Para Laura, Pablo y Mª Ángeles


que me acompañaron en el camino


ADVERTENCIA USUAL


La experiencia enseña que conviene advertirlo, en esta ocasión como en otras: aunque algunos de los lugares que aparecen en este libro están inspirados, siempre libremente, en lugares reales, los personajes, así como los hechos narrados, son por completo fruto de la invención.



Esta piedra es fallada en muchos logares,

et en muchas maneras. De natura es calient

et seca en el cuarto grado, et a en si muy

grand quemamiento. Et la estrella que es

delantera delas dos tenebrosas, que son

en el arco septentrional dela Corona, a poder

en esta piedra, et delta recibe la uertud.


Alfonso X,

Lapidario.


CAPÍTULO 1


UNA IMAGEN TAN BRUTAL

Cuando el forense, con la sobrecogedora parsimonia de su oficio, comprobó el funcionamiento de la sierra circular que se disponía a aplicar sobre el cráneo de Neus Barutell, reparé en que aquélla era la primera vez que presenciaba la autopsia de alguien a quien había tenido la oportunidad de ver con vida. También mi compañera, la cabo Chamorro, que asistía conmigo a la operación, guardaba alguna memoria del ser humano que ya no habitaba aquel cuerpo. Podía, tanto como yo mismo, recordar el sonido de su voz, la expresión de sus ojos, los movimientos que antaño describieran aquellos miembros que ahora reposaban yertos y azulados sobre la mesa de autopsias. En situaciones de cierta intensidad suele suceder que sólo podemos pensar simplezas. La que yo cavilé en aquel momento fue que el espectáculo cambiaba radicalmente al conocer algo de la persona que había habido tras la carne que desmantelaban delante de uno. Sólo el forense, que tampoco ignoraba quién era Neus Barutell, parecía mantener cierta neutralidad ante la circunstancia, mientras concentraba toda su atención en la maniobra que iba a ejecutar. Pero en su mente, al menor descuido, debían de abrirse paso reflexiones no muy distintas de las mías.


–Vamos allá -dijo antes de proceder, con un afán por normalizar el acto que no hizo sino ratificar mi suposición.

Fue entonces, mientras miraba los cincuenta y pocos kilos de materia orgánica inerte en que se había convertido aquella inquieta criatura humana, cuando recordé la primera vez que había visto el rostro de Neus Barutell. Sobreponiéndome al desasosiego que producía la imagen del cuerpo frío y desvalido, sobre el que los útiles del forense trazaban ya las líneas que permitirían acceder a su triste secreto y ocultar luego a los parientes la ferocidad de la agresión, retrocedí una década, a aquella otra época mucho mejor para ambos. Ella estaba a la sazón en su plenitud, y mi propia vida era un proyecto de satisfacciones y alegrías aún no sometidas a la implacable rebaja que el tiempo, auxiliado por nuestras torpezas, se complace en aplicar a cualquier ensueño redentor. Diez años antes de aquella tarde en que yacía sin vida, Neus había alcanzado el estrellato como conductora de un programa de éxito en la televisión catalana. En aquellos días yo estaba destinado en Barcelona, y solía ver su programa y algunos otros para irle cogiendo mejor el aire al idioma local. Desde el principio, aquella presentadora me pareció una persona notable; sin duda ambiciosa, oportunista, vanidosa y a menudo tan superficial como todos los que le hacían la competencia, pero con algo que la hacía distinta, una capacidad de ser o parecer verdadera que me inclinaba a mirar su programa con cierto interés, frente a lo que me sucedía con los de otros, que sólo podía soportar como el peaje indispensable para mi aprendizaje lingüístico. Quise recuperar del fondo de mi memoria el eco de esa Neus primera, quizá en una tentativa paralela de recobrar el sabor perdido de aquella etapa barcelonesa y de la quebradiza felicidad de que había disfrutado mientras la vivía. Hube de esforzarme, sin embargo, porque a cada momento se me imponía la huella más reciente de la otra Neus: la que, después de dar el salto a una cadena de televisión nacional, se había convertido en una de las periodistas más populares e influyentes del país.

Eso era lo más desconcertante de aquella situación. A los que allí estábamos la difunta siempre se nos había aparecido como un ser luminoso e impecable. Ante las cámaras, Neus vestía exquisitamente, con prendas que cabía suponer hechas a medida para ella por los modistas más cotizados. Gracias a la esmerada labor de peluquería y al pulquérrimo maquillaje, su cabello resplandecía como si la luz brotase de él y su piel nunca dejaba de verse tersa, lozana y uniforme. Pero ahora, de pronto, era una muerta más. Con su olor acre, su lóbrega desnudez, su piel llena de accidentes y despojada de cualquier aderezo favorecedor. Tuve otra idea estúpida: cuánto habrían pagado las revistas, cuánto habrían suspirado tantos espectadores por poder echarse a la cara a Neus así como se exponía ahora, sin ropa alguna. Con un sentimiento de culpa tal vez absurdo, porque no había más razones para experimentarlo con ella que con las otras muchas muertas que había tenido la ocasión y el deber de examinar, me fijé en el pequeño tatuaje en forma de dama de ajedrez que lucía en cierto lugar íntimo. Pero no me sentí distinguido por la fortuna al acceder a aquel secreto vedado al resto de los mortales. No gratificaba los sentidos, ni la imaginación, verla tal y como la habían dejado. Antes de abrir, el forense pudo contar hasta veintisiete puñaladas, en cuello, brazos, tórax y abdomen.

–El que fuera, le tenía ganas -apostilló, al completar la cuenta.

No dudaba de la saña, desde luego, ni era por esclarecer eso por lo que habíamos decidido entrar a la autopsia, cosa que ni mucho menos hacemos en todos los casos, en general por la sencilla razón de que a los investigadores de la unidad central suelen pasarnos los muertos cuando ya llevan tiempo bajo tierra. La inspección del cadáver en el lugar del crimen, que esta vez sí habíamos podido realizar, me había suscitado incertidumbres respecto de otros extremos de cierta importancia, que eran los que esperaba que el forense nos aclarase y los que me interesaba poder comprobar también de primera mano.

Las autopsias no son rápidas: van por partes y en su orden, para no perjudicar la utilidad de sus resultados y para después recomponer el cuerpo de la mejor manera posible. Pero el forense llegó al fin a los dos puntos que me intrigaban. Tras examinar los pulmones, y sin titubear, formuló la conclusión que a mí mismo, como profano en la ciencia médica, me sugería la experiencia de otros casos:

–Murió por asfixia. Si sumamos la trayectoria perpendicular de casi todas las puñaladas, y el volumen moderado de la hemorragia, tenemos razones para presumir que la acuchillaron post mortem.

El segundo detalle, el más desagradable y ominoso, el forense lo contrastó y certificó con la voz más fría que se escuchó aquella noche en aquella sala, que ya de por sí transmitía una gelidez insuperable:

–Semen en vagina y en recto.

Tomó varias muestras, tan ensimismado y metódico como si estuviera recogiendo cualquier fluido sin mayor interés, y las fue depositando en los recipientes apropiados para remitirlas al análisis genético. Miré a Chamorro de reojo. Permanecía impasible. Me entretuve en imaginar cuál habría sido su reacción varios años antes, cuando se iniciaba en el lúgubre negocio que compartíamos. Le habría costado mucho impedir que sus emociones la traicionasen, mantener la máscara impenetrable que la protegía ahora. Le habría costado, también, no expresar en palabras, tan pronto como tuviera oportunidad, aquello que sentía. Pero una vez acabada la autopsia, cuando salimos del tanatorio y nos encontramos de nuevo solos en el coche, su única observación fue:

–Por lo menos es un gilipollas que deja la firma.

No le respondí en seguida. Hay quien cree que los policías nos volvemos perros insensibles, y es cierto que uno debe aprender a no absorber todo el dolor que le circunda, pero yo no he conseguido ni creo que sea demasiado útil prescindir de los sentimientos. Me hacía cargo de que en mi compañera, como mujer, lo que habíamos estado viendo producía efectos particulares dignos de mi consideración.

–Si el homicida es quien tuvo relaciones con ella -precisé.

Chamorro me observó con cautela. Años atrás, pensé de nuevo, habría respondido más irreflexivamente a mi objeción. Pero ahora también ella se tomó su tiempo antes de volver a abrir la boca.

–Vale -admitió-. No hay desgarros y no tiene por qué ser una relación forzada con violencia. Pero pudo haber intimidación. Y tampoco una relación consentida excluye un posterior…

–Desde luego que no -concedí-. Tienes razón, alguien ha firmado y eso es algo, que bien podríamos no tener nada. Son las once, camarada. ¿Volvemos a la escena del crimen o nos tenemos piedad y dejamos de jugar por hoy a los policías? No sé tú, pero yo estoy reventado.

–La escena del crimen está vista -dijo Chamorro-. Los que ahora tienen que lucirse allí son los de criminalística, levantando buenas huellas si las hay. ¿O es que piensas echarles una mano en eso?

Parecía haber hecho una pregunta inocente, sin ninguna intención. Pero, al cabo del tiempo, podía percibir la mordacidad de mi compañera aun cuando la manifestara veladamente, como era el caso.

–Ya me conoces, Virginia. Sólo me gustan los trabajos meticulosos cuando tienen algo artístico. No me tira mucho limpiar manchas.

–Pues entonces…

–No vas a chivarte del escaqueo, ¿no?

–¿Para qué? Podrían ponerme a trabajar con un jefe todavía más rancio y más machista que tú, así que no creo que me interese.

–¿Soy rancio? ¿Soy machista? – pregunté, con sincero estupor.

–Tienes cuarenta años, y ya empieza a fastidiarte, aunque no te des cuenta, que otros más jóvenes se vayan haciendo con el mundo. Y eres un hombre, así que no tienes más remedio que ser machista. Bueno, podrías ser gay, o metrosexual, pero tampoco acabo yo de estar segura de que a una mujer le convenga más trabajar con eso. Los machistas sois más predecibles, y si se sabe llevaros, mucho más manejables.

Hice ademán de sujetarme al volante.

–Coño, Chamorro, ¿te has tomado algo?

–Coca-Cola Light, de máquina. No sé si le ponen algo en el tanatorio para animar a los deudos, pero yo no he notado nada raro.

–Me vas a permitir que prepare mi defensa para otro momento, porque ahora estoy hecho unos zorros. Pero creo que nunca he ofendido tu dignidad femenina. Incluso estoy dispuesto a recomendar que si algún día tienes un hijo, y hasta dos o tres, no te echen de la unidad.

–Si algún día tengo un hijo, ya me iré yo. Pero por ahora no necesito que te desgastes al respecto.

–Pues no te duermas, no vaya a pasarse el arroz.

Mi compañera esbozó la primera sonrisa de aquel día.

–Qué respetuoso de mi dignidad femenina es ese comentario.

–Sólo me preocupo por ti. Los treinta están ya encima…

–No te preocupes tanto. Ahora las mujeres somos fértiles durante más tiempo. Al contrario de lo que sucede con la fertilidad de otra cosa, que parece que va disminuyendo sostenidamente.

–Yo ya he acreditado mi aptitud una vez. Y no estoy por repetir. Debo salir adelante con un sueldo modesto.

–Qué bien tener esa coartada.

–Vale -resumí-, llegados a este punto sólo me queda arrestarte o invitarte a una caña y alguna ración de algo, dondequiera que sea posible encontrar eso a esta hora en este pueblo. Sabes que me repugna abusar del mando, así que, y sólo a condición de que no te me pongas burda y lo interpretes como acoso sexual, ¿me permites invitarte, mi cabo?

–Vamos, tira y deja de chinchar -replicó, relajando el gesto.

Meneé la cabeza.

–Ay, Chamorro, con lo disciplinada, lo prudente y lo modosita que eras al principio, cómo te estoy malcriando.

–Tranquilo, me malcría la vida.

–Bien, pero mañana conduces tú -dije, mientras arrancaba-. No por nada, sino porque soy un machista y se me pone en los cojones.

–A tus órdenes siempre -se sometió, con dulce mansedumbre.

–Mejor así. Y ahora vamos a ver dónde nos dejamos envenenar.

Mi comentario, aunque no era más que una manera de hablar, resultaba injustamente despectivo. El pueblo que aquella vez nos había tocado en suerte era bastante decente. Un lugar de larga historia, con un casco antiguo señorial y varios edificios de cierto valor arquitectónico. Hasta tenía obispo, que eso sí que era nivel, porque por lo común los sitios con obispo son de la pasma, y a los guardias como mucho nos dejan municipios con arcipreste para velar por la salvación de los fieles. Ni a Chamorro, que era ex practicante, ni a mí, que era más o menos ex creyente, nos hacía mucha falta ese servicio, pero al fin y al cabo, y aunque sólo fuera por el hecho de trabajar en el país otrora campeón de la católica cristiandad, no podíamos dejar de tomar nota del detalle. Otra ventaja, teniendo en cuenta la premura con que habíamos tenido que desplazarnos hasta allí, era que el pueblo se hallaba en la provincia de Zaragoza, no muy lejos de Madrid y con buena comunicación por carretera. Mientras conducía hacia el centro, y aunque el cansancio me invitaba a desconectar, la inercia de mis pensamientos me llevó en cambio a repasar los hechos desde el principio. Es ésta, la de andar recapitulando siempre, una tediosa manía policial.

El comienzo, es decir, el momento hasta el que podía a aquellas alturas retrotraerme con mediana certeza, era el hallazgo del cuerpo. Un hecho que por lo común se decide de forma fortuita, pero ese capricho del azar resulta de gran trascendencia para dilucidar cómo y qué podrá uno investigar más adelante. En el caso de Neus Barutell, el modo en que la descubrieron resultó hasta cierto punto favorable para nosotros. El cadáver apareció a las pocas horas de la muerte y en el más que probable lugar del crimen, la casa de campo de la que la víctima era propietaria en las afueras del pueblo. La infortunada que hubo de pasar el trago fue su ayudante personal, quien siguiendo instrucciones de la periodista se presentó aquella mañana en la finca, donde Neus tenía su refugio y también su lugar de trabajo para los momentos en los que deseaba desconectar del mundo exterior. La ayudante, persona de total confianza, disponía de llave de la casa, por lo que pudo entrar por sí misma en ella. Después de hacer notar su presencia desde la planta inferior, y al no obtener respuesta, decidió subir a la planta donde estaban las habitaciones. No observó nada anómalo hasta que llegó a la puerta del dormitorio de Neus, que encontró cerrada. Golpeó dos veces, o quizá tres, nos precisaría después cuando la interrogamos, demostrando ser tan puntillosa como, dicho sea de paso, sugería su apariencia y su forma de comportarse. Pasados unos segundos, se resolvió al fin a abrir la puerta. Y entonces fue cuando lo vio todo. Eran, la ayudante recordaba también la hora, las 10.45 de la mañana.

Sonaba verosímil, porque los del puesto habían anotado que la llamada se había recibido a las 10.49. A partir de ahí, se desencadenó el circo más o menos habitual, con las peculiaridades del caso y, muy destacadamente, las derivadas de la identidad de la víctima. El sargento Rueda, que fue quien obtuvo in situ la revelación de que la muerta no era una desconocida, avisó al teniente Castaño, al mando del puesto, quien a su vez retransmitió sin demora la noticia a la comandancia de Zaragoza. Tras un par de pasos intermedios, a las 11.35, y aquí comenzaba la parte del cuento que a mí me afectaba, el comandante Pereira, bajo cuyo yugo desempeñaba mi labor, irrumpía en mi humilde garito, donde Chamorro y yo ordenábamos papeles de otro muerto. Con su habitual dejadez a la hora de hablar, que le exigía a uno esforzarse para oír sus palabras, nos espetó sin más trámite:

–Vila, Chamorro, mochila y coche. Os explico camino del garaje.

Como conocía al comandante, y él sabía que yo le conocía, lo que siguió fue casi automático. Le encargué a la guardia Salgado que terminara ella de organizar los expedientes que Chamorro y yo debíamos dejar a medias, y nos reunimos con Pereira cuando él ya avanzaba por el pasillo. No parecía muy feliz, aunque eso no tenía nada de excepcional. A veces daba en pensar que era demasiado agónico para aquel destino, aunque otras dudaba si su talante siempre insatisfecho no era, por otro lado, el que más convenía a la jefatura que ejercía.

–Se han cargado a una tía de la tele, en Zaragoza -explicó, con su laconismo característico-. Así que habrá la soplapollez de siempre pero elevada al cubo, para que os vayáis preparando. No hace ni una hora que la han encontrado y ya me han llamado para que vayamos nosotros. Mi mejor gente, me han pedido. ¿Eres el mejor, Vila?

Sopesé con precaución mi respuesta.

–Yo no, mi comandante, pero Chamorro quizá.

–Es igual, hombre, no te lo tomes al pie de la letra. Tampoco me importa lo que me pidan. Sois los dos que puedo mandar ahora. Si no les gustáis que me den más tiempo y les hago un casting.

–En todo caso la cabo y yo lo consideramos un honor.

–Vila, no te cachondees de mí, que me doy cuenta. Toma un poco de pasta. – Me tendió un puñado de billetes de cincuenta-. Para ganar tiempo firmaré yo el vale de caja, así que no te lo gastes en vicios, o haz lo que te salga del nabo, pero me justificas hasta los porros que te fumes.

–Eso jamás. Estoy limpio, mi comandante.

–No sé yo. A saber qué hacías cuando estabas en la Facultad de Psicología. Seguro que allí hasta los catedráticos eran porreros. Volviendo a lo de la muerta: Neus Barutell, supongo que te suena. O bueno, como tú eres un intelectual y un bolchevique a lo mejor no ves tele.

–No veo mucha tele, pero me suena. Y ya sabe que yo soy del PGC.

–¿De qué?

–Partido de la Guardia Civil. Apolítico, mi comandante.

–Ya. Perdona que no me lo crea. Bien, el asunto. Detalles que me hayan contado: una pila de puñaladas por todo el cuerpo, apareció en su dormitorio, ambiente más o menos íntimo y vestigios de diversión. El resto tendrás que averiguarlo tú con tu perspicacia y la de la cabo. Chamorro, cuídamelo, que rojo y todo le hemos cogido cariño.

–Lo cuidaré si se deja, mi comandante.

Habíamos llegado ya junto al coche.

–Pues venga. Echando leches. Y que no os multen.

–¿Y cómo se come lo uno con lo otro? – pregunté.

–Joder, ¿es que no sabes dónde están los radares, como cualquier conductor de este puto país? Lo que te digo es que ya estoy harto de mandarles oficios a los de Tráfico para justificaros las urgencias y que os quiten las denuncias. Se chotean de mí. Me dicen que si tan mal organizamos nuestro trabajo que estamos siempre de urgencia.

Por suerte (en fin, si es que eso podía considerarse una suerte), solíamos tener en el maletero del coche un bolso de viaje con alguna ropa limpia y un par de mudas, para casos como aquél. A las 11.45 salíamos del recinto de la Dirección General, donde teníamos la oficina, y a las 13.50, obviamente sin sujetarnos a los límites de velocidad vigentes, pero sin que ningún radar registrara nuestra incívica conducta, llegábamos al pueblo y nos encontrábamos en la gasolinera que había a la entrada con el sargento Rueda, nuestro guía hasta el lugar del crimen. Estaba algo nervioso, en congruencia con la situación.

–Los de policía judicial de Zaragoza os están esperando -explicó-. Ya ha venido el juez, y me imagino que estará a punto de dar permiso para levantar el cadáver, si no lo ha hecho ya. Por ahora no tenemos prensa, gracias a Dios. La casa está en un sitio más o menos apartado, ya veréis. Pero tampoco creo que tarden. Supongo que hay tantas posibilidades de que los funcionarios del juzgado no se hayan ido de la lengua como de que a Zidane lo fiche el Real Zaragoza.

–Chamorro no entiende de fútbol, tendrás que explicarle el chiste.

Rueda observó a mi compañera con incredulidad.

–Zidane, el del Madrid, ese que… -aclaró, solícito.

–Ya sé quién es -refunfuñó Chamorro-. No le haga caso, mi sargento, es sólo por fastidiarme. Entiendo yo más de fútbol que él.

Llegamos a la casa cuando salía el juez. Era un hombre de unos cuarenta años, con algo raro en el rostro. Luego descubrí qué: tenía mohín de llevar gafas, aunque no las llevaba. Deduje que era uno de esos que, recién liberados por vía quirúrgica de la miopía, aún no se han hecho del todo a no necesitar las lentes. Venía con gesto hipercircunspecto, también conocido como cara de juez, y lo acompañaban un capitán, un teniente y un oficial de paisano a quien ya conocía de alguna otra verbena: el capitán Navarro, de la comandancia de Zaragoza. Chamorro y yo, ajustándonos a nuestra condición de subalternos, nos echamos a un lado para dejar pasar a la comitiva de líderes. Entonces Navarro me reconoció, alzó las cejas e hizo ademán de pararse, pero con una mirada le rogué que se abstuviera y por fortuna me entendió. Aunque fuera una deferencia por su parte, prefería no ser presentado aún a su señoría como el enterado de Madrid al que se suponía capaz de desenredar la madeja. Si podía elegir, prefería no ser presentado nunca a su señoría, aunque me constara que era improbable que se cumpliera mi deseo. No porque tuviera nada contra aquel hombre o contra su profesión, que la mía me obligaba a respetar, sino porque los peones no tienen mucho que ganar confraternizando con los capataces.

Sin el juez delante, y mucho más cómodos por tanto, entramos a examinar el escenario del crimen. Era un dormitorio enorme, decorado al estilo rústico, con cuadros auténticos. Navarro me pidió:

–Echadle un vistazo rápido. Ya le hemos sacado todas las fotos y el juez nos ha apremiado para que la retiremos y la cubramos. Nos ha responsabilizado especialmente de que nadie la vea así.

–Debe de creerse que somos paparazzi -apuntó el teniente.

–Ya me gustaría a mí -dijo, dándose por aludido, un cabo que en ese momento volcaba en un ordenador portátil las fotos archivadas en una cámara digital-. No tendría tantas trampas como tengo, eso seguro.

Nos acercamos al cadáver. Neus estaba tumbada boca arriba con los brazos extendidos a lo largo de los costados y las piernas ligeramente entreabiertas. Le habían cerrado los ojos, y como me constaba que los nuestros no lo habrían hecho, sólo pude pensar en su descubridora o el asesino. Había una mediana cantidad de sangre. También había restos de algo grumoso que parecía nata montada. Se los señalé al capitán.

–¿Y esto?

El capitán me señaló a su vez una prueba que, debidamente protegida por una bolsa transparente, reposaba sobre la mesilla de noche. Era, en efecto, un bote de nata en spray, de los usados en repostería.

–Para endulzar -conjeturó-. Y mira esto otro.

Sobre la otra mesilla había una papelina con restos de polvo blanco.

–Farlopa -dijo Navarro-. Buena, según Recio, que es nuestro yonqui. Vamos, que estuvo un par de años en fiscal y antidroga.

–Pobrecilla -opinó Chamorro-. Lo que habrá que oír y leer, cuando la máquina de esparcir mierda se ponga a funcionar.

–No creas -dije-. Es una de los suyos. Se conjurarán para protegerla. Por lo menos al principio.

–¿Tú crees? Aquí ya nadie se preocupa de nadie. Sólo del euro.

–Te digo yo que esto será diferente, ya verás. Por lo menos durante un tiempo. Para una vez que puedo esperar una pizca de escrúpulos de los buitres, no me arruines la ilusión, mujer.

–Nada más lejos de mi ánimo.

–Tampoco es para tanto, no os pongáis tan estrechos -intervino el capitán Navarro-. A la coca le da la gente más ilustre. Si nos dejaran hacer análisis a la salida de una recepción real o de un club náutico, es sólo una hipótesis, habría mogollón de positivos. ¿Y no veis los programas de sexo de la tele? Utilizar aditamentos alimenticios es algo que aconsejan los expertos para romper la rutina conyugal.

–Con todo y con eso, ya podemos prepararnos -insistió Chamorro.

–Hablando de rutina conyugal. ¿Y el legítimo? – pregunté.

–Buena pregunta -aprobó el capitán-. Lo localizamos hará un par de horas. Estaba en la casa que la parejita posee en la Costa Brava. Ya sabes que a los ricos les gusta ocupar cuantos más trozos de planeta mejor, es su manera de marcar paquete. Una en Barcelona, otra aquí, otra en Madrid, otra en la Costa Brava. Tú o yo nos tenemos que apañar en el pisito, lo mismo si la familia se lleva bien como si no, pero éstos están cada uno en una casa diferente y todavía tienen dos vacías.

–¿Os han dicho que hubiera algún problema entre ellos?

–No, yo qué sé, era un decir -se excusó el capitán-. Eso tendrás que preguntárselo a la Eduvigis que la encontró, que por cierto la tenemos esperándote en el puesto, o al maromo, cuando llegue.

–¿Eduvigis? – se extrañó Chamorro.

–Bueno, en realidad se llama Mari Chel o Mari Chal, o una de esas cosas raras que les ponen los polacos a las niñas, para dar por culo. Te digo Eduvigis porque ya la verás. Lleva unas gafas cuadraditas de color fucsia y me da que es de las que limpian con una servilleta las cucharillas antes de usarlas para remover el café.

Navarro era de Extremadura, uno de los graneros tradicionales del Cuerpo, y no hacía muchas concesiones a la diplomacia. Pero todo podía cambiar. Si la cosa le iba bien, y podía irle, porque sólo tenía treinta y cinco años, no cabía excluir que un buen día se viera de coronel departiendo en un acto oficial con algún conseller de algo. Y ya se cuidaría entonces (para poder seguir acariciando la idea que en ese momento ocuparía todos sus sueños, ponerse en la hombrera las divisas de general) de pronunciarse con la rudeza que acababa de exhibir.

Meritxell Palau i Riquer, como según el DNI que portaba averiguamos después que se llamaba exactamente la ayudante de la difunta, nos esperaba en efecto en la casa-cuartel. Y algo de razón llevaba el capitán, no en cuanto a los motivos que habían determinado a sus padres para elegir cómo cristianarla (comprobé que era oriunda de Vic, zona ancestral y genuinamente catalanoparlante), sino en lo tocante al carácter un tanto melindroso que le había atribuido. Llevaba los zapatos impolutos, un pantalón beige de raya trazada con tiralíneas y una chaqueta de ante sobre la que jamás había caído una gota de nada. Y había que ver cómo miraba en su derredor. Aquella casa-cuartel era de las viejas, y los presupuestos para renovar el mobiliario y repintar nuestras instalaciones no son tan holgados como cabría desear.

Por lo demás, Meritxell era ese testigo fiable, inteligible y meticuloso con el que todo investigador sueña, y más cuando se enfrenta a lo contrario, a la gente confusa, balbuceante e imprecisa que el exceso de teleseries, telerrealidad y teledeporte va irreparablemente convirtiendo en el grueso de la población. Nos dio exhaustiva cuenta de cómo había sido el hallazgo del cuerpo, incluido el detalle, que anoté, de los ojos ya cerrados. Y aún pudimos ir más allá. Tras una vacilación momentánea (acaso imputable a algún automatismo que la llevaba a presumir que un sargento de la Benemérita era un ogro cavernícola mientras no se demostrara lo contrario) consintió en informarnos también acerca de cuestiones más personales, como su relación con la víctima.

–Sí, se puede decir que yo era su persona de confianza -admitió, no sin que un cierto rubor asomara a sus marfileñas mejillas-. De hecho, si quedamos aquí hoy es porque habían unas cuantas cosas que teníamos pendientes y que sólo podíamos resolver quitándonos del barullo de Barcelona. Ella prefería que ciertas cuestiones las despacháramos ella y yo solas, sin que nos estorbase nadie. Para eso veníamos aquí.

–¿Y cómo es que no vinieron juntas? – preguntó Chamorro.

–A veces Neus necesitaba también aislarse completamente. Ustedes a lo mejor no entienden esto, lo que es la vida de una persona con una imagen tan brutal, alguien a quien todos reconocen por la calle. Más de una vez lo hacíamos así. Ella se venía sola el día antes y yo me reunía con ella a la mañana, como habíamos quedado hoy.

–Entonces ella vino aquí ayer.

–Sí, ayer.

–¿A qué hora, lo sabe usted?

–Yo me despedí de ella a las dos de la tarde, más o menos. Luego me llamó desde el coche a eso de las cinco y media, mientras venía de camino. Pero no sé a qué altura estaría. Hablé otra vez con ella a las siete y ya estaba en la casa. Ponga que pudo llegar sobre las seis.

–¿Y no volvieron a hablar?

–No. – Meritxell puso de pronto un gesto melancólico-. Esa llamada que le digo, la de las siete de la tarde, fue la última. Aunque luego intenté hablar con ella sobre las ocho, pero entonces ya no me respondió.

–¿Que no le respondió? ¿Y eso no le hizo preocuparse?

Meritxell observó a Chamorro con una expresión difícil de definir. Por lo que dijo a continuación, trataba una vez más de hacernos comprender a nosotros, pobres ciudadanos vulgares y anónimos, las complejas vicisitudes psicológicas de una persona célebre.

–A partir de cierto momento, Neus apagaba el móvil. Era su costumbre. No tenía por qué preocuparme.

–¿Y no la llamó al fijo?

–Desde luego que no. Era algo que podía esperar. Si ella apagaba el móvil significaba que sólo podía llamarla si había un incendio, y ni siquiera entonces en cualquier caso. Antes tendría que pararme a considerar si lo que se quemaba era lo bastante importante.

–Ya -recapitulé-. De modo que no sería una conclusión precipitada si dedujéramos que anoche Neus deseaba que nadie la molestase.

–No, no lo sería -aprobó mi razonamiento Meritxell.

–¿Le parece a usted que podría ser porque tuviera alguna compañía?

La ayudante de Neus Barutell captó, cómo no, que aquélla, tras los inofensivos preámbulos, era mi primera tentativa decidida de irrumpir en la más delicada intimidad de su jefa. Eso la descolocó un poco, y también hubo de violentarla, pero más valía que se fuera acostumbrando a la situación, porque las circunstancias de la muerte no me dejaban más opción que seguir internándome en ese jardín.

–Podría ser -dijo, con voz apenas audible.

–¿No sabe usted si ése fue efectivamente el caso?

Aquí Meritxell enrojeció hasta la raíz del cabello.

–No, no lo sé. No me dijo que viniera con nadie.

–Pero no le daba a usted siempre explicaciones a ese respecto.

–No, no me las daba.

Observé a mi testigo. Se estaba portando bien, y la estaba llevando a un terreno que tenía que resultarle resbaladizo. Me pareció que debía echarle un cable, no agobiarla en aquel momento prematuro.

–Voy a exponerle una hipótesis, señora Palau, y usted dígame sólo si le parece descabellada o no. Voy a suponer que la señora Barutell pudo quedar ayer con alguien, y que para encontrarse con él sin estorbos vino precisamente aquí y decidió quedar incomunicada a partir de algún momento entre las siete y las ocho de la tarde. ¿Cree usted que mi suposición podría contar con algún fundamento?

–Sí, podría -dijo Meritxell, tragando saliva.

–Y abusando de su amabilidad, que le agradecemos mucho, déjeme decírselo ante todo, ¿sería capaz de proporcionarnos algún nombre que nos ayudara a sustituir ese alguien indeterminado?

En ese punto percibí que la estaba acercando al límite. Sus manos sudaban a chorros, y apenas le salió un hilo de voz cuando dijo:

–No en este momento. Déjeme pensar. No hay nadie en concreto de quien yo tuviera conocimiento, tendría que tratar de imaginarlo, y la verdad es que ahora no estoy en las mejores condiciones para…

–Está bien -la alivié provisionalmente de esa carga-. Ya hablaremos con más tranquilidad. En otro momento. Sólo déjeme hacerle una última pregunta. ¿Era normal que la señora Barutell y su marido llevaran vidas separadas, como parece que llevaban en estos días?

–No era anormal -murmuró, apenas audible.

–Muchas gracias, señora Palau. Nos ha sido de mucha ayuda.

Terminamos de interrogar a Meritxell hacia las tres y media. A esa hora, la noticia corría como un reguero de pólvora por todas las agencias, aún con poco detalle: «Neus Barutell, hallada muerta en su casa de campo». A las 16.05, cuando el marido de la víctima, Gabriel Altavella, llegó al pueblo, un enjambre de cámaras registró la imagen. Le vi bajar, con semblante descompuesto y un cansancio que le hacía viejo y frágil. Siempre había intuido a un hombre muy distinto tras los libros que escribía. Y la investigación de aquel caso, que me iba a llevar a conocerlo con tanta profundidad como nunca habría imaginado, aún había de depararme algunas otras revelaciones inesperadas.


CAPÍTULO 2


ENTES AUTÓNOMOS

Antes de llevárselo a la boca, Chamorro dejó escurrir con meticulosidad casi exasperante el aceite del pimiento que había pinchado con su tenedor. Para ser franco, no le agradecía esa clase de gestos. Al verla tan escrupulosa, tenía la vívida sensación de que toda la grasa que yo desaprensivamente tragaba se iba depositando en tiempo real en el perímetro de mi abdomen, bajo mi barbilla y en otros alojamientos indeseables. Nunca he padecido de un sobrepeso significativo, pero tan pronto como rompo el ascetismo alimentario (al que por regla general me inclina la escasez de mi renta disponible, algo bueno tenía que tener) los efectos se hacen perceptibles allí donde más humilla a un varón que a ritmo lento pero inexorable camina hacia su decadencia. Chamorro, por el contrario, y dejando aparte la ventaja de su juventud, acreditaba tal disciplina en la mesa que desde que la conocía no me constaba que hubiera estado jamás expuesta a la sordidez de andar preocupándose por si le apretaba o no la cinturilla del pantalón.


–Qué manía de empapuzarlo todo en aceite -protestó, para dejar todavía más en evidencia mi negligencia al comer aquello tal cual.

–Es de oliva, el más sano -salí en defensa del establecimiento.

–Sano es cuando está crudo, no requemado como éste.

Era verdad que el lugar al que habíamos ido a parar no habría conquistado un cuarto de estrella en la Guía Michelín, ni aun en el supuesto de que a alguno de sus inspectores lo hubieran conducido hasta allí a punta de pistola o bajo cualquier otra coacción que le sugiriera la conveniencia de mostrarse benévolo. Era un mesón a medio camino entre el bar y el restaurante, y lo que estábamos comiendo eran restos de las tapas del día, porque, según nos había informado el hombre que parecía ejercer funciones de gerente, la cocina ya estaba cerrada. Con todo, los años que llevo rodando por ahí como perro policía me han proporcionado la ocasión de roer peores huesos y en peores platos.

–Tienes un paladar inadecuado para el lugar que ocupas en el mundo, Virginia -me burlé-. Mientras sigas en esto conmigo, tendrás más pimientos aceitosos que centollo. Tal vez deberías pensar en buscarte un buen marido que te sacara de la calle. Qué sé yo, un promotor inmobiliario, un intermediario hortofrutícola, o cualquier otro hombre de provecho que pudiera llevarte a los locales que mereces.

Chamorro me observó con semblante fatigado. Ya había escuchado antes de mis labios aquella maldad, u otras bastante parecidas, y estaba más que preparada para no dejarse irritar por ella.

–No voy a picar, mi sargento -dijo al fin-. Pero ya que me hablas de buscar marido, ¿qué te ha parecido el que se buscó Neus?

Si se prescindía de la hora y del agotamiento que hacía mella en mí, la pregunta de mi compañera resultaba tan perspicaz como oportuna. El hombre al que se refería no dejaba de ocupar mis pensamientos.

–Pues verás -dije, tras largarle un buen sorbo a mi cerveza-. El caso es que para mí resulta difícil analizarlo con objetividad. ¿Quieres saber algo que te permitirá reírte a placer de tu superior y maestro?

–O sea de ti…

–O sea de mí.

–No es una oferta muy tentadora, eso puedo hacerlo a menudo.

Había soltado su pulla así como al descuido, con la mirada perdida en la tenue espuma de su cerveza sin alcohol de 0,0 grados.

–No hasta el punto que podrás si te cuento esto.

–Desembucha -pidió, probándome que la intrigaba.

–Hace muchos años -recordé-, cuando yo estaba aún en la facultad trasegando los delirios de los paranoicos narcisistas que se dedican a etiquetar la mente de sus semejantes, tuve una historia con una compañera de la que me enamoré como un becerro. Me resultó bastante útil, porque la relación nunca fluyó bien y eso me ofreció la posibilidad de realizar un gran trabajo de campo sobre la neurosis utilizándome a mí mismo como cobaya. Pero lo que hace al caso no es esto, sólo te lo cuento para situarte. El hecho es que en una de mis patéticas y fallidas tentativas de retenerla a mi lado, di en regalarle un libro que por aquel tiempo me fascinaba: Las torres abatidas, de Gabriel Altavella.

Chamorro quedó sospechosamente pensativa.

–Bonito título -juzgó-. ¿Y no encontraste nada más pesimista, que la pudiera predisponer un poco más en contra de hacerte caso?

–Es que tendrías que haberme visto entonces. Era un tipo de lo más trágico, y llevaba ese talante a todos los extremos de la vida. Siempre iba vestido de negro, veneraba a Dostoievski, oía música de Mahler y de Bruckner y en vez de contar chistes soltaba citas nihilistas de Cioran. Lo más gracioso es que alguna vez llegué a creer que eso me hacía atractivo a los ojos de ella. De ahí regalarle aquel libro.

–Bueno, si estudiaba Psicología, cabe la posibilidad de que ella también fuera una colgada. A lo mejor no ibas tan descaminado.

–Sí, sí que lo iba. Cuando terminó la carrera hizo un master en Recursos Humanos. Mientras yo estaba aún comiéndome los puños en la cola del INEM, ella ya tenía un puesto en el que contrataba y despedía gente. Pero en fin, Paula no fue más que un eslabón de la deplorable cadena de mi currículum sentimental. Lo que trato de decirte es que a ese hombre al que hemos visto esta tarde yo le leía cuando era joven, y que durante un tiempo me pareció el no va más como escritor.

–El mundo es pequeño, y la vida sorprendente.

–No sabes tú cuánto.

–Has dicho me pareció -observó, con la finura que la caracterizaba-. ¿Eso quiere decir que ya no te lo parece?

Acabé mi cerveza. Ya no estaba fría.

–Tantas cosas cambian en veinte años -reconocí, melancólico-. No me acuerdo de una sola cita de Cioran, y cuando oigo a Bruckner me sigue pareciendo un genio, pero ya no siento ese misterio que me sobrecogía, sino el alma de un hombre anciano que ha aprendido demasiado. Y en cuanto a Gabriel Altavella, leí sus dos libros siguientes y te confieso que dejó de interesarme. Me dio la sensación de que empezaba a repetirse, de que dejaban de tener pulso sus historias y sólo se dedicaba a hacer sonar bien las palabras, malgastando su habilidad para ese arte. Las torres abatidas no lo he releído desde que se lo regalé a Paula. La verdad es que prefiero no hacerlo. Temo que sólo me sirva para espantarme de la ingenuidad y el atontamiento que me gastaba por aquella época. Y el joven que uno fue tiene derecho a ser recordado con respeto y con añoranza por el viejo en que uno se convierte.

Chamorro dibujó una sonrisa compasiva.

–No eres tan viejo, mi sargento. Y conste que ya sé que lo dices sólo para que te lo niegue. Es enternecedora esa necesidad que os entra a los hombres de que se os diga que seguís siendo unos chavales, cuando empezáis a verle las orejas al lobo. No quiero pensar qué sería de vosotros si tuvierais que enfrentaros a lo que nos toca a las mujeres. A la invisibilidad tan pronto como se te arruga un poco la manzana.

–No estarás pensando ya en eso, ¿no?

–No me queda mucho para tener que pensarlo. Soy consciente. Pero no me asusta. Hay cosas peores que dejar de sufrir a los babosos.

–Bueno, siempre te queda el recurso de Neus.

–¿Cómo dices?

–Lo que hizo ella. Casarte con alguien quince años mayor. Con pocas energías ya, que te moleste sólo lo justo. Luego enviudas a una edad aceptable y eres libre para divertirte con lo que salga. O te lo buscas, que ahora existe toda una oferta que las mujeres de antes no tenían.

Mi compañera asintió despacio.

–Si me hubieras dicho eso hace cinco años, te habría respondido que mi ilusión era casarme con alguien para siempre. Ahora, y después de haber visto y vivido unas cuantas cosas, lo que te digo es que me vale que quien sea, y durante el tiempo que sea, me acompañe, me haga sentir querida y no me dé la tabarra con estupideces. Ya se me ha pasado la edad de jugar a las princesas y también al escondite.

–Dios mío, es increíble la precocidad para el desengaño que tenéis las nuevas generaciones -me admiré-. Yo, a tu edad, todavía creía en la pasión. Hasta dudaría si ahora mismo, en algún momento de debilidad, no se me pasa por la cabeza la idea de volver a creer.

Me observó con un detenimiento y una intensidad inquietantes.

–Ya -dijo, mientras bajaba los ojos.

En aquel momento no me sentí excesivamente inteligente. Cualquiera con dos dedos de frente se habría percatado de que aquella conversación no era la más apropiada ni tampoco la más alentadora que podíamos mantener ella y yo a las doce y media de la noche, lejos de casa y con una muerta todavía reciente sobre nuestras espaldas. A veces uno busca evadirse del trabajo para relajarse, y resulta que es el trabajo (y sus avatares, fútiles o no) lo que sirve para aliviarle de otras cargas y otros problemas mucho más complicados e irresolubles.

–Volviendo al negocio y a tu pregunta, creo que si tuviera que resumir en una palabra lo que opino de la actitud del viudo y del parco testimonio que hemos podido sacarle esta tarde, no diría que estaba desolado, aunque le haya visto llorar. Tampoco diría que conmocionado, aunque en algún momento me haya dado sensación de aturdimiento. Si tengo que escoger un adjetivo, me inclino por uno que abarca a los otros dos, pero con un matiz: sobre todo, lo he visto fastidiado.

–¿Fastidiado? ¿Qué quieres decir?

Traté de afinar mis palabras. Lo que buscaba expresar no era sencillo, y yo mismo recelaba de ello. Temía dejarme influir demasiado por algo que, nos guste o no, nos pesa a todos sin remedio: el ínfimo punto del cosmos en el que la fortuna y nuestras obras nos han colocado, y desde el que incurrimos en la arrogancia de juzgar a los demás.

–Me refiero a que por encima y más allá del dolor, el horror y el etcétera que se da por descontado en un trance como éste, y que todos, queramos o no, representamos con mayor o menor oficio y mayor o menor convicción, incluso cuando nuestra pesadumbre es verdadera, lo que me ha llamado la atención de Altavella ha sido el aire que tenía de sentirse atrapado de pronto en una situación vejatoria, por la ligereza o la mala pata de su cónyuge. Una situación en la que tiene que dar explicaciones de cómo vive y por qué, alguien como él, acostumbrado a caminar por encima del bien y del mal, a recibir homenajes permanentes, a que sus admiradores le llamen maestro y sus enemigos se mueran de envidia. Y no quisiera ser injusto, pero me da que lo que más le revienta es tener que darles esas explicaciones a dos muertos de hambre como tú y yo, y pensar en algo que desde luego tiene razones para ir pensando, que la función no ha hecho más que empezar y que vamos a meter mucho más el dedo y la nariz en sus cosas.

–Bueno, eso es normal, a nadie le gusta.

–Claro que no. Pero compara su actitud con la de los últimos deudos con los que hemos tratado. Les han matado a alguien cercano, igual que a éste, les hemos tenido que mirar los fondillos, como todavía no se los hemos mirado al eximio escritor, y a pesar de todo eso, de sus labios no ha salido una queja ni han tenido el menor gesto de rechazo hacia nosotros. Todo lo contrario, se ponen en tus manos.

Mi compañera hizo chasquear la lengua.

–También estás comparando con una gente peculiar. No siempre nos encontramos con familiares como los que estás tomando de ejemplo.

–Es que a mí eso es lo que no me parece peculiar. Cuando te han matado a alguien cercano, lo natural es pensar que todo lo demás, tus propias incomodidades, incluso tus pequeñas miserias que salgan a la luz, son cuestiones secundarias, a las que resulta más bien indigno darles trascendencia. La gente sencilla, como la llaman los listos y los petulantes, es más sensata y está más cerca de la lógica profunda de la vida. Lo absurdo, por no decir algo peor, es preocuparse de cómo sales o dejas de salir en la foto cuando bajo tus pies se ha abierto la tierra y se ha tragado a uno de los tuyos. O será que yo soy un simple.

–No, no creo que seas un simple -se opuso-. Pero me da que exageras un poco. Puede que el tipo sea algo estirado, como les pasa a todos éstos, o como te pasaría a lo mejor a ti si la gente te reconociera por la calle y salieras en los periódicos y en la televisión. Pero tampoco ha dejado de estar en su sitio. Y me ha dado la impresión de que colaborará, le guste más o le guste menos que fisguemos en su vida.

–En fin, ya se verá -dije-. A lo mejor me precipito, pero tengo mis razones para andar prevenido frente a la soberbia de la gente que está demasiado imbuida de su valía y su talento. Tuve que padecer a unos cuantos así en la facultad y desde entonces aprendí a evitarlos.

–Eso te pasa por ser un intelectual, te diría el comandante.

–Ex intelectual, en todo caso. Y a mucha honra. Me refiero al ex.

–No te creo.

–Créeme. Si he llegado a amar la mugre de la calle, con todos sus inconvenientes, es porque me ha librado de la mugre de la palabrería.

–En el fondo, mi sargento, nunca dejarás de ser un poeta -se mofó.

–Cuéntaselo a Altavella, en un aparte que hagáis la próxima vez que le veamos, a ver si así aumenta su grado de empatía conmigo.

–¿Tú crees que serviría?

–No, la verdad es que no. Temería que le mandara un manuscrito y le pidiera ayuda para publicarlo. Temblaría al pensar en los versos que pudiera parir un picoleto, supongo que sólo imaginaría octosílabos rimados en asonante y llenos de sentimientos campestres y morales. En cuanto me viera, saldría corriendo como alma que lleva el diablo.

–Oye, entonces creo que sí se lo voy a decir -amenazó, riéndose.

–Sí, seguro que ibas a divertirte. Pero más valdrá que nos tomemos un poco en serio el servicio. Ese tipo es ahora nuestro reto. Sea como sea, y nos guste o no, tenemos que ganarnos su confianza.

Éramos los últimos clientes que quedábamos en el local, y al echar una ojeada a la barra sorprendí en la camarera que seguía limpiándola, aunque ya estaba más que limpia, esa mirada de odio legítimo de quien no puede irse a casa porque unos idiotas inconscientes no encuentran mejor lugar para perder el tiempo que aquel donde el afectado trabaja. Nunca he sido camarero, pero siempre he admirado la abnegación que se requiere para sobrellevar la dureza de la profesión, y he conocido también alguna vez la contrariedad de no poder irme a casa porque a alguien le apetece escucharse a sí mismo a deshora y decide entregarse a ese vicio con acompañamiento de un público cautivo. Por respeto y por solidaridad, pues, pedí sin demora la cuenta.

Al salir a la calle nos recibió el aire fresco de la noche. Estábamos a finales de mayo, pero allí todavía caía bastante la temperatura en cuanto se iba el sol. Era una noche clara y despejada, con una luna a medio crecer, a cuyo resplandor se distinguía leve y fantasmal la cumbre predominante de la cordillera próxima. Siempre me ha gustado caminar en el silencio de la madrugada por las calles de los pueblos, y más cuando de pronto lo quiebra el tañido de las campanas. Sonaron las que daban la una, ahogando durante un instante bajo la aguda vibración del metal el ruido de nuestros pasos sobre el pavimento.

–Estoy recordando todo lo que nos ha dicho -habló Chamorro en voz queda-. Al margen de su actitud hacia nosotros, o de cómo reaccionara ante la situación, no acabo de entenderle. ¿Qué relación mantenía con su mujer? Te confieso que me despista. Lo fácil sería pensar que era un matrimonio que ya sólo guardaba las apariencias, que cada uno iba por su lado y que por tanto su pena es relativa. Pero no creo que sea tan sencillo. Su dolor parecía verdadero y profundo.

Sopesé las palabras de mi compañera. Después de unos cuantos años trabajando juntos, había aprendido a valorar su intuición. Chamorro era observadora y desapasionada, y por carácter y formación estaba felizmente exenta del afán de confirmar ideas preconcebidas sobre nadie, lo que le daba una destreza especial para calar a la gente.

Pero para juzgar y situar debidamente la apreciación de mi subordinada, no sobrará detallar cómo había transcurrido nuestro encuentro con el viudo. Por razones jerárquicas y protocolarias, dejamos que fueran los capitanes al mando quienes se encargaran de la recepción oficial. También fueron ellos, y no tuvimos ningún interés en reemplazarlos, quienes acompañaron a Gabriel Altavella al interior de su propiedad para echar una ojeada al lugar del crimen. Ya no estaba allí el cuerpo de su esposa, aunque los nuestros seguían recogiendo, etiquetando y fotografiando vestigios minuciosamente. Si antes de realizar esa visita el rostro del viudo ofrecía bastante mal aspecto, al salir lucía como si hubiera comido un par de docenas de ostras echadas a perder. Fue entonces cuando el capitán Navarro nos lo confió, con el encargo ingrato y añadido de que le lleváramos al tanatorio para ver cómo habían quedado los restos de su esposa e identificarlos.

–Yo debo seguir por aquí, supervisando a mi gente -se excusó ante el escritor-. Tenemos mucho trabajo para recoger las huellas en una casa tan grande, y me gustaría cerciorarme personalmente de que todo se hace como se debe. Pero le dejo en buenas manos, con el sargento y la cabo. Y le ruego que les atienda, hasta donde su ánimo se lo permita. Vienen de Madrid, son nuestros especialistas en homicidios.

Como sabía que el capitán no iba a coger unas pinzas para buscar pelos ni así se hallara bajo los efectos del LSD, me percaté de que estaba escurriendo el bulto. Pero no podía protestar, primero porque sólo soy suboficial, y segundo porque había una tarea que nos correspondía a nosotros y no era mala idea comenzarla con aquel trámite. De modo que invitamos a Altavella a subir a nuestro coche, y con él a bordo salimos a enfrentarnos a la horda de periodistas que esperaba a las puertas de la casa. Hice sonar la sirena y metí unos cuantos destellos con las luces largas para advertirles que no iba a andarme con contemplaciones. El aviso surtió efecto: como el mar Rojo ante Moisés, se apartaron para dejarnos pasar. Nuestro pasajero iba cabizbajo, y así quedaría registrado en la fotografía que pese a todo lograron hacerle.

Durante el trayecto de la casa al tanatorio, Gabriel Altavella apenas despegó los labios. Sólo recompensó con algún murmullo monosilábico mis esfuerzos por darle conversación, en los que por respeto me abstuve, aún, de decirle nada que pudiera interpretar remotamente como una aproximación de carácter inquisitivo. Aproveché para observarle por el retrovisor. Su mirada se perdía en el paisaje que iba desfilando al costado de la carretera y en su expresión había un infinito desánimo. Parecía un hombre que, tras haber conocido la desesperación mucho tiempo atrás, hubiera llegado a la conclusión de que vivir y morir no eran más que formas diversas del mismo engorro. No movía un músculo de la cara, y tampoco lloraba, ahora (antes, al salir de la casa, le había visto enjugarse unas lágrimas). Iba en el coche, se dejaba llevar, pero en el fondo no estaba allí. Trataba de representarme por dónde estaría vagando su imaginación en esos instantes. Por el pasado compartido con la difunta, tal vez. O acaso por el espacio del que había tenido que ausentarse repentinamente para venir a hacerse cargo de ella. Mientras discurría todo esto reparé en que casi sin querer mis elucubraciones se mezclaban con retazos borrosos de sus historias y de sus atormentados personajes de ficción, con los que tal vez resultaba torpe y arbitrario por mi parte adjudicarle alguna semejanza.

En el depósito de cadáveres, antes de pedir que nos abrieran la cámara frigorífica, le di una última oportunidad de ahorrárselo:

–Si resulta muy penoso para usted, le recuerdo que se trata de una persona de identidad notoria, y que ya la ha reconocido la señora Palau. No tiene que pasar por este trago si prefiere no hacerlo.

Altavella meneó la cabeza.

–El capitán me ha dicho que es mejor para completar las diligencias contar con la identificación de los parientes. Si es así, ni tengo ni debo tener ninguna objeción. Además, el oficio al que me dedico exige que uno sepa mirar y no tenga nunca miedo de ver. Adelante.

Al hacer aquella reflexión en voz alta, se insinuó por primera vez en los labios de Gabriel Altavella algo semejante a una sonrisa. Era un trazo fatigado y descreído, como todo él, pero sonrisa al cabo.

No me gusta tutelar a nadie mayor de edad más allá de lo que él mismo desea ser tutelado, así que le indiqué al empleado del tanatorio que abriera la cámara y nos sacara el cadáver. Antes de levantar la sábana que cubría aquel rostro conocido por millones de personas, consulté con la mirada al hombre que había podido contemplarlo como pocos otros. Altavella asintió con la cabeza y se lo mostré.

Rara vez he podido percibir, al enseñar un cadáver a los parientes próximos, un empeño tan férreo en no dejar traslucir ninguna emoción. Sus facciones permanecieron inmóviles, y sólo en el fondo de sus ojos se abrió de pronto un abismo. En todo caso, supuse, tal abismo no debía de resultarle del todo novedoso al curtido y laureado novelista en quien la crítica había ponderado siempre su pulso a la hora de reflejar las profundidades más oscuras del alma humana. De nuevo dudé si no me estaría abandonando en exceso al influjo de viejas lecturas.

–Permítame -pidió-. Me gustaría verla entera. Es la última vez.

Cuando él tomó el extremo de la sábana, yo la solté y me eché un paso hacia atrás. La retiró sin exhibir la más mínima vacilación, con un cadencioso ademán que la recorrió de la cabeza a los pies. La expuso del todo y la contempló durante acaso diez, quince segundos. No hizo tampoco ningún gesto al ver las marcas de las puñaladas. Sólo ese abismo de los ojos, haciéndose cada vez un poco más hondo y negro. La volvió a cubrir con delicadeza, colocando casi maniáticamente el lienzo para que quedara lo más ajustado posible a las esquinas.

–Gracias -dijo, cuando hubo terminado-. Ahora indíqueme por favor dónde tengo que firmar que se trata del cuerpo de mi esposa.

–Salgamos, si no tiene usted inconveniente -le rogué.

–No, no lo tengo -declaró, con una extraña solemnidad.

Lo condujimos entonces a la casa-cuartel, donde nos aguardaba Meritxell Palau, enterada ya de su llegada. En el vestíbulo se fundieron en un abrazo desigual. Mientras la ayudante de Neus lloraba a moco tendido, el viudo seguía refrenando sus sentimientos. Los ojos se le humedecieron, pero no se le descompuso el semblante al decirle:

Meritxell, pobreta meva

Meritxell no pudo articular palabra alguna frente a aquella piadosa apelación del escritor. Sollozaba con espasmos que me impresionaron, después de la imagen un tanto rígida y sosa que nos había dado durante el interrogatorio al que la habíamos sometido.

Y por descortés que pudiera resultarle, eso mismo debimos hacer con Gabriel Altavella, practicarle un interrogatorio preliminar, después de que firmara la diligencia de reconocimiento del cuerpo. Se lo planteé tan suavemente como pude, pero no le sentó bien:

–¿No les parecería un gesto de humanidad esperar a mañana, y dejarme organizar ahora lo que se viene encima? – protestó.

–Le aseguro que no le entretendremos mucho -prometí, con mi tono más conciliador-. Pero tenemos que hacerle ahora algunas preguntas, para poder encauzar la investigación desde el principio.

–Está bien, soy su prisionero -rezongó-. Ustedes dirán.

No puedo ocultar que me molestaba algo la desconsideración con que aquel hombre me trataba. Por otra parte, y como ya me ocurriera con Meritxell Palau, me maliciaba que Altavella no estaba muy predispuesto a sentir simpatía por un guardia civil, y mucho menos a darle su confianza. Lo aceptaba, porque forma parte de mi trabajo y porque en el desempeño de mi labor, en otros escenarios y otras circunstancias más difíciles, he sufrido hostilidades bastante peores. Pero le habría agradecido que, como antes Meritxell, el escritor hubiera tratado de sobreponerse a sus prejuicios para ayudamos a resolver el crimen. Aquel sarcasmo con que se sometía a mi petición me movía a desesperar de que lo hiciera. Sin embargo, procuré no dejar que prevalecieran mis propios prejuicios, y me apresté a cumplir con mi deber como lo habría hecho con cualquier otro que no me perdonara la vida.

–En primer lugar -dije, midiendo cada palabra-, nos gustaría saber cuándo habló con su esposa o la vio por última vez.

Altavella me escrutó con recelo. O seguía siendo suficiencia.

–¿Cuándo la vi o cuándo hablamos? Son cosas diferentes.

–Infórmenos sobre ambas, si es tan amable.

Entonces bajó la cabeza. Pero habló con voz firme:

–La última vez que la vi fue hace tres días, el sábado por la mañana, cuando me fui a la casa de Gerona. Supongo que serían más o menos las diez y media cuando nos despedimos, si le importa el dato.

–Le agradezco la precisión.

–En cuanto a la última vez que hablé con ella, anteayer por la mañana. La llamé hacia las doce. ¿Quiere saber de qué fue la conversación?

–Sólo aquello que crea que puede sernos útil.

–¿Y cómo voy yo a saber qué sí y qué no? Nunca he sido policía.

–¿Hubo algo fuera de lo común en esa conversación?

–La llamé yo, para saber si quería acompañarme a una cena a la que me habían invitado este fin de semana. Una cosa más bien de rutina. La cena era para agasajar a un escritor norteamericano de visita en España al que mi editor, que también es el suyo, quería presentarme.

–¿Y qué le dijo ella? – preguntó Chamorro.

–Que no. Que le daba pereza tener que hablar inglés un sábado.

–¿Eso le dijo?

–Sí. Y es una razón tan buena como otra cualquiera. A mí los que me dan pereza son los norteamericanos, en general. Lo único bueno de todo esto es que ahora tengo una excusa para saltarme esa cena.

El chiste era de dudoso gusto, o cuando menos de dudosa oportunidad, pero a Altavella pareció hacerle gracia. Su sonrisa se intensificó basta alcanzar, casi, la anchura de una sonrisa humana corriente.

–¿Hablaron de algo más? – indagué.

–Nada relevante. De la casa de Gerona, que me la había encontrado bastante descuidada, y de si no sería conveniente coger a otra mujer que se encargara de tenerla al día. De alguna cuestión pendiente con el asesor, cosas de cheques, facturas, impuestos, etcétera. Más rutina.

–¿Notó algo extraño en ella en algún momento?

Altavella meneó la cabeza y recobró su sonrisa a medias.

–No, estaba de lo más normal. Muy ella. Como de costumbre.

Di en juzgar que el escritor no estaba respondiendo de la forma más prudente, siquiera fuera porque no debía de escapársele, a nada que recordara algunas novelas policíacas cuyo conocimiento no podía dejar de presumirle, que el hecho de estar casado con la fallecida lo designaba como miembro nato de la lista de sospechosos (y máxime teniendo en cuenta que todas las pruebas materiales apuntaban a un crimen pasional). Pero cada uno se comporta con arreglo a su idiosincrasia, y se veía que a Altavella le perdía el afán de resultar excéntrico.

–¿Y ésa fue la última vez, anteayer? – quise cerciorarme.

–Sí.

–De modo que ayer no hablaron en todo el día.

–No.

Tras el segundo monosílabo, tan seco y contundente como el primero, titubeé durante un instante, antes de atisbar por dónde seguir.

–Sí -agregó, como si yo, por mi infradotación intelectual o mi estrecha visión de la vida, necesitara una explicación complementaria-. La conclusión que está sacando es correcta, mi mujer y yo no nos llamábamos todos los días. Por si también le interesa la información, le puedo contar que tras ocho años de matrimonio ya habíamos superado la fase del cortejo, el embeleso y el no poder respirar el uno sin el otro. Si no teníamos nada concreto que decirnos, muy bien podíamos estarnos no uno, sino varios días sin hablar. Éramos entes autónomos.

Por primera vez, contemplé seriamente la posibilidad de que Gabriel Altavella fuera un cínico. Y debo confesar que esa idea me llevó, también por primera vez, a temer que tendría que tratar con alguien que iba a acabar cayéndome muy gordo. De joven, como casi todo el mundo, coqueteé con el cinismo. Es disculpable que un mozalbete atolondrado cometa el error de creer que puede jactarse de no tener fe en nada. Pero cuando eso lo hace alguien con una mínima edad y una mínima experiencia, a mis ojos se convierte en un imbécil cargante, a quien sólo soporto si me obligan. Y, como le pasa a cualquiera, llevo bastante mal verme forzado a hacer lo que no me apetece.

Puede que fuera este disgusto momentáneo lo que me empujó a ser un poco más incisivo de la cuenta en mi siguiente pregunta:

–¿Debo entender que había algún problema en su matrimonio?

Apenas dije estas palabras, me arrepentí del traspiés que acababa de dar. Mi propia compañera me buscó la mirada, con extrañeza. En cuanto a Altavella, alzó las cejas y abrió unos ojos como platos.

–Dios santo, creía que los policías usaban la lógica -exclamó.

Le entendí, cómo no, porque era eso mismo, haber dado un salto lógico desafortunado y prematuro, lo que ya me estaba recriminando, tan feroz como puntual, el enanito sádico que habita dentro de nosotros con la sola misión de zaherirnos cuando metemos la pata.

–¿Perdone? – pregunté, no obstante, haciéndome el bobo.

–Lo único que trato de contarle es que no estábamos todo el día llamándonos para decirnos monerías, que podíamos concedernos el uno al otro espacios de vida independiente. No sé qué problema es ése. Mucho más problemático sería lo contrario, en mi opinión.

–Ya -asentí, forzado a fingir lentitud-. De modo que su relación era buena, aunque no convivieran todo el tiempo.

–Razonablemente buena, sí -dijo Altavella, desafiante-. Nos entendíamos, habíamos aprendido a soportarnos casi todas las miserias, y a no hacerle soportar al otro las que no podía tragar. Si un matrimonio sobrevive ocho años, y más entre personas como Neus y yo, es que los dos miembros del equipo han negociado con la habilidad suficiente los términos para seguir adelante sin estorbarse más de la cuenta.

No era la descripción más romántica de la convivencia conyugal, pero tenía cierta consistencia, y al margen de que la compartiera o no, probaba que Altavella conservaba un cerebro en buen uso.

Ahora me tocaba dar el paso de veras comprometido, el que nadie con algo de juicio habría sentido el menor deseo de acometer. Tomé aire y me lancé sin vacilar, que es como conviene hacer estas cosas.

–Le pregunto todo esto porque parece que anoche su mujer estaba con otra persona. No sabemos si por voluntad propia o no.

Altavella me aguantó la mirada. Inspiró hondo.

–Y qué quiere que le diga -repuso-. Yo estaba en Gerona, trabajando. Ignoro si ella se había citado aquí con alguien. Es posible que sí. Desde luego no habría sido la primera vez. Yo no era su dueño.

Admití que el escritor acababa de demostrarnos algo que muchos de su gremio nunca consiguen: sabía ahorrar palabras. Dicho aquello, me quedaba muy poco con lo que justificar seguir reteniéndole.

–Está bien, señor Altavella. Habrá otras muchas cosas que tendremos que preguntarle, pero pueden esperar, soy consciente de que ya hemos abusado bastante de su paciencia. Sólo como formalidad final: ¿le consta que alguien pudiera desear la muerte de su esposa?

Gabriel Altavella dejó escapar una risa amarga.

–Mi mujer era una periodista de televisión -explicó-. Supongo que eso la hacía acreedora al odio de unos cuantos tarados. Yo mismo los he sufrido, sólo por haber alcanzado alguna notoriedad haciendo algo tan socialmente marginal como escribir literatura. Aparte de eso, no tengo ni puta idea de por qué nadie podía querer dañarla. Era una persona maravillosa, la más maravillosa que he conocido nunca.

Horas después, mientras conducía hacia el hostal donde íbamos a dormir, pensé que Chamorro no andaba descaminada en su diagnóstico sobre los sentimientos de Gabriel Altavella. A su manera, que acaso no fuera la de los demás mortales, en aquellas palabras, y en la voz que las había pronunciado, se dejaba intuir un testimonio de amor.


CAPÍTULO 3


HIS, NOT MINE

A medida que van pasando los años y me voy haciendo mayor, creo cada vez con más convicción que hay algo cierto y nítido entre todas las sombras irreductibles que conforman la condición humana: que la vida sea una cruz insoportable, o una aventura curiosa y digna de ser recorrida, es una cuestión en la que influye notablemente lo bien o lo mal que uno haya podido dormir la noche anterior. Puede que el axioma no valga tanto para los menores de veinte años, y que entre los veinte y los cuarenta conozca numerosas excepciones. Pero de cuarenta para arriba, dudo que haya muchos que se salven. Cuando has dormido mal, eres un despojo y poco importa que en el día te aguarde un programa repleto de festejos (ítem más, cada uno de esos festejos será en ese supuesto una estación más de tu vía crucis). Por el contrario, cuando has dormido bien, ya pueden salirte al paso los problemas más enojosos, que buscarás y encontrarás la manera de quitarles importancia y, en algún que otro caso, incluso el modo de resolverlos.


Esa noche dormí estupendamente. Supongo que fue por el agotamiento nervioso de la víspera y la sucesión de acontecimientos precipitados: el viaje, la tensión de dos espinosos interrogatorios, la autopsia y la ulterior tormenta de ideas con Chamorro. Lo cierto es que me levanté de un humor extraordinario, que no se dejaba ensombrecer por la perspectiva que tenía por delante, una jornada consagrada en exclusiva a las menudencias burocráticas de la investigación criminal. Después del levantamiento del cadáver, la toma de los vestigios materiales del crimen y el primer contacto con las personas próximas a la fallecida, aquel día, nuestro segundo sobre el terreno, nos correspondía abordar un sinfín de aspectos accesorios: búsqueda de eventuales testigos de los movimientos de la víctima o de personas sospechosas; rastreo de presumibles itinerarios; inspección de ropa, enseres, documentación y cualquier otra fuente de posibles indicios indirectos. Simultáneamente, otros miembros del equipo procederían a comprobar las huellas con las bases de datos y a obtener perfiles de delincuentes condenados por delitos similares y que pudieran haber actuado en el lugar y la fecha de autos. En fin, lo usual en la primera fase de la investigación, cuando el abanico es todavía demasiado amplio y hay que barajarlo todo para tratar de discernir una dirección precisa. Es el trabajo más aburrido y rutinario, por no contar que gran parte de él resulta baldío, y no oculto que prefiero con mucho el que se realiza en un momento posterior, cuando uno ya tiene una hipótesis que le guíe y actúa con la sensación de estar avanzando y no dispersándose en mil tareas. Sin embargo, aquella mañana me sentía animoso, y en condiciones de salir a desbrozar la selva sin dejar de silbar entre machetazo y machetazo.

Chamorro también parecía haber dormido bien. Por lo menos me la encontré despejada y amable cuando bajé a desayunar.

–El café está de repetir -me informó-, calentito y aromático. Y mira qué aceite me han dado para las tostadas.

Era bueno, de Priego de Córdoba, en una botellita de gourmet. Chamorro, según una costumbre meridional adquirida en la tierra donde durante gran parte de sus primeros años había vivido con su familia, Cádiz, solía desayunar pan con aceite de oliva. Y como el roce tiene esas cosas, me había pegado la afición. La verdad es que era un detalle por parte de los dueños del hostal, para lo que valía dormir allí. Nunca habría ocurrido en un hotel medio-bajo de una cadena, la otra clase de alojamiento que conocíamos. Ya se sabe que la prodigalidad no es una característica típica de las sociedades mercantiles.

–Acabo de hablar con el capitán. Dice que no cogías el móvil.

–Me estaba duchando, para no hacerte el día más duro de lo imprescindible -me justifiqué-. Luego he visto la llamada perdida, pero no ha dejado recado y tiene el número protegido. Como comprenderás, no voy a llamar a todos los que me llaman que lo tienen así…

–Bueno, eso se lo explicas a él, yo en tu intimidad no me meto. El asunto es que esta noche han estado currando como locos, que han empezado a cruzar huellas y que nada. Las hay de Neus, de Meritxell, del escritor, aunque más desdibujadas que las otras, y de la mujer que les hace la limpieza. Luego hay al menos de otras dos personas, pero no identificadas ni registradas en las bases de datos.

La escuché mientras enviaba a mi estómago el primer sorbo de café. Estaba tan caliente y rico, que apenas me importó el cariz más bien desalentador de la información que me estaba dando.

–Una pregunta estúpida -dije, aún sumido en aquella ensoñación que me producía el aroma del café-. ¿Tú crees que existe alguna posibilidad de que Meritxell haya convertido a su jefa en un acerico?

Vi cómo el ceño de Chamorro se arrugaba, reprobador.

–Posible es casi todo, en la vida -concedió, sin embargo-. Y supongo que eso que dices es tan posible como que la propia Meritxell meta las dos manos en el cubo de la basura de un cocedero de mariscos.

–Lo mismo pensaba yo -asentí, mientras reflexionaba sobre la malicia que con los años hubiera podido contagiarle, y sobre lo que ella me habría contagiado a mí, aparte de las tostadas con aceite.

–No sé si tu fe en el nunca se sabe llega a tanto, pero de momento yo no perdería ni un segundo imaginándola culpable.

–No, sólo era un divertimento al calor del café, y de esas estimulantes noticias que me acabas de transmitir.

–Tengo alguna más -advirtió, como quien amenazara.

–Pues dale, que hoy encajo bien.

–Se han trabajado a fondo el coche de Neus, como les dijimos. Ya sabes, hipótesis provisional, Neus se trajo a alguien a pasar un buen rato. Si es por lo que han sacado del coche, ya podemos irnos buscando otra. Ni una sola huella dactilar que no fuera de la propietaria.

–Tal vez él viniera en otro coche. O pudo ponerse guantes.

–¿Tú te irías a la cama con alguien que lleva guantes en mayo?

–Bueno, depende. Si está buena y está a tiro…

Mi compañera me hizo comprender con su mirada que ella no.

–Es broma -dije-. Ya sólo voy a la cama con mi Dumbo de peluche.

–Y serás capaz de hacerlo y todo -apostó-. En fin, para rematarte el cuadro, también han conseguido cabellos en abundancia. Los del coche, todos teñidos con el rubio exclusivo que usaba Neus. En la cama y la habitación algunos otros más cortos y aparentemente morenos.

Interrumpí el mordisco que le estaba dando a mi tostada.

–Caramba, Chamorro, eso es algo, y no poco. De un golpe acabamos de descartar a unas cuantas minorías de españoles: pelirrojos, castaños y rubios. Y a una pila de forasteros, eslavos, nórdicos y demás.

–Sí, sólo deben quedarnos unos quince millones de sospechosos. Catorce millones novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve si te restamos a ti, que nunca te habrías ligado a Neus.

–Gracias. Pero a lo mejor me aproveché de que estaba drogada.

–A lo mejor.

–Está bien. Llamaré al capitán, para que no siga creyendo que se me han pegado las sábanas. ¿Qué hora tienes?

–Las ocho y media.

–Magnífico, aún todo el día por delante -constaté, mientras le tiraba las llaves del coche-. Vamos, hoy conduces tú, por lista.

El capitán Navarro no había dormido tan bien como yo. Al menos su voz sonaba bastante pastosa, y había perdido parte de la chispa que solía tener su conversación. Después de decirle que Chamorro ya me había puesto al corriente de sus avances, le propuse encontrarnos en la casa para hacer intercambio de ideas y profundizar un poco más. Me respondió con algo que casi llegó a sonarme como un exabrupto:

–En la casa estoy, Vila, esperando a vuecencia.

–Danos cinco minutos, mi capitán -respondí.

–Eso será arrollando todo lo que nos salga al paso -apreció Chamorro, mientras se abrochaba el cinturón de seguridad.

–Por una vez, creo que te convendrá portarte mal. Tira.

Si se ponía, Chamorro podía ser una conductora bastante resolutiva. Durante el camino dejó boquiabiertos a un par de lugareños con sendas maniobras al filo de la ley, y al final consiguió plantarse en la casa en muy poco más de los cinco minutos prometidos. La gente de Navarro seguía husmeando por todos los rincones, aunque ya no quedaban muchos por mirar. Estaban ojeando papeles, fisgando en los revisteros, incluso examinando las pastillas de jabón y los botes de champú. Nunca podía estarse al cien por cien seguro de nada, pero por cómo se lo habían tomado parecía bastante improbable que se pasara por alto algún rastro que pudiera sernos de ayuda para la investigación. El capitán, en cuyo rostro era tan visible el cansancio como la mala leche que tenía aquella mañana, nos puso al corriente de alguna novedad más, no por cierto de las que hubiéramos querido conocer.

–En el teléfono que dimos para que llamara cualquiera que hubiera visto a la víctima o a alguien sospechoso sólo hemos recibido tres llamadas. Me las están mirando, por si acaso, pero a la legua se ve que son los chiflados de guardia con ganas de popularidad. Nadie parece haber visto a Neus, ni a otra persona, entrar o salir de su casa.

–La casa está un poco a trasmano, y si ella vino directamente y quien fuera entró y salió a deshora, muy bien pudo suceder que no les viera nadie -conjeturó Chamorro, con sagaz pesimismo.

–No puede ser -dije-. Es cuestión de tiempo. Siempre hay alguien que ve algo, incluso cuando matan a un pelagatos. Tanto más con ella. Joder, era una famosa, alguien que da el cante allí donde va.

–Pues eso es lo que hay, por ahora -reiteró el capitán-. Y entre todas las minucias que estamos levantando por aquí, nada que vaya a darnos muchas pistas, me temo. El bote de nata tiene la etiqueta de un supermercado Caprabo, o sea, que puede ser de mil sitios, aunque haremos el gasto de tratar de localizar el lote y demás, que no se diga que somos haraganes. Aparte de eso está la agenda, un cuaderno con anotaciones de trabajo que tenía en el portafolios y el ordenador portátil.

–¿Algo en esa agenda y en el cuaderno?

–A bote pronto, nada. Para destriparlo, ya os dejamos a vosotros.

–Y el ordenador, ¿lo habéis encendido?

–Pide password -anunció, sin alterar su tono sombrío-. A ti, que has intimado más con el viudo, te tocará preguntarle si se la sabe.

–Bueno, nunca es fácil. No nos desanimemos.

–No, si yo no me desanimo -repuso el capitán-. Pero he mantenido hace un ratito una charla antipática con mi teniente coronel. Creo que esperaba que le dijera más de lo que le he dicho que tenemos. No descartes que tu teléfono suene de un momento a otro y te veas obligado a pasar por un trance similar con tu jefe.

–No, no lo descarto -asentí-. Pero seamos positivos, mi capitán, que no nos queda otra. ¿Dónde está el coche?

–En la cochera, donde ella lo dejó. Lo hemos vuelto a meter después de sacarle las huellas.

–Vamos a echarle un vistazo -dije.

Neus tenía un buen coche, y bonito, aunque no demasiado práctico. Un Mercedes biplaza de esos pequeños, que uno nunca sabe cómo no salen volando más a menudo, con tanto motor para tan poca carrocería. Era plateado y estaba impoluto, después de la vaporización con cianocrilato a que lo habían sometido para levantarle las huellas dactilares que pudiera haber en todas y cada una de sus superficies. Abrí el maletero. Contenía una prenda de abrigo, un botiquín intacto, la caja de las lámparas de repuesto y los triángulos de emergencia.

–Hemos mirado los bolsillos del anorak -dijo Navarro-. Nada.

Luego me introduje en el habitáculo. Olía aún levemente a perfume femenino, los vahos de cianocrilato no habían sido suficientes para extirpar del todo aquella fragancia. Pensé que ese aroma era uno de los pocos rastros personales que perduraban del ser viviente que había sido Neus Barutell. Era un perfume sofisticado, sin duda alguno que yo nunca habría podido olerle a una mujer a cuya nuca me hubiera sido dado acercarme. Cuando menos, no me resultaba familiar.

La llave estaba en el contacto. La giré y el panel de instrumentos se iluminó. Recorrí maquinalmente todos los indicadores. Vi la velocidad máxima que recogía el velocímetro, un demencial 280, los kilómetros recorridos totales, 8.761, los del último parcial, 515, la temperatura exterior, la hora, los diez o doce testigos multicolores de utilidades diversas y, al final, el indicador del depósito de combustible. Casi lleno.

–Mira esto, mi capitán.

–El qué -consultó Navarro, con desgana.

–Está hasta arriba de gasolina.

–¿Y?

–Pues si juzgara por la última experiencia que tuvimos con el indicador del depósito de combustible de un Mercedes, no sabría qué decirte. Te lo habrán contado. La anécdota se hizo famosa. Un día iba uno de los nuestros en un Mercedes decomisado a unos narcos y el coche se le quedó seco de repente, cuando creía que llevaba medio depósito. Y lo llevaba, sí, pero cargado de cocaína en vez de combustible.

–Ah, sí, oí la historia. Pero ¿qué nos aporta esto aquí?

Saboreé la incertidumbre del oficial. Poder hacer eso es uno de los placeres ruines de los que a un suboficial más le cuesta privarse.

–No creo que Neus transportase su stock de cocaína en el depósito. Debe de estar lleno de gasolina Extra 98, que para eso es el coche de una pija. Esa circunstancia quiere decir que repostó por el camino y no demasiado lejos de aquí. ¿Ves ahora por dónde voy, mi capitán?

–Testigos, a lo mejor.

–Testigos, seguro. Es un Mercedes de quince kilos, o de noventa mil euros, como prefieras. Y al volante, una que sale en la tele. Si el gasolinero no se acuerda de ella y de con quién iba es que hemos tenido la mala pata de que le haya caído un piano en la cabeza entre medias.

–¿Qué trecho podemos tener que controlar?

–Es un Mercedes 500, chupa de narices, y la aguja está casi en el tope. No creo que haya que retroceder más de cuarenta kilómetros en dirección Barcelona. Como mucho, media docena de gasolineras.

Navarro aflojó la mueca agria por primera vez en toda la mañana.

–Bueno, Vila, veo que por lo menos merece la pena que le regales tanto descanso a ese cerebro tuyo, porque se te ha despertado ocurrente. Ahora mismo agarro a dos chavales y les digo que se pateen las gasolineras que se encuentren de aquí a cincuenta kilómetros.

El capitán salió de la cochera. Quedamos solos mi compañera y yo.

–Recuerda, no hay más huellas dactilares en el coche que las suyas, es casi seguro que venía sola -me enfrió el entusiasmo Chamorro.

–Entonces, por lo menos, averiguaremos la hora a la que vino y si en su aspecto había algo anormal -respondí.

–Eso ya te lo anticipo yo. Al gasolinero seguro que le pareció de lo más anormal todo. Tú lo has dicho. Ella salía en la tele.

–No anticipes nunca acontecimientos, que es una ligereza, Virginia. Y ahora ayúdame a mirar bien debajo de los asientos.

No era porque desconfiara de la inspección que había hecho la gente del capitán Navarro, sino porque registrar a fondo un coche no es fácil y siempre vale más que lo hayan hecho catorce ojos en lugar de diez. En cualquier caso, no sacamos nada de nuestra búsqueda. Todo estaba limpio. El coche seguía oliendo a nuevo, y daba una impresión algo desoladora mirar un objeto tan costoso que había quedado sin dueño antes de haber llegado casi a tenerlo. El viudo podría revenderlo sin más merma económica que el impuesto de matriculación, porque con ocho mil kilómetros estaba mejor que recién salido de fábrica.

Luego Chamorro y yo hicimos una inspección detenida de la distribución de la casa, las ventanas, las puertas, los accesos. Como nos habían dicho los nuestros, no mostraban el menor signo de violencia. La hipótesis con la que debíamos pues manejarnos era que quien fuera había accedido a la parcela por la única entrada abierta en el muro que la circundaba (o bien lo había saltado sin ser visto) y a la casa por una de sus dos puertas. Esto último, salvo que se las hubiera arreglado para abrir alguna ventana sin romperla, o hubiera aprovechado que alguna estuviera abierta, en cuyo caso luego había tenido cuidado de cerrarla. La distancia que había desde la carretera se salvaba por un camino asfaltado, y en la parcela se penetraba por una senda también pavimentada que desembocaba en un aparcamiento de grava compacta. Si el asesino, como parecía a esas alturas probable, no había venido con Neus, sino por su cuenta y en otro vehículo, no íbamos a disponer de huellas de neumático para atestiguarlo. Una lástima, porque identificar un coche ayuda sobremanera en el seno de nuestra civilización, en la que el automóvil es la expansión natural (y una de las principales) de la personalidad del individuo que lo conduce. Cuando uno tiene controlado el coche del sospechoso, aunque sólo sea el modelo que es, empieza a saber mucho de él, y a nada que le sonría un poco la fortuna, puede echarle el guante con no demasiado esfuerzo.

Eran apenas las diez y media y ya habíamos hecho un montón de cosas. Me resulta deliciosa esa sensación que se tiene a veces de que el día no avanza, de que uno es capaz de resolver muchas tareas sin que el reloj le acorrale. En momentos así, mi mente trabaja a tal velocidad y con tal desenvoltura que sería capaz de enfrentarme al problema más abstruso y enrevesado sin la menor preocupación. Y no me vino mal esta disposición de ánimo, cuando nos enfrascamos con los objetos personales de la difunta. Allí sí que había tela que cortar. Comenzamos por el bolso. En su interior encontramos lo que cabe prever cuando se trata de un bolso femenino, con la singularidad de que todo lo que usaba Neus era de primeras marcas. Respecto de la calidad y el coste de alguna de las piezas, como por ejemplo el estuchito de maquillaje o la barra de labios, fue Chamorro quien me ilustró. Por un momento pensé que algún verano o alguna navidad podía rascar un pellizco de la paga extra para darle una alegría, que tampoco está nunca de más hacer felices a quienes te rodean. Pero por desgracia las marcas se me olvidaron luego. También en el bolso llevaba Neus unas cuantas tarjetas de visita: de una tienda de muebles rústicos, de un salón de belleza, de una compañía de radio-taxis y de una librería inglesa de Barcelona. Y naturalmente, el teléfono móvil. Un capricho de color cobre, cuatribanda, multimedia, Bluetooth, UMTS y no sé cuántas chorradas más. Todas las que estaban disponibles en ese momento del desarrollo tecnológico, aposté. Tenía unas cuantas fotografías en la memoria (nada de interés, tres paisajes, dos niños, un perro), las últimas veinticinco llamadas recibidas y las últimas veinticinco enviadas. Eso sí podía darnos pistas, y le ordené a Chamorro que las anotara para preparar un listado y pedir información a la compañía telefónica. En el listín de teléfonos del aparato sólo había cuatro números, todos ellos comprendidos entre las llamadas recibidas y enviadas: Meritxell, Altavella y otro par de personas. Deduje que el cacharro era nuevo, y que no le había dado tiempo a apuntar nada. Así debía de ser la vida de los ricos, pensé, siempre rodeados de artefactos con los que aún no han terminado de hacerse. Como buen pobre, me desasosegó.

Supongo o imagino que a quien se muere todo pasa a importarle un pimiento, pero cuando fisgo en los entresijos de una vida ajena, cuando rompo todas las cerraduras de sus cajones secretos para buscar lo que constituye mi misión, y de paso me tropiezo con todo lo demás, no puedo dejar de pensar que es una verdadera faena que te maten. Aparte del mal trago que ello comporte, tu vida toda se abre al escrutinio de un cualquiera al que a lo mejor ni habrías saludado. Pierdes el derecho a ser otro distinto del que pareces, o incluso a ser varios a la vez, sin que nadie pueda reprochártelo o juzgarte por ello. Aquellos cincuenta números nos iban a dar todas las relaciones, confesables o inconfesables, que Neus había establecido en los últimos días a través de su teléfono móvil. Y no era la primera vez que investigando esa información nos habíamos encontrado con resultados sorprendentes.

Continuamos con la agenda. A efectos de organizar su vida, Neus no se había pasado aún a la cacharrería electrónica, seguía anclada en el viejo y farragoso papel. Mejor para nosotros. Las agendas electrónicas no sólo son más difíciles de examinar, si uno quiere ser exhaustivo, sino que también obran el efecto de uniformar todas las anotaciones y despojarlas de cualquier peculiaridad o intensidad emocional. Por el contrario, el garabato a mano siempre informa de la velocidad, el estado de ánimo e incluso el interés con que fue trazado, lo que no resulta nada baladí para los fines que nosotros perseguimos. Y en un caso como el de Neus, es decir, alguien con una personalidad poderosa y aun arrolladora, las páginas de su agenda podían adquirir, y de hecho adquirían, un valor y una significación especiales. Lo malo era, precisamente, el tamaño de esa personalidad, y la cantidad de sitios a donde había llegado. La agenda de Neus era de una inmensidad y una diversidad difícilmente asimilables. No sólo había en ella cientos de nombres y de números de teléfono, sino que entre ellos se hallaban gentes de todas las condiciones y no pocos a los que cabía presumir que no iba a ser nada fácil acceder. Mientras pasábamos las hojas, nos iban entrando sudores fríos. No podíamos tocar a toda aquella muchedumbre, en primer lugar porque no íbamos a tener tiempo, y en segundo lugar porque a unos cuantos de ellos nuestros jefes nos iban a exigir que justificáramos de manera muy cumplida la necesidad de molestarlos. Ya se sabe que todos somos iguales ante la ley, pero la igualdad de unos es más evidente que la de otros. No se trata de que existan discriminaciones, como postulan toscamente los malpensados y los ignorantes, sino de una cuestión de percepción, la eterna fuente de los conflictos humanos. No es que la dignidad como persona de un rey sea mayor que la de un barrendero, sólo sucede que la dignidad de la persona real se nota más (por los escoltas, los pelotas, la ropa buena).

Políticos, periodistas, cineastas, escritores, empresarios, aristócratas de alto y bajo rango (incluidos algunos de sangre real, por cierto). Todas estas especies sociales habitaban el abigarrado ecosistema de la agenda de Neus, lo que nos convertía a mi compañera y a mí, mientras la desbrozábamos, en algo así como un par de becarios del National Geographic en pos del abominable hombre de las nieves, es decir, dos idiotas con menos futuro que un malabarista manco. Después de pasar todas las hojas, y mientras observaba estupefacto cuánta gente podía apellidarse de alguna manera que comenzara por zeta, me pareció que más valía tomárselo con humor y le dije a Chamorro:

–Podemos hacerlo esta vez al revés de lo habitual. Empezar a investigar aquellos nombres que no nos sugieran nada.

–Sí, es un método tan poco prometedor como cualquier otro -asintió, sin dejar de leer los nombres allí apiñados.

Las citas de la agenda de Neus formaban un galimatías comparable al del listín de teléfonos. Las páginas de cada día estaban repletas de notas y tachaduras, y comprendimos que Navarro y los suyos hubieran preferido limitarse a hojearlas, dejándonos a nosotros la labor de adjudicarles algún significado y extraerles alguna utilidad. Después de un somero repaso, cerré la agenda y se la entregué a mi colega.

–Virginia, es tuya. De mujer a mujer, te encomiendo que le saques el jugo y me propongas alguna idea al respecto. Tómate tu tiempo.

–Pues muchas gracias -dijo-. Por el tiempo.

El cuaderno era otra historia. Allí apuntaba Neus sus ideas, esquemas para las entrevistas y los programas, argumentos y esbozos sobre las cuestiones más vario pintas. Reconocí (bajo el nombre del personaje correspondiente, tampoco tenía mucho mérito) las notas que había preparado para una de las últimas entrevistas que le había visto hacer en televisión. En los márgenes, multitud de abreviaturas, dibujitos, rayas. Tenía una especie de obsesión por hacer cadenas de triángulos, con los que formaba estrellas, mosaicos y figuras vagamente antropomórficas. Recorriendo el cuaderno me tropecé un par de veces con las mismas dos letras encerradas dentro de uno de los triangulitos: R.K. Mantuve la atención y aún las encontré otra media docena de veces. Sólo era eso, las dos letras, trazadas con aplicación dentro del triángulo. Ninguna anotación explicativa o adicional, salvo en uno de los últimos dibujos. Allí, bajo el triángulo que encerraba las dos letras, podía leerse, igualmente con caracteres de molde: HIS, NOT MINE.

–Fíjate en esto -le dije a mi compañera-. Estas dos letras aparecen por todo el cuaderno. Y aquí junto a estas tres palabras en inglés.

His… ¿No debería haber algo antes de la coma?

–No, si es un pronombre. Se traduciría: Suyo, no mío. De él.

–De él, ya, hasta ahí llego… ¿Deduces que R.K. es un hombre?

–No sabemos si con esas iniciales, si es que son iniciales, se refiere al poseedor o a lo poseído. El que posee sí es un hombre, porque el pronombre posesivo que escogió marca género masculino. Y lo que también parece que podemos afirmar, signifiquen lo que signifiquen esas dos letras, es que ocupaba los pensamientos de Neus con la intensidad suficiente como para escribirlas ocho veces. O sea, alguna.

–R.K. Pocos apellidos españoles empiezan por K.

–¿Es un apellido extranjero? ¿Son las iniciales de dos palabras extranjeras que no tienen que ver con ningún nombre propio?

Chamorro sopesó en silencio mis dos interrogaciones. Agregué otra:

–¿O es sólo una gilipollez con la que nos estamos entreteniendo como dos bobos aprendices de Miss Marple porque hasta el momento no hemos sido capaces de encontrar nada que realmente nos sirva?

Suyo, no mío -dijo en voz alta, prescindiendo de mi reticencia-. Eso tiene pinta de querer decir algo que le importaba, estoy contigo. Lo que uno lamenta que no sea suyo sino de otro, hasta el punto de escribirlo una y otra vez con esa letra tan perfilada, no debe de ser algo intrascendente. Tenga o no que ver con su muerte, ahí ya no me mojo.

Okey, cabo. R.K., otro enigma para darle vueltas.

Entre unas cosas y otras, hacer aquella primera revisión de los papeles y las pertenencias de Neus nos llevó un par de horas. Y todavía nos quedaba el ordenador portátil. Le pedí a Chamorro que lo fuera encendiendo, mientras yo buscaba en mi agenda el número de Gabriel Altavella y meditaba cuál sería la mejor manera de pedirle la clave de acceso al aparato y de hacer frente a las ocurrencias con que al hilo de tal solicitud pudiera tener a bien obsequiarme. Si es que no se limitaba a decirme que obviamente ignoraba esa clave y que en las cosas de su mujer no tenía la fea costumbre de cotillear. Andaba, en fin, anticipando todas estas posibles jugadas, cuando apareció alguien que me hizo cambiar al instante el objeto de mis preocupaciones.

–Vila -me llamó el capitán Navarro, desde el umbral de la habitación donde estábamos-. Has hecho bingo, cabrón. Tengo a dos chicos en una gasolinera a treinta kilómetros de aquí. Han dado con el gasolinero que atendió a Neus. La vio con alguien, me dicen. A mí me parece que te interesa dejar eso por ahora y acercarte allí cagando leches.

–No me digas, ¿así de fácil? – dudé si creerlo.

–Como lo oyes.

Seguía estupefacto, tratando de asimilar. Entonces sonó mi móvil.

–¿Qué pasa, Rubén, que ya no me quieres? – me saludó, apenas descolgué, una voz de hombre. Era Pereira, mi comandante.

–Mi comandante, cómo dice usted eso.

–Ya sabes por qué te lo digo. ¿No tienes nada para contarme?

–Preferí no molestarle en tanto no hubiéramos hecho ningún avance, mi comandante. No he querido llamarle para contarle lo que ya me contó usted ayer. Todo lo que nos hemos ido encontrando es congruente con el móvil pasional o sexual, sin que podamos decantarnos aún por uno o por otro. No tenemos huellas identificadas, ni un perfil definido del sospechoso, etcétera. Entendí que no valía la pena que le llamara para decirle sólo eso. Pero parece como si me hubiera adivinado el pensamiento. Acabamos de encontrar algo. El depósito del coche de la difunta estaba lleno de gasolina, así que hemos investigado las gasolineras cercanas y hemos dado con quien la atendió cuando paró a repostar. Y tiene una información interesante. No estaba sola.

–¿Ah, no? ¿Y con quién estaba?

–Pues en eso justamente andábamos, mi comandante, saliendo para la gasolinera para hablar con el empleado y poder amarrar bien la descripción del acompañante. Es que acaban de llamarnos.

–Vale, Vila, ya creía que estabas sobándote el mondongo, pero veo que conservas un residuo de vergüenza. No te entretengo. Cuéntame algo cuando lo sepas. De momento esto ya me va bien.

–Me alegra poder serle útil, mi comandante.

Cuando colgué, Navarro me miraba con expresión socarrona.

–Desde luego, tío, algunos nacéis con una flor en el culo.

–No se crea, mi capitán. Como dice Sinatra, a veces perdí y a veces gané. Y mi balance global no es como para echar cohetes.

–No, si jodidos estamos todos. Pero yo me he desayunado una bronca y a ti te dan las gracias. Comparativamente, tú me dirás.

–Bueno, hay que rematar la jugada. ¿Dónde está esa gasolinera?

Navarro me dio las indicaciones para llegar. También me anunció que tenían ya empaquetadas y etiquetadas todas las pruebas y que su intención era levantar el campo antes de mediodía.

–Por desgracia, tengo más asuntos que resolver, y por aquí sólo queda lo que ahora averigüéis vosotros -añadió-. El viudo salió con el cadáver para Barcelona hace una hora. Si necesitáis algo, llamadme.

–Dependerá de lo que nos diga el gasolinero. Esto os ha tocado a vosotros porque aquí fue la fiesta, pero si Neus vino con alguien, tengo el barrunto de que por este pueblo no vamos a tener gran cosa que hacer. Me temo que las razones habrá que ir a buscarlas en otra parte.

–¿En Barcelona?

–Bueno, sería lo más normal. ¿Sabes cuándo será el entierro?

–Mañana.

–Pues hablaré con mi comandante, pero si pudieras llamar tú a nuestra gente de Barcelona para pedirles apoyo, no estaría de más. A lo mejor conviene tener preparado un equipo allí mañana para asistir a la ceremonia con las antenas desplegadas y los ojos bien abiertos.

–¿Tienes alguna idea?

–Déjame pensar después de hablar con este hombre. Luego te llamo y te propongo algo más concreto, a ver qué te parece.

–Vale, iré dando un toque a los de Barcelona.

–Con la agenda, el cuaderno y el ordenador nos quedamos nosotros, si no tienes inconveniente. Andamos a medias con ello aún.

–¿Llamaste ya al viudo por lo de la clave?

–En eso estaba. Le llamo ahora de camino.

–Pues que tengas suerte -dijo, con maligno placer.

Dejé que condujera otra vez Chamorro, y mientras íbamos hacia la gasolinera marqué el número del teléfono móvil de Gabriel Altavella. Me lo cogió a los cinco pitidos. Su voz sonaba fatigada y tensa a la vez. Le expliqué el asunto de la manera más suave y respetuosa que pude. Cuando acabé de hacerlo en la línea se hizo un silencio que se prolongó durante varios segundos. Luego replicó, abruptamente:

–No sé cuál era esa clave. Y le exijo que no intenten averiguarla. Lo que haya en ese ordenador forma parte de la intimidad de mi mujer.

Respiré hondo. Conté hasta cinco. Hablé con serenidad.

–Lo entendemos, y no vamos a inmiscuirnos en ella indebidamente. Pero la información que contenga el ordenador puede ser relevante para la investigación. Podemos pedir al juez que nos autorice a desproteger el equipo y no le quepa ninguna duda de que nos lo autorizará.

–Pues entonces, pídanselo. Yo iré poniendo al corriente a mi abogado, para que haga lo que legalmente proceda para impedirlo.

Y colgó. Desde luego, con aquel hombre no iba por buen camino.


CAPÍTULO 4


UN POZO DE PETRÓLEO

Cuando lo conocimos, Gheorghe Radoveanu no parecía estar viviendo el momento más pletórico de su existencia. Pero para hacer honor a la verdad y a su aplomo, tampoco se le veía demasiado acogotado por las circunstancias, que a cualquier otro, como poco, le habrían dado para preocuparse. Se hallaba pendiente de la renovación del permiso de residencia, caducado meses atrás, y la presencia en la gasolinera donde trabajaba de dos guardias civiles, que con nuestra llegada se habían convertido en cuatro, no era desde luego lo que le habría pedido al genio de la lámpara si éste hubiera tenido a bien aparecérsele. A pesar de todo, Radoveanu, un hombre joven, despierto y de aspecto desenvuelto, había reaccionado con inteligencia. Una vez que se había visto en el brete, había comprendido que más le valía colaborar, y acaso había llegado a calcular que ayudándonos podía contribuir a acelerar la resolución de su situación administrativa. Como la mayoría de los rumanos, además, podía expresarse en un español fluido y casi exento de acento, lo que nos facilitó mucho el interrogatorio. Tras agradecerle su cooperación, le pedí que me contara todo lo que había visto.


–Ella vino por aquí a eso de las cinco y media -comenzó diciendo-, lo recuerdo bien porque todavía no había mucho movimiento de la gente que vuelve del trabajo. De hecho, la gasolinera estaba vacía. Entró primero su coche, un Mercedes de color plateado, muy nuevo y muy limpio. Difícil de olvidar, como la mujer. Era de esas a las que les notas el dinero en todos los detalles: en la ropa, en el pelo, en las joyas. También te das cuenta porque no se digna bajarse, te ofrece la llave para que lo hagas todo tú. Cuando fui a abrir el depósito me di cuenta de que había otro coche en la gasolinera. Un Audi A3, de color plateado también. Se había parado a un lado y vi que lo conducía un hombre moreno, de unos veinticuatro o veinticinco años, o poco menos o poco más. Se me quedó grabado porque, apenas le miré, bajó los ojos y arrancó. Avanzó hasta la salida y allí volvió a quedarse parado, como si esperase algo. Yo terminé de llenar el depósito y fui a cobrar y a devolverle las llaves a la conductora. Entonces ella me preguntó si podía venderle una botella de agua mineral. Le dije que en la tienda había y ella me pidió por favor que le trajera una. Me imagino que a otro le habría respondido que pasara él a cogerla, pero no había más clientes, y me lo había pedido con una sonrisa que… Vaya, que se la traje. Ella me dio las gracias y una buena propina y arrancó. Al pasar junto al otro coche tocó el claxon y el Audi se incorporó tras ella a la autovía. Ahí supe que iban juntos. Y eso es todo lo que le puedo contar.

Miré a Chamorro. En pocas palabras, no sólo teníamos un resumen competente de los hechos. Aquel providencial testigo nos proporcionaba, también, unos cuantos buenos cabos de los que tirar.

–Muy bien, señor Radoveanu -dije-, le felicito por su memoria y le agradezco la minuciosidad. Nos será muy útil, seguro. Ahora me gustaría hacerle algunas preguntas, y le ruego que se esfuerce un poco, porque todo lo que pueda responderme es importante.

–Si puedo ayudarles, encantado. España es mi segundo país, ustedes me han dado trabajo y hogar. Y yo soy una persona agradecida.

–Antes de nada, ¿no reconoció usted a la mujer?

–¿Se refiere a si me di cuenta de que era una presentadora de televisión? Pues la verdad es que no. Hombre, algo sí me sonaba su cara, pero no caí, pensé que quizá me recordaba a alguna otra persona. No suelo ver mucha televisión. De hecho, ni siquiera tengo tele.

–Ajá -anoté, algo sorprendido.

–Prefiero leer -explicó-. Me ayuda a mejorar el español, y aquí, en el pueblo, hay una biblioteca llena de libros que no lee nadie.

–¿Ah, sí?

–Sí. Sacan siempre los últimos que se han publicado, y los deuvedés de películas, por eso sí que hay tortas. Pero yo leo libros españoles antiguos: Cervantes, Galdós, Baroja, Machado, Unamuno. Ésos no los saca nadie. Y me sirven mucho para entenderlos a ustedes.

–Curioso. A veces uno piensa que este país ya no tiene nada que ver con el país en el que vivió esa gente que usted dice.

–Pues no se crea. Si le vale la opinión de un rumano.

–Seguramente vale más que la mía. En fin, que no la reconoció, me dice. ¿Y observó en ella algo extraño? Me refiero a su estado de ánimo, a si estaba tranquila o inquieta, si es que pudo percibir algo.

Aquí, Gheorghe Radoveanu se tomó su tiempo. No quería defraudar las expectativas que habíamos puesto en su testimonio.

–Yo diría que estaba tranquila, la verdad. Por lo menos, no la noté nerviosa. Y también se la veía muy sonriente. Un poco distraída, puede ser, pero tampoco esperaba que me prestara mucha atención. Ya sé que para la gente como ella sólo soy el que pone la gasolina.

Radoveanu era algo más, un tipo bien plantado, con un rostro de armoniosa factura y penetrantes ojos verdosos. Pero si Neus ya llevaba un muñeco para jugar, podía comprenderse que no se fijara.

–Y en cuanto a él -intervino Chamorro-, ese hombre que la esperaba en el Audi, ¿no puede precisarnos más cómo era?

–Le he dicho lo que recuerdo. Moreno, y sobre los veinticinco años. Desde luego, bastante más joven que ella. Sólo lo vi sentado, así que no puedo decirle nada de su estatura. No me pareció bajo, pero a veces la gente engaña. Bueno, ahora que pienso, tenía una nariz fina, y el pelo algo largo, sin llegar a la melena. No sé si eso les sirve de mucho, el pelo es fácil de cortar.

–Nos sirve todo -asentí-. Le pediremos que nos ayude a confeccionar un retrato-robot. Vendrán a verle unos compañeros nuestros que son los especialistas en eso, para que usted les vaya indicando.

–No sé si podré darles datos suficientes -dudó el rumano.

–No se preocupe, ellos son expertos, ya se las apañarán.

No es que tuviera una gran fe en el retrato-robot, porque la experiencia dice que pocas veces sirve para que nadie identifique al individuo en cuestión, pero siempre es una referencia más y un instrumento para que el interesado sienta el aliento de la ley en el cogote.

Había dejado deliberadamente para el final el detalle más prometedor. Tenía que intentar sacarle a Radoveanu todo el jugo al respecto.

–Bien, pues ahora nos queda el coche. El Audi, quiero decir.

–Era un A3. Plateado -repitió.

–No anotó la matrícula, claro.

–Pues no, lo siento. No me pareció tan sospechoso.

–Ni la recuerda por encima.

–No podría decirle un solo número.

–¿Tampoco recuerda si era una matrícula nueva o antigua, es decir, si tenía o no indicativo provincial? – preguntó Chamorro.

–Eso sí. Nueva. Sólo números y letras. Si hubiera sido de alguna provincia lo recordaría. Pero no. Supongo que así les sirve menos.

–Supone bien -corroboré-, pero no se preocupe, nos arreglamos con lo que haya. No recordará el código de letras, por una casualidad.

–Juraría que empezaba por C, pero no estoy seguro.

–¿Qué antigüedad le echa al coche?

–No mucha. Pero más de un año sí. Se lo digo porque no era el A3 nuevo, sino la versión anterior. De eso sí que estoy seguro.

–¿Y no se fijaría en el modelo exacto de A3, por casualidad?

–Sí, 1.9 TDI.

–Veo que es usted aficionado a los coches -observé.

–No mucho. Pero me paso el día viéndolos, es imposible no aprender algo, y hasta hacerse experto, aunque uno no quiera.

–¿Llevaba algún accesorio especial, algún spoiler, pegatinas?

–No, de eso nada, que me acuerde ahora.

–¿Arañazos, golpes?

–Tampoco le vi.

Recapitulé. Me pareció que había seguido el protocolo completo para la identificación de vehículos. Es una de esas tareas que forman parte de mi trabajo a las que no me siento particularmente inclinado, por lo que siempre desconfío de mi desempeño al realizarlas. Pero Chamorro me miró con un gesto de aprobación, así que deduje que no se me había pasado nada. El resultado podría haber sido mejor, pero también peor. Al menos, invitaba a abrigar un comedido optimismo.

Mientras Chamorro y yo repasábamos las notas que ella había tomado, nuestro testigo nos observaba con expresión alerta. Pensé que era una lástima que sólo hubiera coincidido con Neus y con su acompañante durante tan breve espacio de tiempo, y que al hombre no hubiera podido verlo de cerca, porque se habría convertido en un eficaz testigo de cargo. De esos que pueden responder con toda solvencia ante un tribunal a las preguntas insidiosas de un abogado defensor ansioso de ganarse la minuta o de hacer valer su orgullo profesional. En cualquier caso, me dije, tampoco había que precipitarse. Ese hombre moreno de veinticinco años, que había venido con Neus y que un día después de su muerte todavía no había dado señales de vida, olía indudablemente a chamusquina. Pero aún era pronto para acusarle de nada.

–Muchas gracias por su colaboración -le reiteré al rumano-. A partir de ahora le rogaría que estuviera localizable. Le necesitaremos para el retrato-robot y para ratificar ante el juzgado su declaración.

–Aquí pienso seguir, si mi jefe no me echa -respondió, con ironía, señalando con la barbilla a un hombre que acababa de presentarse en la gasolinera y que miraba dentro de la tienda con gesto apurado.

–Ya le pediremos nosotros que le mantenga en el puesto -dije-. Y si se acuerda, cuando le llamemos tráigase una copia de la instancia que ha echado para lo del permiso de residencia. Intentaré empujarle el asunto, aunque no le prometo nada, porque eso lo lleva la Policía y están tan hartos de que les pidan favores en expedientes de extranjería que ya no hacen caso a nadie. Pero a lo mejor podemos tocar a alguien en la Delegación del Gobierno, no se pierde nada por probar.

–Muchas gracias, sargento. No sé qué decirle.

–Nada. Pavor por favor. Si es tan amable, facilítele a mi compañera algún teléfono donde podamos dar con usted cuando nos haga falta.

Mientras Chamorro se ocupaba de apuntar el número de Radoveanu, yo me acerqué a hablar con el gerente de la gasolinera. Advertí que apenas le pasaba la saliva por el gaznate. En cuanto le saludé y me identifiqué, se apresuró a colocarme su alegato autoexculpatorio:

–Le aseguro que esto es una empresa seria, y que el chico está en trámite para arreglar los papeles, por mi gusto no es si…

–Tranquilo, que no soy inspector de trabajo -le atajé-. Y si puedo ya le echaré un cable. Le felicito por el empleado que tiene, y cuídemelo. Nos ha facilitado información muy valiosa. Parece bastante despejado para darse cuenta por sí solo, pero si le ve que duda, dígale que no tiene nada que temer. Seríamos idiotas si le diéramos más importancia a una irregularidad administrativa que a un caso de homicidio.

–¿Homicidio? – preguntó el gerente de la gasolinera, atónito.

–Neus Barutell, ¿no se ha enterado? Ahí donde lo ve, su empleado es, por ahora, el único testigo que tenemos. Puede que incluso sea el último, o bueno, el penúltimo que la vio con vida. Otro consejo que puede darle usted, si le parece, es que no hable demasiado, y menos con periodistas, en caso de que alguno se entere. No por lo que vaya a perjudicarnos a nosotros, sino por lo que pueda perjudicarle a él.

–Ya, sí, claro, entiendo -balbuceó, todavía aturdido.

–Y respire hondo, hombre. Que a mí me limpia el apartamento una ilegal, como a todo Cristo. Sólo espero que le pague al menos el sueldo de convenio, y que cuando tenga los papeles le haga contrato.

–Por descontado, no lo dude.

Ya me hubiera gustado a mí tener quien me limpiara el apartamento: ésa era la entretenida tarea matinal del sábado, cuando estaba libre. Pero me pareció que era una manera rápida de impedir que el tipo se obsesionara con el asunto de los papeles y terminara por hacer alguna tontería como despedir al rumano. Lo que habría sido una injusticia para él, pero también una desdicha para nosotros. No era la primera vez que teníamos a un inmigrante como testigo crucial, y nos constaba la facilidad con que podían desaparecer sin dejar ni rastro.

Me reuní con Chamorro y los otros dos guardias. Les agradecí a éstos el trabajo y les dije que no hacía falta que siguieran preguntando por las gasolineras y que ya me encargaba yo de avisar a su capitán. También les pedí que se ocuparan de coordinar con el juzgado que le tomaran cuanto antes declaración judicial al rumano, por si acaso. Luego llamé a Madrid y pedí hablar con el comandante. Procuraba no llamarte mucho al móvil, por guardar la distancia jerárquica. Hubo suerte, Pereira estaba aún en su despacho. Le hice un resumen sucinto, pero completo y preciso en lo esencial, como a él le gustaban. También te gustó lo que le conté, aunque no se mostrara muy efusivo.

–Audi A3 1.9 TDl, color plata, más de un año de antigüedad, matrícula que posiblemente empieza por C -resumió, con tono neutro-. Ya le pido a alguien que nos saque la lista. Van a salir unos pocos.

–Eso me temo, mi comandante. Si pudiera acotarle más, lo haría.

–Vale, es lo que hay. Daré también la orden de que vayan a hablar con el testigo para el retrato-robot. ¿Tú qué piensas hacer?

–Lo que usted ordene, mi comandante.

–Vamos, Vila. Te estoy pidiendo que me propongas un plan de acción. Que no se diga que coarto la iniciativa de la gente a mi cargo.

–Propongo que Chamorro y yo nos vayamos a Barcelona. Al funeral y al entierro primero. Y después a explorar el entorno de Neus. Y propongo también que le solicitemos al juez permiso para romper la clave del ordenador portátil de la víctima y que les pida usted ayuda técnica a los de delitos informáticos para meterle mano al aparato.

–¿Esperas encontrar algo ahí?

–Si se lo trajo, a lo mejor era por algo.

–Está bien. Ya me ocupo. Tú cógete a la niña y vete a Barcelona.

–Menos mal que ella no le oye llamarla así, mi comandante -dije, guiñándole un ojo a Chamorro.

–Vamos, no te pongas en plan progre paritario. Al tajo.

–A sus órdenes.

Pereira interrumpió la comunicación.

–¿Qué es lo que no le oigo llamarme? – preguntó Chamorro.

–Para qué quieres hacerte mala sangre. ¿Tienes apetito?

–Son casi las tres. ¿Se me permite?

–Claro. Vamos a zampar algo.

Como habíamos tenido la precaución de liquidar la cuenta del hotel y de sacar nuestro equipaje, pudimos tomar directamente la autopista en sentido Barcelona. Una vez en ella le indiqué a Chamorro que se saliera en el primer sitio que me pareció a propósito para almorzar. Resultó una buena elección. Tenían un menú del día por doce euros, café y bebida incluidos. Y una de las opciones era lentejas estofadas.

Mientras deglutía mis lentejas, sin perdonar ni uno solo de los tropezones de chorizo y morcilla que me había adjudicado el camarero al servirme, en mi cabeza se mezclaban los pensamientos. Uno era banal, y algo escatológico: cómo me las arreglaría luego si como consecuencia de aquella comida me asaltaba alguna inoportuna flatulencia en el reducido espacio del coche. Los demás tenían que ver con el caso, y me parecieron más oportunos para amenizar la comida sin que a Chamorro se le atragantaran los cogollos con tomate, una pizca de atún y una gotita de aceite que inauguraban su hipocalórica colación.

–Bueno, Chamorro, esto marcha. Ya incluso podemos ponerle nombre a la operación -dije, entre cucharada y cucharada.

–A ver, sorpréndeme -dijo, reticente.

–Morenazo Misterioso.

Mi compañera frunció el ceño.

–Ya. ¿Tan mal te parece que Neus se hubiera buscado un chico joven y guapo? Los hombres de éxito se buscan veinteañeras.

–Cada vez me intrigan más tus virajes mentales, Virginia -observé, con maldad-. Ayer por la tarde, cuando aún no teníamos ningún rasgo que lo identificara, el que se había beneficiado a Neus era un gilipollas y un cabrón. Ahora pasa a ser un chico joven y guapo, aunque Radoveanu no nos ha dicho nada que permita descartar que fuera más feo que Picio, sólo nos ha dado la estimación de su edad.

Chamorro sonrió con indulgencia.

–He reflexionado, gracias a tus sabias admoniciones -explicó-. Como tú dijiste, no hay por qué pensar que el hombre que tuvo relaciones con ella y quien la asfixió y apuñaló fueran la misma persona.

–Pues fíjate, ahora que sé cómo era el acompañante y cómo se comportaba, estoy por desdecirme. Me huele a muy sospechoso.

–Claro, eso es porque te da rabia que se llevara a la cama a una mujer a la que tú nunca te podrías ligar. En el fondo, ésa es la única competición que os interesa. Las otras son sólo instrumentales.

–Me gustaría ser capaz de recordar el momento en que te volviste una freudiana radical, Virginia. Pero tampoco es cuestión de discutirte los matices de algo en lo que me temo que respecto de la muestra mayoritaria estás en lo cierto. Lo que trataba de decirte es que…

–Tú no perteneces a la muestra mayoritaria, claro.

–No, no he dicho eso. Yo soy un hombre francamente vulgar, ya lo sabes. Pero aquí procuraba hablar como investigador criminal que al margen de las miserias de su sexo analiza con frialdad los indicios.

Mi compañera pareció concederme una oportunidad.

–Sigue.

–Fíjate en ese detalle que mencionó el gasolinero: cuando se sintió observado, el tipo se apresuró a mover el coche hasta un lugar en el que no pudieran verle el rostro. Como si algo de lo que estaba haciendo, o de lo que pretendía hacer, no fuera del todo presentable.

–Bueno, si todo es como parece, se disponía a tirarse a una mujer casada y además conocida. Pudo hacerlo por consideración hacia ella.

–A lo mejor no iba a tirársela -le afeé la brusquedad-, sino a hacerle delicada y tiernamente el amor.

–Perdona. Lo decía al estilo masculino, por abreviar.

–Yo nunca digo que me he tirado a nadie.

–Eso es verdad, al menos conmigo. Pero porque no quieres dar mala imagen. No porque nunca lo pienses así, estoy segura.

Hay acusaciones de las que es mejor no intentar siquiera defenderse. Le aguanté la mirada y decidí atacar por el flanco:

–A ver, te propongo una ocupación alternativa para ese ingenio y esa clarividencia que hoy parecen desbordarte. ¿Quién era el chico?

Mi compañera alzó la vista al techo y quedó pensativa durante unos segundos. Sabía que mi pregunta era menos frívola de lo que parecía.

–Pues por el coche que conducía y el aspecto -discurrió en voz alta-, se me ocurre que podría ser de su círculo profesional. Algún joven periodista con ganas de agradar a la jefa, en todos los sentidos.

–Hum, no te lo compro, así a bote pronto -dije-. Los jóvenes periodistas varones tienden a ser bastante desastrados, salvo los que se ponen delante de una cámara, y ésos ya han llegado donde querían, no tienen que hacer méritos de alcoba para mantener su puesto.

–Tengo más ideas. A lo mejor es un modelo, o un actor que lucha por hacerse un hueco en el mundillo por todos los medios. Lo conoce en una fiesta, coquetean, se dan el número de teléfono, etcétera.

–Más verosímil. Aunque arriesgado para ella.

–¿Y tú, no tienes ninguna hipótesis? – me sondeó.

–Se me ocurren posibilidades más corrientes. Que sea alguien con quien se tropieza en alguno de los círculos sociales que frecuenta, no necesariamente un actor o un periodista o un modelo, sino un chico que pasa por allí, pariente o amigo de alguien, pongamos por caso, y que lo mismo puede ser arquitecto como médico o ingeniero.

–Joven, para médico -cuestionó Chamorro.

–En todo caso, tirando más a burgués que a currante. Pero también tengo una teoría más extrema. Y más peliaguda en todos los sentidos.

–Dispara, no te cortes.

–Un profesional del sexo. Un puto, vamos. Chamorro alzó las cejas. Pero no dejó de sopesar la posibilidad.

–¿Y para qué se lo trae tan lejos?

–Si es su capricho y quiere tranquilidad, por qué no. Neus puede pagarle la gasolina y la tarifa que tenga por desplazamiento.

–No sé, al margen de la cuestión de la distancia, no me cuadra con lo que hemos encontrado. ¿Tú dirías que un puto puede tener motivos para matar a una de sus clientas y ensañarse luego con el cadáver?

–Sin duda ése es el punto débil -reconocí-. Salvo que se trate de un psicópata, o de alguien a quien la droga le ha hecho perder el control de la sesera. Lo que en este caso tampoco podemos descartar.

–Si es así, no sería el mejor escenario para nosotros.

–No. Tendríamos un vínculo efímero, que habría dejado poco rastro. Lo veo sólo como una opción más. Y por la personalidad de Neus, dudo que sea la correcta. Quiero suponer que se conocían mejor. El testimonio del rumano apunta a cierta complicidad entre ellos.

–Bueno, aun poniéndonos en el caso más desfavorable, la situación no sería desesperada -apuntó Chamorro-. Tenemos el coche.

Asentí, meditabundo.

–Sí, un Audi A3 TDI -dije-. Un coche de moda, que pueden conducir miles de veinteañeros morenos.

–Y no es por desanimarte, pero el plateado debe de ser el color que más se haya vendido. Casi estoy por apostarlo.

–De entrada nos centraremos en Barcelona y en las matrículas que empiecen por C, y a ver qué sale. En todo caso, estaba claro que íbamos a necesitar más de dos piezas para encarrilar el puzzle.

Rematamos la comida con un par de cafés, para que no nos rindiera el sueño camino de Barcelona. Dejé que Chamorro siguiera conduciendo y en cuanto me senté en el asiento del copiloto me di cuenta de que había algo que se me había pasado hacer. Saqué el teléfono y marqué el número del capitán Navarro. Apenas llegó a sonar dos veces.

–Ya me han dicho mis chicos que el rumano era un pozo de petróleo -dijo-. Supongo que ya estaréis buscando a ese moreno.

–Paso a paso, mi capitán. Vamos camino de Barcelona.

–Ah, he hablado con los de allí. Llama al capitán Cantero, ahora te doy el móvil. Dice que lo que quieras, como quieras, cuando quieras.

–Qué insólita esplendidez -observé.

–Tiene truco -explicó-. Desde que los Mossos han empezado a desplegarse por Barcelona y Tarragona, nos sobra gente allí. Están todos en la comandancia, deseosos de que les manden algo. Si hay que hacer seguimientos, no te vas a encontrar con la penuria habitual.

–Bueno es saberlo. ¿Qué te parece que infiltremos a tope el funeral y el entierro, y que fichemos a todos los morenos de unos veinticinco años que se presenten por allí? Para ir juntando material.

–Me parece perfecto. Lo han fijado para mañana a las once. He hablado con tu comandante y hemos acordado que voy a mandar a dos de los míos para que os apoyen. Aunque ya imagino que los de Barcelona querrán apropiarse el pastel, a mi jefe le interesa que quede claro que la muerta es nuestra y no quiere que dejemos de estar en el ajo de todo lo que se haga. Por lo demás, tú cortas el bacalao. Mis chicos estarán en Barcelona esta noche. El sargento Rubio y la guardia Tena. No los has visto hoy porque tenían un juicio. De todos modos, Rubio es un tío listo y a estas horas ya se habrá empapado bien de todo. Tena es todavía algo nueva, pero me interesa que se vaya rodando.

–Pues muchas gracias -me forcé a decir, aunque en general no me hace feliz tener demasiada gente a mis órdenes, o por lo menos, más gente que aquella con la que pueda trabajar con confianza.

Después de hablar con el capitán Navarro, me asaltó un sopor que pronto degeneró en una demoledora pereza. En el silencio que la familiaridad entre mi compañera y yo nos permitía dejar que reinara en el interior del vehículo, pensé de pronto que todo se me hacía infinitamente cuesta arriba: ir a Barcelona, investigar aquella nueva muerte (una más, por singular que fuera la víctima) e incluso marcar el número de aquel capitán Cantero con el que en lo sucesivo tendría que entenderme. En ocasiones sentía que empezaba a hacerme mayor, y que cada vez toleraba peor la repetición de situaciones, la obligación de resolver trámites, apartar estorbos, despejar incógnitas. Si dejaba que el sentimiento fluyera sin control, podía llegar a convertirse en desesperanza, en fastidio e incluso en cansancio del género humano, una enfermedad que no tiene más remedio conocido que borrarse del padrón. Pero eso era lo último que me estaba autorizado, desde que había dado en engendrar un chaval, a la sazón preadolescente, que arrastraba por ahí el peso de mis genes y mi apellido. Por tanto, sacando fuerzas de flaqueza, empuñé el teléfono, marqué el número y, cuando aquella voz de barítono resonó en el auricular, hablé con energía:

–¿Mi capitán? A sus órdenes, el sargento Bevilacqua, de Madrid.

–Coño, el famoso uruguayo -exclamó la voz-. Un placer.

No sabía que fuera famoso, pero sí sabía que no era uruguayo, al menos legalmente. Por decir algo, le aclaré al capitán:

–El uruguayo era mi padre. Yo sólo nací allí.

–¿Y eso no te convierte en uruguayo?

–No, vine aquí de chico y no he tenido más pasaporte que el español.

–Claro, para qué iba a servirte el otro. En fin, con todos los respetos.

–No se apure, mi parte sudaca se hace cargo -le tranquilicé-. Es lo bueno de no ser del todo de ninguna parte, no se enfada uno con nadie. Le llamo de parte del capitán Navarro, de Zaragoza.

–Sí, ya me avisó. Aquí me tienes a tu disposición para amenizarte la estancia en este paraje que antaño era España. Aunque uno de los viejos del lugar me ha contado que pasaste un tiempo por aquí.

–Pues sí, tres años. Hace ya diez.

–Hombre, algo ha cambiado desde entonces. Ahora ya no manda el nacionalismo, sino el marxismo. Vamos, que lo que ahora tenemos es el sistema de los hermanos Marx. Pero el fuet y la butifarra siguen siendo cojonudos, la gente tranquila y laboriosa y la ciudad una gozada en primavera. Aunque a nosotros nos han dado por culo, nos han movido la comandancia a treinta kilómetros. Los Mossos se van quedando con todo y los jefes han considerado más oportuno trasladarnos a este Fort Apache donde defenderemos la bandera hasta el final.

–No será tan dramático.

–No, qué va, en el fondo ya sabes que éstos son gente práctica. Incluso algunos dicen que nos echan de menos. Pero bueno, va, al grano. ¿Tenéis dónde dormir? ¿Preferís hotel o chabolo de la mili?

–Depende del sitio. Si podemos ahorrar, ya sabe que no cobramos comisiones como algunos ni horas extras como otros.

–En la comandancia hay un pabellón decente y no está lleno. No tendréis que salir a formar por la mañana, tranquilo. Lo único es que estáis a tomar por saco de Barcelona, eso tenedlo en cuenta.

–Nos apañaremos ahí de momento. Mi capitán, no sé si el capitán Navarro le ha hablado de la idea que teníamos para mañana.

–Sí, ya lo he organizado todo. La entierran en Collserola. Mañana metemos veinte tíos allí sin ningún problema. Prepárate porque la ocasión va a ser sonada. Lo de la Barutell ha sido aquí un bombazo. Para éstos era una megaestrella, y el viudo es un santón de la cultura catalana, aunque escriba en la lengua del opresor. No va a faltar nadie. Por si acaso, convendrá que seamos discretos. Habrá maderos, que para eso es todavía su zona, aunque por poco tiempo, pero también Guardia Urbana, y seguro que mossos de paisano, escoltas y demás.

–¿Y no deberíamos avisarlos?

–Oficialmente sí. Pero vivimos tiempos complicados, aquí todos recelan de todos. Ya te contaré más despacio cuando lleguéis. Llamadme cuando estéis por aquí para facilitaros el aterrizaje.

Cuando colgué, Chamorro, que había permanecido aparentemente concentrada en la conducción, se volvió y me observó durante una fracción de segundo. Supongo que todavía percibió en mi rostro alguna huella del desfallecimiento que había sufrido minutos atrás.

–¿Qué tal el capitán? ¿Malas vibraciones? – preguntó.

–No. Sólo me parece demasiado preocupado por la política. Pero es comprensible. Los catalanes son un poco suyos y no es fácil aprender a ser forastero entre ellos. Les pasa a muchos de los nuestros.

–¿A ti no te pasaba?

–Yo me manejo bien con todo el mundo.

La faz de mi compañera adoptó una expresión enigmática. Si era de asentimiento o de duda, no sería capaz de determinarlo.

–¿Cansado? – se interesó de repente.

–Un poco aplatanado, la verdad. ¿Ponemos música? – dije, tratando de animarme, mientras alcanzaba el estuche con los cedes.

–Te temo. ¿Qué traes ahí?

–Una cosa que me ha pasado mi hijo. Te va a gustar.

–¿En serio?

–Que sí. Marea, se llaman. Son cañeros, pero te pongo una suavita.

Introduje el cede en la ranura del reproductor y busqué la pista. Sonó una guitarra despaciosa, casi melancólica. La voz del cantante comenzó a desgranar con mucho sentimiento unos versos:


Los caballos negros son.

Las herraduras son negras.

Sobre las capas relucen

manchas de tinta y de cera.

Tienen, por eso no lloran,

de plomo las calaveras…


–¿De qué me suena esto? – dijo.

–Te doy una pista: es un romance, y desde luego no lo escribieron ellos. Sigue escuchando, a ver si lo sacas -la desafié.

Chamorro puso atención, mientras su mirada se mantenía fija en el horizonte al fondo de la autopista. La canción continuaba:


Oh, ciudad de los gitanos,

apaga tus verdes luces

que viene la Benemérita


A partir de esa última palabra la música se aceleraba, entraba la batería y el bajo y sonaban rasgueos de guitarra eléctrica. Lo que seguía, a ritmo de rock, era el relato de una razia de los siniestros jinetes contra los indefensos gitanos. No faltaban los detalles truculentos:


Rosa la de los Camborios

gime sentada en su puerta

con los dos pechos cortados

puestos en una bandeja.


–¿García Lorca? – dedujo mi compañera entonces.

–Exacto. El Romance de la Guardia Civil española. ¿A que le ponen una música bastante aparente? A mí por lo menos me gusta.

–Desde luego, qué cosas tienes -repuso, meneando la cabeza-. Ya puestos, sugiere que los inviten a tocar en la próxima Patrona.

–¿Y por qué no? Sería una experiencia catártica -bromeé.

Me vino bien, el desahogo musical. Pero poco a poco se fue imponiendo a mi ánimo la tarde que caía sobre aquel monótono paisaje de carretera. De pronto, me acordé de que íbamos hacia Barcelona. No era la ciudad de los gitanos, ni yo montaba un caballo negro. Pero no me sentía del todo orgulloso de lo que en otra época había hecho allí.


CAPÍTULO 5


GALOPANDO HACIA NINGÚN LUGAR

Llegamos a la comandancia a la caída de la tarde. Para una vez que no había prisa, Chamorro se dio el placer de conducir a velocidad legal, algo que debía de satisfacer poderosamente su sentido del orden, y que sólo con sus reflejos y su pericia no resultaba peligroso. Cualquier usuario de las autovías españolas sabe que circular a menos de 140 kilómetros por hora le expone a uno con relativa frecuencia a ser arrollado por los muchos psicópatas que utilizan el carril izquierdo.


Llamé al capitán Cantero, no diré que con muchas ganas. Se presentó a los quince minutos y para ser justos nos resultó de gran utilidad. Poco después estábamos instalados, sin lujos, pero en condiciones suficientemente confortables. Hasta disponíamos de un sitio espacioso y seguro para trabajar, con el desparrame habitual de trastos y de papeles que implica el trajín del investigador criminal desplazado.

Cantero era uno de esos hombres jóvenes y deportivos que, cuando suman a esa pujanza un futuro brillante y destinado al mando, producen de entrada en los subalternos ya cuarentones y mediocres como yo un irreprimible sentimiento de despecho. Alto, tirando a rubio, con unos ojos azules clonados de los de Paul Newman y la piel suavemente bronceada. Por suerte, también era campechano y simpático, y en ningún momento hacía notar sus estrellas. Nos acogió con un exquisito respeto profesional, no sé si porque se lo inspiraba la unidad central a la que pertenecíamos (y a la que no era improbable que apuntaran sus miras en cuanto a futuros destinos) o por lo que hubieran podido contarle de mí esos viejos del lugar que había mencionado en nuestra conversación telefónica. Confieso que pequé de curiosidad, y acaso de impaciencia, y en cuanto tuve ocasión le interrogué al respecto:

–¿Quiénes de mi época siguen aquí? Se lo pregunto porque entonces la gente no solía quedarse mucho, estábamos casi todos de paso.

–El subteniente Robles -dijo-. Me pide que te transmita sus saludos y que te diga que ya te verá mañana. Hoy tenía a las nietas en casa.

–Coño, Robles. Y con nietas ya.

–Los años, que no pasan en balde. Cuentan que el viejo era una buena pieza en sus tiempos, eso lo sabrás tú mejor que yo, pero la abuelez nos lo ha reblandecido. Para picarle le digo que debería pedir una reducción de jornada por lactancia, como las tías. Ni se enfada.

–Robles, sí, algo de mundo ha corrido, desde luego -recordé-. Y no sé ahora, pero hace años tenía una red de antenas desplegadas por ahí que era algo increíble. No volaba una mosca sin que lo supiera.

–El que tuvo, retuvo -dijo el capitán-. Pero se me jubila el año que viene y le aprieto para que les pase los contactos a los jóvenes. En la nueva situación, ahora que los Mossos d'Esquadra se hacen con las zonas que nos quedaban y vamos a dejar de estar desplegados sobre el terreno, ese patrimonio acumulado no podemos perderlo.

–¿Tan complicado está siendo el relevo?

El capitán se encogió de hombros.

–Los cambios siempre tienen sus complicaciones. Pero la verdad es que la movida tampoco está resultando traumática ni demasiado perjudicial para nosotros. Casi al revés, mira qué te digo. Dejamos de tener que lidiar con la rutina, con el cafre que le pega a la parienta y el chori que levanta un coche o revienta un chalé, y podemos dedicar todos los recursos a información. Con los Mossos no nos hemos entendido mal en el relevo, ellos ya saben que somos obedientes y que cuando nos dan una orden la cumplimos: si nos mandan irnos y facilitarles todo, eso es lo que hacemos, y punto. No me parece a mí que la cosa les esté funcionando igual de bien con la pasma, ahora que les toca además ocuparse del pastel gordo, la zona urbana de Barcelona. Por lo demás, ya sabes lo que pasa cuando coinciden varias policías, cada una dirigida por un político distinto. Roces hay, es inevitable. Y no puedes dejar de tener tus cartas en la manga, por si las moscas.

–De todos modos, quizá sería oportuno avisar de lo de mañana. No vayamos a tener un disgusto tonto con un municipal o un escolta.

–Si quieres que todo el mundo sepa que el entierro de la Barutell va a estar lleno de guardias en busca de sospechosos, descuelgo el teléfono y llamo al ayuntamiento y a la conselleria. Pero creo que es mejor ir por libre y aleccionar al personal para que no se haga notar.

–Como usted diga, mi capitán. Jugamos en su campo.

–Voy a poner un par de hombres a tu disposición, para que te sirvan de enlace con el resto de nuestra gente y para que los uses en lo que te convengan. Dos tíos buenos. Guardias los dos, pero zorros viejos.

–Ya sabe que también vienen dos personas de Zaragoza -dije-. Tal vez nos baste con uno, que conozca bien la zona y la comandancia.

El capitán debió de advertir mi reticencia. Sonriendo, explicó:

–No quiero ser roñoso, hombre, tengo gente disponible. Tampoco les voy a pedir que se entrometan, puedes estar tranquilo. Ya sé que esto es de Zaragoza, formalmente, y que en la práctica lo vais a llevar vosotros. Aquí no aspiro a ponerme más medalla que la que me toque por ser buen anfitrión. Y si me permites un consejo, con lo que tienes entre manos creo que un equipo grande te va a convenir.

Al margen de mis gustos y de mis apetencias personales, comprendí que el capitán tenía razón. Y no me pareció muy procedente arrastrar más los pies cuando él se estaba mostrando tan obsequioso.

Quedamos con Cantero en cenar juntos, con los de Zaragoza, los dos hombres que nos había asignado y su segundo, un teniente. Mientras hacíamos tiempo hasta entonces, Chamorro y yo no estuvimos inactivos. Llamamos a Meritxell Palau, con quien concertamos una entrevista para después del funeral, en la oficina de la productora televisiva que hacía los programas de su jefa (y de la que ésta, como detalle significativo, era accionista mayoritaria). Chamorro puso en marcha con el juzgado la identificación de las últimas llamadas entrantes y salientes del teléfono móvil de Neus y yo me enfrenté de nuevo a su cuaderno, en busca de algo que me llamara la atención o que me permitiera darle un sentido más preciso a esas dos extrañas iniciales, R.K. Debo reconocer que no estaba en mi momento más perspicaz, y que nada había conseguido sacar en limpio cuando sonó mi teléfono.

Era Juárez, uno de los expertos del grupo de delitos informáticos. Su jefe le había pasado el encargo de Pereira de romper la clave del portátil de Neus. La prisa por llamarnos era bastante comprensible:

–¿Hace falta que vayamos allí o nos lo vais a enviar?

Me quedé pensando durante unos segundos. Lo último que me gusta es causarle incomodidades innecesarias a un compañero. Pero calculé que me interesaba estar presente cuando se accediera a la información, y que también podía ser conveniente echar un vistazo a otros ordenadores que pudiera poseer la víctima, en su domicilio o su oficina.

–Pues os agradecería que vinierais. Si es posible.

–Prioridad uno, según mi jefe -aceptó, resignado-. Además, nos morimos de ganas por hurgar en la intimidad de la famosa.

–No me digas que no vamos a poder dejaros solos -bromeé.

–Hombre, si tiene alguna foto comprometida, me la copio para vendérsela a una revista o colgarla en Internet, dalo por descontado.

–Eso me estaba temiendo.

–Tranqui, Vila. Aquí los colegas y yo hemos visto tanta mierda en las tripas de los ordenadores ajenos que ya nada nos excita. Los miramos como mira a las mujeres despatarradas un ginecólogo.

–Vale, te creeré. ¿Podéis venir mañana?

–Allí estaremos a primera hora con nuestros abrelatas.

–Os dejaremos el cacharro en la comandancia.

Okey. Salud.

Cuando corté la comunicación, le hice otro encargo a Chamorro:

–Pide al juzgado que nos autoricen a abrir los ordenadores de Neus.

Mi compañera había estado siguiendo la conversación.

–¿Y tú crees que lo harán de aquí a mañana?

–Confío en tus dotes de persuasión. Dile a la oficial que es vital para conocer las últimas comunicaciones que estableció la víctima.

–¿En función de qué indicios?

–Te dejo imaginarlos.

–Qué bien.

–Mejor que lo hagamos deprisa, antes de que el marido movilice al leguleyo con que nos amenazó para que se persone en las diligencias y empiece a jodernos con recursos contra todo lo que no le guste.

–¿Tú crees que lo hará de verdad?

–No lo descarto. Altavella, o mucho me equivoco, es uno de esos tipos que no toleran bien que la realidad no se pliegue a sus deseos.

Los compañeros de Zaragoza llegaron a eso de las nueve y media. El sargento Rubio era un individuo de complexión fuerte y rostro afable, algo más joven que yo, con el que sintonicé bastante bien de entrada. Identifiqué en él la misma especie de tonto útil a la que yo pertenecía, y creo que él hizo otro tanto conmigo. En cuanto a la guardia Tena, me recordaba en cierto modo a la Chamorro de años atrás. Andaría por los veintitrés o veinticuatro y no era demasiado alta, pero se la veía buena deportista y de carácter enérgico. Tenía, eso sí, una rigidez militar exacerbada que mi compañera, aun siendo bastante más marcial que yo, nunca había alcanzado ni de lejos. La explicación me la proporcionó el sargento Rubio en un aparte, mientras las dos chicas se ponían de acuerdo en cuestiones de alojamiento e intendencia.

–Como podrás imaginar, Tena es una metopa -dijo, revelándome con ese apelativo lo que yo ya me había permitido suponer, que la chica procedía de la cuota que se reservaba a aspirantes procedentes del ejército profesional en las pruebas de acceso al Cuerpo-. Pero no una cualquiera. Viene de la Legión, y no veas lo que me ha costado que deje de dar taconazos y de meterse codazos en los riñones al saludar. Ahí donde la ves, se ha suavizado mucho. Pero no es mala, la tía. Y carbura.

–Por qué iba a dudarlo, hombre.

–Ya, pero es que la chica siempre tiene enfrente el prejuicio. Y no es justo. Es brava, a veces a lo mejor un poco burra, pero tiene coco. Lo que le pasa es que le cuesta tomar confianza. Dale tiempo.

–Me temo que vamos a tenerlo -dije-. Esto no lo resolvemos en dos días. Nos queda mucho trabajo por hacer.

Le puse al corriente de todo lo que habíamos ido averiguando, de las diligencias que teníamos en marcha y de los planes para el futuro inmediato, aunque aún era pronto para concretarlos y proceder a un reparto de tareas. Rubio fue anotando mentalmente todo lo que le iba diciendo, con una concentración que no puedo ocultar que despertó mis simpatías. Nos suele pasar a los negligentes, que nos gustan quienes no lo son, sobre todo cuando los tenemos de nuestro lado, probablemente porque intuimos, como viles vampiros, en qué medida pueden resultarnos útiles y podremos por tanto servirnos de ellos. Rubio apenas había rebasado la treintena, se le veía en plenitud de fuerzas y no demasiado desengañado de la vida. De pronto, mientras le contaba pesquisas y le explicaba hipótesis, me acometió una añoranza teñida de amargura. Aquel sargento me recordaba a mí mismo, años atrás, cuando me había ganado a fuerza de narices y de sacrificio, más una pequeña dosis de chiripa, la fama de investigador abnegado y eficaz de la que ahora iba tirando. Tenía a veces esa sensación: la de vivir, con mayor o menor indignidad según el día, de una renta acumulada por un yo pretérito. Y cuando me ponía pesimista me daba por pensar que mi caso no era singular: que todos los seres humanos nos vemos abocados a recurrir antes o después a esa clase de argucias, atestiguando con ello nuestra indigencia y la penosa caducidad de nuestro tinglado.

Al verme pensando en todas estas cosas, me percaté de que me estaba dejando resbalar sin ningún decoro por la pendiente del melodrama, y eso sí que era un achaque de edad. Rubio y Tena eran hombre y mujer, y tenían respectivamente los años que Chamorro y yo contábamos cuando habíamos empezado a trabajar juntos. Ahora bien, ver a cada uno de ellos parecido a cada uno de nosotros, y extraer a partir de tal semejanza aquella clase de conclusiones lloronas sobre el paso del tiempo y su efecto sobre la gente, era una superficialidad propia de un espíritu todavía más averiado que el que creía poseer. Además de un despilfarro de energías. Aquellas dos personas serían como fueran, distintas y particulares, y yo era el fruto de mis pasos y con eso me tenía que arreglar. Lo que me tocaba era cambiar el disco, y ya que no podía actuar inmediatamente, prepararme para la acción venidera. La depresión, la melancolía, la desgana de vivir, son en general avatares reservados a personas que no tienen nada mejor que hacer, o que no aciertan a ver que lo tienen. Yo tenía una muerta que pedía justicia, y a la que había de darle, si no eso, al menos el remedo que estaba disponible y que me pagaban por ayudar a dictar. Había por ahí un cabrón o un imbécil o ambas cosas a quien había que sentar en el banquillo, y aunque ya no tenía la ingenuidad necesaria para desear ese desenlace con la menor ilusión, sí me quedaba la comezón por desenmascararlo, por echármelo a la cara y ver al fondo de sus ojos la misma nada indefensa y necia que ya había visto tantas veces, fuera cual fuere el lustre con que se revistiera para reivindicarse ante sí y ante los otros. Con ese pensamiento, aventé de mi cabeza todos los demás. Mucha gente no lo sabe, pero el orgullo salva más baches que la esperanza.

Por fortuna, Rubio era un profesional metódico y pragmático, y una vez que hubo escuchado mi resumen, se aplicó sin prisa ni pausa a aportarme el material del que en ese momento disponía.

–Por nuestra parte, no mucho más de lo que ya sabes -dijo-. Ya hemos remitido las muestras biológicas a Madrid, y se supone que les darán preferencia, así que con suerte dentro de unos días tendremos los perfiles genéticos y sabremos si coinciden con los de algún angelito con el que nos las hayamos visto antes. La batida por el pueblo y alrededores en busca de otros testigos, aparte del rumano de la gasolinera, infructuosa. Nadie a quien podamos conceder credibilidad dice haber visto a Neus, ni a su acompañante, ni ninguno de los dos coches. En el pueblo dicen que apenas se vio a Neus paseando por el centro cuando se compró la casa, hará un par de años. Desde entonces, nada. Por lo que parece, venía y se iba sin rozarse nunca con los lugareños. El jardín se lo arreglaba una empresa de fuera, los vecinos veían entrar una vez a la semana la furgoneta, y también venía de fuera quien le limpiaba la casa. Lo que está claro es que no iba allí a mezclarse con la gente.

–Todo refuerza la idea de que tenemos que buscar aquí, en su territorio -observé-. Lástima, con lo bonito y lo simple que es el campo.

–Bueno, cada vez menos simple -objetó Rubio.

–Eso es cierto. Pero no se puede comparar con la ciudad, el reino del hombre anónimo y de la mujer anónima, donde puedes hacer toda clase de trastadas a cara descubierta sin que te las apunte nadie. Donde no hay vecinos que recelen de un rostro desconocido, de un movimiento a deshora, de una actitud extraña. En un pueblo, en cambio… Una vez, al principio, me tocó un caso en el que pudimos reconstruir casi paso a paso el itinerario del homicida. Diez personas se habían fijado en él, porque era forastero. Y no veas eso cómo te ayuda.

–Pues aquí, desde luego, despídete de esa clase de facilidades. Míralo por el lado bueno, al menos cambiamos de ambiente.

–Sí, habrá que mirarlo por ahí -asentí, porque me pareció que no era el momento de confiarle mis verdaderos sentimientos en relación con el hecho de tener que hurgar en las tripas de aquella ciudad.

El capitán Cantero nos llevó a cenar a un sitio en el que desde nuestra llegada se vio que tenía mano. Nos habían preparado una mesa grande en un rincón, tras un biombo, para que pudiéramos hablar de nuestros asuntos. La partida la componíamos ocho elementos: aparte del capitán y de mí, Chamorro, Rubio, Tena, el teniente, que se llamaba Vendrell, y los otros dos guardias, de apellidos Gil y Ponce.

Debo reconocer que comparecí en aquella cena con poco entusiasmo. No era precisamente el esfuerzo de familiarizarme con tantas personas a la vez lo que en aquel momento más me apetecía. Fue la inercia de tratar de calar a la gente con la que he de jugarme los cuartos la que me hizo reparar en el carácter del teniente Vendrell, único catalán del grupo, por cierto, y persona de trato amable y aire voluntarioso. También me fijé con especial atención en mis dos agregados, ninguno de los cuales cumpliría ya los cuarenta años, y que en una primera ojeada me parecieron un par de tipos sobrados de recovecos, con gracia Gil y sin ella Ponce, aunque la experiencia me decía que antes de preferir a uno sobre el otro debía esperar a distinguirlos por otros indicios.

Por suerte el capitán llevó el peso de la reunión. Fue él quien hizo todas las presentaciones e informó a los que acababan de incorporarse de las circunstancias generales del caso y de los particulares de la operación del día siguiente. Cuando me dio la palabra, pude entrar directamente a comentarles los aspectos de detalle de la investigación, que la costumbre me permitía exponer en automático y sin necesidad de empeñarme demasiado en el trámite. Renuncié a proyectar más que de forma imprecisa el método de trabajo que seguiríamos para sacar todo el partido a los recursos de nuestro coyuntural equipo tripartito. Propuse centrar primero nuestros esfuerzos en el funeral, haciendo hincapié en observar a las personas del entorno cercano de la víctima y en localizar y si era posible identificar a todos aquellos que encajaran en la edad y descripción física que nos había proporcionado Radoveanu. A partir de ahí, ya iríamos decidiendo ulteriores maniobras.

Cantero tuvo el buen criterio de plantear todas las cuestiones organizativas y policiales en los aperitivos. Cuando llegó el segundo plato ya estaban liquidadas, y a partir de ese momento pudo relajarse el ambiente, lo que no diré que aquella noche prefiriera por mi parte, y no fui el único que tuvo con ello alguna contrariedad. En cuanto el vino hubo desmantelado sus débiles frenos, Gil y Ponce se dedicaron, cada uno por su lado, a buscarles las cosquillas a las componentes de la sección femenina. Las mujeres habían tenido la precaución de organizar un binomio defensivo sentándose juntas a un extremo de la mesa, y pudieron gracias a ello repeler con cierto éxito el ataque, pero no sin que en alguna ocasión se advirtiera en el gesto de Chamorro una incomodidad rayana en el cabreo. Antes de que saltara un chispazo, preferí anticiparme y utilizar astutamente la presencia del capitán:

–Oye, mi capitán, ¿cuánto hace que tus guardias no ven chicas?

–¿Cómo dices? – dijo Cantero, que no estaba atento.

–Nada, que a ver si Pin y Pon nos dejan respirar un poco a las criaturas, que mañana las necesitamos frescas.

–Eh, vosotros -se dirigió a los guardias-. Un respeto para las muchachas, joder, que me estáis dando el cante. Y a partir de mañana y hasta nueva orden, me venís ordeñados de casa. ¿Entendido?

–Mi capitán, que sólo las estábamos orientando -se descargó Gil.

–Ya se orientan ellas, tranquilo -terció el sargento Rubio.

–Por nosotras tampoco les obligue al ordeño diario, mi capitán -dijo Chamorro-. Que a ciertas edades, los esfuerzos pasan factura.

–Y que lo digas -rió Tena, sin poder contenerse.

–Compañera, ¿tú has visto el toro de Osborne? – fanfarroneó Gil.

–Sí. ¿Y? – preguntó Chamorro.

–Pues nada, que al lado del menda, Bambi.

–¿Lo dices por los cuernos?

Gil no se esperaba semejante tarascada.

–Mira, porque eres cabo, que si no…

–Porque soy cabo, compañero -corroboró Chamorro, con una sonrisa acorazada-, que si no, ya te habría dicho hace rato que tú y el otro Romeo dejéis de echarnos las babas en la comida a Susana y a mí.

–Vale, vale, tengamos la fiesta en paz -atajó el capitán.

–Por mi parte no hay ningún problema, mi capitán -aclaró Chamorro-. Sólo le seguía la broma aquí al guardia. Cuando uno hace un chiste, lo menos que puede esperar es que se lo respondan, ¿no?

–Hablando de chistes, Vendrell, explícales a los compañeros el estado actual de la cuestión nacional. Para que se vayan situando en el panorama donde han ido a caer, que vienen de allende la frontera.

–Joder, mi capitán, no empecemos.

Lo que siguió, deduje que como sagaz cortina de humo tendida por Cantero, fue un debate sobre catalanismo en el que el papel de minoría y de víctima le tocó a Vendrell, algo a lo que me pareció que ya estaba acostumbrado, y que debía de constituir una especie de broma particular entre ellos. Cantero podía llegar a ser bastante mordaz:

–La verdadera cuestión, Vendrell, no lo niegues, es que a los andaluces y a los extremeños y a los manchegos nos consideráis homínidos inferiores, propensos a la vagancia y a las fiestas, buenos si acaso para emplearnos como peones y subalternos en vuestros negocios, pero nada más. Y por eso os da tanto por culo que alguno de nosotros decida sobre lo vuestro desde Madrid o que os represente fuera.

–Mi capitán, así no hay manera -se quejaba Vendrell.

–Pues entonces, a ver, explícame por qué eres nacionalista.

–Y dale, que yo no soy nacionalista.

–Eso lo dices porque te da vergüenza admitirlo.

–¿Tú crees que si fuera nacionalista me habría metido en esta empresa? Lo que tenéis que aceptar es que aquí hay maneras propias de entender algunos aspectos de la vida; para empezar, un idioma. Y que lo que no puede ser es que digamos amén a todo lo que disponga Madrid sin tener nunca la sensación de que nuestros intereses cuentan allí. Aquí sólo una minoría quiere separarse. La mayoría quiere estar en el barco común, pero sintiendo que se respeta lo que somos.

–Has dicho la palabra clave: intereses -ironizó Cantero.

–Pues claro, coño, ¿es que los demás no se preocupan de los suyos?

–Si se me permite decir algo, creo que el teniente tiene razón -le apoyé-. Por nuestra experiencia de recorrer autonomías, en este país ya todo el mundo acusa al vecino de robarle la cartera, en cuanto no se sale con la suya o el otro se lleva una porción de tarta.

–Vaya, Vila, veo que pillaste el síndrome de Estocolmo -dijo Cantero.

–Bueno, no tanto. Pero como siempre he sido un poco extranjero en todos los lugares donde me ha tocado vivir, he aprendido a sobrellevar las manías de cada cual. Todos las tenemos, vistos desde fuera.

–Y hasta aprenderías a hablar catalán en la intimidad.

–Pero con un acento pésimo. Las vocales se me resisten.

–No jodas. Yo he acabado entendiéndolos. Pero a hablarlo me niego.

–Y yo -le secundó Ponce-. Para qué coño tengo que aprender otra lengua que el español si no he salido de España.

–Lo malo es que si no lo has mamado se te nota a la legua, y nunca falta quien se ríe cuando metes la pata -alegó Gil.

–Tampoco hay que tener tanto sentido del ridículo en la vida -dije-. Y menos a la hora de aprender idiomas. Mira a cualquier futbolista holandés o yugoslavo. Puede que la gente se ría de ellos, pero los tíos vienen aquí, se manejan, se forran y ahí se las den todas.

–No creo que nadie se ría -dijo Vendrell-. Los catalanes que yo conozco aprecian cuando un castellano se esfuerza en hablar catalán.

–Pues será que yo trato con otros -insistió Gil.

El capitán me pegó entonces un codazo y me guiñó un ojo.

–Oye, Toni, ¿y cuándo te pasas a los Mossos? – preguntó a Vendrell.

–Cómo te gusta putearme, mi capitán -protestó el teniente.

–Pero si lo digo en serio, con ese traje tan mono, con esos coches tan nuevos, con esas comisarías de diseño que tienen. Y además, te harían archipampanot de inmediato. Te pondrían unos galones impresionantes, y en el uniforme de gala podrías llevar charreteras, como poco.

–Está bien, me rindo. Bueno, Vila, Rubio, y la compaña, ya podéis ir anotando. Teniente Antoni Vendrell, oficial de la unidad de policía judicial de Barcelona y clown de la comandancia. Quién me mandaría meterme a currar en este nido de fachas españolazos.

–Todavía me lo sigo preguntando -asintió Cantero, mondándose.

–La putada es que soy vocacional. Mi abuelo materno, el único al que conocí, era guardia. Ya ves, yo soñaba con esto desde chico.

–Es jodido, desde luego, tu problema de identidad.

Por lo menos, y aunque fuera a costa del teniente, aquello sirvió para ir aglutinando el grupo y para limar las tensiones que siempre se producen entre desconocidos, por más que compartan, como era el caso, un empeño común. Si tenía que juzgar sobre las dotes para el mando de Cantero (aunque fuera un vano pasatiempo, porque en la empresa en la que trabajaba no cabía esperar a corto plazo que se nos pidiera a los subordinados evaluar a los jefes) le ponía una buena nota. Con el inevitable suplemento de mezquindad, solemnidad y cálculo que le proporcionarían los años, no era improbable que se convirtiera en un candidato idóneo para desempeñar altas responsabilidades.

Nos disolvimos al filo de la medianoche. Chamorro y Tena se retiraron a la habitación doble que compartían, y Rubio y yo, privilegio de suboficiales, nos dirigimos cada uno a nuestro alojamiento individual. Me lavé los dientes en seguida, con ánimo de meterme sin más demora en la cama y desenchufarme lo antes posible. Algo me hacía sospechar que estaba en la disposición óptima para enredarme en cavilaciones que no me convenían, y mis temores se confirmaron en cuanto me introduje entre las sábanas y me vi dando vueltas sin poder conciliar el sueño. No era el asesinato de Neus Barutell, ni tampoco la perspectiva de tener que dirigir un equipo heterogéneo y problemático para esclarecerlo, lo que me impedía dormir. Se trataba de algo mucho más vago e insoluble, la pasta espesa de la que están hechas las noches de un hombre a partir del instante en que empieza a percibir que ha vivido y errado más de lo que le gustaría. Varían los recuerdos que acuden en cada momento para formar el ingrato mejunje, a veces ni siquiera se trata de recuerdos precisos, pero la mezcla siempre sabe a decepción y su color tiende a ser más turbio de lo deseable. Creo con convicción que ésa es la sustancia más letal que transportamos en nuestras alforjas, y que en la hora nocturna en que suele desbordarse conocemos el apogeo de nuestra vulnerabilidad. No debe extrañar que sea la hora a la que estadísticamente sucumben más enfermos terminales en los centros hospitalarios. La pesadumbre, el miedo, la culpa, la conciencia de la propia insignificancia, que en la madrugada se nos presentan en toda su crudeza y potencia, se suman a la enfermedad y se hacen demasiado onerosas para quien tiene ya las fuerzas disminuidas.

Pero también abrigo una convicción de signo opuesto, y es que mientras uno no ha rodado por tierra, y por fea que pinte la partida, siempre hay algo que ganar si se planta cara a la adversidad, en vez de encenagarse en ella. Era ya el segundo desfallecimiento del día (o el tercero), y me pareció llegado el momento de tomar medidas drásticas. Más me valía salir por cualquier sitio, antes que dejarme atraer al fondo del pozo. No le di muchas vueltas. Me puse en pie, volví a vestirme y fui a buscar el coche. A la una y media crucé por el control de la comandancia, y unos minutos después conducía a buena velocidad por una autopista desierta, camino de Barcelona. Durante unos minutos dejé que sonara en la radio uno de esos programas de madrugada en los que la gente hace públicas sus miserias y sus fantasías más íntimas, pero no era eso lo que me hacía falta oír en aquel momento. Le di al botón que ponía en marcha el reproductor de discos compactos. Allí seguía el disco de Marea. Su sonido rítmico e impetuoso me pareció apropiado para la situación. También lo que cantaban:


y los olivos me cuentan que me canso de soñar contigo,

que estoy acorralado y no me quedan tiros,

que va siendo hora de despertar


Es posible que impulsado por aquella música le diera al acelerador más de lo que la prudencia aconsejaba. Es posible, también, que en alguna curva no calculase bien y tuviera que corregir con un sobresalto la dirección o la velocidad. Pero pronto me concentré en resolver los problemas concretos que implica la conducción: un modo inmejorable de relajarse cuando uno anda con la cabeza demasiado emponzoñada de problemas abstractos. Me apliqué a exprimir la potencia del motor, absorto en las líneas y las señales de la carretera, mientras los de Marea seguían a lo suyo, sin perder ocasión de dejar claro quiénes eran los villanos estelares de su mitología particular:


y agárrate a la grupa si empieza a oler mal,

que vamos galopando hacia ningún lugar,

y ahuecando, que vienen a miles

los guardiaciviles y la Nacional


La vida, que es paradójica y un punto gamberra, le ponía aquella música a la cabalgada sin rumbo de un guardia civil que, despojado de la apariencia de orden que le protegía durante el día, se volvía tan fugitivo y marginal como el protagonista de la canción (al que, dicho sea de paso, no tenía el más mínimo interés en perseguir). En momentos así, a uno le da la impresión de que todo es un inmenso malentendido, del que formamos parte sin poderlo aclarar nunca.

No tardé mucho en llegar a los límites de Barcelona. A partir de ahí levanté el pie del acelerador. Quería ver mejor las luces de la ciudad, saborear el aire a través de las ventanillas bajadas mientras avanzaba hacia mi destino. Porque a esas alturas ya sabía adónde me dirigía, sin que ello le diera propiamente un sentido a aquel viaje. Cuando tomé la Gran Vía y me envolvió el paisaje urbano que en otro tiempo me había sido cotidiano y familiar, sentí erizarse mi piel y un estremecimiento me recorrió de pies a cabeza. Barcelona, de madrugada, seguía siendo la ciudad quieta, despoblada y silenciosa, tan distinta del siempre bullicioso Madrid y tan propicia para conocer a fondo la propia soledad. Apenas algún que otro taxi recorría la avenida y, aparte del parpadeo casi inútil de las luces de los semáforos, poca actividad se ofrecía a mi contemplación. Siempre me había gustado aquella ciudad: cómo estaba construida, cómo se organizaba la vida en torno a las plazuelas achaflanadas del Ensanche. Y siempre, sin embargo, me había producido una especie de desasosiego: en los primeros tiempos porque me daba la sensación de que no me haría a ella, y al final de mi estancia por lo contrario, porque sabía que había dejado para siempre jirones de mi alma enganchados en sus esquinas, de las que pronto iba a separarme y a las que nunca podría regresar, o no del mismo modo.

Allí estaba, ahora, diez años después. No había vuelto ni una sola vez en todo aquel tiempo. No había tenido necesidad, y tampoco había buscado la ocasión. Tal vez había sido mejor así: hay cosas que uno debe dejar que sucedan cuando y sólo si han de suceder. Me acercaba a la plaza de España. En el primer hueco que vi, aparqué el coche.

Caminé sin prisa hacia el Paralelo. Lo que buscaba, acaso como un exorcismo, era volver a sentir la desnudez extrema de la plaza. Todas las singularidades arquitectónicas que la rodeaban (el coso taurino, el hotel, las torres de la Exposición Universal con el Palacio Nacional y Montjuic al fondo), lejos de otorgarle alguna personalidad, hacían de ella un espacio vacío y destartalado. Si era capaz de enfrentarme a aquel sitio, podría con todo lo demás. Comprendí la razón por la que me había deslizado hasta allí en mitad de la noche, como un proscrito. Aquel rito de reencuentro era algo que tenía que cumplir a solas. No podía regresar acompañado por otros y rebajar la emoción con una indiferencia mal fingida o con una charla circunstancial.

Allí, años atrás, me había despedido de alguien, y algo importante e irrecuperable había dejado de pertenecerme. Recordé entonces aquella frase del cuaderno de Neus: «suyo, no mío». Y por un momento, creí entenderla. También había algo importante que ella había perdido.


CAPÍTULO 6


QUAN PLAU A DÉU

No puedo decir que esa noche durmiera lo que necesitaba, pero no hay modorra que no alcancen a sacudir un par de recios cafés de cantina benemérita. Por cómo me supieron los que tomé esa mañana en la comandancia, la máquina debía de estar ya bien caliente cuando los hizo. Inevitablemente, después de la excursión nostálgica de la víspera, me acordé de la frase exacta con que me habían informado de aquella particularidad de las máquinas de café. Son como las mujeres, hay que calentarlas antes de poder sacarles el punto justo de placer. Si me lo hubiera dicho un hombre, cualquier hombre, me habría parecido una fanfarronada zafia y estúpida. Pero se lo había oído a una mujer que manejaba una máquina de café, en circunstancias que me hacían muy difícil dejar de encontrar su declaración de una tristeza conmovedora.


Los amigos son esos tipos que aparecen justo cuando se los necesita. En el momento en que mi mirada se perdía en lo que quedaba de aquel segundo café al fondo de la taza, y mi alma se encogía con aquellos afligidos recuerdos, oí de pronto un vozarrón a mi espalda:

–Coño, el sudaca. Estás más gordo, tío.

Me volví. Allí estaba el subteniente Robles. O el viejo que lo suplantaba. No tenía mal color, pero había encanecido del todo.

–Y usted más guapo y atlético, mi subteniente -le respondí.

–Sin cofias, Vila, que soy abuelo y estoy al filo del INSERSO. Ya sé lo que hay. Eso sí, por lo menos no me gasto unas ojeras como las tuyas. Válgame Dios, criatura. ¿Es que has estado haciendo travesuras esta noche o es la mala conciencia por las de antaño?

–Será la mala conciencia, si ha de ser una de esas dos cosas.

–Ay, sargento, debería estar prohibido volver a ver a la gente al cabo de diez años. Con lo bien que se las apaña uno para mentirse ante el espejo todas las mañanas. Yo me sigo poniendo delante de él en pelota picada cada día, con intención de darme pena, pero a veces hasta me encuentro resultón, fíjate lo que puede hacer la vanidad.

–Lo de antes lo dije en serio. Firmo estar como usted cuando llegue a la edad de la prejubilación.

–Bueno, tío, lamento informarte de que siempre serás más bajo. Y como vuelvas a llamarme de usted te meto una hostia, que prejubilado y hasta con una mano a la espalda todavía te puedo.

–Vale. ¿Qué tal la familia?

–Más grande, más vieja también. Mi hija ahora se parece a mis recuerdos infantiles de mi madre. No sabes qué desbarajuste le produce a uno eso. Cuando me llegue el Alzheimer acabaré llamándola mamá sin despeinarme. Suponiendo que me dé oportunidad y no me despache a algún antro donde me maltraten enfermeros sin papeles.

–O sea, que bien.

–Sí, tengo dos nietas que son un primor. Enseño foto.

–A ver.

Sacó la cartera y desplegó con orgullo el mapa de su tesoro. Las tenía a las dos juntas, bien recortaditas, en el envés de la placa.

–Dos bellezas. Te harán sufrir.

–De eso se trata, la vida, ¿no? ¿Y tu familia?

–Bien, dentro de lo que cabe -repuse, con cierta desgana-. Mi madre un poco mayor cada día, pero sigue con el prurito de ser autosuficiente y la obsesión por ampararme de todo mal. El niño ya tiene pelusa oscura en el labio y el gesto hosco, pero es buen chaval y nos entendemos medianamente. Elisa está bien. Desde que se libró de mí.

Robles meneó la cabeza con sincera consternación. Recordaba sin duda a Elisa, con quien además siempre había congeniado.

–Ya sabes que yo soy un antiguo. Supongo que la situación será jodida. A mí me cuesta pensar en no vivir con mi mujer, y mira que la mayor parte de los días nos saludamos a ladridos y que a veces noto cómo me observa y se pone a calcular la pensión de viudedad.

–En fin, mi subteniente, uno se hace a todo, aunque al principio parezca muy cuesta arriba. Los choris se hacen a la cárcel, los judíos se hacían a Auschwitz, nosotros a barrer la caca. Pues una más.

–Eso es verdad. A propósito. Hoy tenéis baile a lo grande, ¿no?

–Sí. ¿Te vas a apuntar?

–No, yo ya estoy mayor para eso. Ahora me dedico a otros negocios. Pero me consta que tendrás el mejor apoyo. El capitán este, Cantero, es un buen elemento. De los que se fajan, y no sólo para colgarse el sable el día de la Patrona, ya me entiendes. Además tiene la inteligencia de preguntar lo que no sabe, que para un oficial es todo un puntazo.

–De todos modos, me gustaría tener una charla contigo, para que me sitúes un poco. Hace ya diez años, vuelvo a ser forastero aquí.

–Bah, los cambios son puro adorno. Ya sabes cómo son estos catalinos, los tíos saben repintar la fachada y venderte la moto como nadie, pero en el fondo todo sigue más o menos como siempre.

–No será tan simple la cosa, hombre. Además, ten cuidado con esos comentarios, ahora quo tienes nietas catalanas.

–Y no sabes cuánto. Mireia y Mariona. Nada menos.

–¿Comemos o cenamos?

–Cuando mandes. Apunta mi móvil.

–¿Te importa que lleve a alguien? Mi compañera. Quiero decir mi compañera profesional, la cabo Chamorro. Me gusta que se empape bien de todos los datos de situación, luego tiene buenas ideas.

–Bueno, pero entonces no podremos contar historias de putas.

–Tampoco te apures. Si llega el caso, creo que ella lo comprendería. Siempre que no se te vaya la mano.

–No, yo con las tías decentes me sigo cortando. Soy de otra época.

–Oye, Robles, que me alegro de verte.

–Y yo. Si no te me pones maricón, te confesaré una cosa. Te he echado de menos, Vila. Es una putada, en esta empresa, que siempre se acabe yendo la gente. Y cuando te haces mayor, te pesa más.

–Bien, me guardaré el abrazo para otro momento.

Nos estrecharnos la mano y lo dejé allí, con su cortado sin azúcar. Me encaminé hacia el centro de operaciones, que había abandonado momentáneamente para ir en busca del segundo café y sacudirme un poco más las espesas neuronas. Allí me esperaba ya el resto del equipo. Nada más llegar me abordó Chamorro con una hoja de fax.

–Calentito, del juzgado de Zaragoza -dijo-. Vía libre para meterle mano al ordenador de Neus. Se lo dejo a los informáticos, pegado al cacharro, para que sepan que pueden entrarle hasta la cocina. No me digas que no me merezco algo, qué sé yo, una palmada al menos.

–Luego llamo a Amberes, a mi proveedor de diamantes. ¿Quieres otros pendientes o mejor esta vez un anillo?

–Tendría que beber mucho, para dejarme anillar por alguien como tú. Y ya sabes que soy prácticamente abstemia.

–Vale, pendientes. ¿Algún avance con los teléfonos?

–He contactado con mi garganta profunda en la telefónica. Dice que en cuanto reciban el fax del juzgado nos mandan el listado de llamadas.

–Bien, bien. Oye, ya son las nueve y media, deberíamos ir saliendo. ¿Lo tenemos todo? – me dirigí a los demás.

–Los reporteros estamos listos -dijo Gil.

Vestía un chaleco con muchos bolsillos y se había puesto el pelo de punta y un aro de pirata en la oreja. Al hombro llevaba una cámara de vídeo digital profesional. En ella destacaba bien visible una pegatina de elaboración casera con el logotipo multicolor de una tal PTV.

–¿PTV? – pregunté

Picolet Televisió -repuso-. Para qué estrujarme las meninges. No te preocupes, hay tantas teles raras que ya ni preguntan. Verás cómo todos meten barriga y dan el perfil bueno cuando les enfoque.

Supuse que no andaría descaminado. Salí el primero.

Cantero nos esperaba en el aparcamiento, con Vendrell y el resto de la gente. Había una docena de hombres, en sentido estricto (y no el laxo que a veces, por arrastre de la centenaria tradición masculina, se utiliza en el Cuerpo). Tena y Chamorro eran las únicas mujeres del grupo. Entre los demás, los había de todas las pintas y edades: maduros trajeados, jóvenes alternativos y también algún otro con demasiada facha de poli bajo las ropas civiles. Pero preferí no incordiar.

–Todo el mundo sabe ya lo que tiene que hacer -me informó Cantero-. Y todos han aprobado el curso de policía judicial y saben recoger muestras sin cargárselas, por eso podéis estar tranquilos.

–Pues vamos allá -dije-. Nosotros podemos llevar a dos.

–Ya tenemos todos los coches organizados, no hace falta. Llegamos cada uno por nuestra cuenta. La ceremonia se supone que empieza a las once, así que -y aquí se dirigió al resto del equipo- quiero a todo el mundo emplazado antes de las diez y media. Luego nos reunimos aquí a la hora de comer y ponemos en común lo que hayamos visto. No olvidéis traer foto de cualquiera al que le saquéis algo. Que no me aparezca luego ninguno diciéndome que no pudo hacerla. Aseguraos bien de que no lleváis pilas gastadas en las cámaras.

Salimos de la comandancia en comitiva, pero ya en la autopista nos fuimos dispersando. Chamorro, que conducía nuestro coche, se cuidó, no obstante, de no perder el de Rubio y Tena, que nos seguían y a los que habíamos quedado en guiar hasta el cementerio. Para ello tuve la precaución de no fiarme de mi memoria y pedir un plano, porque algunos de los enlaces y los nombres de las autopistas habían cambiado desde mi época. La manía de los políticos de dejar siempre su huella en la geografía, aunque si hemos de creerlos, todo lo hacen solamente por nuestro bienestar.

Durante el trayecto, Chamorro y yo hablamos poco. Yo seguía embotado y de no demasiado buen ánimo, y ella iba sumida en esa especie de ensimismamiento analítico habitual en ella, cuando llegábamos a un nuevo escenario para realizar una investigación. Observaba detenidamente el paisaje que iba cruzando la autopista, los barrios, los descampados, los polígonos, entre ojeada y ojeada al retrovisor para comprobar que no habíamos perdido a nuestros compañeros.

–Sólo había estado antes una vez en Barcelona -dijo al fin.

–¿Y qué te pareció?

–Era muy pequeña. Recuerdo que me gustó el Pueblo Español.

–Si sobra tiempo puedo llevarte a ver alguna cosa más original.

–Habrá que ver qué entiendes por eso.

–No la Sagrada Familia, precisamente. Aunque a lo mejor sí.

–Ahí también estuve.

–Pero seguro que no la viste como yo te la enseñaría.

–Vaya, ¿conoces alguna entrada secreta?

–No, entrando por donde todo el mundo. Pero yendo más lejos.

–De acuerdo. Me has despertado la curiosidad.

–Menos mal. Eso quiere decir que aún no estoy del todo acabado.

Mi compañera me observó de reojo, o más bien adiviné que lo hacía, porque seguí con la vista apuntada (o más bien perdida) al frente.

–¿Puedo hacer una observación? – preguntó.

–Puedes.

–¿Me lo imagino yo o estás un poco más cenizo que de costumbre? Aunque nunca seas lo que yo llamaría Mister Esperanza.

Tenía la guardia baja y se me escapó algo demasiado sincero:

–No sé, Chamorro, estoy cansado. Me temo que me estoy aburriendo de esta vida. Ya dura demasiado para seguir teniendo gracia.

–¿Estás seguro de eso?

–No, ya sabes que yo no estoy seguro de nada.

–Pues a mí este caso me parece de lo más estimulante -dijo-. Nunca había investigado la muerte de una persona famosa.

–¿Y qué más da eso? Si acaso, más estorbos. Ya la viste en la mesa, no era ni más ni menos que cualquiera. Y ahora avanza vertiginosamente hacia el olvido. Nadie hablará de ella dentro de un mes.

–Bueno, veo que hoy empezaste con el pie izquierdo, como ayer con el derecho. Lo sobrellevaremos y ya se te pasará. Y hasta te vendrá la euforia. Ya me he habituado a convivir con un ciclotímico.

–Nunca he negado serlo. De hecho, ¿quién te enseñó la palabra?

–Tú, mi Pigmalión -se mofó.

–En fin, que sí, que lo mismo es sólo que me jode estar con el cerebro disperso. Ojalá empecemos a definir. Ayer estaba muy contento, pero ahora me doy cuenta de que todavía no tenemos nada que nos centre el tiro. Chicos morenos, Audis plateados, puras vaguedades.

–Deja que madure la investigación, hombre. No esperes, no desees, no te impacientes, y vendrá. También eso me lo enseñaste.

La miré con una rara sensación. No es bueno que te conozcan así. Pero tampoco quería apropiarme de lo que no me pertenecía.

–No yo, sino el viejo Lao-Tsé, a través de mí -puntualicé.

–Bueno, ponlo como quieras. El caso es que suele funcionar. Vamos, que yo personalmente te estoy agradecida y lo utilizo en momentos de dificultad o de desánimo. Y tú deberías darme ejemplo, ¿no?

–Lo siento, pero ya sabes que no valgo para hacer el papel del viejo maestro chino de Kill Bill. Me falta constancia, o fe.

–Tampoco me tienes que enseñar a romper ataúdes con los nudillos.

–Si te llega el caso de tener que hacerlo, ya aprenderás sola.

–Espero que no me llegue.

–Y yo. Pero no te asuste, si llega. Ni eso ni nada, nunca.

–Así me gusta, afilando la espada, mi Hattori Hanzo.

Sonrió, y yo sonreí también al escuchar aquel nombre. Era un chiste privado. Habíamos visto Kill Bill juntos, un día que estábamos los dos perdidos en Orense, para lo de siempre, cargarle a quien correspondiera un muerto que ya había dejado de oler. Nos había gustado a ambos, pese a que ninguno de los dos esperaba nada de la película (o quizá justamente por eso). Luego, con un par de cervezas encima, le había soltado que la veía clavada a la Novia, el personaje de Uma Thurman, una ocurrencia de la que me arrepentí en el mismo instante en que me oí decírselo y la vi ruborizarse. La pregunta que vino después me estaba sin duda bien empleada por mi imprudencia: ¿Y quién era yo, entonces? ¿Tal vez Bill, ese resentido que prefería matar a la Novia antes que verla casada con otro? ¿O el viejo maestro chino, que enseñaba a la Novia los golpes que le habían de servir para romper el ataúd en que la entierran viva y para culminar su venganza? Un raro momento de lucidez me suministró una respuesta alternativa, con la que pude salir casi airosamente del apuro:

–Si tengo que ser alguien, me pido Hattori Hanzo, el fabricante jubilado de katanas que rompe su promesa de no volver a trabajar para hacerle a la Novia la mejor espada que nunca nadie haya tenido.

Por un instante pensé que la frase podía haberme quedado algo rimbombante, pero a Chamorro no le disgustó, y como me demostró aquella mañana camino del entierro de Neus, la había archivado a buen recaudo en su memoria. Conforta comprobar que eres capaz de hacer o decir algo memorable para alguien. Me subió la moral.

Salimos de la ronda e iniciamos la subida hacia el cementerio. A mi compañera, pendiente de la carretera, le pasaron inadvertidas las vistas de la ciudad que se nos ofrecían a medida que ascendíamos por la ladera de la montaña. A mí, en cambio, no podían dejar de llamarme la atención. El día no era demasiado claro, pero permitía divisar los perfiles de una Barcelona que había sufrido desde la época en que yo la había conocido algunas alteraciones ostensibles; la que más destacaba, con mucho, era el insolente edificio en forma de supositorio que se alzaba mirando hacia la parte del Besós. Cuando el espacio cambia en nuestra ausencia, se nos hace evidente hasta qué punto sólo somos sus fugaces espectadores. Y como tales, hemos de resignarnos a la deslealtad de los lugares hacia el recuerdo que guardamos de ellos.

–Curioso sitio, para un cementerio -observó Chamorro.

En efecto lo era. Habíamos pasado ya al otro lado del monte de Collserola y bajábamos hacia el valle de frondosa vegetación por el que se distribuían los bloques de nichos, diseminados entre los árboles. Más que construcciones fúnebres, parecían los bungalows de una colonia de vacaciones, por completo ajenos al ajetreo de la ciudad tan cercana y tan separada a la vez por la interposición de la montaña.

Nos dirigimos hacia la zona de las capillas, donde iba a celebrarse el funeral. Eran las diez y veinte y el lugar ya estaba bastante concurrido. A la entrada se veía el previsible amontonamiento de coches y furgonetas de medios de comunicación, con los que los agentes de la Guardia Urbana bregaban a duras penas. No cabía duda de que el entierro iba a ser un acontecimiento. Aparcamos donde pudimos y cambié impresiones brevemente con el sargento Rubio.

–Mejor nos separamos. Tú y Tena quedaos a la entrada, para fichar a los que lleguen. Nosotros vamos a colarnos en la ceremonia y luego nos colocaremos también en primera fila del entierro. Vosotros manteneos en la retaguardia, atentos a los que miren desde lejos.

Por una vez, me había puesto corbata (una de rayas no demasiado pasada de moda, regalo navideño de mi hijo), y Chamorro, aunque vestía vaqueros, llevaba una chaqueta que le daba cierta prestancia y un pañuelo de estampado discreto al cuello. Dentro de lo que cabía, podíamos dar sensación de no ser un par de andrajosos, y no desentonar mucho en aquella reunión donde a buen seguro muchos llevarían sólo en zapatos lo que costaba nuestra indumentaria completa. Con esa confianza, y un gesto de gravedad apropiado a la coyuntura, Chamorro y yo tomamos posiciones para poder entrar con ventaja en el templo donde se celebraría el oficio fúnebre previo al entierro.

El edificio de la capilla se erigía sobre una elevación del terreno. Desde allí, observé a los nuestros discretamente. Se habían desplegado por toda la zona adyacente y no permanecían inactivos. Vi al guardia Ponce pegar la hebra con un individuo que respondía a la descripción que nos había dado el empleado de la gasolinera. En apenas medio minuto, ya le estaba ofreciendo un cigarrillo, que el otro le aceptó. Seguí pendiente de la escena hasta el momento en que el desconocido arrojó la colilla y Ponce se las arregló para apartarla con el pie hasta donde pudo recogerla sin que se le notara, fingiendo que se le caía el encendedor. Luego el guardia sacó su móvil e hizo como si comprobara una llamada o un mensaje en la pantalla. Comprendí que lo estaba fotografiando, con la cámara del aparato, y sólo me permití esperar que tuviera luz suficiente para que la foto no fuera una birria.

El que debía de estar obteniendo tomas fabulosas era el improvisado e intrépido reportero de la PTV, el guardia Gil, que sin ningún miramiento hacía barridos completos de los asistentes, demorándose en cada uno lo justo para poder sacar luego capturas de imagen fija que nos permitieran identificarlo en caso de necesidad. Por la soltura y el desparpajo, no era la primera vez que rodaba un documental de aquellas características, con todas las dificultades que llevaba aparejadas. En cierto momento tuvo incluso que entablar negociaciones con uno de los municipales. No oí lo que le decía, pero por el gesto, se trataba de uno de esos discursos sobre el pan de los hijos que obró el efecto perseguido de reblandecer al agente. El caso es que Gil acabó pasando por el lugar al que en un principio se le pretendía negar el acceso.

A partir de las once menos cuarto empezaron a llegar los invitados distinguidos. Primero aparecieron los periodistas y famosos de diversos ramos: a algunos cabía presumirles cierta relación con la víctima y otros más bien daban la sensación de aprovechar una ocasión más de registrarse ante las cámaras como integrantes de la pomada. Después, casi al filo de la hora y precedidos por su aparatoso despliegue de escoltas y lacayos diversos, hicieron su aparición los políticos, de todos los colores. Ninguno dejaba de acudir cuando Neus los llamaba a su programa, y tampoco querían estar ausentes de aquella especie de espacio televisivo póstumo. Por varias razones de peso (la principal, que todos ellos habían dejado atrás la edad de veinticinco años que con los datos disponibles le suponíamos a nuestro sospechoso número uno), no fue en ellos en quienes concentré mi interés, aunque mentiría si dijera que resistí la tentación de observarlos esporádicamente. Pude ver así cómo abrazaban al rival al que sólo días atrás habrían rebajado a la categoría de granuja o mentecato ante cualquier micrófono o en cualquier tribuna de oradores, cómo afectaban campechanía con el vulgo, y cómo a la menor se olvidaban de que aquello era un sepelio y mostraban a diestro y siniestro su sonrisa de cartel electoral.

En medio de la muchedumbre, se volvió más difícil fijarse en personas concretas. No abundaban los tipos con el perfil que buscábamos (más bien había gente de mediana edad, y entre los más jóvenes, sobre todo entre los periodistas, predominaban las mujeres) y Gil tuvo que trabajar a destajo con su cámara. Lamenté no estar algo más familiarizado con la sociedad barcelonesa, porque me resultaban desconocidos casi todos los presentes, dejando aparte a las figuras con notoriedad nacional, lo que me obligaba a un sobreesfuerzo considerable. Viendo la aglomeración, Chamorro y yo no esperamos a que llegara el coche fúnebre para tomar posiciones dentro del templo. Su diseño interior era funcional y muy luminoso, gracias a sus grandes ventanales. No intentamos sentarnos, lo que a esas alturas era ya imposible (no había más asientos libres que los reservados a familia y VIP), pero logramos situarnos en un buen lugar, a la derecha del altar y con perspectiva sobre toda la iglesia. Desde ahí nos dispusimos a espiar el acto.

El ataúd hizo su entrada a las once y nueve minutos. Tras él, los deudos de Neus, de quienes sólo conocía a Altavella, aunque también pude identificar en seguida a la hermana de la difunta por el enorme parecido físico entre ambas. Aparte de ellos, y de otros seis o siete parientes en la cuarentena y en la cincuentena, venían algunas personas mayores, deduje que padres y suegros de la fallecida, y un grupo de chavales enlutados que debían de ser sobrinos, porque Neus no había tenido o no había buscado la oportunidad de procrear.

Me fijé sobre todo en el escritor. Se le veía entero y digno. Llevaba un traje negro, camisa gris oscura y una corbata negra anudada con la desidia de quien normalmente prefiere no utilizarla y no desea someter a su cuello a excesiva presión, pero eso no le restaba elegancia. Daba su brazo a una mujer muy anciana, que después averiguamos que era su madre, y devolvía con una levísima inclinación de cabeza las salutaciones que iba recibiendo mientras avanzaba hacia la zona del altar. Era un hombre habituado a exponerse a la observación pública, con indudables dotes teatrales y aplomo sobrado para resistir el escrutinio ajeno. No iba a dejarse coger en la más mínima debilidad.

La misa fue un poco más larga de lo habitual en los oficios de cementerio, que tienden a ser expeditivos para mantener el ritmo de producción adecuado. El sacerdote la dijo enteramente en catalán, lo que le arrancó a Chamorro una queja algo destemplada:

–¿No es una falta de educación? Aquí no todos somos catalanes.

–No lo hacen por ofender. Es que es su lengua, la que hablan todos los días, y estamos en su casa. Tendrás que irlo entendiendo.

Hacía mucho tiempo que no me tragaba una misa. Mientras observaba los rostros del público, me dejé mecer por la extrañeza de las palabras litúrgicas, que me ofrecían respecto de las de mi breve etapa católica juvenil una doble novedad: por las modificaciones habidas desde entonces en el rito y por el idioma en el que nunca las había oído. Pero al mismo tiempo volver a escuchar catalán era encontrarme otra vez con una lengua que había llegado a sentir un poco propia, como lo es todo lo que alguna vez acompaña nuestras vivencias y emociones. Seguí escudriñando los rostros de la gente que se sentaba en los bancos, y en una de ésas mi mirada se cruzó con la de alguien frente a quien no podía mantener el incógnito. Meritxell Palau vestía de negro riguroso, como una más de la familia. Pensé que era quien más había perdido con la defunción: nada menos que el puesto de trabajo.

La homilía fue breve y sentida, no especialmente brillante desde el punto de vista de la oratoria, pero sí todo lo humana y compasiva que quepa desear en ese trance. Al menos, al oficiante no se le ocurrió emplear el discurso hipotético que dio en usar el cura que le dijo la misa a mi abuelo materno («si fue en vida un buen cristiano…») y por cuyo antipático recuerdo había dejado de acudir a funerales religiosos, salvo que el deber me lo exigiera, como era el caso de las exequias de Neus. Resultaba obvio que la difunta no cumplía a rajatabla con los preceptos de la Santa Madre Iglesia, pero aquel sacerdote tuvo la caridad de entender que no era el momento más idóneo para afeárselo.

Al final de la misa, casi de improviso, sonó una música que reconocí de inmediato y que me sorprendió oír allí: el segundo movimiento del octavo de los concerti grossi de Corelli. Tenía motivos para el asombro, porque hasta donde recordaba era una pieza profana, no religiosa, y porque se trataba de uno de los pocos fragmentos musicales que podía identificar con tal precisión. Los conciertos de Corelli los había escuchado desde mi adolescencia, tras comprarlos en el Rastro, en una de esas cintas baratas, restos de coleccionables, que eran las únicas que por aquel entonces me podía permitir. Haber sido incluido en su día en uno de esos coleccionables (Las Grandes Obras de la Música Clásica, o algo semejante) le había permitido a Corelli meterse en mi vida cuando aún me impresionaba con facilidad, y hacerse así en mi corazón el lugar de honor que no ocupaba en la historia de la música. ¿Quién lo habría elegido para la ceremonia? ¿O simplemente tenían la costumbre de poner música clásica y aquella mañana había tocado aquel disco? Pero algo me decía que no era cosa del azar. Miré a Altavella, que en ese momento acercaba a su anciana madre a recibir la comunión (de la que él, por cierto, se abstuvo). Tenía que preguntarle, cuando pudiera, si era él quien había escogido la música para el funeral. Aunque me arriesgara con ello a que me mandase a freír espárragos.

La música de Corelli, en cualquier caso, le aportó al acto la dosis justa de recogimiento y solemnidad. Hay que admitir que el viejo Arcangelo no tenía la pegada popular de Vivaldi o de Albinoni, pero a cambio, y ésta no es más que la opinión de un aficionado, le daba a sus composiciones un aire de misterio que resulta muy apropiado para poner fondo sonoro a los instantes decisivos. Acompañó inmejorablemente la salida del cadáver, y la procesión de personajes que se dirigió tras él hacia lo que en otras épocas más enfáticas se llamaba el lugar de su eterno reposo. Pero esta fórmula no convenía a una tumba donde se lo inhumaba provisionalmente, debido a la prohibición judicial que de momento impedía incinerarlo. De hecho, se trataba de un nicho corriente, muy por debajo de lo que correspondía al estatus que en vida había alcanzado Neus. Hasta allí ya no se trasladaron muchos de los figurones, que terminado el oficio religioso desaparecieron con sus escoltas en sus grandes automóviles oscuros. Sí fueron los compañeros de profesión, los escritores que habían venido por solidaridad con el viudo y un enjambre de otros amigos y curiosos. Eso provocó una caravana de vehículos desde las inmediaciones de la capilla hasta la zona de los nichos, que estaba demasiado alejada como para ir a pie. Por suerte, mi compañera vio el problema con anticipación y pudimos deslizarnos en la cabeza de la comitiva, tras el coche fúnebre.

Gracias a los reflejos de Chamorro, pues, llegamos de los primeros y conseguimos situarnos en una buena posición para asistir al acto final. Mientras la concurrencia se arremolinaba en el poco espacio que había entre los dos bloques de nichos, los operarios subieron el ataúd al hueco de la cuarta fila que le estaba reservado. Toda la operación se desarrolló en medio de un imponente silencio. Cuando estuvo concluida, se destacó entre los presentes una mujer de gesto concentrado. Me sonaba mucho, al principio no supe de qué, hasta que me di cuenta de que se disponía a cantar. La última vez que la había visto haciéndolo, en la televisión, también ella tenía diez años menos y la desfachatez de una juventud que ahora empezaba a darle esquinazo. Sacó de su cuerpo menudo una voz poderosa y entonó con sentimiento:


Quan plau a Deu que la fusta peresca,

en segur port romp áncores y ormeig,

e de poc mal a molt hom morir veig:

null hom es cert d'algun fet com fenesca.

L'home sabent no té pus avantatge

sinó que el pec sol menys fets avenir…*



No recordaba de nada aquella canción. Tampoco me parecía del estilo de aquella cantante, y debo confesar que me desmoralizó lo poco que entendí al principio, por culpa de esas dos palabras, fusta y ormeig («nave» y «aparejo») que se salían de mi pobre y oxidado vocabulario. Por suerte, oí a un individuo que cuchicheaba con otro:

Ausiás March, amb música del Raimon. Dit entre nosaltres, em sembla una elecció mes que dubtosa per l'ocasió.

No pude evitar volverme para examinar al autor del crítico comentario. Por el aspecto y la forma de exhibir su erudición, debía de tratarse del clásico intelectual estreñido. A mí, que carecía de la capacidad de penetrar toda la sutileza de aquellos versos, y por tanto de buscarles una interpretación maliciosa, me pareció que la canción resultaba ser una bella y sencilla despedida. Tampoco he tenido nunca muy claro cuál es la mejor manera de ponerle epílogo a una existencia humana, ni si los gestos póstumos, lo mismo las elegías como los epitafios, son algo más que una muestra de nuestra propensión a rehuir la verdad desnuda y a enmascararla con mistificaciones piadosas.

Un codazo de Chamorro me devolvió de golpe a mi realidad, que no era la de todas estas filosofías, músicas y poesías, sino la de un perro policía olisqueando en busca del tufo que dejan los malos.

–Mira a ése -murmuró.

Me fijé en quien me decía. Encajaba en todo en el perfil. Por edad, por aspecto, incluso por actitud. Se mantenía apartado y miraba en derredor con un gesto entre desencajado y tenso. Concluida la ceremonia fúnebre, se le veía dubitativo entre seguir allí o marcharse sin aguardar más. Sentí como un trallazo el subidón de adrenalina, y casi sin solución de continuidad, el temor: estaba demasiado lejos, había demasiada gente entre medias, íbamos a perderlo antes de poder llegar hasta él. Hice algo desesperado: saqué mi cámara digital y le di a tope al zoom. Pude dispararle una sola foto. Cuando iba a hacerle la segunda, el individuo ya no estaba dentro de mi campo de visión.

–¿Lo has pillado? – preguntó mi compañera.

–Sí -dije, mientras comprobaba la pantalla con dificultad, por el reverbero del sol entre las paredes de los bloques de nichos-. Es una mierda de foto, pero menos da una piedra. Joder, Chamorro.

–Qué.

Los ojos le brillaban. Estaba pensando lo mismo que yo.

–Que mira que si es él… Llama a Rubio, rápido.

A la suerte le complace quitarte con una mano lo que te da con la otra. Primero Chamorro no tenía cobertura en su móvil, y tuvo que salir de donde estábamos para encontrarla, apartando como pudo a la masa de gente que se arremolinaba para dar el pésame a la familia. Solventado este contratiempo, tuvimos otro: el número de Rubio comunicaba, y tardamos cuatro o cinco minutos en poder hablar con él. Resultó que se había alejado de su puesto de vigilancia para ir a comprobar algo que le había llamado la atención: un Audi A3 plateado, modelo 1.9 TDI, y matrícula CHJ. Y aunque Tena seguía allí, cuando conseguimos conectar con ella ya hacía siete u ocho minutos que nuestro hombre se había esfumado. Pasamos la descripción de su indumentaria a todo el equipo, pero fue inútil: nadie se cruzó con él. Debió de aprovechar la salida masiva de la gente para confundirse en el tumulto. Luego dedujimos que, para redondear la fatalidad, había pasado junto a la posición de Tena en el instante en que ésta estaba distraída hablando por teléfono con Rubio, que era por lo que el sargento comunicaba cuando habíamos tratado de avisarlo. Controlamos aquel Audi, pero también eso fue en balde. La propietaria, luego comprobamos la matrícula, resultó ser una mujer de cuarenta y cinco años.

Con todo, mantuvimos la vigilancia hasta el final, es decir, hasta que Altavella y el resto de los parientes cercanos hubieron pasado el trago de recibir las condolencias de todos los que querían dejar testimonio personal de su presencia en el entierro. Pudimos localizar a algún otro varón moreno de veintitantos, pero ninguno que nos pareciera tan sospechoso como el que se nos había escabullido. Cuando ya no nos quedaba mucho más que ver, el capitán Cantero se acercó a mí.

–¿Cómo era el pajarito? – susurró.

–Clavado, mi capitán. Y el comportamiento, raro.

–No jorobes. ¿Y cómo es que lo perdiste?

–No lo perdí, lo llevo aquí. – Mostré la cámara-. Pero sólo pude sacarle una foto de lejos. Cuando quisimos ir por él, ya no estaba.

–Espero que alguno de los míos lo haya fichado también. Una foto de lejos y con esa cámara de juguete…

–Tres megapíxeles, con zoom -la defendí-. No pesa, es pequeña y sobre todo la puedo pagar, que ésta me la he comprado yo.

–Bueno, hombre, no te piques. Nos vemos en la comandancia.

Por un momento, dudé si acercarme a Altavella. Pero seguía pendiente de su anciana madre y me olí que no estaría en la mejor disposición para conversar conmigo. Tampoco yo me sentía muy despejado, a la sazón, y no quise reanudar nuestra relación en condiciones tan desventajosas. Ahora, además, eran otras nuestras prioridades.