CAPÍTULO 11


UN SUEÑO DEL REY ROJO

Altavella leyó entonces, con una más que decente pronunciación:


I look for butterflies that sleep among the wheat: I make them into mutton pies and sell them in the street. I sell them unto men who sail on stormy seas. Esto -comentó- es una cita literal de la canción del Caballero Blanco. Capítulo octavo, si no recuerdo mal. Neus adoraba ese libro.

–¿Qué significa? – preguntó Chamorro.

–Ah, perdone, creí que entendían inglés.

–Yo no tanto como mi compañero -confesó, sin tapujos.

–Bueno, es uno de esos poemas sin mucho sentido aparente que le gustaban tanto a Lewis Carroll. Busco mariposas que duermen entre el trigo. Con ellas hago pasteles y los vendo en la calle. Se los vendo a los hombres que salen a navegar por mares tempestuosos. Eso dice, más o menos.

–Mariposas que duermen entre el trigo -repitió mi compañera.

–Y aquí -añadió Altavella, que leía ahora el penúltimo folio- hay otra cita, del mismo capítulo: I don't like belonging to another person's dream. I've a great mind to go and wake the Red King, and see what happens. Ésta es más fácil, pero se la traduzco también: No me gusta pertenecer al sueño de otro. Estoy por ir a despertar al Rey Rojo, y ver qué pasa.

–El Rey Rojo… Red King -dijo Chamorro, mirándome.

Asentí, en silencio. Me costaba encontrar las palabras para reconocer que había tenido delante de las narices algo que habría debido identificar y que, sin embargo, me había pasado inadvertido. No sólo aquellas dos palabras, Red King, iniciales R.K., que Chamorro no había llegado a leer, porque la había interrumpido antes de llegar a esa parte, pero que yo sí había visto (deduje, avergonzado, que en algún momento en el que los ojos se me cerraban por el sueño). También me acordaba ahora de aquella última anotación, que no tenía excusa alguna para haber pasado por alto: donde finalmente reina el tipo rojo. Había cambiado rey por tipo, pero el verbo reinar habría debido alertarme. Y por si eso no bastara, estaba aquella otra palabra, kitten. No podía ser más evidente. El gatito de Alicia. El que acaricia cuando vuelve a la realidad.

Aquí debo admitir una pequeña miseria. Me fastidiaba no haber descifrado yo el acertijo, desde luego, pero eso sólo me pesaba hasta cierto punto, porque nunca he sido muy ducho para las adivinanzas ni encuentro en quienes tienen facilidad para resolverlas una forma de inteligencia a la que atribuya un gran valor. Lo que me dolía, sobre todo, era haberle dado a Altavella la oportunidad de tratamos como a un par de ignorantes, de lucirse con aquellas citas y con aquellas traducciones sobre la marcha como si desbastara a dos obtusos representantes del vulgo. El orgullo, que a veces juega malas pasadas.

–Tiene usted razón -le concedí, aunque me escociera-. Está tan claro que resulta imperdonable que no lo viéramos nosotros. No sé mi compañera, pero yo sí he leído a Lewis Carroll, lo que en el fondo no hace sino agravar mi negligencia. Ha sido buena idea enseñárselo.

–No sufra usted por eso -trató de consolarme-. A veces uno anda a otras cuestiones y no ve lo que le pasa por delante. Ustedes tienen que procesar mucha información a la vez. Yo, en cambio, me he puesto a leer esto con la cabeza despejada. Y tengo una ventaja nada despreciable: que sé hasta qué punto Neus era fanática de este libro.

–¿Ha visto la última anotación? – le dije.

–No, aún no.

–Léala, si hace el favor. Yo le di anoche un par de vueltas, pero ha quedado demostrado que no lo hice con mucha lucidez.

Altavella buscó el final del texto y leyó, en silencio.

–¿Qué es lo que dice? – preguntó Chamorro.

–Esto no es una cita del libro -explicó Altavella-. Es algo que escribió ella, Neus. Se lo leo traducido al castellano, directamente: Porque ahora se trata, mi hermoso gatito, de algo entre tú y yo, entre dos nadies, fuera de los espacios brillantes donde finalmente reina el tipo rojo.

Después de leer aquellas palabras, el escritor se sumió en una meditación sombría. Imaginé que no podía penetrar el sentido preciso de la anotación, pero que, como a mí mismo, ahora que manejaba la clave, le sobraban recursos para barruntar el significado general.

–¿Ha leído usted A través del espejo, agente? – se dirigió a Chamorro.

–Hace mucho tiempo, apenas me acuerdo -respondió, algo cortada.

–No pasa nada. Hay tantos libros… Se lo preguntaba por dar la historia por sobreentendida o no. Como usted recordará dijo, volviéndose esta vez a mí-, en ese libro Alicia empieza siendo un peón blanco de ajedrez y consigue coronarse reina, en una partida delirante que tiene todo el aspecto de un sueño y que ocurre en un mundo fantástico al otro lado del espejo del salón de su casa. Lo que no se sabe es si el sueño es suyo o del rey rojo, que pasa toda la partida dormido en una de las casillas centrales del tablero. Finalmente Alicia despierta, o regresa del otro lado del espejo, como prefieran, y sigue siendo incapaz de decidir de quién fue el sueño. Con esa pregunta termina el libro.

Altavella se interrumpió aquí. Debió de percatarse de que si continuaba en ese tono didáctico podía resultar pedante. Al dar su interpretación de la anotación de su mujer optó por ser más escueto:

–Neus parece haber decidido que todo era un sueño del rey rojo.

–Y que Alicia está ya para siempre fuera del espejo -añadí-. O lo que es lo mismo, que el sueño de ser reina no sigue más allá.

–Sí, eso es lo que viene a decir -murmuró.

Durante unos segundos, flotó en aquella azotea privilegiada un silencio que volvió irrelevante todo lo que nos rodeaba, la magnificencia de la casa y la ciudad que se extendía ante nuestros ojos.

–Creo que esto confirma sus suposiciones, sargento -habló al fin el viudo-. Neus tenía problemas. Y era consciente de ello. No sé si sabía que podía estar cerca de algo tan terrible como lo que le ocurrió. Pero sí que no debió de ser un accidente completamente inesperado.

–Coincido con usted -dije.

–Lo que me duele es no haberme enterado de nada. Quizá no fuimos tan listos, tan sensatos como nos creíamos. Quizá todo acabó siendo un amaño torpe que aceptamos por cobardía, y que no…

–No se atormente ahora -le atajé-. No creo que deba.

–No, desde luego. Es algo que tendré que resolver a solas.

–En todo caso, creo que no debemos molestarle más por hoy. Ya nos ha sido muy útil, y tenemos aún bastante trabajo por delante.

Altavella no pareció oírme. Seguía absorto en sus pensamientos, como si anduviera todavía dándole vueltas a algo.

–Podría interpretarse de una manera menos dramática -propuso de pronto-. El espejo es el mundo irreal. El mundo en el que vivía ella durante gran parte del tiempo, y que a mí tampoco me es del todo ajeno. Ese mundo en el que no eres tú mismo, sino un personaje a quien sueñan los demás. No saben ustedes lo que es esa sensación. Que la gente, cuando te da la mano, cuando te pregunta o cuando te escucha, ni te dé la mano ni te pregunte ni te escuche a ti, sino a la proyección mental que han hecho sobre ti en su imaginación. Al principio halaga sentirlo, porque en ese ejercicio de inventarte que hacen los demás hay una forma conmovedora de afecto hacia uno. Pero a medida que pasan los años, llega a asfixiarte. Acabas acorralado entre quienes te envidian o te desprecian y quienes te admiran tomándote por lo que no eres. Y entre medias cada vez queda menos espacio, y entre medias es el único lugar donde uno puede seguir viviendo sin perder la cabeza. Tal vez lo que Neus quisiera decir con esa frase no era que el sueño se había terminado, sino que ella misma deseaba acabar con él; no con todo, sino con la parte de mentira y de impostura que implicaba. Ya me disculparán, esta manera barata de hablar. A lo mejor es una tontería, pero cuando a alguien como yo le dan una metáfora, no tiene más remedio que manosearla. No se vive impunemente de la literatura.

Juzgué que debía ser generoso con él:

–A mí me parece bastante consistente lo que dice.

–En fin, perdónenme de todas formas que haya acabado derivando a mi tema -se excusó-. Temo aburrir cuando hablo de ello con desconocidos, porque cada vez tengo más la sensación de que este negocio al que me dedico es un vestigio de otra época. Al menos las señales son alarmantes. La mayoría de la gente que está dispuesta a gastar dinero en un libro sólo tiene afición a leer patrañas prefabricadas, los políticos que deberían fomentar la lectura son ineptos o directamente analfabetos y los escritores nos acabamos volviendo todos banales y cascarrabias, por no hablar de nuestra creciente incomprensión de la realidad. En el fondo, debería asombrarnos que alguien nos lea.

–No creo que todo sea tan catastrófico. A mí me gusta leer literatura, y a mi compañera también. Y ya ve a qué nos dedicamos.

–Sí, ya veo. Y es verdad que a veces uno tiene prejuicios necios -dijo, como si pensara en voz alta-. Para serles franco, había asumido que no les alegraría mucho verse obligados a tratar con alguien como yo.

El tono de Altavella era inocente, pero no podía dejar de advertir lo que sus palabras daban a entender. Si había llegado a notar que no me caía bien, era un fallo por mi parte. Traté de enmendarlo:

–Le aseguro que es mucho menos penoso tratar con alguien como usted que con buena parte de nuestra clientela habitual. Para empezar, no nos invitan a desayunar ni a disfrutar de estas vistas. Pero no podemos entretenernos ni entretenerle más. Debemos irnos.

–Sí, tampoco quiero distraerles yo. Les acompaño.

Al entrar en la casa apareció la empleada, sigilosa y siempre pertrechada con su incombustible sonrisa. Diríase que estaba allí aguardando, para recibir las órdenes que su jefe tuviera que impartirle.

–Yo les acompaño abajo, Palmira -dijo Altavella-. Si haces el favor, puedes recoger ya lo del desayuno y seguir a tus cosas.

Mientras bajábamos por las escaleras, me acordé de algo. La insospechada placidez con que había transcurrido nuestro encuentro me invitó a atreverme a mencionárselo a nuestro anfitrión:

–Una curiosidad. ¿Fue usted quien escogió la música de Corelli que sonó en la capilla? ¿Y el poema de Ausiás March para el cementerio?

Altavella se detuvo y me observó con una expresión anonadada, que he de confesar que me sirvió para paliar el bochorno de no haberme dado cuenta de las alusiones de Neus a la historia de Alicia.

–¿Le gusta Corelli? ¿Ha leído a Ausiás March? ¿Entiende catalán?

El escritor desplegó aquella batería de preguntas como si cada una se refiriera a un prodigio más inconcebible. Me halagó, claro.

Una miqueta -repuse a lo último-. Pero no tiene mucho mérito, estuve destinado aquí durante tres años. Lo debería hablar mucho mejor. En cuanto a Corelli, sí, me aficioné a él de chaval. Luego lo redescubrí en la época de la universidad por las versiones de Geminiani. Tenía un compañero de clase que estudiaba música y que me trató de convencer de que Geminiani había mejorado las composiciones de su maestro. Pero prefiero el original. Geminiani me parece frío. A Ausiás March lo conozco por Raimon -remaché, lo que no era mentir del todo.

–Me sorprende, tengo que reconocérselo.

–Bueno, es una casualidad. Nada más.

–Creo que no puedo dejar de decírselo -se sinceró-. A medida que uno va cumpliendo años le va costando más callarse lo que piensa, aunque no sea muy presentable, como es el caso. Me había hecho otra idea de ustedes, de cómo serían. No imaginé que iba a hablar con alguien que ha ido a la universidad, que conoce a Corelli y escucha a Raimon. Y mucho menos, que sabe quién era Geminiani. Me disculpará si le ofende, pero no es eso lo que asocio a un guardia civil.

–Ni usted ni mucha gente. Ni mis compañeros son en general tan marcianos como yo. Pero hay bastantes más universitarios, no crea. A mi compañera, sin ir más lejos, sólo le queda una asignatura para terminar la licenciatura en Ciencias Matemáticas. ¿O eran dos, Vir?

–Tres -precisó Chamorro, mosqueada.

–¿Y qué carrera estudió usted? – preguntó Altavella.

No respondí en seguida. Sabía que iba a devaluarme.

–Psicología, una pérdida de tiempo.

–¿Por qué lo dice?

–Supo expresar mucho más del alma humana Ausiás March, en esos pocos versos, que lo que han acertado a atisbar miles de psicólogos y psiquiatras en toneladas de páginas llenas de jerga y de especulaciones pseudocientíficas. No digo que todos sean unos cantamañanas durante todo el tiempo, pero incluso a los más capacitados, como Jung o Freud, se les escaparon de la pluma insignes memeces.

Altavella parecía seguir sin dar crédito, y noté que Chamorro me miraba de reojo con reprobación. Tenía razón, me estaba pasando.

–Tampoco hay que verlo con tanta dureza -opinó el viudo-. Al fin y al cabo, que nadie está exento de la estupidez ya lo decía Montaigne, hace unos pocos siglos, y creo que fue Nietzsche quien llegó a invocarla como un derecho. En lo que estamos de acuerdo es en la sutileza de los versos de Ausiás March. Los escogí yo, sí. Y a Corelli también. Por una debilidad romántica. Elegí una música que nos gustaba a los dos, a Neus y a mí. Ya que no estuve con ella cuando murió, me pareció una forma de acompañarla a título póstumo. Una bobada, ya ve.

–Discrepo. Creo que fue una elección acertada. No recordará usted, por cierto, en qué disco está esa canción de Raimon…

A Chamorro los ojos le echaban chispas. Pero a mí también me pasaba un poco como a Altavella. Ya era demasiado mayor para callarme algo que quería preguntar, salvo que pudiera causar un cataclismo.

–Claro que me acuerdo. Espere un momento. Antes de que pudiéramos reaccionar, Altavella desapareció por el pasillo. Durante los quince o veinte segundos que tardó en regresar, mi compañera no despegó los labios. Pero la manera en que me miraba se parecía bastante a la que recordaba de mi madre el día que le desintegré de un balonazo una costosa porcelana de Lladró (por accidente, no por impulso estético, los gustos de una madre no se juzgan).

El escritor regresó con un cede en la mano.

–Tenga usted -dijo, tendiéndomelo.

–Ah, gracias. Me anotaré el título.

–No, quédeselo.

–Es el suyo, no puedo aceptarlo.

–Vamos, hombre, como soborno es poca cosa. Acépteme el regalo. Me conforta mucho desprenderme de un objeto dándoselo a quien sé que lo va a disfrutar. Yo ya poseo demasiados. Y si algún día tengo ganas de volverlo a oír, ya me lo compraré. No se preocupe.

–Pues muchas gracias -resistirme más habría sido grosero.

Nos despedimos en el descansillo. Altavella estrechó nuestras manos y declaró, con un énfasis que no solía exhibir:

–Ha sido muy grato conversar con ustedes, pese a las circunstancias. Por favor, no duden en llamarme para lo que necesiten.

–Tal vez le pidamos que nos deje examinar otro día las cosas de su mujer. Su cuarto, sus papeles. No hay prisa -me apresuré a aclararle-, porque ahora mismo tenemos material de sobra para analizar.

–Bueno, si han de hacerlo, no me opondré. No se ha tocado nada. ¿Me dejarían que ahora les hiciera yo una pregunta personal?

Nos había puesto difícil negárselo.

–¿En qué año nacieron ustedes?

–Yo, en 1963 -dije-. Mi compañera no sé si querrá revelar su edad.

–Por qué no. Yo soy del 74 -rezongó Chamorro.

–Claro -asintió, pensativo-. Es que son ustedes muy jóvenes. Lo que yo guardo aún en la cabeza es un país muy antiguo, un país mugriento que ustedes han tenido la suerte de no conocer, apenas. No saben el favor que me han hecho. Ya no tendré que pensar en un tío con bigote, pocas luces y mala leche, cuando alguien me hable de la Guardia Civil. Lo dicho, un placer conocerles, y aquí tienen su casa.

A eso no supe si debía responder. Preferí retirarme en silencio.

Ya en la calle, mi compañera soltó lo que había estado reteniendo.

–Mira que te gusta dar la nota, ¿eh?

–¿Por qué lo dices?

–Claro que también el rival se las traía -observó, inclemente-. Cuando habéis empezado a competir por ver quién resultaba más redicho, he tenido la sensación de estar en un jardín de infancia. ¿Cómo es posible que a los hombres os idiotice tanto la vanidad?

–Bah, y yo me pregunto cómo es posible que las mujeres nos toméis tan en serio. No era más que un juego. Por su parte y por la mía. Y si a los dos nos divierte, y no le hacemos mal a nadie…

–Bueno, teníais público. Que no podía marcharse, además. Y al que os encantaba dejar sin oportunidad de terciar en vuestro torneo.

–Vamos, Chamorro, no me seas susceptible. Además, si alguien ha quedado en ridículo, he sido yo. Tuve la clave delante de las narices y he necesitado que me la destapara él para darme cuenta.

–Sabes que lo has compensado de sobra luego, con el alarde musical. Por eso sonríes así, que ya nos vamos conociendo.

–No. Sonrío porque al final, cuando ya casi creía que esta gestión iba a resultar baldía, hemos dado un paso importante, más importante de lo que parece. Y por cierto, ese paso acredita el valor de tu intuición, así que no deberías sentirte disminuida -la provoqué.

–Gracias, hombre. No me siento nada disminuida.

–El hecho es que Neus andaba metida en alguna clase de apuro: lo estaba pasando mal, como tú imaginabas. Eso quiere decir que aumentan las posibilidades de que su muerte no fuera totalmente aleatoria. Y con ellas, las posibilidades de que la resolvamos. Para empezar ya sabemos qué demonios significan las misteriosas iniciales R.K., aunque sea a su vez un signo de algo que tendremos que encontrar. Y acuérdate de la frase que leímos en su bloc junto a esas dos letras.

Suyo, no mío -citó.

–Lo que coincide con el sentido de la última anotación del diario.

–Sí, pero sólo tenemos símbolos crípticos. ¿Quién es el Rey Rojo?

–Que los símbolos cuadren y resulten coherentes ya es un paso. Ayer no entendíamos nada. Lo demás ya vendrá, a su tiempo.

Habíamos llegado al coche. Le ordené a Chamorro:

–Tira para el centro.

–¿Para el centro? ¿Adónde vamos?

–De momento, a una librería. A ver si tienen un ejemplar de A través del espejo en inglés. Me da que va a merecer la pena refrescarlo.

Por el camino llamé a Rubio. No había estado de brazos cruzados. Tenía los resultados del laboratorio de ADN: el perfil genético del semen hallado en el cuerpo de la difunta no se correspondía con el de nadie que tuviéramos en nuestro banco de datos. Había conseguido además el retrato-robot del acompañante de Neus: en su opinión, una birria a la que difícilmente se parecería alguien. También había localizado a Josep Albert Salvany: aquella mañana tenía rodaje en unos estudios situados en un polígono de la periferia. Me apunté la dirección. Por otra parte, Juárez ya había contactado con los proveedores de Internet y a primera hora de la tarde, nos aseguraba, dispondríamos de las claves para acceder a las cuentas de correo web de Neus. Donde no había habido tanta suerte era con los teléfonos móviles prepago. Dos de ellos correspondían a la compañía donde trabajaba la amiga de Chamorro y también podríamos tenerlos intervenidos y estar en condiciones de rastrear su ubicación a mediodía, pero el tercero era de otra compañía donde no habían ofrecido tantas facilidades. Exigían ver el original de la orden judicial, no les valía el fax, y le habían dicho a Rubio que debían someterlo a su departamento de asesoría jurídica antes de darnos acceso a la línea, ya que ése era su procedimiento interno para evitar incurrir en responsabilidades frente a sus clientes. No me sorprendía mucho; no era la primera vez que me encontraba con ese celo para preservar la intimidad de la clientela en alguna compañía de servicios. Un celo que entendía, desde luego, y que habría entendido mucho mejor si no me constara, por propia experiencia, cómo muchas de ellas aprovechaban después los datos personales de los usuarios para desarrollar otros negocios, cuando no para traficar con ellos. Pero no me engañaba: entre otras razones, los móviles prepago son una mina de oro para las empresas de telefonía porque permiten el anonimato y resultan más escurridizos; ser demasiado ágiles a la hora de facilitar su intervención equivaldría a sabotear su propio negocio. Le pedí a Rubio el número de teléfono y el nombre del representante de la compañía, para tratar de ejercitar con él mis dotes de persuasión.

Me dio tiempo a hablar con él mientras íbamos hacia la librería. El señor López-Tuñón, que así se llamaba o hacía llamar el sujeto, resultó ser un contrincante coriáceo, de la peor especie: alguien que había recibido de sus superiores unas directrices y cifraba sus expectativas de futuro en atenerse a ellas a todo trance. Me fallaron consecutivamente los trucos de ser amable, darle pena y hasta sugerirle que su rigidez burocrática podía favorecer a un peligroso criminal. A esto último se permitió incluso responder echando mano del sarcasmo:

–Pues entenderá, sargento, si tan grave es el caso, que esperemos que se tomen la molestia de facilitarnos el original del mandamiento.

–El juzgado está en Zaragoza, nosotros en Barcelona, y ustedes en Madrid. ¿Comprende las dificultades que eso nos plantea? – dije.

–Yo lo comprendo todo. Sólo le pido que me comprenda a mí.

–Muy bien. Creo que le he comprendido. Daré a su señoría cuenta de esta conversación. Mencionando su nombre, por supuesto.

–¿Qué pretende con eso? ¿Asustarme?

–No. Sólo apuro mis posibilidades. Si le asustan o no las consecuencias de obstaculizar una orden judicial, usted sabrá. – Y colgué.

Odio atacar por las malas algo que no debería costar mucho despejar por las buenas, pero cuando a uno le obligan, no queda otra. En cualquier caso, mi advertencia era hasta cierto punto un farol. No sabía en qué medida podía recurrir al auxilio de la autoridad judicial. La nueva juez bien podía ser una de esas que prometen mucho pero que luego, a la hora de la verdad, le dejan a uno solo delante del toro.

Le pedí a Chamorro que parase en doble fila ante la puerta de Laie, que recordaba de mi época barcelonesa como una de las librerías mejor surtidas. No me defraudó. Tenían Alicia en el País de las Maravillas y A través del espejo en una edición inglesa muy económica y en un solo volumen. También vi, junto a la caja, una oferta de libros de poesía catalana a euro y medio el ejemplar. Reconocí algunos nombres, otros no. Cuando uno adquiere el hábito de vivir de las gangas, le resulta difícil rehuir una. Bien podía desprenderme de tres euros. Tomé una antología de Joan Margarit, una elección al azar. Y otra de Vicent Andrés Estellés. En este caso sí sabía, de sobra, lo que me estaba llevando.

Con todo, la transacción apenas me llevó cinco minutos. Cuando estuve de vuelta en el coche, le dije a Chamorro:

–Listo. Y ahora, hacia la ronda. Vamos a ver a Salvany.

El tráfico había bajado considerablemente y el trayecto hasta los estudios de grabación resultó rápido. Mi compañera seguía de morros. Si hubiera sido propenso a pensar mal, habría creído que la fastidiaba que yo no hubiera salido del encuentro con Altavella tan descalabrado como había previsto. En cierto momento llegó a decirme:

–Supongo que el idilio que habéis iniciado esta mañana el escritor y tú no te impedirá preocuparte de comprobar su coartada.

No le respondí en seguida. A veces hay que hacer sentir el mando.

–La duda ofende, Chamorro. Claro que la comprobaremos. Pero no creo que sea ahora la prioridad. No veo que haya móvil para un crimen pasional, visto el arreglo conyugal que tenía con Neus, ni para un crimen económico, si sólo iba a sacar un tercio de una herencia que me parece que no necesita. Mi prioridad sigue siendo el moreno.

–Vale -acató, lacónica-. Era sólo por saber.

Nos llevó un tiempo orientarnos en el polígono industrial donde se hallaban los estudios de grabación. Lo malo de esos lugares es que la gente que te tropiezas sólo sabe dónde está su empresa, y que esperar que dar el nombre de la calle sirva de algo es como esperar que un jugador de golf asuma que no hay agua para regarle el vicio.

Después de un rato dimos con la nave. Ante ella había un nutrido grupo de fans, entre las que atravesamos no sin ciertos esfuerzos.

–¿Esta gente no debería estar en el instituto? – dije, viendo las edades.

–Debería -confirmó Chamorro-. Pero ahora cualquiera les obliga a algo, si no les apetece. Eso me cuenta mi primo, el que está de profesor. Hay alumnos a los que ni ve el pelo. Y menos aún a los padres.

En la recepción había una muchacha bastante moderna, punteada de piercings y rebosante de carnes, o a lo mejor era sólo que la ropa que llevaba correspondía a la talla que había tenido en tiempos de su ya lejana Primera Comunión. A ella le preguntamos por Salvany.

No es pot veure’l -dijo-. Avui tenim grabació tot el dia.

–Joder, qué manía -renegó Chamorro-. ¿Qué ha dicho?

–Perdone, mi compañera no entiende el catalán -la excusé, al tiempo que la invitaba con un ademán a que se calmara.

–Ah, lo siento -se apresuró a corregir la recepcionista-. Les decía que hoy tenemos grabación todo el día y no se le puede ver.

–Sólo le robaremos unos minutos -dije-. Seguro que hay descansos.

–Mis instrucciones son que nadie puede pasar. Lo siento.

No quería hacerlo, si podía evitarlo, pero acabé sacando la placa.

–¿Sería usted tan amable de confirmar esas instrucciones con su jefe?

Cinco minutos después estábamos hablando con un tipo disfrazado de activista antiglobalización (al menos, a ese movimiento remitían las consignas de su camiseta) que dijo ser el jefe de producción de los estudios. Trató de repelernos con las generalidades de rigor, pero esta vez ya me cogió con la reserva de diplomacia algo mermada.

–Mire, esto es muy fácil. Funciona así: cuando nosotros necesitamos hablar con alguien para esclarecer un delito, como es el caso, lo intentamos por las buenas, es decir, lo pedimos por favor, como estamos haciendo ahora. Si la persona se niega, y está en su derecho, lo citamos judicialmente, o incluso, si vemos algo a lo que agarrarnos, tratamos de conseguir una orden de detención. ¿No le parece a usted que debería cerciorarse de que el señor Salvany no quiere atendernos?

El activista dudó. Debió de pensar en las escasas opciones que tenía de seguir allí si por su culpa la estrella tenía algún disgusto.

Diez minutos después estábamos en una salita de invitados esperando a Josep Albert Salvany. Una joven muy atractiva, relaciones públicas de la productora, nos ofreció café, zumos y sándwiches. Era un detalle que rectificaran así, pero declinamos la invitación.

El actor tardó un cuarto de hora en venir. Apareció maquillado y caracterizado para la serie, con pantalones de rapero y una camiseta de tirantes que dejaba al descubierto sus fornidos brazos. Era moreno y guapo, en eso había que darle la razón a Meritxell, y traía puesta la sonrisa que debía de usar con los admiradores. Mientras nos daba la mano nos miró muy dentro de los ojos. A Chamorro, más.

Bon dia -nos saludó-. ¿Qué desean de mí? La verdad es que cuando a uno le dicen que viene a verle la Guardia Civil, impresiona.

–No queremos molestarle más de la cuenta -le tranquilicé-, sabemos que está usted trabajando. Muchas gracias por recibirnos.

–Por favor, un honor colaborar con las fuerzas del orden -exclamó, ensanchando aún más la sonrisa-. Aunque no sé qué puedo yo…

–Neus Barutell -dije, para orientarle.

La mención de aquel nombre obró el efecto de demudarle a Salvany el semblante en el acto. Desde luego, si por algún motivo le interesaba ocultar sus verdaderas emociones, no podía afirmarse que mostrara una gran competencia interpretativa. Pero en la televisión, colegí, no debían de exigirle mucho más que explotar su fotogenia.

–Sí, ya sé -murmuró-. He visto la noticia. Un asunto chungo, ¿no?

–¿La conocía usted? – preguntó Chamorro.

Ahora Salvany no la buscaba con sus ojos penetrantes; al contrario, le rehuía la mirada. Casi podía oírsele calcular hasta qué punto tenía sentido ocultar algo que, si estábamos allí, ya debíamos de saber.

–Sí, la conocía.

–¿Mucho? – le apretó Chamorro, con una pizca de maldad.

–Digamos que algo -repuso el actor.

–¿Tanto como para haber compartido su dormitorio? – inquirí.

Salvany no esperaba un ataque tan directo.

–Yo no voy presumiendo de esas cosas por ahí -se revolvió, digno.

–Vamos, no se lo contaremos a nadie -dijo Chamorro.

–Bueno, es posible. Aunque de eso hace ya tiempo.

–¿Cuánto? – intervine-. ¿Cuándo fue la última vez que vio a Neus?

–Hará tres meses. Pero lo habíamos dejado antes. Y tampoco fue algo demasiado serio ni demasiado profundo, no se vayan a creer.

–¿Ah, no?

–Pues no. Alguien nos presentó, congeniamos y supongo que a los dos nos dio el punto de probar. Y probamos. Sin más historias.

–No es eso lo que nos han contado.

–¿Ah, no? ¿Y qué les han contado?

–Que ella estuvo muy enamorada de usted.

A la legua se veía que Salvany no era un caballero. Lo delató la petulancia con que acogió mis palabras, y lo ratificó al decir:

–No sé, no se puede saber nunca qué siente otra persona. Pero les aseguro que para mí no tuvo la menor importancia.

Mi compañera me hizo una seña. Le dejé pista libre.

–¿Quiere decir que para usted fue sólo algo físico, o sea, un rollete pasajero? – preguntó, afectando ingenuidad.

–Bueno, fue, en fin, cómo quiere que se lo cuente, una de tantas historias entre dos adultos que hacen uso de su libertad.

La palabra adulto en labios de Salvany sonaba un tanto pintoresca, pero mi compañera le siguió el juego y se hizo aún más la tonta:

–Pero la señora Barutell estaba casada.

–¿Y hay alguna ley que prohíba a las casadas divertirse?

–No, sólo recordaba el dato. No es lo mismo jugar con quien anda desparejada que con quien tiene un marido. Dependiendo del marido, puede llegar a convertirse incluso en una experiencia peligrosa.

–Pongamos que no era el caso.

–Ajá. ¿Tendría inconveniente en decirnos en qué circunstancias conoció usted a Neus Barutell?

–En una fiesta, en casa de Oriol.

–Oriol qué -pregunté. Si hay un esnobismo que me revienta es el de los que se dan pisto omitiendo el apellido de sus conocidos célebres.

–Oriol Solsona, quién va a ser. Mi productor.

–Ah, perdone, es que no veo tele.

Salvany me miró como si mi confesión me certificara como una especie de anormal irremediable. Chamorro siguió escarbándole:

–¿Se vieron muchas veces? ¿Lo llevó a su casa de Zaragoza?

–Qué sé yo, una docena de veces. Pero siempre aquí, en Barcelona.

Mi compañera calló unos instantes. Súbitamente, le espetó:

–¿Dónde estaba usted la noche del lunes al martes?

–Pues… -Salvany parecía de repente nervioso-. A ver, déjeme hacer memoria. Salí por ahí, con amigos. Tengo… Al menos tengo diez o doce personas que pueden confirmarlo. ¿No creerán que…?

–No, todavía no creemos nada -aclaró Chamorro, mientras sacaba su libreta-. ¿Podría darme el nombre de esas diez o doce personas y decirme cómo podríamos contactar con ellas en caso de necesidad?

Salvany me miró, como buscando ayuda. No se la ofrecí. En realidad, mi mente estaba muy lejos de aquella habitación. Ni por asomo creía que semejante zopenco pudiera tener que ver con el crimen. Mientras Chamorro cumplía un trámite inútil y rutinario, yo sólo pensaba en el Rey Rojo. En lo que había podido mover a Neus a abdicar de sí misma hasta el extremo de mezclarse con aquel muñeco, colgarse de él y, unos meses después, acabar cosida a puñaladas sobre la cama que según todos los indicios acababa de compartir con otro nadie.


CAPITULO 12


A PASO LIGERO

Mientras regresábamos a la comandancia, después de nuestro vano encuentro con Josep Albert Salvany (viendo cómo tragaba saliva frente a Chamorro, calculé que había tantas probabilidades de que el actor tuviera alguna relación con la muerte de Neus como de que Josef Stalin alcanzara el estatus de héroe de Disney), me entregué a otra sesión intensiva con el que iba camino de convertirse en mi mejor amigo, o al menos aquel con quien más gastaba: mi teléfono móvil.


Para empezar, llamé a su señoría la juez de instrucción. Tardó apenas veinte segundos en aparecerme en la línea, desde que pregunté por ella a la oficial del juzgado que me atendió en primera instancia. Le expliqué por encima las actividades del día, para darle la impresión de que me había tomado muy en serio su petición de la víspera y también de que era un chico servicial y dócil, el tipo de varón que hace las delicias de las mujeres que ejercen autoridad. Luego fui a lo que de veras motivaba mi llamada: la resistencia de una de las compañías de telefonía a darnos acceso rápido a la línea de móvil prepago. La juez escuchó mi explicación y me pidió el nombre y el número del sujeto.

–Llamaré yo -prometió-. Aquí algunos no se han dado cuenta de que esto es el siglo XXI no sólo para lo que les conviene a ellos.

Y colgó. No le arrendaba la ganancia al señor López-Tuñón, con la locomotora desbocada que estaba a punto de embestirle.

–¿Qué? – consultó Chamorro.

–Pues nada, que ésta los tiene cuadrados. Ya podemos cuidarnos de desairarla, porque nos vemos reciclados de matones para una constructora, tratando con las mafias que hostigan las obras y cosas así.

–Me encantaría verte de matón -se mofó.

–¿Dudas de mi capacidad para el puesto? Tú no sabes la mala hostia que yo puedo llegar a tener. Ni mi destreza para los golpes bajos.

–Ya, ya.

–¿Quieres que al próximo que detengamos, al asesino de Neus, por ejemplo, lo trate en plan Harry el Sucio? Hombre, no tengo el Magnum 357, pero ahora que me he comprado la Walther, me apaño para montar una escena potente. ¿Prefieres que le meta el cañón en la boca o que se lo clave debajo de la barbilla mientras le retuerzo los huevos?

Mi compañera estalló en una carcajada.

–Para, anda. Y ten cuidado con la Walther, no vayas a hacerte daño. Si me admites una opinión, creo que deberías haber seguido con el revólver pequeño, iba más con tu verdadera personalidad.

Sopesé su apreciación.

–Puede ser, pero mi amigo el armero me comió el coco. Que si potencia de fuego, que si precisión, que si seguridad. Y encima me la sacó a buen precio. Ya sabes cómo soy. Cuando alguien se me muestra tan solícito y me lo da todo hecho me cuesta mucho decir que no.

–Tu amigo el armero está un poco volado. Pero oye, tú sabrás.

–De todos modos, no me digas que no es chula -dije, sacándola-. Tienen algo, estas armas alemanas, que lo convierten a uno en cuanto se descuida en un psicótico al estilo del protagonista de Taxi Driver. A veces me sorprendo mirándola con un embeleso que me asusta. Si creyera algo en los psiquiatras, hasta estaría tentado de ir a uno.

–Está bien, no sigas. Ya se me ha pasado el enfado.

–Supuse que sólo te hacía falta desahogarte un poco. Te has divertido apretándole las tuercas al musculitos, ¿eh?

–No voy a negarlo -sonrió.

–Dios mío, qué lugar más peligroso va a ser el mundo dentro de diez años, cuando esté lleno de mujeres como tú y Condolezza Rice.

–No más peligroso que ahora, contigo y George W. Bush.

–En fin, no apostaré. Siguiente llamada.

Marqué el número de mi líder espiritual y material, aquel a quien seguiría al fin del mundo, en el improbable caso de que le diera por poner rumbo a ese lugar: mi nunca bastante celebrado comandante Pereira. Como la juez, tampoco él tardó mucho en atenderme. Le di cuenta de las novedades. De manera particular, le puse al corriente del contacto que había establecido con su señoría, y de su singular entrega a la causa y a resolvernos los problemas que iban surgiendo.

–Luego la llamaré, para que se sienta cuidada -dijo Pereira.

–No sé si necesita mucho eso -se me escapó.

–Pero como el comandante soy yo, seguiré mi criterio.

A Pereira, al contrario que al resto de los mortales, no le sentaban demasiado bien los viernes. Me apresuré a rectificar:

–Claro, era sólo un decir.

–Para que lo sepas -me explicó-, nos están tocando un poco las pelotas con esto. El delegado del gobierno ayer, y hoy ya directamente el ministro. Parece que algunos periodistas amigos de la muerta, de esos que pueden llamar a los políticos al móvil, que es una ligereza que nunca entenderé, dicho sea entre tú y yo, les han pedido que demos cuanto antes información para poner coto a los rumores que circulan por ahí. Los dos primeros días se cortaron un poco, pero ayer ya han empezado algunas serpientes a soltar veneno a chorros.

–Nada que deba sorprendernos mucho -comenté.

–Te lo digo por si ves que me voy poniendo tenso a medida que pasan los días. Para que no pienses que es que he dejado de quererte.

–Cómo iba a pensar eso, mi comandante.

–Por si acaso. Ya sabes que a pesar de todo confío en ti.

No era el mejor momento para plantearle ciertas cuestiones, pero temí que tampoco iba a tener otro, así que me lancé:

–Mi comandante, yo me quedaré este fin de semana por aquí, pero pensaba darle permiso a Chamorro para que se vuelva. Y lo mismo a los de Zaragoza, para que pasen un par de días con la familia.

–Como tú veas. Si puedes cubrir tú el frente con la gente de allí…

–Creo que podré.

–Pues nada. Tú decides. Cuéntame lo que haya. Gracias, Vila.

Cuando colgué, Chamorro me dijo:

–Gracias por el esfuerzo. Pero yo voy a quedarme. Tampoco tengo nada apasionante que hacer allí, y así no te dejo sin coche.

–Por eso no lo hagas. Ya pediría uno por aquí.

–No es por eso. De paso te echo una mano, si sale algo. Y te hago compañía. Salvo que te moleste la perspectiva y prefieras estar solo…

Por un lado, sí, creía que estar solo iba a venirme bien, para recapacitar sobre ciertas cosas, y acaso tambien para mirar a la cara a ciertos fantasmas. Pero por otro, tenía razones para prever que no era lo que más me convenía, y la oferta de Chamorro me conmovió.

–Tú nunca molestas, Vir -dije-. Y se agradece el gesto.

Sonó entonces mi teléfono. Iban a nombrarme cliente del mes. Y lo más chusco del asunto: mi compañía no era otra que la que se negaba a cooperar con nuestra investigación. Paradojas de la vida.

–Sargento -dijo una voz femenina que reconocí al punto-. He hablado con el individuo y creo que ha recibido el mensaje. Cada vez se le iba oyendo menos. Pero me ha salido con una pega: que si es viernes y no trabajan por la tarde y que ya no le va a dar tiempo a hacer todas las gestiones internas antes del lunes. Y aquí le pregunto: ¿podemos esperar el fin de semana o vuelvo a llamar y le digo que si no tenemos intervenido el teléfono a las cuatro le echo a los perros?

Así puesto, era una responsabilidad. Lo fácil habría sido decir que sí, pero no era cuestión de gastar toda la pólvora en el primer cañonazo. Aunque luego iba a arrepentirme, en ese momento me rajé:

–Tampoco puedo asegurarle que esperar dos días sea algo desastroso. Si el usuario teme que el teléfono está caliente ya lo habrá dejado de utilizar. Y si no, supongo que el lunes seguirá estando ahí.

La juez carraspeó levemente.

–Bien. Pues entonces lo dejo como está. Le he dicho al López-Tuñón este que si no me llama el lunes antes de las diez, citaré al consejero delegado de la compañía como imputado por un delito de desobediencia. Me ha parecido que me tomaba por una demente capaz de hacerlo, que era justo lo que pretendía. Así que me imagino que el lunes lo tendremos.

–Muchas gracias, señoría.

–De nada. Para eso me pagan. Suerte, y llámeme si me necesitan.

Mi expresión debía de ser elocuente, porque Chamorro preguntó:

–¿Qué?

–Que con diez o doce jueces como ésta, España dejaba en un año de ser el paraíso de todos los canallas de Europa -exclamé.

–Cuidado, mi sargento, no vayas a estarte enamorando.

–Pues a nada de morbo que tenga en persona…

–Anda que si te oyera decir eso…

–Quién sabe, a lo mejor la tentaba. A fin de cuentas soy un individuo maduro, con experiencia de la vida, cultivado, abierto, cosmopolita. Justo el tipo de hombre que una mujer como ella busca.

–Lástima que todos los accesorios esos que mencionas no vayan instalados en una carrocería como la de George Clooney.

–Oye, ¿qué tiene ese tío? Si es el peor actor del mundo. Siempre pone la misma carita, como si le estuvieran depilando el pecho con pinzas.

–Nadie se fija tampoco en las dotes interpretativas de Sharon Stone.

–De acuerdo, recibido. – Miré el reloj: la una y media-. Menos mal, parece que no nos ha cogido el atasco. Llegaremos bien a comer.

Todavía antes de traspasar la puerta de la comandancia tuve otra conversación telefónica. Esta vez era el subteniente Robles:

–Vila, he estado currando para ti y tengo resultados. Primero: esta tarde coincidirán por aquí la cabo primero Jimena, que está destinada en la unidad de mujer y menores de Sitges y se conoce bien el percal del putiferio de por allí, incluida trata de blancas y demás basura, y el inspector Cruz, que es uno de los expertos de la pasma en la materia. Les he liado para tomar un café contigo, si no te viene mal.

–Cómo iba a venirme mal, Robles.

–Y a ver, la otra. He hablado con Asensi, uno de los chavales que estaba conmigo por aquí y que se pasó a los Mossos. Está en policía judicial y tiene de jefe a uno de los pata negra de ellos, de los primeros que se desplegaron en Gerona. Años de experiencia, vamos. Mi chaval me dice que es un figura y el mejor contacto que puede darnos allí. Si no tienes un plan mejor, les he arrancado cita para comer mañana.

–Pues qué diligencia, mi subteniente. Compro.

–Yo soy de la vieja escuela. Lo que hay que hacer, a paso ligero.

–¿A qué hora esta tarde?

–Pon entre las cinco y media y las seis, tienen aquí una reunión de coordinación que acabará sobre esa hora. Yo te aviso.

Proporciona una deliciosa satisfacción ver que un día que empezó mal se va enderezando, y más cuando ello no se debe al afán o el mérito de uno, sino a la súbita conjura en su favor de los dioses. El hombre ha malgastado litros de tinta ensalzando el valor del sacrificio; nada conforta tanto como sentir que sales adelante de pura potra.

En el centro de operaciones de nuestro grupo reinaba una actividad frenética. Rubio estaba al habla por teléfono con Juárez y le iba dando a Tena las claves para entrar en el correo electrónico de Neus, que ya nos había conseguido nuestro experto informático. Gil y Ponce andaban con el equipo de escucha y rastreo de teléfonos. No sólo grababa en soporte digital todas las conversaciones que se produjeran (adiós a la penosa antigualla de las cintas magnetofónicas) sino que daba la posición del usuario con un desfase temporal de unos pocos segundos y apenas un centenar de metros de error. Desde que lo teníamos, aquél se había convertido en uno de los juguetes preferidos de todos, y al guardia Gil también le divertía notoriamente utilizarlo.

–Uno de ellos está muerto -me dijo, apenas me vio-. No lo ha conectado desde que lo tenemos pinchado. Pero el otro sufre adicción. No sólo no lo apaga, sino que no para de darle uso. Aunque lo que dice no termina de resultar demasiado interesante. Mira, otra vez.

Gil subió el sonido del aparato. Empezó la conversación.

Ey, nen, por dónde andas.

Por aquí, tío, en medio de un congreso de lolailos.

De fondo se oía, en efecto, música de rumba.

¿Y eso?

Qué sé yo, tío, la última gilipollez de la bruja esta. A ver si se me echa un novio que la taladre como Dios manda y deja de putear.

–Yo no contaría con eso, chaval. ¿Te vienes esta noche?

No sé, tú, lo tengo más bien fotut. Tendré que montar hasta tarde, ya sabes, y espérate que a la petardo esta le guste la pieza, que si no…

¿Me das un toque a media tarde?

–Pos vale. Pero no cuentes mucho conmigo, que además estoy hecho mierda. Llevo dos noches que apenas duermo tres horas.

Vale. Déu.

–Déu. Pásalo bien.

Ahí se cortó. Miré a Gil.

–¿Quién es el nuestro?

–El de la jefa hijaputa -informó, mirando a Chamorro.

–Qué suerte -dijo mi compañera, sin rehuirle-. Menos mal que en el equipo tenemos a alguien que habla su mismo lenguaje.

–Haya paz -medié-. ¿Qué dirías que es lo que tiene que montar?

–Una pieza de televisión -apuntó Gil-. Éste trabaja en el medio. Los colegas nos reconocemos fácilmente, ya sabes.

–Sí, a eso suena. Y promete. ¿Dónde anda?

–Ahora mismo, en Santa Coloma de Gramanet -reveló el guardia, exhibiendo su dominio-. ¿Vamos por él o le dejamos largar más?

–Déjale un poco de carrete. Éste no va a cortarse. Esta tarde ya vemos. Y de paso, a ver si suena la flauta y se despierta el otro.

Me acerqué a donde estaban Rubio y Tena. El sargento me informó:

–Ya está, las siete cuentas abiertas y operativas. Listas para hincarles el diente. No sé muy bien qué mano tiene este Juárez con la peña de los proveedores de Internet, pero desde luego le da resultado.

–No preguntes -dije-. No descartes que los haya pescado alguna vez en uno de esos chats de pedófilos donde se infiltra, y que se guarde el as en la manga para ocasiones como ésta. A aprovecharse.

–¿Por cuál quieres que empecemos?

–Por la que quieras. La abres y me imprimes todos los mensajes que tenga guardados en la bandeja de entrada, en la de salida y en la papelera, si es que se le ha quedado alguno ahí. Y luego la siguiente. Lo que te dé tiempo de aquí a las dos y media. Después, tú y Tena os volvéis a Zaragoza. Ya está hablado con el comandante. Chamorro y yo nos quedamos aquí, para lo que surja, y vosotros os reincorporáis el lunes.

Rubio me buscó los ojos.

–Eh, Vila, que si hace falta que nos quedemos…

–No estoy seguro de que haga falta. Y de lo que sí estoy seguro es de que a ti te van a echar de menos tu mujer y tus hijos y de que a Tena la echará de menos el novio. No quiero que nadie se refiera a mí en sus conversaciones como el cabrón ese. O no si puedo evitarlo.

–Y menos querrías eso con el novio de Tena -se rió Rubio.

Tena se sonrojó, una vez más. Tenía una facilidad increíble.

–Venga, mi sargento, no empiece -protestó.

–Ahora está destinado en una unidad normal, pero fue uno de los comandos que asaltaron el Perejil, nada menos -explicó Rubio-. Además el tío lo cuenta muy bien. Dice que si no es por el suboficial marroquí que mandaba a los cuatro mataos que estaban allí, y que al ver que los españoles eran muchos más les ordenó rendirse, podía haber sido una desgracia. Él asegura que por supuesto habrían asado a todos los moros, ya sabes que a esta gente le gusta fardar más que…

–Más que a usted contar la historia -le afeó Tena-. Voy a tener que decirle a Roberto que le cobre algo por los derechos.

–Tranqui, Tena. No, si es un buen tío -me aclaró-. Y se puede hablar de todo con él. Yo creía que a estos rambos les colgaba el labio inferior y hablaban con voz hueca. No hay que fiarse de las películas.

Tena estaba ahora más que enfurruñada. Y de color carmesí.

–Muy gracioso, nunca le había oído el chiste, mi sargento.

–Venga, perdona, me callo. Vamos a ir imprimiendo esto.

–Y le pasáis también todas las claves a Chamorro -le pedí-. Ella se meterá esta tarde con lo que dejéis pendiente.

Mi compañera adoptó una expresión dubitativa.

–Ah, ¿no vas a querer mirarlo tú también?

–Sí, pero tengo otras tareas. Tómales tú el relevo.

Después de un almuerzo más bien expeditivo, Rubio y Tena hicieron las maletas y se dispusieron a regresar a casa. Antes de irse, el sargento insistió una vez más en su disponibilidad para el servicio:

–Tienes mi móvil. Si hay algo, me das un toque y nos plantamos aquí en dos horas. – Y mirando a Tena añadió-: Y nos traemos al Delta Force, por si hay que eliminar a alguien sin que se oiga el estertor.

–Joder, mi sargento -se quejó la guardia.

–Se agradece -dije-. Pero relájate, y descansad, que la semana que viene me temo que va a ser dura. Y cuidado con la carretera.

Regresamos a nuestro cubil, Chamorro, los otros dos miembros del equipo y yo. Gil y Ponce volvieron a enchufarse al aparato:

–Ahora está en la zona del Raval -me cantó Gil-. Jobar, este cacharro es la leche. Creo que voy a dejar de usar el móvil cuando haga cosas feas. Es como llevar a la KGB pegada a la chepa todo el tiempo.

–Bueno, en tu caso, pegada a otra cosa, porque siempre lo llevas en el bolsillo del pantalón -le corrigió Ponce.

–Pues sí, compadre, peor me lo pones.

–Cuidado con eso -avisó Chamorro-. Que dicen que deja estéril.

–Mejor para mí juzgó Gil-. No tengo ganas de ver más gilitos correteando por ahí. Ni ganas, ni euros para llenarles la andorga.

–Y dicen que también deja impotente -añadió mi compañera-. Claro, que eso sólo irá por aquellos que previamente funcionaran.

–Mira que eres siesa cuando te pones, ¿eh, mi cabo?

–No me refería a nadie en concreto, hombre.

Me senté con Chamorro mientras iba abriendo las sucesivas cuentas de correo de Neus e imprimiendo su contenido. La mayoría tenía pocos mensajes, y muy espaciados en el tiempo. En la bandeja de entrada abundaba el spam; se veía que no era muy diligente para borrar el correo basura, o que andaba siempre con prisa. De cada tres mensajes, dos eran ofertas de préstamos instantáneos, de títulos universitarios sin necesidad de estudiar y de todo tipo de pastillas que podían proporcionar la felicidad o corregir en breve plazo cualquier anomalía o limitación física de quien las consumiera. Como ambos habíamos previsto, todo cambió al llegar a la bandeja de la cuenta just_a_kitten. El mensaje más antiguo era de hacía sólo tres semanas. Pero de ahí hasta la fecha misma de la muerte se sucedían hasta tres mensajes diarios, tanto entre los enviados como entre los recibidos. Y algo que no podía dejar de llamar la atención: sólo había dos direcciones a las que escribiera desde ahí. La que más aparecía era la de un tal whiterknight_79, pero también se escribía bastante con nemosín_for_alice. Viendo uno y otro apodo, tanto mi compañera como yo comprendimos, sin necesidad de intercambiar una sola palabra, que ahí estaba el pastel que teníamos que abrir. La dejé convirtiendo en papel todos aquellos mensajes y volví junto a Gil y Ponce, que seguían con su pasatiempo.

–¿El otro no enciende el teléfono?

–Ni de coña. Debe de ser un malo que te cagas -conjeturó Ponce-. Alguno de los que ya se han coscado de que les podemos tener puesto este rabo electrónico en cuanto aprietan la tecla de encendido.

–Pues ya sabéis lo que significa eso.

–¿Hum? – dudó Ponce.

–Hay que hablar con la compañía y averiguar dónde se compró ese teléfono y todos los datos que tengan del comprador. Puede que no sean muchos, y si es alguien curtido en esto puede que el lugar tampoco nos diga gran cosa, pero debemos mirarlo por si acaso.

–A tus órdenes, mi sargento. Nos ocupamos.

En ese instante volvió a conectar el que teníamos localizado. Seguía en el barrio del Raval, según la pantalla. Ahora llamaba él, y la interlocutora era una mujer. Esta vez, hablaban ambos en catalán:

Escolta, que arrivo una mica tard.

Molt bé. Vols que li digui qualsevol cosa a la jefa?

Que he trobat moltíssim tránsit. Pero que m'emporto el material, tot complet, i puc montar-ho abans de les set.

Més val, tu.

Fins ara.

Fins ara.

Y ahí cortó. Ponce me observó con expresión astuta.

–¿Qué le parece, mi sargento? – dijo-. Para mí, que con esto ya tenemos trincado al pichón. ¿Me deja contarle lo que se me ocurre?

–Adelante -le invité.

–Ya sé que no soy Sherlock Holmes ni un experto de la unidad central como usted, mi sargento, y que por tanto mis ideas valen lo que valen -dijo, con un retintín que junto al usted y la insistencia irónica en llamarme mi sargento, no contribuyó mucho a predisponerme en su favor-. Pero deduzco que aquí el colega este se ha despistado por ahí para comer con alguien, se ha entretenido más de la cuenta y ahora va a pijo sacao hacia el lugar donde trabaja para rematar el encargo que le ha hecho su jefa, esa que parece que no tiene suficientes alegrías horizontales, o como a ella le guste ponerse, que tampoco voy a meterme en cómo lo tiene que hacer, no vaya a regañarme la cabo.

–Sí, mejor no te metas, anda -le rogó Chamorro, con gesto aburrido.

–Lo que calculo -prosiguió Ponce- es que dentro de poco tiempo el teléfono dejará de moverse y permanecerá en el mismo sitio durante al menos tres horas. El tiempo que necesita para montar lo que ha grabado, según acaba de decirle a la tía con la que hablaba. La maniobra es pan comido: cuando veamos que deja de moverse durante un tiempo prudencial, pongamos veinte minutos, es que está ahí. Acotamos la zona, buscamos productoras o empresas de televisión situadas dentro del perímetro, que con un poco de suerte no habrá más que una, nos vamos a la puerta y esperamos a que vaya saliendo la gente. Cuando veamos aparecer a un maromo que nos dé el tufo, llamadita al canto. Y el que lo coja, pues ése es. Como además parece un poco atropellado y un poco capullo, nos marcamos un seguimiento discreto. Si se mueve en coche, como parece por el sonido de la última conversación, ya es nuestro. Y si no, vamos tras él hasta su casa. En cualquier caso, me apuesto una paella para seis a que esta noche puedo decirte cómo se llama y alguna que otra cosa más. Si das tu permiso, claro.

Ahora volvía a tutearme. Pero no iba a tenerle demasiado en cuenta aquellas oscilaciones en el tratamiento, por lo demás habituales entre suboficiales y guardias que comparten fatigas. Lo cierto era que había tenido una idea simple, eficaz y económica para resolver aquella identificación. Y que el plan, además, debía ponerse en práctica sobre la marcha. Le sopesé la mirada, enfrenté luego la de Gil y les dije:

–Tenéis mi permiso. Y apúntate una, Ponce.

Chamorro continuaba dándole trabajo a la impresora, y en el semblante con que iba ojeando los folios que la máquina le escupía vi aquella concentración que la caracterizaba cuando estaba procesando material prometedor. Pensé que cada uno tenía en qué ocuparse y que como jefe del grupo únicamente me tocaba dejarles afanarse en la labor y esperar a que me trajeran resultados. Así que les anuncié:

–Me voy a hablar con Robles. Ponce y Gil, cuando tengáis ubicado al pajarito, le dais cuenta a la cabo de dónde vais, que para eso es la jefa en mi ausencia, y hacéis lo que hemos acordado. Y a ti, Chamorro, te veo luego. Ve avanzando con eso todo lo que puedas.

Asintió, absorta. Ni siquiera le importó quedarse con aquellos dos.

Me cité con Robles en la cafetería de la comandancia. Apenas tuve que esperarle diez minutos. Poco después entraron un hombre de paisano en la cuarentena y una mujer treintañera de uniforme, que al ver al subteniente se vinieron directos hacia nosotros.

–A sus órdenes, mi subteniente -dijo la mujer, muy seria. Era de complexión más o menos robusta, y tenía ese aire de estar siempre prevenida común a las veteranas, las guardias de las primeras promociones que habían debido abrirse paso frente a reservas y recelos que las más nuevas habían conocido ya muy atenuados.

–Mira, qué a tiempo -dijo Robles-. La cabo primero Jimena y el inspector Cruz, de quienes ya te hablé. Y éste es el sargento Vila. Bueno, en realidad se llama Belculibabia o algo así, pero yo siempre le he llamado Vila para no equivocarme, y os aconsejo que hagáis igual. Ya os he dicho quién es: la vedette de los necrófilos de Madrid. Por eso nos lo han mandado para que resuelva lo de la Neus Barutell.

–Gracias -le dije-. Es Bevilacqua, como él bien sabe -me dirigí a los otros-, pero sí, llamadme Vila, que cuesta menos y ya estoy resignado. Y de vedette y de necrófilo tengo lo que él de diplomático.

Les estreché las manos. Jimena forzó una sonrisa y Cruz me pareció un poco más distante. Ambos estaban ahí porque Robles los había convocado, pero me hice cargo de que era un viernes por la tarde y el plan no era lo que más debía de apetecerles a aquellas alturas de la semana. Les invité a sentarnos sin más demora para abreviar el asunto.

Les expliqué someramente las circunstancias de la investigación y por qué me había parecido oportuno hablar con ellos. La cabo primero me escuchaba con atención, pero en el policía advertí desde el principio una especie de suficiencia, no supe bien si la que suele aquejar a algunos policías de la escala superior frente a los guardias a quienes no consideran sus iguales (o lo que es lo mismo, todos los que somos algo por debajo de oficial) o la que en general tiende a sentir el policía especializado en algo frente a otro policía que es profano en su materia y le pregunta por ella, como era el caso. A mis insinuaciones sobre la posibilidad de que los trabajos periodísticos que había hecho o preparaba Neus sobre el mundo de la prostitución barcelonesa pudieran estar relacionados con el crimen, Cruz replicó, algo despectivo:

–Lo que estuviera preparando, lo desconozco, pero no sé si has visto el reportaje que pasó en su programa.

–Tengo el deuvedé, todavía no he podido.

Cruz meneó la cabeza.

–Nada de nada -opinó-. Tres o cuatro generalidades, unas cuantas entrevistas con la cara borrosa y voz distorsionada diciendo lo que todo el mundo sabe y, eso sí, una música muy siniestra y un montaje muy efectista para que la historia impresionara mucho. Pero para mí que lo hicieron llamando a cuatro o cinco anuncios por palabras del periódico y convenciendo a la lumi de turno para que se pusiera melodramática en su testimonio. Cuando no a fabular, como la presunta prostituta de alto nivel, que por cierto no pasaría de 1.60.

Observé el efecto del chiste en Jimena, que no superaba en demasiados centímetros aquella estatura. Se mantuvo imperturbable.

–Entonces, no os parece que ahí tengamos algo que rascar.

Cruz se encogió de hombros.

–Hombre, apenas sé del caso lo que acabas de contarnos, no me puedo poner a valorar probabilidades con mucha base. Pero lo que sí te puedo decir es que el contenido de ese reportaje no es una amenaza para nadie, y menos para alguien que pudiera tomar una decisión tan fuerte como quitarla de en medio. Aquí el grueso de este negocio se mueve a gran escala. Una buena parte está en manos de gente que lo lleva con una seriedad acojonante, en fin, en plan catalán, no te digo más. Pagando impuestos, Seguridad Social, con extranjeras perfectamente legalizadas y pidiendo todas las licencias a las autoridades locales. Ésos no tienen nada que temer, ya se arreglan para ser respetados por la comunidad por la pasta que mueven, la riqueza que crean y el servicio que prestan. Y los otros, los de las mafias, los que pululan por el lado oscuro, no salieron en el reportaje ni de refilón. Porque acercarse a ellos y a sus chicas es algo que requiere un reportero más intrépido de lo que podía ser una Neus Barutell, acostumbrada ya desde hace años a no oler más que a Chanel y a pisar sólo moqueta.

Consulté con la mirada a la cabo primero.

–Sí, yo también vi el reportaje, y básicamente estoy de acuerdo con lo que dice el compañero -observó-. No era demasiado revelador. No se acercaba a la gran industria digamos regular, a los macroprostíbulos con cientos de chicas que tenemos por ejemplo en nuestra zona, y apenas apuntaba vaguedades respecto a los malos de verdad, los del Este que traen menores para explotarlas en vivo y on line. Quiero decir, que las prostituyen aquí y a la vez, venden su imagen por Internet.

–Es que en este país a cualquier cosa le llaman periodismo de investigación -apostilló Cruz, con una sonrisa sardónica.

–Su ayudante me habló de algo de eso, menores e Internet -dije.

–Pues desde luego, en el reportaje que yo vi, ese punto ni siquiera lo tocaron -recordó Jimena-. Sólo hablaban, en un momento, y a propósito de una chica rumana a la que entrevistaban, de las mafias que suelen traerlas, y decían que no distinguen si son menores o no y que las someten a todo tipo de explotaciones, sin precisar mucho más. Sólo con lo que yo he visto en los últimos tres meses, te podría dar para contar veinte historias mucho más concretas y truculentas. No creo que hubieran dado con ninguna de estas redes. Ni de lejos, vamos.

–Tenemos el material de soporte del reportaje que se emitió, y del que estaba preparando -dije-. A lo mejor, si os lo paso y le echáis un vistazo, me podéis decir si ahí sí podía haber algo más sensible.

–Yo, a su disposición, mi sargento -se ofreció la guardia.

–Si podemos ser útiles al cuerpo hermano, ya sabes, no tienes más que pedirlo -se sumó el policía.

–A propósito -me dirigí a Cruz-. ¿Cómo está la situación del traspaso vuestro con los Mossos? Lo digo por saber hasta qué punto se han hecho ya ellos con todos estos temas en Barcelona capital.

Cruz curvó los labios en una mueca desdeñosa.

–Pues ahí están, aterrizando. Y nosotros, enseñándoles lo que se dejan enseñar antes de que nos acaben de fumigar. No les auguro yo mucho futuro, con tanto ciutadá, deposi la seva actitud y tanto ordenancismo como se gastan. Barcelona es una gran ciudad, un laberinto duro y jodido, y está llena de hijos de perra más listos que el hambre y con menos escrúpulos que una hiena. Por esas calles hay que ir con más firmeza y menos protocolo, siempre dentro de los límites del Estado de Derecho, claro está. Pero bueno, ya irán aprendiendo a fuerza de cagarla, que es como al final aprendemos todos. Si me pides un resumen, te diría que están todavía bastante perdidos, y les llevará un rato hacerse con las riendas del cotarro. En esto y en todo lo demás.

–Deduzco que no tienes pensado pasarte a sus filas.

–No puedo, tío -respondió-. No doy la talla en la lengua vernácula. Si no me consigo pronto un empleo fuera de la policía por aquí, que es lo que ya me estoy mirando y lo que te confieso que preferiría, porque ya son unos cuantos años dejándome la piel para que al final me paguen como me están pagando, me tocará hacer las maletas.

No era extraño que se hubiera instalado en aquella actitud negativa; de pronto, me sentí inclinado a ser comprensivo con él. Antes de disolver la reunión, quise consultarles un último aspecto: la organización de la prostitución masculina, y cómo podíamos movernos para localizar a un eventual sospechoso relacionado con ese mundillo.

–Que yo sepa, sólo está algo organizada para gays -dijo Cruz-. En la parte que atiende la demanda femenina, predomina el autónomo.

Miré a la cabo primero. También a eso asintió. Tomé nota, de todo. No suele pasar que los expertos en algo muestren tal unanimidad.


CAPÍTULO 13


DESEMPARADA I CÁLIDA

Encontré a Chamorro sola en nuestro centro de operaciones. Había apartado todo el papelote y toda la cacharrería de una de las mesas para extender sin estorbos sobre ella una serie de folios impresos. Estaba tan sumida en la lectura y en sus pensamientos que no advirtió inmediatamente mi presencia. Al ver que no reaccionaba, me hice notar:


–Estoy de vuelta, Vir. ¿Cómo ha ido eso?

Mi compañera ni siquiera respondió en seguida. Continuó leyendo el folio que tenía ante los ojos, como si algo más fuerte que ella (y desde luego mucho más imperioso que la exigua autoridad que sobre su ánimo pudieran conferirme mis galones) la mantuviera imantada.

–Ah, mi sargento -dijo, aún sin mirarme-. Ven, mejor siéntate.

–¿Tan gordo es?

Chamorro regresó entonces de golpe a la habitación y me contempló con una sonrisa tan ancha que le abarcaba toda la cara.

–Lo tenemos. Al gatito. Al sujeto que jugó a ser el Caballero Blanco. Al chico moreno del Audi. Al hombre que fue a acostarse con Neus a la casa de Zaragoza. Todos son el mismo, y llevo dos horas leyéndole y leyendo lo que Neus le escribió. Si nos las arreglamos para conectar su identidad virtual con la real, es nuestro. Eso es todo lo que queda.

Traté de asimilar aquella amalgama de información. Sabía que Chamorro no era tan frívola como para hacer afirmaciones categóricas sin un buen fundamento. Pero me pareció que debía enfriarla:

–A ver, a ver. Para empezar, ya sabes que eso que acabas de decir, conectar a alguien de carne y hueso con su personalidad en Internet, no es moco de pavo. De pende de cómo entre en la red, y en este caso dependerá además de si sigue utilizando esas cuentas, y tenemos alguna que otra razón para temer que estén ya en desuso.

La sonrisa de Chamorro siguió inconmovible.

–Coincido contigo en las dificultades generales -dijo-, y en que whiterknight_79 y nemosín_for_alice deben de ser a estas alturas cuentas de correo inactivas, y por tanto no interceptables, ya que parece que su titular sólo las utilizaba para comunicarse con alguien que ya nunca va a poder responderle. Así y todo, se puede tratar de recuperar su tráfico pasado, aunque también estoy de acuerdo en que será difícil. Pero por suerte, a veces el de enfrente tiene un desliz. Una vez, sólo una vez, el gatito le escribió a Neus desde otra cuenta: pab_penya_79. No cabe duda de que es la misma persona, por el tono, por los sobreentendidos entre ellos, porque en ese mensaje le dice que no puede olvidar la última noche que han pasado en la casa de Zaragoza. Y tengo el pálpito de que esa cuenta de correo sí va a seguir utilizándola.

Normalmente, le habría reprochado con severidad a Chamorro su recurso a un concepto policial tan pobre y tan deleznable como el de pálpito. Pero, a esas alturas, mi cerebro andaba desbordado por las muchas cuestiones que se le amontonaban de golpe. Opté por una:

–¿Quieres decir que fueron más veces a la casa de Zaragoza?

–Afirmativo, jefe. No menos de tres veces, antes de la llamémosla definitiva. Era el nidito de amor, hasta donde he podido deducir.

–Déjame ver ese apodo -pedí, y me tendió, impreso, el mensaje al que se había referido-. ¿Qué puede querer decir pab_penya 79?

–¿Pablo Peña, nacido en el 79? Lo del año estoy ya casi por asegurarlo. Es el mismo número que usa en el otro apodo, y si haces cálculos, nos da que nuestro hombrecito andaría en este momento por los…

–Veinticinco años -dije.

–Oye, vas mejorando en aritmética. En cuanto a lo de Pablo Peña…

–Hay algo que no habrás dejado de hacer, ¿no?

–No, no he dejado de hacerlo. He buscado en el listado de los titulares de Audis para ver si hay alguien con ese nombre y ese apellido. Y lamento decirte que no es el caso. Tampoco hay Peñas, aunque sí Pablos o Paus. Nada menos que ocho. Pero yo no iría por ahí.

–¿Por dónde irías?

Mi compañera se demoró unos segundos. Disfrutaba del momento.

–Por donde siempre me has dicho, para que veas hasta qué punto aprecio y no desatiendo tus sabias enseñanzas. Por buscar el fondo de las personas y sus motivaciones. Pablo Peña puede ser un nombre falso que usa el individuo con afán de hacerlo pasar por verdadero, o al menos por verosímil. Para poder jugar en los chats de Internet el juego de la personalidad ficticia. Por eso mismo presumo que lo ha usado más veces, y que no va a abandonarlo sin más, porque bajo esa identidad puede haber hecho relaciones que le interese mantener.

–Te confieso que en Internet no entro demasiado, y que chatear me parece una de las actividades más aburridas a las que puede dedicarse un ser humano después de la filatelia, la papiroflexia y el bingo.

–Tampoco yo estoy ahí pegada todo el día. Como mucho he jugado alguna vez. Pero hazme caso: Pabpenya 79 volverá a conectarse.

Traté de recapitular. Temía estarme dispersando.

–Deja por un momento eso -le rogué-. ¿Te importaría mucho que lo repasáramos todo desde el principio? Tienes la ventaja de que tú te has leído los papeles, y apenas me has explicado lo que has encontrado.

–Perdona, tienes razón -admitió-. Los papeles aquí están, a tu disposición. Merecerá la pena que pierdas un rato con ellos, te van a esclarecer muchas cosas. Pero si quieres, te hago una síntesis.

–Ardo en deseos de escucharla.

–Muy bien. Procuraré distinguir entre aquello que podemos dar por contrastado y lo que resulta más o menos hipotético. Yendo al comienzo de todo: Neus y este caballero se conocieron hace exactamente veintitrés días. Las referencias a esa fecha crucial son abundantes y coincidentes. En cuanto al dónde, no puedo ser tan taxativa. Da la impresión de que fue en un acto social, una fiesta, un cóctel o algo así. Supongo que si cruzamos con su agenda o con Meritxell podremos saber adónde fue Neus ese día. También te puedo decir que la pasión fue fulminante, y que tuvo su consumación esa misma noche, en el vehículo de Neus, lo que dicho sea de paso acredita, dado el espacio disponible, la fogosidad y las dotes de contorsionista de ambos. ¿Me sigues?

–Con la boca abierta.

–Si hay que creer lo que Neus y su galán escribieron al respecto, he de anotar que con una franqueza notable, el encuentro carnal fue de una intensidad tal que generó en ambos la necesidad de repetirlo a la mayor brevedad posible. Y eso fue al día siguiente. Desde entonces, se las arreglaron para verse casi todos los días, y el muchacho este debe de estar bastante en forma, porque Neus se declara más que satisfecha de las prestaciones exhibidas en todos y cada uno de sus encuentros. También parece que desde el primer momento entraron en el juego de asumir el papel de personajes de A través del espejo. El empezó siendo el Caballero Blanco, o más blanco aún que el blanco, whiter knight. Neus adoptó naturalmente la identidad de Alicia, aunque a la vez jugaba con lo de la gatita, de ahí el apodo just a kitten. Con el tiempo, kitten sirvió también para referirse a él, es decir, se convirtieron en gatitos los dos. Como ves la historia no deja de estar teñida de ese toque de ternura y confusión que suele caracterizar a las parejas de enamorados.

–Confusión y ofuscación -dije, recordando alguna lectura.

–Hacia la mitad de la relación, empezaron a jugar con otro concepto. Lo dice aquí, en este mensaje, el primero de nemosín_for_alice. Cito: Si quieres, yo seré tu Nemo, ese nadie que nadie conoce y que te monta en su submarino para llevarte a los mares nunca vistos. En fin, el estilo no es nada del otro mundo, pero la metáfora tiene su gracia, y la verdad es que el apodo también, con el diminutivo nemosín le quita toda la solemnidad que pudieras achacarle. En general, el chico tiene bastante sentido del humor, no sé si llegaría a decir que encanto. Aunque Neus, de lo que le escribe se desprende, sí que estaba encantada con él.

–Continúa.

–Los mensajes que se cruzaron nos permiten precisar un montón de detalles. La fisonomía y complexión física del sujeto, por ejemplo, en todo coincidente con la descripción que nos hizo el rumano de la gasolinera. Neus se refiere a ella con meticulosos e inflamados adjetivos que abarcan, además, algunas partes que nuestro testigo no pudo ver pero según parece ella pudo examinar a su antojo. También tenemos información sobre su vehículo, que él le describe en uno de sus mensajes, el de la víspera de la primera excursión a Zaragoza, como un Audi A3 plateado. Mientras lo leía ya se me hacía la boca agua pensando que pudiera facilitarle la matrícula para mayor precisión, pero no, no llegó a tanto. De lo que por desgracia no deja demasiada constancia es de dónde vive, a qué se dedica, etcétera. El mundo exterior no existe en esta correspondencia, sólo la pasión y las almas y los cuerpos de los amantes, y aquello que en uno u otro momento les sirve para realizar o amparar sus escaramuzas amorosas. Como mucho, hay alguna alusión al mundo de ella, la famosa, la estrella televisiva, como cuando nuestro caballero blanco consigna el subidón que le ha dado verla presentando el programa y pensar que esa a la que ahora contemplan todos, maquillada y esplendorosa en la pantalla, es la mujer a la que ha tenido entre sus brazos, desnuda y gimiente, apenas unas horas antes.

–Veo que te ha afectado la lectura. Nunca te había visto tan lírica.

–Citaba más o menos de memoria las palabras que emplean ellos -se descargó-. Los dos son bastante ardientes y tienden al alarde poético, quizá Neus más que él. Lo de él resulta un poco más barato.

–Pero dirías que ambos estaban enamorados…

–O lo fingían muy bien, que también puede ser. Es una idea a la que le vengo dando vueltas desde hace tiempo. Cuando las cartas eran manuscritas, lo que leías en ellas resultaba más fiable. Tener el trazo dibujado por la mano de la otra persona, con su firmeza o sus temblores, era como tener un signo adicional, algo que a lo mejor no descifrabas conscientemente, pero que de forma inconsciente te permitía intuir la verdad o la mentira de lo que te escribían. Pero ahora, con los textos electrónicos, que no te consta cuántas veces han sido reescritos, que siempre son rectilíneos e impecables, quién sabe cuándo le mienten y cuándo le abren el corazón. Ni siquiera en el chat, donde la escritura es más o menos instantánea. Hay auténticos virtuosos del fingimiento automático, férreos simuladores de espontaneidades, y las letras de molde son la mejor pantalla tras la que pueden ocultar sus intenciones.

Observé a mi compañera. No sabía que dedicara sus ratos libres a elaborar aquellas piezas de filosofía de la comunicación.

–Interesante -aprecié-. Y sobre esa base, ¿qué te parece la relación entre estos dos? Puedes equivocarte, estamos solos.

Chamorro meditó con expresión empeñosa.

–Diría que fuego había. Eso lo prueba la urgencia, los varios mensajes diarios, las palabras sin tapujos, el deseo irrefrenable de repetir sus encuentros, la caña que se metían cuando se juntaban. Por lo demás, en lo que escribe Neus, por excesivo y hasta pornográfico que pueda resultar, siempre hay la sensación de que lo controla. Con él, no estaría tan segura. Pero eso no excluye que cualquiera de los dos pudiera mentir, ni tampoco que ambos fueran sinceros. Entre otras cosas, cuando la pasión desborda a los amantes, nunca hay que descartar que el mecanismo del engaño sea precisamente que cada uno se engaña a sí mismo antes de engañar al otro, con lo que en cierto modo ninguno de los dos estaría dejando de decir, a su manera, la verdad.

Sonreí, sin poder evitarlo.

–En la segunda parte me parece que te has embrollado, Virgi. Por un momento, me has empezado a sonar como una psicóloga.

–¿Eh?

–Sí… Por las ideas sin contenido, que al final te llevan a razonamientos tautológicos. Eso es precisamente lo que me alejó de esa disciplina en la que dilapidé los mejores años de mi juventud. ¿Qué coño es engañarse sobre lo que uno siente? ¿Qué concepto objetivo es ése? Una palpitación, una convulsión, un desmayo, un insomnio son objetivos. Todo eso existe, es innegable. Pero ¿quién puede afirmar científicamente que otro se engaña respecto de sus sentimientos? ¿Dónde está el medidor de sentimientos y el reactivo que se tiñe de azul si el sentimiento es cabal y de rojo si es falso? Aquí tenemos algo objetivo, y perdóname que sea un poco burro al decirlo: si no he entendido mal el sentido de tus eufemismos, estos dos follaban como perros, y cuando no lo estaban haciendo, se escribían sobre cómo lo habían hecho y sobre volver a hacerlo. Y eso es verdad. Y a eso es a lo que me atengo yo.

Chamorro quedó un poco aturdida.

–Yo… -balbuceó-. En fin. ¿No es una interpretación un poco simple?

–No. Es un dato, un hecho, algo sobre lo que se puede construir.

–Pero ¿construir qué?

–Luego veremos qué especulaciones se nos ocurren, a partir de ahí: qué podemos atisbar con los ojos de la intuición y convertir en hipótesis compatibles con ese dato. Esa apuesta es lo que hace que el conocimiento sobre algo progrese, no soy tan ceporro como para no saberlo. Pero siempre teniendo presente qué es lo que está amarrado y lo que no. A lo mejor, al final, llegamos a poder decir que al mismo tiempo que se entregaba corporalmente, alguno de estos dos se reservaba mentalmente. Es posible, desde luego; los trastornos de la personalidad existen y el de personalidad múltiple tal vez sea uno de los más frecuentes, mucho más normal de lo que alguna gente se cree. Pero esto lo afirmaremos cuando encontremos alguna prueba de esa reserva. Mientras tanto, tenemos a un hombre encoñado y a una mujer encaprichada con él. Que es un hallazgo relevante, a nuestros efectos.

–¿A nuestros efectos?

–Claro, Virgi. Por si lo habías olvidado, te recuerdo que no escribimos libros de autoayuda ni atendemos el consultorio de una revista femenina. Para eso ya están mis compañeros de carrera. Tratamos de esclarecer crímenes y de colgarle el mochuelo a alguien que se lo lleve bien puesto a una mazmorra de nuestro sistema carcelario.

Mi compañera encajó mal mi ironía.

–Gracias por iluminarme, en mi inexperiencia. Ahora déjame pensar qué has querido decir con ese recordatorio innecesario y borde.

Le ofrecí, conciliador:

–Piensa, te dejo.

Se tomó apenas unos segundos.

–Ya, ya veo -dijo.

–Pues desembucha.

–Crimen pasional.

–Bien, veo que has recuperado el uso del hemisferio cerebral adecuado. Una relación ardiente, difícil, clandestina, sedienta. Todo va de fábula mientras los amantes se complacen. Pero, ay, cuando surge un problemilla, una desavenencia, un desaire, el edificio es frágil, está demasiado amenazado, y los sentimientos están demasiado a flor de piel. Y si uno de los dos integrantes del equipo padece, por casualidad, algún tipo de desajuste, la pendiente al desastre esta servida.

–¿Debo entender que eso es una teoría? ¿La teoría?

–Por favor, Vir, parece que no me conocieras -protesté-. Ni con un bazooka apuntado a la perola me consentiría poner todas mis fichas en una casilla de la ruleta. Pero es algo que en este momento, sobre lo que me cuentas y sobre lo que me han contado los expertos en prostitución con los que acabo de estar, me suena consistente, o más consistente que otras posibilidades de las que hemos estado barajando.

–Vale, en una parte me llevas ventaja. ¿Qué te han contado?

–Que el célebre reportaje era una gilipollez. Algo que podría haber hecho cualquier becario con un periódico y un teléfono con quince euros de saldo, y que debía preocupar tanto a los tíos malos del negocio como a los dirigentes del capitalismo mundial el adversario que puedan representar actualmente los viejos sindicatos de clase.

–Lo último no lo entendí del todo, ya sabes que soy apolítica.

–Si yo digo eso, me disculpa la edad. En tu caso no sé…

–Bueno, va, no abramos más frentes. La cuestión es que por ese lado no esperas mucho, o que lo das directamente por cerrado.

–No. He quedado en mandarles al madero y a la compañera la documentación que tenemos del segundo reportaje, por si ahí ven algo que les resulte sospechoso. Hazles una copia de esos ficheros del ordenador de Neus y de los papeles que nos ha enviado Meritxell.

–De acuerdo. ¿Podemos volver a lo que dejamos antes a medias?

–¿A qué te refieres?

–A esa otra dirección de correo electrónico. Al margen de tus teorías y de las mías, ¿no te parece que tendríamos que meterle mano?

–Sí, eso es indiscutible. Y un problema.

–¿Por?

–Es viernes, siete de la tarde. Puedo llamar a la juez al móvil, puede que incluso me las arregle para convencerla de que dicte la orden con carácter urgente, pero, ¿cómo demonios la hacemos valer antes del lunes? O mucho me equivoco o todo el mundo está ya de fin de semana y en el proveedor de Internet correspondiente sólo atiende un robot o un técnico que no va a tomar esa clase de decisiones.

–Qué flojo te veo, mi sargento -me reprochó-. ¿No se supone que en situaciones como ésta el buen policía hace otra cosa?

–¿Qué?

–Buscar alternativas. Concedamos que no podemos intervenir esta cuenta hasta el lunes. Aun así, no tenemos por qué perder los dos días. Hay otros caminos para llegar a ella, y a su titular.

–Lo conseguiste. Me he perdido. ¿Cómo?

–Mensajería instantánea -dijo-. Neus tenía en su ordenador un programa de mensajería instantánea, y al abrirlo, ahora que dispongo de las claves de sus cuentas de correo, he visto que había incluido como contactos a nemosín y whiterknight. Eso quiere decir que nuestro hombre también tiene un programa de mensajería instantánea y lo usa. Lo que te propongo es bien sencillo. Me creo una identidad y una cuenta de correo web, me bajo el programa de mensajería instantánea y lo abro con esa cuenta, y le mando una invitación a pabpenya para que se comunique conmigo. Cuando él abra su programa, la recibirá, y si he conseguido crearle la curiosidad suficiente, la aceptará.

–Espera, no sé si te sigo bien. ¿Por qué va a hacerlo?

–Ya me ocupo yo de que mi apodo le parezca sugerente.

–Pero ¿cómo vas a justificarle que tienes su dirección?

–Fácil. Que me la ha dado una amiga. Y que me ha dicho que es muy simpático y que le mola mucho chatear con él. Y cuando me pregunte qué amiga es ésa, le respondo que es un secreto, así le pico más.

–¿Y se lo creerá?

–Probablemente. Y si no, querrá averiguar quién de sus antiguos contactos soy, reciclada bajo una nueva identidad. Todo lo que puede suceder es que no quiera chatear conmigo. En ese supuesto, tendremos que esperar al lunes, que es como ya estábamos. Pero me apuesto algo contigo a que consigo hablar con él. Si se conecta, claro.

–¿No le pondremos sobre aviso?

–Descuida. Ya impediré que sospeche que soy una guardia civil.

–Caramba, Chamorro. No te hacía tan puesta en estas cosas.

–Ya te dije antes. Alguna vez he matado el aburrimiento jugando con el ordenador. Y si una pone atención, siempre aprende algo. Ya ves, nunca sabes cuándo algo que has aprendido te puede servir.

Dudé si debía aceptar o no su propuesta. No acababa de tener claro que aquella maniobra no sirviera precisamente para cercenar un cabo del que podíamos tirar el lunes de forma más segura. Pero me pareció que negarme era a la vez desconfiar de la capacidad de Chamorro para conducirse con la habilidad suficiente y no ponerle la mosca detrás de la oreja a aquel sujeto. Y pensé que siempre que uno reprime una audacia, le acaba quedando el runrún de si acometerla no habría sido mejor que abstenerse de ella. Esto último inclinó la balanza:

–De acuerdo. Vía libre. Pero ya me puedes afinar.

–Afinaré -prometió-. Verás como no te arrepientes.

–Oye, otra cosa. ¿Y el dúo dinámico?

–Ah, se me había olvidado. El teléfono se quedó inmovilizado en una ciudad de la periferia, por ahí apunté el nombre. Encontraron una productora de televisión que tiene allí los estudios. Y si no me han engañado para irse al bar, ahora mismo estarán vigilándola.

–Voy a controlarlos, no es que no me fíe, pero…

Marqué el número del teléfono móvil de Gil. Lo cogió como un rayo.

–Sí, mi sargento. Te me has adelantado. Buenas y malas noticias.

–A ver.

–Tenemos la matrícula de su coche, y ya la he comprobado. Gervasi López Fernández, nacido en 1980, vecino de Cornellá, calle tal, piso etcétera. Ahora mismo le estamos siguiendo y me atrevería a jurar que es él y que ésa es su dirección, porque el camino que está haciendo es justamente el que lleva hacia allí. No obstante, cuando veamos dónde se mete, haremos la comprobación con los buzones del portal.

–Nada de eso me parece malo -observé.

–No, eso está de puta madre, ¿verdad? El ordenador de Tráfico es así de chulo. Las pegas están en otra parte. Primera: no lleva un Audi A3 plateado, sino un Seat León amarillo, con pegatinas bastante horteras. Y segunda pega: el tipo es pelirrojo modelo zanahoria.

–Ah, eso sí que me enfría un poco el entusiasmo, mira tú.

–Ya nos lo temíamos, mi sargento. A pesar de todo, vamos a terminar de ficharlo. Y si quieres, vamos por él. De todos modos, merecerá la pena saber por qué Neus Barutell llamó a este mindundi en su último día de vida hacia las doce de la mañana, ¿no te parece?

–Sí, pero no nos precipitemos -dije-. Me confirmáis la identificación sin haceros notar, seguimos escuchándole y el lunes decidimos.

–A tus órdenes, jefe.

Colgué y me quedé cavilando sobre quién o qué pudiera ser para Neus Barutell aquel Gervasi López Fernández, residente para más señas en una zona como Cornellá, es decir, lo que los pudientes y sus portavoces denominarían una zona popular o de gente trabajadora.

–He oído lo que te decía -habló Chamorro-. Imposible no hacerlo, con los berridos que pega éste. Lo que te aseguro es que el que mantenía con Neus esta tórrida correspondencia no era pelirrojo.

–Ya. Un personaje más en la función. Qué fastidio, la verdad.

–Muy buenas, gente, ¿se puede? – preguntó alguien desde la puerta.

Era el capitán Cantero. Tenía que reconocer que estaba siendo más que respetuoso con nuestra autonomía. Desde la víspera, ni le había visto ni había hablado con él, y pensé que una mínima cortesía exigía darle alguna atención mayor de la que le estaba dedicando.

–Buenas tardes, mi capitán -dije-. Adelante, está en su casa.

Avanzó hacia donde estábamos y se dejó caer en una silla. Su semblante no parecía menos fatigado que el nuestro.

–Qué coñazo, tú, esto de la droga. Menuda paliza que nos hemos metido. Y lo que más me jode es que encima de las identificaciones y de toda la burocracia, hemos tenido que montar la exposición de paquetitos y accesorios para que el delegado del gobierno se haga la foto delante de las cámaras de la tele. Un trabajo, porque éstos eran mayoristas de los de verdad, cientos y cientos de kilos. Jesús, qué paciencia hay que tener. Bueno, ¿qué tal vosotros, cómo va el asunto?

–Pues, ni bien ni mal -juzgué-. Un poco mejor que ayer, y espero que un poco peor que mañana.

–Me han contado que estáis utilizando el equipo de intervención telefónica. Eso es que ya habéis pillado chicha donde morder.

–Sí, pero con resultados escasos, por ahora.

Le expliqué al capitán el estado general de la investigación y todos los flecos que teníamos abiertos. Repasándolos para él, me di cuenta de que eran unos cuantos. Uno nunca sabe, cuando maneja tantas variables, si está levantando el sistema de ecuaciones que le permitirá despejar todas las incógnitas o simplemente chapotea en el caos.

–Coño, no diría yo que estáis tan mal -opinó Cantero.

–No, tampoco he dicho eso. Parece que en un par de caminos estamos a punto. Pero nos sigue faltando eso. El punto.

–¿Mi gente se porta bien?

Tuve oportunidad de cazarle a Chamorro la mirada escéptica.

–No tengo queja -respondí, con rotundidad.

–Si alguno falla, o si te hacen falta más, ya sabes.

–Sí, ya sé, mi capitán.

Cantero se puso en pie.

–No os doy más la lata. ¿Qué hacéis esta noche?

–Pues no lo habíamos hablado, pero estamos hechos polvo. Casi votaría por cenar rapidito y recogernos. Además, yo tengo bastante lectura pendiente. ¿O a ti te apetece ir a alguna parte, Chamorro?

–La verdad es que hoy preferiría no moverme. Incluso creo que sería bueno trabajar un rato esta noche con eso que te he dicho.

No le había contado al capitán la idea de mi compañera para conectar con el usuario del apodo cibernético pab_penya_79, ni tampoco deseaba hacerlo ahora, así que asentí sin darle mucha importancia.

–Impresionante, tú -exclamó Cantero-. Qué abnegación.

–No, mi capitán -dije-, es la costumbre de andar siempre fuera de casa. Te haces a trabajar a todas horas, para poder volver cuanto antes.

–Ya, imagino. Pues oye, que os cunda.

Una hora después regresaron Gil y Ponce. Habían contrastado la identificación de Gervasi López, que era en efecto el nombre que se leía en uno de los buzones del portal del bloque de pisos de Cornellá hasta el que lo siguieron. El número del portal y el piso coincidían con los del titular del coche que conducía según el ordenador de Tráfico.

–Mientras yo miraba los buzones, Ponce se fijó en la fachada -refirió Gil-. Y vio encenderse las luces del piso en cuestión. No te voy a decir que sea fiable al cien por cien, podría estar viviendo en casa de su primo y conduciendo su coche, pero vamos, como que me extrañaría.

–A mí también. Mirad cuando podáis si tiene antecedentes. Y el lunes veremos. Por mí, podéis considerar inaugurado el fin de semana.

–Se lo agradezco en el alma, mi sargento, porque la última vez que he hablado con la parienta iba a cambiarme la cerradura -dijo Ponce.

–¿No va necesitar nada de nosotros estos dos días? – dijo Gil.

–Que os paséis por aquí de vez en cuando a ver qué registra el ordenador de los teléfonos intervenidos. Y si eso no nos da ningún resultado digno de mención, nada más. Que disfrutéis del fin de semana.

Chamorro y yo nos conformamos esa noche con una cena frugal. No hablamos demasiado mientras dábamos cuenta de ella. Quizá pensábamos los dos lo mismo, que habíamos salido de Madrid sin previo aviso el martes, y que ahora, mientras otros saboreaban la perspectiva de un fin de semana con los suyos, nosotros estábamos allí, varados como ballenas suicidas, ocupándonos no de nuestras vidas sino de la muerte de otro. El hecho invitaba a hacer alguna que otra consideración existencial, pero confieso que durante buena parte del tiempo no pude zafarme de un pensamiento de mucha menos envergadura: necesitaba encontrar un sitio donde me lavaran la ropa, porque estiraba ya mi última muda y las camisas no me aguantaban más.

Después de cenar, volvimos a nuestro lugar de trabajo. Chamorro se puso a trastear con el ordenador, para descargarse el programa y una vez instalado éste y cursada la invitación a pab_penya_79, montar guardia frente a la máquina con la esperanza de que apareciera nuestro hombre. Yo había pensado en un principio irme a leer a mi habitación, pero me pareció más solidario quedarme allí. Así le hacía compañía y ella tenía con quien pegar la hebra cuando le entrara la modorra. Me dediqué a hojear todos los papeles atrasados. Leí en primer lugar la correspondencia electrónica entre Neus y su amante, que no sólo me confirmó todo lo que Chamorro me había contado sino que me permitió apreciar su capacidad para resumir. En esencia, lo que allí había, relevante para nuestra investigación, era lo que mi compañera ya me había adelantado. Sin embargo, la lectura me proporcionó algo más que la información que aquellas páginas contenían. Pude escuchar la voz de Neus, sin postizos idiomáticos o criptográficos como los que empleaba en aquel diario en inglés que había leído la noche anterior. Era cierto, como había sugerido Chamorro, que daba la impresión de tener un gran dominio sobre lo que decía o dejaba de decir. Pero, más allá de lo que pudiera fingir ante su corresponsal, era la versión más auténtica de la personalidad de mi muerta que había tenido hasta entonces. Y debo consignar que no me desagradó. Con toda su procacidad, con esa exigencia egoísta que como amante hambrienta exhibía a veces, aun con esa cursilería bobalicona que sólo quien se abrasa en la llama del amor puede ponderar sin sonrojo, vi en ella a alguien que, al menos en esa relación y frente a ese hombre, no hacía trampas y sólo buscaba ser libre y disfrutar de lo que otro le daba en el ejercicio de su propia libertad. En sus mensajes no había subterfugios, ni máscaras, ni remilgos propios de cualquier forma de cálculo o de hipocresía. Nunca sabría, desde luego, si le quería o no, porque entre otras cosas, no es probar ese tipo de abstracciones inasibles y delicuescentes lo que suele ocuparme ni interesarme. Pero lo que sí constaba era que se le había entregado, con alegría y plenitud. Y él a ella, habría jurado que también. Pero, por si mi conocimiento de la naturaleza masculina no fuera ya bastante para ponerlo metódicamente en duda, estaba ese desenlace bajo cuyo influjo irremediable debía ahora analizarlo todo.

A continuación releí el diario en inglés. Aquí sí que vi, ahora y en comparación, a una Neus artificiosa y comediante, que intelectualizaba y disfrazaba y por tanto corrompía sus emociones. Pero no por ello desprecié lo que me podía aportar. Me fijé sobre todo en las citas literales que contenía de A través del espejo, y hube de concluir que Altavella había tenido tino para localizarlas. Quizá las dos que él nos había leído eran las más significativas. El trozo del poema del Caballero Blanco que hablaba de mariposas convertidas en pasteles para ser vendidas a los hombres que navegan por mares tempestuosos, por ejemplo. ¿Se refería Neus a sí misma, como entertainer televisiva? ¿O bien a sí misma como la amante que hace de su cuerpo un dulce cuyo sabor y recuerdo podrá llevarse el hombre al que se entrega, cuando vuelva a navegar por el océano de su propia soledad? Pero la cita que más me hizo pensar era aquella en la que Alicia, tras manifestar que no quiere formar parte del sueño de otra persona, anuncia que va a ir a despertar al Rey Rojo y ver qué pasa. ¿Estaba Neus, tan deliberadamente, embarcada en una estrategia de autodestrucción, o cuando menos, destinada a poner a prueba la seguridad y las certezas de su mundo?

No tenía respuestas, pero después de aquel ejercicio sentí que era más completo el mapa de mis preguntas. Miré a Chamorro:

–Nada -dijo-. Hay que darle tiempo.

Era ya medianoche, pero no parecía tener prisa por irse. Me puse a leer a Lewis Carroll, en la edición inglesa donde había cotejado las citas de Neus y que había comprado ese mismo día. Recobré la fascinación por la dolorosa inteligencia de aquella alegoría escrita por un hombre que se sabe despojado de sus sueños, sobre una niña que aún aspira a poseer los suyos. Y pensé en lo que significaba para Neus.

Después, y como vi que Chamorro no se rendía, les eché un vistazo a los libros de poesía que había comprado de oferta. No quise, esa noche, leer a Estellés, así que me enfrenté al que me era desconocido, el de Joan Margarit. Y encontré estos versos, que acaso lo resumían todo:


Jo era un jove inexpert i tu una noia

desemparada i cálida.

L’ombra de l’íltima oportunitat

está ocultant la lluna.

Sóc un vell inexpert.

I tu una dona gran desemparada.*



CAPITULO 14


ANTE TODO POLICÍAS