–Aún trataré de aguantar un par de horas -dijo-. La gente
aficionada a chatear a veces lo hace muy de
madrugada.
No parecía tener sueño, aunque la mirada se le veía brumosa.
Me admiré de su resistencia y, para subrayar su mérito,
declaré:
–Yo estoy kaputt. Nos vemos
mañana.
Por un día, no puse el despertador. Amanecí alrededor de las
nueve y media, una hora más que tardía para mí, porque a medida que
uno cumple años cada vez va siendo más difícil abandonarse a la
experiencia placentera (por anuladora de nuestros dos lastres más
pesados, el mundo real y el yo) que supone un sueño largo y
profundo. De hecho, cuando consigo dormir un poco más de lo común,
los crujidos y pinchazos que se producen en mis articulaciones y en
mis vísceras al volver a colgarse de la percha llegan a hacerme
dudar si el precio que uno paga está justificado por la pobre
imitación de aquellos océanos de inconsciencia por los que se podía
navegar en la edad juvenil.
No me di prisa en afeitarme ni asearme. Pude hacer lo primero
sin apenas derramamiento de sangre, procurando que la cuchilla
buscara a la velocidad justa los relieves de mi rostro, y lo
segundo sin tener la impresión de baldearme de cualquier manera.
Dejé que el agua caliente me agasajara la nuca y la espalda y me
repicara en el cráneo, que es algo que me complace de forma
peculiar. Es curioso pensar que sólo ese tabiquillo óseo protege
todo lo que somos. Que cualquier burro, con casi cualquier cosa,
puede darnos de baja de nosotros mismos quebrando el precario muro
defensivo de nuestro cosmos. No es imprescindible, ni mucho menos,
el refinamiento simbólico del piolet que utilizaron contra León
Trotsky, ni el tortuoso impulso que animaba la mano que lo empuñó
para abolirle al ruso el porvenir.
Desayuné con calma e hice un par de llamadas. Primero
telefoneé a mi madre, que me reconvino como de costumbre por lo
poco que me acordaba de ella, y a quien una vez más traté de
convencer, sin mucho éxito, de que no sólo me venía a la mente en
las escasas ocasiones en que tenía tiempo y espacio para llamarla y
hablar, del modo en que me parece que un hijo debe hacerlo con su
madre (y no con esa rutina sumaria con que tanta gente se da y pide
novedades por ahí). Luego calculé que mi hijo estaba a punto de
salir para el fútbol, y pensé que podría robarle cinco minutos. Me
cogió él mismo el teléfono y, sí, se dejó robar cinco minutos, ni
uno más. Pero me hice cargo y fueron suficientes para saber que
todo andaba bien. Aquella actividad deportiva, a su modo, lo
confirmaba. Andrés sabía que yo detestaba el fútbol, incluso había
intentado adoctrinarle para compadecer a los batracios que en él
cifraban el clímax de su ocio dominical. Y él había reaccionado de
la forma más saludable: haciéndose delantero centro. Eso quería
decir que comenzaba a rebasarme, a superarme como presunto modelo y
referente, lo que me fortalecía en la idea de que no lo había hecho
del todo mal y me daba pie a pronosticar que al cabo de un número
no excesivo de años llegaría a quererme como lo que soy: un pobre
tipo que lo trató como pudo y supo, con irregular acierto pero
siempre con un fondo de buena voluntad. Incluso me cabía contemplar
que se apiadara razonablemente de mí en la vejez, y que cuando me
diera por contarle alguna batallita lo tolerara y pusiera cara de
atención.
Pregunté en la cafetería dónde podía encontrar una lavandería
que tuviera servicio rápido. Me facilitaron una dirección en el
mismo pueblo y allí me fui, con mi ropa maloliente, que en un
tiempo récord recogí transformada en ropa ajena (es la sensación
que siempre me da después de pasarla por algún proceso industrial
de higienización). Después me dirigí al centro de operaciones, a la
sazón vacío. Me entretuve mirando papeles y viendo en el ordenador
el deuvedé del famoso reportaje sobre la prostitución barcelonesa,
que me pareció tan poca cosa como me habían dicho los expertos en
la materia en cuanto a su contenido informativo, aunque meritorio
desde el punto de vista del acercamiento a los personajes. Sobre
todo a la prostituta rumana, una rubia teñida que no tenía tan buen
español como nuestro amigo Radoveanu, pero se explicaba lo bastante
bien como para poder valorar hasta qué punto resultaban
instructivos los extrarradios de la vida.
Entre unas cosas y otras, se me hizo más de la una. Empezaba
a calcular que ya era admisible llamar a Chamorro para ver por
dónde paraba cuando apareció en el umbral y dijo con voz
espesa:
–Perdón, me he dormido.
–No pasa nada, Vir -la disculpé-. No teníamos ningún plan, yo
también me he relajado, y por lo que a mí respecta puedes
permitirte de vez en cuando alguna flaqueza. Sobre todo después de
trasnochar como me imagino que lo hiciste. ¿A qué hora recogiste la
tienda?
–Esperé hasta las cinco. Por si nuestro amigo había salido
por ahí de farra y se enganchaba al ordenador al regresar a
casa.
–¿Y?
–O estuvo de farra hasta más tarde, o cuando volvió se metió
directo en el sobre. Nada de nada.
Mi compañera tenía mala cara. Estaba ojerosa, con los
párpados hinchados, e incluso pude advertir algunas arrugas en su
rostro. No sin alguna melancolía, constaté que el tiempo iba
pasando inexorablemente y que Chamorro iba dejando de ser, en todos
los aspectos, la lozana principiante que yo había conocido y que,
en cierto modo, siempre estaría ahí para mí, indisociable de mi
percepción de ella.
–Te veo perjudicada, compañera.
–Es por estar tanto tiempo con la pantalla -alegó-. Cuando me
acosté tenía un dolor de cabeza monumental. Y lo malo es que no he
traído ibuprofeno, no repuse el envase de reserva del bolso de
viaje.
Me extrañó aquella imprevisión en Chamorro. El ibuprofeno era
uno de sus mejores amigos, y también, indirectamente, de los míos.
No en vano aquella sustancia le permitía sobrellevar con niveles
aceptables de mal humor los días críticos del mes, que, como no
podía ser menos, siempre le coincidían con viajes o con puntas de
trabajo.
–Lo que tienes que hacer es ir al oculista.
–Siempre hay tiempo de convertirse en cuatro ojos. Aún
aguanto.
–Hablando de otro tema. ¿Vas a querer venirte a la
comida?
–¿Es indispensable? – consultó, con una expresión remisa que
no era nada propia de ella.
–Indispensables hay pocas cosas. No, no creo que lo
sea.
–Pues mira, si no te importa, me parece que me quedo.
Descanso un poco, cubro el frente, estoy pendiente de la máquina de
los teléfonos y me vuelvo a conectar para esperar al príncipe
azul.
–Está bien. Como te apetezca. Es sábado. Y en realidad tu
deberías estar en Madrid, yendo de compras o tumbada a la
bartola.
–¿Yendo de compras? Qué carca eres a veces, tío. Que mi
abuelo crea que eso es todo lo que puedo hacer con mi tiempo libre,
pase. Pero válgame Dios, cuando tú naciste hasta existían ya los
Beatles.
–Bueno, apenas, estaban empezando… -me
excusé.
–Nada, que me quedo. Así la reunión es más
recogida.
El almuerzo, más que recogido, fue casi íntimo: sólo cuatro
personas. Además, Robles y su ex subordinado concertaron la cita en
un restaurante bastante pequeño y apartado, en una localidad a
medio camino entre Barcelona y Gerona. Yendo con el subteniente, ya
me imaginaba que llegaríamos con un buen rato de adelanto. Al final
esperamos sólo quince minutos, porque ellos se presentaron también
antes de la hora. Eran dos hombres altos, ambos en el filo del
1,90, más o menos del mismo porte que Robles. Aquella concentración
de torres a mi alrededor me hacía parecer el hobbit de la película,
pero por mi bien he aprendido a no dar mucha importancia a esas
situaciones. Además de ser dos tipos bien plantados, se distinguían
por su elegancia. Aunque iban de sport, ambos llevaban ropa de
marca, que les sentaba como un guante (en detalles así se les
notaba que ganaban mucho mejor sueldo que nosotros, o por lo menos
mucho mejor que yo). El ex guardia civil ya ni siquiera parecía un
picoleto, con su fino polo oscuro de manga larga. Y en cuanto al
otro, el mosso de pura sangre, habría
podido pasar sin despertar sospechas por un joven profesional
liberal en día de ocio. La verdad era que daba gusto verlos, y que
si se comparaba su aliño indumentario con el estilo bastante más
soso y anticuado del común del personal benemérito al vestir de
paisano, había que reconocer que en aquel aspecto nos superaban con
creces.
Robles estrechó la mano del ex guardia y me
dijo:
–Éste es Asensi. Mira qué buen color, desde que colgó el
tricornio. Y éste -le informó al otro- es el sargento Bevilacqua.
Pero como suena a nombre de modisto gay y podía despistar le
pusimos Vila.
–Recuérdame que no te deje presentarme más, Robles -le
pedí.
–Qué pasa, no serás homófobo, ¿eh? – se
burló.
–Es así, no puede evitarlo -dijo Asensi, mientras me tendía
la mano. Su sonrisa era franca y la mirada inteligente y
cordial.
–Yo soy Riudavets -intervino entonces el jefe de Asensi,
dirigiéndose a Robles-. David lo tiene en un pedestal, todo un
honor conocerle.
–Asensi me conoció cuando todavía era impresionable, no le
hagas mucho caso. Y si me quieres hacer un favor, me
tuteas.
–Cómo no. Mucho gusto -se dirigió a mí, mientras mi mano
desaparecía en la celda cálida y aparatosa de sus dedos-. También
me ha dado mi compañero las mejores referencias, tanto tuyas como
de tu unidad. Aunque no hacía falta. Vuestras hazañas pueden leerse
en los periódicos. Casi intimida un poco que nos pidáis
asesoramiento.
Riudavets era menos risueño y tenía un aire más reservado.
Pero tampoco me disgustó, en la primera impresión. Parecía un tipo
serio y cauteloso, y por ello no me permití considerar que lo que
acababa de decir fuera una malicia, aunque así habría podido
interpretarse, recordando un par de infortunados patinazos a los
que debía mi unidad la mayor parte de su notoriedad pública en los
últimos tiempos.
–Para lo que dicen los periódicos cuando se ocupan de
nosotros, mejor sería no salir -observé, sin poner demasiado
énfasis-. Los éxitos siempre habrá algún listo que se los apunte
para él, así que en la tómbola informativa de este país los de
infantería sólo llevamos papeletas cuando se sortea un marrón.
Entonces sí, premio seguro.
–Sí, tienes razón. No me había dado cuenta -se disculpó-. No
hablaba por lo último, sino por la trayectoria de estos
años.
–Ya lo sé, descuida. Menos mal que alguien se acuerda de lo
de antes, porque los que se quedan en lo último y en el escándalo
montado alrededor ya son un buen contingente. Y alguno viste
toga.
–Eso sí que es un problema.
–Pues sí. Porque nadie quiere salir en los papeles y lo fácil
es cogérsela con papel de fumar. Ahora tenemos que amarrar que no
veas a la hora de pedir una diligencia. Y no te digo ya una
detención.
–Bueno, en eso andamos todos -dijo Riudavets-. Y lo difícil
es hacerle entender al que no está en tu lugar que las garantías
son cojonudas, y que nosotros somos los primeros interesados en que
se respeten, para no meter la pata, pero que hay un montón de hijos
de perra por ahí que van en moto mientras nosotros los perseguimos
en patinete.
Sólo con escucharle aquello, me di cuenta de que me
encontraba ante un policía profesional con el que iba a entenderme.
Cualquiera podía mantener el discurso seráfico-humanitario, de una
parte, o el de la férrea mano dura contra el malhechor, de la otra.
Pero atreverse a formular aquella queja, con aquellos precisos
matices, exigía algo más.
Nos colocaron en un rincón, de nuevo detrás de un biombo.
Últimamente parecía que me dedicara a algún tipo de industria
clandestina. Abundando en mis reflexiones anteriores, se me ocurrió
que era un signo de los tiempos que los policías nos encontráramos
en lugares oscuros mientras los grandes estafadores se lucían en
las revistas y los traficantes de todo tipo de mercancía ilegal,
incluida la carne humana, hacían ostentación de sus deportivos, sus
yates y sus mansiones. O que la coordinación entre dos cuerpos
policiales se articulara así, a través del contacto personal, y
que, mi experiencia me lo decía, aquélla fuera la mejor forma de
compartir información y hasta de colaborar desde el punto de vista
operativo, si llegaba a ser necesario hacerlo. Todo aquello
acreditaba, a mi humilde juicio, la obsolescencia estrepitosa del
sistema para hacer frente a la realidad de una nueva era que nos
desbordaba por todas partes. Pero éste, en definitiva, no era más
que el razonamiento desdeñable de un engranaje de la máquina. A los
que estaban a los mandos, aquella inercia no les producía gran
perjuicio. Al revés, les ahorraba tener que aprender a vivir de
otra manera.
Para apartarme de tan desalentadoras divagaciones, me apliqué
a situar a Riudavets y Asensi en el contexto de nuestra
investigación. Confieso que fui un poco más vago y genérico que con
otros, lo que venía a delatar, supongo, cierto recelo inconsciente
por mi parte. Nadie es impermeable a su entorno, y las bromas del
capitán Cantero, sumadas a la visión entre competitiva y
condescendiente que era moneda más o menos común en el Cuerpo
frente a otras policías, y en especial las más nuevas, me influían
a la hora de plantear mi relación con aquellos dos hombres. Con
todo, y aunque me ahorrase muchos detalles, debí de darles la
impresión de confiar suficientemente en ellos. Cuando menos, Asensi
se apresuró a manifestar, después de mi resumen:
–El jefe me corregirá, si digo algo que no debo. Pero por
nuestra parte, cuenta con la ayuda que podamos daros. Y no tengas
miedo de ser tan concreto como creas oportuno. Dinos qué
necesitas.
Riudavets no ratificó expresamente el ofrecimiento. Pero
tampoco lo desautorizó. Así que decidí tantear un poco el
terreno:
–Hay un aspecto accesorio, pero en el que podéis prestarnos
una ayuda insustituible. Se trata de la coartada del viudo. No
tenemos muchas razones para sospechar por ahora que esté implicado,
pero para hacer las cosas bien, deberíamos contrastar lo que nos
dijo. La casa de la Costa Brava está en vuestra zona. Si vamos
nosotros a lo mejor alborotamos más y nos cuesta más trabajo. Me da
que vuestra gente sobre el terreno lo puede comprobar sin demasiado
esfuerzo.
–Cuenta con ello -dijo Riudavets-. Conozco por allí a
alguien.
–Por lo demás, me imagino que tendréis vuestras antenas
repartidas por ahí. Si en algún momento recogierais algo, cualquier
rumor, o cualquier especulación, os agradecería que nos lo
trasladarais.
–Claro, eso por descontado -asintió Riudavets-. Que yo sepa,
no nos ha llegado ningún soplo. Además ya sabes que en Barcelona
estamos todavía aterrizando y te puedes imaginar lo que es hacerse
cargo de semejante melón. De hecho, y para serte sincero, es el
gran desafío para nosotros. Hasta ahora nos hemos desplegado en
zonas rurales o ciudades pequeñas. Pero Barcelona es una gran área
metropolitana y eso son palabras mayores. Todo lo que puedo decirte
es que veo al personal bastante despistado con el caso Barutell.
Nadie se atreve a hacer una hipótesis y todo el mundo habla de algo
misterioso y turbio. Bueno, algunos se preguntan si no fue sólo un
loco que asaltó su casa.
–Eso ya te digo que tenemos razones para creer que
no.
–Tampoco te desvelo ningún secreto, es lo que han empezado a
escupir en los programas del corazón. Tal vez porque decir eso, que
hay algo oscuro o un psicópata detrás de todo, les da más
audiencia. Al viudo nadie apunta, eso es curioso, al fin y al cabo
los asuntos de cuernos siempre venden. Pero Altavella es un tipo
muy respetado, y quien tenga información sobre esa flexibilidad con
que la pareja se tomaba el matrimonio, por lo que nos has contado,
será gente más o menos discreta y próxima a ellos que no va a ir
pregonándolo por ahí.
–Bueno, dales tiempo.
–También es verdad. Aquí ya todo es cuestión del cheque que
les pongan delante. Dependerá de si detenéis pronto a alguien o
no.
–Verás, en cuanto a eso -creí que debía serle franco-, hemos
abierto una vía que creemos que puede conducirnos al acompañante de
la muerta, que por ahora es nuestro principal sospechoso. No sé si
conseguiremos culminarla, pero si es así, es posible que en algún
momento tengamos que actuar en vuestra zona y hasta pediros algún
soporte con cierta urgencia. Me han dicho que el conducto normal es
lento y demasiado burocrático y, si vamos, iremos en
caliente.
–Sí, todo pasa por un departamento centralizado. Qué quieres
que te diga. Apúntate mi móvil y me llamas en cuanto haya algo. Al
final, lo hacemos todos así, y mira, puedes tener tus reparos, pero
es por el bien del servicio. Además, hay otra cosa. Cuando hemos
necesitado algo de vosotros, aquí Asensi se ha movido y asunto
resuelto. Y yo no puedo ponerme en plan perro con quien se porta
bien conmigo.
–No te creas que esto funciona siempre tan bien -explicó
Asensi-. Porque aquí mi jefe es un tío legal. Pero han pasado cosas
escandalosas. Desde un grupo de mossos y otro de guardias yendo a
la vez por el mismo malo y no liándose a tiros de milagro, hasta
jefes que reciben información del otro cuerpo y se la abrochan para
apuntarse la medalla cuando a ellos les convenga. Hay mucho que
mejorar. Aunque es verdad que la mayoría de la gente va entrando en
razón.
Al escucharle, me entró una curiosidad que no pude
reprimir:
–Y tú, ¿cómo lo llevas? Porque debe de ser todo un
cambio.
Asensi esbozó una sonrisa sardónica.
–Pues ya ves, después de doce años de picolo, casi un
shock. También me he divertido un montón,
no creas. Mi primer destino en esto de la mosseria fue en seguridad ciudadana, de patrullero.
Iba con un chaval de veinte años, más tiernito que una crema
catalana bajo la costra. No veas cómo palidecía cuando le decía que
teníamos que meternos a poner orden en una pelea en un bar de un
barrio chungo, y que como alguien le oliera el acojone íbamos a
acabar los dos hechos carne picada. O con qué cara de espanto me
miraba cuando le recordaba la vieja regla de oro de la Benemérita:
paso corto, vista larga y mala leche. Pero oye, después de cinco o
seis sustos, lo endurecí. Aplicando el método Robles, que uno
siempre sigue a los maestros. Ahora, en policía judicial, estoy
mucho mejor. Entre la gente hay ganas de hacerlo bien, de ser tan
buenos como los que más, y conciencia de que eso es algo que no se
improvisa y que nos va a llevar tiempo, como a cualquier otra
policía. Pero ya hay tíos como Riu, y lo siento si se me pone
colorado, que es de primera de verdad. Veinte homicidios y todos
resueltos. Y alguno nada fácil. Lo que yo creo es que hay que
mejorar alguna cosa de funcionamiento, y si lo explico espero que
no me abra un expediente.
Riudavets lo miró con gesto de extrañeza.
–Collons, Asensi, ¿te he amenazado yo
alguna vez? – protestó-. Me parece que te respeto bastante más que
todo eso.
Asensi alzó las manos.
–Es verdad, ya quisiera yo haber tenido jefes tan dialogantes
en la picolicie, y no lo digo por nadie. Mi impresión -prosiguió-
es que aquí pesan demasiado el reglamento y las formalidades. Tú
fíjate: a los chavales les dicen que no vayan a tomar nada a los
bares de los pueblos, o al menos que no se entretengan allí como
hacían los civiles, para dar impresión de policía más trabajadora,
más seria. Lo que no sabe el genio que sacó esa instrucción es la
cantidad de cosas de las que se enteraba un guardia durante media
hora en el bar. Y coño, que eso te acerca a la gente, que sin
llegar al compadreo es algo que te hace falta para ser poli. Luego
les extrañará que tengamos fama de estirados.
–Siempre se lo digo a los compañeros -se adhirió Riudavets-:
no te puedes creer que eres de golpe y porrazo y por ciencia infusa
más listo que unos tíos que llevan siglo y medio haciendo lo que
hacen. Y aunque a Asensi le guste polemizar conmigo, a él le
consta. Que mi teoría es que el modelo mejor que podemos seguir
sois vosotros. La Policía nos vale menos, por muchas razones, entre
otras que no están en el campo. Luego lo podremos mejorar, cómo no,
y en algunas cosas quizá ya lo hemos hecho, por ejemplo en cuestión
de sistemas informáticos para procesar el trabajo, que eso sí es
verdad que los tenemos de primera categoría. Pero no se resuelve
todo con cacharritos.
La autocrítica parecía honesta. Y más que
meditada.
–Para qué nos vamos a engañar -tomó la palabra de nuevo
Asensi-: este tinglado se montó con afán político, como una seña de
identidad más, pero ahora se han dado cuenta de que hay que ser
ante todo policías. Para plantarles cara a los narcos o a los
chorizos, igual me da, de poco te vale la senyera y decir que tú eres diferente, porque el
malo ni tiene patria ni respeta a la madre que le parió. Te tiene
que temer. Y el temor hay que saber ganárselo, lo mismo que el
respeto.
–Lo de la identidad es verdad -corroboró Riudavets-. Y mira
que yo soy catalán hasta la médula y me joden como al que más todos
los tópicos y la caricatura que hacen por ahí de nosotros. Pero a
veces hay que reconocer que lo ponemos a huevo. Mira si no
esto.
Se sacó del bolsillo trasero del pantalón la cartera y me
mostró la placa. Me quedé mirándola. Vi el escudo, las barras
amarillas y rojas, en fin, nada que a primera vista me pareciera
anormal.
–Fíjate en la forma. ¿No te recuerda algo?
–Pues… -dudé.
–Es clavada al escudo del Barça. Si es que parece hasta de
broma.
Bien mirado, tenía razón. Por si no me desconcertaba lo
bastante aquella salida, de alguien tan aparentemente circunspecto
como Riudavets, vino a rematarla con una revelación
sorprendente:
–Y lo más grande del asunto es que yo soy merengue de toda la
vida, que es algo que muy bien puede ser un catalán de Gerona,
aunque haya quien no se lo crea, empezando por mis
compañeros.
–Doy fe, yo que sí soy del Barça -anotó Asensi, jocosamente-.
Lleva meses sufriendo. Y los que le quedan, lo siento,
Riu.
–Yo sí me lo creo -dije-. El mundo es complejo, y cualquier
mente humana un laberinto lleno de contradicciones. Si
aprendiéramos a aceptarlo con naturalidad, y a ser un poco más
leales a la realidad de las cosas, nos ahorraríamos muchos
disgustos, bastante saliva y alguna sangre. Pero el personal traga
mejor los pensamientos comprimidos. Aunque al final se acaben
indigestando o causando úlceras.
–Estamos de acuerdo -dijo Riudavets-. Y yo añadiría algo. A
mucha gente le falta pisar más la calle. Al cabo de un par de años
viendo lo que hay por ahí, te vuelves inmune a según qué
mamonadas.
Prolongamos la sobremesa charlando de asuntos relacionados
con el trabajo de cada día. Teníamos muchos problemas comunes, y
pocas diferencias en la manera de enfocarlos. Me alegré de que se
me hubiera ocurrido la idea de hablar con ellos, porque sentí que
aquella noche me iba a acostar con algunos prejuicios menos de los
que abrigaba al levantarme, lo que siempre es digno de celebración.
Quizá la sabiduría de un hombre no se mida tanto por las luces que
adquiere como por las sombras de las que acierta a despojarse en el
camino de la vida. También les comenté la hipótesis que en algún
momento habíamos considerado, y que a aquellas alturas ya casi daba
por amortizada, de que la muerte de Neus pudiera tener algo que ver
con su labor como informadora acerca de ciertos submundos.
Riudavets me dijo:
–Tengo un compañero que controla bastante el tema. Si quieres
que le pregunte por algo o que le enseñe alguna
cosa…
Lo sopesé. Qué podía perder con ello.
–Te mandaré unos papeles. Para que les eche un vistazo, si
tiene un momento. Sin prisa y sin ninguna presión. Por si le
sugiere algo.
De vuelta a la comandancia, Robles, que había hablado poco o
nada durante la comida, me preguntó mi impresión sobre el
encuentro. No me precipité a responderle, porque sabía que iba con
intención.
–No son ningunos pardillos, como todavía cree mucha gente en
Madrid -dije-. O por lo menos éstos no lo son. Y si nos hacen
falta, me parece que los tendremos ahí, que al final es lo que me
importa.
–Eso no lo dudes. De Asensi ya te respondo yo. Y el otro
parece buen elemento. Les quedan diez años -sentenció, con la
altanería del profesional curtido-. Dentro de diez años supongo que
sí, serán una policía en condiciones. La prueba del nueve la
pasarán cuando a sus antidisturbios dejen de acogotarlos los
niñatos, como pasa ahora.
–Hombre, seamos más generosos, Robles.
–Por qué. Yo ya soy viejo. Digo lo que me sale de los
cojones.
–Faltaría más. No seré quien te niegue el derecho, mi
subteniente.
Robles me dejó en la comandancia hacia las seis. Cuando fui a
ver a Chamorro la encontré delante del ordenador, con cara de estar
más aburrida que una ostra y más cabreada que una mona. Pese a
todo, y aunque la respuesta cabía adivinarla, me permití
inquirir:
–¿Alguna novedad?
–No -dijo-. Fracaso total.
–Habrás comido algo, por lo menos.
–Un sándwich.
Reflexioné brevemente. Se imponía usar mi
autoridad.
–Apaga eso. Nos vamos.
–¿A dónde?
–A dar una vuelta. Hacer turismo. Tomar el aire.
Cenar.
–Hay que ser constante con esto -protestó-, puede entrar en
cualquier momento, y más siendo sábado, que es el día
que…
–Chamorro, es una orden. Ponte en pie. Y no me repliques.
Como tu superior que soy, sé lo que es mejor para ti como tú misma
no lo sabes: ésa es la filosofía militar, que suscribiste al jurar
bandera. Además, soy egoísta. No quiero tener la semana que viene
un despojo a mi lado. Vamos a despejarnos, ya habrá tiempo de
continuar con eso.
–Entendido. Pero lo voy a dejar encendido, por si
acaso.
–Ay, Virgi -suspiré-. Ni que tuvieras acciones de la
empresa.
De camino hacia Barcelona, recordé que llevaba en el coche el
cede de Raimon que me había regalado Altavella. Aunque temí que a
ella no le gustara demasiado, me entraron ganas de escucharlo.
Introduje el disco en la ranura y empezó a sonar una canción lenta
y cargada de emoción. Pronto comprendí que se refería a una pareja
y a su vida compartida. En el momento musical culminante, decía el
cantautor:
Hem viscut junts, ben
junts
ara fa ja molts
anys,
qui sap que ens
portará,
que ens portará
demá.
I volem viure junts
els temps nous que
vindran,
i volem lluitar
junts
Por el gesto impasible, deduje que Chamorro no estaba
entendiendo gran cosa de la letra. Tampoco me preguntó por lo que
significaba, y no me apresuré a ofrecerme como traductor. Aquella
letra y aquella música me hacían pensar de golpe en demasiadas
cosas. En Altavella y Neus, en primera instancia, pero también en
mí mismo y en algunos trozos rotos de mi historia, incluso en lo
que Virginia y yo habíamos vivido juntos. Sentí erizarse mi piel
con una violencia que casi me sacudió. Si seguía por ahí, corría el
peligro de ponerme sentimental.
–Voy a darte una vuelta por lo que no viste de Barcelona -le
dije, tratando de sonar a la vez despreocupado y
enérgico.
–Ya que estamos, podríamos ir a visitar eso del
Fórum.
Meneé la cabeza.
–Lo siento, soy objetor frente a los eventos institucionales
programados. No estuve en la Expo, y cuando las olimpiadas, que me
pillaron aquí, me abstuve rigurosamente de acercarme a ellas. Si
quieres te coges mañana el coche y te vas a verlo tú sola. Yo
paso.
–Vale, no he dicho nada. A ver, tu plan alternativo. Ahora
recuerdo que ibas a descubrirme no sé qué de la Sagrada
Familia.
–Muy bien, empecemos por ahí.
Llegamos aún a tiempo de hacer algo que suponía que ella
habría omitido de niña: subir a lo más alto de una de las torres.
La experiencia de trepar por las escaleras en espiral, cada vez más
empinadas y cerradas en su giro, ya era de por sí inolvidable, por
fatigosa y claustrofóbica. Pero la de ver la ciudad desde los cien
metros de altura de la torre pude advertir que la impresionaba,
como no podía ser menos.
–La gente se queda mirando las fachadas, las estatuas y todas
esas cosas -dije-. A mí me gusta encaramarme aquí, a la máxima
expresión de la soberbia del arquitecto. Siempre que venía me
imaginaba lo que sería subir a la torre central que nunca llegó a
construirse, y que iba a levantarse hasta los 170 metros, según el
proyecto de Gaudí.
Chamorro me examinó con suspicacia.
–¿Y por qué, este afán de subir? ¿Aires de
grandeza?
–No. Porque mirar una ciudad desde arriba es a la vez como si
estuvieras y no estuvieras en ella. Una mezcla de proximidad y
lejanía. No sabría explicarlo del todo. Te llevaré a ver otro
ejemplo.
Fuimos al Parc Güell. No lo conocía, y se admiró de la
escalinata, la sala hipóstila, los viaductos. La dejé disfrutar de
todo bajo la luz suave del atardecer. A mí no dejaba de afectarme,
más que nada porque evocaba otros atardeceres allí. En especial me
sentí flaquear al pasar por el viaducto de los Enamorados, desde el
que se contemplaba una vista de la ciudad que recordaba bien y que
Chamorro propuso sentarse a admirar. Pero mi meta estaba más allá
de los monumentos.
–Subamos un poco más.
Cuando empezamos a adentrarnos en la parte alta del parque,
entre las pocas casas de la frustrada colonia Güell, Chamorro
observó:
–Aquí ya no hay nada, parece.
–No te fíes de las apariencias.
Llegamos a lo alto de la colina. Atravesamos la plataforma y
la llevé al borde desde el que se dominaba toda la ciudad.
Empezaban a encenderse las luces que punteaban en amarillo las
venas y las células del organismo urbano. Al fondo, se difuminaba
en violeta el mar.
–Vaya -observó Chamorro.
Había otra pareja, sentada con los pies colgando ante el
panorama. Los imité, y Chamorro hizo lo propio, a mi lado. De
pronto, me arrepentí de aquella torpe reproducción de episodios que
me dolía llevar en la memoria. Tenía una sensación extraña, de
usurpación de mi propia vida. Mi compañera notó algo, y trató acaso
de distraerme.
–Merecía la pena subir -dijo-. ¿Qué es aquello de ahí
atrás?
–El Tibidabo. Si quieres y tenemos tiempo podemos ir otro
día. La vista es aún más amplia, pero a mí me gusta menos que ésta.
Desde aquí la ciudad está más cerca, casi parece que pudieras
tocarla.
–Sí, es como sobrevolarla a vista de pájaro
-apreció.
–Hace diez años venía por aquí a menudo. Cuando quería
aclararme la cabeza. Y a veces también para oscurecérmela
-bromeé.
–¿Algo de nostalgia?
–Siempre la hay, de todo lo que dejaste de vivir. Pero ya va
siendo tanto que se me amontona. Empieza a costarme
distinguirlo.
Chamorro inspiró hondo. Y se atrevió a
decirme:
–¿Te acuerdas de algo, de alguien en
especial?
–Algo y alguien, sí. Pero no es una bonita historia. O sí,
quién sabe. No soy quién para juzgarlo, no ahora, por lo
menos.
No quise decir más. Ni ella preguntó.
Después, y mientras anochecía, dimos una vuelta por las
faldas del Carmelo, otro paisaje que siempre me había parecido
singular, con sus rampas y callejones. Sobre un muro leímos una
pintada que vino a desdramatizar el instante, tras mi confesión en
lo alto del mirador: SI EL PERRO ES TULLO, SU MIERDA TAMBIÉN LO ES.
Luego recuperamos el coche y bajamos a cenar al centro. Al pasar
junto a una galería comercial, Chamorro me dijo que aparcara un
momento a la entrada, porque quería mirar si tenían algo. Volvió al
cabo de diez minutos con una caja no demasiado grande. No pude
dejar de indagar:
–¿Qué has comprado?
–Un micrófono para el ordenador.
–¿Y eso?
–Sólo cuesta cinco euros.
–Sí, un buen precio. Pero ¿para qué lo
quieres?
–Ya lo verás.
Así como ella antes había respetado mi reserva, me pareció
fuera de lugar tratar de romper la suya. Fuimos a cenar a un
restaurante de cocina autóctona, donde la inicié en varias
especialidades catalanas que no parecieron desagradar mucho a su
paladar. La velada la dedicamos a hablar de nada y de todo, con una
doble precaución, tanto por su parte como por la mía: ni
mencionamos a Neus Barutell, ni mi vida pasada en Barcelona. Fue
relajante, que era de lo que se trataba. A las once y media
levantamos el campo. De camino hacia el coche, descubrí una tienda
de miniaturas. Chamorro se mostró comprensiva:
–Adelante, hombre, fisga todo lo que
quieras.
El contenido del escaparate era bastante convencional, con
una salvedad reseñable: la figura de un carabinero republicano, de
los que allá por agosto del 36 defendieron hasta la muerte las
murallas de Badajoz, frente al asalto de las finalmente victoriosas
tropas africanas. Mi especialidad única son los soldados
derrotados, y ya llevaba tiempo buscando aquella pieza, así que me
tomé nota de la tienda para volver en cuanto tuviera oportunidad de
visitarla en horario comercial.
Esa noche, antes de dormir, tuve el valor de abrir el libro
de Vicent Andrés Estellés y empecé a leer el poema que no
debía:
No hi havia a Valéncia dos amants com
nosaltres.
Feroçment ens amávem des del matí a la
nit.
Tot ho recorde mentre vas estenent la
roba.
Si uno juega con fuego, no debe sorprenderle que acabe
quemándose. No conseguí llegar más que hasta ahí, hasta ese cuarto
verso, antes de que mi mirada se empañara por completo. Durante
muchos años, durante la mayor parte de mi existencia en realidad,
yo he sido incapaz de derramar una sola lágrima. Pero llega un
momento en que un hombre se ve en la necesidad de llorar, salvo que
sea un trozo de madera petrificada que haría mejor en hundirse en
el río del olvido.
No impedí, pues, que el llanto se desbordara y corriera por
mis mejillas. Allí estaba, sintiéndome a la vez un poco imbécil y
un poco mejor que mientras reprimía mis sentimientos, cuando mi
teléfono móvil se puso a interpretar con estridencia la obertura de
La Gazza Ladra.
–Sí -dije, tratando de evitar que se me quebrara la
voz.
Chamorro me anunció entonces, eufórica:
–Rubén, he conectado.
EL CABALLERO BLANCO
–Siéntate conmigo -me pidió-. Aunque él crea otra cosa, lo
que le escribo no tiene el menor contenido
personal.
Me senté, todavía dubitativo. En la pantalla tenía abierto un
cuadro de diálogo de chat. Al otro lado estaba en efecto pab_penya_79, que además de ese alias usaba otro
sobrenombre cuando menos contundente: The
Pleasure Machine. En cuanto a Chamorro, se identificaba con la
dirección de correo loba_verde_84 y un lema
que, por cierto, tampoco pasaba inadvertido: ¿Eres el que tiene la llave para abrir mi cajita de las
delicias? Por si todo eso no hubiera sido bastante para
orientarme, vi que el tipo utilizaba como presentación gráfica un
desnudo, bronceado y esculpido torso viril, y mi compañera, por su
parte, un vientre femenino con un piercing
en el ombligo del que colgaba una perlita.
–Vaya -observé-, tiene toda la pinta de que la conversación
no es apta para niños ni para detractores del relativismo
moral.
–Relax, mi sargento -dijo, con una sonrisa-. Estoy jugando
con él. De la forma que nunca falla para jugar con un
hombre.
–Bueno, están los ascetas. Y los eunucos.
–Éste no es ni lo uno ni lo otro, de eso ya tenemos
constancia. Ha mordido el anzuelo tal y como yo preveía. Le he
dicho que tengo diecinueve añitos y que soy una perrita insaciable,
entre otros detalles que mejor te ahorro. Ahora llevamos un rato
chismorreando sobre mi presunta amiga, la que le he dicho que me ha
pasado su dirección. Dentro de veinte minutos no se preocupará por
eso. Me parece que tiene algunas dudas sobre si soy realmente una
chica, es lo normal, en el chat miente todo el mundo. Pero justo
para eso tengo el micrófono. En el momento oportuno, lo utilizaré y
entonces ya lo habré liado.
–Dios santo, Chamorro. No conocía tu faceta de Cibermatahari.
–Bah, está chupado. De todos modos, seamos prudentes. Todos
los hombres os volvéis unos cretinos ante el reclamo de un Colacao
calentito y dispuesto para que mojéis vuestro bizcocho. Eso no
quiere decir que en frío el tipo sea igual de memo. No le he
preguntado nada y en todo momento me estoy ciñendo al papel de
niñata salida, sin tratar de ser tampoco muy original. Lo que voy a
dejarle caer en cuanto pueda es que estoy dispuesta a ir más allá
del coqueteo cibernético.
–¿Y eso?
–Quiero que sienta deseos de seguir encontrándose conmigo.
Que lo hagamos otra vez mañana. Y a ser posible, también el lunes.
Cuando le tengamos ya intervenida la cuenta y podamos rastrearle la
dirección IP. Con un poquito de cebo y otro poquito de regateo, es
nuestro.
Mientras hablaba conmigo, mi compañera no dejaba de teclear
obscenidades que nunca habría creído ni remotamente compatibles con
su carácter. Prodigaba los mmmms, ummms y
ahhhhs con una soltura pasmosa para mí y estimulante para su
interlocutor, a juzgar por cómo le respondía éste. La verdad es que
el que había sido el Caballero Blanco de Neus me decepcionó un
poco. Su conversación no iba más lejos de lo que se habría podido
esperar de un marinero recién desembarcado después de una larga
travesía llena de onanismo sustitutorio. Lo recordaba menos
perentorio y esquemático, pese a la fogosidad propia e inseparable
del caso, en su correspondencia con Neus. Así se lo comenté a
Chamorro, que seguía enfrascada en la
conversación.
–Vete a saber, lo mismo está pedo -especuló, mientras
escribía sin inmutarse, a petición del individuo, todo lo que haría
con las diversas partes de su aparato genital si las tuviera a
mano.
–Qué barbaridad, Vir -no pude privarme de opinar-. Esto no lo
aprenderías en el colegio de monjas, ¿eh?
–No, la gente que había allí tenía ideas aún peores. Esto lo
aprendí en la época de mis primeros escarceos con el chat. Y la
verdad es que no me acordaba de lo divertido que puede llegar a
ser.
–No, si no digo que sea aburrido.
–Me refiero a que me hace mucha grada pensar que al otro lado
hay un tipo creyéndose que voy en serio con todas estas chorradas.
Recuerdo a una viejecita a la que vi en un programa de la tele. Era
un reportaje sobre cómo se entretenían con los ordenadores en un
asilo, como terapia ocupacional o algo así. La viejecita estaba
encantada de que les hubieran llevado aquello. Tenía ochenta años,
el pelo todo blanquito y muy bien puesto, y contaba con una
picardía increíble cómo estaba hablando con un joven de no sé dónde
haciéndose pasar por una muchacha ligera de cascos. Usó esas
palabras, ligera de cascos, y yo me dije que con semejante
vocabulario ya tenía que ser lelo el otro para dejarse engañar.
Pero sí, aquí lo ves, que la gente se vuelve tan boba como haga
falta para creer que las cosas son como quiere que
sean.
–Eso que acabas de discurrir es muy profundo, Virgi. Me
recuerda algo que le leí a un psicólogo evolutivo. De los buenos,
aclaro.
–Pues ya ves, simple experiencia y sentido común. Bien, creo
que va siendo hora de pegarle el tiro de gracia. Antes voy a
emplazarle para volver a hablar mañana. O mejor, que me lo suplique
él.
–Lo que me llama la atención -dije-, es que muy pronto se le
ha pasado el duelo o el remordimiento por lo de Neus. Salvo que se
trate de uno de esos casos en los que el individuo trata de luchar
contra la depresión activando compulsivamente las palancas más
rudimentarias del circuito del placer, verbigracia, la que ahora os
ocupa.
–¿Cómo dices? Aquí liada con esto no te he
entendido.
–Nada, una estupidez. Un residuo inoportuno de todo lo que
estudié y todavía no he acertado a olvidar. Tú sigue a lo
tuyo.
Chamorro alegó ante su interlocutor que sus padres estaban a
punto de llegar y que tenía que interrumpir la conversación. El
Caballero Blanco se mostró desolado, insistió para que no se fuera,
y al final fue él quien propuso hablar al día siguiente. Mi
compañera me guiñó un ojo y aún se hizo de rogar un poco más.
Finalmente, le dio hora para por la tarde, que el otro aceptó sobre
la marcha. Antes de despedirse, le dijo que tenía una sorpresa para
él. Conectó el micrófono y me indicó con el dedo que no hiciera
ningún ruido. Luego le susurró:
–Mañana va a ser aún mejor, tesoro.
Me quedé estupefacto al oírla. Costaba creer que había salido
de ella aquella voz: aterciopelada, sensual y cargada de una
ingenuidad que resultaba lo más provocativo de todo. Acto seguido
cortó la comunicación. El cuadro de diálogo desapareció de la
pantalla.
–¿Qué? – se volvió hacia mí-. ¿Me lo he ligado o
no?
–Diría que hay al menos una posibilidad entre dos. Oye, muy
favorecido tu ombligo en esa fotografía, no sabía que le colgaras
abalorios.
–No es mío, es de Anastacia. Fue el que más me convenció,
cuando estuve buscando por la red. Pero seguro que él no lo ha
reconocido.
–Sí, todo esto está muy bien -admití-. Pero la prueba de
fuego será mañana a las seis. Entonces veremos si realmente le has
interesado o si ha hecho contigo lo que tú con él, jugar a hacerse
el idiota.
–Es verdad. Sin embargo, es un riesgo que hay que correr,
para poder tenerlo el lunes a tiro. Hay que dejar que la presa
vuele libre, si uno quiere llegar a saborear de veras el placer de
la caza.
–Me da que tú te lo estás pasando demasiado bien con este
trabajo.
–No te lo niego. ¿Debería sufrir?
–Es una pregunta con aristas, la que acabas de hacer. Durante
algún tiempo creí que el sufrimiento ennoblecía a la gente y la
hacía mejor. Ahora no estoy tan seguro. Creo que eso es así en
determinadas circunstancias del experimento, relativas a la dosis y
a la actitud de la cobaya. En dosis altas, y con cobayas que no han
llegado a desarrollar una cierta filosofía del dolor, el
sufrimiento puede convertirse en algo muy degradante. Así que no me
parece mal que disfrutes.
–¿Eso me clasifica como una cobaya tipo B?
–Qué malpensada eres, Virgi. Anda, vamos a
dormir.
El domingo tuvo poca historia, hasta que llegaron las seis,
la hora a la que habíamos quedado (o mejor dicho, había quedado
loba_verde) con The
Pleasure Machine. En general, a partir de este momento mis
recuerdos se concentran y sintetizan, como suele ocurrir cuando una
investigación empieza a dar frutos y a precipitar acontecimientos.
A lo largo de la jornada hablé con el capitán Cantero y con el
guardia Ponce, a quienes les anticipé que el lunes probablemente
tendríamos festival. También llamé a Rubio, para que él y Tena se
fueran preparando y a ser posible regresaran para la hora de la
cena. Aguardé, empero, antes de decirles nada a mi comandante y a
la juez. Por un lado, tenía más prevención a perturbar su ocio
dominical. Por otro, quería cerciorarme de que Chamorro había
enganchado de veras al pichón.
A las seis de la tarde estábamos ambos ante el ordenador, con
el programa de mensajería instantánea abierto. Según me explicó mi
compañera, tenía una opción que le permitía a uno estar conectado,
y ver si el otro lo estaba, sin que el otro te viera a ti.
Resultaba ventajista y desleal, sin duda, pero nos convenía, de
modo que obviamos los escrúpulos y así fue como le aguardamos. A
las seis y tres minutos, sonó un cling y el
nombre de pab_penya_79 se iluminó como
contacto en línea. Virginia me observó con semblante triunfal. Toda
sobrada, dijo:
–Vamos a darle un poco de emoción. Para que no sospeche que
le estábamos esperando agazapados, y para probarle la sed que
trae.
Transcurrieron tres eternos minutos, en los que demostró su
sangre fría y yo noté que la mía dejaba algo que desear. Si de
pronto el tipo se desconectaba, la cara de tontos que se nos iba a
quedar haría historia. Por fin, a las seis y seis según el reloj
del ordenador, Chamorro hizo un par de maniobras con el ratón y se
descubrió como conectada. Su ansioso Caballero Blanco no tardó ni
dos segundos en saludar.
Lo que siguió fue una conversación aún más volcánica que la
de la víspera. Me causaba algún apuro estar allí leyéndola, lo que
probaba mi condición de hombre de otro siglo, aunque también había
otras razones, más recónditas y personales, que justificaban que me
sintiera violento viendo a Chamorro abordar a calzón quitado
aquellos asuntos. Lo único que me facilitaba el trago eran las
carcajadas que se le escapaban con frecuencia, más después de haber
escrito ella algo que por leer lo que el otro le respondía. Por lo
que tocaba a su inventiva verbal, aquél era un Caballero Blanco en
horas muy bajas, lo que me reafirmaba en la suposición de que tal
vez se hallara deprimido y sólo se arrojara al flirteo cibernético
como un pasatiempo con el que apartarse de los pensamientos
tenebrosos que pudieran acompañarle.
Allí estábamos, leyendo sus ramplonerías, cuando se
presentaron el sargento Rubio y la guardia Tena. Habían salido tan
pronto de Zaragoza que llegaron con un par de horas de adelanto.
Cuando traté de llevármelos a ambos aparte para ponerlos al día,
dijo Chamorro:
–Susana, ven aquí. Mira qué gracioso.
Por un momento dudé si no debía oponerme a que organizara un
carnaval a costa de aquello (a fin de cuentas, y por sui generis que fuera, una actuación policial). Mi
compañera se percató en seguida.
–Vamos, mi sargento -pidió-. No pasa nada por distraerse un
poco, ya que tenemos que trabajar en domingo. Y además, se me ha
ocurrido una pequeña mejora para el señuelo. Si le digo que acaba
de llegar una amiga que también quiere hablar con él, se le cae la
baba.
Tena se había quedado a medio camino. La miré y comprendí que
lo que no tenía sentido era hacer una montaña de la
cuestión.
–Está bien -concedí-, mofaos a gusto del machote, sin
espantármelo. Yo me llevo a Rubio a tomar algo y ya nos ocupamos de
la parte aburrida. Pero no seáis demasiado crueles con el chaval,
que allá arriba el buen Dios y acá abajo vuestra conciencia os
están mirando.
–Descuida. Lo haremos todo con mucho amor -se rió
Chamorro.
Salí con Rubio, que aún trataba de descifrar nuestro
coloquio, y nos fuimos a tomar unas cervezas mientras le explicaba
dónde andábamos y qué planeábamos para el día siguiente. Mi colega
se mostró sorprendido por lo que nos había dado de sí el fin de
semana.
–Cuando lo pienso, me parece que vivimos en un mundo raro de
cojones -observó-. Olvídate de las técnicas y de las herramientas
tradicionales. Cuando todo lo demás lo teníamos atorado, resulta
que va Chamorro, se lanza al océano de Internet y da con el tipo. Y
ahí está, hablando con él, y no sabemos desde dónde coño le
escribe, pero no cabe duda de que ha establecido la conexión. Y
ahora, para localizarle, la clave es que podamos rastrearle una
huella electrónica.
–Pues ya ves, es lo que hay. A adaptarse.
–Yo tengo un chaval de seis años -dijo-. Dentro de otros
seis, o de siete, ya estará ahí. Viviendo en un mundo que yo no sé
si entiendo, que no sé si en general hemos acertado a entender aún,
aunque ya todos vivamos en él, y cada día más metidos y más
enredados.
–Mi chaval tiene doce. Así que sospecho que ya sabe más que
yo. Pero la vida, en el fondo, siempre ha sido así. Tenemos hijos y
los educamos para un mundo del que ignoramos casi todo. Vivir en
esa perplejidad es la aventura que a nosotros nos hace levantarnos
cada mañana. Ellos también tienen derecho a estar perdidos, ¿no
crees?
–Pero da miedo, tío. Da miedo de que nos volvamos todos
locos.
–Todos estamos locos ya. Eso no es demasiado grave. Lo grave
es tener un cáncer de páncreas o una septicemia.
–Lo tendré en cuenta. Viniendo de un
psicólogo…
–No confíes en ese título. El único importante me lo dan los
años que llevo levantando muertos y enchiquerando a los que matan.
Y que no es que me hayan enseñado a ser sabio, pero sí a no
prejuzgar.
–¿Tampoco prejuzgas a ese cabrón?
–Tampoco, compañero. Esperaré a verlo temblando delante de
mí. O comoquiera que reaccione. Ésa es la hora de la verdad, y ése
es nuestro privilegio, que compensa algo toda la mierda que nos
comemos. Nosotros vemos a la gente en la hora de la verdad, sin los
arreglos varios con que despistan a los demás sobre su auténtica
condición.
–¿Y crees que eso es un privilegio?
–Pues claro. La verdad os hará libres. ¿No?
–Ya ves tú lo libres que somos tú y yo. Aquí clavados, el
domingo por la tarde, mientras todo Cristo anda viendo el
partido.
–Mi cuerpo puede estar más prisionero, pero mi alma la siento
un poco más libre que la de esos a los que
mencionas.
–Claro, porque a ti el fútbol no te gusta.
–Sí, eso también contribuye -reconocí.
Cuando regresamos, Chamorro y Tena seguían metidas en harina.
En el momento en que hicimos acto de presencia, se oía decir a la
más joven y bisoña de las dos, con voz entre traviesa y
mimosa:
–Negro, con encajitos.
Chamorro alzó las cejas y colocó el índice formando una cruz
con sus labios fruncidos. El ordenador hizo un ruido y Tena
añadió:
–Bueno, dejan intuir lo más interesante.
Era un espectáculo digno de verse. Chamorro tenía que hacer
grandes esfuerzos por no soltar una risotada. Sonó otra vez la
musiquita del ordenador y Tena miró a Chamorro con gesto
interrogativo. Mi compañera colocó sus dos manos abiertas delante
de su pecho e hizo el ademán de acercarlas y después separarlas más
de una cuarta, varias veces. Tena entendió el mensaje, como no
podía ser menos.
–Una 95 -dijo.
En fin, aquello era una juerga en toda regla, pero no era de
lo que se trataba. Me fastidiaba mucho tener que representar el
papel de aguafiestas, y mucho más el de sargento-profesor regañando
a las alumnas díscolas, pero me acerqué y le pedí a Chamorro el
folio en el que estaba haciendo anotaciones. Cogí un bolígrafo y le
escribí:
TARDE.
En cuanto estuvo segura de que el otro ya no la oía, a
Chamorro le entró la risa floja. Tena la secundó, aunque
ruborizándose.
–De verdad, es que es un pardillo total -juzgó mi compañera,
mientras seguía tecleando para concertar la cita del día
siguiente.
–Ya. Te recuerdo que existe alguna posibilidad de que ese
pardillo haya convertido un cuerpo humano vivo en un steak tartar con nata.
–De acuerdo, pero lo uno no quita lo otro. A ver, jefe,
instrucciones para mañana. ¿Alguna preferencia en cuanto a la
hora?
–Que sea lo más tarde posible. Así tenemos tiempo para
prepararlo y también le pillamos menos despierto y más
desprevenido.
–¿Te hace las nueve y media?
–Por qué no.
–Muy bien.
Chamorro seguía aporreando el teclado, con rostro
absorto.
–Me dice que si puedo comprarme una webcam de aquí a
mañana.
–Joder, este tío es un vicioso -anotó Tena.
–Le estoy escribiendo que no tengo pelas. Soy
estudiante.
–Pero qué bruja eres.
–Qué tío. Me informa que las tengo por 15
euros.
–¿Tan baratas?
–¿Qué me dices, papá, me das quince euros para comprarme una
webcam y hacerle un numerito mañana al salido
éste?
Hube de advertir que la pregunta se dirigía a mí. Se la
devolví:
–Tú verás. Si te apetece y estás dispuesta a arrostrar las
consecuencias… Como padre no creo en la pedagogía de la
prohibición, sino en educar a los hijos en libertad y
responsabilizarlos de sus actos.
–Uf, hacerle posturitas ya me da pereza. Le diré que me lo
pienso. A los efectos de picarle vale igual y así mañana no siente
que he incumplido el trato si no me la he conseguido. ¿Te parece,
mi sargento?
–Te lo he dicho -reiteré-. A este respecto tienes autonomía
operativa. Sigue tu iniciativa personal, aquí no puedo darte
órdenes.
–Okey, lo dejo en veremos. – Y
escribió como una ametralladora-. Mira qué mono. Me da las gracias.
Por mi generosidad. Qué guay.
–Por lo menos es educado -dijo Tena.
–Pues ya está todo, voy a decirle que cortocierro, que papi
ya ha pasado por mi habitación, nos ha preguntado qué hacemos con
el ordenador y me ha dado tiempo de milagrito a cambiarme a la
página web de Shakira. No me negaréis que tengo una imaginación
desbordante.
–Estoy más que impactado, por tu imaginación
-confesé.
Le arreó un dedazo fuerte a la tecla Enter y proclamó:
–Ya está. La trampa lista, el pichoncito
caliente.
–Te felicito. Pero mañana el juego será un poco más tenso. Y
tienes que arreglártelas para que se quede ahí pegado un buen
rato.
–No lo dudes. Me las arreglaré.
Creí llegado el momento de poner al tanto a mis superiores.
Llamé primero a Pereira, porque con él tenía que seguir viviendo
después de aquel caso y sabía que no me disculparía que diera un
paso de tamaño calibre sin debatirlo previamente con él. Él sí
estaba viendo el partido, por lo que se oía de fondo, y me pareció
que, pese a lo trascendental que pudiera ser lo que le estaba
contando, me atendía con la atención dividida. Al día siguiente me
enteraría de que el Madrid había empezado encajando un gol y
terminado empatando por los pelos, todo ello en el Santiago
Bernabéu, y me hice cargo de su dispersión. Por lo menos, dio en
aprobar mi plan y me autorizó a llamar a la juez.
A mi respetada señoría doña Carolina Perea la cogí en su
casa, escuchando música de blues y acaso
leyendo un libro o estudiando un expediente de su recién asumido
juzgado. Lo primero puedo afirmarlo porque también lo oí, lo otro
es mi conjetura basada en que al principio, igual que Pereira, me
pareció algo ausente. Pero en cuanto le hube dibujado a grandes
rasgos el panorama, se implicó a fondo.
–Visto, sargento. Dígame, acciones.
Aquella fe en mí, aquella energía, y por añadidura, la voz
clara y cristalina con que me decía todo, me desarmaban. Que yo
recordara, era la primera vez que me sentía seducido por una mujer
que ejercía la función jurisdiccional. ¿Se trataba de una
perversión? ¿Podía achacarla a la edad, al aburrimiento, a la nunca
extinta sed de aventura?
Todas estas cuestiones me parecían fascinantes, pero por
desgracia hube de descender a territorios mucho más
prosaicos.
–Necesitaríamos tener intervenida esta cuenta de correo
electrónico lo antes posible -le dije.
–Mañana yo estaré en el juzgado a las siete de la mañana.
Mándeme en un mensaje a la dirección del juzgado los datos de la
cuenta y a las ocho, como tarde, tienen el fax ordenándolo. ¿Le
vale?
Juárez, el informático, cuyos contactos y ciencia
necesitábamos para que la orden fuera eficaz, no estaría antes de
esa hora en su puesto.
–De sobra.
–Pues cuente con ello -me garantizó-. ¿Entiendo que lo del
teléfono que nos faltaba por intervenir le sigue interesando, o ya
no? Se lo digo para gastarme apretándole las tuercas al lechuguino
de la compañía telefónica o dedicarme a otras cosas. Ando un poco
desbordada.
–Si puede, nos sigue interesando.
–Lo persigo, entonces. ¿Algo más?
–De momento esto basta. Si hay que entrar en domicilio o
algo…
–Me lo pide. Para usted, estaré a tiro de móvil
permanentemente. Además, mañana no tengo vistas. Llámeme siempre
desde ese número de teléfono, será el único que coja en cualquier
situación.
Me encantaba. Hasta tal punto que me dije que debía
vigilarme.
–Gracias. A sus órdenes, señoría.
–Gracias a usted, sargento. Buenas noches.
La mañana siguiente fue trepidante. A las ocho menos cinco
teníamos en nuestro poder el fax que nos autorizaba a fisgar todas
las miserias de pab_penya_ 79, y a las ocho
y cuarto ya se lo habíamos retransmitido a Juárez, con el
requerimiento de que forzara la máquina con su contacto en el
proveedor de Internet y fuera montando el dispositivo técnico
necesario para localizar en tiempo real desde dónde se conectaba
nuestro objetivo. Le pedí que iniciara la vigilancia cuanto antes,
tan pronto como tuviera acceso, por si nuestro hombre usaba la
cuenta antes de su cita con Chamorro. Entre tanto, también nos
desbloquearon el acceso al teléfono móvil que nos faltaba, aunque
nuestro gozo al respecto se vio enfriado cuando al cabo de dos
horas no dio ninguna señal de vida. En vista del fiasco, autoricé a
Gil y a Ponce para que fueran a ver a Gervasi Sánchez, el pelirrojo
usuario de la única línea telefónica cuyas comunicaciones habíamos
conseguido interceptar, y trataran de averiguar qué le relacionaba
con Neus y de qué habían hablado el día de su muerte hacia las doce
de la mañana.
Gil y Ponce cumplieron el encargo con presteza: tras
entrevistarse con él, me llamaron para contarme que Gervasi juraba
no haber hablado con Neus más que esa vez en su vida y que parecía
sincero. La razón, que al propio Gervasi le había sorprendido: Neus
le había llamado por recomendación de alguien que la había
informado de que en cierta ocasión el joven periodista había hecho
para la televisión local un reportaje sobre clubes de alterne. Le
preguntó direcciones y le pidió contactos, que Gervasi le prometió,
pero nunca llegó a darle, porque lo siguiente que supo de ella fue
la noticia de su asesinato. Recibí todas aquellas novedades, que en
otras circunstancias habrían ocupado por entero mi atención, como
si formaran parte del ruido de fondo. Algún resorte seguía, no
obstante, funcionando en mí para hacer que no perdiera la mínima
diligencia policial exigible. Pedí a Gil y a Ponce que trataran de
contrastar la historia con Meritxell. Apenas una hora después,
cuando ya nos íbamos a comer, volvió a llamarme
Gil:
–La señorita Pepis lo confirma. Que Neus hizo la llamada en
su presencia. Y que la hizo con su móvil y personalmente para
agilizar la gestión. Que Neus era así, dice, que no se le caían los
anillos por hacer lo que hubiera que hacer. A mí me ha convencido,
y conmovido.
–No seas malo, Gil -le reprendí-. Volved acá echando
cohetes.
–Susórdenes, mi
sargento.
Después de la comida organizamos una reunión de coordinación.
Vinieron también Cantero y Vendrell. La idea era sencilla en su
planteamiento, pero en función de las circunstancias podía resultar
complicada de ejecutar. Había que fijar la posición del sospechoso,
con la aproximación que nos permitiera el tipo de conexión a
Internet que utilizara, y después controlar el área y buscarle con
la información de que disponíamos sobre él. Si le ubicábamos en un
domicilio particular, y considerábamos que debíamos entrar y
sorprenderle, nos tocaría pasar antes por el trámite de la orden de
entrada y registro, obtenida sobre la marcha. No podíamos
arriesgarnos a cometer un error y allanar la morada de alguien sin
tener cobertura judicial para ello.
–Puedo hacer como la otra vez. Poner una docena de hombres a
tu disposición -me ofreció Cantero-. ¿Bastará?
–Si hay suerte, puede que incluso sobre.
El capitán no comprendió.
–¿Si hay suerte?
–Si está en un establecimiento público. Cuéntale,
Chamorro.
–Sé que no es definitivo, porque nada garantiza que me dijera
la verdad -explicó mi compañera-. Pero ayer me contó que hablaba
conmigo desde un cibercafé que hay en su barrio, que tiene buenos
ordenadores y donde le dan auriculares para que el sonido no llegue
a oídos indiscretos. Si no me mintió, y si esta noche por lo que
sea no le da por quedarse en casa, tal vez podríamos agarrarle
ahí.
–Ojalá -dijo Cantero-. Eso sería un chollo.
–Pues rezad, los que creáis -rogué.
Por la tarde tuvimos una novedad relevante. El teléfono móvil
que habíamos intervenido por la mañana despertó de pronto. Apareció
en la zona de Sant Cugat, y pudimos oír esta
conversación:
–Cómo va. Soy Luis.
-Ya, ya te tengo fichado. El teléfono me
lo chiva.
-¿Te pillo bien?
-Sí, aquí estoy, leyendo el guión para la
prueba.
-¿Cuándo la tienes?
-Mañana, tú, qué
nervios.
-O sea, que hoy no te
meneas.
-Pues me da que no. ¿Me ibas a ofrecer
algún plan?
-Psé. Se me había ocurrido que nos
divirtiéramos juntos esta noche con una paridilla que me he
montado.
-Qué paridilla.
-Si no vas a venir, para qué voy a
contártelo, tía.
-Qué borde eres. Si no estuvieras tan
bueno, te iban a dar.
-Ya lo sé.
-Y tú, ¿dónde andas?
-Aquí, salgo de una
entrevista.
-¿Sí? ¿Y?
-Pues mal rollo, creo que me
cogen.
-¿Y cómo dices eso,
hombre?
-Porque es para la chorrada de siempre.
Estoy harto de hacer de fondo.
-Ah, amigo, ya sabes lo que cuesta…
Bueno, tú, que si no vas a contarme nada te cuelgo, que yo tengo
que aprenderme bien esto.
-Vale.
-Déu,
cochinote.
-Déu,
cerdita.
Cuando se interrumpió la comunicación, los seis guardias que
la habíamos estado escuchando guardamos un denso silencio. Lo
rompió Chamorro para preguntar, erigiéndose en portavoz del
resto:
–Decidme que el que tenemos intervenido es
Luis.
–Es Luis, mi cabo -confirmó Gil.
–Dios, se me va a salir la adrenalina por las
orejas.
–No nos precipitemos -advirtió el sargento
Rubio.
–Hay un detalle esperanzador -dije, con toda la frialdad de
que era capaz de armarme-. Habla en castellano. La lengua en que
está escrita casi toda la correspondencia de Neus con su galán.
Teniendo en cuenta que ella era catalanoparlante, podemos inferir
que el Caballero Blanco no domina el catalán y prefiere expresarse
en castellano.
–También puede ser que la castellanoparlante sea la chica, y
que por eso él no le haya hablado en catalán, aunque sepa -dijo
Ponce.
–Teóricamente sí -admití-. Pero él no tiene mucho acento
catalán. Y a ella, en cambio, sí que le salía en las eles y en las
vocales.
–A ver, tú, da replay -pidió Ponce a
Gil.
Volvimos a escuchar la conversación. Todos estuvieron de
acuerdo con mi apreciación sobre sus acentos. Ella parecía
catalana, él no.
–Y la buena noticia -añadió Gil, señalando la pantalla-. No
apaga el chivato, y se dirige hacia Barcelona. Hacia el
centro.
–A lo mejor nos ha venido Dios a ver.
Todos listos. Las horas que faltaban hasta las nueve y media
transcurrieron con exasperante lentitud. Apenas podíamos reprimir
los nervios cuando vimos que el teléfono se inmovilizaba en la zona
de Gracia. No lo apagaba, no hablaba ni le llamaban, pero se
mantenía por allí, moviéndose en un radio de apenas quinientos
metros. A las ocho no pude más y llamé a Cantero. El capitán se
personó de inmediato en la sala.
–Mira, no se va de ahí -le dije-. ¿Te parece que vayamos
mandando ya a media docena de tíos para ir controlando los
cibercafés?
–No sé cuántos habrá en esa zona. Pon que unos
pocos.
–Que abarquen los que puedan, mi capitán, el caso es que ya
nos vamos situando sobre el terreno -le apremié.
–Vale, vale, tú marcas el ritmo -se plegó.
Rebusqué en mi cartera y después de apartar algunas otras
encontré la tarjeta de Riudavets. Marqué su número y al cabo de
siete interminables tonos de llamada apareció su voz en la
línea:
–Digui.
–Riudavets, soy yo, Vila, el guardia de Madrid. El del caso
Barutell.
–Ah, sí, hombre, dime.
–Vamos a montar una operación. No te puedo asegurar todavía
cien por cien dónde, pero todo apunta a que lo hagamos en
Gracia.
–Ya. Si no me equivoco, ésa es aún zona
compartida.
–¿Puedes encargarte de avisar a quien proceda a través de tu
gente para que a nadie le coja de improviso?
–Sí, claro, hago una llamada. ¿Necesitáis
algo?
–No, si todo sale bien es poca cosa y tiene poco
riesgo.
–Muy bien, pues mucha suerte. Ya me contarás. Por pura
curiosidad. Ah, por cierto. Tengo noticias para ti sobre la
coartada de Altavella.
–Salvo que vayas a contarme que era falsa, ya te llamo yo, si
no te importa, aquí estamos ahora mismo hasta arriba de
trabajo.
–No, no era falsa. Estaba allí. Ya te daré los
detalles.
–Gracias.
A las nueve y cuarto se conectó pab_penya_79. Segundos después llamaron al teléfono
móvil de Luis. Oímos cómo sonaba la señal de llamada en el altavoz
del equipo de escucha. No lo cogió. Telefoneé a Juárez, que estaba
al quite con su ordenador en Madrid.
–Se ha enganchado -le anuncié-. ¿Cuánto
tardas?
–Minutillos -prometió-. Cuelga, te llamo yo.
No sé cómo pude, pero colgué y me puse a
esperar.
–¿Me conecto? – preguntó Chamorro.
–No, aún no, no son y media todavía.
A las nueve y treinta y uno, sonó mi teléfono móvil. Era
Juárez.
–Lo tengo -dijo solamente.
Le di luz verde a Chamorro y se conectó como una
centella.
–Hemos pillado la dirección IP -dijo Juárez-. Y según las
gestiones extraoficiales que me han hecho mis colegas está censada
como perteneciente a un cibercafé en… ¿Te tomas nota de la
calle?
–Por tus muertos, Juárez.
En cuanto tuve las señas, llamé al teniente Vendrell, que
mandaba el equipo que ya estaba sobre el terreno, para que
aseguraran el lugar. Luego me dirigí a Chamorro y a Tena y las
arengué:
–Chicas, no os volveré a pedir esto. Sed tan guarras como
podáis. Dependemos de vosotras. Cuento con que no nos
defraudaréis.
–Pierde cuidado, mi sargento. Nos lo vamos a
comer.
Me fui con Rubio y batí el récord del trayecto que separaba
la comandancia del centro de Barcelona. Cuando llegamos ante el
cibercafé, nos salió al encuentro Vendrell, que me explicó,
solvente:
–Dos salidas. Ambas controladas. Quieres ir tú,
supongo.
–Supones bien -confirmé.
Entré, lo vi absorto en la pantalla, me acerqué. Sabía que
tenía toda la ventaja, con los auriculares no podía oírme. Le puse
la mano en el hombro y, no lo oculto, pocas veces he disfrutado
tanto al decir:
–Guardia Civil. ¿Me acompaña, por favor?
ABIERTO DE MENTE
Pero eso fue más tarde, ya en la comandancia. Durante todo el
tiempo que estuvimos en el cibercafé (fotografiando la pantalla del
ordenador con el cuadro de chat abierto, copiando en un disquete la
conversación, tomando los datos de las personas que allí se
encontraban como testigos) y después, durante el trayecto en coche,
nuestro hombre permaneció en estado de shock. Le había dicho inmediatamente, ateniéndome a
la ley, que lo deteníamos para esclarecer su posible participación
en el asesinato de Neus Barutell. La noticia lo dejó clavado en el
sitio, con los ojos desorbitados. Se dejó esposar sin oponer ni
siquiera un amago de resistencia. No le habría valido de mucho
contra cuatro hombres, pero se le veía lo bastante en forma como
para habernos exigido algún esfuerzo en caso de revolverse contra
nosotros.
Después de los trámites de registro, lo metimos en el
calabozo para que fuera debatiendo consigo mismo la gravedad de su
situación. Aproveché ese momento para avisar al comandante Pereira
y a la juez. Ésta, después de pedirme un par de detalles sobre cómo
habíamos practicado la detención y cómo se encontraba el sujeto,
concluyó:
–Pues no le voy a decir lo que tiene que hacer. Disponen de
setenta y dos horas, ya lo sabe, aunque se ganaría usted mi
gratitud personal si me proporcionara alguna novedad antes de ese
plazo.
–Por supuesto. De hecho, creo que deberíamos ir adelantando
una diligencia, no vayamos a tener luego un disgusto con
ella.
–Cuál.
–La rueda de reconocimiento con el empleado de la
gasolinera.
–Ah, cierto. ¿Prefieren hacerla allí?
–Pues, si fuera posible…
–De acuerdo, mañana curso a primera hora el exhorto al
juzgado de guardia de Barcelona. ¿Se ocupan ustedes de localizar y
trasladar al testigo?
–Sí, descuide.
–Buena suerte. Ah, y buen trabajo, sargento.
Aunque los años me vayan convirtiendo en un hombre escéptico
y resabiado, aún me ablanda como a cualquiera que me pasen la
manita por el lomo, y la felicitación de Carolina Perea tenía para
mí un valor especial. Animado por ella, y por el éxito de nuestra
celada, me olvidé de que era casi medianoche y no me sentí apenas
desgraciado por tener por delante una dificultosa labor mientras la
mayoría de mis compatriotas se entregaban al descanso o a la
juerga. A la hora de medir tu suerte hay que elegir bien con quién
te comparas. Peor estaba mi oponente, del lado chungo de la puerta
y sin la llave para abrirla. Por lo común, era yo quien dirigía los
interrogatorios de los detenidos. Para eso me cualificaban mi mayor
grado, mi antigüedad y mi experiencia en esas lides. Pero nunca
habría llegado a adquirir esta última si un buen día alguien más
experto que yo no me hubiera dejado el sitio, y no con cualquiera,
sino con una presa de peso. Me pareció que era la ocasión idónea
para que Chamorro asumiera la responsabilidad. Conocía bien el caso
y había obtenido, cuando no elaborado, una buena parte de la
información que nos había permitido capturar a aquel hombre.
Además, disponía sobre él de la ventaja de haberle demostrado que
podía ser tan lista como para engañarle. En cierto modo, se había
ganado ocuparse ella de ponerle la guinda al pastel. Mientras yo
discurría todo esto, ella charlaba con Tena y con Ponce. La
observé. Debía de dar por sentado que me ocuparía yo, como de
costumbre, y que como mucho le cabría estar a mi lado. La llamé
aparte.
–Vir, quiero que lo interrogues tú -le dije, sin más
preámbulos.
–¿Yo? ¿Sola?
–No, quiero escuchar lo que dice. Entraré contigo. Pero voy a
dejar que le preguntes tú. Sólo intervendré si encuentro razones
excepcionales para hacerlo. El trabajo de rendirlo será todo
tuyo.
–Pues… -dudó-. ¿Y qué ha dicho hasta ahora?
–Fuera de sus datos de filiación y profesión, ni una
palabra.
–Vaya, esto promete.
–Está todavía bajo los efectos de la conmoción. Tendrás que
sacarlo poco a poco de ella. O de golpe, como te parezca que debes
hacerlo.
–¿Estás seguro de que quieres dejármelo a
mí?
–Razonablemente seguro. ¿Te sientes incapaz?
–No. Me sentiré incapaz cuando haya fracasado, si se da el
caso.
–Pues adelante. Pídele a Ponce que lo traiga a la sala de
interrogatorios y te reúnes conmigo. Yo voy yendo para
allá.
Llegó apenas treinta segundos después que yo y se sentó en la
silla que estaba a mi lado. Más que nerviosa, parecía expectante.
Me hacía cargo de su excitación. Era un caso de envergadura, en el
que además se había metido a fondo, y aquél era el momento crucial.
De su astucia o de su torpeza dependería en buena medida lo que
sacáramos.
Luis Fernando Vinuesa entró un par de minutos después,
esposado, cabeceando y con la mirada perdida. Me inspiró lástima.
Por malos que sean, no lo puedo evitar, me la inspiran siempre,
aquellos a los que tengo en un calabozo, sumidos en la
incertidumbre, mientras yo puedo entrar y salir y, lo que es más
importante, estoy en condiciones de calcular las posibilidades que
tienen ellos de quedarse o de irse. Aquel hombre tenía pocas
papeletas de librarse, y tal vez se lo olía.
–Buenas noches otra vez, señor Vinuesa -dije, una vez que lo
hubieron sentado-. Soy el sargento Vila, el que ha tenido el mal
gusto de interrumpirle antes la conversación que estaba usted
sosteniendo a través del ordenador. Le ruego que me disculpe por
ello, nuestro trabajo a veces nos obliga a comportarnos de modo
descortés. Pero en la medida de lo posible, me gustaría reparar mi
grosería, y por eso le he hecho traer aquí, para que tenga la
oportunidad de continuar la charla. Le presento a Loba Verde. Será ella, ya que tiene más familiaridad
con usted, quien se ocupe de preguntarle lo que queremos
saber.
Al ver su expresión, temí haber incurrido en un exceso de
sadismo. La detención sorpresiva, la hora tardía y el pánico a lo
desconocido ya eran suficiente menoscabo para el ánimo de aquel
individuo. Confrontarlo además y sin anestesia con su propia
estupidez, y con aquella que la había cebado y explotado, estuvo a
punto de demolerlo. No dijo nada, tan sólo se limitó a abrir y
cerrar la boca un par de veces y luego bajó la cabeza. Le indiqué a
Chamorro que era todo suyo.
–Buenas noches, señor Vinuesa -comenzó-. Creo que ha sido
usted informado de los motivos de su detención.
El sospechoso continuó callado.
–Bien, por si acaso no le quedó claro o lo ha olvidado, le
diré que tenemos razones para pensar que pudo usted participar en
un homicidio. En concreto, en la muerte de Neus Barutell Pividal,
acaecida entre la noche del lunes y la madrugada del martes pasado
en Zaragoza.
Cerró los párpados. Fue toda su reacción.
–Como formalidad preliminar, voy a preguntarle cómo se
declara usted en relación con ese hecho. No responda si no quiere,
sabe que tiene usted derecho a no declarar en contra de sí
mismo.
Vinuesa alzó la vista y la volvió a bajar. Apretó los labios
con fuerza. Quedó claro que iba a hacer uso de su derecho a guardar
silencio.
–De acuerdo -se resignó mi compañera-. Déjeme entonces
abordar otras cuestiones menos espinosas. ¿Podría decirme usted
desde cuándo conocía a la difunta? Porque la conocía usted, ¿o
no?
El tipo despegó la barbilla del pecho. Miró a Chamorro y
dijo:
–No, no la conocía.
Mi compañera me observó con asombro. Con una mueca le di a
entender que era su sospechoso, que a ella le tocaba sacarlo de
ahí.
–Bueno, bueno -dijo-. Permítame que me sorprenda. ¿No ve
usted nunca la televisión, no lee ninguna revista, ningún
periódico?
–Si se refiere a si la conocía por ahí, claro, como
cualquiera.
–Ya. Pero en persona pretende usted hacernos creer que
no.
–Crean lo que les parezca. Yo les digo lo que hay. No la
conocía.
–Ajá.
Chamorro se levantó y dio un par de vueltas a la habitación,
en silencio y con gesto pensativo. Le buscaba la mirada a Vinuesa
cuando pasaba junto a él, pero el otro se la rehuía siempre. De
pronto se detuvo y así, de pie, se dirigió con voz dulce al
sospechoso:
–Perdone, no le hemos preguntado. ¿Ha cenado
usted?
–Sí.
–¿Le apetece agua, un cigarrillo? Puedo ofrecerle también
refrescos y es posible que hasta nos quede alguna lata de cerveza
en la máquina. Ah, y café, por supuesto, pero a lo mejor luego no
duerme bien.
El detenido la espió de reojo, con aire
desconcertado
–Me tomaría una Coca-Cola light
-murmuró.
–No sé si la tendremos light. ¿Le da
igual de la otra?
–Sí.
–Ponce -grité.
El guardia, que vigilaba afuera, abrió la puerta bruscamente
y asomó al umbral un rostro entre somnoliento y
sobresaltado.
–¿Sí, mi sargento?
–Tráenos tres Coca-Colas, haz el favor.
–Y le tiré unas monedas.
Ponce tardó alrededor de cinco minutos en hacer el recado.
Durante todo ese tiempo, ni Chamorro, ni el detenido, ni por
supuesto yo, dijimos una sola palabra. Me fijé en cómo se retorcía
las manos, cuyos movimientos le embarazaban las esposas, y en cómo
le sudaba la frente. Para entretenerme, aposté conmigo mismo sobre
las opciones que tenía aquel hombre de mantener más allá de media
hora el juego al que estaba intentando jugar. Considerando su
inferioridad inicial y la sangre fría de mi compañera, me dije que
pocas o ninguna. Chamorro, mientras tanto, hojeaba su bloc de notas
y en todas las páginas se detenía para subrayar algo. Se preocupaba
de que el sonido del bolígrafo al deslizarse sobre el papel
resultara notoriamente audible.
Nos pusieron las tres latas de Coca-Cola sobre la mesa. Ella
no tocó la suya. Yo cogí la mía y me metí un buen trago, sin dejar
de mirar a Vinuesa. Él adelantó las manos esposadas para tomar su
bebida.
–Deje, le ayudo -se ofreció Chamorro.
Le abrió la lata y se la puso en las manos. Vinuesa bebió con
ansia. Debía de tener, a la sazón, la boca más seca y pastosa en
cien kilómetros a la redonda. Luego dejó torpemente la lata sobre
la mesa.
–Bien, ahora ya se ha refrescado -dijo Chamorro-. Espero que
la cafeína le desperece un poco las neuronas, le aclare los
pensamientos y le devuelva la memoria. Y que me diga usted dónde,
cuándo y cómo conoció a Neus Barutell. También puede hacer otra
cosa, volver a fingir que no la conoce. Entonces le leeré las
diecisiete pruebas que en un rato he encontrado en mi bloc y que me
permiten afirmar que eso es una mentira que sólo sostendría alguien
lo bastante estúpido como para complicarse su situación
gratuitamente y renunciar a cualquier posibilidad de obtener alguna
clemencia por parte de la justicia.
–Pues, no sé, debo de ser estúpido. Demuéstremelo
usted.
Oírle aquello me produjo una suerte de admiración. La voz le
temblaba, y si tenía alguna inteligencia (y como aconsejaba
Descartes, yo se la presumo a todo el mundo) debía de percatarse no
sólo de que no iba a convencernos, sino de que al fin y al cabo
conocer a Neus no era ningún delito, y quedaban muchos pasos para
llegar desde ahí hasta la imputación del crimen. Aquella
resistencia desesperada en la línea más exterior (y menos sólida)
era un despropósito heroico. Pero sentí curiosidad por ver cómo
Chamorro trataba de doblegarlo.
–Está bien -dijo mi compañera-. Se lo voy a demostrar. Sé que
conocía usted a Neus Barutell porque tengo registradas las llamadas
entre sus dos teléfonos. Porque he interceptado toda la
correspondencia que le dirigió usted desde tres cuentas diferentes
de correo electrónico, y ella a usted desde otras tantas. Porque sé
qué día se acostó con ella por primera vez, y podría enumerarle sin
saltarme una sola todas las demás veces, hasta la última, el mismo
día que la mataron. Porque tenemos identificado su rostro y su
coche por un testigo que le vio con ella esa misma tarde en una
gasolinera de Zaragoza. Porque le tenemos fotografiado en su
entierro, y supongo que usted no va a los entierros de la gente a
la que no conoce. Y porque guardamos en el laboratorio un poco de
semen de usted que nos tomamos la fea molestia de extraer de la
vagina y del recto del cadáver, aparte de muestras de su vello
púbico, su cabello y las huellas dactilares que cometió usted la
ligereza de dejar por toda la casa. Y esto, señor Vinuesa, es sólo
el aperitivo.
Permanecí hierático, pero me costó un poco, lo confieso. Para
hacer aquel envite Chamorro había arriesgado a tope, había puesto
muchas cartas boca arriba y se había tirado más de un farol. No la
recriminaba por eso: cuando a uno le encomiendan una
responsabilidad, es para que la asuma y si lo considera necesario
se la juegue. Pero ahora quedaba ver la reacción que producía su
andanada de artillería. Me fijé en nuestro hombre. Por lo pronto,
había palidecido. Ella le apretó:
–Se ha confundido de película, señor Vinuesa. No le estaba
preguntando nada que no sepa. Me estaba enrollando con usted. Y le
estaba dando la ocasión de enrollarse conmigo. Fíjese, qué
desperdicio.
Seguía pálido. Cada vez más. Los ojos se le
extraviaron.
–¿Le pasa algo? – pregunté.
Se tambaleó en la silla. Llegué de milagro a sujetarle antes
de que terminara de perder el equilibrio y se fuera al suelo.
Pesaba bastante, y me las arreglé como pude para bajarlo suavemente
y tenderlo. Chamorro vino entonces a ayudarme. Le puso algo bajo la
nuca.
–Qué bestia, Virgi -dije-. Lo has tumbado.
–Yo… No imaginaba que…
–Pues ya ves, nos ha salido un alma sensible. ¡Ponce! –
llamé.
El guardia irrumpió de nuevo en la habitación y
exclamó:
–Anda, ¿lo habéis hostiado? Yo creía que eso ya no se podía
hacer.
–No fastidies, Ponce, que se nos ha desmayado él solito. ¿Hay
por aquí cerca algún médico o algo que se le parezca y que pueda
venir?
El ATS de la comandancia, pese a lo intempestivo de la hora,
tardó apenas unos minutos en presentarse. Examinó con detenimiento
a Vinuesa, que había vuelto en sí medio minuto después de su
desvanecimiento. Tras tomarle la tensión y el pulso, mirarle las
pupilas, palparle el cuello y vigilar su respiración, se atrevió a
diagnosticar:
–Nada. Este tío está tan enfermo como tú o yo. Se habrá
asustado, por verse aquí. De todos modos, yo que vosotros ahora lo
dejaría descansar y lo observaría un poco, por si las moscas. Y si
queréis, mañana traemos a un médico para que le explore, como
precaución.
Hablábamos en un aparte, para que él no pudiera oírnos. Me
acerqué a la camilla donde lo habíamos tendido y le
pregunté:
–¿Cómo se encuentra?
–Mejor -dijo, avergonzado.
Enfrenté su mirada, o lo intenté. Era como si los ojos de
aquel hombre estuvieran vacíos, como si no hubiera nadie
detrás
–Está bien. Es tarde. Ahora vamos a dejarle dormir. Aproveche
y reponga fuerzas, porque mañana tendremos que seguir
interrogándole. Le sugiero que aproveche estas horas para meditar.
Y que no confíe en simular indisposiciones para evitarse el trago.
Si hace falta traeremos a un médico para que esté presente en el
interrogatorio y nos certifique en todo momento que se encuentra
usted en condiciones.
Vinuesa, de pronto, me miró como un animal acorralado. Me
descolocaba su actitud. No encajaba del todo en ninguno de los
esquemas típicos: ni era, comprobado quedaba, el criminal amateur que de puro anonadado renuncia a seguir una
estrategia y se rinde, ni tenía, puesto a hacerse el listo, el
cuajo necesario para engañar a un párvulo. Me permití esperar que
el descanso nocturno le hiciera entrar en razón y le mostrara la
inutilidad de perseverar en aquella tierra de nadie donde ninguna
recompensa verosímil aguardaba a sus esfuerzos.
Aprovechamos también nosotros para dormir unas horas. No
quise ni siquiera perder un minuto en discutir con Chamorro la
táctica del día siguiente. No había ninguna duda, era nuestro
hombre. Por si aún lo cuestionábamos, antes de acostarnos nos
certificaron la coincidencia de sus huellas dactilares con las que
habíamos recogido en la casa. Y aunque el ADN todavía tardaría un
par de días o tres, estaba convencido de que sólo era un trámite:
el perfil genético del semen extraído del cuerpo de Neus
coincidiría con el de la saliva que habíamos tomado de la lata de
Coca-Cola de la que Vinuesa acababa de beber. De lo que se trataba
era de arrancarle la confesión, y a ser posible de lograr que nos
dijera dónde había tirado el cuchillo. Pero con lo recogido hasta
ahí ya teníamos de sobra para empapelarlo por homicidio, ante
noventa y nueve de cada cien hipotéticos juzgadores. Sólo habría
que hacer valer un móvil pasional que la turbulenta y clandestina
relación entre ambos, documentada con todo lujo de detalles, más el
informe psiquiátrico-forense que a no dudarlo descubriría en su
azotea más de un desperfecto, bastarían para soportar. Por eso me
pareció que lo mejor era retirarse y volver a la carga a la mañana
siguiente, tan relajados como pudiéramos. Y que mi compañera
continuara con el interrogatorio como tuviera por conveniente, sin
presiones añadidas por mi parte. Lo peor que podía pasar era que
hubiéramos de gastar los tres días repitiendo las mismas preguntas,
hasta que, una de dos, se derrumbara o probara su determinación de
negarlo todo. Y en tal supuesto ya estableceríamos el oportuno
sistema de relevos entre ambos.
Por la mañana, para asegurar, hicimos que lo viera un médico,
que corroboró lo que nos había dicho el ATS por la noche: Luis
Fernando Vinuesa era un hombre que gozaba de un estado de salud tan
impecable como cabía presumirle en función de su edad y aspecto.
Para mantenerle en tan envidiable condición, nos preocupamos de que
le sirvieran un buen desayuno, con café, bollería, zumo y fruta. Me
asomé a ver cómo daba cuenta de él y me alentó comprobar que lo
hacía con ganas. Rubio se encargó mientras tanto de organizar con
sus compañeros de la comandancia de Zaragoza el traslado de
Radoveanu para la rueda de reconocimiento. A eso de las nueve y
media, volvimos a conducir al detenido a la sala y Chamorro reanudó
el interrogatorio.
–Buenos días. ¿Ha dormido usted bien?
Vinuesa sonrió, por primera vez. Buena
señal.
–He dormido mejor en otras ocasiones -dijo-, pero
vaya.
–¿Ha pensado usted sobre lo que ocurrió
ayer?
–Qué remedio.
–Me gustaría que me contara a qué conclusiones ha llegado, si
es que ha llegado a alguna que esté dispuesto a compartir
conmigo.
–Conclusiones, lo que se dice conclusiones… Está bien, creo
que ya no tiene ningún sentido que niegue que conocía a
Neus.
–¿Por qué lo negó anoche, entonces?
Se encogió de hombros.
–Porque nunca me habían detenido antes, porque ella está
muerta y veo que me lo van a querer colgar, o a lo mejor por
costumbre.
–¿Por costumbre?
–Sí. Nos encontrábamos a escondidas, y yo nunca le conté a
nadie que estaba con ella. Le recuerdo que era una mujer
casada.
–¿Niega tener alguna responsabilidad sobre el
crimen?
–Claro que lo niego. Yo no la maté. Nunca habría podido
ponerle una mano encima. Ya que han leído lo que le escribía, creo
que no hace falta que se lo cuente, ahí tienen la prueba: estaba
loco por esa mujer.
Chamorro no se dejó impresionar.
–Ésa podría ser, justamente, la razón -dijo-. Que usted la
quisiera y que no soportara verla así a hurtadillas, que deseara
que fuera sólo suya y que al no poder conseguirlo… Me estoy
limitando a describir la hipótesis que se plantearía cualquiera al
repasar su historia.
–Ya. Me parece que ve usted demasiados culebrones, agente. Yo
hasta he hecho algún papelito en alguno. Y supongo que esas cosas
pasan, pero no conmigo. Yo sabía cómo iba todo, desde el comienzo.
Y respetaba su libertad de decidir cómo quería estar y con quién,
como pido que respeten la mía. Soy un tío joven y abierto de mente,
no uno de esos cafres que van por ahí en plan la maté porque era mía.
Siempre se me hace raro cuando uno se refiere a sí mismo como
joven, abierto o
cualquier otro adjetivo de contenido positivo, y no lo hace como
broma, sino tan en serio como lo acababa de hacer Vinuesa. No
porque crea que uno debe ser humilde, sino porque uno no tiene
consigo mismo la distancia necesaria como para poder dar fe más que
del fango y la mugre en que se revuelca. Lo cierto era que el
detenido, aparte de esa notable autoestima, exhibía aquella mañana
una firmeza y un aplomo que nada tenían que ver con su
comportamiento de unas pocas horas atrás. Y tampoco andaba
desprovisto de sutileza.
–Supongo que tiene sus razones para decir eso -admitió
Chamorro-. ¿Le parece que a mí podrían convencerme, esas razones
suyas?
–No la sigo.
–Afirma que es inocente. Y me parece bien, a lo mejor yo
haría lo mismo en su lugar. La cuestión es, ¿cree que aparte de
repetirlo una y otra vez, podría convencernos a mí y a mi compañero
de ello?
–Disculpe, pero creía que era al revés. Que se supone que yo
soy inocente mientras no prueben ustedes lo
contrario.
Chamorro asintió, comprensiva.
–Claro, ésa es la teoría general. Pero cuando uno es la
última persona con quien vieron a la muerta, cuando uno dejó toda
clase de huellas y de vestigios en el lugar del crimen, y cuando
uno, después de descubrirse lo que ha sucedido, no se preocupa de
acudir a la policía, sino que huye de ella y se esconde, la
situación varía ligeramente.
Vinuesa inspiró hondo y repuso:
–Nada de eso es una prueba irrefutable.
–¿Y quién le dice a usted que hace falta tanto para
condenarlo? Basta con que la gente que le juzgue llegue al
convencimiento de que usted y no otra persona cometió el crimen. Y
analícelo fríamente, si puede, ¿qué le parece que pensaría una
persona normal sobre la base de todas esas circunstancias? ¿Que
usted sólo pasaba por allí?
El detenido tomó conciencia del apuro en que estaba. O quizá
ya la había tomado antes, pero no con la precisión con que acababan
de enunciárselo. Se le veía ansioso de encontrar por dónde
salir.
–A ver, retrocedamos al principio -dijo Chamorro-. Vamos a
repasar en qué estamos de acuerdo. Ya hemos admitido que usted y
Neus Barutell se conocían, y que mantenían una relación sentimental
desde hacía unas tres semanas en la fecha de su muerte. ¿Me
equivoco?
–No.
–¿También me admitiría usted que se vieron varias veces en la
misma casa de Zaragoza donde apareció asesinada?
–También.
–¿Y que fue allí con ella el día de su
muerte?
–Tienen testigos, ¿no?
–¿Y que mantuvo relaciones sexuales con
ella?
–Para qué lo voy a negar. Eso no es ningún delito. Fue con su
consentimiento, como todas las demás veces.
Mi compañera lo escrutó fijamente, haciéndole sentir la
gravedad del momento. Vinuesa, he de consignarlo, aguantó el
tipo.
–Imagino que sabe usted que tenemos medios para fechar la
muerte de una persona, y no creo que se le oculte que los hemos
utilizado también en este caso. Apenas queda margen temporal, entre
la hora de su llegada y el momento en que acabaron con la vida de
Neus, para que el hecho no sucediera, digámoslo así, en su
presencia.
–Le juro que yo ya no estaba allí.
Chamorro puso esa cara de decepción que yo conocía
bien.
–Jurar es gratis. Lo puede hacer cualquiera. Así no me
convencerá.
–¿Y cómo la convenzo, entonces?
–A ver, voy a tratar de echarle un cable. ¿Me puede contar,
con el mayor detalle posible, qué pasó aquella tarde entre
ustedes?
El detenido se cogió la cabeza entre las manos, cerró los
ojos y después se los restregó con fuerza. Si había que juzgarlo
por la aparatosidad del gesto, se disponía de veras a hacer
memoria.
–Pues, veo que no tengo más remedio que renunciar a mi
intimidad para usted, señora agente. O señora número, ¿o cómo la
llamo?
–Hace muchos años que ya no somos números -replicó Chamorro-.
Ahora somos personas, como los demás. Y yo en particular soy cabo.
Pero llámeme como quiera. Mi nombre de pila es
Virginia.
–Podría llamarla Loba Verde, también
-dijo, con una sonrisa amarga-. La verdad es que me llevó usted al
huerto del todo. Supongo que debí de parecerle el tío más capullo
del mundo, mientras me liaba.
–No, por qué. Yo jugaba con ventaja. Pero iba a contarme
algo.
–Sí -asintió-. Mi última tarde con Neus. Bueno, lo habíamos
organizado para aprovecharla. Al día siguiente yo tenía que estar
muy temprano en Barcelona, y a ella vendría a verla su ayudante
para trabajar, también pronto. Así que preferí no pasar allí la
noche. No me molesta conducir, y a autopista vacía en dos horas me
recorría la distancia entre la casa y Barcelona. Entre las seis,
que fue cuando llegamos, y las once, que era mi hora de Cenicienta,
nos cabían unas copas, una cena y un par de polvos. Y eso fue lo
que tuvimos. La cena, sin muchas complicaciones. Bueno, si
registraron la casa ya encontrarían los restos, así que no tengo
que especificarles más. Las copas, no fueron muchas, porque yo
tenía que conducir luego. Y los polvos, ¿quieren
detalles?
–No -repuso Chamorro-. Ya alquilaremos algo del videoclub si
nos entra el apretón. Lo que sí me gustaría es que me dijera la
secuencia horaria precisa. Desde que llegaron, hasta que se marchó
usted.
–Llegamos a las seis, como le digo. De seis a siete y media o
así, copas y primer polvo. De siete y media a ocho y algo, ducha y
preparar la cena. De ocho y media a nueve y media, cena viendo las
noticias. De nueve y media a diez y media segundo polvo. Y luego me
duché otra vez, para conducir fresco, y me puse en ruta. No serían
más de las once y cuarto. Era la una y cuarto cuando estaba
entrando en mi casa.
–¿Alguien puede dar fe de eso último?
–Vivo solo. Si alguna vecina cotilla me vio, puede
ser.
Chamorro administró el silencio durante unos segundos. Quien
la viera, habría pensado que el relato de Vinuesa, y su manera de
decir las cosas, la dejaban del todo indiferente. Yo sabía que no
era así, por diversas razones. Tampoco a mí me resulta el colmo de
la elegancia que alguien se refiera con el término polvo al rato
compartido con una mujer que ha tenido la gentileza de separar las
rodillas para él. Creo que uno debe ser un poco más respetuoso con
aquellos que le regalan algo de sí mismos. Aunque tampoco juzgaba
con demasiada severidad a aquel muchacho. Pertenecía a una
generación que no había sido educada para andarse con excesivas
contemplaciones, ni a la hora de actuar ni de nombrar lo actuado.
Mi compañera habló al fin:
–Hay un asunto, por lo menos, que ha omitido
contarme.
–¿El qué?
–En la casa encontramos algo más que restos de copas y de
comida.
–¿No puede hablar más claramente?
–Cocaína.
–Ah, sí, nos metimos unos tiritos. Un par, sólo, tampoco
quería ponerme ciego por lo mismo, tenía que conducir. Pero mis
últimas noticias son que eso había dejado de ser delito. ¿Cambiaron
la ley?
–No. ¿Está usted enganchado? ¿Lo estaba
ella?
–Consumo de vez en cuando. Y en cuanto a ella, mi impresión
es que tampoco se metía mucho. No sé, depende de lo que considere
estar enganchado. Yo creo que controlo. Y que ella
controlaba.
Chamorro hizo algunas anotaciones en su bloc, sin prisa.
Vinuesa se había ido creciendo a lo largo del interrogatorio. Nadie
habría dicho que era el mismo que se nos había desmayado en el
primer encuentro. Yo seguía sin calarlo del todo. Y eso empezaba a
fastidiarme.
–Bien -resumió Chamorro-. Así que esto es lo que quiere usted
que nos traguemos. Es original lo de cenar viendo las noticias, eso
se lo reconozco. Lo demás, como argumento de la escena barata de
adulterio de esos culebrones de los que hablaba usted antes y en
los que parece que ha trabajado, me podría valer. ¿Sacó la idea de
ahí?
Vinuesa no se esperaba el ataque. Y le hizo daño. Se
revolvió:
–Oígame, cabo Virginia, o como sea que tenga que llamarla. Ya
sé que yo estoy jodido y que en esta habitación usted tiene la
sartén por el mango. Y ya sé que por el hecho de ser actor y
bailarín usted me considera un gilipollas integral. Pero fui a la
universidad y me saqué una licenciatura en Historia del Arte con
media de nueve. Que no me sirve ni para tomar por culo, pero sí
para no tolerarle que me trate como a un imbécil. Mi situación es
difícil, de acuerdo, pero lo que les he contado es la verdad, y
ustedes han de probar que yo maté a alguien para seguir teniéndome
encerrado, y si no, con todas sus sospechas y con todo lo mal que
les caiga, el juez me pondrá en la puta calle.
Chamorro sonrió con indulgencia.
–Ah, ahora lo veo. ¿En eso confía? Quizá le interese saber
que la juez que lleva este caso, porque es una mujer, ya ve usted
qué mala suerte ha tenido, está al tanto de todo lo que estamos
haciendo. Y como es usted una persona instruida, sabrá que tiene
una posibilidad legal de pedir ser llevado a su presencia en
cualquier momento. Se llama habeas corpus.
Si quiere le traemos el formulario para que lo
rellene.
Vinuesa no dijo nada. De pronto, se había puesto
carmesí.
–Vamos, ¿se lo traigo? – le insistió-. ¿O prefiere pensarse
mejor si lo que le conviene es seguir manteniendo ese cuento idiota
de los fantasmas que vinieron en medio de la noche a acuchillar a
Neus?
Aborrezco la violencia. No suele ser útil para casi nada, ni
siquiera para reducir a las alimañas, como piensan los guionistas
de casi todas las películas norteamericanas y una buena parte de
los pacíficos ciudadanos de los países democráticos y civilizados.
Si el homo sapiens ha podido imponerse a la
naturaleza no ha sido por su limitada capacidad de embestirla, sino
por su habilidad para domeñarla dando rodeos. Por otra parte,
intervenir era tanto como desautorizar a mi compañera. Pero me
pareció que debía tratar de apaciguar la
situación.
–Señor Vinuesa -dije, en tono sosegado-. No crea que no
comprendemos sus dificultades. No es fácil hacerse cargo de una
cosa así, y nosotros lo sabemos probablemente mejor que nadie. Sólo
le pediría que recapacite. A veces, en la vida, llega la hora de la
verdad, y es entonces cuando se pone a prueba lo que somos. A usted
le ha llegado el momento. Piense que no es cualquier cosa. Que
tiene que estar a la altura. Que tiene que ser inteligente y buscar
su propio beneficio, y que uno siempre puede hacer por empeorar o
mejorar su suerte. Por lo demás, se lo dijimos al principio, tiene
derecho a no hablar, pero no se haga ilusiones, no trate de
convencerse de que no llueve cuando le está cayendo una tromba
encima, porque esto no se va a parar así como así. Seguiremos
adelante, porque no estamos actuando al tuntún.
–Yo no lo hice -contestó, al borde del
llanto.
–Vamos a dejarlo aquí por ahora -concluí-. Volveremos a
vernos luego. Trate de aclarar sus ideas. Por su propio
bien.
Devolvimos al detenido al calabozo. Mi compañera estaba
visiblemente malhumorada. No había tenido el mejor estreno posible
como interrogadora, y su orgullo le pasaba ahora factura por
ello.
–No te hagas mala sangre, Vir -le dije-. No se puede ganar
siempre.
–Es que me revienta que se me ponga chulo ese mierda
-rezongó.
–Mal camino, compañera. Para interrogar a un sospechoso, ni
le puedes odiar, ni puedes subestimarle. A lo mejor ese mierda,
aunque se desmaye cuando se le ponen delante las pruebas que le
acusan y sea un gigoló presuntuoso, tiene
un aguante fuera de serie para sostener lo que quiere hacernos
creer. La gente a veces despista mucho.
–Pero nos está tomando por idiotas. ¿A qué aspira con
eso?
–No se da cuenta. No puede juzgar su actuación desde
fuera.
–¿Y qué vamos a hacer?
–Ahora mismo, ir a tomarnos un café. Tenemos mucho tiempo,
que podemos aprovechar para despejarnos, para pensar estrategias,
para ver si se nos ocurre cómo tratar de minar su ánimo. Él sólo
puede mirar las paredes del calabozo y sentir miedo de la cárcel.
Pero no te tortures más. Anda, vamos a darnos una tregua, y así
aprovecho para hacer una llamada que tengo pendiente. Me había
olvidado.
Estaba quedando mal con Riudavets. Casi le había colgado la
víspera y no le había llamado todavía. Pero él era del gremio,
sabía cómo iba el trabajo y no estaba ofendido. Me atendió con toda
amabilidad, y después de contarle yo nuestras novedades, me dio las
suyas:
–Altavella estuvo el lunes por la tarde y el martes por la
mañana en su casa de Gerona, en efecto. La urbanización no es muy
grande y los vecinos le tienen bien fichado. Pero en algo te
mintió. Hay alguien que le consta positivamente que podría
respaldar su coartada.
–¿Quién?
–La mujer con la que pasó la noche. Unos treinta años, rubia,
y bastante maciza, al parecer. No era la primera vez que la llevaba
allí.
Hay muchas razones para mentir. Pero a un investigador de
homicidios le cuesta creer que alguien lo hace por motivos
inocuos.
EL PUNTO FLACO
Pero en la vida, aunque no suceda con frecuencia, uno se
encuentra a veces personas providenciales, a las que puede
encomendarse en los momentos más aciagos o de mayor angustia sin
temor de verse defraudado. El rumano (a quien, dicho sea de paso,
el capitán Navarro, de Zaragoza, le había empujado entre tanto la
renovación de su permiso de residencia) cumplió con lo que de él se
esperaba. En honor a la verdad, Vinuesa le dio alguna facilidad,
porque, frente a la impasibilidad de los guardias que posaban junto
a él, no dejó de parpadear ni de morderse los labios durante todo
el tiempo. Pero me constaba que nuestro testigo, que había sido
precavido hasta allí, no habría dicho de no haberlo visto con
absoluta claridad lo que entonces dijo:
–El número tres. El perfil, la forma de moverse, la mirada.
Aquí sí que lo veo, no como en la foto. Ése es el hombre que iba
con ella.
–Pero ¿se lo parece o está completamente seguro? – preguntó
la funcionaria judicial que levantaba acta, una cincuentona muy
pintada, más bien antipática y flaca como un palo de escoba. Se la
veía diligente y resolutiva, de esas que no hacen las cosas de
cualquier modo.
–Estoy completamente seguro -repuso
Radoveanu.
–Muy bien. Pues espere un momento.
La funcionaria terminó de redactar el acta. Luego la imprimió
y se la dio a leer al testigo. Nos facilitó una copia también a
nosotros.
–Si está de acuerdo, la firma -le requirió.
Radoveanu leyó sin prisa. Inmigrante y todo, no se sentía tan
intimidado como para firmar sin más lo que le pusieran delante, ni
tampoco tenía vergüenza de hacernos esperar, a nosotros y a la
envarada funcionaria, para asegurarse de que el texto del acta se
ajustaba a lo que allí había acontecido. Era digno de tenerse en
cuenta, al menos para quien como yo había visto a tanta gente poner
su garabato sin leer ni entender, sólo por los nervios o el
apocamiento del instante.
–¿Me dejan un bolígrafo? – preguntó al fin.
Tenía una firma pinturera, Gheorghe Radoveanu. Una letra
airosa y con personalidad. Pensé que en un mundo mejor organizado,
a escala planetaria, serían muchos de los que le tendían las llaves
con desprecio los que le llenarían el depósito de gasolina a él.
Pero ya se sabe que la fortuna reparte las cartas como se le antoja
y que el mejor jugador del mundo sucumbe sin remedio a cualquier
lila que ligue cuatro ases. Nuestro testigo lo sabía de primera
mano, y parecía llevarlo bien, pero no renunciaba a afirmarse en
esos espacios particulares, como la firma, en los que el torpe
gerente de la tómbola no tenía jurisdicción.
Mientras Ponce y Gil se llevaban al detenido de vuelta al
chiquero, los demás nos quedamos charlando con el testigo. De todo
el equipo investigador, Chamorro era la que le estaba más
agradecida:
–Muchas gracias por su colaboración, Gheorghe. No se crea que
nos ayudan tanto, a veces, los que se supone que más deberían
hacerlo, ya que gozan de las ventajas de ser ciudadanos de este
país.
–No sé -dijo Radoveanu, con modestia-. A nadie le gusta verse
en líos de leyes y juzgados, claro, pero si te toca, qué le vas a
hacer. En lo poco que traté con esa mujer no me pareció mala
persona. Si puedo ayudar a resolver su muerte, creo que se lo
debo.
–Puede, no lo dude -aseveró mi compañera.
–Así que lo hizo él.
–Eso es lo que creemos.
–Parece poca cosa, como hombre -juzgó el rumano, sobre la
base de una experiencia que reconozco tuve que contenerme para no
indagar-. Claro que casi siempre son así los que atacan a las
mujeres.
–Estoy de acuerdo con usted -suscribió
Chamorro.
A mi compañera se la notaba demasiado enardecida y
beligerante. Había que hacer algo para aplacarla. Miré la hora. Si
Radoveanu y los guardias que lo habían traído emprendían viaje
hacia Zaragoza iban a llegar demasiado tarde para comer. Sobre la
marcha, propuse:
–¿Por qué no os quedáis a almorzar por aquí? Así no os
maltratamos ni a vosotros ni a este hombre más de lo
imprescindible.
–Pues yo le tomo la palabra, mi sargento -dijo uno de los
guardias.
–¿Le parece bien, o tiene prisa por volver? – pregunté al
rumano.
Gheorghe Radoveanu sonrió ampliamente, mostrando una hilera
de dientes muy blancos y dispuestos en perfecta
alineación.
–¿Prisa? Qué va. Me esperan la manguera y el jefe, ya ve
usted qué panorama. Y tengo hambre, para qué le voy a
engañar.
Lo llevamos a comer en la propia comandancia. Tenían un menú
del día típico de comedor colectivo, con los inevitables macarrones
boloñesa y el no menos inevitable pescado rebozado con patatas o
lechuga. A veces, sin embargo, a uno le apetece comer así. Nuestro
testigo se arrojó sobre los macarrones con ansia, y a mí no me hizo
mucha gracia que cuando andaba a mitad del plato sonara mi teléfono
móvil. Me contrarió más aún reconocer la voz de Ponce, porque eso
representaba un alto índice de probabilidades de tener que
abandonar la mesa. Y así fue, aunque lo que me cogió de improviso
fue el motivo concreto:
–Mi sargento, el muñeco dice que quiere hablar -me anunció
Ponce.
–Qué oportuno -mascullé-. Llévalo a la sala. Vamos en
seguida.
–¿Qué pasa? – preguntó el sargento Rubio.
–Los muros del castillo se resquebrajan, al
fin.
–¿Canta?
–Eso parece.
–La rueda de reconocimiento le ha jodido -opinó
Tena.
–No cantemos victoria -dije-. Vamos, Chamorro, hoy hacemos
dieta. Lo siento -me dirigí a Radoveanu-. Este trabajo es así. Si
no puedo verle antes de que se vayan, muchas gracias por su ayuda.
Y suerte.
–Igualmente, sargento -respondió-. Suerte.
–Gracias. Nunca sobra.
Llegamos ante la puerta de la sala de interrogatorios, que
vigilaban los guardias Gil y Ponce. Este último nos
informó:
–No sé con qué se va a descolgar, pero está cagadito
vivo.
–Por fin, coño -exclamó Chamorro.
–¿Qué te dije, Virgi? Que fueras paciente. Y ahora prométeme
que vas a estar calmada y que no vas a permitir que te descomponga.
Con esa condición, te dejo que sigas tú. Si no, tendré que ocuparme
yo.
Quizá tenía que habérselo dicho antes, a solas. Al verla
enrojecer, me arrepentí de hacerlo en presencia de
extraños.
–Estoy muy tranquila -dijo, mordiendo las
palabras.
–Pues vamos, adelante. – Abrí la puerta y le cedí el
paso.
En el interior de la sala de interrogatorios nos aguardaba un
Luis Fernando Vinuesa demudado y tembloroso. Podía ser el efecto de
la experiencia de la rueda de reconocimiento, como había sugerido
la guardia Tena. Es una situación en la que sólo he estado como
relleno, pero aun así tiene algo de humillante exponerse como mera
carne a la tasación de un espectador invisible. Si uno es el
protagonista, deben de afectar cien veces más los preparativos, el
momento en sí y, sobre todo, el regreso al encierro. Para
redondearlo, nos preocupamos de facilitarle a Vinuesa la
comunicación con el abogado de oficio al que habíamos hecho venir
esa misma mañana para darle asistencia letrada, y que ya le habría
informado del resultado de la identificación positiva por parte del
testigo. Todo esto, más las largas horas del calabozo (llevaba sólo
quince, le quedaban aún cincuenta y siete hasta llegar al máximo
legal), había ido erosionándolo inexorablemente. A fin de cuentas
era un novato, y carecía del entrenamiento que permite a un
delincuente consumado mirarte con cara de haba y sin soltar prenda
por más horas que lo tengas encerrado y por más tretas que uses
para hacerlo derrotar. A nuestro prisionero, por el contrario, se
le veía deseoso de aliviarse. Si acertábamos a aprovecharlo, la
confesión estaba servida.
–Buenas tardes -dijo Chamorro, después de sentarse-. Nos han
dicho que quiere usted contarnos algo. Le
escuchamos.
Vinuesa la miró, desencajado.
–No sé si quiero contárselo a usted.
Chamorro se volvió hacia mí. Tragándose la rabia, me
preguntó:
–¿Me voy?
Era un bonito dilema. Tenía que escoger entre ofenderla a
ella o arriesgarme a perder la confesión de él. Pero algo bueno
tiene hacerse viejo: sabes que hay pasos reversibles e
irreversibles, y que no hay que apresurarse a dar los segundos. Si
la echaba, eso ya no tenía vuelta atrás. Si le permitía quedarse y
el detenido reaccionaba demasiado mal, siempre podría
reconsiderarlo y vestirlo de gesto magnánimo.
–Lo siento, señor Vinuesa -dije-. Esto no es un restaurante a
la carta. Aquí no elige usted con quién habla y con quién no. La
cabo lleva este caso y tanto si le gusta como si no tendrá que
tratar con ella.
También era, por otra parte, una manera de probarle las
fuerzas.
–Joder, todo esto es una mierda -gimoteó.
–Se lo admito. Pero por nuestra parte, y le aseguro que eso
incluye a la cabo, no tenemos el menor deseo de hacerle sufrir.
Confíe en nosotros y haremos lo que podamos para ayudarle. Se lo
prometo.
–Y yo -se sumó Chamorro-. Disculpe si antes le presioné más
de la cuenta. Crea que me gustaría que pudiéramos
entendernos.
Vinuesa necesitaba a alguien en quien confiar. Quizá fue eso
lo que le hizo caer, o quizá lo ablandó que mi compañera hubiera
recuperado en sus últimas palabras el tono complaciente de
Loba Verde. Cuesta adivinar lo que pasa por
la cabeza de un hombre en semejante trance. El hecho es que en este
punto se desmoronó y rompió a llorar.
Chamorro me consultó con la mirada. Moví la mano abierta en
círculos y se lo señalé. Se acercó a él y le puso la mano en el
hombro. El otro, por lo menos, no dio en rechazarla. Con voz
cálida, ella le pidió:
–Vamos, Luis, cuéntanos eso que te está quemando
dentro.
Vinuesa se enjugó las lágrimas, tomó aire. Chamorro volvió
entonces a su asiento, sin dejar de ofrecerle su semblante más
compasivo.
–Quiero… -empezó, inseguro-. Quiero que intenten
comprenderme. Lo que les voy a contar… Yo sé que no está bien. Pero
no merezco pagarlo así. No soy tan canalla ni tan hijo de puta,
aunque sé que he cometido un error, y les juro que estoy dispuesto
a aceptar el castigo que me corresponda por ello. Pero no soy un
asesino, no puedo ir por ahí cargando con eso, ni mi familia tiene
que vivir con esa losa. No sería justo, si no lo hacen por mí, les
pido que piensen en ellos…
Mi compañera intentó confortarle:
–No tengas ninguna duda. Pensaremos en ellos, por
supuesto.
–Pues, lo primero de todo, sí, creo que tengo que admitir que
Neus está ahora muerta por mi culpa, y quisiera decirles, y que me
creyeran, que eso es algo que me va a aplastar toda la vida. Yo la
quería, y la quería mucho. Parecíamos muy diferentes, empezando por
la edad, y estoy seguro de que cualquiera que lo supiera habría
hecho el clásico chiste de la madura y el jovencito guaperas. Pero
nos compenetrábamos muy bien, en el fondo yo creo que éramos muy
iguales, y que ella me dejó ver a mí lo que no dejaba ver a nadie,
una personalidad maravillosa, limpia y atrevida que el peso de la
fama le impedía enseñar. Conmigo recuperaba la libertad que había
perdido, en su trabajo, en su vida pública, en su matrimonio, en su
círculo social… Lo nuestro era sexo, claro que sí, y mucho y bueno,
pero no sólo eso. Había una comunión que iba más allá, algo
espiritual, ¿me entienden?
–Sí, cómo no -dijo Chamorro, rotunda.
Yo no estaba tan seguro. Todavía no veía hacia dónde se
dirigía.
–Les cuento todo esto para que no crean que soy lo que les va
a parecer en cuanto les diga lo que hice. Tampoco se lo puedo
explicar. Creo que fue una mezcla de despecho y de… No sé,
estupidez. A lo mejor quise demostrarme a mí mismo que ella no me
importaba tanto como de verdad me importaba, porque después de todo
sólo podía aspirar a ser su amante secreto, porque nunca la podría
llevar del brazo por la calle a la vista de todo el mundo, ¿saben a
qué me refiero?
–Desde luego.
Me sorprendía la seguridad de Chamorro. Parecía que se había
tomado demasiado a pecho lo de ser amable. Prosiguió
Vinuesa:
–Lo que más me pesa es que esa gente, sean quienes sean, me
notaron la debilidad. Que supieron que yo era el punto flaco por el
que podían atacarla, y que no se equivocaron. – Aquí la voz se le
quebró-. Ella no se lo merecía. No sé por qué coño lo hicieron, por
qué coño les ayudé, pero lo que sí sé es que ella no se lo merecía,
joder.
–Cálmese. ¿De quién nos habla? ¿Quién más estaba
allí?
–No lo sé. No sé quiénes son. Ni quién la apuñaló, ni
siquiera quién era el que hablaba conmigo. Me dijo que se llamaba
Jaime, pero imagino que era un nombre inventado. Sólo tengo un
número de móvil, y el de la cabina desde la que me llamaba él. He
marcado ese número de móvil muchas veces, todos estos días, pero
está desconectado.
Mi compañera y yo nos contemplamos,
perplejos.
–Me tienen que creer. Yo la quería. Por eso fui al entierro,
y miren si estaba acojonado, que todo el rato me parecía que el
cementerio estaba lleno de policías que me buscaban y que conocían
mi cara, aunque nadie me hubiera visto nunca con Neus. Tenía que ir
a despedirme, tenía que ir a darle un beso a su lápida, pero la
pusieron ahí, tan alta…
Luis Fernando Vinuesa se deshizo en un llanto lleno de
hipidos y sorbos. Una posible lectura era que aquel hombre había
perdido por completo el juicio. Era, no lo oculto, la hipótesis a
la que me sentía más inclinado, ante aquella avalancha de
declaraciones incoherentes. Pero antes de interpretar nada
necesitábamos desenredar la madeja.
–A ver, vayamos poco a poco -dijo Chamorro, con la delicadeza
con que un adulto juicioso se dirige a un niño histérico-.
Empecemos por ese tal Jaime. ¿Puede decirnos dónde le
conoció?
–Me abordó él -respondió, tratando de serenarse-. Supongo que
andaba siguiendo a Neus, que un día nos vio juntos y que después me
siguió a mí. Me entró en un bar donde suelo ir a tomar copas.
Entabló conmigo una conversación casual y luego, de pronto, me
encontré con que me estaba hablando de Neus. Con que me proponía
ganar muchísimo dinero. Y con que me adelantaba tres mil euros,
para probarme que no era una broma. No sé para ustedes, pero para
mí eso es una pasta. Y me ofrecía diez veces más. Sé que no es
excusa, pero… Llevo una mala racha, haciendo trabajos inmundos y
sin cobrarlos. Seguro que ellos se enteraron de eso, antes de venir
a proponérmelo.
–¿A proponerle qué, exactamente?
–Que los tuviera al corriente de los días que fuera a verme
con Neus, y que les ayudara a tomar unas fotos
comprometedoras.
Chamorro puso cara incrédula. Le indiqué que le diera
carrete.
–¿Qué clase de fotos? – le preguntó.
–Fotos que dieran a entender que estábamos
juntos.
–Y usted lo aceptó.
–No en seguida. Pero el tipo me llamaba todos los días y me
decía que la oferta seguía en pie. Y yo, lo confieso, no paraba de
darle vueltas. Pensé que ella no tenía por qué saber que yo andaba
compinchado. Que unas fotos así me darían a conocer, y pondrían a
prueba lo que ella sentía por mí, si era algo más que un capricho.
Y de paso ganaba dinero, y fama, que no me venía nada mal. Así que
acabé aceptando su oferta. Me citó en una cafetería, en el centro,
y allí me dio seis mil euros más. Me dijo que quería unas fotos que
no dejaran lugar a dudas, y me preguntó si alguna vez nos íbamos a
algún lugar apartado. Entonces… -y aquí se interrumpió y enterró la
cara entre las manos.
–¿Entonces?
–Le hablé de la casa de Zaragoza.
–Entiendo. ¿Y?
–Y nada. Que le avisé de que iríamos allí el lunes. Él me
pidió que me ocupara de dejar alguna ventana y alguna puerta
abierta. Me dijo que ellos se las arreglarían para hacer las fotos
sin que Neus los descubriese. Y que esa misma noche me esperaría en
un área de servicio de la autopista para darme otros tres mil
euros. El resto lo tendría cuando se publicaran las fotos y ellos
hubieran cobrado de la revista.
–¿Y era verdad, le estaba esperando?
–Sí. Y en el sobre que me dio había tres mil euros. Apenas
cruzamos un par de palabras. Desde entonces, no he vuelto a saber
de él.
Respiré hondo. Tanto si era verdadera como si se la había
inventado en un alarde de imaginación, la historia tenía su miga.
Confié en que Chamorro sabría lo que tenía que hacer. No me
decepcionó:
–¿Puede describirme a ese hombre, con el máximo detalle
posible?
–Pues, sobre treinta y pocos años. Alrededor de uno ochenta.
Con un pendiente de aro en cada oreja, pelo largo y rizado, barba
de días… Nunca pude verle los ojos, siempre llevaba puestas gafas
de sol de espejo, incluso de noche. Complexión fuerte, manos
grandes…
–¿Cómo hablaba, le parecía de aquí, castellano,
extranjero?
–No, extranjero no, ni catalán tampoco.
Castellano.
–¿Recuerda qué coche llevaba?
–Sí, eso sí. Un Ford Mondeo, oscuro. Apostaría que azul
marino, pero no se lo puedo asegurar. Sólo lo vi aquella noche, en
la gasolinera.
–¿Se fijó en la matrícula?
–No, pero el coche no era muy viejo.
–¿Y esos números de teléfono?
–Están en la memoria de mi móvil. Y mi móvil ustedes sabrán
dónde lo tienen, ya que me lo quitaron cuando entré
aquí.
–Señor Vinuesa -rompí mi silencio-, creo que es consciente de
lo que se juega. Y quiero creer que también lo es de las
consecuencias, si descubrimos que en algo de lo que nos cuenta ha
faltado a la verdad.
–Sí, soy consciente.
–Sabiendo eso, ¿se ratifica en todo lo que acaba de
decir?
–Sí. Nos tendieron una trampa. A los dos. A ella le costó la
vida. Y a mí, supongo que calcularon que me costaría comerme el
marrón.
–Y no tiene usted más información que
darnos…
–Eso es todo lo que sé. Díganme que me creen
-suplicó.
–Es pronto. Pero investigaremos. De momento, a pesar de todo,
no nos queda más remedio que mantenerle detenido. No es porque no
le creamos, sino por precaución. Si se le ocurre algún otro dato
que pueda sernos de ayuda, avísenos. Vamos a hacer gestiones con lo
que tenemos. Y esté tranquilo, no echaremos nada en saco
roto.
Pedí a Ponce y a Gil que se lo llevaran otra vez a su celda y
me quedé a solas con Chamorro en la sala de interrogatorios.
Ninguno de los dos abrió la boca durante un buen rato. Finalmente
hablé yo:
–¿Hace un café de máquina?
–Vale.
Mientras removíamos con la paleta de plástico aquel ardiente
brebaje sintético, traduje a palabras la confusión de mis
pensamientos.
–Lo mismo es una majadería que se le ha ocurrido a él o un
cuento que le ha inspirado el abogado. A veces tienen estas cosas,
esos leguleyos, y les parece el súmmum de la inteligencia. Una
teoría estrambótica, un personaje misterioso, se revuelve el potaje
y échale un galgo. Como no ha aparecido el arma del crimen, se
admiten apuestas.
–En eso mismo pensaba yo. Por pensar algo.
–Pero también podría ser la oscura, desconcertante y
desagradable verdad. Que Luis Fernando sólo sea un pipiolín, el
cabeza de turco ideal que mete la pata hasta la ingle y se queda a
recibir el tiro. Y que nuestra Neus fuera víctima de un asesinato
de encargo maquiavélicamente urdido y ejecutado. Una fea
posibilidad, por cierto.
Chamorro asintió, circunspecta.
–Pues sí. Se busca inductor. Que tendrá coartada, seguro. Y
que ya se las habrá arreglado para dejar pocas trazas de su
conexión con el autor material. Sólo tendríamos a ese falso Jaime.
¿Y qué podemos hacer, con el número de una cabina telefónica, una
descripción física somera, un coche común sin matrícula y un móvil
que no coge ya nadie?
–Tú qué crees. Cortárnosla.
–Eso tú, si acaso. También podemos poner a Vinuesa a mirar
fotos.
–Sí. ¿Recortas tú en papel de plata la forma de las gafas de
sol de espejo para ponerla encima de los caretos y que se haga más
idea?
–Pues, tú dirás. Eres el jefe.
–Hay momentos en que eso es una putada. Se me ocurre ver
dónde está la cabina: si ese Jaime le llamaba regularmente desde
ella, puede significar algo. Y habrá que investigar el número de
móvil, claro. Con nuestra suerte, será de la operadora para la que
trabaja el señor López-Tuñón, y no donde está empleada esa amiga
tuya tan maja.
–Seamos optimistas, hombre.
Volvimos a la sala de operaciones, donde nos encontramos a
Rubio, Tena y los otros dos guardias de Zaragoza, arremolinados en
torno al equipo de escuchas telefónicas. El sargento me explicó por
qué:
–El móvil dormido. El que nos faltaba, de los tres con los
que habló Neus el último día. Se ha despertado de pronto. Está en
la zona de Hospitalet y le hemos interceptado una conversación, muy
corta.
–¿Sobre qué?
Rubio se encogió de hombros.
–Ni castaña. Idioma raro. Uno de los chavales dice que le
suena a rumano. Por eso hemos entretenido un poco a
Radoveanu.
–Ya sabes que es una irregularidad. Tendríamos que traer a un
intérprete, y no compartir la información con un
testigo.
–Ya, ya lo sé. Pero la diferencia entre una cosa y otra es
saberlo ya o mañana. Y yo creo que éste es buen chaval y no va a
contarlo.
Si uno cumpliera siempre los reglamentos, no sólo viviría una
vida mucho más aburrida, sino que perdería una buena parte de las
oportunidades que se presentan de resolver los problemas. Así que
me acerqué a Radoveanu y le propuse el trato. Si nos traducía
aquello, le daba cincuenta euros. Luego ya vería cómo los
justificaba. En último extremo, pensé, podía pedírselos prestados a
Vinuesa de los cuatrocientos que llevaba en la cartera. Con todos
los ingresos extra que afirmaba haber tenido en los últimos
tiempos, bien podía estirarse. El rumano consideró mi propuesta y
debió de advertir que no era muy ortodoxa. Pero le había caído
bien, o le convenía ganarse cincuenta euros.
–Con mucho gusto, sargento -dijo, trincando el
billete.
Le llevé junto al ordenador. Le pedí a Gil, que era el que
mejor lo controlaba, que fuera poniendo la conversación fragmento a
fragmento, cortando después de cada intervención para que Radoveanu
nos la fuera traduciendo y pudiéramos apuntar lo que nos
dijera.
–Alo?-iniciaba una voz
masculina.
–Dice que diga -tradujo Radoveanu.
–Stefan -entraba a continuación una
apurada voz femenina, la de quien llamaba desde el teléfono
intervenido.
–Dice Stefan, un nombre propio.
–Cine e?
–Él dice quién es.
–Sunt eu, Cãtã.
–Ella dice soy yo, Cata. Supongo que otro nombre, Cata, de
Catalina.
–De ce mã suni aici? Doar ti-am spus cã…
–Él dice por qué me llamas aquí, te dije que… Y se corta la
frase.
–Stefane, au venit sã mã ia, a înebunit
de tot, vorbeste cu el, te rog, cu…
–Ella dice Stefan vienen por mí, se ha vuelto loco, habla con
él, por favor, con… Pero no llega a decir con quién quiere que él
hable.
–Îmi pare rãu, n-am cum sã te ajut,
trebuia sã te gândesti
înainte.
–Él dice lo siento, yo no puedo ayudarte, haberlo pensado
antes.
–Stefane, Stefane…
–Ella dice Stefan, Stefan…
Y eso era todo. En ese punto Stefan colgaba y se acababa la
conversación. Miré la pantalla. El teléfono seguía inmovilizado en
Hospitalet. Trataba de pensar a toda prisa, pero de repente me
encontraba torpe y disperso. Todo se me había escapado de control,
y me costaba mucho asimilar que donde creía tener un asunto
resuelto volvía a estar todo manga por hombro. En esas situaciones,
lo mejor es ir paso a paso.
–¿Lo tienes todo apuntado? – le pregunté a
Chamorro.
–Sí, mi sargento.
–Muy bien, Gheorghe, muchas gracias y perdone por haberle
entretenido. Mis compañeros lo llevarán de vuelta a
casa.
–De nada. No sé quién es esa chica, pero me parece muy
asustada.
–Sin entender ni jota de rumano, a mí también. Buen
viaje.
Cuando se lo hubieron llevado, me encaré con el
equipo.
–A ver, hay que repartirse la tela, que nos sobra. Un tío, o
tía, tiene que estar pendiente de esa pantalla. Algún
voluntario.
–Gil -dijo Ponce-. Es el que mejor se conoce el
programa.
–Vale. A ver, tú, Chamorro. Ocúpate de recuperar esos dos
números de teléfono de la memoria del móvil de Vinuesa y me los
investigas. Si el móvil es de la compañía de tu amiga y puede
ayudarnos antes de recibir la orden judicial, te autorizo a
prometerle que nunca denunciarás su delito. Si no, llama al juzgado
y sal adelante como puedas.
–Entendido -dijo mi compañera.
–Rubio, tú y Tena, en un coche. Ponce, tú y yo, en
otro.
–¿Rumbo adónde? – preguntó Rubio.
–Adónde va a ser -repuse-. A L'Hospitalet. Tenemos que buscar
a una tía con pinta de rumana y de estar cagándose la pata abajo,
en un radio de cien metros del punto que señala el cacharro
ese.
–¿Y con eso tú crees que podremos pillarla?
–Puedo hacer una apuesta. Que será rubia teñida, tez
bronceada, relativamente alta, y con tetas tirando a
generosas.
–Joder, ¿se lo nota en la voz, mi sargento? – dijo Ponce,
fascinado.
–No, es que tengo poderes. Ya os lo explicaré.
Vamos.
Dejé a Ponce que condujera. Rubio y Tena partieron tras
nosotros. El tráfico empezaba a engordar, pero en dirección de
entrada a la ciudad no era demasiado denso. Cubrimos el trayecto en
unos veinte minutos. Cuando llegamos a la altura de L’Hospitalet,
Ponce me informó:
–Hay varias entradas, ahora necesito saber adónde
vamos.
Llamé a Gil.
–Dame posición exacta del teléfono.
–Se ha movido. Ahora está en…
–Espera, le pongo el teléfono en la oreja a Ponce.
Explícale.
Ponce le fue pidiendo detalles a Gil. Al cabo de medio
minuto, alzó el pulgar para darme a entender que lo tenía. Recobré
el teléfono.
–Gil, si se aparta de donde está ahora quiero novedades
inmediatas. Me llamas siempre a mí. Dejo la línea libre. ¿Lo tienes
claro?
–Transparente, mi sargento.
Ponce empezó a callejear por un barrio de bloques ajados y
calles más bien estrechas. Por eso, y por la vida que discurría a
borbotones por las aceras, bajo rostros de todos los colores y
expresiones, se veía que no estábamos precisamente en el mundo de
Neus Barutell. Toda una paradoja, que investigando su muerte
fuéramos a parar allí.
–Aquí es -dijo Ponce-. Esta plaza.
Un lugar lleno de gente. Niños jugando, viejos sentados en
los bancos, mujeres charlando en corros, adolescentes
fumando.
–Para aquí.
Me bajé y fui a hablar con Rubio y Tena, que habían parado
detrás.
–Aparcad donde podáis. Vamos a desplegarnos por la plaza para
buscarla. Si alguno da con algo, que me avise al
móvil.
Pocas cosas hay más ingratas que tratar de encontrar a una
persona entre la multitud: aun si uno la conoce bien y está seguro
de que podrá identificarla si se tropieza con ella. Barrimos aquel
espacio con los ojos abiertos de par en par, sin saber siquiera si
la mujer podía estar justo en la plaza o en alguna de las calles
aledañas, o si el pequeño desfase temporal con que recibíamos la
señal de su posición no le habría permitido ya alejarse a
doscientos o trescientos metros de allí. Mientras escrutaba aquella
masa de rostros, sonó mi teléfono móvil.
–Mi sargento, lo siento -dijo un mustio Gil.
–¿Qué? ¿Qué es lo que sientes?
–Lo ha apagado. Señal desvanecida.
–Dios, me cago en…
Avisé a los demás. Aún estuvimos dando vueltas por allí
durante media hora más, hasta que me convencí de que no servía de
nada. Era como buscar una aguja en un pajar. Ordené el
repliegue.
Volvimos a la comandancia con el rabo entre las piernas. Y en
cuanto a mí, de un humor de perros. Pensaba que no podría retrasar
mucho más el llamar a mis jefes y darles cuenta del embrollo
endiablado en que de pronto se me había transformado aquella
investigación. Pero la adversidad nunca resulta absoluta. Chamorro
me recibió con un gesto en el que leí que sus esfuerzos no habían
sido tan infructuosos como los nuestros. Aunque tampoco tenía nada
que pudiéramos considerar la solución a nuestros males. Me
explicó:
–Punto uno, el número supuestamente perteneciente a una
cabina telefónica. En efecto, así es. Situación de la cabina: Vía
Layetana.
–Coño, al lado del cuartel general de la pasma -dijo Ponce-.
Mira, eso es un detalle de sentido del humor, tratándose de un
malo.
–Sí -gruñí-. Me desternillo, tú.
–Punto dos. El número de móvil. De la compañía de mi amiga.
Un prepago activado hace dos semanas en la FNAC del Triangle por un
cliente sin identificar, que sólo ha tenido una recarga de quince
euros. La lista de llamadas la recibiremos esta noche o mañana. Le
he prometido sigilo total, dice que si la pillan le puede caer un
paquete.
–Dile que tranquila, que si alguien le toca un pelo, le pego
un tiro.
–Pues no sé si eso la va a tranquilizar
mucho.
Me sujeté la cabeza con ambas manos. Me
hervía.
–Tengo que llamar a Pereira. Y a la juez. Y no sé qué
decirles. Y ahí, en el calabozo, tenemos a un tío sobre el que hay
que resolver.
–Limpio no está -dijo Chamorro.
–No, pero te recuerdo que lo tenemos ahí por homicidio. Si
sólo se limitó a vender su intimidad puede ser muy reprobable, pero
no es asunto nuestro. Nuestro negocio se limita al maldito Código
Penal.
–¿Le das alguna credibilidad a su cuento?
–Dijo que el número era de una cabina y es de una cabina. Y
lo demás, de acuerdo, es delirante. Pero a lo mejor resulta
demasiado delirante como para que se lo haya inventado. No sé qué
pensar.
Rubio metió baza:
–Hay que enfriarse un poco, Vila. Ese tío está bien detenido.
No tiene ninguna coartada, apuntan a él un montón de indicios y el
testigo lo ha reconocido sin ningún género de dudas. Tuvo ocasión y
tenía móvil. Si resulta que termina siendo inocente, ya le
soltaremos y le pediremos perdón. Cualquiera nos comprenderá de
sobra. Podemos retenerle aún dos días. Investiguemos sin
amontonarnos todo lo demás.
Miré a mi compañero con gratitud.
–Sí, creo que tienes razón. Voy a contarles todo esto sincera
y fríamente a Pereira y a la juez. Rezo para que compartan tu
visión.
Afronté el trago sin más demora. Mi superior se mostró del
mismo criterio que el sargento Rubio. En cuanto a su señoría, pidió
algunas explicaciones más, pero también pareció hacerse
cargo.
–No se trata de batir ningún récord de velocidad, sargento
-me dijo, con calma-. Lo único que le pido es que en caso de que
surja algún indicio serio de que el detenido pueda ser inocente me
lo comunique en seguida para valorar si hay que ponerlo en
libertad, aunque sea bajo protección. Si su historia es cierta,
puede que corra algún peligro.
Después de eso, di permiso a los locales para volver a sus
casas y Rubio, Tena, Chamorro y yo nos fuimos a cenar. Pensé que
más que obcecarnos en caminos que por el momento teníamos cerrados
convenía descansar y pensar bien la estrategia para el día
siguiente.
Pero la capacidad de un policía para planificar su futuro es
siempre reducida. Antes de que termináramos la cena sonó mi
teléfono móvil. De entrada me costó ubicar a mi interlocutor. Era
Riudavets.
–Vila, siento molestarte, ya sé que no son horas. Estoy en
Gerona, delante de un cadáver. Es un poco largo de explicar. Pero
tengo buenas razones para creer que te va a interesar venir a
verlo.
DESPIERTA SI QUIERES
Era una mujer de veintitantos años, alrededor de 1,70, piel
artificialmente bronceada, cabello rubio teñido, pechos abundantes
y ahora vencidos hacia las costillas. Acaso había sido bella, pero
eso ya no iba a poder asegurarlo, porque la primera vez que la
había visto, que no era por cierto aquella noche, tenía el rostro
difuminado por un trucaje digital, y allí, donde la veía por
segunda y última vez, lo que le borraba las facciones era la acción
conjunta de un buen número de golpes, infligidos por alguien de
puño recio, y los tres plomazos de grueso calibre que le habían
metido en la frente y en ambos pómulos.
–Te explico por qué te he llamado -dijo Riudavets, mientras
volvía a cubrir el cadáver y le indicaba al empleado que lo
guardara.
–Todavía no sé cómo has llegado a deducir que tenías que
hacerlo, pero sin que me lo digas ya sé que no ha sido porque sí
-dije.
–¿La conoces? – preguntó el mosso.
–No personalmente. Pero sí en pantalla. De un tiempo a esta
parte, a todas las muertas que me encuentro las he visto antes en
pantalla.
Riudavets me observó con aire caviloso. Y mis compañeros, a
quienes no les había confiado aún todas las hipótesis que mi
cerebro barajaba en las últimas horas, no estaban menos
intrigados.
–El reportaje de Neus -les dije-. Me lo tragué el sábado, por
matar el rato. Si no me equivoco, esta mujer es una de las
prostitutas que daban su testimonio. La rumana que hablaba de las
redes que traen a sus compatriotas desde su país para explotarlas
aquí. De cuello para arriba la imagen salía distorsionada, pero el
busto era muy similar, y también tenía la piel morena, y el cabello
teñido con ese tono de rubio.
–Rumana es -confirmó Riudavets-. Catalina Iliescu, casi con
toda probabilidad. No llevaba documentación encima, y como ves se
han preocupado de perjudicarle la fisonomía para que nos cueste
identificarla por otro medio. Pero cometieron un error, o no
contaron con que la gente tiene sus rarezas. Aunque parece que se
molestaron en vaciarle los bolsillos, no se pararon a mirar en la
copa del sostén, donde se había escondido el resguardo de un envío
de dinero a Rumania hecho bajo ese nombre. Más que sustancioso, mil
quinientos euros. Por qué se lo guardó ahí, no me preguntes. A lo
mejor era importante para ella, o le resultó más expeditivo
metérselo en el escote que abrir el bolso. Hemos recuperado las
huellas que una Catalina Iliescu puso en su día para la tarjeta de
residencia, y ahora me están haciendo el cotejo dactiloscópico con
las del cadáver. Pero a primera vista coinciden.
–¿Y cómo la vinculasteis con el caso Barutell? – preguntó
Chamorro.
–Nos llevó un par de pasos, no más -dijo Riudavets-. Por el
aspecto, la nacionalidad, etcétera, en seguida pensamos en una
prostituta y en algún ajuste de cuentas relacionado con su
actividad. Así que descolgué el teléfono y llamé a nuestro
especialista en la materia. El mismo al que le envié los papeles
que nos dejasteis sobre el reportaje. Cuando le di el nombre
Catalina Iliescu, me dijo que no sólo le sonaba, sino que lo había
subrayado hacía apenas media hora: en esos papeles, y más en
concreto en las anotaciones de trabajo de Neus Barutell. Me leyó la
anotación en cuestión: Conectar con Cata
Iliescu y convencerla de presentar amigas, posible secuencia varias
de ellas charlando sobre sus experiencias. Bueno, más o menos,
y traducido sobre la marcha. Comprenderás -se dirigió a mí- que
después de oír eso habría debido tener todas las neuronas de
vacaciones para no coger el teléfono y llamarte.
–Lo comprendo, y sé que no es el caso. ¿Dónde
estaba?
–Tirada en un descampado, en las afueras. La encontró una de
nuestras patrullas de seguridad ciudadana que fue a investigar un
aviso. Un vecino llamó diciendo que creía haber oído
disparos.
–¿Y su último domicilio conocido, según la tarjeta de
residencia?
–L'Hospitalet de Llobregat.
–Sí que empiezan a ser demasiadas coincidencias -opinó
Rubio.
–¿Por qué? – preguntó Riudavets.
Consideré que debía contarle sin más retraso lo que le
faltaba:
–Esta tarde hemos estado intentando localizar a la usuaria de
un teléfono móvil con el que se comunicó Neus Barutell el día de su
muerte. Le hemos interceptado una conversación en rumano, en la que
la mujer que hablaba se identificaba como Cata. Estaba por la zona
de Hospitalet, pero cuando hemos llegado allí y hemos querido ir a
engancharla, el teléfono se ha quedado muerto. O lo apagó, o se lo
apagaron.
–Visto lo visto, me inclino por lo segundo -apostó el
mosso.
–Esto quiere decir -resumí- que cada uno tenemos una muerta,
que las dos están relacionadas y que nos necesitamos
mutuamente.
–Y que lo digas. Déjame hacerte dos preguntas que entenderás
que no puedo aguantarme: ¿tenéis el listado de llamadas de esa Cata
en los últimos días? ¿Ha vuelto a utilizar alguien su
teléfono?
Miré a mis compañeros. Luego le respondí a
Riudavets:
–A lo segundo, negativo. A lo primero, si me guardas el
secreto, te diré que tenemos algo que quizá te va a valer más. El
último número al que llamó la chica, el nombre de quien se lo
cogió, la conversación completa y la traducción de lo que hablaron.
Ella parecía muy asustada, y el otro, un tal Stefan, se desentendió
de todo y acabó colgando. Cata hablaba de alguien que iba por ella
y le pedía ayuda. Él le dijo que no podía hacer nada y que se lo
hubiera pensado mejor.
Riudavets meditó sobre lo que acababa de
contarle.
–Da gusto juntar las fuerzas -declaró, con una euforia apenas
reprimida-. Que yo recuerde, nunca había avanzado tanto en dos
horas de investigación. Si tenéis la bondad de darme el número de
teléfono de ese Stefan, me voy zumbando al juzgado de guardia para
que me autoricen a intervenirlo y tenerlo controlado lo antes
posible.
No le dije en seguida que sí. También yo tenía mis
prioridades.
–Te lo daremos, pero con una condición.
–¿Cuál?
–Que podamos avanzar a la vez. Tú te beneficias de la
información que yo tengo y yo de la que tú saques. Lo que te
propongo es, uno, que compartamos en tiempo real lo que la
intervención de ese teléfono vaya produciendo. Y dos, que, cuando
estemos en disposición de echarle el guante a ese Stefan, lo
hagamos de forma conjunta. No me importa que formalmente lo
detengas tú. Pero quiero tener acceso franco a él para preguntarle
lo que necesite en relación con Neus.
Riudavets tampoco se apresuró a darme lo que le
pedía.
–Es algo irregular y contrario a nuestros procedimientos
-juzgó-. Pero al mismo tiempo es justo. Y aquí contamos con una
ventaja.
–¿Sí?
–Lo que yo tengo es el asesinato de una puta extranjera. Es
decir, algo que básicamente no le importa a nadie y que desde luego
no me va a obligar a trabajar con el aliento de mis jefes en el
cogote. Mientras lo hagamos con discreción, no ha de haber ningún
problema.
–¿Tenemos entonces un trato?
–Lo tenemos.
Le tendí la mano. Me la estrechó con fuerza.
–A ver, Chamorro, dale el número -dije.
Mi compañera rebuscó entre sus notas y encontró el número de
teléfono de Stefan. Lo escribió en una hoja de bloc que luego
arrancó y entregó a Riudavets. Mientras plegaba el papel, el mosso
observó:
–Estamos también de suerte con el juez al que le toca hoy
guardia. Es de esos que no tienen horas y no consienten que nadie
les dé largas. A veces es una faena, como cuando te has tirado un
par de noches sin dormir y le entregas al sospechoso deseando irte
a la cama y te pide informes o diligencias complementarias urgentes
sin importarle que estés hecho polvo. Pero para esto nos va a venir
bien. Dándosenos un poco bien, mañana mismo tenemos pinchado este
canuto.
–Eso es ahora cosa vuestra. Nosotros nos encargamos del
teléfono de Catalina. Y mañana te remitimos el listado de sus
llamadas.
–Perfecto. Me voy al juzgado. Intentad dormir
algo.
–Y tú -le recomendé.
Dormimos, pero no mucho. Al final serían cerca de las tres
cuando nos metimos en la cama, y a las siete menos cuarto ya tenía
los ojos abiertos. No me entretuve entre las sábanas, aunque habría
podido quedarme un poco más. Me afeité, me aseé, me vestí y me fui
a tomar el desayuno. Siempre tonifica madrugar y mirar el mundo
cuando todavía no se ha puesto en funcionamiento. En el recinto de
la comandancia no se veía más bicho viviente que los que habían
estado de servicio durante la noche. Hacia las siete y media, con
el café humeante bajo la nariz, vi venir a Chamorro y a Tena.
Tampoco ellas habían podido quedarse a remolonear en la cama. A las
ocho menos cuarto se nos sumó el sargento Rubio, completando la
nómina de los forasteros. Sin esperar a Ponce y a Gil, que solían
llegar sobre las ocho, nos pusimos a planificar la jornada. Había
mucho juego que repartir.
–Alguien tiene que estar con los mossos, en cuanto tengan
pinchado el teléfono de Stefan -dije-. No es que no me fíe de
ellos, creo que Riudavets es un tipo legal. Pero me siento más
tranquilo si alguno de nosotros, bien empapado de todos los
detalles de nuestro caso, está encima para procesar la información
según la vayan obteniendo.
–Si quieres, lo hacemos nosotros -dijo
Rubio.
Celebré que se anticipara a mi elección. Siempre es más
agradable aceptarle a un voluntario el ofrecimiento que dar una
orden.
–Muy bien, adjudicado. Te paso el móvil de Riudavets y a una
hora prudencial, las nueve o así, le pegas un toque. Alguien tiene
que estar pendiente de los listados de llamadas que nos faltan.
Como la fuente es amiga tuya, Chamorro, me temo que te toca. Y ya
que te quedas aquí, aprovecha para darle una vuelta al amigo
Vinuesa. Que no sienta que le desatendemos, por una parte, y de
paso procura también averiguar si no tiene alguna otra información
que pueda sernos útil.
–Entendido -dijo Chamorro.
–Mientras tanto, yo iré a hacerle una visita a
Altavella.
–¿Y eso?
–Hay un par de cosas que no quiero dejar de amarrar
-expliqué-. Desde hace unos días los acontecimientos nos han
superado un poco y nos han ido quedando flecos por ahí. Tengo que
preguntarle algo al viudo, ya sabes a qué me refiero, y por otra
parte esta mañana me he acordado con cierto desasosiego de que no
hemos mirado los papeles que pudiera tener Neus en su domicilio.
Nos cegamos con el contenido de los ordenadores o, por decirlo de
una manera más benévola con nosotros mismos, nos dieron mucha y muy
buena información, y eso nos ha hecho menospreciar lo que pueda
haber en otra parte.
–¿Qué crees que puedes encontrar en su casa?
–No lo sé. Por eso mismo hay que
investigarlo.
–Veo que no les asignas nada a Pin y Pon -anotó Chamorro,
cruzando una mirada maliciosa con la guardia Tena.
–Sí. Te los dejo como ayudantes. Por si hay que hacer alguna
gestión, para que te echen una mano con las comprobaciones de
números de teléfono y también para que te hagan de gorilas con
Vinuesa.
–Qué suerte tengo. Menos mal que para gorilas
sirven.
–No seas tan dura. Sirven para algo más,
mujer.
–Psé.
–Hablando de los reyes de Roma -avisó Tena.
Gil y Ponce se sentaron a tomar un café rápido, el tiempo que
me llevó informarles de lo que ya había hablado con los otros. A
las ocho y cuarto nos levantamos y cada uno asumió su
cometido.
El mío consistió en coger el coche y meterme en el atasco de
entrada a Barcelona. Durante diez o quince minutos estuve
escuchando las noticias del día, o mejor dicho esa mezcla de
acontecimientos reales y ficciones rutinariamente elaboradas (desde
los cruces de declaraciones de los líderes políticos hasta los
resultados deportivos) que nos resignamos a aceptar que constituyen
las noticias del día. Luego me aburrí y decidí escuchar algo de
música. Apreté el botón del reproductor de discos compactos y entró
una pista del cede de Raimon:
Tots els colors de la terra i
de
l'aigua que son suaus en aquesta hora
incerta,
i aquests ocells que van de branca en
branca
i el sol ixent i la llum que em
desperta
van parlant-me de
tu,
Cuando uno va solo en el coche, y cuando uno tiene un camino
a las espaldas, resulta arriesgado escuchar canciones tras las que
alienta la voz de un poeta, o lo que es lo mismo, alguien que sabe
dotarlas de significado y hondura. Lo confirmé unos versos más
adelante:
Si vols futur t'ompliré
d'esperances:
La canción era hermosa, pero no era el día ni el momento de
permitirse melancolías, así que busqué la frecuencia de alguna
radiofórmula. Por suerte, tropecé en seguida con una de esas piezas
de vacío rimadas en inglés rudimentario con acompañamiento de
sonidos sintéticos que sirven para alejar el alma de cualquier cosa
que le incumba. Con ella de fondo pude volver a pensar sin estorbos
en las tareas concretas que me traía entre manos. Y en seguida se
me ocurrió una idea pertinente: aunque Altavella fuera un hombre
madrugador, no estaba de más llamarle para advertirle antes de
presentarme en su morada.
Marqué su número de teléfono móvil. Sonó varias veces antes
de que lo cogiera. Llegué a temer que no lo tuviera encima. Pero
tras el octavo o noveno tono oí un chasquido y su voz
cortante:
–Sí.
–Buenos días, soy el sargento Vila. ¿Le interrumpo
algo?
–La lectura de una revista infecta. Se lo
agradezco.
–Ah, vaya.
–Basura sobre Neus. O lo que es peor: gilipolleces mal
escritas por ignorantes que se dicen periodistas sin saber siquiera
gramática.
–Son los tiempos. Todo vale.
–Ya. Lástima que no valga que yo vaya y le descerraje un tiro
en el coño a esta Verónica S. F. que digamos firma lo que acabo de
leer.
–No le dé tanta importancia. Ya se puede imaginar que será
alguna becaria, tratando de buscarse un lugar bajo el
sol.
–Que aprenda a buscárselo sin dar por culo, como la gente
honrada. En fin, perdone el desahogo, es que me coge
caliente.
–Pues yo me proponía molestarle un poco más, lo
lamento.
–Dígame usted, sin miedo, que Verónica le ha puesto el listón
muy alto. Como no venga a hacerme beber aceite de
ricino…
–No, eso ya no lo usamos -bromeé-. Se trata de algo mucho más
llevadero. Tengo pendiente ir a mirar los papeles de su
esposa.
–Sí, recuerdo. Cuando usted quiera. Ahí sigue todo. Como lo
dejó.
–¿Le va bien dentro de media hora o tres
cuartos?
–Cuando quiera, le digo. Aquí estoy.
–Nos vemos ahora, entonces. Muchas gracias.
–No hay de qué. Estoy deseando que terminen ustedes, para ver
si esta pandilla vomita toda su mierda y cambia de
pasatiempo.
Mi cálculo pecó de optimista. Tardé cincuenta y cinco minutos
en llegar ante la puerta de Altavella y apretar el timbre. Me
abrió, como la otra vez, la suave y eficaz Palmira, que recordaba
mi apellido:
–Buenos días, señor Bevilacqua, ¿cómo está usted? El señor
Altavella le espera en su despacho. Si es tan amable de
seguirme…
Quién con un alma podía negarle nada a Palmira. La seguí como
un cordero, pensando en todos los idiotas desabridos que habitan el
mundo, a quienes el ruido de sus propios ladridos impide escuchar
la dulce música que más y mejor espolea los corazones
humanos.
–Hola -dijo Altavella en cuanto me vio, levantándose de la
silla-. Me va a disculpar que lo lleve al despacho de Neus y lo
deje solo. Acaba de llamarme mi editor francés para pedirme que le
mande con urgencia unas correcciones a la traducción de mi último
libro. No sé por qué sigo ocupándome de estas cosas, a mi edad ya
debería dejar todo al albur de la Providencia. Pero cogí la manía
de controlar las traducciones a los idiomas que entiendo y ahora
estoy atrapado en mi propia trampa, porque cuando te pones a
revisar siempre encuentras algún error. Ya ve, sargento, la tonta
vanidad, que acaba saliendo cara.
No supe qué decir. No me debía explicaciones. Y prefería
estar solo.
Me guió hasta una habitación situada al otro extremo del
corredor. Era más pequeña que su despacho, pero también resultaba
espaciosa. No menos de veinte metros cuadrados, estimé, tomando
como referencia el parco salón-comedor-vestíbulo de mi apartamento.
Estaba llena de libros, con las tres paredes sin ventana forradas
de estanterías. La mesa en la que supuse que trabajaba Neus era,
como la de la productora, de diseño bastante espartano. Y como
aquella otra, se veía también muy despejada. Los papeles se
amontonaban sobre una mesa auxiliar. La difunta gustaba de tener
espacio libre allí donde producía.
–Todo está a su disposición -me ofreció Altavella-. Y llévese
lo que le parezca. Sólo le pido que me diga lo que coge, salvo que
sea algo que me incrimine a mí, que eso ya supongo que no podrá
contármelo.
Me quedé parado. Pero al verle sonreír comprendí que era un
chiste. Gabriel Altavella conservaba su particular sentido del
humor.
–Descuide -dije.
–Bueno, luego le veo. Voy a pasar al e-mail mis pegas, para
que los franceses sigan creyendo que soy un ególatra fastidioso. No
se apure, les he sacado unas cuantas, así que tardaré un buen
rato.
Aunque en un principio no me había otorgado mucho más de un
par de horas para aquel trámite, he de admitir que no me vino mal
disponer de tiempo y soledad para revolver el despacho de Neus
Barutell. En las pilas de papeles había de todo: infinidad de
publicaciones y una copiosísima correspondencia. Tenía un montón
específico donde sólo se apilaban invitaciones para acudir a los
lugares y actividades más dispares. Tan pronto le proponían
presentar o asistir a fiestas benéficas, en favor de toda clase de
causas, como le solicitaban que fuera a dar pregones en medio
centenar de municipios dispersos por la geografía nacional. También
había cartas de admiradores, de detractores, de chiflados que le
exponían su historia para que la tratara en su programa, de presos
que le contaban cómo habían sido encarcelados sin motivo,
denunciaban a los supuestos responsables del montaje que les había
arruinado la vida (a menudo, los propios jueces) y le pedían a Neus
que desenmascarara a los malvados y los ayudara a ellos, pobres
víctimas de la injusticia, a recobrar la libertad. De éstas había
no menos de veinte, y lo que me estremeció fue pensar que por pura
probabilidad estadística alguno de los casos sería verídico. Traté
de ponerme en el pellejo de Neus, el colector único al que iba a
parar aquel flujo torrencial, y que debía vivir día a día
sintiéndose el rompeolas de tanta fantasía, tanta angustia o tanta
ambición ajenas. Me pareció que esto la hacía acreedora a algo más
de compasión que de envidia, y no dejé de valorar como merecía que
conservara todas las cartas, aunque materialmente no fuera capaz de
atenderlas, en vez de tirarlas sin más.
No podría dar ahora cuenta precisa de todo lo que leí y
hojeé, con una sensación de desbordamiento y a ratos hasta de
ahogo. Me pareció un destino abrumador, el de Neus: por concentrar
no sólo la atención y la admiración o la animadversión de tantos
millones de personas, sino por sufrir además el asedio febril de
cientos o miles, el cariño real o fingido, generoso o utilitario,
que inspiraba todas aquellas misivas con casi infinita diversidad
de caligrafías, tipografías y logotipos, pero invariablemente
portadoras de algún ávido requerimiento.
Entre aquel marasmo, aunque no puedo descartar que hubiera
otras muchas cosas que hubieran debido hacerlo, encontré cuatro
objetos que llamaron mi atención, por motivos diferentes. Dos
libros, un bloc y un papel que guardaba en uno de los dos
volúmenes. Primero di con el bloc. Era uno de esos que venden en
las tiendas de los museos, con la reproducción de alguna famosa
obra de arte en las tapas y un papel de calidad superior a la
habitual. No era muy grande y se hallaba en un cajón de su mesa. El
cuadro que aparecía en la tapa, incluso un ignaro guardia civil
como yo podía identificarlo, era Nighthawks, de Hopper, esa conocidísima imagen de
varios solitarios en la barra de un bar que hace esquina, en la
desierta noche de una indeterminada ciudad norteamericana. Sólo
había escrito unas líneas en la primera página, sin indicar fecha
alguna. Era un texto que iba a darme que pensar:
Miedo, por qué iba a tener miedo. Quiero decir, miedo de eso
en particular. Sí tengo miedo de todo: de mí misma, de cualquiera
que me mire… De que todo sea un error, de que todo haya estado mal
desde el principio, y de que cuando creía que estaba mejor, fuera
en realidad cuando peor estaba, cuando daba los pasos que me
llevaban al desastre. Me da miedo lo que quiero, lo que quieren los
otros. Me da miedo que todo sea tan injusto… Pienso en L., pero
también en los demás (en Alty, al que más admiraré siempre, con
todo, y en los que se llevó el tiempo). Ellos nos gustan, a
nosotras… Pero creo que nosotras no les gustamos, en realidad. Sólo
juegan a que les gustamos. Eso sí que da miedo, porque significa
que estamos solas, y que ellos están solos también… Vamos,
despierta si quieres, R.K. Alicia está lista.
Me pareció casi estremecedor, acceder de aquella manera tan
diáfana, tan directa, a la intimidad de mi muerta. Ni en su diario
en clave, ni en los mensajes que cruzaba con Vinuesa, la había
visto tan desnuda. Y me pregunté por qué habría escrito aquello en
castellano, si ella solía hablar en catalán. Por qué, para sus
anotaciones íntimas, escapaba sistemáticamente de su lengua
materna. Acaso fuera algo más que pudor o afán de esconderse en
esas palabras adquiridas. Caí en la cuenta de que Neus era de una
generación que había recibido su formación escolar en castellano,
que en esa lengua había hecho el grueso de sus lecturas, y que en
ella podía tener más facilidad para expresar ciertos matices por
escrito. De todos modos, mis restantes hallazgos me alejaron en
seguida de estas preocupaciones filológicas. Lo siguiente que
descubrí fue el mismo libro de Joan Margarit que yo había comprado
días atrás. Lo cogí por esa coincidencia, y vi que tenía marcada
una página con un ticket de aparcamiento de hacía un par de meses.
Leí:
Darrere les paraules només et tinc a
tu.
Trist el qui mai no ha
perdut
per amor una casa.
Trist el qui mor envoltat de respecte i
prestigi.
Jo em cree el que passa en la
nit
El poema se llamaba Dona de
primavera. Y junto con la anotación del bloc, contribuía sin
duda a construir una interpretación sobre el momento vital de Neus
en sus últimos tiempos. Pero aún iba a encontrar pistas adicionales
en el otro libro. Estaba en lo alto de una pila de volúmenes que
descansaba sobre la mesa auxiliar. Me llamó la atención el título,
Locura, y el nombre del autor, Patrick
McGrath, para mí entonces desconocido. Miré en la solapa el resumen
del argumento. Era la historia de la mujer de un psiquiatra que se
enamora de uno de los pacientes de su marido, un escultor recluido
por el asesinato de su esposa que le proporcionará a la
protagonista toda la pasión y la excitación que el austero
escrutador de mentes nunca ha sabido darle. Según afirmaba el
editor, la novela indagaba en la relación entre la locura y el amor
obsesivo. Si el argumento suscitó mi interés, mucho más me iba a
impresionar lo que al abrirlo encontré dentro. Era una cuartilla
doblada donde alguien había compuesto con letras de imprenta este
mensaje:
sI TE cReeS aLgo estas eKivOcADa. nO sigAS y No tEndReMos K
dEmoStrArte k no TienEs nAda y no erEs naDA cUAndo tE PoNen vAjo
TieRra, lisTA dE MiERdA. uLTimo aBiSo
Literal, faltas de ortografía incluidas. Los caracteres
habían sido recortados de titulares de periódico. En cuanto vi el
formato, tuve cuidado de coger el papel por los bordes. Pero un
examen a la luz de la ventana no me reveló restos de huellas en las
letras. Quienes lo hubieran hecho eran tan profesionales como para
no dejarlas. Y debían de haberse cerciorado por otro medio de que
Neus entendía qué era aquello con lo que no tenía que seguir, ya
que ahí no lo decían.
Fue en el momento en que trataba de asimilar aquel mensaje y
sus consecuencias para mi investigación cuando unos nudillos
golpearon en la puerta abierta. Me volví como quien se ve cogido en
falta.
–¿Se puede? – preguntó Altavella.
–Claro, cómo no. Es su casa.
–Bueno, sometida a la investigación de la
justicia.
–No somos policías norteamericanos -aclaré-. No vamos a
andarnos con aspavientos peliculeros ni a poner cintas con la
leyenda crime scene do not enter donde no
tiene ningún sentido ponerlas.
–Es todo un detalle. ¿Algún hallazgo? Ah -dijo, reparando en
el libro-, veo que se ha interesado usted por el amigo McGrath. Se
lo recomiendo: un buen novelista, que se curra las historias y los
personajes en lugar de hacer castillitos de epítetos, como se
estila entre nosotros. Sencillo, potente y al grano. Y con
profundidad de la buena, ojo. Deberíamos aprender de los
anglosajones, por aquí. Vea si no la lección que dejó Beckett antes
de morirse, Stirrings Still. ¿Lo ha
leído?
Me costó seguirle. Por un lado, mi mente estaba en otra
parte, y por otro, no era fácil acompasarse a sus caprichosas
digresiones.
–Pues no, la verdad.
–Un libro admirable, en mi modesta opinión. Habla de un viejo
que se muere y que se da cuenta de cómo le abandona todo. Es muy
corto. No le sobra ni una sola palabra. Retórica cero.
Naturalmente. La retórica es el oficio de quienes no tienen nada
esencial de lo que ocuparse. Pero un tío que siente que se muere…
Esencia pura.
–Ya veo. Creo que aguardaré a estar más relajado para
leerlo.
–Sí, quizá sea mejor… Perdone, no le di tiempo a responderme.
¿Ha encontrado algo que le sirva? ¿Cómo llevan la
investigación?
Sopesé si era el momento de participarle lo que sabía y lo
que sospechaba. Me pareció que no, que ni siquiera debía decirle
que habíamos localizado y detenido al acompañante de su mujer,
información que hasta aquel momento habíamos logrado que no
trascendiera a los medios, gracias a la discreción de su señoría,
la prudencia de Pereira y el insólito respeto del secreto del
sumario por parte del abogado de oficio, un chaval bastante joven
que aún andaba reponiéndose del susto. Para incentivar su silencio,
la juez le había dado la víspera esperanzas de ordenar la libertad
de su cliente, siempre que nos dejara trabajar un par de días en
verificar su historia sin ruido de fondo.
–Pues, si le soy sincero -expliqué a Altavella, escogiendo
bien las palabras para no mentirle pero tampoco revelarle más de lo
debido-, aunque mi sensación es que vamos avanzando y que tenemos
un par de líneas que pueden darnos resultados, resulta prematuro
afirmar nada por el momento. Ya querría poder contarle otra cosa.
Sobre la inspección de esta mañana, la verdad es que tampoco he
dado con nada que arroje mucha luz sobre el caso. Si no le importa,
me llevo este bloc y el libro de McGrath. Parece que Neus lo estaba
leyendo y he visto algunos pasajes subrayados que me gustaría
analizar con más detalle. Este otro libro se lo dejo, ya he leído
lo que tenía señalado.
–A ver -me pidió que se lo mostrara-. Ah, Margarit. Un poeta
estimable. Qué se apuesta que le adivino lo que tenía marcado
Neus.
–Prefiero no apostar, cuando veo tan seguro al de
enfrente.
–Trist el qui mor envoltat de respecte i
prestigi -recitó.
–Pues sí, acertó usted.
–Hemos comentado más de una vez ese poema, Neus y yo. Cada
uno a su manera y por su lado, le encontrábamos mucho sentido.
¿Sabe usted, sargento? La gente se hace a pensar que las personas
que ve en el escenario, o en lo alto del tabladillo de marionetas,
como prefiera llamarlo, son diferentes, que tienen un aura o algo
así. Por eso les atrae morbosamente averiguarles las miserias.
Descubrir que somos mezquinos, que enfermamos, que padecemos
desamor, indefensión, zozobras múltiples. Alguna vez, yendo por la
calle, he oído a alguien decir: míralo, no es
tan alto, o míralo, qué desmejorado está, o míralo, qué cara de
mala leche. Y yendo con Neus, ni le digo. A la gente le
complace percatarse de nuestra mortalidad, y uno acaba
preguntándose qué crimen ha cometido para perder el derecho que
tiene cualquier hijo de vecino a ser un pobre diablo, a fallar y
flaquear sin que sea un espectáculo, sin despertar esa
conmiseración sobreactuada y anormal. La verdad es que Margarit lo
clava: Trist el qui mor envoltat de respecte i
prestigi.
No podían quedarme más lejanas aquellas cuitas de Altavella.
Mi asunción general era que, frente a esos pequeños inconvenientes,
las personas ilustres gozaban de no pocas ventajas, sobre todo si
lograban prorrogar su celebridad hasta la vejez, en la que no se
veían arrojados al desamparo y la indiferencia, cuando no el
desdén, que los demás debemos temer al menos cautelarmente. Pero a
la luz de los papeles de Neus lo vi de forma distinta. Casi llegué
a tenerles lástima, y a sentirme culpable, como integrante de la
plebe ingrata y carroñera.
–No sé qué decirle -respondí, con precaución-. Al final, lo
que quiere todo el mundo es sentirse lo mejor posible dentro del
pellejo en que se encuentra. Por eso supongo que nos resulta
gratificante conocer los tropiezos y las carencias de las personas
que tienen éxito. Vuelve nuestro propio destino, incluso nuestra
mediocridad, llegado el caso, mucho más soportable. Según un tipo
que se llama Steven Pinker, y al que debo reconocer el raro mérito
de escribir sobre psicología con bastante sentido común y sin
apenas propensión a decir extravagancias, es lo que se llama el
mecanismo de manipulación de las propias creencias, que es en
realidad una de las funciones primordiales de la mente: engañarnos
acerca de lo efectivos y buenos que somos. O como dice otro
teórico, Elliot Aronson, que se dedica a estudiar la psicología
social: nuestro cerebro trabaja a destajo para aniquilar todo lo
que se contradiga con la proposición «soy estupendo y tengo el
control».
–Interesante -apreció Altavella-. ¿De dónde ha sacado todo
eso?
–Del libro de Pinker. Si tiene curiosidad se llama Cómo funciona la mente y está traducido al español.
Es un buen tocho, le aviso.
–Me lo apuntaré. Resulta muy instructivo charlar con usted,
sargento. Ya me gustaría haber coincidido en otras
circunstancias.
–Y a mí, se lo aseguro. A propósito, tengo algo que
comentarle. No me hace sentir demasiado cómodo, pero es mi
deber.
Altavella me observó con recelo.
–Vaya, eso suena regular. Usted dirá.
Podía equivocarme, pero creí que era mejor hacerlo a
bocajarro.
–¿Por qué me mintió sobre su coartada?
–¿A qué se refiere?
–A la mujer con la que pasó esa noche. ¿Por qué me dijo que
nadie podía respaldar su coartada si la tenía a
ella?
Altavella respiró hondo.
–No la tengo -dijo-. Es una mujer casada y no quiero crearle
ningún problema por culpa de esto. Si no se fían de mí, deténganme.
Pero a ella déjenla en paz. No tiene nada que ver con su
caso.
–No voy a detenerle -aclaré-. Ni creo que sea necesario
molestarla. Sólo le recomiendo que no vuelva a jugar con algo así.
Puede costarle un disgusto, y costárselo a la persona a quien trata
de proteger.
Busqué sus ojos. No los hurtó. Me sostuvo con calma la
mirada.
–Me tomo nota, sargento. De esto sabe usted mucho más que yo.
Y le pido disculpas por mentirle. Pero creí que debía
hacerlo.
–Por mí no se preocupe. Yo sólo soy el ordenanza de la
ley.
–Diría que es algo más. Al menos en mi
consideración.
Desbaratando de golpe la emoción del momento, brotaron desde
mi americana las notas familiares de Rossini. Saqué el
teléfono:
–¿Diga?
–Rubén, soy yo, Virginia -me anunció Chamorro-. ¿Sabes más o
menos por dónde queda un pueblo que se llama Gavá?
–Sí.
–Pues ponte en camino para allá. Tenemos a
Stefan.