjetivo, me inclino por uno
que abarca a los otros dos, pero con un matiz: sobre todo, lo he
visto fastidiado.
–¿Fastidiado? ¿Qué quieres decir?
Traté de afinar mis palabras. Lo que buscaba expresar no era
sencillo, y yo mismo recelaba de ello. Temía dejarme influir
demasiado por algo que, nos guste o no, nos pesa a todos sin
remedio: el ínfimo punto del cosmos en el que la fortuna y nuestras
obras nos han colocado, y desde el que incurrimos en la arrogancia
de juzgar a los demás.
–Me refiero a que por encima y más allá del dolor, el horror
y el etcétera que se da por descontado en un trance como éste, y
que todos, queramos o no, representamos con mayor o menor oficio y
mayor o menor convicción, incluso cuando nuestra pesadumbre es
verdadera, lo que me ha llamado la atención de Altavella ha sido el
aire que tenía de sentirse atrapado de pronto en una situación
vejatoria, por la ligereza o la mala pata de su cónyuge. Una
situación en la que tiene que dar explicaciones de cómo vive y por
qué, alguien como él, acostumbrado a caminar por encima del bien y
del mal, a recibir homenajes permanentes, a que sus admiradores le
llamen maestro y sus enemigos se mueran de envidia. Y no quisiera
ser injusto, pero me da que lo que más le revienta es tener que
darles esas explicaciones a dos muertos de hambre como tú y yo, y
pensar en algo que desde luego tiene razones para ir pensando, que
la función no ha hecho más que empezar y que vamos a meter mucho
más el dedo y la nariz en sus cosas.
–Bueno, eso es normal, a nadie le gusta.
–Claro que no. Pero compara su actitud con la de los últimos
deudos con los que hemos tratado. Les han matado a alguien cercano,
igual que a éste, les hemos tenido que mirar los fondillos, como
todavía no se los hemos mirado al eximio escritor, y a pesar de
todo eso, de sus labios no ha salido una queja ni han tenido el
menor gesto de rechazo hacia nosotros. Todo lo contrario, se ponen
en tus manos.
Mi compañera hizo chasquear la lengua.
–También estás comparando con una gente peculiar. No siempre
nos encontramos con familiares como los que estás tomando de
ejemplo.
–Es que a mí eso es lo que no me parece peculiar. Cuando te
han matado a alguien cercano, lo natural es pensar que todo lo
demás, tus propias incomodidades, incluso tus pequeñas miserias que
salgan a la luz, son cuestiones secundarias, a las que resulta más
bien indigno darles trascendencia. La gente sencilla, como la
llaman los listos y los petulantes, es más sensata y está más cerca
de la lógica profunda de la vida. Lo absurdo, por no decir algo
peor, es preocuparse de cómo sales o dejas de salir en la foto
cuando bajo tus pies se ha abierto la tierra y se ha tragado a uno
de los tuyos. O será que yo soy un simple.
–No, no creo que seas un simple -se opuso-. Pero me da que
exageras un poco. Puede que el tipo sea algo estirado, como les
pasa a todos éstos, o como te pasaría a lo mejor a ti si la gente
te reconociera por la calle y salieras en los periódicos y en la
televisión. Pero tampoco ha dejado de estar en su sitio. Y me ha
dado la impresión de que colaborará, le guste más o le guste menos
que fisguemos en su vida.
–En fin, ya se verá -dije-. A lo mejor me precipito, pero
tengo mis razones para andar prevenido frente a la soberbia de la
gente que está demasiado imbuida de su valía y su talento. Tuve que
padecer a unos cuantos así en la facultad y desde entonces aprendí
a evitarlos.
–Eso te pasa por ser un intelectual, te diría el
comandante.
–Ex intelectual, en todo caso. Y a mucha honra. Me refiero al
ex.
–No te creo.
–Créeme. Si he llegado a amar la mugre de la calle, con todos
sus inconvenientes, es porque me ha librado de la mugre de la
palabrería.
–En el fondo, mi sargento, nunca dejarás de ser un poeta -se
mofó.
–Cuéntaselo a Altavella, en un aparte que hagáis la próxima
vez que le veamos, a ver si así aumenta su grado de empatía
conmigo.
–¿Tú crees que serviría?
–No, la verdad es que no. Temería que le mandara un
manuscrito y le pidiera ayuda para publicarlo. Temblaría al pensar
en los versos que pudiera parir un picoleto, supongo que sólo
imaginaría octosílabos rimados en asonante y llenos de sentimientos
campestres y morales. En cuanto me viera, saldría corriendo como
alma que lleva el diablo.
–Oye, entonces creo que sí se lo voy a decir -amenazó,
riéndose.
–Sí, seguro que ibas a divertirte. Pero más valdrá que nos
tomemos un poco en serio el servicio. Ese tipo es ahora nuestro
reto. Sea como sea, y nos guste o no, tenemos que ganarnos su
confianza.
Éramos los últimos clientes que quedábamos en el local, y al
echar una ojeada a la barra sorprendí en la camarera que seguía
limpiándola, aunque ya estaba más que limpia, esa mirada de odio
legítimo de quien no puede irse a casa porque unos idiotas
inconscientes no encuentran mejor lugar para perder el tiempo que
aquel donde el afectado trabaja. Nunca he sido camarero, pero
siempre he admirado la abnegación que se requiere para sobrellevar
la dureza de la profesión, y he conocido también alguna vez la
contrariedad de no poder irme a casa porque a alguien le apetece
escucharse a sí mismo a deshora y decide entregarse a ese vicio con
acompañamiento de un público cautivo. Por respeto y por
solidaridad, pues, pedí sin demora la cuenta.
Al salir a la calle nos recibió el aire fresco de la noche.
Estábamos a finales de mayo, pero allí todavía caía bastante la
temperatura en cuanto se iba el sol. Era una noche clara y
despejada, con una luna a medio crecer, a cuyo resplandor se
distinguía leve y fantasmal la cumbre predominante de la cordillera
próxima. Siempre me ha gustado caminar en el silencio de la
madrugada por las calles de los pueblos, y más cuando de pronto lo
quiebra el tañido de las campanas. Sonaron las que daban la una,
ahogando durante un instante bajo la aguda vibración del metal el
ruido de nuestros pasos sobre el pavimento.
–Estoy recordando todo lo que nos ha dicho -habló Chamorro en
voz queda-. Al margen de su actitud hacia nosotros, o de cómo
reaccionara ante la situación, no acabo de entenderle. ¿Qué
relación mantenía con su mujer? Te confieso que me despista. Lo
fácil sería pensar que era un matrimonio que ya sólo guardaba las
apariencias, que cada uno iba por su lado y que por tanto su pena
es relativa. Pero no creo que sea tan sencillo. Su dolor parecía
verdadero y profundo.
Sopesé las palabras de mi compañera. Después de unos cuantos
años trabajando juntos, había aprendido a valorar su intuición.
Chamorro era observadora y desapasionada, y por carácter y
formación estaba felizmente exenta del afán de confirmar ideas
preconcebidas sobre nadie, lo que le daba una destreza especial
para calar a la gente.
Pero para juzgar y situar debidamente la apreciación de mi
subordinada, no sobrará detallar cómo había transcurrido nuestro
encuentro con el viudo. Por razones jerárquicas y protocolarias,
dejamos que fueran los capitanes al mando quienes se encargaran de
la recepción oficial. También fueron ellos, y no tuvimos ningún
interés en reemplazarlos, quienes acompañaron a Gabriel Altavella
al interior de su propiedad para echar una ojeada al lugar del
crimen. Ya no estaba allí el cuerpo de su esposa, aunque los
nuestros seguían recogiendo, etiquetando y fotografiando vestigios
minuciosamente. Si antes de realizar esa visita el rostro del viudo
ofrecía bastante mal aspecto, al salir lucía como si hubiera comido
un par de docenas de ostras echadas a perder. Fue entonces cuando
el capitán Navarro nos lo confió, con el encargo ingrato y añadido
de que le lleváramos al tanatorio para ver cómo habían quedado los
restos de su esposa e identificarlos.
–Yo debo seguir por aquí, supervisando a mi gente -se excusó
ante el escritor-. Tenemos mucho trabajo para recoger las huellas
en una casa tan grande, y me gustaría cerciorarme personalmente de
que todo se hace como se debe. Pero le dejo en buenas manos, con el
sargento y la cabo. Y le ruego que les atienda, hasta donde su
ánimo se lo permita. Vienen de Madrid, son nuestros especialistas
en homicidios.
Como sabía que el capitán no iba a coger unas pinzas para
buscar pelos ni así se hallara bajo los efectos del LSD, me percaté
de que estaba escurriendo el bulto. Pero no podía protestar,
primero porque sólo soy suboficial, y segundo porque había una
tarea que nos correspondía a nosotros y no era mala idea comenzarla
con aquel trámite. De modo que invitamos a Altavella a subir a
nuestro coche, y con él a bordo salimos a enfrentarnos a la horda
de periodistas que esperaba a las puertas de la casa. Hice sonar la
sirena y metí unos cuantos destellos con las luces largas para
advertirles que no iba a andarme con contemplaciones. El aviso
surtió efecto: como el mar Rojo ante Moisés, se apartaron para
dejarnos pasar. Nuestro pasajero iba cabizbajo, y así quedaría
registrado en la fotografía que pese a todo lograron
hacerle.
Durante el trayecto de la casa al tanatorio, Gabriel
Altavella apenas despegó los labios. Sólo recompensó con algún
murmullo monosilábico mis esfuerzos por darle conversación, en los
que por respeto me abstuve, aún, de decirle nada que pudiera
interpretar remotamente como una aproximación de carácter
inquisitivo. Aproveché para observarle por el retrovisor. Su mirada
se perdía en el paisaje que iba desfilando al costado de la
carretera y en su expresión había un infinito desánimo. Parecía un
hombre que, tras haber conocido la desesperación mucho tiempo
atrás, hubiera llegado a la conclusión de que vivir y morir no eran
más que formas diversas del mismo engorro. No movía un músculo de
la cara, y tampoco lloraba, ahora (antes, al salir de la casa, le
había visto enjugarse unas lágrimas). Iba en el coche, se dejaba
llevar, pero en el fondo no estaba allí. Trataba de representarme
por dónde estaría vagando su imaginación en esos instantes. Por el
pasado compartido con la difunta, tal vez. O acaso por el espacio
del que había tenido que ausentarse repentinamente para venir a
hacerse cargo de ella. Mientras discurría todo esto reparé en que
casi sin querer mis elucubraciones se mezclaban con retazos
borrosos de sus historias y de sus atormentados personajes de
ficción, con los que tal vez resultaba torpe y arbitrario por mi
parte adjudicarle alguna semejanza.
En el depósito de cadáveres, antes de pedir que nos abrieran
la cámara frigorífica, le di una última oportunidad de
ahorrárselo:
–Si resulta muy penoso para usted, le recuerdo que se trata
de una persona de identidad notoria, y que ya la ha reconocido la
señora Palau. No tiene que pasar por este trago si prefiere no
hacerlo.
Altavella meneó la cabeza.
–El capitán me ha dicho que es mejor para completar las
diligencias contar con la identificación de los parientes. Si es
así, ni tengo ni debo tener ninguna objeción. Además, el oficio al
que me dedico exige que uno sepa mirar y no tenga nunca miedo de
ver. Adelante.
Al hacer aquella reflexión en voz alta, se insinuó por
primera vez en los labios de Gabriel Altavella algo semejante a una
sonrisa. Era un trazo fatigado y descreído, como todo él, pero
sonrisa al cabo.
No me gusta tutelar a nadie mayor de edad más allá de lo que
él mismo desea ser tutelado, así que le indiqué al empleado del
tanatorio que abriera la cámara y nos sacara el cadáver. Antes de
levantar la sábana que cubría aquel rostro conocido por millones de
personas, consulté con la mirada al hombre que había podido
contemplarlo como pocos otros. Altavella asintió con la cabeza y se
lo mostré.
Rara vez he podido percibir, al enseñar un cadáver a los
parientes próximos, un empeño tan férreo en no dejar traslucir
ninguna emoción. Sus facciones permanecieron inmóviles, y sólo en
el fondo de sus ojos se abrió de pronto un abismo. En todo caso,
supuse, tal abismo no debía de resultarle del todo novedoso al
curtido y laureado novelista en quien la crítica había ponderado
siempre su pulso a la hora de reflejar las profundidades más
oscuras del alma humana. De nuevo dudé si no me estaría abandonando
en exceso al influjo de viejas lecturas.
–Permítame -pidió-. Me gustaría verla entera. Es la última
vez.
Cuando él tomó el extremo de la sábana, yo la solté y me eché
un paso hacia atrás. La retiró sin exhibir la más mínima
vacilación, con un cadencioso ademán que la recorrió de la cabeza a
los pies. La expuso del todo y la contempló durante acaso diez,
quince segundos. No hizo tampoco ningún gesto al ver las marcas de
las puñaladas. Sólo ese abismo de los ojos, haciéndose cada vez un
poco más hondo y negro. La volvió a cubrir con delicadeza,
colocando casi maniáticamente el lienzo para que quedara lo más
ajustado posible a las esquinas.
–Gracias -dijo, cuando hubo terminado-. Ahora indíqueme por
favor dónde tengo que firmar que se trata del cuerpo de mi
esposa.
–Salgamos, si no tiene usted inconveniente -le
rogué.
–No, no lo tengo -declaró, con una extraña
solemnidad.
Lo condujimos entonces a la casa-cuartel, donde nos aguardaba
Meritxell Palau, enterada ya de su llegada. En el vestíbulo se
fundieron en un abrazo desigual. Mientras la ayudante de Neus
lloraba a moco tendido, el viudo seguía refrenando sus
sentimientos. Los ojos se le humedecieron, pero no se le descompuso
el semblante al decirle:
–Meritxell, pobreta
meva…
Meritxell no pudo articular palabra alguna frente a aquella
piadosa apelación del escritor. Sollozaba con espasmos que me
impresionaron, después de la imagen un tanto rígida y sosa que nos
había dado durante el interrogatorio al que la habíamos
sometido.
Y por descortés que pudiera resultarle, eso mismo debimos
hacer con Gabriel Altavella, practicarle un interrogatorio
preliminar, después de que firmara la diligencia de reconocimiento
del cuerpo. Se lo planteé tan suavemente como pude, pero no le
sentó bien:
–¿No les parecería un gesto de humanidad esperar a mañana, y
dejarme organizar ahora lo que se viene encima? –
protestó.
–Le aseguro que no le entretendremos mucho -prometí, con mi
tono más conciliador-. Pero tenemos que hacerle ahora algunas
preguntas, para poder encauzar la investigación desde el
principio.
–Está bien, soy su prisionero -rezongó-. Ustedes
dirán.
No puedo ocultar que me molestaba algo la desconsideración
con que aquel hombre me trataba. Por otra parte, y como ya me
ocurriera con Meritxell Palau, me maliciaba que Altavella no estaba
muy predispuesto a sentir simpatía por un guardia civil, y mucho
menos a darle su confianza. Lo aceptaba, porque forma parte de mi
trabajo y porque en el desempeño de mi labor, en otros escenarios y
otras circunstancias más difíciles, he sufrido hostilidades
bastante peores. Pero le habría agradecido que, como antes
Meritxell, el escritor hubiera tratado de sobreponerse a sus
prejuicios para ayudamos a resolver el crimen. Aquel sarcasmo con
que se sometía a mi petición me movía a desesperar de que lo
hiciera. Sin embargo, procuré no dejar que prevalecieran mis
propios prejuicios, y me apresté a cumplir con mi deber como lo
habría hecho con cualquier otro que no me perdonara la
vida.
–En primer lugar -dije, midiendo cada palabra-, nos gustaría
saber cuándo habló con su esposa o la vio por última
vez.
Altavella me escrutó con recelo. O seguía siendo
suficiencia.
–¿Cuándo la vi o cuándo hablamos? Son cosas
diferentes.
–Infórmenos sobre ambas, si es tan amable.
Entonces bajó la cabeza. Pero habló con voz
firme:
–La última vez que la vi fue hace tres días, el sábado por la
mañana, cuando me fui a la casa de Gerona. Supongo que serían más o
menos las diez y media cuando nos despedimos, si le importa el
dato.
–Le agradezco la precisión.
–En cuanto a la última vez que hablé con ella, anteayer por
la mañana. La llamé hacia las doce. ¿Quiere saber de qué fue la
conversación?
–Sólo aquello que crea que puede sernos
útil.
–¿Y cómo voy yo a saber qué sí y qué no? Nunca he sido
policía.
–¿Hubo algo fuera de lo común en esa
conversación?
–La llamé yo, para saber si quería acompañarme a una cena a
la que me habían invitado este fin de semana. Una cosa más bien de
rutina. La cena era para agasajar a un escritor norteamericano de
visita en España al que mi editor, que también es el suyo, quería
presentarme.
–¿Y qué le dijo ella? – preguntó Chamorro.
–Que no. Que le daba pereza tener que hablar inglés un
sábado.
–¿Eso le dijo?
–Sí. Y es una razón tan buena como otra cualquiera. A mí los
que me dan pereza son los norteamericanos, en general. Lo único
bueno de todo esto es que ahora tengo una excusa para saltarme esa
cena.
El chiste era de dudoso gusto, o cuando menos de dudosa
oportunidad, pero a Altavella pareció hacerle gracia. Su sonrisa se
intensificó basta alcanzar, casi, la anchura de una sonrisa humana
corriente.
–¿Hablaron de algo más? – indagué.
–Nada relevante. De la casa de Gerona, que me la había
encontrado bastante descuidada, y de si no sería conveniente coger
a otra mujer que se encargara de tenerla al día. De alguna cuestión
pendiente con el asesor, cosas de cheques, facturas, impuestos,
etcétera. Más rutina.
–¿Notó algo extraño en ella en algún
momento?
Altavella meneó la cabeza y recobró su sonrisa a
medias.
–No, estaba de lo más normal. Muy ella. Como de
costumbre.
Di en juzgar que el escritor no estaba respondiendo de la
forma más prudente, siquiera fuera porque no debía de escapársele,
a nada que recordara algunas novelas policíacas cuyo conocimiento
no podía dejar de presumirle, que el hecho de estar casado con la
fallecida lo designaba como miembro nato de la lista de sospechosos
(y máxime teniendo en cuenta que todas las pruebas materiales
apuntaban a un crimen pasional). Pero cada uno se comporta con
arreglo a su idiosincrasia, y se veía que a Altavella le perdía el
afán de resultar excéntrico.
–¿Y ésa fue la última vez, anteayer? – quise
cerciorarme.
–Sí.
–De modo que ayer no hablaron en todo el
día.
–No.
Tras el segundo monosílabo, tan seco y contundente como el
primero, titubeé durante un instante, antes de atisbar por dónde
seguir.
–Sí -agregó, como si yo, por mi infradotación intelectual o
mi estrecha visión de la vida, necesitara una explicación
complementaria-. La conclusión que está sacando es correcta, mi
mujer y yo no nos llamábamos todos los días. Por si también le
interesa la información, le puedo contar que tras ocho años de
matrimonio ya habíamos superado la fase del cortejo, el embeleso y
el no poder respirar el uno sin el otro. Si no teníamos nada
concreto que decirnos, muy bien podíamos estarnos no uno, sino
varios días sin hablar. Éramos entes autónomos.
Por primera vez, contemplé seriamente la posibilidad de que
Gabriel Altavella fuera un cínico. Y debo confesar que esa idea me
llevó, también por primera vez, a temer que tendría que tratar con
alguien que iba a acabar cayéndome muy gordo. De joven, como casi
todo el mundo, coqueteé con el cinismo. Es disculpable que un
mozalbete atolondrado cometa el error de creer que puede jactarse
de no tener fe en nada. Pero cuando eso lo hace alguien con una
mínima edad y una mínima experiencia, a mis ojos se convierte en un
imbécil cargante, a quien sólo soporto si me obligan. Y, como le
pasa a cualquiera, llevo bastante mal verme forzado a hacer lo que
no me apetece.
Puede que fuera este disgusto momentáneo lo que me empujó a
ser un poco más incisivo de la cuenta en mi siguiente
pregunta:
–¿Debo entender que había algún problema en su
matrimonio?
Apenas dije estas palabras, me arrepentí del traspiés que
acababa de dar. Mi propia compañera me buscó la mirada, con
extrañeza. En cuanto a Altavella, alzó las cejas y abrió unos ojos
como platos.
–Dios santo, creía que los policías usaban la lógica
-exclamó.
Le entendí, cómo no, porque era eso mismo, haber dado un
salto lógico desafortunado y prematuro, lo que ya me estaba
recriminando, tan feroz como puntual, el enanito sádico que habita
dentro de nosotros con la sola misión de zaherirnos cuando metemos
la pata.
–¿Perdone? – pregunté, no obstante, haciéndome el
bobo.
–Lo único que trato de contarle es que no estábamos todo el
día llamándonos para decirnos monerías, que podíamos concedernos el
uno al otro espacios de vida independiente. No sé qué problema es
ése. Mucho más problemático sería lo contrario, en mi
opinión.
–Ya -asentí, forzado a fingir lentitud-. De modo que su
relación era buena, aunque no convivieran todo el
tiempo.
–Razonablemente buena, sí -dijo Altavella, desafiante-. Nos
entendíamos, habíamos aprendido a soportarnos casi todas las
miserias, y a no hacerle soportar al otro las que no podía tragar.
Si un matrimonio sobrevive ocho años, y más entre personas como
Neus y yo, es que los dos miembros del equipo han negociado con la
habilidad suficiente los términos para seguir adelante sin
estorbarse más de la cuenta.
No era la descripción más romántica de la convivencia
conyugal, pero tenía cierta consistencia, y al margen de que la
compartiera o no, probaba que Altavella conservaba un cerebro en
buen uso.
Ahora me tocaba dar el paso de veras comprometido, el que
nadie con algo de juicio habría sentido el menor deseo de acometer.
Tomé aire y me lancé sin vacilar, que es como conviene hacer estas
cosas.
–Le pregunto todo esto porque parece que anoche su mujer
estaba con otra persona. No sabemos si por voluntad propia o
no.
Altavella me aguantó la mirada. Inspiró
hondo.
–Y qué quiere que le diga -repuso-. Yo estaba en Gerona,
trabajando. Ignoro si ella se había citado aquí con alguien. Es
posible que sí. Desde luego no habría sido la primera vez. Yo no
era su dueño.
Admití que el escritor acababa de demostrarnos algo que
muchos de su gremio nunca consiguen: sabía ahorrar palabras. Dicho
aquello, me quedaba muy poco con lo que justificar seguir
reteniéndole.
–Está bien, señor Altavella. Habrá otras muchas cosas que
tendremos que preguntarle, pero pueden esperar, soy consciente de
que ya hemos abusado bastante de su paciencia. Sólo como formalidad
final: ¿le consta que alguien pudiera desear la muerte de su
esposa?
Gabriel Altavella dejó escapar una risa
amarga.
–Mi mujer era una periodista de televisión -explicó-. Supongo
que eso la hacía acreedora al odio de unos cuantos tarados. Yo
mismo los he sufrido, sólo por haber alcanzado alguna notoriedad
haciendo algo tan socialmente marginal como escribir literatura.
Aparte de eso, no tengo ni puta idea de por qué nadie podía querer
dañarla. Era una persona maravillosa, la más maravillosa que he
conocido nunca.
Horas después, mientras conducía hacia el hostal donde íbamos
a dormir, pensé que Chamorro no andaba descaminada en su
diagnóstico sobre los sentimientos de Gabriel Altavella. A su
manera, que acaso no fuera la de los demás mortales, en aquellas
palabras, y en la voz que las había pronunciado, se dejaba intuir
un testimonio de amor.
HIS, NOT MINE
Esa noche dormí estupendamente. Supongo que fue por el
agotamiento nervioso de la víspera y la sucesión de acontecimientos
precipitados: el viaje, la tensión de dos espinosos
interrogatorios, la autopsia y la ulterior tormenta de ideas con
Chamorro. Lo cierto es que me levanté de un humor extraordinario,
que no se dejaba ensombrecer por la perspectiva que tenía por
delante, una jornada consagrada en exclusiva a las menudencias
burocráticas de la investigación criminal. Después del
levantamiento del cadáver, la toma de los vestigios materiales del
crimen y el primer contacto con las personas próximas a la
fallecida, aquel día, nuestro segundo sobre el terreno, nos
correspondía abordar un sinfín de aspectos accesorios: búsqueda de
eventuales testigos de los movimientos de la víctima o de personas
sospechosas; rastreo de presumibles itinerarios; inspección de
ropa, enseres, documentación y cualquier otra fuente de posibles
indicios indirectos. Simultáneamente, otros miembros del equipo
procederían a comprobar las huellas con las bases de datos y a
obtener perfiles de delincuentes condenados por delitos similares y
que pudieran haber actuado en el lugar y la fecha de autos. En fin,
lo usual en la primera fase de la investigación, cuando el abanico
es todavía demasiado amplio y hay que barajarlo todo para tratar de
discernir una dirección precisa. Es el trabajo más aburrido y
rutinario, por no contar que gran parte de él resulta baldío, y no
oculto que prefiero con mucho el que se realiza en un momento
posterior, cuando uno ya tiene una hipótesis que le guíe y actúa
con la sensación de estar avanzando y no dispersándose en mil
tareas. Sin embargo, aquella mañana me sentía animoso, y en
condiciones de salir a desbrozar la selva sin dejar de silbar entre
machetazo y machetazo.
Chamorro también parecía haber dormido bien. Por lo menos me
la encontré despejada y amable cuando bajé a
desayunar.
–El café está de repetir -me informó-, calentito y aromático.
Y mira qué aceite me han dado para las tostadas.
Era bueno, de Priego de Córdoba, en una botellita de gourmet.
Chamorro, según una costumbre meridional adquirida en la tierra
donde durante gran parte de sus primeros años había vivido con su
familia, Cádiz, solía desayunar pan con aceite de oliva. Y como el
roce tiene esas cosas, me había pegado la afición. La verdad es que
era un detalle por parte de los dueños del hostal, para lo que
valía dormir allí. Nunca habría ocurrido en un hotel medio-bajo de
una cadena, la otra clase de alojamiento que conocíamos. Ya se sabe
que la prodigalidad no es una característica típica de las
sociedades mercantiles.
–Acabo de hablar con el capitán. Dice que no cogías el
móvil.
–Me estaba duchando, para no hacerte el día más duro de lo
imprescindible -me justifiqué-. Luego he visto la llamada perdida,
pero no ha dejado recado y tiene el número protegido. Como
comprenderás, no voy a llamar a todos los que me llaman que lo
tienen así…
–Bueno, eso se lo explicas a él, yo en tu intimidad no me
meto. El asunto es que esta noche han estado currando como locos,
que han empezado a cruzar huellas y que nada. Las hay de Neus, de
Meritxell, del escritor, aunque más desdibujadas que las otras, y
de la mujer que les hace la limpieza. Luego hay al menos de otras
dos personas, pero no identificadas ni registradas en las bases de
datos.
La escuché mientras enviaba a mi estómago el primer sorbo de
café. Estaba tan caliente y rico, que apenas me importó el cariz
más bien desalentador de la información que me estaba
dando.
–Una pregunta estúpida -dije, aún sumido en aquella
ensoñación que me producía el aroma del café-. ¿Tú crees que existe
alguna posibilidad de que Meritxell haya convertido a su jefa en un
acerico?
Vi cómo el ceño de Chamorro se arrugaba,
reprobador.
–Posible es casi todo, en la vida -concedió, sin embargo-. Y
supongo que eso que dices es tan posible como que la propia
Meritxell meta las dos manos en el cubo de la basura de un cocedero
de mariscos.
–Lo mismo pensaba yo -asentí, mientras reflexionaba sobre la
malicia que con los años hubiera podido contagiarle, y sobre lo que
ella me habría contagiado a mí, aparte de las tostadas con
aceite.
–No sé si tu fe en el nunca se sabe
llega a tanto, pero de momento yo no perdería ni un segundo
imaginándola culpable.
–No, sólo era un divertimento al calor del café, y de esas
estimulantes noticias que me acabas de transmitir.
–Tengo alguna más -advirtió, como quien
amenazara.
–Pues dale, que hoy encajo bien.
–Se han trabajado a fondo el coche de Neus, como les dijimos.
Ya sabes, hipótesis provisional, Neus se trajo a alguien a pasar un
buen rato. Si es por lo que han sacado del coche, ya podemos irnos
buscando otra. Ni una sola huella dactilar que no fuera de la
propietaria.
–Tal vez él viniera en otro coche. O pudo ponerse
guantes.
–¿Tú te irías a la cama con alguien que lleva guantes en
mayo?
–Bueno, depende. Si está buena y está a
tiro…
Mi compañera me hizo comprender con su mirada que ella
no.
–Es broma -dije-. Ya sólo voy a la cama con mi Dumbo de
peluche.
–Y serás capaz de hacerlo y todo -apostó-. En fin, para
rematarte el cuadro, también han conseguido cabellos en abundancia.
Los del coche, todos teñidos con el rubio exclusivo que usaba Neus.
En la cama y la habitación algunos otros más cortos y aparentemente
morenos.
Interrumpí el mordisco que le estaba dando a mi
tostada.
–Caramba, Chamorro, eso es algo, y no poco. De un golpe
acabamos de descartar a unas cuantas minorías de españoles:
pelirrojos, castaños y rubios. Y a una pila de forasteros, eslavos,
nórdicos y demás.
–Sí, sólo deben quedarnos unos quince millones de
sospechosos. Catorce millones novecientos noventa y nueve mil
novecientos noventa y nueve si te restamos a ti, que nunca te
habrías ligado a Neus.
–Gracias. Pero a lo mejor me aproveché de que estaba
drogada.
–A lo mejor.
–Está bien. Llamaré al capitán, para que no siga creyendo que
se me han pegado las sábanas. ¿Qué hora tienes?
–Las ocho y media.
–Magnífico, aún todo el día por delante -constaté, mientras
le tiraba las llaves del coche-. Vamos, hoy conduces tú, por
lista.
El capitán Navarro no había dormido tan bien como yo. Al
menos su voz sonaba bastante pastosa, y había perdido parte de la
chispa que solía tener su conversación. Después de decirle que
Chamorro ya me había puesto al corriente de sus avances, le propuse
encontrarnos en la casa para hacer intercambio de ideas y
profundizar un poco más. Me respondió con algo que casi llegó a
sonarme como un exabrupto:
–En la casa estoy, Vila, esperando a
vuecencia.
–Danos cinco minutos, mi capitán -respondí.
–Eso será arrollando todo lo que nos salga al paso -apreció
Chamorro, mientras se abrochaba el cinturón de
seguridad.
–Por una vez, creo que te convendrá portarte mal.
Tira.
Si se ponía, Chamorro podía ser una conductora bastante
resolutiva. Durante el camino dejó boquiabiertos a un par de
lugareños con sendas maniobras al filo de la ley, y al final
consiguió plantarse en la casa en muy poco más de los cinco minutos
prometidos. La gente de Navarro seguía husmeando por todos los
rincones, aunque ya no quedaban muchos por mirar. Estaban ojeando
papeles, fisgando en los revisteros, incluso examinando las
pastillas de jabón y los botes de champú. Nunca podía estarse al
cien por cien seguro de nada, pero por cómo se lo habían tomado
parecía bastante improbable que se pasara por alto algún rastro que
pudiera sernos de ayuda para la investigación. El capitán, en cuyo
rostro era tan visible el cansancio como la mala leche que tenía
aquella mañana, nos puso al corriente de alguna novedad más, no por
cierto de las que hubiéramos querido conocer.
–En el teléfono que dimos para que llamara cualquiera que
hubiera visto a la víctima o a alguien sospechoso sólo hemos
recibido tres llamadas. Me las están mirando, por si acaso, pero a
la legua se ve que son los chiflados de guardia con ganas de
popularidad. Nadie parece haber visto a Neus, ni a otra persona,
entrar o salir de su casa.
–La casa está un poco a trasmano, y si ella vino directamente
y quien fuera entró y salió a deshora, muy bien pudo suceder que no
les viera nadie -conjeturó Chamorro, con sagaz
pesimismo.
–No puede ser -dije-. Es cuestión de tiempo. Siempre hay
alguien que ve algo, incluso cuando matan a un pelagatos. Tanto más
con ella. Joder, era una famosa, alguien que da el cante allí donde
va.
–Pues eso es lo que hay, por ahora -reiteró el capitán-. Y
entre todas las minucias que estamos levantando por aquí, nada que
vaya a darnos muchas pistas, me temo. El bote de nata tiene la
etiqueta de un supermercado Caprabo, o sea, que puede ser de mil
sitios, aunque haremos el gasto de tratar de localizar el lote y
demás, que no se diga que somos haraganes. Aparte de eso está la
agenda, un cuaderno con anotaciones de trabajo que tenía en el
portafolios y el ordenador portátil.
–¿Algo en esa agenda y en el cuaderno?
–A bote pronto, nada. Para destriparlo, ya os dejamos a
vosotros.
–Y el ordenador, ¿lo habéis encendido?
–Pide password -anunció, sin alterar su tono sombrío-. A ti,
que has intimado más con el viudo, te tocará preguntarle si se la
sabe.
–Bueno, nunca es fácil. No nos desanimemos.
–No, si yo no me desanimo -repuso el capitán-. Pero he
mantenido hace un ratito una charla antipática con mi teniente
coronel. Creo que esperaba que le dijera más de lo que le he dicho
que tenemos. No descartes que tu teléfono suene de un momento a
otro y te veas obligado a pasar por un trance similar con tu
jefe.
–No, no lo descarto -asentí-. Pero seamos positivos, mi
capitán, que no nos queda otra. ¿Dónde está el
coche?
–En la cochera, donde ella lo dejó. Lo hemos vuelto a meter
después de sacarle las huellas.
–Vamos a echarle un vistazo -dije.
Neus tenía un buen coche, y bonito, aunque no demasiado
práctico. Un Mercedes biplaza de esos pequeños, que uno nunca sabe
cómo no salen volando más a menudo, con tanto motor para tan poca
carrocería. Era plateado y estaba impoluto, después de la
vaporización con cianocrilato a que lo habían sometido para
levantarle las huellas dactilares que pudiera haber en todas y cada
una de sus superficies. Abrí el maletero. Contenía una prenda de
abrigo, un botiquín intacto, la caja de las lámparas de repuesto y
los triángulos de emergencia.
–Hemos mirado los bolsillos del anorak -dijo Navarro-.
Nada.
Luego me introduje en el habitáculo. Olía aún levemente a
perfume femenino, los vahos de cianocrilato no habían sido
suficientes para extirpar del todo aquella fragancia. Pensé que ese
aroma era uno de los pocos rastros personales que perduraban del
ser viviente que había sido Neus Barutell. Era un perfume
sofisticado, sin duda alguno que yo nunca habría podido olerle a
una mujer a cuya nuca me hubiera sido dado acercarme. Cuando menos,
no me resultaba familiar.
La llave estaba en el contacto. La giré y el panel de
instrumentos se iluminó. Recorrí maquinalmente todos los
indicadores. Vi la velocidad máxima que recogía el velocímetro, un
demencial 280, los kilómetros recorridos totales, 8.761, los del
último parcial, 515, la temperatura exterior, la hora, los diez o
doce testigos multicolores de utilidades diversas y, al final, el
indicador del depósito de combustible. Casi lleno.
–Mira esto, mi capitán.
–El qué -consultó Navarro, con desgana.
–Está hasta arriba de gasolina.
–¿Y?
–Pues si juzgara por la última experiencia que tuvimos con el
indicador del depósito de combustible de un Mercedes, no sabría qué
decirte. Te lo habrán contado. La anécdota se hizo famosa. Un día
iba uno de los nuestros en un Mercedes decomisado a unos narcos y
el coche se le quedó seco de repente, cuando creía que llevaba
medio depósito. Y lo llevaba, sí, pero cargado de cocaína en vez de
combustible.
–Ah, sí, oí la historia. Pero ¿qué nos aporta esto
aquí?
Saboreé la incertidumbre del oficial. Poder hacer eso es uno
de los placeres ruines de los que a un suboficial más le cuesta
privarse.
–No creo que Neus transportase su stock de cocaína en el
depósito. Debe de estar lleno de gasolina Extra 98, que para eso es
el coche de una pija. Esa circunstancia quiere decir que repostó
por el camino y no demasiado lejos de aquí. ¿Ves ahora por dónde
voy, mi capitán?
–Testigos, a lo mejor.
–Testigos, seguro. Es un Mercedes de quince kilos, o de
noventa mil euros, como prefieras. Y al volante, una que sale en la
tele. Si el gasolinero no se acuerda de ella y de con quién iba es
que hemos tenido la mala pata de que le haya caído un piano en la
cabeza entre medias.
–¿Qué trecho podemos tener que controlar?
–Es un Mercedes 500, chupa de narices, y la aguja está casi
en el tope. No creo que haya que retroceder más de cuarenta
kilómetros en dirección Barcelona. Como mucho, media docena de
gasolineras.
Navarro aflojó la mueca agria por primera vez en toda la
mañana.
–Bueno, Vila, veo que por lo menos merece la pena que le
regales tanto descanso a ese cerebro tuyo, porque se te ha
despertado ocurrente. Ahora mismo agarro a dos chavales y les digo
que se pateen las gasolineras que se encuentren de aquí a cincuenta
kilómetros.
El capitán salió de la cochera. Quedamos solos mi compañera y
yo.
–Recuerda, no hay más huellas dactilares en el coche que las
suyas, es casi seguro que venía sola -me enfrió el entusiasmo
Chamorro.
–Entonces, por lo menos, averiguaremos la hora a la que vino
y si en su aspecto había algo anormal -respondí.
–Eso ya te lo anticipo yo. Al gasolinero seguro que le
pareció de lo más anormal todo. Tú lo has dicho. Ella salía en la
tele.
–No anticipes nunca acontecimientos, que es una ligereza,
Virginia. Y ahora ayúdame a mirar bien debajo de los
asientos.
No era porque desconfiara de la inspección que había hecho la
gente del capitán Navarro, sino porque registrar a fondo un coche
no es fácil y siempre vale más que lo hayan hecho catorce ojos en
lugar de diez. En cualquier caso, no sacamos nada de nuestra
búsqueda. Todo estaba limpio. El coche seguía oliendo a nuevo, y
daba una impresión algo desoladora mirar un objeto tan costoso que
había quedado sin dueño antes de haber llegado casi a tenerlo. El
viudo podría revenderlo sin más merma económica que el impuesto de
matriculación, porque con ocho mil kilómetros estaba mejor que
recién salido de fábrica.
Luego Chamorro y yo hicimos una inspección detenida de la
distribución de la casa, las ventanas, las puertas, los accesos.
Como nos habían dicho los nuestros, no mostraban el menor signo de
violencia. La hipótesis con la que debíamos pues manejarnos era que
quien fuera había accedido a la parcela por la única entrada
abierta en el muro que la circundaba (o bien lo había saltado sin
ser visto) y a la casa por una de sus dos puertas. Esto último,
salvo que se las hubiera arreglado para abrir alguna ventana sin
romperla, o hubiera aprovechado que alguna estuviera abierta, en
cuyo caso luego había tenido cuidado de cerrarla. La distancia que
había desde la carretera se salvaba por un camino asfaltado, y en
la parcela se penetraba por una senda también pavimentada que
desembocaba en un aparcamiento de grava compacta. Si el asesino,
como parecía a esas alturas probable, no había venido con Neus,
sino por su cuenta y en otro vehículo, no íbamos a disponer de
huellas de neumático para atestiguarlo. Una lástima, porque
identificar un coche ayuda sobremanera en el seno de nuestra
civilización, en la que el automóvil es la expansión natural (y una
de las principales) de la personalidad del individuo que lo
conduce. Cuando uno tiene controlado el coche del sospechoso,
aunque sólo sea el modelo que es, empieza a saber mucho de él, y a
nada que le sonría un poco la fortuna, puede echarle el guante con
no demasiado esfuerzo.
Eran apenas las diez y media y ya habíamos hecho un montón de
cosas. Me resulta deliciosa esa sensación que se tiene a veces de
que el día no avanza, de que uno es capaz de resolver muchas tareas
sin que el reloj le acorrale. En momentos así, mi mente trabaja a
tal velocidad y con tal desenvoltura que sería capaz de enfrentarme
al problema más abstruso y enrevesado sin la menor preocupación. Y
no me vino mal esta disposición de ánimo, cuando nos enfrascamos
con los objetos personales de la difunta. Allí sí que había tela
que cortar. Comenzamos por el bolso. En su interior encontramos lo
que cabe prever cuando se trata de un bolso femenino, con la
singularidad de que todo lo que usaba Neus era de primeras marcas.
Respecto de la calidad y el coste de alguna de las piezas, como por
ejemplo el estuchito de maquillaje o la barra de labios, fue
Chamorro quien me ilustró. Por un momento pensé que algún verano o
alguna navidad podía rascar un pellizco de la paga extra para darle
una alegría, que tampoco está nunca de más hacer felices a quienes
te rodean. Pero por desgracia las marcas se me olvidaron luego.
También en el bolso llevaba Neus unas cuantas tarjetas de visita:
de una tienda de muebles rústicos, de un salón de belleza, de una
compañía de radio-taxis y de una librería inglesa de Barcelona. Y
naturalmente, el teléfono móvil. Un capricho de color cobre,
cuatribanda, multimedia, Bluetooth, UMTS y no sé cuántas chorradas
más. Todas las que estaban disponibles en ese momento del
desarrollo tecnológico, aposté. Tenía unas cuantas fotografías en
la memoria (nada de interés, tres paisajes, dos niños, un perro),
las últimas veinticinco llamadas recibidas y las últimas
veinticinco enviadas. Eso sí podía darnos pistas, y le ordené a
Chamorro que las anotara para preparar un listado y pedir
información a la compañía telefónica. En el listín de teléfonos del
aparato sólo había cuatro números, todos ellos comprendidos entre
las llamadas recibidas y enviadas: Meritxell, Altavella y otro par
de personas. Deduje que el cacharro era nuevo, y que no le había
dado tiempo a apuntar nada. Así debía de ser la vida de los ricos,
pensé, siempre rodeados de artefactos con los que aún no han
terminado de hacerse. Como buen pobre, me
desasosegó.
Supongo o imagino que a quien se muere todo pasa a importarle
un pimiento, pero cuando fisgo en los entresijos de una vida ajena,
cuando rompo todas las cerraduras de sus cajones secretos para
buscar lo que constituye mi misión, y de paso me tropiezo con todo
lo demás, no puedo dejar de pensar que es una verdadera faena que
te maten. Aparte del mal trago que ello comporte, tu vida toda se
abre al escrutinio de un cualquiera al que a lo mejor ni habrías
saludado. Pierdes el derecho a ser otro distinto del que pareces, o
incluso a ser varios a la vez, sin que nadie pueda reprochártelo o
juzgarte por ello. Aquellos cincuenta números nos iban a dar todas
las relaciones, confesables o inconfesables, que Neus había
establecido en los últimos días a través de su teléfono móvil. Y no
era la primera vez que investigando esa información nos habíamos
encontrado con resultados sorprendentes.
Continuamos con la agenda. A efectos de organizar su vida,
Neus no se había pasado aún a la cacharrería electrónica, seguía
anclada en el viejo y farragoso papel. Mejor para nosotros. Las
agendas electrónicas no sólo son más difíciles de examinar, si uno
quiere ser exhaustivo, sino que también obran el efecto de
uniformar todas las anotaciones y despojarlas de cualquier
peculiaridad o intensidad emocional. Por el contrario, el garabato
a mano siempre informa de la velocidad, el estado de ánimo e
incluso el interés con que fue trazado, lo que no resulta nada
baladí para los fines que nosotros perseguimos. Y en un caso como
el de Neus, es decir, alguien con una personalidad poderosa y aun
arrolladora, las páginas de su agenda podían adquirir, y de hecho
adquirían, un valor y una significación especiales. Lo malo era,
precisamente, el tamaño de esa personalidad, y la cantidad de
sitios a donde había llegado. La agenda de Neus era de una
inmensidad y una diversidad difícilmente asimilables. No sólo había
en ella cientos de nombres y de números de teléfono, sino que entre
ellos se hallaban gentes de todas las condiciones y no pocos a los
que cabía presumir que no iba a ser nada fácil acceder. Mientras
pasábamos las hojas, nos iban entrando sudores fríos. No podíamos
tocar a toda aquella muchedumbre, en primer lugar porque no íbamos
a tener tiempo, y en segundo lugar porque a unos cuantos de ellos
nuestros jefes nos iban a exigir que justificáramos de manera muy
cumplida la necesidad de molestarlos. Ya se sabe que todos somos
iguales ante la ley, pero la igualdad de unos es más evidente que
la de otros. No se trata de que existan discriminaciones, como
postulan toscamente los malpensados y los ignorantes, sino de una
cuestión de percepción, la eterna fuente de los conflictos humanos.
No es que la dignidad como persona de un rey sea mayor que la de un
barrendero, sólo sucede que la dignidad de la persona real se nota
más (por los escoltas, los pelotas, la ropa
buena).
Políticos, periodistas, cineastas, escritores, empresarios,
aristócratas de alto y bajo rango (incluidos algunos de sangre
real, por cierto). Todas estas especies sociales habitaban el
abigarrado ecosistema de la agenda de Neus, lo que nos convertía a
mi compañera y a mí, mientras la desbrozábamos, en algo así como un
par de becarios del National Geographic en pos del abominable
hombre de las nieves, es decir, dos idiotas con menos futuro que un
malabarista manco. Después de pasar todas las hojas, y mientras
observaba estupefacto cuánta gente podía apellidarse de alguna
manera que comenzara por zeta, me pareció que más valía tomárselo
con humor y le dije a Chamorro:
–Podemos hacerlo esta vez al revés de lo habitual. Empezar a
investigar aquellos nombres que no nos sugieran
nada.
–Sí, es un método tan poco prometedor como cualquier otro
-asintió, sin dejar de leer los nombres allí
apiñados.
Las citas de la agenda de Neus formaban un galimatías
comparable al del listín de teléfonos. Las páginas de cada día
estaban repletas de notas y tachaduras, y comprendimos que Navarro
y los suyos hubieran preferido limitarse a hojearlas, dejándonos a
nosotros la labor de adjudicarles algún significado y extraerles
alguna utilidad. Después de un somero repaso, cerré la agenda y se
la entregué a mi colega.
–Virginia, es tuya. De mujer a mujer, te encomiendo que le
saques el jugo y me propongas alguna idea al respecto. Tómate tu
tiempo.
–Pues muchas gracias -dijo-. Por el tiempo.
El cuaderno era otra historia. Allí apuntaba Neus sus ideas,
esquemas para las entrevistas y los programas, argumentos y esbozos
sobre las cuestiones más vario pintas. Reconocí (bajo el nombre del
personaje correspondiente, tampoco tenía mucho mérito) las notas
que había preparado para una de las últimas entrevistas que le
había visto hacer en televisión. En los márgenes, multitud de
abreviaturas, dibujitos, rayas. Tenía una especie de obsesión por
hacer cadenas de triángulos, con los que formaba estrellas,
mosaicos y figuras vagamente antropomórficas. Recorriendo el
cuaderno me tropecé un par de veces con las mismas dos letras
encerradas dentro de uno de los triangulitos: R.K. Mantuve la
atención y aún las encontré otra media docena de veces. Sólo era
eso, las dos letras, trazadas con aplicación dentro del triángulo.
Ninguna anotación explicativa o adicional, salvo en uno de los
últimos dibujos. Allí, bajo el triángulo que encerraba las dos
letras, podía leerse, igualmente con caracteres de molde: HIS, NOT MINE.
–Fíjate en esto -le dije a mi compañera-. Estas dos letras
aparecen por todo el cuaderno. Y aquí junto a estas tres palabras
en inglés.
–His… ¿No debería haber algo antes de
la coma?
–No, si es un pronombre. Se traduciría: Suyo, no mío. De
él.
–De él, ya, hasta ahí llego… ¿Deduces que R.K. es un
hombre?
–No sabemos si con esas iniciales, si es que son iniciales,
se refiere al poseedor o a lo poseído. El que posee sí es un
hombre, porque el pronombre posesivo que escogió marca género
masculino. Y lo que también parece que podemos afirmar, signifiquen
lo que signifiquen esas dos letras, es que ocupaba los pensamientos
de Neus con la intensidad suficiente como para escribirlas ocho
veces. O sea, alguna.
–R.K. Pocos apellidos españoles empiezan por
K.
–¿Es un apellido extranjero? ¿Son las iniciales de dos
palabras extranjeras que no tienen que ver con ningún nombre
propio?
Chamorro sopesó en silencio mis dos interrogaciones. Agregué
otra:
–¿O es sólo una gilipollez con la que nos estamos
entreteniendo como dos bobos aprendices de Miss Marple porque hasta
el momento no hemos sido capaces de encontrar nada que realmente
nos sirva?
–Suyo, no mío -dijo en voz alta,
prescindiendo de mi reticencia-. Eso tiene pinta de querer decir
algo que le importaba, estoy contigo. Lo que uno lamenta que no sea
suyo sino de otro, hasta el punto de escribirlo una y otra vez con
esa letra tan perfilada, no debe de ser algo intrascendente. Tenga
o no que ver con su muerte, ahí ya no me mojo.
–Okey, cabo. R.K., otro enigma para
darle vueltas.
Entre unas cosas y otras, hacer aquella primera revisión de
los papeles y las pertenencias de Neus nos llevó un par de horas. Y
todavía nos quedaba el ordenador portátil. Le pedí a Chamorro que
lo fuera encendiendo, mientras yo buscaba en mi agenda el número de
Gabriel Altavella y meditaba cuál sería la mejor manera de pedirle
la clave de acceso al aparato y de hacer frente a las ocurrencias
con que al hilo de tal solicitud pudiera tener a bien obsequiarme.
Si es que no se limitaba a decirme que obviamente ignoraba esa
clave y que en las cosas de su mujer no tenía la fea costumbre de
cotillear. Andaba, en fin, anticipando todas estas posibles
jugadas, cuando apareció alguien que me hizo cambiar al instante el
objeto de mis preocupaciones.
–Vila -me llamó el capitán Navarro, desde el umbral de la
habitación donde estábamos-. Has hecho bingo, cabrón. Tengo a dos
chicos en una gasolinera a treinta kilómetros de aquí. Han dado con
el gasolinero que atendió a Neus. La vio con alguien, me dicen. A
mí me parece que te interesa dejar eso por ahora y acercarte allí
cagando leches.
–No me digas, ¿así de fácil? – dudé si
creerlo.
–Como lo oyes.
Seguía estupefacto, tratando de asimilar. Entonces sonó mi
móvil.
–¿Qué pasa, Rubén, que ya no me quieres? – me saludó, apenas
descolgué, una voz de hombre. Era Pereira, mi
comandante.
–Mi comandante, cómo dice usted eso.
–Ya sabes por qué te lo digo. ¿No tienes nada para
contarme?
–Preferí no molestarle en tanto no hubiéramos hecho ningún
avance, mi comandante. No he querido llamarle para contarle lo que
ya me contó usted ayer. Todo lo que nos hemos ido encontrando es
congruente con el móvil pasional o sexual, sin que podamos
decantarnos aún por uno o por otro. No tenemos huellas
identificadas, ni un perfil definido del sospechoso, etcétera.
Entendí que no valía la pena que le llamara para decirle sólo eso.
Pero parece como si me hubiera adivinado el pensamiento. Acabamos
de encontrar algo. El depósito del coche de la difunta estaba lleno
de gasolina, así que hemos investigado las gasolineras cercanas y
hemos dado con quien la atendió cuando paró a repostar. Y tiene una
información interesante. No estaba sola.
–¿Ah, no? ¿Y con quién estaba?
–Pues en eso justamente andábamos, mi comandante, saliendo
para la gasolinera para hablar con el empleado y poder amarrar bien
la descripción del acompañante. Es que acaban de
llamarnos.
–Vale, Vila, ya creía que estabas sobándote el mondongo, pero
veo que conservas un residuo de vergüenza. No te entretengo.
Cuéntame algo cuando lo sepas. De momento esto ya me va
bien.
–Me alegra poder serle útil, mi comandante.
Cuando colgué, Navarro me miraba con expresión
socarrona.
–Desde luego, tío, algunos nacéis con una flor en el
culo.
–No se crea, mi capitán. Como dice Sinatra, a veces perdí y a
veces gané. Y mi balance global no es como para echar
cohetes.
–No, si jodidos estamos todos. Pero yo me he desayunado una
bronca y a ti te dan las gracias. Comparativamente, tú me
dirás.
–Bueno, hay que rematar la jugada. ¿Dónde está esa
gasolinera?
Navarro me dio las indicaciones para llegar. También me
anunció que tenían ya empaquetadas y etiquetadas todas las pruebas
y que su intención era levantar el campo antes de
mediodía.
–Por desgracia, tengo más asuntos que resolver, y por aquí
sólo queda lo que ahora averigüéis vosotros -añadió-. El viudo
salió con el cadáver para Barcelona hace una hora. Si necesitáis
algo, llamadme.
–Dependerá de lo que nos diga el gasolinero. Esto os ha
tocado a vosotros porque aquí fue la fiesta, pero si Neus vino con
alguien, tengo el barrunto de que por este pueblo no vamos a tener
gran cosa que hacer. Me temo que las razones habrá que ir a
buscarlas en otra parte.
–¿En Barcelona?
–Bueno, sería lo más normal. ¿Sabes cuándo será el
entierro?
–Mañana.
–Pues hablaré con mi comandante, pero si pudieras llamar tú a
nuestra gente de Barcelona para pedirles apoyo, no estaría de más.
A lo mejor conviene tener preparado un equipo allí mañana para
asistir a la ceremonia con las antenas desplegadas y los ojos bien
abiertos.
–¿Tienes alguna idea?
–Déjame pensar después de hablar con este hombre. Luego te
llamo y te propongo algo más concreto, a ver qué te
parece.
–Vale, iré dando un toque a los de
Barcelona.
–Con la agenda, el cuaderno y el ordenador nos quedamos
nosotros, si no tienes inconveniente. Andamos a medias con ello
aún.
–¿Llamaste ya al viudo por lo de la clave?
–En eso estaba. Le llamo ahora de camino.
–Pues que tengas suerte -dijo, con maligno
placer.
Dejé que condujera otra vez Chamorro, y mientras íbamos hacia
la gasolinera marqué el número del teléfono móvil de Gabriel
Altavella. Me lo cogió a los cinco pitidos. Su voz sonaba fatigada
y tensa a la vez. Le expliqué el asunto de la manera más suave y
respetuosa que pude. Cuando acabé de hacerlo en la línea se hizo un
silencio que se prolongó durante varios segundos. Luego replicó,
abruptamente:
–No sé cuál era esa clave. Y le exijo que no intenten
averiguarla. Lo que haya en ese ordenador forma parte de la
intimidad de mi mujer.
Respiré hondo. Conté hasta cinco. Hablé con
serenidad.
–Lo entendemos, y no vamos a inmiscuirnos en ella
indebidamente. Pero la información que contenga el ordenador puede
ser relevante para la investigación. Podemos pedir al juez que nos
autorice a desproteger el equipo y no le quepa ninguna duda de que
nos lo autorizará.
–Pues entonces, pídanselo. Yo iré poniendo al corriente a mi
abogado, para que haga lo que legalmente proceda para
impedirlo.
Y colgó. Desde luego, con aquel hombre no iba por buen
camino.
UN POZO DE PETRÓLEO
–Ella vino por aquí a eso de las cinco y media -comenzó
diciendo-, lo recuerdo bien porque todavía no había mucho
movimiento de la gente que vuelve del trabajo. De hecho, la
gasolinera estaba vacía. Entró primero su coche, un Mercedes de
color plateado, muy nuevo y muy limpio. Difícil de olvidar, como la
mujer. Era de esas a las que les notas el dinero en todos los
detalles: en la ropa, en el pelo, en las joyas. También te das
cuenta porque no se digna bajarse, te ofrece la llave para que lo
hagas todo tú. Cuando fui a abrir el depósito me di cuenta de que
había otro coche en la gasolinera. Un Audi A3, de color plateado
también. Se había parado a un lado y vi que lo conducía un hombre
moreno, de unos veinticuatro o veinticinco años, o poco menos o
poco más. Se me quedó grabado porque, apenas le miré, bajó los ojos
y arrancó. Avanzó hasta la salida y allí volvió a quedarse parado,
como si esperase algo. Yo terminé de llenar el depósito y fui a
cobrar y a devolverle las llaves a la conductora. Entonces ella me
preguntó si podía venderle una botella de agua mineral. Le dije que
en la tienda había y ella me pidió por favor que le trajera una. Me
imagino que a otro le habría respondido que pasara él a cogerla,
pero no había más clientes, y me lo había pedido con una sonrisa
que… Vaya, que se la traje. Ella me dio las gracias y una buena
propina y arrancó. Al pasar junto al otro coche tocó el claxon y el
Audi se incorporó tras ella a la autovía. Ahí supe que iban juntos.
Y eso es todo lo que le puedo contar.
Miré a Chamorro. En pocas palabras, no sólo teníamos un
resumen competente de los hechos. Aquel providencial testigo nos
proporcionaba, también, unos cuantos buenos cabos de los que
tirar.
–Muy bien, señor Radoveanu -dije-, le felicito por su memoria
y le agradezco la minuciosidad. Nos será muy útil, seguro. Ahora me
gustaría hacerle algunas preguntas, y le ruego que se esfuerce un
poco, porque todo lo que pueda responderme es
importante.
–Si puedo ayudarles, encantado. España es mi segundo país,
ustedes me han dado trabajo y hogar. Y yo soy una persona
agradecida.
–Antes de nada, ¿no reconoció usted a la
mujer?
–¿Se refiere a si me di cuenta de que era una presentadora de
televisión? Pues la verdad es que no. Hombre, algo sí me sonaba su
cara, pero no caí, pensé que quizá me recordaba a alguna otra
persona. No suelo ver mucha televisión. De hecho, ni siquiera tengo
tele.
–Ajá -anoté, algo sorprendido.
–Prefiero leer -explicó-. Me ayuda a mejorar el español, y
aquí, en el pueblo, hay una biblioteca llena de libros que no lee
nadie.
–¿Ah, sí?
–Sí. Sacan siempre los últimos que se han publicado, y los
deuvedés de películas, por eso sí que hay tortas. Pero yo leo
libros españoles antiguos: Cervantes, Galdós, Baroja, Machado,
Unamuno. Ésos no los saca nadie. Y me sirven mucho para entenderlos
a ustedes.
–Curioso. A veces uno piensa que este país ya no tiene nada
que ver con el país en el que vivió esa gente que usted
dice.
–Pues no se crea. Si le vale la opinión de un
rumano.
–Seguramente vale más que la mía. En fin, que no la
reconoció, me dice. ¿Y observó en ella algo extraño? Me refiero a
su estado de ánimo, a si estaba tranquila o inquieta, si es que
pudo percibir algo.
Aquí, Gheorghe Radoveanu se tomó su tiempo. No quería
defraudar las expectativas que habíamos puesto en su
testimonio.
–Yo diría que estaba tranquila, la verdad. Por lo menos, no
la noté nerviosa. Y también se la veía muy sonriente. Un poco
distraída, puede ser, pero tampoco esperaba que me prestara mucha
atención. Ya sé que para la gente como ella sólo soy el que pone la
gasolina.
Radoveanu era algo más, un tipo bien plantado, con un rostro
de armoniosa factura y penetrantes ojos verdosos. Pero si Neus ya
llevaba un muñeco para jugar, podía comprenderse que no se
fijara.
–Y en cuanto a él -intervino Chamorro-, ese hombre que la
esperaba en el Audi, ¿no puede precisarnos más cómo
era?
–Le he dicho lo que recuerdo. Moreno, y sobre los veinticinco
años. Desde luego, bastante más joven que ella. Sólo lo vi sentado,
así que no puedo decirle nada de su estatura. No me pareció bajo,
pero a veces la gente engaña. Bueno, ahora que pienso, tenía una
nariz fina, y el pelo algo largo, sin llegar a la melena. No sé si
eso les sirve de mucho, el pelo es fácil de
cortar.
–Nos sirve todo -asentí-. Le pediremos que nos ayude a
confeccionar un retrato-robot. Vendrán a verle unos compañeros
nuestros que son los especialistas en eso, para que usted les vaya
indicando.
–No sé si podré darles datos suficientes -dudó el
rumano.
–No se preocupe, ellos son expertos, ya se las
apañarán.
No es que tuviera una gran fe en el retrato-robot, porque la
experiencia dice que pocas veces sirve para que nadie identifique
al individuo en cuestión, pero siempre es una referencia más y un
instrumento para que el interesado sienta el aliento de la ley en
el cogote.
Había dejado deliberadamente para el final el detalle más
prometedor. Tenía que intentar sacarle a Radoveanu todo el jugo al
respecto.
–Bien, pues ahora nos queda el coche. El Audi, quiero
decir.
–Era un A3. Plateado -repitió.
–No anotó la matrícula, claro.
–Pues no, lo siento. No me pareció tan
sospechoso.
–Ni la recuerda por encima.
–No podría decirle un solo número.
–¿Tampoco recuerda si era una matrícula nueva o antigua, es
decir, si tenía o no indicativo provincial? – preguntó
Chamorro.
–Eso sí. Nueva. Sólo números y letras. Si hubiera sido de
alguna provincia lo recordaría. Pero no. Supongo que así les sirve
menos.
–Supone bien -corroboré-, pero no se preocupe, nos arreglamos
con lo que haya. No recordará el código de letras, por una
casualidad.
–Juraría que empezaba por C, pero no estoy
seguro.
–¿Qué antigüedad le echa al coche?
–No mucha. Pero más de un año sí. Se lo digo porque no era el
A3 nuevo, sino la versión anterior. De eso sí que estoy
seguro.
–¿Y no se fijaría en el modelo exacto de A3, por
casualidad?
–Sí, 1.9 TDI.
–Veo que es usted aficionado a los coches
-observé.
–No mucho. Pero me paso el día viéndolos, es imposible no
aprender algo, y hasta hacerse experto, aunque uno no
quiera.
–¿Llevaba algún accesorio especial, algún spoiler,
pegatinas?
–No, de eso nada, que me acuerde ahora.
–¿Arañazos, golpes?
–Tampoco le vi.
Recapitulé. Me pareció que había seguido el protocolo
completo para la identificación de vehículos. Es una de esas tareas
que forman parte de mi trabajo a las que no me siento
particularmente inclinado, por lo que siempre desconfío de mi
desempeño al realizarlas. Pero Chamorro me miró con un gesto de
aprobación, así que deduje que no se me había pasado nada. El
resultado podría haber sido mejor, pero también peor. Al menos,
invitaba a abrigar un comedido optimismo.
Mientras Chamorro y yo repasábamos las notas que ella había
tomado, nuestro testigo nos observaba con expresión alerta. Pensé
que era una lástima que sólo hubiera coincidido con Neus y con su
acompañante durante tan breve espacio de tiempo, y que al hombre no
hubiera podido verlo de cerca, porque se habría convertido en un
eficaz testigo de cargo. De esos que pueden responder con toda
solvencia ante un tribunal a las preguntas insidiosas de un abogado
defensor ansioso de ganarse la minuta o de hacer valer su orgullo
profesional. En cualquier caso, me dije, tampoco había que
precipitarse. Ese hombre moreno de veinticinco años, que había
venido con Neus y que un día después de su muerte todavía no había
dado señales de vida, olía indudablemente a chamusquina. Pero aún
era pronto para acusarle de nada.
–Muchas gracias por su colaboración -le reiteré al rumano-. A
partir de ahora le rogaría que estuviera localizable. Le
necesitaremos para el retrato-robot y para ratificar ante el
juzgado su declaración.
–Aquí pienso seguir, si mi jefe no me echa -respondió, con
ironía, señalando con la barbilla a un hombre que acababa de
presentarse en la gasolinera y que miraba dentro de la tienda con
gesto apurado.
–Ya le pediremos nosotros que le mantenga en el puesto
-dije-. Y si se acuerda, cuando le llamemos tráigase una copia de
la instancia que ha echado para lo del permiso de residencia.
Intentaré empujarle el asunto, aunque no le prometo nada, porque
eso lo lleva la Policía y están tan hartos de que les pidan favores
en expedientes de extranjería que ya no hacen caso a nadie. Pero a
lo mejor podemos tocar a alguien en la Delegación del Gobierno, no
se pierde nada por probar.
–Muchas gracias, sargento. No sé qué
decirle.
–Nada. Pavor por favor. Si es tan amable, facilítele a mi
compañera algún teléfono donde podamos dar con usted cuando nos
haga falta.
Mientras Chamorro se ocupaba de apuntar el número de
Radoveanu, yo me acerqué a hablar con el gerente de la gasolinera.
Advertí que apenas le pasaba la saliva por el gaznate. En cuanto le
saludé y me identifiqué, se apresuró a colocarme su alegato
autoexculpatorio:
–Le aseguro que esto es una empresa seria, y que el chico
está en trámite para arreglar los papeles, por mi gusto no es
si…
–Tranquilo, que no soy inspector de trabajo -le atajé-. Y si
puedo ya le echaré un cable. Le felicito por el empleado que tiene,
y cuídemelo. Nos ha facilitado información muy valiosa. Parece
bastante despejado para darse cuenta por sí solo, pero si le ve que
duda, dígale que no tiene nada que temer. Seríamos idiotas si le
diéramos más importancia a una irregularidad administrativa que a
un caso de homicidio.
–¿Homicidio? – preguntó el gerente de la gasolinera,
atónito.
–Neus Barutell, ¿no se ha enterado? Ahí donde lo ve, su
empleado es, por ahora, el único testigo que tenemos. Puede que
incluso sea el último, o bueno, el penúltimo que la vio con vida.
Otro consejo que puede darle usted, si le parece, es que no hable
demasiado, y menos con periodistas, en caso de que alguno se
entere. No por lo que vaya a perjudicarnos a nosotros, sino por lo
que pueda perjudicarle a él.
–Ya, sí, claro, entiendo -balbuceó, todavía
aturdido.
–Y respire hondo, hombre. Que a mí me limpia el apartamento
una ilegal, como a todo Cristo. Sólo espero que le pague al menos
el sueldo de convenio, y que cuando tenga los papeles le haga
contrato.
–Por descontado, no lo dude.
Ya me hubiera gustado a mí tener quien me limpiara el
apartamento: ésa era la entretenida tarea matinal del sábado,
cuando estaba libre. Pero me pareció que era una manera rápida de
impedir que el tipo se obsesionara con el asunto de los papeles y
terminara por hacer alguna tontería como despedir al rumano. Lo que
habría sido una injusticia para él, pero también una desdicha para
nosotros. No era la primera vez que teníamos a un inmigrante como
testigo crucial, y nos constaba la facilidad con que podían
desaparecer sin dejar ni rastro.
Me reuní con Chamorro y los otros dos guardias. Les agradecí
a éstos el trabajo y les dije que no hacía falta que siguieran
preguntando por las gasolineras y que ya me encargaba yo de avisar
a su capitán. También les pedí que se ocuparan de coordinar con el
juzgado que le tomaran cuanto antes declaración judicial al rumano,
por si acaso. Luego llamé a Madrid y pedí hablar con el comandante.
Procuraba no llamarte mucho al móvil, por guardar la distancia
jerárquica. Hubo suerte, Pereira estaba aún en su despacho. Le hice
un resumen sucinto, pero completo y preciso en lo esencial, como a
él le gustaban. También te gustó lo que le conté, aunque no se
mostrara muy efusivo.
–Audi A3 1.9 TDl, color plata, más de un año de antigüedad,
matrícula que posiblemente empieza por C -resumió, con tono
neutro-. Ya le pido a alguien que nos saque la lista. Van a salir
unos pocos.
–Eso me temo, mi comandante. Si pudiera acotarle más, lo
haría.
–Vale, es lo que hay. Daré también la orden de que vayan a
hablar con el testigo para el retrato-robot. ¿Tú qué piensas
hacer?
–Lo que usted ordene, mi comandante.
–Vamos, Vila. Te estoy pidiendo que me propongas un plan de
acción. Que no se diga que coarto la iniciativa de la gente a mi
cargo.
–Propongo que Chamorro y yo nos vayamos a Barcelona. Al
funeral y al entierro primero. Y después a explorar el entorno de
Neus. Y propongo también que le solicitemos al juez permiso para
romper la clave del ordenador portátil de la víctima y que les pida
usted ayuda técnica a los de delitos informáticos para meterle mano
al aparato.
–¿Esperas encontrar algo ahí?
–Si se lo trajo, a lo mejor era por algo.
–Está bien. Ya me ocupo. Tú cógete a la niña y vete a
Barcelona.
–Menos mal que ella no le oye llamarla así, mi comandante
-dije, guiñándole un ojo a Chamorro.
–Vamos, no te pongas en plan progre paritario. Al
tajo.
–A sus órdenes.
Pereira interrumpió la comunicación.
–¿Qué es lo que no le oigo llamarme? – preguntó
Chamorro.
–Para qué quieres hacerte mala sangre. ¿Tienes
apetito?
–Son casi las tres. ¿Se me permite?
–Claro. Vamos a zampar algo.
Como habíamos tenido la precaución de liquidar la cuenta del
hotel y de sacar nuestro equipaje, pudimos tomar directamente la
autopista en sentido Barcelona. Una vez en ella le indiqué a
Chamorro que se saliera en el primer sitio que me pareció a
propósito para almorzar. Resultó una buena elección. Tenían un menú
del día por doce euros, café y bebida incluidos. Y una de las
opciones era lentejas estofadas.
Mientras deglutía mis lentejas, sin perdonar ni uno solo de
los tropezones de chorizo y morcilla que me había adjudicado el
camarero al servirme, en mi cabeza se mezclaban los pensamientos.
Uno era banal, y algo escatológico: cómo me las arreglaría luego si
como consecuencia de aquella comida me asaltaba alguna inoportuna
flatulencia en el reducido espacio del coche. Los demás tenían que
ver con el caso, y me parecieron más oportunos para amenizar la
comida sin que a Chamorro se le atragantaran los cogollos con
tomate, una pizca de atún y una gotita de aceite que inauguraban su
hipocalórica colación.
–Bueno, Chamorro, esto marcha. Ya incluso podemos ponerle
nombre a la operación -dije, entre cucharada y
cucharada.
–A ver, sorpréndeme -dijo, reticente.
–Morenazo Misterioso.
Mi compañera frunció el ceño.
–Ya. ¿Tan mal te parece que Neus se hubiera buscado un chico
joven y guapo? Los hombres de éxito se buscan
veinteañeras.
–Cada vez me intrigan más tus virajes mentales, Virginia
-observé, con maldad-. Ayer por la tarde, cuando aún no teníamos
ningún rasgo que lo identificara, el que se había beneficiado a
Neus era un gilipollas y un cabrón. Ahora pasa a ser un chico joven
y guapo, aunque Radoveanu no nos ha dicho nada que permita
descartar que fuera más feo que Picio, sólo nos ha dado la
estimación de su edad.
Chamorro sonrió con indulgencia.
–He reflexionado, gracias a tus sabias admoniciones
-explicó-. Como tú dijiste, no hay por qué pensar que el hombre que
tuvo relaciones con ella y quien la asfixió y apuñaló fueran la
misma persona.
–Pues fíjate, ahora que sé cómo era el acompañante y cómo se
comportaba, estoy por desdecirme. Me huele a muy
sospechoso.
–Claro, eso es porque te da rabia que se llevara a la cama a
una mujer a la que tú nunca te podrías ligar. En el fondo, ésa es
la única competición que os interesa. Las otras son sólo
instrumentales.
–Me gustaría ser capaz de recordar el momento en que te
volviste una freudiana radical, Virginia. Pero tampoco es cuestión
de discutirte los matices de algo en lo que me temo que respecto de
la muestra mayoritaria estás en lo cierto. Lo que trataba de
decirte es que…
–Tú no perteneces a la muestra mayoritaria,
claro.
–No, no he dicho eso. Yo soy un hombre francamente vulgar, ya
lo sabes. Pero aquí procuraba hablar como investigador criminal que
al margen de las miserias de su sexo analiza con frialdad los
indicios.
Mi compañera pareció concederme una
oportunidad.
–Sigue.
–Fíjate en ese detalle que mencionó el gasolinero: cuando se
sintió observado, el tipo se apresuró a mover el coche hasta un
lugar en el que no pudieran verle el rostro. Como si algo de lo que
estaba haciendo, o de lo que pretendía hacer, no fuera del todo
presentable.
–Bueno, si todo es como parece, se disponía a tirarse a una
mujer casada y además conocida. Pudo hacerlo por consideración
hacia ella.
–A lo mejor no iba a tirársela -le afeé la brusquedad-, sino
a hacerle delicada y tiernamente el amor.
–Perdona. Lo decía al estilo masculino, por
abreviar.
–Yo nunca digo que me he tirado a nadie.
–Eso es verdad, al menos conmigo. Pero porque no quieres dar
mala imagen. No porque nunca lo pienses así, estoy
segura.
Hay acusaciones de las que es mejor no intentar siquiera
defenderse. Le aguanté la mirada y decidí atacar por el
flanco:
–A ver, te propongo una ocupación alternativa para ese
ingenio y esa clarividencia que hoy parecen desbordarte. ¿Quién era
el chico?
Mi compañera alzó la vista al techo y quedó pensativa durante
unos segundos. Sabía que mi pregunta era menos frívola de lo que
parecía.
–Pues por el coche que conducía y el aspecto -discurrió en
voz alta-, se me ocurre que podría ser de su círculo profesional.
Algún joven periodista con ganas de agradar a la jefa, en todos los
sentidos.
–Hum, no te lo compro, así a bote pronto -dije-. Los jóvenes
periodistas varones tienden a ser bastante desastrados, salvo los
que se ponen delante de una cámara, y ésos ya han llegado donde
querían, no tienen que hacer méritos de alcoba para mantener su
puesto.
–Tengo más ideas. A lo mejor es un modelo, o un actor que
lucha por hacerse un hueco en el mundillo por todos los medios. Lo
conoce en una fiesta, coquetean, se dan el número de teléfono,
etcétera.
–Más verosímil. Aunque arriesgado para ella.
–¿Y tú, no tienes ninguna hipótesis? – me
sondeó.
–Se me ocurren posibilidades más corrientes. Que sea alguien
con quien se tropieza en alguno de los círculos sociales que
frecuenta, no necesariamente un actor o un periodista o un modelo,
sino un chico que pasa por allí, pariente o amigo de alguien,
pongamos por caso, y que lo mismo puede ser arquitecto como médico
o ingeniero.
–Joven, para médico -cuestionó Chamorro.
–En todo caso, tirando más a burgués que a currante. Pero
también tengo una teoría más extrema. Y más peliaguda en todos los
sentidos.
–Dispara, no te cortes.
–Un profesional del sexo. Un puto, vamos. Chamorro alzó las
cejas. Pero no dejó de sopesar la posibilidad.
–¿Y para qué se lo trae tan lejos?
–Si es su capricho y quiere tranquilidad, por qué no. Neus
puede pagarle la gasolina y la tarifa que tenga por
desplazamiento.
–No sé, al margen de la cuestión de la distancia, no me
cuadra con lo que hemos encontrado. ¿Tú dirías que un puto puede
tener motivos para matar a una de sus clientas y ensañarse luego
con el cadáver?
–Sin duda ése es el punto débil -reconocí-. Salvo que se
trate de un psicópata, o de alguien a quien la droga le ha hecho
perder el control de la sesera. Lo que en este caso tampoco podemos
descartar.
–Si es así, no sería el mejor escenario para
nosotros.
–No. Tendríamos un vínculo efímero, que habría dejado poco
rastro. Lo veo sólo como una opción más. Y por la personalidad de
Neus, dudo que sea la correcta. Quiero suponer que se conocían
mejor. El testimonio del rumano apunta a cierta complicidad entre
ellos.
–Bueno, aun poniéndonos en el caso más desfavorable, la
situación no sería desesperada -apuntó Chamorro-. Tenemos el
coche.
Asentí, meditabundo.
–Sí, un Audi A3 TDI -dije-. Un coche de moda, que pueden
conducir miles de veinteañeros morenos.
–Y no es por desanimarte, pero el plateado debe de ser el
color que más se haya vendido. Casi estoy por
apostarlo.
–De entrada nos centraremos en Barcelona y en las matrículas
que empiecen por C, y a ver qué sale. En todo caso, estaba claro
que íbamos a necesitar más de dos piezas para encarrilar el
puzzle.
Rematamos la comida con un par de cafés, para que no nos
rindiera el sueño camino de Barcelona. Dejé que Chamorro siguiera
conduciendo y en cuanto me senté en el asiento del copiloto me di
cuenta de que había algo que se me había pasado hacer. Saqué el
teléfono y marqué el número del capitán Navarro. Apenas llegó a
sonar dos veces.
–Ya me han dicho mis chicos que el rumano era un pozo de
petróleo -dijo-. Supongo que ya estaréis buscando a ese
moreno.
–Paso a paso, mi capitán. Vamos camino de
Barcelona.
–Ah, he hablado con los de allí. Llama al capitán Cantero,
ahora te doy el móvil. Dice que lo que quieras, como quieras,
cuando quieras.
–Qué insólita esplendidez -observé.
–Tiene truco -explicó-. Desde que los Mossos han empezado a
desplegarse por Barcelona y Tarragona, nos sobra gente allí. Están
todos en la comandancia, deseosos de que les manden algo. Si hay
que hacer seguimientos, no te vas a encontrar con la penuria
habitual.
–Bueno es saberlo. ¿Qué te parece que infiltremos a tope el
funeral y el entierro, y que fichemos a todos los morenos de unos
veinticinco años que se presenten por allí? Para ir juntando
material.
–Me parece perfecto. Lo han fijado para mañana a las once. He
hablado con tu comandante y hemos acordado que voy a mandar a dos
de los míos para que os apoyen. Aunque ya imagino que los de
Barcelona querrán apropiarse el pastel, a mi jefe le interesa que
quede claro que la muerta es nuestra y no quiere que dejemos de
estar en el ajo de todo lo que se haga. Por lo demás, tú cortas el
bacalao. Mis chicos estarán en Barcelona esta noche. El sargento
Rubio y la guardia Tena. No los has visto hoy porque tenían un
juicio. De todos modos, Rubio es un tío listo y a estas horas ya se
habrá empapado bien de todo. Tena es todavía algo nueva, pero me
interesa que se vaya rodando.
–Pues muchas gracias -me forcé a decir, aunque en general no
me hace feliz tener demasiada gente a mis órdenes, o por lo menos,
más gente que aquella con la que pueda trabajar con
confianza.
Después de hablar con el capitán Navarro, me asaltó un sopor
que pronto degeneró en una demoledora pereza. En el silencio que la
familiaridad entre mi compañera y yo nos permitía dejar que reinara
en el interior del vehículo, pensé de pronto que todo se me hacía
infinitamente cuesta arriba: ir a Barcelona, investigar aquella
nueva muerte (una más, por singular que fuera la víctima) e incluso
marcar el número de aquel capitán Cantero con el que en lo sucesivo
tendría que entenderme. En ocasiones sentía que empezaba a hacerme
mayor, y que cada vez toleraba peor la repetición de situaciones,
la obligación de resolver trámites, apartar estorbos, despejar
incógnitas. Si dejaba que el sentimiento fluyera sin control, podía
llegar a convertirse en desesperanza, en fastidio e incluso en
cansancio del género humano, una enfermedad que no tiene más
remedio conocido que borrarse del padrón. Pero eso era lo último
que me estaba autorizado, desde que había dado en engendrar un
chaval, a la sazón preadolescente, que arrastraba por ahí el peso
de mis genes y mi apellido. Por tanto, sacando fuerzas de flaqueza,
empuñé el teléfono, marqué el número y, cuando aquella voz de
barítono resonó en el auricular, hablé con
energía:
–¿Mi capitán? A sus órdenes, el sargento Bevilacqua, de
Madrid.
–Coño, el famoso uruguayo -exclamó la voz-. Un
placer.
No sabía que fuera famoso, pero sí sabía que no era uruguayo,
al menos legalmente. Por decir algo, le aclaré al
capitán:
–El uruguayo era mi padre. Yo sólo nací
allí.
–¿Y eso no te convierte en uruguayo?
–No, vine aquí de chico y no he tenido más pasaporte que el
español.
–Claro, para qué iba a servirte el otro. En fin, con todos
los respetos.
–No se apure, mi parte sudaca se hace cargo -le tranquilicé-.
Es lo bueno de no ser del todo de ninguna parte, no se enfada uno
con nadie. Le llamo de parte del capitán Navarro, de
Zaragoza.
–Sí, ya me avisó. Aquí me tienes a tu disposición para
amenizarte la estancia en este paraje que antaño era España. Aunque
uno de los viejos del lugar me ha contado que pasaste un tiempo por
aquí.
–Pues sí, tres años. Hace ya diez.
–Hombre, algo ha cambiado desde entonces. Ahora ya no manda
el nacionalismo, sino el marxismo. Vamos, que lo que ahora tenemos
es el sistema de los hermanos Marx. Pero el fuet y la butifarra
siguen siendo cojonudos, la gente tranquila y laboriosa y la ciudad
una gozada en primavera. Aunque a nosotros nos han dado por culo,
nos han movido la comandancia a treinta kilómetros. Los Mossos se
van quedando con todo y los jefes han considerado más oportuno
trasladarnos a este Fort Apache donde defenderemos la bandera hasta
el final.
–No será tan dramático.
–No, qué va, en el fondo ya sabes que éstos son gente
práctica. Incluso algunos dicen que nos echan de menos. Pero bueno,
va, al grano. ¿Tenéis dónde dormir? ¿Preferís hotel o chabolo de la
mili?
–Depende del sitio. Si podemos ahorrar, ya sabe que no
cobramos comisiones como algunos ni horas extras como
otros.
–En la comandancia hay un pabellón decente y no está lleno.
No tendréis que salir a formar por la mañana, tranquilo. Lo único
es que estáis a tomar por saco de Barcelona, eso tenedlo en
cuenta.
–Nos apañaremos ahí de momento. Mi capitán, no sé si el
capitán Navarro le ha hablado de la idea que teníamos para
mañana.
–Sí, ya lo he organizado todo. La entierran en Collserola.
Mañana metemos veinte tíos allí sin ningún problema. Prepárate
porque la ocasión va a ser sonada. Lo de la Barutell ha sido aquí
un bombazo. Para éstos era una megaestrella, y el viudo es un
santón de la cultura catalana, aunque escriba en la lengua del
opresor. No va a faltar nadie. Por si acaso, convendrá que seamos
discretos. Habrá maderos, que para eso es todavía su zona, aunque
por poco tiempo, pero también Guardia Urbana, y seguro que mossos
de paisano, escoltas y demás.
–¿Y no deberíamos avisarlos?
–Oficialmente sí. Pero vivimos tiempos complicados, aquí
todos recelan de todos. Ya te contaré más despacio cuando lleguéis.
Llamadme cuando estéis por aquí para facilitaros el
aterrizaje.
Cuando colgué, Chamorro, que había permanecido aparentemente
concentrada en la conducción, se volvió y me observó durante una
fracción de segundo. Supongo que todavía percibió en mi rostro
alguna huella del desfallecimiento que había sufrido minutos
atrás.
–¿Qué tal el capitán? ¿Malas vibraciones? –
preguntó.
–No. Sólo me parece demasiado preocupado por la política.
Pero es comprensible. Los catalanes son un poco suyos y no es fácil
aprender a ser forastero entre ellos. Les pasa a muchos de los
nuestros.
–¿A ti no te pasaba?
–Yo me manejo bien con todo el mundo.
La faz de mi compañera adoptó una expresión enigmática. Si
era de asentimiento o de duda, no sería capaz de
determinarlo.
–¿Cansado? – se interesó de repente.
–Un poco aplatanado, la verdad. ¿Ponemos música? – dije,
tratando de animarme, mientras alcanzaba el estuche con los
cedes.
–Te temo. ¿Qué traes ahí?
–Una cosa que me ha pasado mi hijo. Te va a
gustar.
–¿En serio?
–Que sí. Marea, se llaman. Son cañeros, pero te pongo una
suavita.
Introduje el cede en la ranura del reproductor y busqué la
pista. Sonó una guitarra despaciosa, casi melancólica. La voz del
cantante comenzó a desgranar con mucho sentimiento unos
versos:
Los caballos negros
son.
Las herraduras son
negras.
Sobre las capas
relucen
manchas de tinta y de
cera.
Tienen, por eso no
lloran,
de plomo las
calaveras…
–¿De qué me suena esto? – dijo.
–Te doy una pista: es un romance, y desde luego no lo
escribieron ellos. Sigue escuchando, a ver si lo sacas -la
desafié.
Chamorro puso atención, mientras su mirada se mantenía fija
en el horizonte al fondo de la autopista. La canción
continuaba:
Oh, ciudad de los
gitanos,
apaga tus verdes
luces
que viene la
Benemérita…
A partir de esa última palabra la música se aceleraba,
entraba la batería y el bajo y sonaban rasgueos de guitarra
eléctrica. Lo que seguía, a ritmo de rock, era el relato de una
razia de los siniestros jinetes contra los indefensos gitanos. No
faltaban los detalles truculentos:
Rosa la de los
Camborios
gime sentada en su
puerta
con los dos pechos
cortados
puestos en una
bandeja.
–¿García Lorca? – dedujo mi compañera
entonces.
–Exacto. El Romance de la Guardia Civil
española. ¿A que le ponen una música bastante aparente? A mí
por lo menos me gusta.
–Desde luego, qué cosas tienes -repuso, meneando la cabeza-.
Ya puestos, sugiere que los inviten a tocar en la próxima
Patrona.
–¿Y por qué no? Sería una experiencia catártica
-bromeé.
Me vino bien, el desahogo musical. Pero poco a poco se fue
imponiendo a mi ánimo la tarde que caía sobre aquel monótono
paisaje de carretera. De pronto, me acordé de que íbamos hacia
Barcelona. No era la ciudad de los gitanos, ni yo montaba un
caballo negro. Pero no me sentía del todo orgulloso de lo que en
otra época había hecho allí.
GALOPANDO HACIA NINGÚN LUGAR
Llamé al capitán Cantero, no diré que con muchas ganas. Se
presentó a los quince minutos y para ser justos nos resultó de gran
utilidad. Poco después estábamos instalados, sin lujos, pero en
condiciones suficientemente confortables. Hasta disponíamos de un
sitio espacioso y seguro para trabajar, con el desparrame habitual
de trastos y de papeles que implica el trajín del investigador
criminal desplazado.
Cantero era uno de esos hombres jóvenes y deportivos que,
cuando suman a esa pujanza un futuro brillante y destinado al
mando, producen de entrada en los subalternos ya cuarentones y
mediocres como yo un irreprimible sentimiento de despecho. Alto,
tirando a rubio, con unos ojos azules clonados de los de Paul
Newman y la piel suavemente bronceada. Por suerte, también era
campechano y simpático, y en ningún momento hacía notar sus
estrellas. Nos acogió con un exquisito respeto profesional, no sé
si porque se lo inspiraba la unidad central a la que pertenecíamos
(y a la que no era improbable que apuntaran sus miras en cuanto a
futuros destinos) o por lo que hubieran podido contarle de mí esos
viejos del lugar que había mencionado en nuestra conversación
telefónica. Confieso que pequé de curiosidad, y acaso de
impaciencia, y en cuanto tuve ocasión le interrogué al
respecto:
–¿Quiénes de mi época siguen aquí? Se lo pregunto porque
entonces la gente no solía quedarse mucho, estábamos casi todos de
paso.
–El subteniente Robles -dijo-. Me pide que te transmita sus
saludos y que te diga que ya te verá mañana. Hoy tenía a las nietas
en casa.
–Coño, Robles. Y con nietas ya.
–Los años, que no pasan en balde. Cuentan que el viejo era
una buena pieza en sus tiempos, eso lo sabrás tú mejor que yo, pero
la abuelez nos lo ha reblandecido. Para picarle le digo que debería
pedir una reducción de jornada por lactancia, como las tías. Ni se
enfada.
–Robles, sí, algo de mundo ha corrido, desde luego -recordé-.
Y no sé ahora, pero hace años tenía una red de antenas desplegadas
por ahí que era algo increíble. No volaba una mosca sin que lo
supiera.
–El que tuvo, retuvo -dijo el capitán-. Pero se me jubila el
año que viene y le aprieto para que les pase los contactos a los
jóvenes. En la nueva situación, ahora que los Mossos d'Esquadra se
hacen con las zonas que nos quedaban y vamos a dejar de estar
desplegados sobre el terreno, ese patrimonio acumulado no podemos
perderlo.
–¿Tan complicado está siendo el relevo?
El capitán se encogió de hombros.
–Los cambios siempre tienen sus complicaciones. Pero la
verdad es que la movida tampoco está resultando traumática ni
demasiado perjudicial para nosotros. Casi al revés, mira qué te
digo. Dejamos de tener que lidiar con la rutina, con el cafre que
le pega a la parienta y el chori que levanta un coche o revienta un
chalé, y podemos dedicar todos los recursos a información. Con los
Mossos no nos hemos entendido mal en el relevo, ellos ya saben que
somos obedientes y que cuando nos dan una orden la cumplimos: si
nos mandan irnos y facilitarles todo, eso es lo que hacemos, y
punto. No me parece a mí que la cosa les esté funcionando igual de
bien con la pasma, ahora que les toca además ocuparse del pastel
gordo, la zona urbana de Barcelona. Por lo demás, ya sabes lo que
pasa cuando coinciden varias policías, cada una dirigida por un
político distinto. Roces hay, es inevitable. Y no puedes dejar de
tener tus cartas en la manga, por si las moscas.
–De todos modos, quizá sería oportuno avisar de lo de mañana.
No vayamos a tener un disgusto tonto con un municipal o un
escolta.
–Si quieres que todo el mundo sepa que el entierro de la
Barutell va a estar lleno de guardias en busca de sospechosos,
descuelgo el teléfono y llamo al ayuntamiento y a la conselleria. Pero creo que es mejor ir por libre y
aleccionar al personal para que no se haga notar.
–Como usted diga, mi capitán. Jugamos en su
campo.
–Voy a poner un par de hombres a tu disposición, para que te
sirvan de enlace con el resto de nuestra gente y para que los uses
en lo que te convengan. Dos tíos buenos. Guardias los dos, pero
zorros viejos.
–Ya sabe que también vienen dos personas de Zaragoza -dije-.
Tal vez nos baste con uno, que conozca bien la zona y la
comandancia.
El capitán debió de advertir mi reticencia. Sonriendo,
explicó:
–No quiero ser roñoso, hombre, tengo gente disponible.
Tampoco les voy a pedir que se entrometan, puedes estar tranquilo.
Ya sé que esto es de Zaragoza, formalmente, y que en la práctica lo
vais a llevar vosotros. Aquí no aspiro a ponerme más medalla que la
que me toque por ser buen anfitrión. Y si me permites un consejo,
con lo que tienes entre manos creo que un equipo grande te va a
convenir.
Al margen de mis gustos y de mis apetencias personales,
comprendí que el capitán tenía razón. Y no me pareció muy
procedente arrastrar más los pies cuando él se estaba mostrando tan
obsequioso.
Quedamos con Cantero en cenar juntos, con los de Zaragoza,
los dos hombres que nos había asignado y su segundo, un teniente.
Mientras hacíamos tiempo hasta entonces, Chamorro y yo no estuvimos
inactivos. Llamamos a Meritxell Palau, con quien concertamos una
entrevista para después del funeral, en la oficina de la productora
televisiva que hacía los programas de su jefa (y de la que ésta,
como detalle significativo, era accionista mayoritaria). Chamorro
puso en marcha con el juzgado la identificación de las últimas
llamadas entrantes y salientes del teléfono móvil de Neus y yo me
enfrenté de nuevo a su cuaderno, en busca de algo que me llamara la
atención o que me permitiera darle un sentido más preciso a esas
dos extrañas iniciales, R.K. Debo reconocer que no estaba en mi
momento más perspicaz, y que nada había conseguido sacar en limpio
cuando sonó mi teléfono.
Era Juárez, uno de los expertos del grupo de delitos
informáticos. Su jefe le había pasado el encargo de Pereira de
romper la clave del portátil de Neus. La prisa por llamarnos era
bastante comprensible:
–¿Hace falta que vayamos allí o nos lo vais a
enviar?
Me quedé pensando durante unos segundos. Lo último que me
gusta es causarle incomodidades innecesarias a un compañero. Pero
calculé que me interesaba estar presente cuando se accediera a la
información, y que también podía ser conveniente echar un vistazo a
otros ordenadores que pudiera poseer la víctima, en su domicilio o
su oficina.
–Pues os agradecería que vinierais. Si es
posible.
–Prioridad uno, según mi jefe -aceptó, resignado-. Además,
nos morimos de ganas por hurgar en la intimidad de la
famosa.
–No me digas que no vamos a poder dejaros solos
-bromeé.
–Hombre, si tiene alguna foto comprometida, me la copio para
vendérsela a una revista o colgarla en Internet, dalo por
descontado.
–Eso me estaba temiendo.
–Tranqui, Vila. Aquí los colegas y yo hemos visto tanta
mierda en las tripas de los ordenadores ajenos que ya nada nos
excita. Los miramos como mira a las mujeres despatarradas un
ginecólogo.
–Vale, te creeré. ¿Podéis venir mañana?
–Allí estaremos a primera hora con nuestros
abrelatas.
–Os dejaremos el cacharro en la comandancia.
–Okey. Salud.
Cuando corté la comunicación, le hice otro encargo a
Chamorro:
–Pide al juzgado que nos autoricen a abrir los ordenadores de
Neus.
Mi compañera había estado siguiendo la
conversación.
–¿Y tú crees que lo harán de aquí a mañana?
–Confío en tus dotes de persuasión. Dile a la oficial que es
vital para conocer las últimas comunicaciones que estableció la
víctima.
–¿En función de qué indicios?
–Te dejo imaginarlos.
–Qué bien.
–Mejor que lo hagamos deprisa, antes de que el marido
movilice al leguleyo con que nos amenazó para que se persone en las
diligencias y empiece a jodernos con recursos contra todo lo que no
le guste.
–¿Tú crees que lo hará de verdad?
–No lo descarto. Altavella, o mucho me equivoco, es uno de
esos tipos que no toleran bien que la realidad no se pliegue a sus
deseos.
Los compañeros de Zaragoza llegaron a eso de las nueve y
media. El sargento Rubio era un individuo de complexión fuerte y
rostro afable, algo más joven que yo, con el que sintonicé bastante
bien de entrada. Identifiqué en él la misma especie de tonto útil a
la que yo pertenecía, y creo que él hizo otro tanto conmigo. En
cuanto a la guardia Tena, me recordaba en cierto modo a la Chamorro
de años atrás. Andaría por los veintitrés o veinticuatro y no era
demasiado alta, pero se la veía buena deportista y de carácter
enérgico. Tenía, eso sí, una rigidez militar exacerbada que mi
compañera, aun siendo bastante más marcial que yo, nunca había
alcanzado ni de lejos. La explicación me la proporcionó el sargento
Rubio en un aparte, mientras las dos chicas se ponían de acuerdo en
cuestiones de alojamiento e intendencia.
–Como podrás imaginar, Tena es una metopa -dijo, revelándome
con ese apelativo lo que yo ya me había permitido suponer, que la
chica procedía de la cuota que se reservaba a aspirantes
procedentes del ejército profesional en las pruebas de acceso al
Cuerpo-. Pero no una cualquiera. Viene de la Legión, y no veas lo
que me ha costado que deje de dar taconazos y de meterse codazos en
los riñones al saludar. Ahí donde la ves, se ha suavizado mucho.
Pero no es mala, la tía. Y carbura.
–Por qué iba a dudarlo, hombre.
–Ya, pero es que la chica siempre tiene enfrente el
prejuicio. Y no es justo. Es brava, a veces a lo mejor un poco
burra, pero tiene coco. Lo que le pasa es que le cuesta tomar
confianza. Dale tiempo.
–Me temo que vamos a tenerlo -dije-. Esto no lo resolvemos en
dos días. Nos queda mucho trabajo por hacer.
Le puse al corriente de todo lo que habíamos ido averiguando,
de las diligencias que teníamos en marcha y de los planes para el
futuro inmediato, aunque aún era pronto para concretarlos y
proceder a un reparto de tareas. Rubio fue anotando mentalmente
todo lo que le iba diciendo, con una concentración que no puedo
ocultar que despertó mis simpatías. Nos suele pasar a los
negligentes, que nos gustan quienes no lo son, sobre todo cuando
los tenemos de nuestro lado, probablemente porque intuimos, como
viles vampiros, en qué medida pueden resultarnos útiles y podremos
por tanto servirnos de ellos. Rubio apenas había rebasado la
treintena, se le veía en plenitud de fuerzas y no demasiado
desengañado de la vida. De pronto, mientras le contaba pesquisas y
le explicaba hipótesis, me acometió una añoranza teñida de
amargura. Aquel sargento me recordaba a mí mismo, años atrás,
cuando me había ganado a fuerza de narices y de sacrificio, más una
pequeña dosis de chiripa, la fama de investigador abnegado y eficaz
de la que ahora iba tirando. Tenía a veces esa sensación: la de
vivir, con mayor o menor indignidad según el día, de una renta
acumulada por un yo pretérito. Y cuando me ponía pesimista me daba
por pensar que mi caso no era singular: que todos los seres humanos
nos vemos abocados a recurrir antes o después a esa clase de
argucias, atestiguando con ello nuestra indigencia y la penosa
caducidad de nuestro tinglado.
Al verme pensando en todas estas cosas, me percaté de que me
estaba dejando resbalar sin ningún decoro por la pendiente del
melodrama, y eso sí que era un achaque de edad. Rubio y Tena eran
hombre y mujer, y tenían respectivamente los años que Chamorro y yo
contábamos cuando habíamos empezado a trabajar juntos. Ahora bien,
ver a cada uno de ellos parecido a cada uno de nosotros, y extraer
a partir de tal semejanza aquella clase de conclusiones lloronas
sobre el paso del tiempo y su efecto sobre la gente, era una
superficialidad propia de un espíritu todavía más averiado que el
que creía poseer. Además de un despilfarro de energías. Aquellas
dos personas serían como fueran, distintas y particulares, y yo era
el fruto de mis pasos y con eso me tenía que arreglar. Lo que me
tocaba era cambiar el disco, y ya que no podía actuar
inmediatamente, prepararme para la acción venidera. La depresión,
la melancolía, la desgana de vivir, son en general avatares
reservados a personas que no tienen nada mejor que hacer, o que no
aciertan a ver que lo tienen. Yo tenía una muerta que pedía
justicia, y a la que había de darle, si no eso, al menos el remedo
que estaba disponible y que me pagaban por ayudar a dictar. Había
por ahí un cabrón o un imbécil o ambas cosas a quien había que
sentar en el banquillo, y aunque ya no tenía la ingenuidad
necesaria para desear ese desenlace con la menor ilusión, sí me
quedaba la comezón por desenmascararlo, por echármelo a la cara y
ver al fondo de sus ojos la misma nada indefensa y necia que ya
había visto tantas veces, fuera cual fuere el lustre con que se
revistiera para reivindicarse ante sí y ante los otros. Con ese
pensamiento, aventé de mi cabeza todos los demás. Mucha gente no lo
sabe, pero el orgullo salva más baches que la
esperanza.
Por fortuna, Rubio era un profesional metódico y pragmático,
y una vez que hubo escuchado mi resumen, se aplicó sin prisa ni
pausa a aportarme el material del que en ese momento
disponía.
–Por nuestra parte, no mucho más de lo que ya sabes -dijo-.
Ya hemos remitido las muestras biológicas a Madrid, y se supone que
les darán preferencia, así que con suerte dentro de unos días
tendremos los perfiles genéticos y sabremos si coinciden con los de
algún angelito con el que nos las hayamos visto antes. La batida
por el pueblo y alrededores en busca de otros testigos, aparte del
rumano de la gasolinera, infructuosa. Nadie a quien podamos
conceder credibilidad dice haber visto a Neus, ni a su acompañante,
ni ninguno de los dos coches. En el pueblo dicen que apenas se vio
a Neus paseando por el centro cuando se compró la casa, hará un par
de años. Desde entonces, nada. Por lo que parece, venía y se iba
sin rozarse nunca con los lugareños. El jardín se lo arreglaba una
empresa de fuera, los vecinos veían entrar una vez a la semana la
furgoneta, y también venía de fuera quien le limpiaba la casa. Lo
que está claro es que no iba allí a mezclarse con la
gente.
–Todo refuerza la idea de que tenemos que buscar aquí, en su
territorio -observé-. Lástima, con lo bonito y lo simple que es el
campo.
–Bueno, cada vez menos simple -objetó Rubio.
–Eso es cierto. Pero no se puede comparar con la ciudad, el
reino del hombre anónimo y de la mujer anónima, donde puedes hacer
toda clase de trastadas a cara descubierta sin que te las apunte
nadie. Donde no hay vecinos que recelen de un rostro desconocido,
de un movimiento a deshora, de una actitud extraña. En un pueblo,
en cambio… Una vez, al principio, me tocó un caso en el que pudimos
reconstruir casi paso a paso el itinerario del homicida. Diez
personas se habían fijado en él, porque era forastero. Y no veas
eso cómo te ayuda.
–Pues aquí, desde luego, despídete de esa clase de
facilidades. Míralo por el lado bueno, al menos cambiamos de
ambiente.
–Sí, habrá que mirarlo por ahí -asentí, porque me pareció que
no era el momento de confiarle mis verdaderos sentimientos en
relación con el hecho de tener que hurgar en las tripas de aquella
ciudad.
El capitán Cantero nos llevó a cenar a un sitio en el que
desde nuestra llegada se vio que tenía mano. Nos habían preparado
una mesa grande en un rincón, tras un biombo, para que pudiéramos
hablar de nuestros asuntos. La partida la componíamos ocho
elementos: aparte del capitán y de mí, Chamorro, Rubio, Tena, el
teniente, que se llamaba Vendrell, y los otros dos guardias, de
apellidos Gil y Ponce.
Debo reconocer que comparecí en aquella cena con poco
entusiasmo. No era precisamente el esfuerzo de familiarizarme con
tantas personas a la vez lo que en aquel momento más me apetecía.
Fue la inercia de tratar de calar a la gente con la que he de
jugarme los cuartos la que me hizo reparar en el carácter del
teniente Vendrell, único catalán del grupo, por cierto, y persona
de trato amable y aire voluntarioso. También me fijé con especial
atención en mis dos agregados, ninguno de los cuales cumpliría ya
los cuarenta años, y que en una primera ojeada me parecieron un par
de tipos sobrados de recovecos, con gracia Gil y sin ella Ponce,
aunque la experiencia me decía que antes de preferir a uno sobre el
otro debía esperar a distinguirlos por otros
indicios.
Por suerte el capitán llevó el peso de la reunión. Fue él
quien hizo todas las presentaciones e informó a los que acababan de
incorporarse de las circunstancias generales del caso y de los
particulares de la operación del día siguiente. Cuando me dio la
palabra, pude entrar directamente a comentarles los aspectos de
detalle de la investigación, que la costumbre me permitía exponer
en automático y sin necesidad de empeñarme demasiado en el trámite.
Renuncié a proyectar más que de forma imprecisa el método de
trabajo que seguiríamos para sacar todo el partido a los recursos
de nuestro coyuntural equipo tripartito. Propuse centrar primero
nuestros esfuerzos en el funeral, haciendo hincapié en observar a
las personas del entorno cercano de la víctima y en localizar y si
era posible identificar a todos aquellos que encajaran en la edad y
descripción física que nos había proporcionado Radoveanu. A partir
de ahí, ya iríamos decidiendo ulteriores
maniobras.
Cantero tuvo el buen criterio de plantear todas las
cuestiones organizativas y policiales en los aperitivos. Cuando
llegó el segundo plato ya estaban liquidadas, y a partir de ese
momento pudo relajarse el ambiente, lo que no diré que aquella
noche prefiriera por mi parte, y no fui el único que tuvo con ello
alguna contrariedad. En cuanto el vino hubo desmantelado sus
débiles frenos, Gil y Ponce se dedicaron, cada uno por su lado, a
buscarles las cosquillas a las componentes de la sección femenina.
Las mujeres habían tenido la precaución de organizar un binomio
defensivo sentándose juntas a un extremo de la mesa, y pudieron
gracias a ello repeler con cierto éxito el ataque, pero no sin que
en alguna ocasión se advirtiera en el gesto de Chamorro una
incomodidad rayana en el cabreo. Antes de que saltara un chispazo,
preferí anticiparme y utilizar astutamente la presencia del
capitán:
–Oye, mi capitán, ¿cuánto hace que tus guardias no ven
chicas?
–¿Cómo dices? – dijo Cantero, que no estaba
atento.
–Nada, que a ver si Pin y Pon nos dejan respirar un poco a
las criaturas, que mañana las necesitamos frescas.
–Eh, vosotros -se dirigió a los guardias-. Un respeto para
las muchachas, joder, que me estáis dando el cante. Y a partir de
mañana y hasta nueva orden, me venís ordeñados de casa.
¿Entendido?
–Mi capitán, que sólo las estábamos orientando -se descargó
Gil.
–Ya se orientan ellas, tranquilo -terció el sargento
Rubio.
–Por nosotras tampoco les obligue al ordeño diario, mi
capitán -dijo Chamorro-. Que a ciertas edades, los esfuerzos pasan
factura.
–Y que lo digas -rió Tena, sin poder
contenerse.
–Compañera, ¿tú has visto el toro de Osborne? – fanfarroneó
Gil.
–Sí. ¿Y? – preguntó Chamorro.
–Pues nada, que al lado del menda, Bambi.
–¿Lo dices por los cuernos?
Gil no se esperaba semejante tarascada.
–Mira, porque eres cabo, que si no…
–Porque soy cabo, compañero -corroboró Chamorro, con una
sonrisa acorazada-, que si no, ya te habría dicho hace rato que tú
y el otro Romeo dejéis de echarnos las babas en la comida a Susana
y a mí.
–Vale, vale, tengamos la fiesta en paz -atajó el
capitán.
–Por mi parte no hay ningún problema, mi capitán -aclaró
Chamorro-. Sólo le seguía la broma aquí al guardia. Cuando uno hace
un chiste, lo menos que puede esperar es que se lo respondan,
¿no?
–Hablando de chistes, Vendrell, explícales a los compañeros
el estado actual de la cuestión nacional. Para que se vayan
situando en el panorama donde han ido a caer, que vienen de allende
la frontera.
–Joder, mi capitán, no empecemos.
Lo que siguió, deduje que como sagaz cortina de humo tendida
por Cantero, fue un debate sobre catalanismo en el que el papel de
minoría y de víctima le tocó a Vendrell, algo a lo que me pareció
que ya estaba acostumbrado, y que debía de constituir una especie
de broma particular entre ellos. Cantero podía llegar a ser
bastante mordaz:
–La verdadera cuestión, Vendrell, no lo niegues, es que a los
andaluces y a los extremeños y a los manchegos nos consideráis
homínidos inferiores, propensos a la vagancia y a las fiestas,
buenos si acaso para emplearnos como peones y subalternos en
vuestros negocios, pero nada más. Y por eso os da tanto por culo
que alguno de nosotros decida sobre lo vuestro desde Madrid o que
os represente fuera.
–Mi capitán, así no hay manera -se quejaba
Vendrell.
–Pues entonces, a ver, explícame por qué eres
nacionalista.
–Y dale, que yo no soy nacionalista.
–Eso lo dices porque te da vergüenza
admitirlo.
–¿Tú crees que si fuera nacionalista me habría metido en esta
empresa? Lo que tenéis que aceptar es que aquí hay maneras propias
de entender algunos aspectos de la vida; para empezar, un idioma. Y
que lo que no puede ser es que digamos amén a todo lo que disponga
Madrid sin tener nunca la sensación de que nuestros intereses
cuentan allí. Aquí sólo una minoría quiere separarse. La mayoría
quiere estar en el barco común, pero sintiendo que se respeta lo
que somos.
–Has dicho la palabra clave: intereses -ironizó
Cantero.
–Pues claro, coño, ¿es que los demás no se preocupan de los
suyos?
–Si se me permite decir algo, creo que el teniente tiene
razón -le apoyé-. Por nuestra experiencia de recorrer autonomías,
en este país ya todo el mundo acusa al vecino de robarle la
cartera, en cuanto no se sale con la suya o el otro se lleva una
porción de tarta.
–Vaya, Vila, veo que pillaste el síndrome de Estocolmo -dijo
Cantero.
–Bueno, no tanto. Pero como siempre he sido un poco
extranjero en todos los lugares donde me ha tocado vivir, he
aprendido a sobrellevar las manías de cada cual. Todos las tenemos,
vistos desde fuera.
–Y hasta aprenderías a hablar catalán en la
intimidad.
–Pero con un acento pésimo. Las vocales se me
resisten.
–No jodas. Yo he acabado entendiéndolos. Pero a hablarlo me
niego.
–Y yo -le secundó Ponce-. Para qué coño tengo que aprender
otra lengua que el español si no he salido de
España.
–Lo malo es que si no lo has mamado se te nota a la legua, y
nunca falta quien se ríe cuando metes la pata -alegó
Gil.
–Tampoco hay que tener tanto sentido del ridículo en la vida
-dije-. Y menos a la hora de aprender idiomas. Mira a cualquier
futbolista holandés o yugoslavo. Puede que la gente se ría de
ellos, pero los tíos vienen aquí, se manejan, se forran y ahí se
las den todas.
–No creo que nadie se ría -dijo Vendrell-. Los catalanes que
yo conozco aprecian cuando un castellano se esfuerza en hablar
catalán.
–Pues será que yo trato con otros -insistió
Gil.
El capitán me pegó entonces un codazo y me guiñó un
ojo.
–Oye, Toni, ¿y cuándo te pasas a los Mossos? – preguntó a
Vendrell.
–Cómo te gusta putearme, mi capitán -protestó el
teniente.
–Pero si lo digo en serio, con ese traje tan mono, con esos
coches tan nuevos, con esas comisarías de diseño que tienen. Y
además, te harían archipampanot de
inmediato. Te pondrían unos galones impresionantes, y en el
uniforme de gala podrías llevar charreteras, como
poco.
–Está bien, me rindo. Bueno, Vila, Rubio, y la compaña, ya
podéis ir anotando. Teniente Antoni Vendrell, oficial de la unidad
de policía judicial de Barcelona y clown de
la comandancia. Quién me mandaría meterme a currar en este nido de
fachas españolazos.
–Todavía me lo sigo preguntando -asintió Cantero,
mondándose.
–La putada es que soy vocacional. Mi abuelo materno, el único
al que conocí, era guardia. Ya ves, yo soñaba con esto desde
chico.
–Es jodido, desde luego, tu problema de
identidad.
Por lo menos, y aunque fuera a costa del teniente, aquello
sirvió para ir aglutinando el grupo y para limar las tensiones que
siempre se producen entre desconocidos, por más que compartan, como
era el caso, un empeño común. Si tenía que juzgar sobre las dotes
para el mando de Cantero (aunque fuera un vano pasatiempo, porque
en la empresa en la que trabajaba no cabía esperar a corto plazo
que se nos pidiera a los subordinados evaluar a los jefes) le ponía
una buena nota. Con el inevitable suplemento de mezquindad,
solemnidad y cálculo que le proporcionarían los años, no era
improbable que se convirtiera en un candidato idóneo para
desempeñar altas responsabilidades.
Nos disolvimos al filo de la medianoche. Chamorro y Tena se
retiraron a la habitación doble que compartían, y Rubio y yo,
privilegio de suboficiales, nos dirigimos cada uno a nuestro
alojamiento individual. Me lavé los dientes en seguida, con ánimo
de meterme sin más demora en la cama y desenchufarme lo antes
posible. Algo me hacía sospechar que estaba en la disposición
óptima para enredarme en cavilaciones que no me convenían, y mis
temores se confirmaron en cuanto me introduje entre las sábanas y
me vi dando vueltas sin poder conciliar el sueño. No era el
asesinato de Neus Barutell, ni tampoco la perspectiva de tener que
dirigir un equipo heterogéneo y problemático para esclarecerlo, lo
que me impedía dormir. Se trataba de algo mucho más vago e
insoluble, la pasta espesa de la que están hechas las noches de un
hombre a partir del instante en que empieza a percibir que ha
vivido y errado más de lo que le gustaría. Varían los recuerdos que
acuden en cada momento para formar el ingrato mejunje, a veces ni
siquiera se trata de recuerdos precisos, pero la mezcla siempre
sabe a decepción y su color tiende a ser más turbio de lo deseable.
Creo con convicción que ésa es la sustancia más letal que
transportamos en nuestras alforjas, y que en la hora nocturna en
que suele desbordarse conocemos el apogeo de nuestra
vulnerabilidad. No debe extrañar que sea la hora a la que
estadísticamente sucumben más enfermos terminales en los centros
hospitalarios. La pesadumbre, el miedo, la culpa, la conciencia de
la propia insignificancia, que en la madrugada se nos presentan en
toda su crudeza y potencia, se suman a la enfermedad y se hacen
demasiado onerosas para quien tiene ya las fuerzas
disminuidas.
Pero también abrigo una convicción de signo opuesto, y es que
mientras uno no ha rodado por tierra, y por fea que pinte la
partida, siempre hay algo que ganar si se planta cara a la
adversidad, en vez de encenagarse en ella. Era ya el segundo
desfallecimiento del día (o el tercero), y me pareció llegado el
momento de tomar medidas drásticas. Más me valía salir por
cualquier sitio, antes que dejarme atraer al fondo del pozo. No le
di muchas vueltas. Me puse en pie, volví a vestirme y fui a buscar
el coche. A la una y media crucé por el control de la comandancia,
y unos minutos después conducía a buena velocidad por una autopista
desierta, camino de Barcelona. Durante unos minutos dejé que sonara
en la radio uno de esos programas de madrugada en los que la gente
hace públicas sus miserias y sus fantasías más íntimas, pero no era
eso lo que me hacía falta oír en aquel momento. Le di al botón que
ponía en marcha el reproductor de discos compactos. Allí seguía el
disco de Marea. Su sonido rítmico e impetuoso me pareció apropiado
para la situación. También lo que cantaban:
y los olivos me cuentan que me canso de
soñar contigo,
que estoy acorralado y no me quedan
tiros,
que va siendo hora de
despertar
Es posible que impulsado por aquella música le diera al
acelerador más de lo que la prudencia aconsejaba. Es posible,
también, que en alguna curva no calculase bien y tuviera que
corregir con un sobresalto la dirección o la velocidad. Pero pronto
me concentré en resolver los problemas concretos que implica la
conducción: un modo inmejorable de relajarse cuando uno anda con la
cabeza demasiado emponzoñada de problemas abstractos. Me apliqué a
exprimir la potencia del motor, absorto en las líneas y las señales
de la carretera, mientras los de Marea seguían a lo suyo, sin
perder ocasión de dejar claro quiénes eran los villanos estelares
de su mitología particular:
y agárrate a la grupa si empieza a oler
mal,
que vamos galopando hacia ningún
lugar,
y ahuecando, que vienen a
miles
los guardiaciviles y la
Nacional
La vida, que es paradójica y un punto gamberra, le ponía
aquella música a la cabalgada sin rumbo de un guardia civil que,
despojado de la apariencia de orden que le protegía durante el día,
se volvía tan fugitivo y marginal como el protagonista de la
canción (al que, dicho sea de paso, no tenía el más mínimo interés
en perseguir). En momentos así, a uno le da la impresión de que
todo es un inmenso malentendido, del que formamos parte sin poderlo
aclarar nunca.
No tardé mucho en llegar a los límites de Barcelona. A partir
de ahí levanté el pie del acelerador. Quería ver mejor las luces de
la ciudad, saborear el aire a través de las ventanillas bajadas
mientras avanzaba hacia mi destino. Porque a esas alturas ya sabía
adónde me dirigía, sin que ello le diera propiamente un sentido a
aquel viaje. Cuando tomé la Gran Vía y me envolvió el paisaje
urbano que en otro tiempo me había sido cotidiano y familiar, sentí
erizarse mi piel y un estremecimiento me recorrió de pies a cabeza.
Barcelona, de madrugada, seguía siendo la ciudad quieta, despoblada
y silenciosa, tan distinta del siempre bullicioso Madrid y tan
propicia para conocer a fondo la propia soledad. Apenas algún que
otro taxi recorría la avenida y, aparte del parpadeo casi inútil de
las luces de los semáforos, poca actividad se ofrecía a mi
contemplación. Siempre me había gustado aquella ciudad: cómo estaba
construida, cómo se organizaba la vida en torno a las plazuelas
achaflanadas del Ensanche. Y siempre, sin embargo, me había
producido una especie de desasosiego: en los primeros tiempos
porque me daba la sensación de que no me haría a ella, y al final
de mi estancia por lo contrario, porque sabía que había dejado para
siempre jirones de mi alma enganchados en sus esquinas, de las que
pronto iba a separarme y a las que nunca podría regresar, o no del
mismo modo.
Allí estaba, ahora, diez años después. No había vuelto ni una
sola vez en todo aquel tiempo. No había tenido necesidad, y tampoco
había buscado la ocasión. Tal vez había sido mejor así: hay cosas
que uno debe dejar que sucedan cuando y sólo si han de suceder. Me
acercaba a la plaza de España. En el primer hueco que vi, aparqué
el coche.
Caminé sin prisa hacia el Paralelo. Lo que buscaba, acaso
como un exorcismo, era volver a sentir la desnudez extrema de la
plaza. Todas las singularidades arquitectónicas que la rodeaban (el
coso taurino, el hotel, las torres de la Exposición Universal con
el Palacio Nacional y Montjuic al fondo), lejos de otorgarle alguna
personalidad, hacían de ella un espacio vacío y destartalado. Si
era capaz de enfrentarme a aquel sitio, podría con todo lo demás.
Comprendí la razón por la que me había deslizado hasta allí en
mitad de la noche, como un proscrito. Aquel rito de reencuentro era
algo que tenía que cumplir a solas. No podía regresar acompañado
por otros y rebajar la emoción con una indiferencia mal fingida o
con una charla circunstancial.
Allí, años atrás, me había despedido de alguien, y algo
importante e irrecuperable había dejado de pertenecerme. Recordé
entonces aquella frase del cuaderno de Neus: «suyo, no mío». Y por un momento, creí entenderla.
También había algo importante que ella había
perdido.
QUAN PLAU A DÉU
Los amigos son esos tipos que aparecen justo cuando se los
necesita. En el momento en que mi mirada se perdía en lo que
quedaba de aquel segundo café al fondo de la taza, y mi alma se
encogía con aquellos afligidos recuerdos, oí de pronto un vozarrón
a mi espalda:
–Coño, el sudaca. Estás más gordo, tío.
Me volví. Allí estaba el subteniente Robles. O el viejo que
lo suplantaba. No tenía mal color, pero había encanecido del
todo.
–Y usted más guapo y atlético, mi subteniente -le
respondí.
–Sin cofias, Vila, que soy abuelo y estoy al filo del
INSERSO. Ya sé lo que hay. Eso sí, por lo menos no me gasto unas
ojeras como las tuyas. Válgame Dios, criatura. ¿Es que has estado
haciendo travesuras esta noche o es la mala conciencia por las de
antaño?
–Será la mala conciencia, si ha de ser una de esas dos
cosas.
–Ay, sargento, debería estar prohibido volver a ver a la
gente al cabo de diez años. Con lo bien que se las apaña uno para
mentirse ante el espejo todas las mañanas. Yo me sigo poniendo
delante de él en pelota picada cada día, con intención de darme
pena, pero a veces hasta me encuentro resultón, fíjate lo que puede
hacer la vanidad.
–Lo de antes lo dije en serio. Firmo estar como usted cuando
llegue a la edad de la prejubilación.
–Bueno, tío, lamento informarte de que siempre serás más
bajo. Y como vuelvas a llamarme de usted te meto una hostia, que
prejubilado y hasta con una mano a la espalda todavía te
puedo.
–Vale. ¿Qué tal la familia?
–Más grande, más vieja también. Mi hija ahora se parece a mis
recuerdos infantiles de mi madre. No sabes qué desbarajuste le
produce a uno eso. Cuando me llegue el Alzheimer acabaré llamándola
mamá sin despeinarme. Suponiendo que me dé oportunidad y no me
despache a algún antro donde me maltraten enfermeros sin
papeles.
–O sea, que bien.
–Sí, tengo dos nietas que son un primor. Enseño
foto.
–A ver.
Sacó la cartera y desplegó con orgullo el mapa de su tesoro.
Las tenía a las dos juntas, bien recortaditas, en el envés de la
placa.
–Dos bellezas. Te harán sufrir.
–De eso se trata, la vida, ¿no? ¿Y tu
familia?
–Bien, dentro de lo que cabe -repuse, con cierta desgana-. Mi
madre un poco mayor cada día, pero sigue con el prurito de ser
autosuficiente y la obsesión por ampararme de todo mal. El niño ya
tiene pelusa oscura en el labio y el gesto hosco, pero es buen
chaval y nos entendemos medianamente. Elisa está bien. Desde que se
libró de mí.
Robles meneó la cabeza con sincera consternación. Recordaba
sin duda a Elisa, con quien además siempre había
congeniado.
–Ya sabes que yo soy un antiguo. Supongo que la situación
será jodida. A mí me cuesta pensar en no vivir con mi mujer, y mira
que la mayor parte de los días nos saludamos a ladridos y que a
veces noto cómo me observa y se pone a calcular la pensión de
viudedad.
–En fin, mi subteniente, uno se hace a todo, aunque al
principio parezca muy cuesta arriba. Los choris se hacen a la
cárcel, los judíos se hacían a Auschwitz, nosotros a barrer la
caca. Pues una más.
–Eso es verdad. A propósito. Hoy tenéis baile a lo grande,
¿no?
–Sí. ¿Te vas a apuntar?
–No, yo ya estoy mayor para eso. Ahora me dedico a otros
negocios. Pero me consta que tendrás el mejor apoyo. El capitán
este, Cantero, es un buen elemento. De los que se fajan, y no sólo
para colgarse el sable el día de la Patrona, ya me entiendes.
Además tiene la inteligencia de preguntar lo que no sabe, que para
un oficial es todo un puntazo.
–De todos modos, me gustaría tener una charla contigo, para
que me sitúes un poco. Hace ya diez años, vuelvo a ser forastero
aquí.
–Bah, los cambios son puro adorno. Ya sabes cómo son estos
catalinos, los tíos saben repintar la fachada y venderte la moto
como nadie, pero en el fondo todo sigue más o menos como
siempre.
–No será tan simple la cosa, hombre. Además, ten cuidado con
esos comentarios, ahora quo tienes nietas
catalanas.
–Y no sabes cuánto. Mireia y Mariona. Nada
menos.
–¿Comemos o cenamos?
–Cuando mandes. Apunta mi móvil.
–¿Te importa que lleve a alguien? Mi compañera. Quiero decir
mi compañera profesional, la cabo Chamorro. Me gusta que se empape
bien de todos los datos de situación, luego tiene buenas
ideas.
–Bueno, pero entonces no podremos contar historias de
putas.
–Tampoco te apures. Si llega el caso, creo que ella lo
comprendería. Siempre que no se te vaya la mano.
–No, yo con las tías decentes me sigo cortando. Soy de otra
época.
–Oye, Robles, que me alegro de verte.
–Y yo. Si no te me pones maricón, te confesaré una cosa. Te
he echado de menos, Vila. Es una putada, en esta empresa, que
siempre se acabe yendo la gente. Y cuando te haces mayor, te pesa
más.
–Bien, me guardaré el abrazo para otro
momento.
Nos estrecharnos la mano y lo dejé allí, con su cortado sin
azúcar. Me encaminé hacia el centro de operaciones, que había
abandonado momentáneamente para ir en busca del segundo café y
sacudirme un poco más las espesas neuronas. Allí me esperaba ya el
resto del equipo. Nada más llegar me abordó Chamorro con una hoja
de fax.
–Calentito, del juzgado de Zaragoza -dijo-. Vía libre para
meterle mano al ordenador de Neus. Se lo dejo a los informáticos,
pegado al cacharro, para que sepan que pueden entrarle hasta la
cocina. No me digas que no me merezco algo, qué sé yo, una palmada
al menos.
–Luego llamo a Amberes, a mi proveedor de diamantes. ¿Quieres
otros pendientes o mejor esta vez un anillo?
–Tendría que beber mucho, para dejarme anillar por alguien
como tú. Y ya sabes que soy prácticamente
abstemia.
–Vale, pendientes. ¿Algún avance con los
teléfonos?
–He contactado con mi garganta profunda en la telefónica.
Dice que en cuanto reciban el fax del juzgado nos mandan el listado
de llamadas.
–Bien, bien. Oye, ya son las nueve y media, deberíamos ir
saliendo. ¿Lo tenemos todo? – me dirigí a los
demás.
–Los reporteros estamos listos -dijo Gil.
Vestía un chaleco con muchos bolsillos y se había puesto el
pelo de punta y un aro de pirata en la oreja. Al hombro llevaba una
cámara de vídeo digital profesional. En ella destacaba bien visible
una pegatina de elaboración casera con el logotipo multicolor de
una tal PTV.
–¿PTV? – pregunté
–Picolet Televisió -repuso-. Para qué
estrujarme las meninges. No te preocupes, hay tantas teles raras
que ya ni preguntan. Verás cómo todos meten barriga y dan el perfil
bueno cuando les enfoque.
Supuse que no andaría descaminado. Salí el
primero.
Cantero nos esperaba en el aparcamiento, con Vendrell y el
resto de la gente. Había una docena de hombres, en sentido estricto
(y no el laxo que a veces, por arrastre de la centenaria tradición
masculina, se utiliza en el Cuerpo). Tena y Chamorro eran las
únicas mujeres del grupo. Entre los demás, los había de todas las
pintas y edades: maduros trajeados, jóvenes alternativos y también
algún otro con demasiada facha de poli bajo las ropas civiles. Pero
preferí no incordiar.
–Todo el mundo sabe ya lo que tiene que hacer -me informó
Cantero-. Y todos han aprobado el curso de policía judicial y saben
recoger muestras sin cargárselas, por eso podéis estar
tranquilos.
–Pues vamos allá -dije-. Nosotros podemos llevar a
dos.
–Ya tenemos todos los coches organizados, no hace falta.
Llegamos cada uno por nuestra cuenta. La ceremonia se supone que
empieza a las once, así que -y aquí se dirigió al resto del equipo-
quiero a todo el mundo emplazado antes de las diez y media. Luego
nos reunimos aquí a la hora de comer y ponemos en común lo que
hayamos visto. No olvidéis traer foto de cualquiera al que le
saquéis algo. Que no me aparezca luego ninguno diciéndome que no
pudo hacerla. Aseguraos bien de que no lleváis pilas gastadas en
las cámaras.
Salimos de la comandancia en comitiva, pero ya en la
autopista nos fuimos dispersando. Chamorro, que conducía nuestro
coche, se cuidó, no obstante, de no perder el de Rubio y Tena, que
nos seguían y a los que habíamos quedado en guiar hasta el
cementerio. Para ello tuve la precaución de no fiarme de mi memoria
y pedir un plano, porque algunos de los enlaces y los nombres de
las autopistas habían cambiado desde mi época. La manía de los
políticos de dejar siempre su huella en la geografía, aunque si
hemos de creerlos, todo lo hacen solamente por nuestro
bienestar.
Durante el trayecto, Chamorro y yo hablamos poco. Yo seguía
embotado y de no demasiado buen ánimo, y ella iba sumida en esa
especie de ensimismamiento analítico habitual en ella, cuando
llegábamos a un nuevo escenario para realizar una investigación.
Observaba detenidamente el paisaje que iba cruzando la autopista,
los barrios, los descampados, los polígonos, entre ojeada y ojeada
al retrovisor para comprobar que no habíamos perdido a nuestros
compañeros.
–Sólo había estado antes una vez en Barcelona -dijo al
fin.
–¿Y qué te pareció?
–Era muy pequeña. Recuerdo que me gustó el Pueblo
Español.
–Si sobra tiempo puedo llevarte a ver alguna cosa más
original.
–Habrá que ver qué entiendes por eso.
–No la Sagrada Familia, precisamente. Aunque a lo mejor
sí.
–Ahí también estuve.
–Pero seguro que no la viste como yo te la
enseñaría.
–Vaya, ¿conoces alguna entrada secreta?
–No, entrando por donde todo el mundo. Pero yendo más
lejos.
–De acuerdo. Me has despertado la
curiosidad.
–Menos mal. Eso quiere decir que aún no estoy del todo
acabado.
Mi compañera me observó de reojo, o más bien adiviné que lo
hacía, porque seguí con la vista apuntada (o más bien perdida) al
frente.
–¿Puedo hacer una observación? – preguntó.
–Puedes.
–¿Me lo imagino yo o estás un poco más cenizo que de
costumbre? Aunque nunca seas lo que yo llamaría Mister
Esperanza.
Tenía la guardia baja y se me escapó algo demasiado
sincero:
–No sé, Chamorro, estoy cansado. Me temo que me estoy
aburriendo de esta vida. Ya dura demasiado para seguir teniendo
gracia.
–¿Estás seguro de eso?
–No, ya sabes que yo no estoy seguro de
nada.
–Pues a mí este caso me parece de lo más estimulante -dijo-.
Nunca había investigado la muerte de una persona
famosa.
–¿Y qué más da eso? Si acaso, más estorbos. Ya la viste en la
mesa, no era ni más ni menos que cualquiera. Y ahora avanza
vertiginosamente hacia el olvido. Nadie hablará de ella dentro de
un mes.
–Bueno, veo que hoy empezaste con el pie izquierdo, como ayer
con el derecho. Lo sobrellevaremos y ya se te pasará. Y hasta te
vendrá la euforia. Ya me he habituado a convivir con un
ciclotímico.
–Nunca he negado serlo. De hecho, ¿quién te enseñó la
palabra?
–Tú, mi Pigmalión -se mofó.
–En fin, que sí, que lo mismo es sólo que me jode estar con
el cerebro disperso. Ojalá empecemos a definir. Ayer estaba muy
contento, pero ahora me doy cuenta de que todavía no tenemos nada
que nos centre el tiro. Chicos morenos, Audis plateados, puras
vaguedades.
–Deja que madure la investigación, hombre. No esperes, no
desees, no te impacientes, y vendrá. También eso me lo
enseñaste.
La miré con una rara sensación. No es bueno que te conozcan
así. Pero tampoco quería apropiarme de lo que no me
pertenecía.
–No yo, sino el viejo Lao-Tsé, a través de mí
-puntualicé.
–Bueno, ponlo como quieras. El caso es que suele funcionar.
Vamos, que yo personalmente te estoy agradecida y lo utilizo en
momentos de dificultad o de desánimo. Y tú deberías darme ejemplo,
¿no?
–Lo siento, pero ya sabes que no valgo para hacer el papel
del viejo maestro chino de Kill Bill. Me
falta constancia, o fe.
–Tampoco me tienes que enseñar a romper ataúdes con los
nudillos.
–Si te llega el caso de tener que hacerlo, ya aprenderás
sola.
–Espero que no me llegue.
–Y yo. Pero no te asuste, si llega. Ni eso ni nada,
nunca.
–Así me gusta, afilando la espada, mi Hattori
Hanzo.
Sonrió, y yo sonreí también al escuchar aquel nombre. Era un
chiste privado. Habíamos visto Kill Bill
juntos, un día que estábamos los dos perdidos en Orense, para lo de
siempre, cargarle a quien correspondiera un muerto que ya había
dejado de oler. Nos había gustado a ambos, pese a que ninguno de
los dos esperaba nada de la película (o quizá justamente por eso).
Luego, con un par de cervezas encima, le había soltado que la veía
clavada a la Novia, el personaje de Uma Thurman, una ocurrencia de
la que me arrepentí en el mismo instante en que me oí decírselo y
la vi ruborizarse. La pregunta que vino después me estaba sin duda
bien empleada por mi imprudencia: ¿Y quién era yo, entonces? ¿Tal
vez Bill, ese resentido que prefería matar a la Novia antes que
verla casada con otro? ¿O el viejo maestro chino, que enseñaba a la
Novia los golpes que le habían de servir para romper el ataúd en
que la entierran viva y para culminar su venganza? Un raro momento
de lucidez me suministró una respuesta alternativa, con la que pude
salir casi airosamente del apuro:
–Si tengo que ser alguien, me pido Hattori Hanzo, el
fabricante jubilado de katanas que rompe su promesa de no volver a
trabajar para hacerle a la Novia la mejor espada que nunca nadie
haya tenido.
Por un instante pensé que la frase podía haberme quedado algo
rimbombante, pero a Chamorro no le disgustó, y como me demostró
aquella mañana camino del entierro de Neus, la había archivado a
buen recaudo en su memoria. Conforta comprobar que eres capaz de
hacer o decir algo memorable para alguien. Me subió la
moral.
Salimos de la ronda e iniciamos la subida hacia el
cementerio. A mi compañera, pendiente de la carretera, le pasaron
inadvertidas las vistas de la ciudad que se nos ofrecían a medida
que ascendíamos por la ladera de la montaña. A mí, en cambio, no
podían dejar de llamarme la atención. El día no era demasiado
claro, pero permitía divisar los perfiles de una Barcelona que
había sufrido desde la época en que yo la había conocido algunas
alteraciones ostensibles; la que más destacaba, con mucho, era el
insolente edificio en forma de supositorio que se alzaba mirando
hacia la parte del Besós. Cuando el espacio cambia en nuestra
ausencia, se nos hace evidente hasta qué punto sólo somos sus
fugaces espectadores. Y como tales, hemos de resignarnos a la
deslealtad de los lugares hacia el recuerdo que guardamos de
ellos.
–Curioso sitio, para un cementerio -observó
Chamorro.
En efecto lo era. Habíamos pasado ya al otro lado del monte
de Collserola y bajábamos hacia el valle de frondosa vegetación por
el que se distribuían los bloques de nichos, diseminados entre los
árboles. Más que construcciones fúnebres, parecían los bungalows de
una colonia de vacaciones, por completo ajenos al ajetreo de la
ciudad tan cercana y tan separada a la vez por la interposición de
la montaña.
Nos dirigimos hacia la zona de las capillas, donde iba a
celebrarse el funeral. Eran las diez y veinte y el lugar ya estaba
bastante concurrido. A la entrada se veía el previsible
amontonamiento de coches y furgonetas de medios de comunicación,
con los que los agentes de la Guardia Urbana bregaban a duras
penas. No cabía duda de que el entierro iba a ser un
acontecimiento. Aparcamos donde pudimos y cambié impresiones
brevemente con el sargento Rubio.
–Mejor nos separamos. Tú y Tena quedaos a la entrada, para
fichar a los que lleguen. Nosotros vamos a colarnos en la ceremonia
y luego nos colocaremos también en primera fila del entierro.
Vosotros manteneos en la retaguardia, atentos a los que miren desde
lejos.
Por una vez, me había puesto corbata (una de rayas no
demasiado pasada de moda, regalo navideño de mi hijo), y Chamorro,
aunque vestía vaqueros, llevaba una chaqueta que le daba cierta
prestancia y un pañuelo de estampado discreto al cuello. Dentro de
lo que cabía, podíamos dar sensación de no ser un par de
andrajosos, y no desentonar mucho en aquella reunión donde a buen
seguro muchos llevarían sólo en zapatos lo que costaba nuestra
indumentaria completa. Con esa confianza, y un gesto de gravedad
apropiado a la coyuntura, Chamorro y yo tomamos posiciones para
poder entrar con ventaja en el templo donde se celebraría el oficio
fúnebre previo al entierro.
El edificio de la capilla se erigía sobre una elevación del
terreno. Desde allí, observé a los nuestros discretamente. Se
habían desplegado por toda la zona adyacente y no permanecían
inactivos. Vi al guardia Ponce pegar la hebra con un individuo que
respondía a la descripción que nos había dado el empleado de la
gasolinera. En apenas medio minuto, ya le estaba ofreciendo un
cigarrillo, que el otro le aceptó. Seguí pendiente de la escena
hasta el momento en que el desconocido arrojó la colilla y Ponce se
las arregló para apartarla con el pie hasta donde pudo recogerla
sin que se le notara, fingiendo que se le caía el encendedor. Luego
el guardia sacó su móvil e hizo como si comprobara una llamada o un
mensaje en la pantalla. Comprendí que lo estaba fotografiando, con
la cámara del aparato, y sólo me permití esperar que tuviera luz
suficiente para que la foto no fuera una birria.
El que debía de estar obteniendo tomas fabulosas era el
improvisado e intrépido reportero de la PTV, el guardia Gil, que
sin ningún miramiento hacía barridos completos de los asistentes,
demorándose en cada uno lo justo para poder sacar luego capturas de
imagen fija que nos permitieran identificarlo en caso de necesidad.
Por la soltura y el desparpajo, no era la primera vez que rodaba un
documental de aquellas características, con todas las dificultades
que llevaba aparejadas. En cierto momento tuvo incluso que entablar
negociaciones con uno de los municipales. No oí lo que le decía,
pero por el gesto, se trataba de uno de esos discursos sobre el pan
de los hijos que obró el efecto perseguido de reblandecer al
agente. El caso es que Gil acabó pasando por el lugar al que en un
principio se le pretendía negar el acceso.
A partir de las once menos cuarto empezaron a llegar los
invitados distinguidos. Primero aparecieron los periodistas y
famosos de diversos ramos: a algunos cabía presumirles cierta
relación con la víctima y otros más bien daban la sensación de
aprovechar una ocasión más de registrarse ante las cámaras como
integrantes de la pomada. Después, casi al filo de la hora y
precedidos por su aparatoso despliegue de escoltas y lacayos
diversos, hicieron su aparición los políticos, de todos los
colores. Ninguno dejaba de acudir cuando Neus los llamaba a su
programa, y tampoco querían estar ausentes de aquella especie de
espacio televisivo póstumo. Por varias razones de peso (la
principal, que todos ellos habían dejado atrás la edad de
veinticinco años que con los datos disponibles le suponíamos a
nuestro sospechoso número uno), no fue en ellos en quienes
concentré mi interés, aunque mentiría si dijera que resistí la
tentación de observarlos esporádicamente. Pude ver así cómo
abrazaban al rival al que sólo días atrás habrían rebajado a la
categoría de granuja o mentecato ante cualquier micrófono o en
cualquier tribuna de oradores, cómo afectaban campechanía con el
vulgo, y cómo a la menor se olvidaban de que aquello era un sepelio
y mostraban a diestro y siniestro su sonrisa de cartel
electoral.
En medio de la muchedumbre, se volvió más difícil fijarse en
personas concretas. No abundaban los tipos con el perfil que
buscábamos (más bien había gente de mediana edad, y entre los más
jóvenes, sobre todo entre los periodistas, predominaban las
mujeres) y Gil tuvo que trabajar a destajo con su cámara. Lamenté
no estar algo más familiarizado con la sociedad barcelonesa, porque
me resultaban desconocidos casi todos los presentes, dejando aparte
a las figuras con notoriedad nacional, lo que me obligaba a un
sobreesfuerzo considerable. Viendo la aglomeración, Chamorro y yo
no esperamos a que llegara el coche fúnebre para tomar posiciones
dentro del templo. Su diseño interior era funcional y muy luminoso,
gracias a sus grandes ventanales. No intentamos sentarnos, lo que a
esas alturas era ya imposible (no había más asientos libres que los
reservados a familia y VIP), pero logramos situarnos en un buen
lugar, a la derecha del altar y con perspectiva sobre toda la
iglesia. Desde ahí nos dispusimos a espiar el
acto.
El ataúd hizo su entrada a las once y nueve minutos. Tras él,
los deudos de Neus, de quienes sólo conocía a Altavella, aunque
también pude identificar en seguida a la hermana de la difunta por
el enorme parecido físico entre ambas. Aparte de ellos, y de otros
seis o siete parientes en la cuarentena y en la cincuentena, venían
algunas personas mayores, deduje que padres y suegros de la
fallecida, y un grupo de chavales enlutados que debían de ser
sobrinos, porque Neus no había tenido o no había buscado la
oportunidad de procrear.
Me fijé sobre todo en el escritor. Se le veía entero y digno.
Llevaba un traje negro, camisa gris oscura y una corbata negra
anudada con la desidia de quien normalmente prefiere no utilizarla
y no desea someter a su cuello a excesiva presión, pero eso no le
restaba elegancia. Daba su brazo a una mujer muy anciana, que
después averiguamos que era su madre, y devolvía con una levísima
inclinación de cabeza las salutaciones que iba recibiendo mientras
avanzaba hacia la zona del altar. Era un hombre habituado a
exponerse a la observación pública, con indudables dotes teatrales
y aplomo sobrado para resistir el escrutinio ajeno. No iba a
dejarse coger en la más mínima debilidad.
La misa fue un poco más larga de lo habitual en los oficios
de cementerio, que tienden a ser expeditivos para mantener el ritmo
de producción adecuado. El sacerdote la dijo enteramente en
catalán, lo que le arrancó a Chamorro una queja algo
destemplada:
–¿No es una falta de educación? Aquí no todos somos
catalanes.
–No lo hacen por ofender. Es que es su lengua, la que hablan
todos los días, y estamos en su casa. Tendrás que irlo
entendiendo.
Hacía mucho tiempo que no me tragaba una misa. Mientras
observaba los rostros del público, me dejé mecer por la extrañeza
de las palabras litúrgicas, que me ofrecían respecto de las de mi
breve etapa católica juvenil una doble novedad: por las
modificaciones habidas desde entonces en el rito y por el idioma en
el que nunca las había oído. Pero al mismo tiempo volver a escuchar
catalán era encontrarme otra vez con una lengua que había llegado a
sentir un poco propia, como lo es todo lo que alguna vez acompaña
nuestras vivencias y emociones. Seguí escudriñando los rostros de
la gente que se sentaba en los bancos, y en una de ésas mi mirada
se cruzó con la de alguien frente a quien no podía mantener el
incógnito. Meritxell Palau vestía de negro riguroso, como una más
de la familia. Pensé que era quien más había perdido con la
defunción: nada menos que el puesto de trabajo.
La homilía fue breve y sentida, no especialmente brillante
desde el punto de vista de la oratoria, pero sí todo lo humana y
compasiva que quepa desear en ese trance. Al menos, al oficiante no
se le ocurrió emplear el discurso hipotético que dio en usar el
cura que le dijo la misa a mi abuelo materno («si fue en vida un
buen cristiano…») y por cuyo antipático recuerdo había dejado de
acudir a funerales religiosos, salvo que el deber me lo exigiera,
como era el caso de las exequias de Neus. Resultaba obvio que la
difunta no cumplía a rajatabla con los preceptos de la Santa Madre
Iglesia, pero aquel sacerdote tuvo la caridad de entender que no
era el momento más idóneo para afeárselo.
Al final de la misa, casi de improviso, sonó una música que
reconocí de inmediato y que me sorprendió oír allí: el segundo
movimiento del octavo de los concerti
grossi de Corelli. Tenía motivos para el asombro, porque hasta
donde recordaba era una pieza profana, no religiosa, y porque se
trataba de uno de los pocos fragmentos musicales que podía
identificar con tal precisión. Los conciertos de Corelli los había
escuchado desde mi adolescencia, tras comprarlos en el Rastro, en
una de esas cintas baratas, restos de coleccionables, que eran las
únicas que por aquel entonces me podía permitir. Haber sido
incluido en su día en uno de esos coleccionables (Las Grandes Obras
de la Música Clásica, o algo semejante) le había permitido a
Corelli meterse en mi vida cuando aún me impresionaba con
facilidad, y hacerse así en mi corazón el lugar de honor que no
ocupaba en la historia de la música. ¿Quién lo habría elegido para
la ceremonia? ¿O simplemente tenían la costumbre de poner música
clásica y aquella mañana había tocado aquel disco? Pero algo me
decía que no era cosa del azar. Miré a Altavella, que en ese
momento acercaba a su anciana madre a recibir la comunión (de la
que él, por cierto, se abstuvo). Tenía que preguntarle, cuando
pudiera, si era él quien había escogido la música para el funeral.
Aunque me arriesgara con ello a que me mandase a freír
espárragos.
La música de Corelli, en cualquier caso, le aportó al acto la
dosis justa de recogimiento y solemnidad. Hay que admitir que el
viejo Arcangelo no tenía la pegada popular de Vivaldi o de
Albinoni, pero a cambio, y ésta no es más que la opinión de un
aficionado, le daba a sus composiciones un aire de misterio que
resulta muy apropiado para poner fondo sonoro a los instantes
decisivos. Acompañó inmejorablemente la salida del cadáver, y la
procesión de personajes que se dirigió tras él hacia lo que en
otras épocas más enfáticas se llamaba el lugar de su eterno reposo.
Pero esta fórmula no convenía a una tumba donde se lo inhumaba
provisionalmente, debido a la prohibición judicial que de momento
impedía incinerarlo. De hecho, se trataba de un nicho corriente,
muy por debajo de lo que correspondía al estatus que en vida había
alcanzado Neus. Hasta allí ya no se trasladaron muchos de los
figurones, que terminado el oficio religioso desaparecieron con sus
escoltas en sus grandes automóviles oscuros. Sí fueron los
compañeros de profesión, los escritores que habían venido por
solidaridad con el viudo y un enjambre de otros amigos y curiosos.
Eso provocó una caravana de vehículos desde las inmediaciones de la
capilla hasta la zona de los nichos, que estaba demasiado alejada
como para ir a pie. Por suerte, mi compañera vio el problema con
anticipación y pudimos deslizarnos en la cabeza de la comitiva,
tras el coche fúnebre.
Gracias a los reflejos de Chamorro, pues, llegamos de los
primeros y conseguimos situarnos en una buena posición para asistir
al acto final. Mientras la concurrencia se arremolinaba en el poco
espacio que había entre los dos bloques de nichos, los operarios
subieron el ataúd al hueco de la cuarta fila que le estaba
reservado. Toda la operación se desarrolló en medio de un imponente
silencio. Cuando estuvo concluida, se destacó entre los presentes
una mujer de gesto concentrado. Me sonaba mucho, al principio no
supe de qué, hasta que me di cuenta de que se disponía a cantar. La
última vez que la había visto haciéndolo, en la televisión, también
ella tenía diez años menos y la desfachatez de una juventud que
ahora empezaba a darle esquinazo. Sacó de su cuerpo menudo una voz
poderosa y entonó con sentimiento:
Quan plau a Deu que la fusta
peresca,
en segur port romp áncores y
ormeig,
e de poc mal a molt hom morir
veig:
null hom es cert d'algun fet com
fenesca.
L'home sabent no té pus
avantatge
No recordaba de nada aquella canción. Tampoco me parecía del
estilo de aquella cantante, y debo confesar que me desmoralizó lo
poco que entendí al principio, por culpa de esas dos palabras,
fusta y ormeig («nave» y «aparejo») que se salían de mi pobre y
oxidado vocabulario. Por suerte, oí a un individuo que cuchicheaba
con otro:
–Ausiás March, amb música del Raimon. Dit
entre nosaltres, em sembla una elecció mes que dubtosa per
l'ocasió.
No pude evitar volverme para examinar al autor del crítico
comentario. Por el aspecto y la forma de exhibir su erudición,
debía de tratarse del clásico intelectual estreñido. A mí, que
carecía de la capacidad de penetrar toda la sutileza de aquellos
versos, y por tanto de buscarles una interpretación maliciosa, me
pareció que la canción resultaba ser una bella y sencilla
despedida. Tampoco he tenido nunca muy claro cuál es la mejor
manera de ponerle epílogo a una existencia humana, ni si los gestos
póstumos, lo mismo las elegías como los epitafios, son algo más que
una muestra de nuestra propensión a rehuir la verdad desnuda y a
enmascararla con mistificaciones piadosas.
Un codazo de Chamorro me devolvió de golpe a mi realidad, que
no era la de todas estas filosofías, músicas y poesías, sino la de
un perro policía olisqueando en busca del tufo que dejan los
malos.
–Mira a ése -murmuró.
Me fijé en quien me decía. Encajaba en todo en el perfil. Por
edad, por aspecto, incluso por actitud. Se mantenía apartado y
miraba en derredor con un gesto entre desencajado y tenso.
Concluida la ceremonia fúnebre, se le veía dubitativo entre seguir
allí o marcharse sin aguardar más. Sentí como un trallazo el
subidón de adrenalina, y casi sin solución de continuidad, el
temor: estaba demasiado lejos, había demasiada gente entre medias,
íbamos a perderlo antes de poder llegar hasta él. Hice algo
desesperado: saqué mi cámara digital y le di a tope al zoom. Pude
dispararle una sola foto. Cuando iba a hacerle la segunda, el
individuo ya no estaba dentro de mi campo de
visión.
–¿Lo has pillado? – preguntó mi compañera.
–Sí -dije, mientras comprobaba la pantalla con dificultad,
por el reverbero del sol entre las paredes de los bloques de
nichos-. Es una mierda de foto, pero menos da una piedra. Joder,
Chamorro.
–Qué.
Los ojos le brillaban. Estaba pensando lo mismo que
yo.
–Que mira que si es él… Llama a Rubio,
rápido.
A la suerte le complace quitarte con una mano lo que te da
con la otra. Primero Chamorro no tenía cobertura en su móvil, y
tuvo que salir de donde estábamos para encontrarla, apartando como
pudo a la masa de gente que se arremolinaba para dar el pésame a la
familia. Solventado este contratiempo, tuvimos otro: el número de
Rubio comunicaba, y tardamos cuatro o cinco minutos en poder hablar
con él. Resultó que se había alejado de su puesto de vigilancia
para ir a comprobar algo que le había llamado la atención: un Audi
A3 plateado, modelo 1.9 TDI, y matrícula CHJ. Y aunque Tena seguía
allí, cuando conseguimos conectar con ella ya hacía siete u ocho
minutos que nuestro hombre se había esfumado. Pasamos la
descripción de su indumentaria a todo el equipo, pero fue inútil:
nadie se cruzó con él. Debió de aprovechar la salida masiva de la
gente para confundirse en el tumulto. Luego dedujimos que, para
redondear la fatalidad, había pasado junto a la posición de Tena en
el instante en que ésta estaba distraída hablando por teléfono con
Rubio, que era por lo que el sargento comunicaba cuando habíamos
tratado de avisarlo. Controlamos aquel Audi, pero también eso fue
en balde. La propietaria, luego comprobamos la matrícula, resultó
ser una mujer de cuarenta y cinco años.
Con todo, mantuvimos la vigilancia hasta el final, es decir,
hasta que Altavella y el resto de los parientes cercanos hubieron
pasado el trago de recibir las condolencias de todos los que
querían dejar testimonio personal de su presencia en el entierro.
Pudimos localizar a algún otro varón moreno de veintitantos, pero
ninguno que nos pareciera tan sospechoso como el que se nos había
escabullido. Cuando ya no nos quedaba mucho más que ver, el capitán
Cantero se acercó a mí.
–¿Cómo era el pajarito? – susurró.
–Clavado, mi capitán. Y el comportamiento,
raro.
–No jorobes. ¿Y cómo es que lo perdiste?
–No lo perdí, lo llevo aquí. – Mostré la cámara-. Pero sólo
pude sacarle una foto de lejos. Cuando quisimos ir por él, ya no
estaba.
–Espero que alguno de los míos lo haya fichado también. Una
foto de lejos y con esa cámara de juguete…
–Tres megapíxeles, con zoom -la defendí-. No pesa, es pequeña
y sobre todo la puedo pagar, que ésta me la he comprado
yo.
–Bueno, hombre, no te piques. Nos vemos en la
comandancia.
Por un momento, dudé si acercarme a Altavella. Pero seguía
pendiente de su anciana madre y me olí que no estaría en la mejor
disposición para conversar conmigo. Tampoco yo me sentía muy
despejado, a la sazón, y no quise reanudar nuestra relación en
condiciones tan desventajosas. Ahora, además, eran otras nuestras
prioridades.