A eso de la una y media los párpados me empezaron a pesar demasiado para seguir leyendo en condiciones de entender algo. Pero Chamorro seguía allí, pegada a la pantalla del ordenador, aguardando en vano la irrupción de pab_penya_79. Para sobrellevar el tedio, ojeaba ficheros del ordenador de Neus, sin grandes resultados, o al menos ninguno que estimara oportuno comunicarme. Antes de retirarme a mis modestos aposentos le pregunté si iba a quedarse mucho rato.


–Aún trataré de aguantar un par de horas -dijo-. La gente aficionada a chatear a veces lo hace muy de madrugada.

No parecía tener sueño, aunque la mirada se le veía brumosa. Me admiré de su resistencia y, para subrayar su mérito, declaré:

–Yo estoy kaputt. Nos vemos mañana.

Por un día, no puse el despertador. Amanecí alrededor de las nueve y media, una hora más que tardía para mí, porque a medida que uno cumple años cada vez va siendo más difícil abandonarse a la experiencia placentera (por anuladora de nuestros dos lastres más pesados, el mundo real y el yo) que supone un sueño largo y profundo. De hecho, cuando consigo dormir un poco más de lo común, los crujidos y pinchazos que se producen en mis articulaciones y en mis vísceras al volver a colgarse de la percha llegan a hacerme dudar si el precio que uno paga está justificado por la pobre imitación de aquellos océanos de inconsciencia por los que se podía navegar en la edad juvenil.

No me di prisa en afeitarme ni asearme. Pude hacer lo primero sin apenas derramamiento de sangre, procurando que la cuchilla buscara a la velocidad justa los relieves de mi rostro, y lo segundo sin tener la impresión de baldearme de cualquier manera. Dejé que el agua caliente me agasajara la nuca y la espalda y me repicara en el cráneo, que es algo que me complace de forma peculiar. Es curioso pensar que sólo ese tabiquillo óseo protege todo lo que somos. Que cualquier burro, con casi cualquier cosa, puede darnos de baja de nosotros mismos quebrando el precario muro defensivo de nuestro cosmos. No es imprescindible, ni mucho menos, el refinamiento simbólico del piolet que utilizaron contra León Trotsky, ni el tortuoso impulso que animaba la mano que lo empuñó para abolirle al ruso el porvenir.

Desayuné con calma e hice un par de llamadas. Primero telefoneé a mi madre, que me reconvino como de costumbre por lo poco que me acordaba de ella, y a quien una vez más traté de convencer, sin mucho éxito, de que no sólo me venía a la mente en las escasas ocasiones en que tenía tiempo y espacio para llamarla y hablar, del modo en que me parece que un hijo debe hacerlo con su madre (y no con esa rutina sumaria con que tanta gente se da y pide novedades por ahí). Luego calculé que mi hijo estaba a punto de salir para el fútbol, y pensé que podría robarle cinco minutos. Me cogió él mismo el teléfono y, sí, se dejó robar cinco minutos, ni uno más. Pero me hice cargo y fueron suficientes para saber que todo andaba bien. Aquella actividad deportiva, a su modo, lo confirmaba. Andrés sabía que yo detestaba el fútbol, incluso había intentado adoctrinarle para compadecer a los batracios que en él cifraban el clímax de su ocio dominical. Y él había reaccionado de la forma más saludable: haciéndose delantero centro. Eso quería decir que comenzaba a rebasarme, a superarme como presunto modelo y referente, lo que me fortalecía en la idea de que no lo había hecho del todo mal y me daba pie a pronosticar que al cabo de un número no excesivo de años llegaría a quererme como lo que soy: un pobre tipo que lo trató como pudo y supo, con irregular acierto pero siempre con un fondo de buena voluntad. Incluso me cabía contemplar que se apiadara razonablemente de mí en la vejez, y que cuando me diera por contarle alguna batallita lo tolerara y pusiera cara de atención.

Pregunté en la cafetería dónde podía encontrar una lavandería que tuviera servicio rápido. Me facilitaron una dirección en el mismo pueblo y allí me fui, con mi ropa maloliente, que en un tiempo récord recogí transformada en ropa ajena (es la sensación que siempre me da después de pasarla por algún proceso industrial de higienización). Después me dirigí al centro de operaciones, a la sazón vacío. Me entretuve mirando papeles y viendo en el ordenador el deuvedé del famoso reportaje sobre la prostitución barcelonesa, que me pareció tan poca cosa como me habían dicho los expertos en la materia en cuanto a su contenido informativo, aunque meritorio desde el punto de vista del acercamiento a los personajes. Sobre todo a la prostituta rumana, una rubia teñida que no tenía tan buen español como nuestro amigo Radoveanu, pero se explicaba lo bastante bien como para poder valorar hasta qué punto resultaban instructivos los extrarradios de la vida.

Entre unas cosas y otras, se me hizo más de la una. Empezaba a calcular que ya era admisible llamar a Chamorro para ver por dónde paraba cuando apareció en el umbral y dijo con voz espesa:

–Perdón, me he dormido.

–No pasa nada, Vir -la disculpé-. No teníamos ningún plan, yo también me he relajado, y por lo que a mí respecta puedes permitirte de vez en cuando alguna flaqueza. Sobre todo después de trasnochar como me imagino que lo hiciste. ¿A qué hora recogiste la tienda?

–Esperé hasta las cinco. Por si nuestro amigo había salido por ahí de farra y se enganchaba al ordenador al regresar a casa.

–¿Y?

–O estuvo de farra hasta más tarde, o cuando volvió se metió directo en el sobre. Nada de nada.

Mi compañera tenía mala cara. Estaba ojerosa, con los párpados hinchados, e incluso pude advertir algunas arrugas en su rostro. No sin alguna melancolía, constaté que el tiempo iba pasando inexorablemente y que Chamorro iba dejando de ser, en todos los aspectos, la lozana principiante que yo había conocido y que, en cierto modo, siempre estaría ahí para mí, indisociable de mi percepción de ella.

–Te veo perjudicada, compañera.

–Es por estar tanto tiempo con la pantalla -alegó-. Cuando me acosté tenía un dolor de cabeza monumental. Y lo malo es que no he traído ibuprofeno, no repuse el envase de reserva del bolso de viaje.

Me extrañó aquella imprevisión en Chamorro. El ibuprofeno era uno de sus mejores amigos, y también, indirectamente, de los míos. No en vano aquella sustancia le permitía sobrellevar con niveles aceptables de mal humor los días críticos del mes, que, como no podía ser menos, siempre le coincidían con viajes o con puntas de trabajo.

–Lo que tienes que hacer es ir al oculista.

–Siempre hay tiempo de convertirse en cuatro ojos. Aún aguanto.

–Hablando de otro tema. ¿Vas a querer venirte a la comida?

–¿Es indispensable? – consultó, con una expresión remisa que no era nada propia de ella.

–Indispensables hay pocas cosas. No, no creo que lo sea.

–Pues mira, si no te importa, me parece que me quedo. Descanso un poco, cubro el frente, estoy pendiente de la máquina de los teléfonos y me vuelvo a conectar para esperar al príncipe azul.

–Está bien. Como te apetezca. Es sábado. Y en realidad tu deberías estar en Madrid, yendo de compras o tumbada a la bartola.

–¿Yendo de compras? Qué carca eres a veces, tío. Que mi abuelo crea que eso es todo lo que puedo hacer con mi tiempo libre, pase. Pero válgame Dios, cuando tú naciste hasta existían ya los Beatles.

–Bueno, apenas, estaban empezando… -me excusé.

–Nada, que me quedo. Así la reunión es más recogida.

El almuerzo, más que recogido, fue casi íntimo: sólo cuatro personas. Además, Robles y su ex subordinado concertaron la cita en un restaurante bastante pequeño y apartado, en una localidad a medio camino entre Barcelona y Gerona. Yendo con el subteniente, ya me imaginaba que llegaríamos con un buen rato de adelanto. Al final esperamos sólo quince minutos, porque ellos se presentaron también antes de la hora. Eran dos hombres altos, ambos en el filo del 1,90, más o menos del mismo porte que Robles. Aquella concentración de torres a mi alrededor me hacía parecer el hobbit de la película, pero por mi bien he aprendido a no dar mucha importancia a esas situaciones. Además de ser dos tipos bien plantados, se distinguían por su elegancia. Aunque iban de sport, ambos llevaban ropa de marca, que les sentaba como un guante (en detalles así se les notaba que ganaban mucho mejor sueldo que nosotros, o por lo menos mucho mejor que yo). El ex guardia civil ya ni siquiera parecía un picoleto, con su fino polo oscuro de manga larga. Y en cuanto al otro, el mosso de pura sangre, habría podido pasar sin despertar sospechas por un joven profesional liberal en día de ocio. La verdad era que daba gusto verlos, y que si se comparaba su aliño indumentario con el estilo bastante más soso y anticuado del común del personal benemérito al vestir de paisano, había que reconocer que en aquel aspecto nos superaban con creces.

Robles estrechó la mano del ex guardia y me dijo:

–Éste es Asensi. Mira qué buen color, desde que colgó el tricornio. Y éste -le informó al otro- es el sargento Bevilacqua. Pero como suena a nombre de modisto gay y podía despistar le pusimos Vila.

–Recuérdame que no te deje presentarme más, Robles -le pedí.

–Qué pasa, no serás homófobo, ¿eh? – se burló.

–Es así, no puede evitarlo -dijo Asensi, mientras me tendía la mano. Su sonrisa era franca y la mirada inteligente y cordial.

–Yo soy Riudavets -intervino entonces el jefe de Asensi, dirigiéndose a Robles-. David lo tiene en un pedestal, todo un honor conocerle.

–Asensi me conoció cuando todavía era impresionable, no le hagas mucho caso. Y si me quieres hacer un favor, me tuteas.

–Cómo no. Mucho gusto -se dirigió a mí, mientras mi mano desaparecía en la celda cálida y aparatosa de sus dedos-. También me ha dado mi compañero las mejores referencias, tanto tuyas como de tu unidad. Aunque no hacía falta. Vuestras hazañas pueden leerse en los periódicos. Casi intimida un poco que nos pidáis asesoramiento.

Riudavets era menos risueño y tenía un aire más reservado. Pero tampoco me disgustó, en la primera impresión. Parecía un tipo serio y cauteloso, y por ello no me permití considerar que lo que acababa de decir fuera una malicia, aunque así habría podido interpretarse, recordando un par de infortunados patinazos a los que debía mi unidad la mayor parte de su notoriedad pública en los últimos tiempos.

–Para lo que dicen los periódicos cuando se ocupan de nosotros, mejor sería no salir -observé, sin poner demasiado énfasis-. Los éxitos siempre habrá algún listo que se los apunte para él, así que en la tómbola informativa de este país los de infantería sólo llevamos papeletas cuando se sortea un marrón. Entonces sí, premio seguro.

–Sí, tienes razón. No me había dado cuenta -se disculpó-. No hablaba por lo último, sino por la trayectoria de estos años.

–Ya lo sé, descuida. Menos mal que alguien se acuerda de lo de antes, porque los que se quedan en lo último y en el escándalo montado alrededor ya son un buen contingente. Y alguno viste toga.

–Eso sí que es un problema.

–Pues sí. Porque nadie quiere salir en los papeles y lo fácil es cogérsela con papel de fumar. Ahora tenemos que amarrar que no veas a la hora de pedir una diligencia. Y no te digo ya una detención.

–Bueno, en eso andamos todos -dijo Riudavets-. Y lo difícil es hacerle entender al que no está en tu lugar que las garantías son cojonudas, y que nosotros somos los primeros interesados en que se respeten, para no meter la pata, pero que hay un montón de hijos de perra por ahí que van en moto mientras nosotros los perseguimos en patinete.

Sólo con escucharle aquello, me di cuenta de que me encontraba ante un policía profesional con el que iba a entenderme. Cualquiera podía mantener el discurso seráfico-humanitario, de una parte, o el de la férrea mano dura contra el malhechor, de la otra. Pero atreverse a formular aquella queja, con aquellos precisos matices, exigía algo más.

Nos colocaron en un rincón, de nuevo detrás de un biombo. Últimamente parecía que me dedicara a algún tipo de industria clandestina. Abundando en mis reflexiones anteriores, se me ocurrió que era un signo de los tiempos que los policías nos encontráramos en lugares oscuros mientras los grandes estafadores se lucían en las revistas y los traficantes de todo tipo de mercancía ilegal, incluida la carne humana, hacían ostentación de sus deportivos, sus yates y sus mansiones. O que la coordinación entre dos cuerpos policiales se articulara así, a través del contacto personal, y que, mi experiencia me lo decía, aquélla fuera la mejor forma de compartir información y hasta de colaborar desde el punto de vista operativo, si llegaba a ser necesario hacerlo. Todo aquello acreditaba, a mi humilde juicio, la obsolescencia estrepitosa del sistema para hacer frente a la realidad de una nueva era que nos desbordaba por todas partes. Pero éste, en definitiva, no era más que el razonamiento desdeñable de un engranaje de la máquina. A los que estaban a los mandos, aquella inercia no les producía gran perjuicio. Al revés, les ahorraba tener que aprender a vivir de otra manera.

Para apartarme de tan desalentadoras divagaciones, me apliqué a situar a Riudavets y Asensi en el contexto de nuestra investigación. Confieso que fui un poco más vago y genérico que con otros, lo que venía a delatar, supongo, cierto recelo inconsciente por mi parte. Nadie es impermeable a su entorno, y las bromas del capitán Cantero, sumadas a la visión entre competitiva y condescendiente que era moneda más o menos común en el Cuerpo frente a otras policías, y en especial las más nuevas, me influían a la hora de plantear mi relación con aquellos dos hombres. Con todo, y aunque me ahorrase muchos detalles, debí de darles la impresión de confiar suficientemente en ellos. Cuando menos, Asensi se apresuró a manifestar, después de mi resumen:

–El jefe me corregirá, si digo algo que no debo. Pero por nuestra parte, cuenta con la ayuda que podamos daros. Y no tengas miedo de ser tan concreto como creas oportuno. Dinos qué necesitas.

Riudavets no ratificó expresamente el ofrecimiento. Pero tampoco lo desautorizó. Así que decidí tantear un poco el terreno:

–Hay un aspecto accesorio, pero en el que podéis prestarnos una ayuda insustituible. Se trata de la coartada del viudo. No tenemos muchas razones para sospechar por ahora que esté implicado, pero para hacer las cosas bien, deberíamos contrastar lo que nos dijo. La casa de la Costa Brava está en vuestra zona. Si vamos nosotros a lo mejor alborotamos más y nos cuesta más trabajo. Me da que vuestra gente sobre el terreno lo puede comprobar sin demasiado esfuerzo.

–Cuenta con ello -dijo Riudavets-. Conozco por allí a alguien.

–Por lo demás, me imagino que tendréis vuestras antenas repartidas por ahí. Si en algún momento recogierais algo, cualquier rumor, o cualquier especulación, os agradecería que nos lo trasladarais.

–Claro, eso por descontado -asintió Riudavets-. Que yo sepa, no nos ha llegado ningún soplo. Además ya sabes que en Barcelona estamos todavía aterrizando y te puedes imaginar lo que es hacerse cargo de semejante melón. De hecho, y para serte sincero, es el gran desafío para nosotros. Hasta ahora nos hemos desplegado en zonas rurales o ciudades pequeñas. Pero Barcelona es una gran área metropolitana y eso son palabras mayores. Todo lo que puedo decirte es que veo al personal bastante despistado con el caso Barutell. Nadie se atreve a hacer una hipótesis y todo el mundo habla de algo misterioso y turbio. Bueno, algunos se preguntan si no fue sólo un loco que asaltó su casa.

–Eso ya te digo que tenemos razones para creer que no.

–Tampoco te desvelo ningún secreto, es lo que han empezado a escupir en los programas del corazón. Tal vez porque decir eso, que hay algo oscuro o un psicópata detrás de todo, les da más audiencia. Al viudo nadie apunta, eso es curioso, al fin y al cabo los asuntos de cuernos siempre venden. Pero Altavella es un tipo muy respetado, y quien tenga información sobre esa flexibilidad con que la pareja se tomaba el matrimonio, por lo que nos has contado, será gente más o menos discreta y próxima a ellos que no va a ir pregonándolo por ahí.

–Bueno, dales tiempo.

–También es verdad. Aquí ya todo es cuestión del cheque que les pongan delante. Dependerá de si detenéis pronto a alguien o no.

–Verás, en cuanto a eso -creí que debía serle franco-, hemos abierto una vía que creemos que puede conducirnos al acompañante de la muerta, que por ahora es nuestro principal sospechoso. No sé si conseguiremos culminarla, pero si es así, es posible que en algún momento tengamos que actuar en vuestra zona y hasta pediros algún soporte con cierta urgencia. Me han dicho que el conducto normal es lento y demasiado burocrático y, si vamos, iremos en caliente.

–Sí, todo pasa por un departamento centralizado. Qué quieres que te diga. Apúntate mi móvil y me llamas en cuanto haya algo. Al final, lo hacemos todos así, y mira, puedes tener tus reparos, pero es por el bien del servicio. Además, hay otra cosa. Cuando hemos necesitado algo de vosotros, aquí Asensi se ha movido y asunto resuelto. Y yo no puedo ponerme en plan perro con quien se porta bien conmigo.

–No te creas que esto funciona siempre tan bien -explicó Asensi-. Porque aquí mi jefe es un tío legal. Pero han pasado cosas escandalosas. Desde un grupo de mossos y otro de guardias yendo a la vez por el mismo malo y no liándose a tiros de milagro, hasta jefes que reciben información del otro cuerpo y se la abrochan para apuntarse la medalla cuando a ellos les convenga. Hay mucho que mejorar. Aunque es verdad que la mayoría de la gente va entrando en razón.

Al escucharle, me entró una curiosidad que no pude reprimir:

–Y tú, ¿cómo lo llevas? Porque debe de ser todo un cambio.

Asensi esbozó una sonrisa sardónica.

–Pues ya ves, después de doce años de picolo, casi un shock. También me he divertido un montón, no creas. Mi primer destino en esto de la mosseria fue en seguridad ciudadana, de patrullero. Iba con un chaval de veinte años, más tiernito que una crema catalana bajo la costra. No veas cómo palidecía cuando le decía que teníamos que meternos a poner orden en una pelea en un bar de un barrio chungo, y que como alguien le oliera el acojone íbamos a acabar los dos hechos carne picada. O con qué cara de espanto me miraba cuando le recordaba la vieja regla de oro de la Benemérita: paso corto, vista larga y mala leche. Pero oye, después de cinco o seis sustos, lo endurecí. Aplicando el método Robles, que uno siempre sigue a los maestros. Ahora, en policía judicial, estoy mucho mejor. Entre la gente hay ganas de hacerlo bien, de ser tan buenos como los que más, y conciencia de que eso es algo que no se improvisa y que nos va a llevar tiempo, como a cualquier otra policía. Pero ya hay tíos como Riu, y lo siento si se me pone colorado, que es de primera de verdad. Veinte homicidios y todos resueltos. Y alguno nada fácil. Lo que yo creo es que hay que mejorar alguna cosa de funcionamiento, y si lo explico espero que no me abra un expediente.

Riudavets lo miró con gesto de extrañeza.

Collons, Asensi, ¿te he amenazado yo alguna vez? – protestó-. Me parece que te respeto bastante más que todo eso.

Asensi alzó las manos.

–Es verdad, ya quisiera yo haber tenido jefes tan dialogantes en la picolicie, y no lo digo por nadie. Mi impresión -prosiguió- es que aquí pesan demasiado el reglamento y las formalidades. Tú fíjate: a los chavales les dicen que no vayan a tomar nada a los bares de los pueblos, o al menos que no se entretengan allí como hacían los civiles, para dar impresión de policía más trabajadora, más seria. Lo que no sabe el genio que sacó esa instrucción es la cantidad de cosas de las que se enteraba un guardia durante media hora en el bar. Y coño, que eso te acerca a la gente, que sin llegar al compadreo es algo que te hace falta para ser poli. Luego les extrañará que tengamos fama de estirados.

–Siempre se lo digo a los compañeros -se adhirió Riudavets-: no te puedes creer que eres de golpe y porrazo y por ciencia infusa más listo que unos tíos que llevan siglo y medio haciendo lo que hacen. Y aunque a Asensi le guste polemizar conmigo, a él le consta. Que mi teoría es que el modelo mejor que podemos seguir sois vosotros. La Policía nos vale menos, por muchas razones, entre otras que no están en el campo. Luego lo podremos mejorar, cómo no, y en algunas cosas quizá ya lo hemos hecho, por ejemplo en cuestión de sistemas informáticos para procesar el trabajo, que eso sí es verdad que los tenemos de primera categoría. Pero no se resuelve todo con cacharritos.

La autocrítica parecía honesta. Y más que meditada.

–Para qué nos vamos a engañar -tomó la palabra de nuevo Asensi-: este tinglado se montó con afán político, como una seña de identidad más, pero ahora se han dado cuenta de que hay que ser ante todo policías. Para plantarles cara a los narcos o a los chorizos, igual me da, de poco te vale la senyera y decir que tú eres diferente, porque el malo ni tiene patria ni respeta a la madre que le parió. Te tiene que temer. Y el temor hay que saber ganárselo, lo mismo que el respeto.

–Lo de la identidad es verdad -corroboró Riudavets-. Y mira que yo soy catalán hasta la médula y me joden como al que más todos los tópicos y la caricatura que hacen por ahí de nosotros. Pero a veces hay que reconocer que lo ponemos a huevo. Mira si no esto.

Se sacó del bolsillo trasero del pantalón la cartera y me mostró la placa. Me quedé mirándola. Vi el escudo, las barras amarillas y rojas, en fin, nada que a primera vista me pareciera anormal.

–Fíjate en la forma. ¿No te recuerda algo?

–Pues… -dudé.

–Es clavada al escudo del Barça. Si es que parece hasta de broma.

Bien mirado, tenía razón. Por si no me desconcertaba lo bastante aquella salida, de alguien tan aparentemente circunspecto como Riudavets, vino a rematarla con una revelación sorprendente:

–Y lo más grande del asunto es que yo soy merengue de toda la vida, que es algo que muy bien puede ser un catalán de Gerona, aunque haya quien no se lo crea, empezando por mis compañeros.

–Doy fe, yo que sí soy del Barça -anotó Asensi, jocosamente-. Lleva meses sufriendo. Y los que le quedan, lo siento, Riu.

–Yo sí me lo creo -dije-. El mundo es complejo, y cualquier mente humana un laberinto lleno de contradicciones. Si aprendiéramos a aceptarlo con naturalidad, y a ser un poco más leales a la realidad de las cosas, nos ahorraríamos muchos disgustos, bastante saliva y alguna sangre. Pero el personal traga mejor los pensamientos comprimidos. Aunque al final se acaben indigestando o causando úlceras.

–Estamos de acuerdo -dijo Riudavets-. Y yo añadiría algo. A mucha gente le falta pisar más la calle. Al cabo de un par de años viendo lo que hay por ahí, te vuelves inmune a según qué mamonadas.

Prolongamos la sobremesa charlando de asuntos relacionados con el trabajo de cada día. Teníamos muchos problemas comunes, y pocas diferencias en la manera de enfocarlos. Me alegré de que se me hubiera ocurrido la idea de hablar con ellos, porque sentí que aquella noche me iba a acostar con algunos prejuicios menos de los que abrigaba al levantarme, lo que siempre es digno de celebración. Quizá la sabiduría de un hombre no se mida tanto por las luces que adquiere como por las sombras de las que acierta a despojarse en el camino de la vida. También les comenté la hipótesis que en algún momento habíamos considerado, y que a aquellas alturas ya casi daba por amortizada, de que la muerte de Neus pudiera tener algo que ver con su labor como informadora acerca de ciertos submundos. Riudavets me dijo:

–Tengo un compañero que controla bastante el tema. Si quieres que le pregunte por algo o que le enseñe alguna cosa…

Lo sopesé. Qué podía perder con ello.

–Te mandaré unos papeles. Para que les eche un vistazo, si tiene un momento. Sin prisa y sin ninguna presión. Por si le sugiere algo.

De vuelta a la comandancia, Robles, que había hablado poco o nada durante la comida, me preguntó mi impresión sobre el encuentro. No me precipité a responderle, porque sabía que iba con intención.

–No son ningunos pardillos, como todavía cree mucha gente en Madrid -dije-. O por lo menos éstos no lo son. Y si nos hacen falta, me parece que los tendremos ahí, que al final es lo que me importa.

–Eso no lo dudes. De Asensi ya te respondo yo. Y el otro parece buen elemento. Les quedan diez años -sentenció, con la altanería del profesional curtido-. Dentro de diez años supongo que sí, serán una policía en condiciones. La prueba del nueve la pasarán cuando a sus antidisturbios dejen de acogotarlos los niñatos, como pasa ahora.

–Hombre, seamos más generosos, Robles.

–Por qué. Yo ya soy viejo. Digo lo que me sale de los cojones.

–Faltaría más. No seré quien te niegue el derecho, mi subteniente.

Robles me dejó en la comandancia hacia las seis. Cuando fui a ver a Chamorro la encontré delante del ordenador, con cara de estar más aburrida que una ostra y más cabreada que una mona. Pese a todo, y aunque la respuesta cabía adivinarla, me permití inquirir:

–¿Alguna novedad?

–No -dijo-. Fracaso total.

–Habrás comido algo, por lo menos.

–Un sándwich.

Reflexioné brevemente. Se imponía usar mi autoridad.

–Apaga eso. Nos vamos.

–¿A dónde?

–A dar una vuelta. Hacer turismo. Tomar el aire. Cenar.

–Hay que ser constante con esto -protestó-, puede entrar en cualquier momento, y más siendo sábado, que es el día que…

–Chamorro, es una orden. Ponte en pie. Y no me repliques. Como tu superior que soy, sé lo que es mejor para ti como tú misma no lo sabes: ésa es la filosofía militar, que suscribiste al jurar bandera. Además, soy egoísta. No quiero tener la semana que viene un despojo a mi lado. Vamos a despejarnos, ya habrá tiempo de continuar con eso.

–Entendido. Pero lo voy a dejar encendido, por si acaso.

–Ay, Virgi -suspiré-. Ni que tuvieras acciones de la empresa.

De camino hacia Barcelona, recordé que llevaba en el coche el cede de Raimon que me había regalado Altavella. Aunque temí que a ella no le gustara demasiado, me entraron ganas de escucharlo. Introduje el disco en la ranura y empezó a sonar una canción lenta y cargada de emoción. Pronto comprendí que se refería a una pareja y a su vida compartida. En el momento musical culminante, decía el cantautor:


Hem viscut junts, ben junts

ara fa ja molts anys,

qui sap que ens portará,

que ens portará demá.

I volem viure junts

els temps nous que vindran,

i volem lluitar junts

per tot el que hem lluitat.*



Por el gesto impasible, deduje que Chamorro no estaba entendiendo gran cosa de la letra. Tampoco me preguntó por lo que significaba, y no me apresuré a ofrecerme como traductor. Aquella letra y aquella música me hacían pensar de golpe en demasiadas cosas. En Altavella y Neus, en primera instancia, pero también en mí mismo y en algunos trozos rotos de mi historia, incluso en lo que Virginia y yo habíamos vivido juntos. Sentí erizarse mi piel con una violencia que casi me sacudió. Si seguía por ahí, corría el peligro de ponerme sentimental.

–Voy a darte una vuelta por lo que no viste de Barcelona -le dije, tratando de sonar a la vez despreocupado y enérgico.

–Ya que estamos, podríamos ir a visitar eso del Fórum.

Meneé la cabeza.

–Lo siento, soy objetor frente a los eventos institucionales programados. No estuve en la Expo, y cuando las olimpiadas, que me pillaron aquí, me abstuve rigurosamente de acercarme a ellas. Si quieres te coges mañana el coche y te vas a verlo tú sola. Yo paso.

–Vale, no he dicho nada. A ver, tu plan alternativo. Ahora recuerdo que ibas a descubrirme no sé qué de la Sagrada Familia.

–Muy bien, empecemos por ahí.

Llegamos aún a tiempo de hacer algo que suponía que ella habría omitido de niña: subir a lo más alto de una de las torres. La experiencia de trepar por las escaleras en espiral, cada vez más empinadas y cerradas en su giro, ya era de por sí inolvidable, por fatigosa y claustrofóbica. Pero la de ver la ciudad desde los cien metros de altura de la torre pude advertir que la impresionaba, como no podía ser menos.

–La gente se queda mirando las fachadas, las estatuas y todas esas cosas -dije-. A mí me gusta encaramarme aquí, a la máxima expresión de la soberbia del arquitecto. Siempre que venía me imaginaba lo que sería subir a la torre central que nunca llegó a construirse, y que iba a levantarse hasta los 170 metros, según el proyecto de Gaudí.

Chamorro me examinó con suspicacia.

–¿Y por qué, este afán de subir? ¿Aires de grandeza?

–No. Porque mirar una ciudad desde arriba es a la vez como si estuvieras y no estuvieras en ella. Una mezcla de proximidad y lejanía. No sabría explicarlo del todo. Te llevaré a ver otro ejemplo.

Fuimos al Parc Güell. No lo conocía, y se admiró de la escalinata, la sala hipóstila, los viaductos. La dejé disfrutar de todo bajo la luz suave del atardecer. A mí no dejaba de afectarme, más que nada porque evocaba otros atardeceres allí. En especial me sentí flaquear al pasar por el viaducto de los Enamorados, desde el que se contemplaba una vista de la ciudad que recordaba bien y que Chamorro propuso sentarse a admirar. Pero mi meta estaba más allá de los monumentos.

–Subamos un poco más.

Cuando empezamos a adentrarnos en la parte alta del parque, entre las pocas casas de la frustrada colonia Güell, Chamorro observó:

–Aquí ya no hay nada, parece.

–No te fíes de las apariencias.

Llegamos a lo alto de la colina. Atravesamos la plataforma y la llevé al borde desde el que se dominaba toda la ciudad. Empezaban a encenderse las luces que punteaban en amarillo las venas y las células del organismo urbano. Al fondo, se difuminaba en violeta el mar.

–Vaya -observó Chamorro.

Había otra pareja, sentada con los pies colgando ante el panorama. Los imité, y Chamorro hizo lo propio, a mi lado. De pronto, me arrepentí de aquella torpe reproducción de episodios que me dolía llevar en la memoria. Tenía una sensación extraña, de usurpación de mi propia vida. Mi compañera notó algo, y trató acaso de distraerme.

–Merecía la pena subir -dijo-. ¿Qué es aquello de ahí atrás?

–El Tibidabo. Si quieres y tenemos tiempo podemos ir otro día. La vista es aún más amplia, pero a mí me gusta menos que ésta. Desde aquí la ciudad está más cerca, casi parece que pudieras tocarla.

–Sí, es como sobrevolarla a vista de pájaro -apreció.

–Hace diez años venía por aquí a menudo. Cuando quería aclararme la cabeza. Y a veces también para oscurecérmela -bromeé.

–¿Algo de nostalgia?

–Siempre la hay, de todo lo que dejaste de vivir. Pero ya va siendo tanto que se me amontona. Empieza a costarme distinguirlo.

Chamorro inspiró hondo. Y se atrevió a decirme:

–¿Te acuerdas de algo, de alguien en especial?

–Algo y alguien, sí. Pero no es una bonita historia. O sí, quién sabe. No soy quién para juzgarlo, no ahora, por lo menos.

No quise decir más. Ni ella preguntó.

Después, y mientras anochecía, dimos una vuelta por las faldas del Carmelo, otro paisaje que siempre me había parecido singular, con sus rampas y callejones. Sobre un muro leímos una pintada que vino a desdramatizar el instante, tras mi confesión en lo alto del mirador: SI EL PERRO ES TULLO, SU MIERDA TAMBIÉN LO ES. Luego recuperamos el coche y bajamos a cenar al centro. Al pasar junto a una galería comercial, Chamorro me dijo que aparcara un momento a la entrada, porque quería mirar si tenían algo. Volvió al cabo de diez minutos con una caja no demasiado grande. No pude dejar de indagar:

–¿Qué has comprado?

–Un micrófono para el ordenador.

–¿Y eso?

–Sólo cuesta cinco euros.

–Sí, un buen precio. Pero ¿para qué lo quieres?

–Ya lo verás.

Así como ella antes había respetado mi reserva, me pareció fuera de lugar tratar de romper la suya. Fuimos a cenar a un restaurante de cocina autóctona, donde la inicié en varias especialidades catalanas que no parecieron desagradar mucho a su paladar. La velada la dedicamos a hablar de nada y de todo, con una doble precaución, tanto por su parte como por la mía: ni mencionamos a Neus Barutell, ni mi vida pasada en Barcelona. Fue relajante, que era de lo que se trataba. A las once y media levantamos el campo. De camino hacia el coche, descubrí una tienda de miniaturas. Chamorro se mostró comprensiva:

–Adelante, hombre, fisga todo lo que quieras.

El contenido del escaparate era bastante convencional, con una salvedad reseñable: la figura de un carabinero republicano, de los que allá por agosto del 36 defendieron hasta la muerte las murallas de Badajoz, frente al asalto de las finalmente victoriosas tropas africanas. Mi especialidad única son los soldados derrotados, y ya llevaba tiempo buscando aquella pieza, así que me tomé nota de la tienda para volver en cuanto tuviera oportunidad de visitarla en horario comercial.

Esa noche, antes de dormir, tuve el valor de abrir el libro de Vicent Andrés Estellés y empecé a leer el poema que no debía:


No hi havia a Valéncia dos amants com nosaltres.

Feroçment ens amávem des del matí a la nit.

Tot ho recorde mentre vas estenent la roba.

Han passat anys, molts anys; han passat moltes coses…*



Si uno juega con fuego, no debe sorprenderle que acabe quemándose. No conseguí llegar más que hasta ahí, hasta ese cuarto verso, antes de que mi mirada se empañara por completo. Durante muchos años, durante la mayor parte de mi existencia en realidad, yo he sido incapaz de derramar una sola lágrima. Pero llega un momento en que un hombre se ve en la necesidad de llorar, salvo que sea un trozo de madera petrificada que haría mejor en hundirse en el río del olvido.

No impedí, pues, que el llanto se desbordara y corriera por mis mejillas. Allí estaba, sintiéndome a la vez un poco imbécil y un poco mejor que mientras reprimía mis sentimientos, cuando mi teléfono móvil se puso a interpretar con estridencia la obertura de La Gazza Ladra.

–Sí -dije, tratando de evitar que se me quebrara la voz.

Chamorro me anunció entonces, eufórica:

–Rubén, he conectado.


CAPITULO 15


EL CABALLERO BLANCO

Chamorro estaba frente al ordenador, con un gesto de concentración absoluta. Leía la pantalla y tecleaba a gran velocidad. Me acerqué con ese miramiento que nos retrae a quienes hemos recibido una educación anticuada (las nuevas generaciones se ven exentas de tales rigideces) cuando sabemos que abordamos a alguien que está atareado.


–Siéntate conmigo -me pidió-. Aunque él crea otra cosa, lo que le escribo no tiene el menor contenido personal.

Me senté, todavía dubitativo. En la pantalla tenía abierto un cuadro de diálogo de chat. Al otro lado estaba en efecto pab_penya_79, que además de ese alias usaba otro sobrenombre cuando menos contundente: The Pleasure Machine. En cuanto a Chamorro, se identificaba con la dirección de correo loba_verde_84 y un lema que, por cierto, tampoco pasaba inadvertido: ¿Eres el que tiene la llave para abrir mi cajita de las delicias? Por si todo eso no hubiera sido bastante para orientarme, vi que el tipo utilizaba como presentación gráfica un desnudo, bronceado y esculpido torso viril, y mi compañera, por su parte, un vientre femenino con un piercing en el ombligo del que colgaba una perlita.

–Vaya -observé-, tiene toda la pinta de que la conversación no es apta para niños ni para detractores del relativismo moral.

–Relax, mi sargento -dijo, con una sonrisa-. Estoy jugando con él. De la forma que nunca falla para jugar con un hombre.

–Bueno, están los ascetas. Y los eunucos.

–Éste no es ni lo uno ni lo otro, de eso ya tenemos constancia. Ha mordido el anzuelo tal y como yo preveía. Le he dicho que tengo diecinueve añitos y que soy una perrita insaciable, entre otros detalles que mejor te ahorro. Ahora llevamos un rato chismorreando sobre mi presunta amiga, la que le he dicho que me ha pasado su dirección. Dentro de veinte minutos no se preocupará por eso. Me parece que tiene algunas dudas sobre si soy realmente una chica, es lo normal, en el chat miente todo el mundo. Pero justo para eso tengo el micrófono. En el momento oportuno, lo utilizaré y entonces ya lo habré liado.

–Dios santo, Chamorro. No conocía tu faceta de Cibermatahari.

–Bah, está chupado. De todos modos, seamos prudentes. Todos los hombres os volvéis unos cretinos ante el reclamo de un Colacao calentito y dispuesto para que mojéis vuestro bizcocho. Eso no quiere decir que en frío el tipo sea igual de memo. No le he preguntado nada y en todo momento me estoy ciñendo al papel de niñata salida, sin tratar de ser tampoco muy original. Lo que voy a dejarle caer en cuanto pueda es que estoy dispuesta a ir más allá del coqueteo cibernético.

–¿Y eso?

–Quiero que sienta deseos de seguir encontrándose conmigo. Que lo hagamos otra vez mañana. Y a ser posible, también el lunes. Cuando le tengamos ya intervenida la cuenta y podamos rastrearle la dirección IP. Con un poquito de cebo y otro poquito de regateo, es nuestro.

Mientras hablaba conmigo, mi compañera no dejaba de teclear obscenidades que nunca habría creído ni remotamente compatibles con su carácter. Prodigaba los mmmms, ummms y ahhhhs con una soltura pasmosa para mí y estimulante para su interlocutor, a juzgar por cómo le respondía éste. La verdad es que el que había sido el Caballero Blanco de Neus me decepcionó un poco. Su conversación no iba más lejos de lo que se habría podido esperar de un marinero recién desembarcado después de una larga travesía llena de onanismo sustitutorio. Lo recordaba menos perentorio y esquemático, pese a la fogosidad propia e inseparable del caso, en su correspondencia con Neus. Así se lo comenté a Chamorro, que seguía enfrascada en la conversación.

–Vete a saber, lo mismo está pedo -especuló, mientras escribía sin inmutarse, a petición del individuo, todo lo que haría con las diversas partes de su aparato genital si las tuviera a mano.

–Qué barbaridad, Vir -no pude privarme de opinar-. Esto no lo aprenderías en el colegio de monjas, ¿eh?

–No, la gente que había allí tenía ideas aún peores. Esto lo aprendí en la época de mis primeros escarceos con el chat. Y la verdad es que no me acordaba de lo divertido que puede llegar a ser.

–No, si no digo que sea aburrido.

–Me refiero a que me hace mucha grada pensar que al otro lado hay un tipo creyéndose que voy en serio con todas estas chorradas. Recuerdo a una viejecita a la que vi en un programa de la tele. Era un reportaje sobre cómo se entretenían con los ordenadores en un asilo, como terapia ocupacional o algo así. La viejecita estaba encantada de que les hubieran llevado aquello. Tenía ochenta años, el pelo todo blanquito y muy bien puesto, y contaba con una picardía increíble cómo estaba hablando con un joven de no sé dónde haciéndose pasar por una muchacha ligera de cascos. Usó esas palabras, ligera de cascos, y yo me dije que con semejante vocabulario ya tenía que ser lelo el otro para dejarse engañar. Pero sí, aquí lo ves, que la gente se vuelve tan boba como haga falta para creer que las cosas son como quiere que sean.

–Eso que acabas de discurrir es muy profundo, Virgi. Me recuerda algo que le leí a un psicólogo evolutivo. De los buenos, aclaro.

–Pues ya ves, simple experiencia y sentido común. Bien, creo que va siendo hora de pegarle el tiro de gracia. Antes voy a emplazarle para volver a hablar mañana. O mejor, que me lo suplique él.

–Lo que me llama la atención -dije-, es que muy pronto se le ha pasado el duelo o el remordimiento por lo de Neus. Salvo que se trate de uno de esos casos en los que el individuo trata de luchar contra la depresión activando compulsivamente las palancas más rudimentarias del circuito del placer, verbigracia, la que ahora os ocupa.

–¿Cómo dices? Aquí liada con esto no te he entendido.

–Nada, una estupidez. Un residuo inoportuno de todo lo que estudié y todavía no he acertado a olvidar. Tú sigue a lo tuyo.

Chamorro alegó ante su interlocutor que sus padres estaban a punto de llegar y que tenía que interrumpir la conversación. El Caballero Blanco se mostró desolado, insistió para que no se fuera, y al final fue él quien propuso hablar al día siguiente. Mi compañera me guiñó un ojo y aún se hizo de rogar un poco más. Finalmente, le dio hora para por la tarde, que el otro aceptó sobre la marcha. Antes de despedirse, le dijo que tenía una sorpresa para él. Conectó el micrófono y me indicó con el dedo que no hiciera ningún ruido. Luego le susurró:

–Mañana va a ser aún mejor, tesoro.

Me quedé estupefacto al oírla. Costaba creer que había salido de ella aquella voz: aterciopelada, sensual y cargada de una ingenuidad que resultaba lo más provocativo de todo. Acto seguido cortó la comunicación. El cuadro de diálogo desapareció de la pantalla.

–¿Qué? – se volvió hacia mí-. ¿Me lo he ligado o no?

–Diría que hay al menos una posibilidad entre dos. Oye, muy favorecido tu ombligo en esa fotografía, no sabía que le colgaras abalorios.

–No es mío, es de Anastacia. Fue el que más me convenció, cuando estuve buscando por la red. Pero seguro que él no lo ha reconocido.

–Sí, todo esto está muy bien -admití-. Pero la prueba de fuego será mañana a las seis. Entonces veremos si realmente le has interesado o si ha hecho contigo lo que tú con él, jugar a hacerse el idiota.

–Es verdad. Sin embargo, es un riesgo que hay que correr, para poder tenerlo el lunes a tiro. Hay que dejar que la presa vuele libre, si uno quiere llegar a saborear de veras el placer de la caza.

–Me da que tú te lo estás pasando demasiado bien con este trabajo.

–No te lo niego. ¿Debería sufrir?

–Es una pregunta con aristas, la que acabas de hacer. Durante algún tiempo creí que el sufrimiento ennoblecía a la gente y la hacía mejor. Ahora no estoy tan seguro. Creo que eso es así en determinadas circunstancias del experimento, relativas a la dosis y a la actitud de la cobaya. En dosis altas, y con cobayas que no han llegado a desarrollar una cierta filosofía del dolor, el sufrimiento puede convertirse en algo muy degradante. Así que no me parece mal que disfrutes.

–¿Eso me clasifica como una cobaya tipo B?

–Qué malpensada eres, Virgi. Anda, vamos a dormir.

El domingo tuvo poca historia, hasta que llegaron las seis, la hora a la que habíamos quedado (o mejor dicho, había quedado loba_verde) con The Pleasure Machine. En general, a partir de este momento mis recuerdos se concentran y sintetizan, como suele ocurrir cuando una investigación empieza a dar frutos y a precipitar acontecimientos. A lo largo de la jornada hablé con el capitán Cantero y con el guardia Ponce, a quienes les anticipé que el lunes probablemente tendríamos festival. También llamé a Rubio, para que él y Tena se fueran preparando y a ser posible regresaran para la hora de la cena. Aguardé, empero, antes de decirles nada a mi comandante y a la juez. Por un lado, tenía más prevención a perturbar su ocio dominical. Por otro, quería cerciorarme de que Chamorro había enganchado de veras al pichón.

A las seis de la tarde estábamos ambos ante el ordenador, con el programa de mensajería instantánea abierto. Según me explicó mi compañera, tenía una opción que le permitía a uno estar conectado, y ver si el otro lo estaba, sin que el otro te viera a ti. Resultaba ventajista y desleal, sin duda, pero nos convenía, de modo que obviamos los escrúpulos y así fue como le aguardamos. A las seis y tres minutos, sonó un cling y el nombre de pab_penya_79 se iluminó como contacto en línea. Virginia me observó con semblante triunfal. Toda sobrada, dijo:

–Vamos a darle un poco de emoción. Para que no sospeche que le estábamos esperando agazapados, y para probarle la sed que trae.

Transcurrieron tres eternos minutos, en los que demostró su sangre fría y yo noté que la mía dejaba algo que desear. Si de pronto el tipo se desconectaba, la cara de tontos que se nos iba a quedar haría historia. Por fin, a las seis y seis según el reloj del ordenador, Chamorro hizo un par de maniobras con el ratón y se descubrió como conectada. Su ansioso Caballero Blanco no tardó ni dos segundos en saludar.

Lo que siguió fue una conversación aún más volcánica que la de la víspera. Me causaba algún apuro estar allí leyéndola, lo que probaba mi condición de hombre de otro siglo, aunque también había otras razones, más recónditas y personales, que justificaban que me sintiera violento viendo a Chamorro abordar a calzón quitado aquellos asuntos. Lo único que me facilitaba el trago eran las carcajadas que se le escapaban con frecuencia, más después de haber escrito ella algo que por leer lo que el otro le respondía. Por lo que tocaba a su inventiva verbal, aquél era un Caballero Blanco en horas muy bajas, lo que me reafirmaba en la suposición de que tal vez se hallara deprimido y sólo se arrojara al flirteo cibernético como un pasatiempo con el que apartarse de los pensamientos tenebrosos que pudieran acompañarle.

Allí estábamos, leyendo sus ramplonerías, cuando se presentaron el sargento Rubio y la guardia Tena. Habían salido tan pronto de Zaragoza que llegaron con un par de horas de adelanto. Cuando traté de llevármelos a ambos aparte para ponerlos al día, dijo Chamorro:

–Susana, ven aquí. Mira qué gracioso.

Por un momento dudé si no debía oponerme a que organizara un carnaval a costa de aquello (a fin de cuentas, y por sui generis que fuera, una actuación policial). Mi compañera se percató en seguida.

–Vamos, mi sargento -pidió-. No pasa nada por distraerse un poco, ya que tenemos que trabajar en domingo. Y además, se me ha ocurrido una pequeña mejora para el señuelo. Si le digo que acaba de llegar una amiga que también quiere hablar con él, se le cae la baba.

Tena se había quedado a medio camino. La miré y comprendí que lo que no tenía sentido era hacer una montaña de la cuestión.

–Está bien -concedí-, mofaos a gusto del machote, sin espantármelo. Yo me llevo a Rubio a tomar algo y ya nos ocupamos de la parte aburrida. Pero no seáis demasiado crueles con el chaval, que allá arriba el buen Dios y acá abajo vuestra conciencia os están mirando.

–Descuida. Lo haremos todo con mucho amor -se rió Chamorro.

Salí con Rubio, que aún trataba de descifrar nuestro coloquio, y nos fuimos a tomar unas cervezas mientras le explicaba dónde andábamos y qué planeábamos para el día siguiente. Mi colega se mostró sorprendido por lo que nos había dado de sí el fin de semana.

–Cuando lo pienso, me parece que vivimos en un mundo raro de cojones -observó-. Olvídate de las técnicas y de las herramientas tradicionales. Cuando todo lo demás lo teníamos atorado, resulta que va Chamorro, se lanza al océano de Internet y da con el tipo. Y ahí está, hablando con él, y no sabemos desde dónde coño le escribe, pero no cabe duda de que ha establecido la conexión. Y ahora, para localizarle, la clave es que podamos rastrearle una huella electrónica.

–Pues ya ves, es lo que hay. A adaptarse.

–Yo tengo un chaval de seis años -dijo-. Dentro de otros seis, o de siete, ya estará ahí. Viviendo en un mundo que yo no sé si entiendo, que no sé si en general hemos acertado a entender aún, aunque ya todos vivamos en él, y cada día más metidos y más enredados.

–Mi chaval tiene doce. Así que sospecho que ya sabe más que yo. Pero la vida, en el fondo, siempre ha sido así. Tenemos hijos y los educamos para un mundo del que ignoramos casi todo. Vivir en esa perplejidad es la aventura que a nosotros nos hace levantarnos cada mañana. Ellos también tienen derecho a estar perdidos, ¿no crees?

–Pero da miedo, tío. Da miedo de que nos volvamos todos locos.

–Todos estamos locos ya. Eso no es demasiado grave. Lo grave es tener un cáncer de páncreas o una septicemia.

–Lo tendré en cuenta. Viniendo de un psicólogo…

–No confíes en ese título. El único importante me lo dan los años que llevo levantando muertos y enchiquerando a los que matan. Y que no es que me hayan enseñado a ser sabio, pero sí a no prejuzgar.

–¿Tampoco prejuzgas a ese cabrón?

–Tampoco, compañero. Esperaré a verlo temblando delante de mí. O comoquiera que reaccione. Ésa es la hora de la verdad, y ése es nuestro privilegio, que compensa algo toda la mierda que nos comemos. Nosotros vemos a la gente en la hora de la verdad, sin los arreglos varios con que despistan a los demás sobre su auténtica condición.

–¿Y crees que eso es un privilegio?

–Pues claro. La verdad os hará libres. ¿No?

–Ya ves tú lo libres que somos tú y yo. Aquí clavados, el domingo por la tarde, mientras todo Cristo anda viendo el partido.

–Mi cuerpo puede estar más prisionero, pero mi alma la siento un poco más libre que la de esos a los que mencionas.

–Claro, porque a ti el fútbol no te gusta.

–Sí, eso también contribuye -reconocí.

Cuando regresamos, Chamorro y Tena seguían metidas en harina. En el momento en que hicimos acto de presencia, se oía decir a la más joven y bisoña de las dos, con voz entre traviesa y mimosa:

–Negro, con encajitos.

Chamorro alzó las cejas y colocó el índice formando una cruz con sus labios fruncidos. El ordenador hizo un ruido y Tena añadió:

–Bueno, dejan intuir lo más interesante.

Era un espectáculo digno de verse. Chamorro tenía que hacer grandes esfuerzos por no soltar una risotada. Sonó otra vez la musiquita del ordenador y Tena miró a Chamorro con gesto interrogativo. Mi compañera colocó sus dos manos abiertas delante de su pecho e hizo el ademán de acercarlas y después separarlas más de una cuarta, varias veces. Tena entendió el mensaje, como no podía ser menos.

–Una 95 -dijo.

En fin, aquello era una juerga en toda regla, pero no era de lo que se trataba. Me fastidiaba mucho tener que representar el papel de aguafiestas, y mucho más el de sargento-profesor regañando a las alumnas díscolas, pero me acerqué y le pedí a Chamorro el folio en el que estaba haciendo anotaciones. Cogí un bolígrafo y le escribí:


CORTA MICRO Y QUEDA MAÑANA,

TARDE.

Puso morritos, como si le estuviera quitando un juguete. Le indiqué con la palma oblicua respecto de mi frente que era una orden. Lo captó y me devolvió el gesto. Escribió a toda prisa que alguien acababa de abrir la puerta y que tenía que cortar el micrófono, e hizo un clic.


En cuanto estuvo segura de que el otro ya no la oía, a Chamorro le entró la risa floja. Tena la secundó, aunque ruborizándose.

–De verdad, es que es un pardillo total -juzgó mi compañera, mientras seguía tecleando para concertar la cita del día siguiente.

–Ya. Te recuerdo que existe alguna posibilidad de que ese pardillo haya convertido un cuerpo humano vivo en un steak tartar con nata.

–De acuerdo, pero lo uno no quita lo otro. A ver, jefe, instrucciones para mañana. ¿Alguna preferencia en cuanto a la hora?

–Que sea lo más tarde posible. Así tenemos tiempo para prepararlo y también le pillamos menos despierto y más desprevenido.

–¿Te hace las nueve y media?

–Por qué no.

–Muy bien.

Chamorro seguía aporreando el teclado, con rostro absorto.

–Me dice que si puedo comprarme una webcam de aquí a mañana.

–Joder, este tío es un vicioso -anotó Tena.

–Le estoy escribiendo que no tengo pelas. Soy estudiante.

–Pero qué bruja eres.

–Qué tío. Me informa que las tengo por 15 euros.

–¿Tan baratas?

–¿Qué me dices, papá, me das quince euros para comprarme una webcam y hacerle un numerito mañana al salido éste?

Hube de advertir que la pregunta se dirigía a mí. Se la devolví:

–Tú verás. Si te apetece y estás dispuesta a arrostrar las consecuencias… Como padre no creo en la pedagogía de la prohibición, sino en educar a los hijos en libertad y responsabilizarlos de sus actos.

–Uf, hacerle posturitas ya me da pereza. Le diré que me lo pienso. A los efectos de picarle vale igual y así mañana no siente que he incumplido el trato si no me la he conseguido. ¿Te parece, mi sargento?

–Te lo he dicho -reiteré-. A este respecto tienes autonomía operativa. Sigue tu iniciativa personal, aquí no puedo darte órdenes.

Okey, lo dejo en veremos. – Y escribió como una ametralladora-. Mira qué mono. Me da las gracias. Por mi generosidad. Qué guay.

–Por lo menos es educado -dijo Tena.

–Pues ya está todo, voy a decirle que cortocierro, que papi ya ha pasado por mi habitación, nos ha preguntado qué hacemos con el ordenador y me ha dado tiempo de milagrito a cambiarme a la página web de Shakira. No me negaréis que tengo una imaginación desbordante.

–Estoy más que impactado, por tu imaginación -confesé.

Le arreó un dedazo fuerte a la tecla Enter y proclamó:

–Ya está. La trampa lista, el pichoncito caliente.

–Te felicito. Pero mañana el juego será un poco más tenso. Y tienes que arreglártelas para que se quede ahí pegado un buen rato.

–No lo dudes. Me las arreglaré.

Creí llegado el momento de poner al tanto a mis superiores. Llamé primero a Pereira, porque con él tenía que seguir viviendo después de aquel caso y sabía que no me disculparía que diera un paso de tamaño calibre sin debatirlo previamente con él. Él sí estaba viendo el partido, por lo que se oía de fondo, y me pareció que, pese a lo trascendental que pudiera ser lo que le estaba contando, me atendía con la atención dividida. Al día siguiente me enteraría de que el Madrid había empezado encajando un gol y terminado empatando por los pelos, todo ello en el Santiago Bernabéu, y me hice cargo de su dispersión. Por lo menos, dio en aprobar mi plan y me autorizó a llamar a la juez.

A mi respetada señoría doña Carolina Perea la cogí en su casa, escuchando música de blues y acaso leyendo un libro o estudiando un expediente de su recién asumido juzgado. Lo primero puedo afirmarlo porque también lo oí, lo otro es mi conjetura basada en que al principio, igual que Pereira, me pareció algo ausente. Pero en cuanto le hube dibujado a grandes rasgos el panorama, se implicó a fondo.

–Visto, sargento. Dígame, acciones.

Aquella fe en mí, aquella energía, y por añadidura, la voz clara y cristalina con que me decía todo, me desarmaban. Que yo recordara, era la primera vez que me sentía seducido por una mujer que ejercía la función jurisdiccional. ¿Se trataba de una perversión? ¿Podía achacarla a la edad, al aburrimiento, a la nunca extinta sed de aventura?

Todas estas cuestiones me parecían fascinantes, pero por desgracia hube de descender a territorios mucho más prosaicos.

–Necesitaríamos tener intervenida esta cuenta de correo electrónico lo antes posible -le dije.

–Mañana yo estaré en el juzgado a las siete de la mañana. Mándeme en un mensaje a la dirección del juzgado los datos de la cuenta y a las ocho, como tarde, tienen el fax ordenándolo. ¿Le vale?

Juárez, el informático, cuyos contactos y ciencia necesitábamos para que la orden fuera eficaz, no estaría antes de esa hora en su puesto.

–De sobra.

–Pues cuente con ello -me garantizó-. ¿Entiendo que lo del teléfono que nos faltaba por intervenir le sigue interesando, o ya no? Se lo digo para gastarme apretándole las tuercas al lechuguino de la compañía telefónica o dedicarme a otras cosas. Ando un poco desbordada.

–Si puede, nos sigue interesando.

–Lo persigo, entonces. ¿Algo más?

–De momento esto basta. Si hay que entrar en domicilio o algo…

–Me lo pide. Para usted, estaré a tiro de móvil permanentemente. Además, mañana no tengo vistas. Llámeme siempre desde ese número de teléfono, será el único que coja en cualquier situación.

Me encantaba. Hasta tal punto que me dije que debía vigilarme.

–Gracias. A sus órdenes, señoría.

–Gracias a usted, sargento. Buenas noches.

La mañana siguiente fue trepidante. A las ocho menos cinco teníamos en nuestro poder el fax que nos autorizaba a fisgar todas las miserias de pab_penya_ 79, y a las ocho y cuarto ya se lo habíamos retransmitido a Juárez, con el requerimiento de que forzara la máquina con su contacto en el proveedor de Internet y fuera montando el dispositivo técnico necesario para localizar en tiempo real desde dónde se conectaba nuestro objetivo. Le pedí que iniciara la vigilancia cuanto antes, tan pronto como tuviera acceso, por si nuestro hombre usaba la cuenta antes de su cita con Chamorro. Entre tanto, también nos desbloquearon el acceso al teléfono móvil que nos faltaba, aunque nuestro gozo al respecto se vio enfriado cuando al cabo de dos horas no dio ninguna señal de vida. En vista del fiasco, autoricé a Gil y a Ponce para que fueran a ver a Gervasi Sánchez, el pelirrojo usuario de la única línea telefónica cuyas comunicaciones habíamos conseguido interceptar, y trataran de averiguar qué le relacionaba con Neus y de qué habían hablado el día de su muerte hacia las doce de la mañana.

Gil y Ponce cumplieron el encargo con presteza: tras entrevistarse con él, me llamaron para contarme que Gervasi juraba no haber hablado con Neus más que esa vez en su vida y que parecía sincero. La razón, que al propio Gervasi le había sorprendido: Neus le había llamado por recomendación de alguien que la había informado de que en cierta ocasión el joven periodista había hecho para la televisión local un reportaje sobre clubes de alterne. Le preguntó direcciones y le pidió contactos, que Gervasi le prometió, pero nunca llegó a darle, porque lo siguiente que supo de ella fue la noticia de su asesinato. Recibí todas aquellas novedades, que en otras circunstancias habrían ocupado por entero mi atención, como si formaran parte del ruido de fondo. Algún resorte seguía, no obstante, funcionando en mí para hacer que no perdiera la mínima diligencia policial exigible. Pedí a Gil y a Ponce que trataran de contrastar la historia con Meritxell. Apenas una hora después, cuando ya nos íbamos a comer, volvió a llamarme Gil:

–La señorita Pepis lo confirma. Que Neus hizo la llamada en su presencia. Y que la hizo con su móvil y personalmente para agilizar la gestión. Que Neus era así, dice, que no se le caían los anillos por hacer lo que hubiera que hacer. A mí me ha convencido, y conmovido.

–No seas malo, Gil -le reprendí-. Volved acá echando cohetes.

Susórdenes, mi sargento.

Después de la comida organizamos una reunión de coordinación. Vinieron también Cantero y Vendrell. La idea era sencilla en su planteamiento, pero en función de las circunstancias podía resultar complicada de ejecutar. Había que fijar la posición del sospechoso, con la aproximación que nos permitiera el tipo de conexión a Internet que utilizara, y después controlar el área y buscarle con la información de que disponíamos sobre él. Si le ubicábamos en un domicilio particular, y considerábamos que debíamos entrar y sorprenderle, nos tocaría pasar antes por el trámite de la orden de entrada y registro, obtenida sobre la marcha. No podíamos arriesgarnos a cometer un error y allanar la morada de alguien sin tener cobertura judicial para ello.

–Puedo hacer como la otra vez. Poner una docena de hombres a tu disposición -me ofreció Cantero-. ¿Bastará?

–Si hay suerte, puede que incluso sobre.

El capitán no comprendió.

–¿Si hay suerte?

–Si está en un establecimiento público. Cuéntale, Chamorro.

–Sé que no es definitivo, porque nada garantiza que me dijera la verdad -explicó mi compañera-. Pero ayer me contó que hablaba conmigo desde un cibercafé que hay en su barrio, que tiene buenos ordenadores y donde le dan auriculares para que el sonido no llegue a oídos indiscretos. Si no me mintió, y si esta noche por lo que sea no le da por quedarse en casa, tal vez podríamos agarrarle ahí.

–Ojalá -dijo Cantero-. Eso sería un chollo.

–Pues rezad, los que creáis -rogué.

Por la tarde tuvimos una novedad relevante. El teléfono móvil que habíamos intervenido por la mañana despertó de pronto. Apareció en la zona de Sant Cugat, y pudimos oír esta conversación:

Cómo va. Soy Luis.

-Ya, ya te tengo fichado. El teléfono me lo chiva.

-¿Te pillo bien?

-Sí, aquí estoy, leyendo el guión para la prueba.

-¿Cuándo la tienes?

-Mañana, tú, qué nervios.

-O sea, que hoy no te meneas.

-Pues me da que no. ¿Me ibas a ofrecer algún plan?

-Psé. Se me había ocurrido que nos divirtiéramos juntos esta noche con una paridilla que me he montado.

-Qué paridilla.

-Si no vas a venir, para qué voy a contártelo, tía.

-Qué borde eres. Si no estuvieras tan bueno, te iban a dar.

-Ya lo sé.

-Y tú, ¿dónde andas?

-Aquí, salgo de una entrevista.

-¿Sí? ¿Y?

-Pues mal rollo, creo que me cogen.

-¿Y cómo dices eso, hombre?

-Porque es para la chorrada de siempre. Estoy harto de hacer de fondo.

-Ah, amigo, ya sabes lo que cuesta… Bueno, tú, que si no vas a contarme nada te cuelgo, que yo tengo que aprenderme bien esto.

-Vale.

-Déu, cochinote.

-Déu, cerdita.

Cuando se interrumpió la comunicación, los seis guardias que la habíamos estado escuchando guardamos un denso silencio. Lo rompió Chamorro para preguntar, erigiéndose en portavoz del resto:

–Decidme que el que tenemos intervenido es Luis.

–Es Luis, mi cabo -confirmó Gil.

–Dios, se me va a salir la adrenalina por las orejas.

–No nos precipitemos -advirtió el sargento Rubio.

–Hay un detalle esperanzador -dije, con toda la frialdad de que era capaz de armarme-. Habla en castellano. La lengua en que está escrita casi toda la correspondencia de Neus con su galán. Teniendo en cuenta que ella era catalanoparlante, podemos inferir que el Caballero Blanco no domina el catalán y prefiere expresarse en castellano.

–También puede ser que la castellanoparlante sea la chica, y que por eso él no le haya hablado en catalán, aunque sepa -dijo Ponce.

–Teóricamente sí -admití-. Pero él no tiene mucho acento catalán. Y a ella, en cambio, sí que le salía en las eles y en las vocales.

–A ver, tú, da replay -pidió Ponce a Gil.

Volvimos a escuchar la conversación. Todos estuvieron de acuerdo con mi apreciación sobre sus acentos. Ella parecía catalana, él no.

–Y la buena noticia -añadió Gil, señalando la pantalla-. No apaga el chivato, y se dirige hacia Barcelona. Hacia el centro.

–A lo mejor nos ha venido Dios a ver.

Todos listos. Las horas que faltaban hasta las nueve y media transcurrieron con exasperante lentitud. Apenas podíamos reprimir los nervios cuando vimos que el teléfono se inmovilizaba en la zona de Gracia. No lo apagaba, no hablaba ni le llamaban, pero se mantenía por allí, moviéndose en un radio de apenas quinientos metros. A las ocho no pude más y llamé a Cantero. El capitán se personó de inmediato en la sala.

–Mira, no se va de ahí -le dije-. ¿Te parece que vayamos mandando ya a media docena de tíos para ir controlando los cibercafés?

–No sé cuántos habrá en esa zona. Pon que unos pocos.

–Que abarquen los que puedan, mi capitán, el caso es que ya nos vamos situando sobre el terreno -le apremié.

–Vale, vale, tú marcas el ritmo -se plegó.

Rebusqué en mi cartera y después de apartar algunas otras encontré la tarjeta de Riudavets. Marqué su número y al cabo de siete interminables tonos de llamada apareció su voz en la línea:

Digui.

–Riudavets, soy yo, Vila, el guardia de Madrid. El del caso Barutell.

–Ah, sí, hombre, dime.

–Vamos a montar una operación. No te puedo asegurar todavía cien por cien dónde, pero todo apunta a que lo hagamos en Gracia.

–Ya. Si no me equivoco, ésa es aún zona compartida.

–¿Puedes encargarte de avisar a quien proceda a través de tu gente para que a nadie le coja de improviso?

–Sí, claro, hago una llamada. ¿Necesitáis algo?

–No, si todo sale bien es poca cosa y tiene poco riesgo.

–Muy bien, pues mucha suerte. Ya me contarás. Por pura curiosidad. Ah, por cierto. Tengo noticias para ti sobre la coartada de Altavella.

–Salvo que vayas a contarme que era falsa, ya te llamo yo, si no te importa, aquí estamos ahora mismo hasta arriba de trabajo.

–No, no era falsa. Estaba allí. Ya te daré los detalles.

–Gracias.

A las nueve y cuarto se conectó pab_penya_79. Segundos después llamaron al teléfono móvil de Luis. Oímos cómo sonaba la señal de llamada en el altavoz del equipo de escucha. No lo cogió. Telefoneé a Juárez, que estaba al quite con su ordenador en Madrid.

–Se ha enganchado -le anuncié-. ¿Cuánto tardas?

–Minutillos -prometió-. Cuelga, te llamo yo.

No sé cómo pude, pero colgué y me puse a esperar.

–¿Me conecto? – preguntó Chamorro.

–No, aún no, no son y media todavía.

A las nueve y treinta y uno, sonó mi teléfono móvil. Era Juárez.

–Lo tengo -dijo solamente.

Le di luz verde a Chamorro y se conectó como una centella.

–Hemos pillado la dirección IP -dijo Juárez-. Y según las gestiones extraoficiales que me han hecho mis colegas está censada como perteneciente a un cibercafé en… ¿Te tomas nota de la calle?

–Por tus muertos, Juárez.

En cuanto tuve las señas, llamé al teniente Vendrell, que mandaba el equipo que ya estaba sobre el terreno, para que aseguraran el lugar. Luego me dirigí a Chamorro y a Tena y las arengué:

–Chicas, no os volveré a pedir esto. Sed tan guarras como podáis. Dependemos de vosotras. Cuento con que no nos defraudaréis.

–Pierde cuidado, mi sargento. Nos lo vamos a comer.

Me fui con Rubio y batí el récord del trayecto que separaba la comandancia del centro de Barcelona. Cuando llegamos ante el cibercafé, nos salió al encuentro Vendrell, que me explicó, solvente:

–Dos salidas. Ambas controladas. Quieres ir tú, supongo.

–Supones bien -confirmé.

Entré, lo vi absorto en la pantalla, me acerqué. Sabía que tenía toda la ventaja, con los auriculares no podía oírme. Le puse la mano en el hombro y, no lo oculto, pocas veces he disfrutado tanto al decir:

–Guardia Civil. ¿Me acompaña, por favor?


CAPÍTULO 16


ABIERTO DE MENTE

Era, sin ninguna duda, el mismo hombre al que habíamos visto en el cementerio. Se llamaba Luis Fernando Vinuesa Tovar, tenía veinticinco años, conducía un Audi A3 plateado, modelo 1.9 TDI y matrícula CHD, y cuando le preguntamos por su profesión dijo que era bailarín y actor, aunque en ese momento se encontraba sin trabajo.


Pero eso fue más tarde, ya en la comandancia. Durante todo el tiempo que estuvimos en el cibercafé (fotografiando la pantalla del ordenador con el cuadro de chat abierto, copiando en un disquete la conversación, tomando los datos de las personas que allí se encontraban como testigos) y después, durante el trayecto en coche, nuestro hombre permaneció en estado de shock. Le había dicho inmediatamente, ateniéndome a la ley, que lo deteníamos para esclarecer su posible participación en el asesinato de Neus Barutell. La noticia lo dejó clavado en el sitio, con los ojos desorbitados. Se dejó esposar sin oponer ni siquiera un amago de resistencia. No le habría valido de mucho contra cuatro hombres, pero se le veía lo bastante en forma como para habernos exigido algún esfuerzo en caso de revolverse contra nosotros.

Después de los trámites de registro, lo metimos en el calabozo para que fuera debatiendo consigo mismo la gravedad de su situación. Aproveché ese momento para avisar al comandante Pereira y a la juez. Ésta, después de pedirme un par de detalles sobre cómo habíamos practicado la detención y cómo se encontraba el sujeto, concluyó:

–Pues no le voy a decir lo que tiene que hacer. Disponen de setenta y dos horas, ya lo sabe, aunque se ganaría usted mi gratitud personal si me proporcionara alguna novedad antes de ese plazo.

–Por supuesto. De hecho, creo que deberíamos ir adelantando una diligencia, no vayamos a tener luego un disgusto con ella.

–Cuál.

–La rueda de reconocimiento con el empleado de la gasolinera.

–Ah, cierto. ¿Prefieren hacerla allí?

–Pues, si fuera posible…

–De acuerdo, mañana curso a primera hora el exhorto al juzgado de guardia de Barcelona. ¿Se ocupan ustedes de localizar y trasladar al testigo?

–Sí, descuide.

–Buena suerte. Ah, y buen trabajo, sargento.

Aunque los años me vayan convirtiendo en un hombre escéptico y resabiado, aún me ablanda como a cualquiera que me pasen la manita por el lomo, y la felicitación de Carolina Perea tenía para mí un valor especial. Animado por ella, y por el éxito de nuestra celada, me olvidé de que era casi medianoche y no me sentí apenas desgraciado por tener por delante una dificultosa labor mientras la mayoría de mis compatriotas se entregaban al descanso o a la juerga. A la hora de medir tu suerte hay que elegir bien con quién te comparas. Peor estaba mi oponente, del lado chungo de la puerta y sin la llave para abrirla. Por lo común, era yo quien dirigía los interrogatorios de los detenidos. Para eso me cualificaban mi mayor grado, mi antigüedad y mi experiencia en esas lides. Pero nunca habría llegado a adquirir esta última si un buen día alguien más experto que yo no me hubiera dejado el sitio, y no con cualquiera, sino con una presa de peso. Me pareció que era la ocasión idónea para que Chamorro asumiera la responsabilidad. Conocía bien el caso y había obtenido, cuando no elaborado, una buena parte de la información que nos había permitido capturar a aquel hombre. Además, disponía sobre él de la ventaja de haberle demostrado que podía ser tan lista como para engañarle. En cierto modo, se había ganado ocuparse ella de ponerle la guinda al pastel. Mientras yo discurría todo esto, ella charlaba con Tena y con Ponce. La observé. Debía de dar por sentado que me ocuparía yo, como de costumbre, y que como mucho le cabría estar a mi lado. La llamé aparte.

–Vir, quiero que lo interrogues tú -le dije, sin más preámbulos.

–¿Yo? ¿Sola?

–No, quiero escuchar lo que dice. Entraré contigo. Pero voy a dejar que le preguntes tú. Sólo intervendré si encuentro razones excepcionales para hacerlo. El trabajo de rendirlo será todo tuyo.

–Pues… -dudó-. ¿Y qué ha dicho hasta ahora?

–Fuera de sus datos de filiación y profesión, ni una palabra.

–Vaya, esto promete.

–Está todavía bajo los efectos de la conmoción. Tendrás que sacarlo poco a poco de ella. O de golpe, como te parezca que debes hacerlo.

–¿Estás seguro de que quieres dejármelo a mí?

–Razonablemente seguro. ¿Te sientes incapaz?

–No. Me sentiré incapaz cuando haya fracasado, si se da el caso.

–Pues adelante. Pídele a Ponce que lo traiga a la sala de interrogatorios y te reúnes conmigo. Yo voy yendo para allá.

Llegó apenas treinta segundos después que yo y se sentó en la silla que estaba a mi lado. Más que nerviosa, parecía expectante. Me hacía cargo de su excitación. Era un caso de envergadura, en el que además se había metido a fondo, y aquél era el momento crucial. De su astucia o de su torpeza dependería en buena medida lo que sacáramos.

Luis Fernando Vinuesa entró un par de minutos después, esposado, cabeceando y con la mirada perdida. Me inspiró lástima. Por malos que sean, no lo puedo evitar, me la inspiran siempre, aquellos a los que tengo en un calabozo, sumidos en la incertidumbre, mientras yo puedo entrar y salir y, lo que es más importante, estoy en condiciones de calcular las posibilidades que tienen ellos de quedarse o de irse. Aquel hombre tenía pocas papeletas de librarse, y tal vez se lo olía.

–Buenas noches otra vez, señor Vinuesa -dije, una vez que lo hubieron sentado-. Soy el sargento Vila, el que ha tenido el mal gusto de interrumpirle antes la conversación que estaba usted sosteniendo a través del ordenador. Le ruego que me disculpe por ello, nuestro trabajo a veces nos obliga a comportarnos de modo descortés. Pero en la medida de lo posible, me gustaría reparar mi grosería, y por eso le he hecho traer aquí, para que tenga la oportunidad de continuar la charla. Le presento a Loba Verde. Será ella, ya que tiene más familiaridad con usted, quien se ocupe de preguntarle lo que queremos saber.

Al ver su expresión, temí haber incurrido en un exceso de sadismo. La detención sorpresiva, la hora tardía y el pánico a lo desconocido ya eran suficiente menoscabo para el ánimo de aquel individuo. Confrontarlo además y sin anestesia con su propia estupidez, y con aquella que la había cebado y explotado, estuvo a punto de demolerlo. No dijo nada, tan sólo se limitó a abrir y cerrar la boca un par de veces y luego bajó la cabeza. Le indiqué a Chamorro que era todo suyo.

–Buenas noches, señor Vinuesa -comenzó-. Creo que ha sido usted informado de los motivos de su detención.

El sospechoso continuó callado.

–Bien, por si acaso no le quedó claro o lo ha olvidado, le diré que tenemos razones para pensar que pudo usted participar en un homicidio. En concreto, en la muerte de Neus Barutell Pividal, acaecida entre la noche del lunes y la madrugada del martes pasado en Zaragoza.

Cerró los párpados. Fue toda su reacción.

–Como formalidad preliminar, voy a preguntarle cómo se declara usted en relación con ese hecho. No responda si no quiere, sabe que tiene usted derecho a no declarar en contra de sí mismo.

Vinuesa alzó la vista y la volvió a bajar. Apretó los labios con fuerza. Quedó claro que iba a hacer uso de su derecho a guardar silencio.

–De acuerdo -se resignó mi compañera-. Déjeme entonces abordar otras cuestiones menos espinosas. ¿Podría decirme usted desde cuándo conocía a la difunta? Porque la conocía usted, ¿o no?

El tipo despegó la barbilla del pecho. Miró a Chamorro y dijo:

–No, no la conocía.

Mi compañera me observó con asombro. Con una mueca le di a entender que era su sospechoso, que a ella le tocaba sacarlo de ahí.

–Bueno, bueno -dijo-. Permítame que me sorprenda. ¿No ve usted nunca la televisión, no lee ninguna revista, ningún periódico?

–Si se refiere a si la conocía por ahí, claro, como cualquiera.

–Ya. Pero en persona pretende usted hacernos creer que no.

–Crean lo que les parezca. Yo les digo lo que hay. No la conocía.

–Ajá.

Chamorro se levantó y dio un par de vueltas a la habitación, en silencio y con gesto pensativo. Le buscaba la mirada a Vinuesa cuando pasaba junto a él, pero el otro se la rehuía siempre. De pronto se detuvo y así, de pie, se dirigió con voz dulce al sospechoso:

–Perdone, no le hemos preguntado. ¿Ha cenado usted?

–Sí.

–¿Le apetece agua, un cigarrillo? Puedo ofrecerle también refrescos y es posible que hasta nos quede alguna lata de cerveza en la máquina. Ah, y café, por supuesto, pero a lo mejor luego no duerme bien.

El detenido la espió de reojo, con aire desconcertado

–Me tomaría una Coca-Cola light -murmuró.

–No sé si la tendremos light. ¿Le da igual de la otra?

–Sí.

–Ponce -grité.

El guardia, que vigilaba afuera, abrió la puerta bruscamente y asomó al umbral un rostro entre somnoliento y sobresaltado.

–¿Sí, mi sargento?

–Tráenos tres Coca-Colas, haz el favor.

–Y le tiré unas monedas.

Ponce tardó alrededor de cinco minutos en hacer el recado. Durante todo ese tiempo, ni Chamorro, ni el detenido, ni por supuesto yo, dijimos una sola palabra. Me fijé en cómo se retorcía las manos, cuyos movimientos le embarazaban las esposas, y en cómo le sudaba la frente. Para entretenerme, aposté conmigo mismo sobre las opciones que tenía aquel hombre de mantener más allá de media hora el juego al que estaba intentando jugar. Considerando su inferioridad inicial y la sangre fría de mi compañera, me dije que pocas o ninguna. Chamorro, mientras tanto, hojeaba su bloc de notas y en todas las páginas se detenía para subrayar algo. Se preocupaba de que el sonido del bolígrafo al deslizarse sobre el papel resultara notoriamente audible.

Nos pusieron las tres latas de Coca-Cola sobre la mesa. Ella no tocó la suya. Yo cogí la mía y me metí un buen trago, sin dejar de mirar a Vinuesa. Él adelantó las manos esposadas para tomar su bebida.

–Deje, le ayudo -se ofreció Chamorro.

Le abrió la lata y se la puso en las manos. Vinuesa bebió con ansia. Debía de tener, a la sazón, la boca más seca y pastosa en cien kilómetros a la redonda. Luego dejó torpemente la lata sobre la mesa.

–Bien, ahora ya se ha refrescado -dijo Chamorro-. Espero que la cafeína le desperece un poco las neuronas, le aclare los pensamientos y le devuelva la memoria. Y que me diga usted dónde, cuándo y cómo conoció a Neus Barutell. También puede hacer otra cosa, volver a fingir que no la conoce. Entonces le leeré las diecisiete pruebas que en un rato he encontrado en mi bloc y que me permiten afirmar que eso es una mentira que sólo sostendría alguien lo bastante estúpido como para complicarse su situación gratuitamente y renunciar a cualquier posibilidad de obtener alguna clemencia por parte de la justicia.

–Pues, no sé, debo de ser estúpido. Demuéstremelo usted.

Oírle aquello me produjo una suerte de admiración. La voz le temblaba, y si tenía alguna inteligencia (y como aconsejaba Descartes, yo se la presumo a todo el mundo) debía de percatarse no sólo de que no iba a convencernos, sino de que al fin y al cabo conocer a Neus no era ningún delito, y quedaban muchos pasos para llegar desde ahí hasta la imputación del crimen. Aquella resistencia desesperada en la línea más exterior (y menos sólida) era un despropósito heroico. Pero sentí curiosidad por ver cómo Chamorro trataba de doblegarlo.

–Está bien -dijo mi compañera-. Se lo voy a demostrar. Sé que conocía usted a Neus Barutell porque tengo registradas las llamadas entre sus dos teléfonos. Porque he interceptado toda la correspondencia que le dirigió usted desde tres cuentas diferentes de correo electrónico, y ella a usted desde otras tantas. Porque sé qué día se acostó con ella por primera vez, y podría enumerarle sin saltarme una sola todas las demás veces, hasta la última, el mismo día que la mataron. Porque tenemos identificado su rostro y su coche por un testigo que le vio con ella esa misma tarde en una gasolinera de Zaragoza. Porque le tenemos fotografiado en su entierro, y supongo que usted no va a los entierros de la gente a la que no conoce. Y porque guardamos en el laboratorio un poco de semen de usted que nos tomamos la fea molestia de extraer de la vagina y del recto del cadáver, aparte de muestras de su vello púbico, su cabello y las huellas dactilares que cometió usted la ligereza de dejar por toda la casa. Y esto, señor Vinuesa, es sólo el aperitivo.

Permanecí hierático, pero me costó un poco, lo confieso. Para hacer aquel envite Chamorro había arriesgado a tope, había puesto muchas cartas boca arriba y se había tirado más de un farol. No la recriminaba por eso: cuando a uno le encomiendan una responsabilidad, es para que la asuma y si lo considera necesario se la juegue. Pero ahora quedaba ver la reacción que producía su andanada de artillería. Me fijé en nuestro hombre. Por lo pronto, había palidecido. Ella le apretó:

–Se ha confundido de película, señor Vinuesa. No le estaba preguntando nada que no sepa. Me estaba enrollando con usted. Y le estaba dando la ocasión de enrollarse conmigo. Fíjese, qué desperdicio.

Seguía pálido. Cada vez más. Los ojos se le extraviaron.

–¿Le pasa algo? – pregunté.

Se tambaleó en la silla. Llegué de milagro a sujetarle antes de que terminara de perder el equilibrio y se fuera al suelo. Pesaba bastante, y me las arreglé como pude para bajarlo suavemente y tenderlo. Chamorro vino entonces a ayudarme. Le puso algo bajo la nuca.

–Qué bestia, Virgi -dije-. Lo has tumbado.

–Yo… No imaginaba que…

–Pues ya ves, nos ha salido un alma sensible. ¡Ponce! – llamé.

El guardia irrumpió de nuevo en la habitación y exclamó:

–Anda, ¿lo habéis hostiado? Yo creía que eso ya no se podía hacer.

–No fastidies, Ponce, que se nos ha desmayado él solito. ¿Hay por aquí cerca algún médico o algo que se le parezca y que pueda venir?

El ATS de la comandancia, pese a lo intempestivo de la hora, tardó apenas unos minutos en presentarse. Examinó con detenimiento a Vinuesa, que había vuelto en sí medio minuto después de su desvanecimiento. Tras tomarle la tensión y el pulso, mirarle las pupilas, palparle el cuello y vigilar su respiración, se atrevió a diagnosticar:

–Nada. Este tío está tan enfermo como tú o yo. Se habrá asustado, por verse aquí. De todos modos, yo que vosotros ahora lo dejaría descansar y lo observaría un poco, por si las moscas. Y si queréis, mañana traemos a un médico para que le explore, como precaución.

Hablábamos en un aparte, para que él no pudiera oírnos. Me acerqué a la camilla donde lo habíamos tendido y le pregunté:

–¿Cómo se encuentra?

–Mejor -dijo, avergonzado.

Enfrenté su mirada, o lo intenté. Era como si los ojos de aquel hombre estuvieran vacíos, como si no hubiera nadie detrás

–Está bien. Es tarde. Ahora vamos a dejarle dormir. Aproveche y reponga fuerzas, porque mañana tendremos que seguir interrogándole. Le sugiero que aproveche estas horas para meditar. Y que no confíe en simular indisposiciones para evitarse el trago. Si hace falta traeremos a un médico para que esté presente en el interrogatorio y nos certifique en todo momento que se encuentra usted en condiciones.

Vinuesa, de pronto, me miró como un animal acorralado. Me descolocaba su actitud. No encajaba del todo en ninguno de los esquemas típicos: ni era, comprobado quedaba, el criminal amateur que de puro anonadado renuncia a seguir una estrategia y se rinde, ni tenía, puesto a hacerse el listo, el cuajo necesario para engañar a un párvulo. Me permití esperar que el descanso nocturno le hiciera entrar en razón y le mostrara la inutilidad de perseverar en aquella tierra de nadie donde ninguna recompensa verosímil aguardaba a sus esfuerzos.

Aprovechamos también nosotros para dormir unas horas. No quise ni siquiera perder un minuto en discutir con Chamorro la táctica del día siguiente. No había ninguna duda, era nuestro hombre. Por si aún lo cuestionábamos, antes de acostarnos nos certificaron la coincidencia de sus huellas dactilares con las que habíamos recogido en la casa. Y aunque el ADN todavía tardaría un par de días o tres, estaba convencido de que sólo era un trámite: el perfil genético del semen extraído del cuerpo de Neus coincidiría con el de la saliva que habíamos tomado de la lata de Coca-Cola de la que Vinuesa acababa de beber. De lo que se trataba era de arrancarle la confesión, y a ser posible de lograr que nos dijera dónde había tirado el cuchillo. Pero con lo recogido hasta ahí ya teníamos de sobra para empapelarlo por homicidio, ante noventa y nueve de cada cien hipotéticos juzgadores. Sólo habría que hacer valer un móvil pasional que la turbulenta y clandestina relación entre ambos, documentada con todo lujo de detalles, más el informe psiquiátrico-forense que a no dudarlo descubriría en su azotea más de un desperfecto, bastarían para soportar. Por eso me pareció que lo mejor era retirarse y volver a la carga a la mañana siguiente, tan relajados como pudiéramos. Y que mi compañera continuara con el interrogatorio como tuviera por conveniente, sin presiones añadidas por mi parte. Lo peor que podía pasar era que hubiéramos de gastar los tres días repitiendo las mismas preguntas, hasta que, una de dos, se derrumbara o probara su determinación de negarlo todo. Y en tal supuesto ya estableceríamos el oportuno sistema de relevos entre ambos.

Por la mañana, para asegurar, hicimos que lo viera un médico, que corroboró lo que nos había dicho el ATS por la noche: Luis Fernando Vinuesa era un hombre que gozaba de un estado de salud tan impecable como cabía presumirle en función de su edad y aspecto. Para mantenerle en tan envidiable condición, nos preocupamos de que le sirvieran un buen desayuno, con café, bollería, zumo y fruta. Me asomé a ver cómo daba cuenta de él y me alentó comprobar que lo hacía con ganas. Rubio se encargó mientras tanto de organizar con sus compañeros de la comandancia de Zaragoza el traslado de Radoveanu para la rueda de reconocimiento. A eso de las nueve y media, volvimos a conducir al detenido a la sala y Chamorro reanudó el interrogatorio.

–Buenos días. ¿Ha dormido usted bien?

Vinuesa sonrió, por primera vez. Buena señal.

–He dormido mejor en otras ocasiones -dijo-, pero vaya.

–¿Ha pensado usted sobre lo que ocurrió ayer?

–Qué remedio.

–Me gustaría que me contara a qué conclusiones ha llegado, si es que ha llegado a alguna que esté dispuesto a compartir conmigo.

–Conclusiones, lo que se dice conclusiones… Está bien, creo que ya no tiene ningún sentido que niegue que conocía a Neus.

–¿Por qué lo negó anoche, entonces?

Se encogió de hombros.

–Porque nunca me habían detenido antes, porque ella está muerta y veo que me lo van a querer colgar, o a lo mejor por costumbre.

–¿Por costumbre?

–Sí. Nos encontrábamos a escondidas, y yo nunca le conté a nadie que estaba con ella. Le recuerdo que era una mujer casada.

–¿Niega tener alguna responsabilidad sobre el crimen?

–Claro que lo niego. Yo no la maté. Nunca habría podido ponerle una mano encima. Ya que han leído lo que le escribía, creo que no hace falta que se lo cuente, ahí tienen la prueba: estaba loco por esa mujer.

Chamorro no se dejó impresionar.

–Ésa podría ser, justamente, la razón -dijo-. Que usted la quisiera y que no soportara verla así a hurtadillas, que deseara que fuera sólo suya y que al no poder conseguirlo… Me estoy limitando a describir la hipótesis que se plantearía cualquiera al repasar su historia.

–Ya. Me parece que ve usted demasiados culebrones, agente. Yo hasta he hecho algún papelito en alguno. Y supongo que esas cosas pasan, pero no conmigo. Yo sabía cómo iba todo, desde el comienzo. Y respetaba su libertad de decidir cómo quería estar y con quién, como pido que respeten la mía. Soy un tío joven y abierto de mente, no uno de esos cafres que van por ahí en plan la maté porque era mía.

Siempre se me hace raro cuando uno se refiere a sí mismo como joven, abierto o cualquier otro adjetivo de contenido positivo, y no lo hace como broma, sino tan en serio como lo acababa de hacer Vinuesa. No porque crea que uno debe ser humilde, sino porque uno no tiene consigo mismo la distancia necesaria como para poder dar fe más que del fango y la mugre en que se revuelca. Lo cierto era que el detenido, aparte de esa notable autoestima, exhibía aquella mañana una firmeza y un aplomo que nada tenían que ver con su comportamiento de unas pocas horas atrás. Y tampoco andaba desprovisto de sutileza.

–Supongo que tiene sus razones para decir eso -admitió Chamorro-. ¿Le parece que a mí podrían convencerme, esas razones suyas?

–No la sigo.

–Afirma que es inocente. Y me parece bien, a lo mejor yo haría lo mismo en su lugar. La cuestión es, ¿cree que aparte de repetirlo una y otra vez, podría convencernos a mí y a mi compañero de ello?

–Disculpe, pero creía que era al revés. Que se supone que yo soy inocente mientras no prueben ustedes lo contrario.

Chamorro asintió, comprensiva.

–Claro, ésa es la teoría general. Pero cuando uno es la última persona con quien vieron a la muerta, cuando uno dejó toda clase de huellas y de vestigios en el lugar del crimen, y cuando uno, después de descubrirse lo que ha sucedido, no se preocupa de acudir a la policía, sino que huye de ella y se esconde, la situación varía ligeramente.

Vinuesa inspiró hondo y repuso:

–Nada de eso es una prueba irrefutable.

–¿Y quién le dice a usted que hace falta tanto para condenarlo? Basta con que la gente que le juzgue llegue al convencimiento de que usted y no otra persona cometió el crimen. Y analícelo fríamente, si puede, ¿qué le parece que pensaría una persona normal sobre la base de todas esas circunstancias? ¿Que usted sólo pasaba por allí?

El detenido tomó conciencia del apuro en que estaba. O quizá ya la había tomado antes, pero no con la precisión con que acababan de enunciárselo. Se le veía ansioso de encontrar por dónde salir.

–A ver, retrocedamos al principio -dijo Chamorro-. Vamos a repasar en qué estamos de acuerdo. Ya hemos admitido que usted y Neus Barutell se conocían, y que mantenían una relación sentimental desde hacía unas tres semanas en la fecha de su muerte. ¿Me equivoco?

–No.

–¿También me admitiría usted que se vieron varias veces en la misma casa de Zaragoza donde apareció asesinada?

–También.

–¿Y que fue allí con ella el día de su muerte?

–Tienen testigos, ¿no?

–¿Y que mantuvo relaciones sexuales con ella?

–Para qué lo voy a negar. Eso no es ningún delito. Fue con su consentimiento, como todas las demás veces.

Mi compañera lo escrutó fijamente, haciéndole sentir la gravedad del momento. Vinuesa, he de consignarlo, aguantó el tipo.

–Imagino que sabe usted que tenemos medios para fechar la muerte de una persona, y no creo que se le oculte que los hemos utilizado también en este caso. Apenas queda margen temporal, entre la hora de su llegada y el momento en que acabaron con la vida de Neus, para que el hecho no sucediera, digámoslo así, en su presencia.

–Le juro que yo ya no estaba allí.

Chamorro puso esa cara de decepción que yo conocía bien.

–Jurar es gratis. Lo puede hacer cualquiera. Así no me convencerá.

–¿Y cómo la convenzo, entonces?

–A ver, voy a tratar de echarle un cable. ¿Me puede contar, con el mayor detalle posible, qué pasó aquella tarde entre ustedes?

El detenido se cogió la cabeza entre las manos, cerró los ojos y después se los restregó con fuerza. Si había que juzgarlo por la aparatosidad del gesto, se disponía de veras a hacer memoria.

–Pues, veo que no tengo más remedio que renunciar a mi intimidad para usted, señora agente. O señora número, ¿o cómo la llamo?

–Hace muchos años que ya no somos números -replicó Chamorro-. Ahora somos personas, como los demás. Y yo en particular soy cabo. Pero llámeme como quiera. Mi nombre de pila es Virginia.

–Podría llamarla Loba Verde, también -dijo, con una sonrisa amarga-. La verdad es que me llevó usted al huerto del todo. Supongo que debí de parecerle el tío más capullo del mundo, mientras me liaba.

–No, por qué. Yo jugaba con ventaja. Pero iba a contarme algo.

–Sí -asintió-. Mi última tarde con Neus. Bueno, lo habíamos organizado para aprovecharla. Al día siguiente yo tenía que estar muy temprano en Barcelona, y a ella vendría a verla su ayudante para trabajar, también pronto. Así que preferí no pasar allí la noche. No me molesta conducir, y a autopista vacía en dos horas me recorría la distancia entre la casa y Barcelona. Entre las seis, que fue cuando llegamos, y las once, que era mi hora de Cenicienta, nos cabían unas copas, una cena y un par de polvos. Y eso fue lo que tuvimos. La cena, sin muchas complicaciones. Bueno, si registraron la casa ya encontrarían los restos, así que no tengo que especificarles más. Las copas, no fueron muchas, porque yo tenía que conducir luego. Y los polvos, ¿quieren detalles?

–No -repuso Chamorro-. Ya alquilaremos algo del videoclub si nos entra el apretón. Lo que sí me gustaría es que me dijera la secuencia horaria precisa. Desde que llegaron, hasta que se marchó usted.

–Llegamos a las seis, como le digo. De seis a siete y media o así, copas y primer polvo. De siete y media a ocho y algo, ducha y preparar la cena. De ocho y media a nueve y media, cena viendo las noticias. De nueve y media a diez y media segundo polvo. Y luego me duché otra vez, para conducir fresco, y me puse en ruta. No serían más de las once y cuarto. Era la una y cuarto cuando estaba entrando en mi casa.

–¿Alguien puede dar fe de eso último?

–Vivo solo. Si alguna vecina cotilla me vio, puede ser.

Chamorro administró el silencio durante unos segundos. Quien la viera, habría pensado que el relato de Vinuesa, y su manera de decir las cosas, la dejaban del todo indiferente. Yo sabía que no era así, por diversas razones. Tampoco a mí me resulta el colmo de la elegancia que alguien se refiera con el término polvo al rato compartido con una mujer que ha tenido la gentileza de separar las rodillas para él. Creo que uno debe ser un poco más respetuoso con aquellos que le regalan algo de sí mismos. Aunque tampoco juzgaba con demasiada severidad a aquel muchacho. Pertenecía a una generación que no había sido educada para andarse con excesivas contemplaciones, ni a la hora de actuar ni de nombrar lo actuado. Mi compañera habló al fin:

–Hay un asunto, por lo menos, que ha omitido contarme.

–¿El qué?

–En la casa encontramos algo más que restos de copas y de comida.

–¿No puede hablar más claramente?

–Cocaína.

–Ah, sí, nos metimos unos tiritos. Un par, sólo, tampoco quería ponerme ciego por lo mismo, tenía que conducir. Pero mis últimas noticias son que eso había dejado de ser delito. ¿Cambiaron la ley?

–No. ¿Está usted enganchado? ¿Lo estaba ella?

–Consumo de vez en cuando. Y en cuanto a ella, mi impresión es que tampoco se metía mucho. No sé, depende de lo que considere estar enganchado. Yo creo que controlo. Y que ella controlaba.

Chamorro hizo algunas anotaciones en su bloc, sin prisa. Vinuesa se había ido creciendo a lo largo del interrogatorio. Nadie habría dicho que era el mismo que se nos había desmayado en el primer encuentro. Yo seguía sin calarlo del todo. Y eso empezaba a fastidiarme.

–Bien -resumió Chamorro-. Así que esto es lo que quiere usted que nos traguemos. Es original lo de cenar viendo las noticias, eso se lo reconozco. Lo demás, como argumento de la escena barata de adulterio de esos culebrones de los que hablaba usted antes y en los que parece que ha trabajado, me podría valer. ¿Sacó la idea de ahí?

Vinuesa no se esperaba el ataque. Y le hizo daño. Se revolvió:

–Oígame, cabo Virginia, o como sea que tenga que llamarla. Ya sé que yo estoy jodido y que en esta habitación usted tiene la sartén por el mango. Y ya sé que por el hecho de ser actor y bailarín usted me considera un gilipollas integral. Pero fui a la universidad y me saqué una licenciatura en Historia del Arte con media de nueve. Que no me sirve ni para tomar por culo, pero sí para no tolerarle que me trate como a un imbécil. Mi situación es difícil, de acuerdo, pero lo que les he contado es la verdad, y ustedes han de probar que yo maté a alguien para seguir teniéndome encerrado, y si no, con todas sus sospechas y con todo lo mal que les caiga, el juez me pondrá en la puta calle.

Chamorro sonrió con indulgencia.

–Ah, ahora lo veo. ¿En eso confía? Quizá le interese saber que la juez que lleva este caso, porque es una mujer, ya ve usted qué mala suerte ha tenido, está al tanto de todo lo que estamos haciendo. Y como es usted una persona instruida, sabrá que tiene una posibilidad legal de pedir ser llevado a su presencia en cualquier momento. Se llama habeas corpus. Si quiere le traemos el formulario para que lo rellene.

Vinuesa no dijo nada. De pronto, se había puesto carmesí.

–Vamos, ¿se lo traigo? – le insistió-. ¿O prefiere pensarse mejor si lo que le conviene es seguir manteniendo ese cuento idiota de los fantasmas que vinieron en medio de la noche a acuchillar a Neus?

Aborrezco la violencia. No suele ser útil para casi nada, ni siquiera para reducir a las alimañas, como piensan los guionistas de casi todas las películas norteamericanas y una buena parte de los pacíficos ciudadanos de los países democráticos y civilizados. Si el homo sapiens ha podido imponerse a la naturaleza no ha sido por su limitada capacidad de embestirla, sino por su habilidad para domeñarla dando rodeos. Por otra parte, intervenir era tanto como desautorizar a mi compañera. Pero me pareció que debía tratar de apaciguar la situación.

–Señor Vinuesa -dije, en tono sosegado-. No crea que no comprendemos sus dificultades. No es fácil hacerse cargo de una cosa así, y nosotros lo sabemos probablemente mejor que nadie. Sólo le pediría que recapacite. A veces, en la vida, llega la hora de la verdad, y es entonces cuando se pone a prueba lo que somos. A usted le ha llegado el momento. Piense que no es cualquier cosa. Que tiene que estar a la altura. Que tiene que ser inteligente y buscar su propio beneficio, y que uno siempre puede hacer por empeorar o mejorar su suerte. Por lo demás, se lo dijimos al principio, tiene derecho a no hablar, pero no se haga ilusiones, no trate de convencerse de que no llueve cuando le está cayendo una tromba encima, porque esto no se va a parar así como así. Seguiremos adelante, porque no estamos actuando al tuntún.

–Yo no lo hice -contestó, al borde del llanto.

–Vamos a dejarlo aquí por ahora -concluí-. Volveremos a vernos luego. Trate de aclarar sus ideas. Por su propio bien.

Devolvimos al detenido al calabozo. Mi compañera estaba visiblemente malhumorada. No había tenido el mejor estreno posible como interrogadora, y su orgullo le pasaba ahora factura por ello.

–No te hagas mala sangre, Vir -le dije-. No se puede ganar siempre.

–Es que me revienta que se me ponga chulo ese mierda -rezongó.

–Mal camino, compañera. Para interrogar a un sospechoso, ni le puedes odiar, ni puedes subestimarle. A lo mejor ese mierda, aunque se desmaye cuando se le ponen delante las pruebas que le acusan y sea un gigoló presuntuoso, tiene un aguante fuera de serie para sostener lo que quiere hacernos creer. La gente a veces despista mucho.

–Pero nos está tomando por idiotas. ¿A qué aspira con eso?

–No se da cuenta. No puede juzgar su actuación desde fuera.

–¿Y qué vamos a hacer?

–Ahora mismo, ir a tomarnos un café. Tenemos mucho tiempo, que podemos aprovechar para despejarnos, para pensar estrategias, para ver si se nos ocurre cómo tratar de minar su ánimo. Él sólo puede mirar las paredes del calabozo y sentir miedo de la cárcel. Pero no te tortures más. Anda, vamos a darnos una tregua, y así aprovecho para hacer una llamada que tengo pendiente. Me había olvidado.

Estaba quedando mal con Riudavets. Casi le había colgado la víspera y no le había llamado todavía. Pero él era del gremio, sabía cómo iba el trabajo y no estaba ofendido. Me atendió con toda amabilidad, y después de contarle yo nuestras novedades, me dio las suyas:

–Altavella estuvo el lunes por la tarde y el martes por la mañana en su casa de Gerona, en efecto. La urbanización no es muy grande y los vecinos le tienen bien fichado. Pero en algo te mintió. Hay alguien que le consta positivamente que podría respaldar su coartada.

–¿Quién?

–La mujer con la que pasó la noche. Unos treinta años, rubia, y bastante maciza, al parecer. No era la primera vez que la llevaba allí.

Hay muchas razones para mentir. Pero a un investigador de homicidios le cuesta creer que alguien lo hace por motivos inocuos.


CAPITULO 17


EL PUNTO FLACO

La rueda de reconocimiento, aprecié al ver a Vinuesa flanqueado por todos aquellos guardias de paisano, era modélica. No siempre podía uno rodear al sospechoso de gente tan similar a él, por edad, estatura, color de pelo, etcétera. Resultaba que nuestro hombre encajaba en el prototipo de varón español joven, como la mayoría de quienes nutrían nuestras filas en aquella demarcación. Pero aquella gratificante sensación de pulcritud en la preparación de la diligencia me venía mezclada con un presentimiento de desastre. La mañana no estaba marchando por los mejores derroteros. Al fallido interrogatorio de nuestro detenido se había unido la inopinada apertura de un flanco que consideraba tranquilo y cubierto, el del viudo. Tenía coartada y me seguía pareciendo carente de móvil, por su carácter y el laxo convenio conyugal que le permitía hacer su vida sin estorbos. Pero me había engañado, y eso, que siempre molesta, me obligaba a encontrar una explicación satisfactoria o a pedírsela. Lo único que nos faltaba, en esas circunstancias, era que Radoveanu, de tan bien que habíamos preparado la rueda de reconocimiento, no fuera capaz de identificar a Vinuesa, o señalara a otro. Confieso que mi pulso iba a algo más de las 70-80 percusiones por minuto habituales cuando lo pusimos al otro lado del cristal.


Pero en la vida, aunque no suceda con frecuencia, uno se encuentra a veces personas providenciales, a las que puede encomendarse en los momentos más aciagos o de mayor angustia sin temor de verse defraudado. El rumano (a quien, dicho sea de paso, el capitán Navarro, de Zaragoza, le había empujado entre tanto la renovación de su permiso de residencia) cumplió con lo que de él se esperaba. En honor a la verdad, Vinuesa le dio alguna facilidad, porque, frente a la impasibilidad de los guardias que posaban junto a él, no dejó de parpadear ni de morderse los labios durante todo el tiempo. Pero me constaba que nuestro testigo, que había sido precavido hasta allí, no habría dicho de no haberlo visto con absoluta claridad lo que entonces dijo:

–El número tres. El perfil, la forma de moverse, la mirada. Aquí sí que lo veo, no como en la foto. Ése es el hombre que iba con ella.

–Pero ¿se lo parece o está completamente seguro? – preguntó la funcionaria judicial que levantaba acta, una cincuentona muy pintada, más bien antipática y flaca como un palo de escoba. Se la veía diligente y resolutiva, de esas que no hacen las cosas de cualquier modo.

–Estoy completamente seguro -repuso Radoveanu.

–Muy bien. Pues espere un momento.

La funcionaria terminó de redactar el acta. Luego la imprimió y se la dio a leer al testigo. Nos facilitó una copia también a nosotros.

–Si está de acuerdo, la firma -le requirió.

Radoveanu leyó sin prisa. Inmigrante y todo, no se sentía tan intimidado como para firmar sin más lo que le pusieran delante, ni tampoco tenía vergüenza de hacernos esperar, a nosotros y a la envarada funcionaria, para asegurarse de que el texto del acta se ajustaba a lo que allí había acontecido. Era digno de tenerse en cuenta, al menos para quien como yo había visto a tanta gente poner su garabato sin leer ni entender, sólo por los nervios o el apocamiento del instante.

–¿Me dejan un bolígrafo? – preguntó al fin.

Tenía una firma pinturera, Gheorghe Radoveanu. Una letra airosa y con personalidad. Pensé que en un mundo mejor organizado, a escala planetaria, serían muchos de los que le tendían las llaves con desprecio los que le llenarían el depósito de gasolina a él. Pero ya se sabe que la fortuna reparte las cartas como se le antoja y que el mejor jugador del mundo sucumbe sin remedio a cualquier lila que ligue cuatro ases. Nuestro testigo lo sabía de primera mano, y parecía llevarlo bien, pero no renunciaba a afirmarse en esos espacios particulares, como la firma, en los que el torpe gerente de la tómbola no tenía jurisdicción.

Mientras Ponce y Gil se llevaban al detenido de vuelta al chiquero, los demás nos quedamos charlando con el testigo. De todo el equipo investigador, Chamorro era la que le estaba más agradecida:

–Muchas gracias por su colaboración, Gheorghe. No se crea que nos ayudan tanto, a veces, los que se supone que más deberían hacerlo, ya que gozan de las ventajas de ser ciudadanos de este país.

–No sé -dijo Radoveanu, con modestia-. A nadie le gusta verse en líos de leyes y juzgados, claro, pero si te toca, qué le vas a hacer. En lo poco que traté con esa mujer no me pareció mala persona. Si puedo ayudar a resolver su muerte, creo que se lo debo.

–Puede, no lo dude -aseveró mi compañera.

–Así que lo hizo él.

–Eso es lo que creemos.

–Parece poca cosa, como hombre -juzgó el rumano, sobre la base de una experiencia que reconozco tuve que contenerme para no indagar-. Claro que casi siempre son así los que atacan a las mujeres.

–Estoy de acuerdo con usted -suscribió Chamorro.

A mi compañera se la notaba demasiado enardecida y beligerante. Había que hacer algo para aplacarla. Miré la hora. Si Radoveanu y los guardias que lo habían traído emprendían viaje hacia Zaragoza iban a llegar demasiado tarde para comer. Sobre la marcha, propuse:

–¿Por qué no os quedáis a almorzar por aquí? Así no os maltratamos ni a vosotros ni a este hombre más de lo imprescindible.

–Pues yo le tomo la palabra, mi sargento -dijo uno de los guardias.

–¿Le parece bien, o tiene prisa por volver? – pregunté al rumano.

Gheorghe Radoveanu sonrió ampliamente, mostrando una hilera de dientes muy blancos y dispuestos en perfecta alineación.

–¿Prisa? Qué va. Me esperan la manguera y el jefe, ya ve usted qué panorama. Y tengo hambre, para qué le voy a engañar.

Lo llevamos a comer en la propia comandancia. Tenían un menú del día típico de comedor colectivo, con los inevitables macarrones boloñesa y el no menos inevitable pescado rebozado con patatas o lechuga. A veces, sin embargo, a uno le apetece comer así. Nuestro testigo se arrojó sobre los macarrones con ansia, y a mí no me hizo mucha gracia que cuando andaba a mitad del plato sonara mi teléfono móvil. Me contrarió más aún reconocer la voz de Ponce, porque eso representaba un alto índice de probabilidades de tener que abandonar la mesa. Y así fue, aunque lo que me cogió de improviso fue el motivo concreto:

–Mi sargento, el muñeco dice que quiere hablar -me anunció Ponce.

–Qué oportuno -mascullé-. Llévalo a la sala. Vamos en seguida.

–¿Qué pasa? – preguntó el sargento Rubio.

–Los muros del castillo se resquebrajan, al fin.

–¿Canta?

–Eso parece.

–La rueda de reconocimiento le ha jodido -opinó Tena.

–No cantemos victoria -dije-. Vamos, Chamorro, hoy hacemos dieta. Lo siento -me dirigí a Radoveanu-. Este trabajo es así. Si no puedo verle antes de que se vayan, muchas gracias por su ayuda. Y suerte.

–Igualmente, sargento -respondió-. Suerte.

–Gracias. Nunca sobra.

Llegamos ante la puerta de la sala de interrogatorios, que vigilaban los guardias Gil y Ponce. Este último nos informó:

–No sé con qué se va a descolgar, pero está cagadito vivo.

–Por fin, coño -exclamó Chamorro.

–¿Qué te dije, Virgi? Que fueras paciente. Y ahora prométeme que vas a estar calmada y que no vas a permitir que te descomponga. Con esa condición, te dejo que sigas tú. Si no, tendré que ocuparme yo.

Quizá tenía que habérselo dicho antes, a solas. Al verla enrojecer, me arrepentí de hacerlo en presencia de extraños.

–Estoy muy tranquila -dijo, mordiendo las palabras.

–Pues vamos, adelante. – Abrí la puerta y le cedí el paso.

En el interior de la sala de interrogatorios nos aguardaba un Luis Fernando Vinuesa demudado y tembloroso. Podía ser el efecto de la experiencia de la rueda de reconocimiento, como había sugerido la guardia Tena. Es una situación en la que sólo he estado como relleno, pero aun así tiene algo de humillante exponerse como mera carne a la tasación de un espectador invisible. Si uno es el protagonista, deben de afectar cien veces más los preparativos, el momento en sí y, sobre todo, el regreso al encierro. Para redondearlo, nos preocupamos de facilitarle a Vinuesa la comunicación con el abogado de oficio al que habíamos hecho venir esa misma mañana para darle asistencia letrada, y que ya le habría informado del resultado de la identificación positiva por parte del testigo. Todo esto, más las largas horas del calabozo (llevaba sólo quince, le quedaban aún cincuenta y siete hasta llegar al máximo legal), había ido erosionándolo inexorablemente. A fin de cuentas era un novato, y carecía del entrenamiento que permite a un delincuente consumado mirarte con cara de haba y sin soltar prenda por más horas que lo tengas encerrado y por más tretas que uses para hacerlo derrotar. A nuestro prisionero, por el contrario, se le veía deseoso de aliviarse. Si acertábamos a aprovecharlo, la confesión estaba servida.

–Buenas tardes -dijo Chamorro, después de sentarse-. Nos han dicho que quiere usted contarnos algo. Le escuchamos.

Vinuesa la miró, desencajado.

–No sé si quiero contárselo a usted.

Chamorro se volvió hacia mí. Tragándose la rabia, me preguntó:

–¿Me voy?

Era un bonito dilema. Tenía que escoger entre ofenderla a ella o arriesgarme a perder la confesión de él. Pero algo bueno tiene hacerse viejo: sabes que hay pasos reversibles e irreversibles, y que no hay que apresurarse a dar los segundos. Si la echaba, eso ya no tenía vuelta atrás. Si le permitía quedarse y el detenido reaccionaba demasiado mal, siempre podría reconsiderarlo y vestirlo de gesto magnánimo.

–Lo siento, señor Vinuesa -dije-. Esto no es un restaurante a la carta. Aquí no elige usted con quién habla y con quién no. La cabo lleva este caso y tanto si le gusta como si no tendrá que tratar con ella.

También era, por otra parte, una manera de probarle las fuerzas.

–Joder, todo esto es una mierda -gimoteó.

–Se lo admito. Pero por nuestra parte, y le aseguro que eso incluye a la cabo, no tenemos el menor deseo de hacerle sufrir. Confíe en nosotros y haremos lo que podamos para ayudarle. Se lo prometo.

–Y yo -se sumó Chamorro-. Disculpe si antes le presioné más de la cuenta. Crea que me gustaría que pudiéramos entendernos.

Vinuesa necesitaba a alguien en quien confiar. Quizá fue eso lo que le hizo caer, o quizá lo ablandó que mi compañera hubiera recuperado en sus últimas palabras el tono complaciente de Loba Verde. Cuesta adivinar lo que pasa por la cabeza de un hombre en semejante trance. El hecho es que en este punto se desmoronó y rompió a llorar.

Chamorro me consultó con la mirada. Moví la mano abierta en círculos y se lo señalé. Se acercó a él y le puso la mano en el hombro. El otro, por lo menos, no dio en rechazarla. Con voz cálida, ella le pidió:

–Vamos, Luis, cuéntanos eso que te está quemando dentro.

Vinuesa se enjugó las lágrimas, tomó aire. Chamorro volvió entonces a su asiento, sin dejar de ofrecerle su semblante más compasivo.

–Quiero… -empezó, inseguro-. Quiero que intenten comprenderme. Lo que les voy a contar… Yo sé que no está bien. Pero no merezco pagarlo así. No soy tan canalla ni tan hijo de puta, aunque sé que he cometido un error, y les juro que estoy dispuesto a aceptar el castigo que me corresponda por ello. Pero no soy un asesino, no puedo ir por ahí cargando con eso, ni mi familia tiene que vivir con esa losa. No sería justo, si no lo hacen por mí, les pido que piensen en ellos…

Mi compañera intentó confortarle:

–No tengas ninguna duda. Pensaremos en ellos, por supuesto.

–Pues, lo primero de todo, sí, creo que tengo que admitir que Neus está ahora muerta por mi culpa, y quisiera decirles, y que me creyeran, que eso es algo que me va a aplastar toda la vida. Yo la quería, y la quería mucho. Parecíamos muy diferentes, empezando por la edad, y estoy seguro de que cualquiera que lo supiera habría hecho el clásico chiste de la madura y el jovencito guaperas. Pero nos compenetrábamos muy bien, en el fondo yo creo que éramos muy iguales, y que ella me dejó ver a mí lo que no dejaba ver a nadie, una personalidad maravillosa, limpia y atrevida que el peso de la fama le impedía enseñar. Conmigo recuperaba la libertad que había perdido, en su trabajo, en su vida pública, en su matrimonio, en su círculo social… Lo nuestro era sexo, claro que sí, y mucho y bueno, pero no sólo eso. Había una comunión que iba más allá, algo espiritual, ¿me entienden?

–Sí, cómo no -dijo Chamorro, rotunda.

Yo no estaba tan seguro. Todavía no veía hacia dónde se dirigía.

–Les cuento todo esto para que no crean que soy lo que les va a parecer en cuanto les diga lo que hice. Tampoco se lo puedo explicar. Creo que fue una mezcla de despecho y de… No sé, estupidez. A lo mejor quise demostrarme a mí mismo que ella no me importaba tanto como de verdad me importaba, porque después de todo sólo podía aspirar a ser su amante secreto, porque nunca la podría llevar del brazo por la calle a la vista de todo el mundo, ¿saben a qué me refiero?

–Desde luego.

Me sorprendía la seguridad de Chamorro. Parecía que se había tomado demasiado a pecho lo de ser amable. Prosiguió Vinuesa:

–Lo que más me pesa es que esa gente, sean quienes sean, me notaron la debilidad. Que supieron que yo era el punto flaco por el que podían atacarla, y que no se equivocaron. – Aquí la voz se le quebró-. Ella no se lo merecía. No sé por qué coño lo hicieron, por qué coño les ayudé, pero lo que sí sé es que ella no se lo merecía, joder.

–Cálmese. ¿De quién nos habla? ¿Quién más estaba allí?

–No lo sé. No sé quiénes son. Ni quién la apuñaló, ni siquiera quién era el que hablaba conmigo. Me dijo que se llamaba Jaime, pero imagino que era un nombre inventado. Sólo tengo un número de móvil, y el de la cabina desde la que me llamaba él. He marcado ese número de móvil muchas veces, todos estos días, pero está desconectado.

Mi compañera y yo nos contemplamos, perplejos.

–Me tienen que creer. Yo la quería. Por eso fui al entierro, y miren si estaba acojonado, que todo el rato me parecía que el cementerio estaba lleno de policías que me buscaban y que conocían mi cara, aunque nadie me hubiera visto nunca con Neus. Tenía que ir a despedirme, tenía que ir a darle un beso a su lápida, pero la pusieron ahí, tan alta…

Luis Fernando Vinuesa se deshizo en un llanto lleno de hipidos y sorbos. Una posible lectura era que aquel hombre había perdido por completo el juicio. Era, no lo oculto, la hipótesis a la que me sentía más inclinado, ante aquella avalancha de declaraciones incoherentes. Pero antes de interpretar nada necesitábamos desenredar la madeja.

–A ver, vayamos poco a poco -dijo Chamorro, con la delicadeza con que un adulto juicioso se dirige a un niño histérico-. Empecemos por ese tal Jaime. ¿Puede decirnos dónde le conoció?

–Me abordó él -respondió, tratando de serenarse-. Supongo que andaba siguiendo a Neus, que un día nos vio juntos y que después me siguió a mí. Me entró en un bar donde suelo ir a tomar copas. Entabló conmigo una conversación casual y luego, de pronto, me encontré con que me estaba hablando de Neus. Con que me proponía ganar muchísimo dinero. Y con que me adelantaba tres mil euros, para probarme que no era una broma. No sé para ustedes, pero para mí eso es una pasta. Y me ofrecía diez veces más. Sé que no es excusa, pero… Llevo una mala racha, haciendo trabajos inmundos y sin cobrarlos. Seguro que ellos se enteraron de eso, antes de venir a proponérmelo.

–¿A proponerle qué, exactamente?

–Que los tuviera al corriente de los días que fuera a verme con Neus, y que les ayudara a tomar unas fotos comprometedoras.

Chamorro puso cara incrédula. Le indiqué que le diera carrete.

–¿Qué clase de fotos? – le preguntó.

–Fotos que dieran a entender que estábamos juntos.

–Y usted lo aceptó.

–No en seguida. Pero el tipo me llamaba todos los días y me decía que la oferta seguía en pie. Y yo, lo confieso, no paraba de darle vueltas. Pensé que ella no tenía por qué saber que yo andaba compinchado. Que unas fotos así me darían a conocer, y pondrían a prueba lo que ella sentía por mí, si era algo más que un capricho. Y de paso ganaba dinero, y fama, que no me venía nada mal. Así que acabé aceptando su oferta. Me citó en una cafetería, en el centro, y allí me dio seis mil euros más. Me dijo que quería unas fotos que no dejaran lugar a dudas, y me preguntó si alguna vez nos íbamos a algún lugar apartado. Entonces… -y aquí se interrumpió y enterró la cara entre las manos.

–¿Entonces?

–Le hablé de la casa de Zaragoza.

–Entiendo. ¿Y?

–Y nada. Que le avisé de que iríamos allí el lunes. Él me pidió que me ocupara de dejar alguna ventana y alguna puerta abierta. Me dijo que ellos se las arreglarían para hacer las fotos sin que Neus los descubriese. Y que esa misma noche me esperaría en un área de servicio de la autopista para darme otros tres mil euros. El resto lo tendría cuando se publicaran las fotos y ellos hubieran cobrado de la revista.

–¿Y era verdad, le estaba esperando?

–Sí. Y en el sobre que me dio había tres mil euros. Apenas cruzamos un par de palabras. Desde entonces, no he vuelto a saber de él.

Respiré hondo. Tanto si era verdadera como si se la había inventado en un alarde de imaginación, la historia tenía su miga. Confié en que Chamorro sabría lo que tenía que hacer. No me decepcionó:

–¿Puede describirme a ese hombre, con el máximo detalle posible?

–Pues, sobre treinta y pocos años. Alrededor de uno ochenta. Con un pendiente de aro en cada oreja, pelo largo y rizado, barba de días… Nunca pude verle los ojos, siempre llevaba puestas gafas de sol de espejo, incluso de noche. Complexión fuerte, manos grandes…

–¿Cómo hablaba, le parecía de aquí, castellano, extranjero?

–No, extranjero no, ni catalán tampoco. Castellano.

–¿Recuerda qué coche llevaba?

–Sí, eso sí. Un Ford Mondeo, oscuro. Apostaría que azul marino, pero no se lo puedo asegurar. Sólo lo vi aquella noche, en la gasolinera.

–¿Se fijó en la matrícula?

–No, pero el coche no era muy viejo.

–¿Y esos números de teléfono?

–Están en la memoria de mi móvil. Y mi móvil ustedes sabrán dónde lo tienen, ya que me lo quitaron cuando entré aquí.

–Señor Vinuesa -rompí mi silencio-, creo que es consciente de lo que se juega. Y quiero creer que también lo es de las consecuencias, si descubrimos que en algo de lo que nos cuenta ha faltado a la verdad.

–Sí, soy consciente.

–Sabiendo eso, ¿se ratifica en todo lo que acaba de decir?

–Sí. Nos tendieron una trampa. A los dos. A ella le costó la vida. Y a mí, supongo que calcularon que me costaría comerme el marrón.

–Y no tiene usted más información que darnos…

–Eso es todo lo que sé. Díganme que me creen -suplicó.

–Es pronto. Pero investigaremos. De momento, a pesar de todo, no nos queda más remedio que mantenerle detenido. No es porque no le creamos, sino por precaución. Si se le ocurre algún otro dato que pueda sernos de ayuda, avísenos. Vamos a hacer gestiones con lo que tenemos. Y esté tranquilo, no echaremos nada en saco roto.

Pedí a Ponce y a Gil que se lo llevaran otra vez a su celda y me quedé a solas con Chamorro en la sala de interrogatorios. Ninguno de los dos abrió la boca durante un buen rato. Finalmente hablé yo:

–¿Hace un café de máquina?

–Vale.

Mientras removíamos con la paleta de plástico aquel ardiente brebaje sintético, traduje a palabras la confusión de mis pensamientos.

–Lo mismo es una majadería que se le ha ocurrido a él o un cuento que le ha inspirado el abogado. A veces tienen estas cosas, esos leguleyos, y les parece el súmmum de la inteligencia. Una teoría estrambótica, un personaje misterioso, se revuelve el potaje y échale un galgo. Como no ha aparecido el arma del crimen, se admiten apuestas.

–En eso mismo pensaba yo. Por pensar algo.

–Pero también podría ser la oscura, desconcertante y desagradable verdad. Que Luis Fernando sólo sea un pipiolín, el cabeza de turco ideal que mete la pata hasta la ingle y se queda a recibir el tiro. Y que nuestra Neus fuera víctima de un asesinato de encargo maquiavélicamente urdido y ejecutado. Una fea posibilidad, por cierto.

Chamorro asintió, circunspecta.

–Pues sí. Se busca inductor. Que tendrá coartada, seguro. Y que ya se las habrá arreglado para dejar pocas trazas de su conexión con el autor material. Sólo tendríamos a ese falso Jaime. ¿Y qué podemos hacer, con el número de una cabina telefónica, una descripción física somera, un coche común sin matrícula y un móvil que no coge ya nadie?

–Tú qué crees. Cortárnosla.

–Eso tú, si acaso. También podemos poner a Vinuesa a mirar fotos.

–Sí. ¿Recortas tú en papel de plata la forma de las gafas de sol de espejo para ponerla encima de los caretos y que se haga más idea?

–Pues, tú dirás. Eres el jefe.

–Hay momentos en que eso es una putada. Se me ocurre ver dónde está la cabina: si ese Jaime le llamaba regularmente desde ella, puede significar algo. Y habrá que investigar el número de móvil, claro. Con nuestra suerte, será de la operadora para la que trabaja el señor López-Tuñón, y no donde está empleada esa amiga tuya tan maja.

–Seamos optimistas, hombre.

Volvimos a la sala de operaciones, donde nos encontramos a Rubio, Tena y los otros dos guardias de Zaragoza, arremolinados en torno al equipo de escuchas telefónicas. El sargento me explicó por qué:

–El móvil dormido. El que nos faltaba, de los tres con los que habló Neus el último día. Se ha despertado de pronto. Está en la zona de Hospitalet y le hemos interceptado una conversación, muy corta.

–¿Sobre qué?

Rubio se encogió de hombros.

–Ni castaña. Idioma raro. Uno de los chavales dice que le suena a rumano. Por eso hemos entretenido un poco a Radoveanu.

–Ya sabes que es una irregularidad. Tendríamos que traer a un intérprete, y no compartir la información con un testigo.

–Ya, ya lo sé. Pero la diferencia entre una cosa y otra es saberlo ya o mañana. Y yo creo que éste es buen chaval y no va a contarlo.

Si uno cumpliera siempre los reglamentos, no sólo viviría una vida mucho más aburrida, sino que perdería una buena parte de las oportunidades que se presentan de resolver los problemas. Así que me acerqué a Radoveanu y le propuse el trato. Si nos traducía aquello, le daba cincuenta euros. Luego ya vería cómo los justificaba. En último extremo, pensé, podía pedírselos prestados a Vinuesa de los cuatrocientos que llevaba en la cartera. Con todos los ingresos extra que afirmaba haber tenido en los últimos tiempos, bien podía estirarse. El rumano consideró mi propuesta y debió de advertir que no era muy ortodoxa. Pero le había caído bien, o le convenía ganarse cincuenta euros.

–Con mucho gusto, sargento -dijo, trincando el billete.

Le llevé junto al ordenador. Le pedí a Gil, que era el que mejor lo controlaba, que fuera poniendo la conversación fragmento a fragmento, cortando después de cada intervención para que Radoveanu nos la fuera traduciendo y pudiéramos apuntar lo que nos dijera.

Alo?-iniciaba una voz masculina.

–Dice que diga -tradujo Radoveanu.

Stefan -entraba a continuación una apurada voz femenina, la de quien llamaba desde el teléfono intervenido.

–Dice Stefan, un nombre propio.

Cine e?

–Él dice quién es.

–Sunt eu, Cãtã.

–Ella dice soy yo, Cata. Supongo que otro nombre, Cata, de Catalina.

De ce mã suni aici? Doar ti-am spus cã…

–Él dice por qué me llamas aquí, te dije que… Y se corta la frase.

Stefane, au venit sã mã ia, a înebunit de tot, vorbeste cu el, te rog, cu…

–Ella dice Stefan vienen por mí, se ha vuelto loco, habla con él, por favor, con… Pero no llega a decir con quién quiere que él hable.

Îmi pare rãu, n-am cum sã te ajut, trebuia sã te gândesti înainte.

–Él dice lo siento, yo no puedo ayudarte, haberlo pensado antes.

Stefane, Stefane…

–Ella dice Stefan, Stefan…

Y eso era todo. En ese punto Stefan colgaba y se acababa la conversación. Miré la pantalla. El teléfono seguía inmovilizado en Hospitalet. Trataba de pensar a toda prisa, pero de repente me encontraba torpe y disperso. Todo se me había escapado de control, y me costaba mucho asimilar que donde creía tener un asunto resuelto volvía a estar todo manga por hombro. En esas situaciones, lo mejor es ir paso a paso.

–¿Lo tienes todo apuntado? – le pregunté a Chamorro.

–Sí, mi sargento.

–Muy bien, Gheorghe, muchas gracias y perdone por haberle entretenido. Mis compañeros lo llevarán de vuelta a casa.

–De nada. No sé quién es esa chica, pero me parece muy asustada.

–Sin entender ni jota de rumano, a mí también. Buen viaje.

Cuando se lo hubieron llevado, me encaré con el equipo.

–A ver, hay que repartirse la tela, que nos sobra. Un tío, o tía, tiene que estar pendiente de esa pantalla. Algún voluntario.

–Gil -dijo Ponce-. Es el que mejor se conoce el programa.

–Vale. A ver, tú, Chamorro. Ocúpate de recuperar esos dos números de teléfono de la memoria del móvil de Vinuesa y me los investigas. Si el móvil es de la compañía de tu amiga y puede ayudarnos antes de recibir la orden judicial, te autorizo a prometerle que nunca denunciarás su delito. Si no, llama al juzgado y sal adelante como puedas.

–Entendido -dijo mi compañera.

–Rubio, tú y Tena, en un coche. Ponce, tú y yo, en otro.

–¿Rumbo adónde? – preguntó Rubio.

–Adónde va a ser -repuse-. A L'Hospitalet. Tenemos que buscar a una tía con pinta de rumana y de estar cagándose la pata abajo, en un radio de cien metros del punto que señala el cacharro ese.

–¿Y con eso tú crees que podremos pillarla?

–Puedo hacer una apuesta. Que será rubia teñida, tez bronceada, relativamente alta, y con tetas tirando a generosas.

–Joder, ¿se lo nota en la voz, mi sargento? – dijo Ponce, fascinado.

–No, es que tengo poderes. Ya os lo explicaré. Vamos.

Dejé a Ponce que condujera. Rubio y Tena partieron tras nosotros. El tráfico empezaba a engordar, pero en dirección de entrada a la ciudad no era demasiado denso. Cubrimos el trayecto en unos veinte minutos. Cuando llegamos a la altura de L’Hospitalet, Ponce me informó:

–Hay varias entradas, ahora necesito saber adónde vamos.

Llamé a Gil.

–Dame posición exacta del teléfono.

–Se ha movido. Ahora está en…

–Espera, le pongo el teléfono en la oreja a Ponce. Explícale.

Ponce le fue pidiendo detalles a Gil. Al cabo de medio minuto, alzó el pulgar para darme a entender que lo tenía. Recobré el teléfono.

–Gil, si se aparta de donde está ahora quiero novedades inmediatas. Me llamas siempre a mí. Dejo la línea libre. ¿Lo tienes claro?

–Transparente, mi sargento.

Ponce empezó a callejear por un barrio de bloques ajados y calles más bien estrechas. Por eso, y por la vida que discurría a borbotones por las aceras, bajo rostros de todos los colores y expresiones, se veía que no estábamos precisamente en el mundo de Neus Barutell. Toda una paradoja, que investigando su muerte fuéramos a parar allí.

–Aquí es -dijo Ponce-. Esta plaza.

Un lugar lleno de gente. Niños jugando, viejos sentados en los bancos, mujeres charlando en corros, adolescentes fumando.

–Para aquí.

Me bajé y fui a hablar con Rubio y Tena, que habían parado detrás.

–Aparcad donde podáis. Vamos a desplegarnos por la plaza para buscarla. Si alguno da con algo, que me avise al móvil.

Pocas cosas hay más ingratas que tratar de encontrar a una persona entre la multitud: aun si uno la conoce bien y está seguro de que podrá identificarla si se tropieza con ella. Barrimos aquel espacio con los ojos abiertos de par en par, sin saber siquiera si la mujer podía estar justo en la plaza o en alguna de las calles aledañas, o si el pequeño desfase temporal con que recibíamos la señal de su posición no le habría permitido ya alejarse a doscientos o trescientos metros de allí. Mientras escrutaba aquella masa de rostros, sonó mi teléfono móvil.

–Mi sargento, lo siento -dijo un mustio Gil.

–¿Qué? ¿Qué es lo que sientes?

–Lo ha apagado. Señal desvanecida.

–Dios, me cago en…

Avisé a los demás. Aún estuvimos dando vueltas por allí durante media hora más, hasta que me convencí de que no servía de nada. Era como buscar una aguja en un pajar. Ordené el repliegue.

Volvimos a la comandancia con el rabo entre las piernas. Y en cuanto a mí, de un humor de perros. Pensaba que no podría retrasar mucho más el llamar a mis jefes y darles cuenta del embrollo endiablado en que de pronto se me había transformado aquella investigación. Pero la adversidad nunca resulta absoluta. Chamorro me recibió con un gesto en el que leí que sus esfuerzos no habían sido tan infructuosos como los nuestros. Aunque tampoco tenía nada que pudiéramos considerar la solución a nuestros males. Me explicó:

–Punto uno, el número supuestamente perteneciente a una cabina telefónica. En efecto, así es. Situación de la cabina: Vía Layetana.

–Coño, al lado del cuartel general de la pasma -dijo Ponce-. Mira, eso es un detalle de sentido del humor, tratándose de un malo.

–Sí -gruñí-. Me desternillo, tú.

–Punto dos. El número de móvil. De la compañía de mi amiga. Un prepago activado hace dos semanas en la FNAC del Triangle por un cliente sin identificar, que sólo ha tenido una recarga de quince euros. La lista de llamadas la recibiremos esta noche o mañana. Le he prometido sigilo total, dice que si la pillan le puede caer un paquete.

–Dile que tranquila, que si alguien le toca un pelo, le pego un tiro.

–Pues no sé si eso la va a tranquilizar mucho.

Me sujeté la cabeza con ambas manos. Me hervía.

–Tengo que llamar a Pereira. Y a la juez. Y no sé qué decirles. Y ahí, en el calabozo, tenemos a un tío sobre el que hay que resolver.

–Limpio no está -dijo Chamorro.

–No, pero te recuerdo que lo tenemos ahí por homicidio. Si sólo se limitó a vender su intimidad puede ser muy reprobable, pero no es asunto nuestro. Nuestro negocio se limita al maldito Código Penal.

–¿Le das alguna credibilidad a su cuento?

–Dijo que el número era de una cabina y es de una cabina. Y lo demás, de acuerdo, es delirante. Pero a lo mejor resulta demasiado delirante como para que se lo haya inventado. No sé qué pensar.

Rubio metió baza:

–Hay que enfriarse un poco, Vila. Ese tío está bien detenido. No tiene ninguna coartada, apuntan a él un montón de indicios y el testigo lo ha reconocido sin ningún género de dudas. Tuvo ocasión y tenía móvil. Si resulta que termina siendo inocente, ya le soltaremos y le pediremos perdón. Cualquiera nos comprenderá de sobra. Podemos retenerle aún dos días. Investiguemos sin amontonarnos todo lo demás.

Miré a mi compañero con gratitud.

–Sí, creo que tienes razón. Voy a contarles todo esto sincera y fríamente a Pereira y a la juez. Rezo para que compartan tu visión.

Afronté el trago sin más demora. Mi superior se mostró del mismo criterio que el sargento Rubio. En cuanto a su señoría, pidió algunas explicaciones más, pero también pareció hacerse cargo.

–No se trata de batir ningún récord de velocidad, sargento -me dijo, con calma-. Lo único que le pido es que en caso de que surja algún indicio serio de que el detenido pueda ser inocente me lo comunique en seguida para valorar si hay que ponerlo en libertad, aunque sea bajo protección. Si su historia es cierta, puede que corra algún peligro.

Después de eso, di permiso a los locales para volver a sus casas y Rubio, Tena, Chamorro y yo nos fuimos a cenar. Pensé que más que obcecarnos en caminos que por el momento teníamos cerrados convenía descansar y pensar bien la estrategia para el día siguiente.

Pero la capacidad de un policía para planificar su futuro es siempre reducida. Antes de que termináramos la cena sonó mi teléfono móvil. De entrada me costó ubicar a mi interlocutor. Era Riudavets.

–Vila, siento molestarte, ya sé que no son horas. Estoy en Gerona, delante de un cadáver. Es un poco largo de explicar. Pero tengo buenas razones para creer que te va a interesar venir a verlo.


CAPITULO 18


DESPIERTA SI QUIERES

Cuando llegamos a Gerona, ya la habían trasladado al depósito. Sin decirnos nada aún, Riudavets nos condujo hacia la zona de las neveras y le pidió al empleado que la sacara. Ahí estaba, otro cadáver para la colección. En la mía, calculé, hacía un número mayor que en la de cualquiera de los otros. Riudavets, como Rubio, no me andaría muy lejos; Chamorro iba sumando, pero sin posibilidad de alcanzarme mientras siguiera trabajando conmigo; y para Tena, ya se notaba, seguía siendo uno de los primeros: uno de esos seis o siete que todavía le hacen a uno acordarse de la gente de su familia y pensar en la propia corporeidad, las propias vísceras y la propia muerte futura. Andando el tiempo se le pasarían esos escrúpulos, como se nos pasaban a todos. Aunque conservaría otros, o eso esperaba, por su bien.


Era una mujer de veintitantos años, alrededor de 1,70, piel artificialmente bronceada, cabello rubio teñido, pechos abundantes y ahora vencidos hacia las costillas. Acaso había sido bella, pero eso ya no iba a poder asegurarlo, porque la primera vez que la había visto, que no era por cierto aquella noche, tenía el rostro difuminado por un trucaje digital, y allí, donde la veía por segunda y última vez, lo que le borraba las facciones era la acción conjunta de un buen número de golpes, infligidos por alguien de puño recio, y los tres plomazos de grueso calibre que le habían metido en la frente y en ambos pómulos.

–Te explico por qué te he llamado -dijo Riudavets, mientras volvía a cubrir el cadáver y le indicaba al empleado que lo guardara.

–Todavía no sé cómo has llegado a deducir que tenías que hacerlo, pero sin que me lo digas ya sé que no ha sido porque sí -dije.

–¿La conoces? – preguntó el mosso.

–No personalmente. Pero sí en pantalla. De un tiempo a esta parte, a todas las muertas que me encuentro las he visto antes en pantalla.

Riudavets me observó con aire caviloso. Y mis compañeros, a quienes no les había confiado aún todas las hipótesis que mi cerebro barajaba en las últimas horas, no estaban menos intrigados.

–El reportaje de Neus -les dije-. Me lo tragué el sábado, por matar el rato. Si no me equivoco, esta mujer es una de las prostitutas que daban su testimonio. La rumana que hablaba de las redes que traen a sus compatriotas desde su país para explotarlas aquí. De cuello para arriba la imagen salía distorsionada, pero el busto era muy similar, y también tenía la piel morena, y el cabello teñido con ese tono de rubio.

–Rumana es -confirmó Riudavets-. Catalina Iliescu, casi con toda probabilidad. No llevaba documentación encima, y como ves se han preocupado de perjudicarle la fisonomía para que nos cueste identificarla por otro medio. Pero cometieron un error, o no contaron con que la gente tiene sus rarezas. Aunque parece que se molestaron en vaciarle los bolsillos, no se pararon a mirar en la copa del sostén, donde se había escondido el resguardo de un envío de dinero a Rumania hecho bajo ese nombre. Más que sustancioso, mil quinientos euros. Por qué se lo guardó ahí, no me preguntes. A lo mejor era importante para ella, o le resultó más expeditivo metérselo en el escote que abrir el bolso. Hemos recuperado las huellas que una Catalina Iliescu puso en su día para la tarjeta de residencia, y ahora me están haciendo el cotejo dactiloscópico con las del cadáver. Pero a primera vista coinciden.

–¿Y cómo la vinculasteis con el caso Barutell? – preguntó Chamorro.

–Nos llevó un par de pasos, no más -dijo Riudavets-. Por el aspecto, la nacionalidad, etcétera, en seguida pensamos en una prostituta y en algún ajuste de cuentas relacionado con su actividad. Así que descolgué el teléfono y llamé a nuestro especialista en la materia. El mismo al que le envié los papeles que nos dejasteis sobre el reportaje. Cuando le di el nombre Catalina Iliescu, me dijo que no sólo le sonaba, sino que lo había subrayado hacía apenas media hora: en esos papeles, y más en concreto en las anotaciones de trabajo de Neus Barutell. Me leyó la anotación en cuestión: Conectar con Cata Iliescu y convencerla de presentar amigas, posible secuencia varias de ellas charlando sobre sus experiencias. Bueno, más o menos, y traducido sobre la marcha. Comprenderás -se dirigió a mí- que después de oír eso habría debido tener todas las neuronas de vacaciones para no coger el teléfono y llamarte.

–Lo comprendo, y sé que no es el caso. ¿Dónde estaba?

–Tirada en un descampado, en las afueras. La encontró una de nuestras patrullas de seguridad ciudadana que fue a investigar un aviso. Un vecino llamó diciendo que creía haber oído disparos.

–¿Y su último domicilio conocido, según la tarjeta de residencia?

–L'Hospitalet de Llobregat.

–Sí que empiezan a ser demasiadas coincidencias -opinó Rubio.

–¿Por qué? – preguntó Riudavets.

Consideré que debía contarle sin más retraso lo que le faltaba:

–Esta tarde hemos estado intentando localizar a la usuaria de un teléfono móvil con el que se comunicó Neus Barutell el día de su muerte. Le hemos interceptado una conversación en rumano, en la que la mujer que hablaba se identificaba como Cata. Estaba por la zona de Hospitalet, pero cuando hemos llegado allí y hemos querido ir a engancharla, el teléfono se ha quedado muerto. O lo apagó, o se lo apagaron.

–Visto lo visto, me inclino por lo segundo -apostó el mosso.

–Esto quiere decir -resumí- que cada uno tenemos una muerta, que las dos están relacionadas y que nos necesitamos mutuamente.

–Y que lo digas. Déjame hacerte dos preguntas que entenderás que no puedo aguantarme: ¿tenéis el listado de llamadas de esa Cata en los últimos días? ¿Ha vuelto a utilizar alguien su teléfono?

Miré a mis compañeros. Luego le respondí a Riudavets:

–A lo segundo, negativo. A lo primero, si me guardas el secreto, te diré que tenemos algo que quizá te va a valer más. El último número al que llamó la chica, el nombre de quien se lo cogió, la conversación completa y la traducción de lo que hablaron. Ella parecía muy asustada, y el otro, un tal Stefan, se desentendió de todo y acabó colgando. Cata hablaba de alguien que iba por ella y le pedía ayuda. Él le dijo que no podía hacer nada y que se lo hubiera pensado mejor.

Riudavets meditó sobre lo que acababa de contarle.

–Da gusto juntar las fuerzas -declaró, con una euforia apenas reprimida-. Que yo recuerde, nunca había avanzado tanto en dos horas de investigación. Si tenéis la bondad de darme el número de teléfono de ese Stefan, me voy zumbando al juzgado de guardia para que me autoricen a intervenirlo y tenerlo controlado lo antes posible.

No le dije en seguida que sí. También yo tenía mis prioridades.

–Te lo daremos, pero con una condición.

–¿Cuál?

–Que podamos avanzar a la vez. Tú te beneficias de la información que yo tengo y yo de la que tú saques. Lo que te propongo es, uno, que compartamos en tiempo real lo que la intervención de ese teléfono vaya produciendo. Y dos, que, cuando estemos en disposición de echarle el guante a ese Stefan, lo hagamos de forma conjunta. No me importa que formalmente lo detengas tú. Pero quiero tener acceso franco a él para preguntarle lo que necesite en relación con Neus.

Riudavets tampoco se apresuró a darme lo que le pedía.

–Es algo irregular y contrario a nuestros procedimientos -juzgó-. Pero al mismo tiempo es justo. Y aquí contamos con una ventaja.

–¿Sí?

–Lo que yo tengo es el asesinato de una puta extranjera. Es decir, algo que básicamente no le importa a nadie y que desde luego no me va a obligar a trabajar con el aliento de mis jefes en el cogote. Mientras lo hagamos con discreción, no ha de haber ningún problema.

–¿Tenemos entonces un trato?

–Lo tenemos.

Le tendí la mano. Me la estrechó con fuerza.

–A ver, Chamorro, dale el número -dije.

Mi compañera rebuscó entre sus notas y encontró el número de teléfono de Stefan. Lo escribió en una hoja de bloc que luego arrancó y entregó a Riudavets. Mientras plegaba el papel, el mosso observó:

–Estamos también de suerte con el juez al que le toca hoy guardia. Es de esos que no tienen horas y no consienten que nadie les dé largas. A veces es una faena, como cuando te has tirado un par de noches sin dormir y le entregas al sospechoso deseando irte a la cama y te pide informes o diligencias complementarias urgentes sin importarle que estés hecho polvo. Pero para esto nos va a venir bien. Dándosenos un poco bien, mañana mismo tenemos pinchado este canuto.

–Eso es ahora cosa vuestra. Nosotros nos encargamos del teléfono de Catalina. Y mañana te remitimos el listado de sus llamadas.

–Perfecto. Me voy al juzgado. Intentad dormir algo.

–Y tú -le recomendé.

Dormimos, pero no mucho. Al final serían cerca de las tres cuando nos metimos en la cama, y a las siete menos cuarto ya tenía los ojos abiertos. No me entretuve entre las sábanas, aunque habría podido quedarme un poco más. Me afeité, me aseé, me vestí y me fui a tomar el desayuno. Siempre tonifica madrugar y mirar el mundo cuando todavía no se ha puesto en funcionamiento. En el recinto de la comandancia no se veía más bicho viviente que los que habían estado de servicio durante la noche. Hacia las siete y media, con el café humeante bajo la nariz, vi venir a Chamorro y a Tena. Tampoco ellas habían podido quedarse a remolonear en la cama. A las ocho menos cuarto se nos sumó el sargento Rubio, completando la nómina de los forasteros. Sin esperar a Ponce y a Gil, que solían llegar sobre las ocho, nos pusimos a planificar la jornada. Había mucho juego que repartir.

–Alguien tiene que estar con los mossos, en cuanto tengan pinchado el teléfono de Stefan -dije-. No es que no me fíe de ellos, creo que Riudavets es un tipo legal. Pero me siento más tranquilo si alguno de nosotros, bien empapado de todos los detalles de nuestro caso, está encima para procesar la información según la vayan obteniendo.

–Si quieres, lo hacemos nosotros -dijo Rubio.

Celebré que se anticipara a mi elección. Siempre es más agradable aceptarle a un voluntario el ofrecimiento que dar una orden.

–Muy bien, adjudicado. Te paso el móvil de Riudavets y a una hora prudencial, las nueve o así, le pegas un toque. Alguien tiene que estar pendiente de los listados de llamadas que nos faltan. Como la fuente es amiga tuya, Chamorro, me temo que te toca. Y ya que te quedas aquí, aprovecha para darle una vuelta al amigo Vinuesa. Que no sienta que le desatendemos, por una parte, y de paso procura también averiguar si no tiene alguna otra información que pueda sernos útil.

–Entendido -dijo Chamorro.

–Mientras tanto, yo iré a hacerle una visita a Altavella.

–¿Y eso?

–Hay un par de cosas que no quiero dejar de amarrar -expliqué-. Desde hace unos días los acontecimientos nos han superado un poco y nos han ido quedando flecos por ahí. Tengo que preguntarle algo al viudo, ya sabes a qué me refiero, y por otra parte esta mañana me he acordado con cierto desasosiego de que no hemos mirado los papeles que pudiera tener Neus en su domicilio. Nos cegamos con el contenido de los ordenadores o, por decirlo de una manera más benévola con nosotros mismos, nos dieron mucha y muy buena información, y eso nos ha hecho menospreciar lo que pueda haber en otra parte.

–¿Qué crees que puedes encontrar en su casa?

–No lo sé. Por eso mismo hay que investigarlo.

–Veo que no les asignas nada a Pin y Pon -anotó Chamorro, cruzando una mirada maliciosa con la guardia Tena.

–Sí. Te los dejo como ayudantes. Por si hay que hacer alguna gestión, para que te echen una mano con las comprobaciones de números de teléfono y también para que te hagan de gorilas con Vinuesa.

–Qué suerte tengo. Menos mal que para gorilas sirven.

–No seas tan dura. Sirven para algo más, mujer.

–Psé.

–Hablando de los reyes de Roma -avisó Tena.

Gil y Ponce se sentaron a tomar un café rápido, el tiempo que me llevó informarles de lo que ya había hablado con los otros. A las ocho y cuarto nos levantamos y cada uno asumió su cometido.

El mío consistió en coger el coche y meterme en el atasco de entrada a Barcelona. Durante diez o quince minutos estuve escuchando las noticias del día, o mejor dicho esa mezcla de acontecimientos reales y ficciones rutinariamente elaboradas (desde los cruces de declaraciones de los líderes políticos hasta los resultados deportivos) que nos resignamos a aceptar que constituyen las noticias del día. Luego me aburrí y decidí escuchar algo de música. Apreté el botón del reproductor de discos compactos y entró una pista del cede de Raimon:


Tots els colors de la terra i de

l'aigua que son suaus en aquesta hora incerta,

i aquests ocells que van de branca en branca

i el sol ixent i la llum que em desperta

van parlant-me de tu,

van parlant-me de tu…*



Cuando uno va solo en el coche, y cuando uno tiene un camino a las espaldas, resulta arriesgado escuchar canciones tras las que alienta la voz de un poeta, o lo que es lo mismo, alguien que sabe dotarlas de significado y hondura. Lo confirmé unos versos más adelante:


Si vols futur t'ompliré d'esperances:

vull viure el temps ben acordat amb tu**.



La canción era hermosa, pero no era el día ni el momento de permitirse melancolías, así que busqué la frecuencia de alguna radiofórmula. Por suerte, tropecé en seguida con una de esas piezas de vacío rimadas en inglés rudimentario con acompañamiento de sonidos sintéticos que sirven para alejar el alma de cualquier cosa que le incumba. Con ella de fondo pude volver a pensar sin estorbos en las tareas concretas que me traía entre manos. Y en seguida se me ocurrió una idea pertinente: aunque Altavella fuera un hombre madrugador, no estaba de más llamarle para advertirle antes de presentarme en su morada.

Marqué su número de teléfono móvil. Sonó varias veces antes de que lo cogiera. Llegué a temer que no lo tuviera encima. Pero tras el octavo o noveno tono oí un chasquido y su voz cortante:

–Sí.

–Buenos días, soy el sargento Vila. ¿Le interrumpo algo?

–La lectura de una revista infecta. Se lo agradezco.

–Ah, vaya.

–Basura sobre Neus. O lo que es peor: gilipolleces mal escritas por ignorantes que se dicen periodistas sin saber siquiera gramática.

–Son los tiempos. Todo vale.

–Ya. Lástima que no valga que yo vaya y le descerraje un tiro en el coño a esta Verónica S. F. que digamos firma lo que acabo de leer.

–No le dé tanta importancia. Ya se puede imaginar que será alguna becaria, tratando de buscarse un lugar bajo el sol.

–Que aprenda a buscárselo sin dar por culo, como la gente honrada. En fin, perdone el desahogo, es que me coge caliente.

–Pues yo me proponía molestarle un poco más, lo lamento.

–Dígame usted, sin miedo, que Verónica le ha puesto el listón muy alto. Como no venga a hacerme beber aceite de ricino…

–No, eso ya no lo usamos -bromeé-. Se trata de algo mucho más llevadero. Tengo pendiente ir a mirar los papeles de su esposa.

–Sí, recuerdo. Cuando usted quiera. Ahí sigue todo. Como lo dejó.

–¿Le va bien dentro de media hora o tres cuartos?

–Cuando quiera, le digo. Aquí estoy.

–Nos vemos ahora, entonces. Muchas gracias.

–No hay de qué. Estoy deseando que terminen ustedes, para ver si esta pandilla vomita toda su mierda y cambia de pasatiempo.

Mi cálculo pecó de optimista. Tardé cincuenta y cinco minutos en llegar ante la puerta de Altavella y apretar el timbre. Me abrió, como la otra vez, la suave y eficaz Palmira, que recordaba mi apellido:

–Buenos días, señor Bevilacqua, ¿cómo está usted? El señor Altavella le espera en su despacho. Si es tan amable de seguirme…

Quién con un alma podía negarle nada a Palmira. La seguí como un cordero, pensando en todos los idiotas desabridos que habitan el mundo, a quienes el ruido de sus propios ladridos impide escuchar la dulce música que más y mejor espolea los corazones humanos.

–Hola -dijo Altavella en cuanto me vio, levantándose de la silla-. Me va a disculpar que lo lleve al despacho de Neus y lo deje solo. Acaba de llamarme mi editor francés para pedirme que le mande con urgencia unas correcciones a la traducción de mi último libro. No sé por qué sigo ocupándome de estas cosas, a mi edad ya debería dejar todo al albur de la Providencia. Pero cogí la manía de controlar las traducciones a los idiomas que entiendo y ahora estoy atrapado en mi propia trampa, porque cuando te pones a revisar siempre encuentras algún error. Ya ve, sargento, la tonta vanidad, que acaba saliendo cara.

No supe qué decir. No me debía explicaciones. Y prefería estar solo.

Me guió hasta una habitación situada al otro extremo del corredor. Era más pequeña que su despacho, pero también resultaba espaciosa. No menos de veinte metros cuadrados, estimé, tomando como referencia el parco salón-comedor-vestíbulo de mi apartamento. Estaba llena de libros, con las tres paredes sin ventana forradas de estanterías. La mesa en la que supuse que trabajaba Neus era, como la de la productora, de diseño bastante espartano. Y como aquella otra, se veía también muy despejada. Los papeles se amontonaban sobre una mesa auxiliar. La difunta gustaba de tener espacio libre allí donde producía.

–Todo está a su disposición -me ofreció Altavella-. Y llévese lo que le parezca. Sólo le pido que me diga lo que coge, salvo que sea algo que me incrimine a mí, que eso ya supongo que no podrá contármelo.

Me quedé parado. Pero al verle sonreír comprendí que era un chiste. Gabriel Altavella conservaba su particular sentido del humor.

–Descuide -dije.

–Bueno, luego le veo. Voy a pasar al e-mail mis pegas, para que los franceses sigan creyendo que soy un ególatra fastidioso. No se apure, les he sacado unas cuantas, así que tardaré un buen rato.

Aunque en un principio no me había otorgado mucho más de un par de horas para aquel trámite, he de admitir que no me vino mal disponer de tiempo y soledad para revolver el despacho de Neus Barutell. En las pilas de papeles había de todo: infinidad de publicaciones y una copiosísima correspondencia. Tenía un montón específico donde sólo se apilaban invitaciones para acudir a los lugares y actividades más dispares. Tan pronto le proponían presentar o asistir a fiestas benéficas, en favor de toda clase de causas, como le solicitaban que fuera a dar pregones en medio centenar de municipios dispersos por la geografía nacional. También había cartas de admiradores, de detractores, de chiflados que le exponían su historia para que la tratara en su programa, de presos que le contaban cómo habían sido encarcelados sin motivo, denunciaban a los supuestos responsables del montaje que les había arruinado la vida (a menudo, los propios jueces) y le pedían a Neus que desenmascarara a los malvados y los ayudara a ellos, pobres víctimas de la injusticia, a recobrar la libertad. De éstas había no menos de veinte, y lo que me estremeció fue pensar que por pura probabilidad estadística alguno de los casos sería verídico. Traté de ponerme en el pellejo de Neus, el colector único al que iba a parar aquel flujo torrencial, y que debía vivir día a día sintiéndose el rompeolas de tanta fantasía, tanta angustia o tanta ambición ajenas. Me pareció que esto la hacía acreedora a algo más de compasión que de envidia, y no dejé de valorar como merecía que conservara todas las cartas, aunque materialmente no fuera capaz de atenderlas, en vez de tirarlas sin más.

No podría dar ahora cuenta precisa de todo lo que leí y hojeé, con una sensación de desbordamiento y a ratos hasta de ahogo. Me pareció un destino abrumador, el de Neus: por concentrar no sólo la atención y la admiración o la animadversión de tantos millones de personas, sino por sufrir además el asedio febril de cientos o miles, el cariño real o fingido, generoso o utilitario, que inspiraba todas aquellas misivas con casi infinita diversidad de caligrafías, tipografías y logotipos, pero invariablemente portadoras de algún ávido requerimiento.

Entre aquel marasmo, aunque no puedo descartar que hubiera otras muchas cosas que hubieran debido hacerlo, encontré cuatro objetos que llamaron mi atención, por motivos diferentes. Dos libros, un bloc y un papel que guardaba en uno de los dos volúmenes. Primero di con el bloc. Era uno de esos que venden en las tiendas de los museos, con la reproducción de alguna famosa obra de arte en las tapas y un papel de calidad superior a la habitual. No era muy grande y se hallaba en un cajón de su mesa. El cuadro que aparecía en la tapa, incluso un ignaro guardia civil como yo podía identificarlo, era Nighthawks, de Hopper, esa conocidísima imagen de varios solitarios en la barra de un bar que hace esquina, en la desierta noche de una indeterminada ciudad norteamericana. Sólo había escrito unas líneas en la primera página, sin indicar fecha alguna. Era un texto que iba a darme que pensar:


Miedo, por qué iba a tener miedo. Quiero decir, miedo de eso en particular. Sí tengo miedo de todo: de mí misma, de cualquiera que me mire… De que todo sea un error, de que todo haya estado mal desde el principio, y de que cuando creía que estaba mejor, fuera en realidad cuando peor estaba, cuando daba los pasos que me llevaban al desastre. Me da miedo lo que quiero, lo que quieren los otros. Me da miedo que todo sea tan injusto… Pienso en L., pero también en los demás (en Alty, al que más admiraré siempre, con todo, y en los que se llevó el tiempo). Ellos nos gustan, a nosotras… Pero creo que nosotras no les gustamos, en realidad. Sólo juegan a que les gustamos. Eso sí que da miedo, porque significa que estamos solas, y que ellos están solos también… Vamos, despierta si quieres, R.K. Alicia está lista.


Me pareció casi estremecedor, acceder de aquella manera tan diáfana, tan directa, a la intimidad de mi muerta. Ni en su diario en clave, ni en los mensajes que cruzaba con Vinuesa, la había visto tan desnuda. Y me pregunté por qué habría escrito aquello en castellano, si ella solía hablar en catalán. Por qué, para sus anotaciones íntimas, escapaba sistemáticamente de su lengua materna. Acaso fuera algo más que pudor o afán de esconderse en esas palabras adquiridas. Caí en la cuenta de que Neus era de una generación que había recibido su formación escolar en castellano, que en esa lengua había hecho el grueso de sus lecturas, y que en ella podía tener más facilidad para expresar ciertos matices por escrito. De todos modos, mis restantes hallazgos me alejaron en seguida de estas preocupaciones filológicas. Lo siguiente que descubrí fue el mismo libro de Joan Margarit que yo había comprado días atrás. Lo cogí por esa coincidencia, y vi que tenía marcada una página con un ticket de aparcamiento de hacía un par de meses. Leí:


Darrere les paraules només et tinc a tu.

Trist el qui mai no ha perdut

per amor una casa.

Trist el qui mor envoltat de respecte i prestigi.

Jo em cree el que passa en la nit

estrellada d'un vers.*



El poema se llamaba Dona de primavera. Y junto con la anotación del bloc, contribuía sin duda a construir una interpretación sobre el momento vital de Neus en sus últimos tiempos. Pero aún iba a encontrar pistas adicionales en el otro libro. Estaba en lo alto de una pila de volúmenes que descansaba sobre la mesa auxiliar. Me llamó la atención el título, Locura, y el nombre del autor, Patrick McGrath, para mí entonces desconocido. Miré en la solapa el resumen del argumento. Era la historia de la mujer de un psiquiatra que se enamora de uno de los pacientes de su marido, un escultor recluido por el asesinato de su esposa que le proporcionará a la protagonista toda la pasión y la excitación que el austero escrutador de mentes nunca ha sabido darle. Según afirmaba el editor, la novela indagaba en la relación entre la locura y el amor obsesivo. Si el argumento suscitó mi interés, mucho más me iba a impresionar lo que al abrirlo encontré dentro. Era una cuartilla doblada donde alguien había compuesto con letras de imprenta este mensaje:


sI TE cReeS aLgo estas eKivOcADa. nO sigAS y No tEndReMos K dEmoStrArte k no TienEs nAda y no erEs naDA cUAndo tE PoNen vAjo TieRra, lisTA dE MiERdA. uLTimo aBiSo


Literal, faltas de ortografía incluidas. Los caracteres habían sido recortados de titulares de periódico. En cuanto vi el formato, tuve cuidado de coger el papel por los bordes. Pero un examen a la luz de la ventana no me reveló restos de huellas en las letras. Quienes lo hubieran hecho eran tan profesionales como para no dejarlas. Y debían de haberse cerciorado por otro medio de que Neus entendía qué era aquello con lo que no tenía que seguir, ya que ahí no lo decían.

Fue en el momento en que trataba de asimilar aquel mensaje y sus consecuencias para mi investigación cuando unos nudillos golpearon en la puerta abierta. Me volví como quien se ve cogido en falta.

–¿Se puede? – preguntó Altavella.

–Claro, cómo no. Es su casa.

–Bueno, sometida a la investigación de la justicia.

–No somos policías norteamericanos -aclaré-. No vamos a andarnos con aspavientos peliculeros ni a poner cintas con la leyenda crime scene do not enter donde no tiene ningún sentido ponerlas.

–Es todo un detalle. ¿Algún hallazgo? Ah -dijo, reparando en el libro-, veo que se ha interesado usted por el amigo McGrath. Se lo recomiendo: un buen novelista, que se curra las historias y los personajes en lugar de hacer castillitos de epítetos, como se estila entre nosotros. Sencillo, potente y al grano. Y con profundidad de la buena, ojo. Deberíamos aprender de los anglosajones, por aquí. Vea si no la lección que dejó Beckett antes de morirse, Stirrings Still. ¿Lo ha leído?

Me costó seguirle. Por un lado, mi mente estaba en otra parte, y por otro, no era fácil acompasarse a sus caprichosas digresiones.

–Pues no, la verdad.

–Un libro admirable, en mi modesta opinión. Habla de un viejo que se muere y que se da cuenta de cómo le abandona todo. Es muy corto. No le sobra ni una sola palabra. Retórica cero. Naturalmente. La retórica es el oficio de quienes no tienen nada esencial de lo que ocuparse. Pero un tío que siente que se muere… Esencia pura.

–Ya veo. Creo que aguardaré a estar más relajado para leerlo.

–Sí, quizá sea mejor… Perdone, no le di tiempo a responderme. ¿Ha encontrado algo que le sirva? ¿Cómo llevan la investigación?

Sopesé si era el momento de participarle lo que sabía y lo que sospechaba. Me pareció que no, que ni siquiera debía decirle que habíamos localizado y detenido al acompañante de su mujer, información que hasta aquel momento habíamos logrado que no trascendiera a los medios, gracias a la discreción de su señoría, la prudencia de Pereira y el insólito respeto del secreto del sumario por parte del abogado de oficio, un chaval bastante joven que aún andaba reponiéndose del susto. Para incentivar su silencio, la juez le había dado la víspera esperanzas de ordenar la libertad de su cliente, siempre que nos dejara trabajar un par de días en verificar su historia sin ruido de fondo.

–Pues, si le soy sincero -expliqué a Altavella, escogiendo bien las palabras para no mentirle pero tampoco revelarle más de lo debido-, aunque mi sensación es que vamos avanzando y que tenemos un par de líneas que pueden darnos resultados, resulta prematuro afirmar nada por el momento. Ya querría poder contarle otra cosa. Sobre la inspección de esta mañana, la verdad es que tampoco he dado con nada que arroje mucha luz sobre el caso. Si no le importa, me llevo este bloc y el libro de McGrath. Parece que Neus lo estaba leyendo y he visto algunos pasajes subrayados que me gustaría analizar con más detalle. Este otro libro se lo dejo, ya he leído lo que tenía señalado.

–A ver -me pidió que se lo mostrara-. Ah, Margarit. Un poeta estimable. Qué se apuesta que le adivino lo que tenía marcado Neus.

–Prefiero no apostar, cuando veo tan seguro al de enfrente.

Trist el qui mor envoltat de respecte i prestigi -recitó.

–Pues sí, acertó usted.

–Hemos comentado más de una vez ese poema, Neus y yo. Cada uno a su manera y por su lado, le encontrábamos mucho sentido. ¿Sabe usted, sargento? La gente se hace a pensar que las personas que ve en el escenario, o en lo alto del tabladillo de marionetas, como prefiera llamarlo, son diferentes, que tienen un aura o algo así. Por eso les atrae morbosamente averiguarles las miserias. Descubrir que somos mezquinos, que enfermamos, que padecemos desamor, indefensión, zozobras múltiples. Alguna vez, yendo por la calle, he oído a alguien decir: míralo, no es tan alto, o míralo, qué desmejorado está, o míralo, qué cara de mala leche. Y yendo con Neus, ni le digo. A la gente le complace percatarse de nuestra mortalidad, y uno acaba preguntándose qué crimen ha cometido para perder el derecho que tiene cualquier hijo de vecino a ser un pobre diablo, a fallar y flaquear sin que sea un espectáculo, sin despertar esa conmiseración sobreactuada y anormal. La verdad es que Margarit lo clava: Trist el qui mor envoltat de respecte i prestigi.

No podían quedarme más lejanas aquellas cuitas de Altavella. Mi asunción general era que, frente a esos pequeños inconvenientes, las personas ilustres gozaban de no pocas ventajas, sobre todo si lograban prorrogar su celebridad hasta la vejez, en la que no se veían arrojados al desamparo y la indiferencia, cuando no el desdén, que los demás debemos temer al menos cautelarmente. Pero a la luz de los papeles de Neus lo vi de forma distinta. Casi llegué a tenerles lástima, y a sentirme culpable, como integrante de la plebe ingrata y carroñera.

–No sé qué decirle -respondí, con precaución-. Al final, lo que quiere todo el mundo es sentirse lo mejor posible dentro del pellejo en que se encuentra. Por eso supongo que nos resulta gratificante conocer los tropiezos y las carencias de las personas que tienen éxito. Vuelve nuestro propio destino, incluso nuestra mediocridad, llegado el caso, mucho más soportable. Según un tipo que se llama Steven Pinker, y al que debo reconocer el raro mérito de escribir sobre psicología con bastante sentido común y sin apenas propensión a decir extravagancias, es lo que se llama el mecanismo de manipulación de las propias creencias, que es en realidad una de las funciones primordiales de la mente: engañarnos acerca de lo efectivos y buenos que somos. O como dice otro teórico, Elliot Aronson, que se dedica a estudiar la psicología social: nuestro cerebro trabaja a destajo para aniquilar todo lo que se contradiga con la proposición «soy estupendo y tengo el control».

–Interesante -apreció Altavella-. ¿De dónde ha sacado todo eso?

–Del libro de Pinker. Si tiene curiosidad se llama Cómo funciona la mente y está traducido al español. Es un buen tocho, le aviso.

–Me lo apuntaré. Resulta muy instructivo charlar con usted, sargento. Ya me gustaría haber coincidido en otras circunstancias.

–Y a mí, se lo aseguro. A propósito, tengo algo que comentarle. No me hace sentir demasiado cómodo, pero es mi deber.

Altavella me observó con recelo.

–Vaya, eso suena regular. Usted dirá.

Podía equivocarme, pero creí que era mejor hacerlo a bocajarro.

–¿Por qué me mintió sobre su coartada?

–¿A qué se refiere?

–A la mujer con la que pasó esa noche. ¿Por qué me dijo que nadie podía respaldar su coartada si la tenía a ella?

Altavella respiró hondo.

–No la tengo -dijo-. Es una mujer casada y no quiero crearle ningún problema por culpa de esto. Si no se fían de mí, deténganme. Pero a ella déjenla en paz. No tiene nada que ver con su caso.

–No voy a detenerle -aclaré-. Ni creo que sea necesario molestarla. Sólo le recomiendo que no vuelva a jugar con algo así. Puede costarle un disgusto, y costárselo a la persona a quien trata de proteger.

Busqué sus ojos. No los hurtó. Me sostuvo con calma la mirada.

–Me tomo nota, sargento. De esto sabe usted mucho más que yo. Y le pido disculpas por mentirle. Pero creí que debía hacerlo.

–Por mí no se preocupe. Yo sólo soy el ordenanza de la ley.

–Diría que es algo más. Al menos en mi consideración.

Desbaratando de golpe la emoción del momento, brotaron desde mi americana las notas familiares de Rossini. Saqué el teléfono:

–¿Diga?

–Rubén, soy yo, Virginia -me anunció Chamorro-. ¿Sabes más o menos por dónde queda un pueblo que se llama Gavá?

–Sí.

–Pues ponte en camino para allá. Tenemos a Stefan.