UN SUEÑO DEL REY ROJO
–I look for butterflies that sleep among
the wheat: I make them into mutton pies and sell them in the
street. I sell them unto men who sail on stormy seas. Esto
-comentó- es una cita literal de la canción del Caballero Blanco.
Capítulo octavo, si no recuerdo mal. Neus adoraba ese
libro.
–¿Qué significa? – preguntó Chamorro.
–Ah, perdone, creí que entendían inglés.
–Yo no tanto como mi compañero -confesó, sin
tapujos.
–Bueno, es uno de esos poemas sin mucho sentido aparente que
le gustaban tanto a Lewis Carroll. Busco
mariposas que duermen entre el trigo. Con ellas hago pasteles y los
vendo en la calle. Se los vendo a los hombres que salen a navegar
por mares tempestuosos. Eso dice, más o menos.
–Mariposas que duermen entre el trigo -repitió mi
compañera.
–Y aquí -añadió Altavella, que leía ahora el penúltimo folio-
hay otra cita, del mismo capítulo: I don't like
belonging to another person's dream. I've a
great mind to go and wake the Red King, and see what happens.
Ésta es más fácil, pero se la traduzco también: No me gusta pertenecer al sueño de otro. Estoy por ir a
despertar al Rey Rojo, y ver qué pasa.
–El Rey Rojo… Red King -dijo Chamorro,
mirándome.
Asentí, en silencio. Me costaba encontrar las palabras para
reconocer que había tenido delante de las narices algo que habría
debido identificar y que, sin embargo, me había pasado inadvertido.
No sólo aquellas dos palabras, Red King, iniciales R.K., que
Chamorro no había llegado a leer, porque la había interrumpido
antes de llegar a esa parte, pero que yo sí había visto (deduje,
avergonzado, que en algún momento en el que los ojos se me cerraban
por el sueño). También me acordaba ahora de aquella última
anotación, que no tenía excusa alguna para haber pasado por alto:
donde finalmente reina el tipo rojo. Había
cambiado rey por tipo, pero el verbo reinar habría debido
alertarme. Y por si eso no bastara, estaba aquella otra palabra,
kitten. No podía ser más evidente. El
gatito de Alicia. El que acaricia cuando vuelve a la
realidad.
Aquí debo admitir una pequeña miseria. Me fastidiaba no haber
descifrado yo el acertijo, desde luego, pero eso sólo me pesaba
hasta cierto punto, porque nunca he sido muy ducho para las
adivinanzas ni encuentro en quienes tienen facilidad para
resolverlas una forma de inteligencia a la que atribuya un gran
valor. Lo que me dolía, sobre todo, era haberle dado a Altavella la
oportunidad de tratamos como a un par de ignorantes, de lucirse con
aquellas citas y con aquellas traducciones sobre la marcha como si
desbastara a dos obtusos representantes del vulgo. El orgullo, que
a veces juega malas pasadas.
–Tiene usted razón -le concedí, aunque me escociera-. Está
tan claro que resulta imperdonable que no lo viéramos nosotros. No
sé mi compañera, pero yo sí he leído a Lewis Carroll, lo que en el
fondo no hace sino agravar mi negligencia. Ha sido buena idea
enseñárselo.
–No sufra usted por eso -trató de consolarme-. A veces uno
anda a otras cuestiones y no ve lo que le pasa por delante. Ustedes
tienen que procesar mucha información a la vez. Yo, en cambio, me
he puesto a leer esto con la cabeza despejada. Y tengo una ventaja
nada despreciable: que sé hasta qué punto Neus era fanática de este
libro.
–¿Ha visto la última anotación? – le dije.
–No, aún no.
–Léala, si hace el favor. Yo le di anoche un par de vueltas,
pero ha quedado demostrado que no lo hice con mucha
lucidez.
Altavella buscó el final del texto y leyó, en
silencio.
–¿Qué es lo que dice? – preguntó Chamorro.
–Esto no es una cita del libro -explicó Altavella-. Es algo
que escribió ella, Neus. Se lo leo traducido al castellano,
directamente: Porque ahora se trata, mi hermoso
gatito, de algo entre tú y yo, entre dos nadies, fuera de los
espacios brillantes donde finalmente reina el tipo
rojo.
Después de leer aquellas palabras, el escritor se sumió en
una meditación sombría. Imaginé que no podía penetrar el sentido
preciso de la anotación, pero que, como a mí mismo, ahora que
manejaba la clave, le sobraban recursos para barruntar el
significado general.
–¿Ha leído usted A través del espejo, agente? – se dirigió a
Chamorro.
–Hace mucho tiempo, apenas me acuerdo -respondió, algo
cortada.
–No pasa nada. Hay tantos libros… Se lo preguntaba por dar la
historia por sobreentendida o no. Como usted recordará dijo,
volviéndose esta vez a mí-, en ese libro Alicia empieza siendo un
peón blanco de ajedrez y consigue coronarse reina, en una partida
delirante que tiene todo el aspecto de un sueño y que ocurre en un
mundo fantástico al otro lado del espejo del salón de su casa. Lo
que no se sabe es si el sueño es suyo o del rey rojo, que pasa toda
la partida dormido en una de las casillas centrales del tablero.
Finalmente Alicia despierta, o regresa del otro lado del espejo,
como prefieran, y sigue siendo incapaz de decidir de quién fue el
sueño. Con esa pregunta termina el libro.
Altavella se interrumpió aquí. Debió de percatarse de que si
continuaba en ese tono didáctico podía resultar pedante. Al dar su
interpretación de la anotación de su mujer optó por ser más
escueto:
–Neus parece haber decidido que todo era un sueño del rey
rojo.
–Y que Alicia está ya para siempre fuera del espejo -añadí-.
O lo que es lo mismo, que el sueño de ser reina no sigue más
allá.
–Sí, eso es lo que viene a decir -murmuró.
Durante unos segundos, flotó en aquella azotea privilegiada
un silencio que volvió irrelevante todo lo que nos rodeaba, la
magnificencia de la casa y la ciudad que se extendía ante nuestros
ojos.
–Creo que esto confirma sus suposiciones, sargento -habló al
fin el viudo-. Neus tenía problemas. Y era consciente de ello. No
sé si sabía que podía estar cerca de algo tan terrible como lo que
le ocurrió. Pero sí que no debió de ser un accidente completamente
inesperado.
–Coincido con usted -dije.
–Lo que me duele es no haberme enterado de nada. Quizá no
fuimos tan listos, tan sensatos como nos creíamos. Quizá todo acabó
siendo un amaño torpe que aceptamos por cobardía, y que
no…
–No se atormente ahora -le atajé-. No creo que
deba.
–No, desde luego. Es algo que tendré que resolver a
solas.
–En todo caso, creo que no debemos molestarle más por hoy. Ya
nos ha sido muy útil, y tenemos aún bastante trabajo por
delante.
Altavella no pareció oírme. Seguía absorto en sus
pensamientos, como si anduviera todavía dándole vueltas a
algo.
–Podría interpretarse de una manera menos dramática -propuso
de pronto-. El espejo es el mundo irreal. El mundo en el que vivía
ella durante gran parte del tiempo, y que a mí tampoco me es del
todo ajeno. Ese mundo en el que no eres tú mismo, sino un personaje
a quien sueñan los demás. No saben ustedes lo que es esa sensación.
Que la gente, cuando te da la mano, cuando te pregunta o cuando te
escucha, ni te dé la mano ni te pregunte ni te escuche a ti, sino a
la proyección mental que han hecho sobre ti en su imaginación. Al
principio halaga sentirlo, porque en ese ejercicio de inventarte
que hacen los demás hay una forma conmovedora de afecto hacia uno.
Pero a medida que pasan los años, llega a asfixiarte. Acabas
acorralado entre quienes te envidian o te desprecian y quienes te
admiran tomándote por lo que no eres. Y entre medias cada vez queda
menos espacio, y entre medias es el único lugar donde uno puede
seguir viviendo sin perder la cabeza. Tal vez lo que Neus quisiera
decir con esa frase no era que el sueño se había terminado, sino
que ella misma deseaba acabar con él; no con todo, sino con la
parte de mentira y de impostura que implicaba. Ya me disculparán,
esta manera barata de hablar. A lo mejor es una tontería, pero
cuando a alguien como yo le dan una metáfora, no tiene más remedio
que manosearla. No se vive impunemente de la
literatura.
Juzgué que debía ser generoso con él:
–A mí me parece bastante consistente lo que
dice.
–En fin, perdónenme de todas formas que haya acabado
derivando a mi tema -se excusó-. Temo aburrir cuando hablo de ello
con desconocidos, porque cada vez tengo más la sensación de que
este negocio al que me dedico es un vestigio de otra época. Al
menos las señales son alarmantes. La mayoría de la gente que está
dispuesta a gastar dinero en un libro sólo tiene afición a leer
patrañas prefabricadas, los políticos que deberían fomentar la
lectura son ineptos o directamente analfabetos y los escritores nos
acabamos volviendo todos banales y cascarrabias, por no hablar de
nuestra creciente incomprensión de la realidad. En el fondo,
debería asombrarnos que alguien nos lea.
–No creo que todo sea tan catastrófico. A mí me gusta leer
literatura, y a mi compañera también. Y ya ve a qué nos
dedicamos.
–Sí, ya veo. Y es verdad que a veces uno tiene prejuicios
necios -dijo, como si pensara en voz alta-. Para serles franco,
había asumido que no les alegraría mucho verse obligados a tratar
con alguien como yo.
El tono de Altavella era inocente, pero no podía dejar de
advertir lo que sus palabras daban a entender. Si había llegado a
notar que no me caía bien, era un fallo por mi parte. Traté de
enmendarlo:
–Le aseguro que es mucho menos penoso tratar con alguien como
usted que con buena parte de nuestra clientela habitual. Para
empezar, no nos invitan a desayunar ni a disfrutar de estas vistas.
Pero no podemos entretenernos ni entretenerle más. Debemos
irnos.
–Sí, tampoco quiero distraerles yo. Les
acompaño.
Al entrar en la casa apareció la empleada, sigilosa y siempre
pertrechada con su incombustible sonrisa. Diríase que estaba allí
aguardando, para recibir las órdenes que su jefe tuviera que
impartirle.
–Yo les acompaño abajo, Palmira -dijo Altavella-. Si haces el
favor, puedes recoger ya lo del desayuno y seguir a tus
cosas.
Mientras bajábamos por las escaleras, me acordé de algo. La
insospechada placidez con que había transcurrido nuestro encuentro
me invitó a atreverme a mencionárselo a nuestro
anfitrión:
–Una curiosidad. ¿Fue usted quien escogió la música de
Corelli que sonó en la capilla? ¿Y el poema de Ausiás March para el
cementerio?
Altavella se detuvo y me observó con una expresión anonadada,
que he de confesar que me sirvió para paliar el bochorno de no
haberme dado cuenta de las alusiones de Neus a la historia de
Alicia.
–¿Le gusta Corelli? ¿Ha leído a Ausiás March? ¿Entiende
catalán?
El escritor desplegó aquella batería de preguntas como si
cada una se refiriera a un prodigio más inconcebible. Me halagó,
claro.
–Una miqueta -repuse a lo último-.
Pero no tiene mucho mérito, estuve destinado aquí durante tres
años. Lo debería hablar mucho mejor. En cuanto a Corelli, sí, me
aficioné a él de chaval. Luego lo redescubrí en la época de la
universidad por las versiones de Geminiani. Tenía un compañero de
clase que estudiaba música y que me trató de convencer de que
Geminiani había mejorado las composiciones de su maestro. Pero
prefiero el original. Geminiani me parece frío. A Ausiás March lo
conozco por Raimon -remaché, lo que no era mentir del
todo.
–Me sorprende, tengo que reconocérselo.
–Bueno, es una casualidad. Nada más.
–Creo que no puedo dejar de decírselo -se sinceró-. A medida
que uno va cumpliendo años le va costando más callarse lo que
piensa, aunque no sea muy presentable, como es el caso. Me había
hecho otra idea de ustedes, de cómo serían. No imaginé que iba a
hablar con alguien que ha ido a la universidad, que conoce a
Corelli y escucha a Raimon. Y mucho menos, que sabe quién era
Geminiani. Me disculpará si le ofende, pero no es eso lo que asocio
a un guardia civil.
–Ni usted ni mucha gente. Ni mis compañeros son en general
tan marcianos como yo. Pero hay bastantes más universitarios, no
crea. A mi compañera, sin ir más lejos, sólo le queda una
asignatura para terminar la licenciatura en Ciencias Matemáticas.
¿O eran dos, Vir?
–Tres -precisó Chamorro, mosqueada.
–¿Y qué carrera estudió usted? – preguntó
Altavella.
No respondí en seguida. Sabía que iba a
devaluarme.
–Psicología, una pérdida de tiempo.
–¿Por qué lo dice?
–Supo expresar mucho más del alma humana Ausiás March, en
esos pocos versos, que lo que han acertado a atisbar miles de
psicólogos y psiquiatras en toneladas de páginas llenas de jerga y
de especulaciones pseudocientíficas. No digo que todos sean unos
cantamañanas durante todo el tiempo, pero incluso a los más
capacitados, como Jung o Freud, se les escaparon de la pluma
insignes memeces.
Altavella parecía seguir sin dar crédito, y noté que Chamorro
me miraba de reojo con reprobación. Tenía razón, me estaba
pasando.
–Tampoco hay que verlo con tanta dureza -opinó el viudo-. Al
fin y al cabo, que nadie está exento de la estupidez ya lo decía
Montaigne, hace unos pocos siglos, y creo que fue Nietzsche quien
llegó a invocarla como un derecho. En lo que estamos de acuerdo es
en la sutileza de los versos de Ausiás March. Los escogí yo, sí. Y
a Corelli también. Por una debilidad romántica. Elegí una música
que nos gustaba a los dos, a Neus y a mí. Ya que no estuve con ella
cuando murió, me pareció una forma de acompañarla a título póstumo.
Una bobada, ya ve.
–Discrepo. Creo que fue una elección acertada. No recordará
usted, por cierto, en qué disco está esa canción de
Raimon…
A Chamorro los ojos le echaban chispas. Pero a mí también me
pasaba un poco como a Altavella. Ya era demasiado mayor para
callarme algo que quería preguntar, salvo que pudiera causar un
cataclismo.
–Claro que me acuerdo. Espere un momento. Antes de que
pudiéramos reaccionar, Altavella desapareció por el pasillo.
Durante los quince o veinte segundos que tardó en regresar, mi
compañera no despegó los labios. Pero la manera en que me miraba se
parecía bastante a la que recordaba de mi madre el día que le
desintegré de un balonazo una costosa porcelana de Lladró (por
accidente, no por impulso estético, los gustos de una madre no se
juzgan).
El escritor regresó con un cede en la mano.
–Tenga usted -dijo, tendiéndomelo.
–Ah, gracias. Me anotaré el título.
–No, quédeselo.
–Es el suyo, no puedo aceptarlo.
–Vamos, hombre, como soborno es poca cosa. Acépteme el
regalo. Me conforta mucho desprenderme de un objeto dándoselo a
quien sé que lo va a disfrutar. Yo ya poseo demasiados. Y si algún
día tengo ganas de volverlo a oír, ya me lo compraré. No se
preocupe.
–Pues muchas gracias -resistirme más habría sido
grosero.
Nos despedimos en el descansillo. Altavella estrechó nuestras
manos y declaró, con un énfasis que no solía
exhibir:
–Ha sido muy grato conversar con ustedes, pese a las
circunstancias. Por favor, no duden en llamarme para lo que
necesiten.
–Tal vez le pidamos que nos deje examinar otro día las cosas
de su mujer. Su cuarto, sus papeles. No hay prisa -me apresuré a
aclararle-, porque ahora mismo tenemos material de sobra para
analizar.
–Bueno, si han de hacerlo, no me opondré. No se ha tocado
nada. ¿Me dejarían que ahora les hiciera yo una pregunta
personal?
Nos había puesto difícil negárselo.
–¿En qué año nacieron ustedes?
–Yo, en 1963 -dije-. Mi compañera no sé si querrá revelar su
edad.
–Por qué no. Yo soy del 74 -rezongó
Chamorro.
–Claro -asintió, pensativo-. Es que son ustedes muy jóvenes.
Lo que yo guardo aún en la cabeza es un país muy antiguo, un país
mugriento que ustedes han tenido la suerte de no conocer, apenas.
No saben el favor que me han hecho. Ya no tendré que pensar en un
tío con bigote, pocas luces y mala leche, cuando alguien me hable
de la Guardia Civil. Lo dicho, un placer conocerles, y aquí tienen
su casa.
A eso no supe si debía responder. Preferí retirarme en
silencio.
Ya en la calle, mi compañera soltó lo que había estado
reteniendo.
–Mira que te gusta dar la nota, ¿eh?
–¿Por qué lo dices?
–Claro que también el rival se las traía -observó,
inclemente-. Cuando habéis empezado a competir por ver quién
resultaba más redicho, he tenido la sensación de estar en un jardín
de infancia. ¿Cómo es posible que a los hombres os idiotice tanto
la vanidad?
–Bah, y yo me pregunto cómo es posible que las mujeres nos
toméis tan en serio. No era más que un juego. Por su parte y por la
mía. Y si a los dos nos divierte, y no le hacemos mal a
nadie…
–Bueno, teníais público. Que no podía marcharse, además. Y al
que os encantaba dejar sin oportunidad de terciar en vuestro
torneo.
–Vamos, Chamorro, no me seas susceptible. Además, si alguien
ha quedado en ridículo, he sido yo. Tuve la clave delante de las
narices y he necesitado que me la destapara él para darme
cuenta.
–Sabes que lo has compensado de sobra luego, con el alarde
musical. Por eso sonríes así, que ya nos vamos
conociendo.
–No. Sonrío porque al final, cuando ya casi creía que esta
gestión iba a resultar baldía, hemos dado un paso importante, más
importante de lo que parece. Y por cierto, ese paso acredita el
valor de tu intuición, así que no deberías sentirte disminuida -la
provoqué.
–Gracias, hombre. No me siento nada
disminuida.
–El hecho es que Neus andaba metida en alguna clase de apuro:
lo estaba pasando mal, como tú imaginabas. Eso quiere decir que
aumentan las posibilidades de que su muerte no fuera totalmente
aleatoria. Y con ellas, las posibilidades de que la resolvamos.
Para empezar ya sabemos qué demonios significan las misteriosas
iniciales R.K., aunque sea a su vez un signo de algo que tendremos
que encontrar. Y acuérdate de la frase que leímos en su bloc junto
a esas dos letras.
–Suyo, no mío -citó.
–Lo que coincide con el sentido de la última anotación del
diario.
–Sí, pero sólo tenemos símbolos crípticos. ¿Quién es el Rey
Rojo?
–Que los símbolos cuadren y resulten coherentes ya es un
paso. Ayer no entendíamos nada. Lo demás ya vendrá, a su
tiempo.
Habíamos llegado al coche. Le ordené a
Chamorro:
–Tira para el centro.
–¿Para el centro? ¿Adónde vamos?
–De momento, a una librería. A ver si tienen un ejemplar de
A través del espejo en inglés. Me da que va
a merecer la pena refrescarlo.
Por el camino llamé a Rubio. No había estado de brazos
cruzados. Tenía los resultados del laboratorio de ADN: el perfil
genético del semen hallado en el cuerpo de la difunta no se
correspondía con el de nadie que tuviéramos en nuestro banco de
datos. Había conseguido además el retrato-robot del acompañante de
Neus: en su opinión, una birria a la que difícilmente se parecería
alguien. También había localizado a Josep Albert Salvany: aquella
mañana tenía rodaje en unos estudios situados en un polígono de la
periferia. Me apunté la dirección. Por otra parte, Juárez ya había
contactado con los proveedores de Internet y a primera hora de la
tarde, nos aseguraba, dispondríamos de las claves para acceder a
las cuentas de correo web de Neus. Donde no había habido tanta
suerte era con los teléfonos móviles prepago. Dos de ellos
correspondían a la compañía donde trabajaba la amiga de Chamorro y
también podríamos tenerlos intervenidos y estar en condiciones de
rastrear su ubicación a mediodía, pero el tercero era de otra
compañía donde no habían ofrecido tantas facilidades. Exigían ver
el original de la orden judicial, no les valía el fax, y le habían
dicho a Rubio que debían someterlo a su departamento de asesoría
jurídica antes de darnos acceso a la línea, ya que ése era su
procedimiento interno para evitar incurrir en responsabilidades
frente a sus clientes. No me sorprendía mucho; no era la primera
vez que me encontraba con ese celo para preservar la intimidad de
la clientela en alguna compañía de servicios. Un celo que entendía,
desde luego, y que habría entendido mucho mejor si no me constara,
por propia experiencia, cómo muchas de ellas aprovechaban después
los datos personales de los usuarios para desarrollar otros
negocios, cuando no para traficar con ellos. Pero no me engañaba:
entre otras razones, los móviles prepago son una mina de oro para
las empresas de telefonía porque permiten el anonimato y resultan
más escurridizos; ser demasiado ágiles a la hora de facilitar su
intervención equivaldría a sabotear su propio negocio. Le pedí a
Rubio el número de teléfono y el nombre del representante de la
compañía, para tratar de ejercitar con él mis dotes de
persuasión.
Me dio tiempo a hablar con él mientras íbamos hacia la
librería. El señor López-Tuñón, que así se llamaba o hacía llamar
el sujeto, resultó ser un contrincante coriáceo, de la peor
especie: alguien que había recibido de sus superiores unas
directrices y cifraba sus expectativas de futuro en atenerse a
ellas a todo trance. Me fallaron consecutivamente los trucos de ser
amable, darle pena y hasta sugerirle que su rigidez burocrática
podía favorecer a un peligroso criminal. A esto último se permitió
incluso responder echando mano del sarcasmo:
–Pues entenderá, sargento, si tan grave es el caso, que
esperemos que se tomen la molestia de facilitarnos el original del
mandamiento.
–El juzgado está en Zaragoza, nosotros en Barcelona, y
ustedes en Madrid. ¿Comprende las dificultades que eso nos plantea?
– dije.
–Yo lo comprendo todo. Sólo le pido que me comprenda a
mí.
–Muy bien. Creo que le he comprendido. Daré a su señoría
cuenta de esta conversación. Mencionando su nombre, por
supuesto.
–¿Qué pretende con eso? ¿Asustarme?
–No. Sólo apuro mis posibilidades. Si le asustan o no las
consecuencias de obstaculizar una orden judicial, usted sabrá. – Y
colgué.
Odio atacar por las malas algo que no debería costar mucho
despejar por las buenas, pero cuando a uno le obligan, no queda
otra. En cualquier caso, mi advertencia era hasta cierto punto un
farol. No sabía en qué medida podía recurrir al auxilio de la
autoridad judicial. La nueva juez bien podía ser una de esas que
prometen mucho pero que luego, a la hora de la verdad, le dejan a
uno solo delante del toro.
Le pedí a Chamorro que parase en doble fila ante la puerta de
Laie, que recordaba de mi época barcelonesa como una de las
librerías mejor surtidas. No me defraudó. Tenían Alicia en el País de las Maravillas y A través del espejo en una edición inglesa muy
económica y en un solo volumen. También vi, junto a la caja, una
oferta de libros de poesía catalana a euro y medio el ejemplar.
Reconocí algunos nombres, otros no. Cuando uno adquiere el hábito
de vivir de las gangas, le resulta difícil rehuir una. Bien podía
desprenderme de tres euros. Tomé una antología de Joan Margarit,
una elección al azar. Y otra de Vicent Andrés Estellés. En este
caso sí sabía, de sobra, lo que me estaba
llevando.
Con todo, la transacción apenas me llevó cinco minutos.
Cuando estuve de vuelta en el coche, le dije a
Chamorro:
–Listo. Y ahora, hacia la ronda. Vamos a ver a
Salvany.
El tráfico había bajado considerablemente y el trayecto hasta
los estudios de grabación resultó rápido. Mi compañera seguía de
morros. Si hubiera sido propenso a pensar mal, habría creído que la
fastidiaba que yo no hubiera salido del encuentro con Altavella tan
descalabrado como había previsto. En cierto momento llegó a
decirme:
–Supongo que el idilio que habéis iniciado esta mañana el
escritor y tú no te impedirá preocuparte de comprobar su
coartada.
No le respondí en seguida. A veces hay que hacer sentir el
mando.
–La duda ofende, Chamorro. Claro que la comprobaremos. Pero
no creo que sea ahora la prioridad. No veo que haya móvil para un
crimen pasional, visto el arreglo conyugal que tenía con Neus, ni
para un crimen económico, si sólo iba a sacar un tercio de una
herencia que me parece que no necesita. Mi prioridad sigue siendo
el moreno.
–Vale -acató, lacónica-. Era sólo por saber.
Nos llevó un tiempo orientarnos en el polígono industrial
donde se hallaban los estudios de grabación. Lo malo de esos
lugares es que la gente que te tropiezas sólo sabe dónde está su
empresa, y que esperar que dar el nombre de la calle sirva de algo
es como esperar que un jugador de golf asuma que no hay agua para
regarle el vicio.
Después de un rato dimos con la nave. Ante ella había un
nutrido grupo de fans, entre las que atravesamos no sin ciertos
esfuerzos.
–¿Esta gente no debería estar en el instituto? – dije, viendo
las edades.
–Debería -confirmó Chamorro-. Pero ahora cualquiera les
obliga a algo, si no les apetece. Eso me cuenta mi primo, el que
está de profesor. Hay alumnos a los que ni ve el pelo. Y menos aún
a los padres.
En la recepción había una muchacha bastante moderna, punteada
de piercings y rebosante de carnes, o a lo
mejor era sólo que la ropa que llevaba correspondía a la talla que
había tenido en tiempos de su ya lejana Primera Comunión. A ella le
preguntamos por Salvany.
–No es pot veure’l -dijo-. Avui tenim grabació tot el dia.
–Joder, qué manía -renegó Chamorro-. ¿Qué ha
dicho?
–Perdone, mi compañera no entiende el catalán -la excusé, al
tiempo que la invitaba con un ademán a que se
calmara.
–Ah, lo siento -se apresuró a corregir la recepcionista-. Les
decía que hoy tenemos grabación todo el día y no se le puede
ver.
–Sólo le robaremos unos minutos -dije-. Seguro que hay
descansos.
–Mis instrucciones son que nadie puede pasar. Lo
siento.
No quería hacerlo, si podía evitarlo, pero acabé sacando la
placa.
–¿Sería usted tan amable de confirmar esas instrucciones con
su jefe?
Cinco minutos después estábamos hablando con un tipo
disfrazado de activista antiglobalización (al menos, a ese
movimiento remitían las consignas de su camiseta) que dijo ser el
jefe de producción de los estudios. Trató de repelernos con las
generalidades de rigor, pero esta vez ya me cogió con la reserva de
diplomacia algo mermada.
–Mire, esto es muy fácil. Funciona así: cuando nosotros
necesitamos hablar con alguien para esclarecer un delito, como es
el caso, lo intentamos por las buenas, es decir, lo pedimos por
favor, como estamos haciendo ahora. Si la persona se niega, y está
en su derecho, lo citamos judicialmente, o incluso, si vemos algo a
lo que agarrarnos, tratamos de conseguir una orden de detención.
¿No le parece a usted que debería cerciorarse de que el señor
Salvany no quiere atendernos?
El activista dudó. Debió de pensar en las escasas opciones
que tenía de seguir allí si por su culpa la estrella tenía algún
disgusto.
Diez minutos después estábamos en una salita de invitados
esperando a Josep Albert Salvany. Una joven muy atractiva,
relaciones públicas de la productora, nos ofreció café, zumos y
sándwiches. Era un detalle que rectificaran así, pero declinamos la
invitación.
El actor tardó un cuarto de hora en venir. Apareció
maquillado y caracterizado para la serie, con pantalones de rapero
y una camiseta de tirantes que dejaba al descubierto sus fornidos
brazos. Era moreno y guapo, en eso había que darle la razón a
Meritxell, y traía puesta la sonrisa que debía de usar con los
admiradores. Mientras nos daba la mano nos miró muy dentro de los
ojos. A Chamorro, más.
–Bon dia -nos saludó-. ¿Qué desean de
mí? La verdad es que cuando a uno le dicen que viene a verle la
Guardia Civil, impresiona.
–No queremos molestarle más de la cuenta -le tranquilicé-,
sabemos que está usted trabajando. Muchas gracias por
recibirnos.
–Por favor, un honor colaborar con las fuerzas del orden
-exclamó, ensanchando aún más la sonrisa-. Aunque no sé qué puedo
yo…
–Neus Barutell -dije, para orientarle.
La mención de aquel nombre obró el efecto de demudarle a
Salvany el semblante en el acto. Desde luego, si por algún motivo
le interesaba ocultar sus verdaderas emociones, no podía afirmarse
que mostrara una gran competencia interpretativa. Pero en la
televisión, colegí, no debían de exigirle mucho más que explotar su
fotogenia.
–Sí, ya sé -murmuró-. He visto la noticia. Un asunto chungo,
¿no?
–¿La conocía usted? – preguntó Chamorro.
Ahora Salvany no la buscaba con sus ojos penetrantes; al
contrario, le rehuía la mirada. Casi podía oírsele calcular hasta
qué punto tenía sentido ocultar algo que, si estábamos allí, ya
debíamos de saber.
–Sí, la conocía.
–¿Mucho? – le apretó Chamorro, con una pizca de
maldad.
–Digamos que algo -repuso el actor.
–¿Tanto como para haber compartido su dormitorio? –
inquirí.
Salvany no esperaba un ataque tan directo.
–Yo no voy presumiendo de esas cosas por ahí -se revolvió,
digno.
–Vamos, no se lo contaremos a nadie -dijo
Chamorro.
–Bueno, es posible. Aunque de eso hace ya
tiempo.
–¿Cuánto? – intervine-. ¿Cuándo fue la última vez que vio a
Neus?
–Hará tres meses. Pero lo habíamos dejado antes. Y tampoco
fue algo demasiado serio ni demasiado profundo, no se vayan a
creer.
–¿Ah, no?
–Pues no. Alguien nos presentó, congeniamos y supongo que a
los dos nos dio el punto de probar. Y probamos. Sin más
historias.
–No es eso lo que nos han contado.
–¿Ah, no? ¿Y qué les han contado?
–Que ella estuvo muy enamorada de usted.
A la legua se veía que Salvany no era un caballero. Lo delató
la petulancia con que acogió mis palabras, y lo ratificó al
decir:
–No sé, no se puede saber nunca qué siente otra persona. Pero
les aseguro que para mí no tuvo la menor
importancia.
Mi compañera me hizo una seña. Le dejé pista
libre.
–¿Quiere decir que para usted fue sólo algo físico, o sea, un
rollete pasajero? – preguntó, afectando
ingenuidad.
–Bueno, fue, en fin, cómo quiere que se lo cuente, una de
tantas historias entre dos adultos que hacen uso de su
libertad.
La palabra adulto en labios de Salvany sonaba un tanto
pintoresca, pero mi compañera le siguió el juego y se hizo aún más
la tonta:
–Pero la señora Barutell estaba casada.
–¿Y hay alguna ley que prohíba a las casadas
divertirse?
–No, sólo recordaba el dato. No es lo mismo jugar con quien
anda desparejada que con quien tiene un marido. Dependiendo del
marido, puede llegar a convertirse incluso en una experiencia
peligrosa.
–Pongamos que no era el caso.
–Ajá. ¿Tendría inconveniente en decirnos en qué
circunstancias conoció usted a Neus Barutell?
–En una fiesta, en casa de Oriol.
–Oriol qué -pregunté. Si hay un esnobismo que me revienta es
el de los que se dan pisto omitiendo el apellido de sus conocidos
célebres.
–Oriol Solsona, quién va a ser. Mi
productor.
–Ah, perdone, es que no veo tele.
Salvany me miró como si mi confesión me certificara como una
especie de anormal irremediable. Chamorro siguió
escarbándole:
–¿Se vieron muchas veces? ¿Lo llevó a su casa de
Zaragoza?
–Qué sé yo, una docena de veces. Pero siempre aquí, en
Barcelona.
Mi compañera calló unos instantes. Súbitamente, le
espetó:
–¿Dónde estaba usted la noche del lunes al
martes?
–Pues… -Salvany parecía de repente nervioso-. A ver, déjeme
hacer memoria. Salí por ahí, con amigos. Tengo… Al menos tengo diez
o doce personas que pueden confirmarlo. ¿No creerán
que…?
–No, todavía no creemos nada -aclaró Chamorro, mientras
sacaba su libreta-. ¿Podría darme el nombre de esas diez o doce
personas y decirme cómo podríamos contactar con ellas en caso de
necesidad?
Salvany me miró, como buscando ayuda. No se la ofrecí. En
realidad, mi mente estaba muy lejos de aquella habitación. Ni por
asomo creía que semejante zopenco pudiera tener que ver con el
crimen. Mientras Chamorro cumplía un trámite inútil y rutinario, yo
sólo pensaba en el Rey Rojo. En lo que había podido mover a Neus a
abdicar de sí misma hasta el extremo de mezclarse con aquel muñeco,
colgarse de él y, unos meses después, acabar cosida a puñaladas
sobre la cama que según todos los indicios acababa de compartir con
otro nadie.
A PASO LIGERO
Para empezar, llamé a su señoría la juez de instrucción.
Tardó apenas veinte segundos en aparecerme en la línea, desde que
pregunté por ella a la oficial del juzgado que me atendió en
primera instancia. Le expliqué por encima las actividades del día,
para darle la impresión de que me había tomado muy en serio su
petición de la víspera y también de que era un chico servicial y
dócil, el tipo de varón que hace las delicias de las mujeres que
ejercen autoridad. Luego fui a lo que de veras motivaba mi llamada:
la resistencia de una de las compañías de telefonía a darnos acceso
rápido a la línea de móvil prepago. La juez escuchó mi explicación
y me pidió el nombre y el número del sujeto.
–Llamaré yo -prometió-. Aquí algunos no se han dado cuenta de
que esto es el siglo XXI no sólo para lo que les conviene a
ellos.
Y colgó. No le arrendaba la ganancia al señor López-Tuñón,
con la locomotora desbocada que estaba a punto de
embestirle.
–¿Qué? – consultó Chamorro.
–Pues nada, que ésta los tiene cuadrados. Ya podemos
cuidarnos de desairarla, porque nos vemos reciclados de matones
para una constructora, tratando con las mafias que hostigan las
obras y cosas así.
–Me encantaría verte de matón -se mofó.
–¿Dudas de mi capacidad para el puesto? Tú no sabes la mala
hostia que yo puedo llegar a tener. Ni mi destreza para los golpes
bajos.
–Ya, ya.
–¿Quieres que al próximo que detengamos, al asesino de Neus,
por ejemplo, lo trate en plan Harry el Sucio? Hombre, no tengo el
Magnum 357, pero ahora que me he comprado la Walther, me apaño para
montar una escena potente. ¿Prefieres que le meta el cañón en la
boca o que se lo clave debajo de la barbilla mientras le retuerzo
los huevos?
Mi compañera estalló en una carcajada.
–Para, anda. Y ten cuidado con la Walther, no vayas a hacerte
daño. Si me admites una opinión, creo que deberías haber seguido
con el revólver pequeño, iba más con tu verdadera
personalidad.
Sopesé su apreciación.
–Puede ser, pero mi amigo el armero me comió el coco. Que si
potencia de fuego, que si precisión, que si seguridad. Y encima me
la sacó a buen precio. Ya sabes cómo soy. Cuando alguien se me
muestra tan solícito y me lo da todo hecho me cuesta mucho decir
que no.
–Tu amigo el armero está un poco volado. Pero oye, tú
sabrás.
–De todos modos, no me digas que no es chula -dije,
sacándola-. Tienen algo, estas armas alemanas, que lo convierten a
uno en cuanto se descuida en un psicótico al estilo del
protagonista de Taxi Driver. A veces me
sorprendo mirándola con un embeleso que me asusta. Si creyera algo
en los psiquiatras, hasta estaría tentado de ir a
uno.
–Está bien, no sigas. Ya se me ha pasado el
enfado.
–Supuse que sólo te hacía falta desahogarte un poco. Te has
divertido apretándole las tuercas al musculitos,
¿eh?
–No voy a negarlo -sonrió.
–Dios mío, qué lugar más peligroso va a ser el mundo dentro
de diez años, cuando esté lleno de mujeres como tú y Condolezza
Rice.
–No más peligroso que ahora, contigo y George W.
Bush.
–En fin, no apostaré. Siguiente llamada.
Marqué el número de mi líder espiritual y material, aquel a
quien seguiría al fin del mundo, en el improbable caso de que le
diera por poner rumbo a ese lugar: mi nunca bastante celebrado
comandante Pereira. Como la juez, tampoco él tardó mucho en
atenderme. Le di cuenta de las novedades. De manera particular, le
puse al corriente del contacto que había establecido con su
señoría, y de su singular entrega a la causa y a resolvernos los
problemas que iban surgiendo.
–Luego la llamaré, para que se sienta cuidada -dijo
Pereira.
–No sé si necesita mucho eso -se me escapó.
–Pero como el comandante soy yo, seguiré mi
criterio.
A Pereira, al contrario que al resto de los mortales, no le
sentaban demasiado bien los viernes. Me apresuré a
rectificar:
–Claro, era sólo un decir.
–Para que lo sepas -me explicó-, nos están tocando un poco
las pelotas con esto. El delegado del gobierno ayer, y hoy ya
directamente el ministro. Parece que algunos periodistas amigos de
la muerta, de esos que pueden llamar a los políticos al móvil, que
es una ligereza que nunca entenderé, dicho sea entre tú y yo, les
han pedido que demos cuanto antes información para poner coto a los
rumores que circulan por ahí. Los dos primeros días se cortaron un
poco, pero ayer ya han empezado algunas serpientes a soltar veneno
a chorros.
–Nada que deba sorprendernos mucho -comenté.
–Te lo digo por si ves que me voy poniendo tenso a medida que
pasan los días. Para que no pienses que es que he dejado de
quererte.
–Cómo iba a pensar eso, mi comandante.
–Por si acaso. Ya sabes que a pesar de todo confío en
ti.
No era el mejor momento para plantearle ciertas cuestiones,
pero temí que tampoco iba a tener otro, así que me
lancé:
–Mi comandante, yo me quedaré este fin de semana por aquí,
pero pensaba darle permiso a Chamorro para que se vuelva. Y lo
mismo a los de Zaragoza, para que pasen un par de días con la
familia.
–Como tú veas. Si puedes cubrir tú el frente con la gente de
allí…
–Creo que podré.
–Pues nada. Tú decides. Cuéntame lo que haya. Gracias,
Vila.
Cuando colgué, Chamorro me dijo:
–Gracias por el esfuerzo. Pero yo voy a quedarme. Tampoco
tengo nada apasionante que hacer allí, y así no te dejo sin
coche.
–Por eso no lo hagas. Ya pediría uno por
aquí.
–No es por eso. De paso te echo una mano, si sale algo. Y te
hago compañía. Salvo que te moleste la perspectiva y prefieras
estar solo…
Por un lado, sí, creía que estar solo iba a venirme bien,
para recapacitar sobre ciertas cosas, y acaso tambien para mirar a
la cara a ciertos fantasmas. Pero por otro, tenía razones para
prever que no era lo que más me convenía, y la oferta de Chamorro
me conmovió.
–Tú nunca molestas, Vir -dije-. Y se agradece el
gesto.
Sonó entonces mi teléfono. Iban a nombrarme cliente del mes.
Y lo más chusco del asunto: mi compañía no era otra que la que se
negaba a cooperar con nuestra investigación. Paradojas de la
vida.
–Sargento -dijo una voz femenina que reconocí al punto-. He
hablado con el individuo y creo que ha recibido el mensaje. Cada
vez se le iba oyendo menos. Pero me ha salido con una pega: que si
es viernes y no trabajan por la tarde y que ya no le va a dar
tiempo a hacer todas las gestiones internas antes del lunes. Y aquí
le pregunto: ¿podemos esperar el fin de semana o vuelvo a llamar y
le digo que si no tenemos intervenido el teléfono a las cuatro le
echo a los perros?
Así puesto, era una responsabilidad. Lo fácil habría sido
decir que sí, pero no era cuestión de gastar toda la pólvora en el
primer cañonazo. Aunque luego iba a arrepentirme, en ese momento me
rajé:
–Tampoco puedo asegurarle que esperar dos días sea algo
desastroso. Si el usuario teme que el teléfono está caliente ya lo
habrá dejado de utilizar. Y si no, supongo que el lunes seguirá
estando ahí.
La juez carraspeó levemente.
–Bien. Pues entonces lo dejo como está. Le he dicho al
López-Tuñón este que si no me llama el lunes antes de las diez,
citaré al consejero delegado de la compañía como imputado por un
delito de desobediencia. Me ha parecido que me tomaba por una
demente capaz de hacerlo, que era justo lo que pretendía. Así que
me imagino que el lunes lo tendremos.
–Muchas gracias, señoría.
–De nada. Para eso me pagan. Suerte, y llámeme si me
necesitan.
Mi expresión debía de ser elocuente, porque Chamorro
preguntó:
–¿Qué?
–Que con diez o doce jueces como ésta, España dejaba en un
año de ser el paraíso de todos los canallas de Europa
-exclamé.
–Cuidado, mi sargento, no vayas a estarte
enamorando.
–Pues a nada de morbo que tenga en persona…
–Anda que si te oyera decir eso…
–Quién sabe, a lo mejor la tentaba. A fin de cuentas soy un
individuo maduro, con experiencia de la vida, cultivado, abierto,
cosmopolita. Justo el tipo de hombre que una mujer como ella
busca.
–Lástima que todos los accesorios esos que mencionas no vayan
instalados en una carrocería como la de George
Clooney.
–Oye, ¿qué tiene ese tío? Si es el peor actor del mundo.
Siempre pone la misma carita, como si le estuvieran depilando el
pecho con pinzas.
–Nadie se fija tampoco en las dotes interpretativas de Sharon
Stone.
–De acuerdo, recibido. – Miré el reloj: la una y media-.
Menos mal, parece que no nos ha cogido el atasco. Llegaremos bien a
comer.
Todavía antes de traspasar la puerta de la comandancia tuve
otra conversación telefónica. Esta vez era el subteniente
Robles:
–Vila, he estado currando para ti y tengo resultados.
Primero: esta tarde coincidirán por aquí la cabo primero Jimena,
que está destinada en la unidad de mujer y menores de Sitges y se
conoce bien el percal del putiferio de por allí, incluida trata de
blancas y demás basura, y el inspector Cruz, que es uno de los
expertos de la pasma en la materia. Les he liado para tomar un café
contigo, si no te viene mal.
–Cómo iba a venirme mal, Robles.
–Y a ver, la otra. He hablado con Asensi, uno de los chavales
que estaba conmigo por aquí y que se pasó a los Mossos. Está en
policía judicial y tiene de jefe a uno de los pata negra de ellos,
de los primeros que se desplegaron en Gerona. Años de experiencia,
vamos. Mi chaval me dice que es un figura y el mejor contacto que
puede darnos allí. Si no tienes un plan mejor, les he arrancado
cita para comer mañana.
–Pues qué diligencia, mi subteniente.
Compro.
–Yo soy de la vieja escuela. Lo que hay que hacer, a paso
ligero.
–¿A qué hora esta tarde?
–Pon entre las cinco y media y las seis, tienen aquí una
reunión de coordinación que acabará sobre esa hora. Yo te
aviso.
Proporciona una deliciosa satisfacción ver que un día que
empezó mal se va enderezando, y más cuando ello no se debe al afán
o el mérito de uno, sino a la súbita conjura en su favor de los
dioses. El hombre ha malgastado litros de tinta ensalzando el valor
del sacrificio; nada conforta tanto como sentir que sales adelante
de pura potra.
En el centro de operaciones de nuestro grupo reinaba una
actividad frenética. Rubio estaba al habla por teléfono con Juárez
y le iba dando a Tena las claves para entrar en el correo
electrónico de Neus, que ya nos había conseguido nuestro experto
informático. Gil y Ponce andaban con el equipo de escucha y rastreo
de teléfonos. No sólo grababa en soporte digital todas las
conversaciones que se produjeran (adiós a la penosa antigualla de
las cintas magnetofónicas) sino que daba la posición del usuario
con un desfase temporal de unos pocos segundos y apenas un centenar
de metros de error. Desde que lo teníamos, aquél se había
convertido en uno de los juguetes preferidos de todos, y al guardia
Gil también le divertía notoriamente utilizarlo.
–Uno de ellos está muerto -me dijo, apenas me vio-. No lo ha
conectado desde que lo tenemos pinchado. Pero el otro sufre
adicción. No sólo no lo apaga, sino que no para de darle uso.
Aunque lo que dice no termina de resultar demasiado interesante.
Mira, otra vez.
Gil subió el sonido del aparato. Empezó la
conversación.
–Ey, nen, por
dónde andas.
–Por aquí, tío, en medio de un congreso
de lolailos.
De fondo se oía, en efecto, música de rumba.
–¿Y eso?
–Qué sé yo, tío, la última gilipollez de
la bruja esta. A ver si se me echa un novio que la taladre como
Dios manda y deja de putear.
–Yo no contaría con eso, chaval. ¿Te vienes esta
noche?
–No sé, tú, lo tengo más bien
fotut. Tendré que montar hasta tarde, ya sabes,
y espérate que a la petardo esta le guste la pieza, que si
no…
–¿Me das un toque a media
tarde?
–Pos vale. Pero no cuentes mucho conmigo,
que además estoy hecho mierda. Llevo dos noches que apenas duermo
tres horas.
–Vale. Déu.
–Déu. Pásalo bien.
Ahí se cortó. Miré a Gil.
–¿Quién es el nuestro?
–El de la jefa hijaputa -informó, mirando a
Chamorro.
–Qué suerte -dijo mi compañera, sin rehuirle-. Menos mal que
en el equipo tenemos a alguien que habla su mismo
lenguaje.
–Haya paz -medié-. ¿Qué dirías que es lo que tiene que
montar?
–Una pieza de televisión -apuntó Gil-. Éste trabaja en el
medio. Los colegas nos reconocemos fácilmente, ya
sabes.
–Sí, a eso suena. Y promete. ¿Dónde anda?
–Ahora mismo, en Santa Coloma de Gramanet -reveló el guardia,
exhibiendo su dominio-. ¿Vamos por él o le dejamos largar
más?
–Déjale un poco de carrete. Éste no va a cortarse. Esta tarde
ya vemos. Y de paso, a ver si suena la flauta y se despierta el
otro.
Me acerqué a donde estaban Rubio y Tena. El sargento me
informó:
–Ya está, las siete cuentas abiertas y operativas. Listas
para hincarles el diente. No sé muy bien qué mano tiene este Juárez
con la peña de los proveedores de Internet, pero desde luego le da
resultado.
–No preguntes -dije-. No descartes que los haya pescado
alguna vez en uno de esos chats de pedófilos donde se infiltra, y
que se guarde el as en la manga para ocasiones como ésta. A
aprovecharse.
–¿Por cuál quieres que empecemos?
–Por la que quieras. La abres y me imprimes todos los
mensajes que tenga guardados en la bandeja de entrada, en la de
salida y en la papelera, si es que se le ha quedado alguno ahí. Y
luego la siguiente. Lo que te dé tiempo de aquí a las dos y media.
Después, tú y Tena os volvéis a Zaragoza. Ya está hablado con el
comandante. Chamorro y yo nos quedamos aquí, para lo que surja, y
vosotros os reincorporáis el lunes.
Rubio me buscó los ojos.
–Eh, Vila, que si hace falta que nos
quedemos…
–No estoy seguro de que haga falta. Y de lo que sí estoy
seguro es de que a ti te van a echar de menos tu mujer y tus hijos
y de que a Tena la echará de menos el novio. No quiero que nadie se
refiera a mí en sus conversaciones como el
cabrón ese. O no si puedo evitarlo.
–Y menos querrías eso con el novio de Tena -se rió
Rubio.
Tena se sonrojó, una vez más. Tenía una facilidad
increíble.
–Venga, mi sargento, no empiece -protestó.
–Ahora está destinado en una unidad normal, pero fue uno de
los comandos que asaltaron el Perejil, nada menos -explicó Rubio-.
Además el tío lo cuenta muy bien. Dice que si no es por el
suboficial marroquí que mandaba a los cuatro mataos que estaban allí, y que al ver que los
españoles eran muchos más les ordenó rendirse, podía haber sido una
desgracia. Él asegura que por supuesto habrían asado a todos los
moros, ya sabes que a esta gente le gusta fardar más
que…
–Más que a usted contar la historia -le afeó Tena-. Voy a
tener que decirle a Roberto que le cobre algo por los
derechos.
–Tranqui, Tena. No, si es un buen tío -me aclaró-. Y se puede
hablar de todo con él. Yo creía que a estos rambos les colgaba el labio inferior y hablaban con
voz hueca. No hay que fiarse de las películas.
Tena estaba ahora más que enfurruñada. Y de color
carmesí.
–Muy gracioso, nunca le había oído el chiste, mi
sargento.
–Venga, perdona, me callo. Vamos a ir imprimiendo
esto.
–Y le pasáis también todas las claves a Chamorro -le pedí-.
Ella se meterá esta tarde con lo que dejéis
pendiente.
Mi compañera adoptó una expresión
dubitativa.
–Ah, ¿no vas a querer mirarlo tú también?
–Sí, pero tengo otras tareas. Tómales tú el
relevo.
Después de un almuerzo más bien expeditivo, Rubio y Tena
hicieron las maletas y se dispusieron a regresar a casa. Antes de
irse, el sargento insistió una vez más en su disponibilidad para el
servicio:
–Tienes mi móvil. Si hay algo, me das un toque y nos
plantamos aquí en dos horas. – Y mirando a Tena añadió-: Y nos
traemos al Delta Force, por si hay que eliminar a alguien sin que
se oiga el estertor.
–Joder, mi sargento -se quejó la guardia.
–Se agradece -dije-. Pero relájate, y descansad, que la
semana que viene me temo que va a ser dura. Y cuidado con la
carretera.
Regresamos a nuestro cubil, Chamorro, los otros dos miembros
del equipo y yo. Gil y Ponce volvieron a enchufarse al
aparato:
–Ahora está en la zona del Raval -me cantó Gil-. Jobar, este
cacharro es la leche. Creo que voy a dejar de usar el móvil cuando
haga cosas feas. Es como llevar a la KGB pegada a la chepa todo el
tiempo.
–Bueno, en tu caso, pegada a otra cosa, porque siempre lo
llevas en el bolsillo del pantalón -le corrigió
Ponce.
–Pues sí, compadre, peor me lo pones.
–Cuidado con eso -avisó Chamorro-. Que dicen que deja
estéril.
–Mejor para mí juzgó Gil-. No tengo ganas de ver más gilitos
correteando por ahí. Ni ganas, ni euros para llenarles la
andorga.
–Y dicen que también deja impotente -añadió mi compañera-.
Claro, que eso sólo irá por aquellos que previamente
funcionaran.
–Mira que eres siesa cuando te pones, ¿eh, mi
cabo?
–No me refería a nadie en concreto, hombre.
Me senté con Chamorro mientras iba abriendo las sucesivas
cuentas de correo de Neus e imprimiendo su contenido. La mayoría
tenía pocos mensajes, y muy espaciados en el tiempo. En la bandeja
de entrada abundaba el spam; se veía que no
era muy diligente para borrar el correo basura, o que andaba
siempre con prisa. De cada tres mensajes, dos eran ofertas de
préstamos instantáneos, de títulos universitarios sin necesidad de
estudiar y de todo tipo de pastillas que podían proporcionar la
felicidad o corregir en breve plazo cualquier anomalía o limitación
física de quien las consumiera. Como ambos habíamos previsto, todo
cambió al llegar a la bandeja de la cuenta just_a_kitten. El mensaje más antiguo era de hacía
sólo tres semanas. Pero de ahí hasta la fecha misma de la muerte se
sucedían hasta tres mensajes diarios, tanto entre los enviados como
entre los recibidos. Y algo que no podía dejar de llamar la
atención: sólo había dos direcciones a las que escribiera desde
ahí. La que más aparecía era la de un tal whiterknight_79, pero también se escribía bastante
con nemosín_for_alice. Viendo uno y otro
apodo, tanto mi compañera como yo comprendimos, sin necesidad de
intercambiar una sola palabra, que ahí estaba el pastel que
teníamos que abrir. La dejé convirtiendo en papel todos aquellos
mensajes y volví junto a Gil y Ponce, que seguían con su
pasatiempo.
–¿El otro no enciende el teléfono?
–Ni de coña. Debe de ser un malo que te cagas -conjeturó
Ponce-. Alguno de los que ya se han coscado de que les podemos
tener puesto este rabo electrónico en cuanto aprietan la tecla de
encendido.
–Pues ya sabéis lo que significa eso.
–¿Hum? – dudó Ponce.
–Hay que hablar con la compañía y averiguar dónde se compró
ese teléfono y todos los datos que tengan del comprador. Puede que
no sean muchos, y si es alguien curtido en esto puede que el lugar
tampoco nos diga gran cosa, pero debemos mirarlo por si
acaso.
–A tus órdenes, mi sargento. Nos ocupamos.
En ese instante volvió a conectar el que teníamos localizado.
Seguía en el barrio del Raval, según la pantalla. Ahora llamaba él,
y la interlocutora era una mujer. Esta vez, hablaban ambos en
catalán:
–Escolta, que arrivo una mica
tard.
–Molt bé. Vols que li digui qualsevol
cosa a la jefa?
–Que he trobat moltíssim tránsit. Pero
que m'emporto el material, tot complet, i puc montar-ho abans de
les set.
–Més val, tu.
–Fins ara.
–Fins ara.
Y ahí cortó. Ponce me observó con expresión
astuta.
–¿Qué le parece, mi sargento? – dijo-. Para mí, que con esto
ya tenemos trincado al pichón. ¿Me deja contarle lo que se me
ocurre?
–Adelante -le invité.
–Ya sé que no soy Sherlock Holmes ni un experto de la unidad
central como usted, mi sargento, y que por tanto mis ideas valen lo
que valen -dijo, con un retintín que junto al usted y la insistencia irónica en llamarme mi sargento, no contribuyó mucho a predisponerme en
su favor-. Pero deduzco que aquí el colega este se ha despistado
por ahí para comer con alguien, se ha entretenido más de la cuenta
y ahora va a pijo sacao hacia el lugar
donde trabaja para rematar el encargo que le ha hecho su jefa, esa
que parece que no tiene suficientes alegrías horizontales, o como a
ella le guste ponerse, que tampoco voy a meterme en cómo lo tiene
que hacer, no vaya a regañarme la cabo.
–Sí, mejor no te metas, anda -le rogó Chamorro, con gesto
aburrido.
–Lo que calculo -prosiguió Ponce- es que dentro de poco
tiempo el teléfono dejará de moverse y permanecerá en el mismo
sitio durante al menos tres horas. El tiempo que necesita para
montar lo que ha grabado, según acaba de decirle a la tía con la
que hablaba. La maniobra es pan comido: cuando veamos que deja de
moverse durante un tiempo prudencial, pongamos veinte minutos, es
que está ahí. Acotamos la zona, buscamos productoras o empresas de
televisión situadas dentro del perímetro, que con un poco de suerte
no habrá más que una, nos vamos a la puerta y esperamos a que vaya
saliendo la gente. Cuando veamos aparecer a un maromo que nos dé el
tufo, llamadita al canto. Y el que lo coja, pues ése es. Como
además parece un poco atropellado y un poco capullo, nos marcamos
un seguimiento discreto. Si se mueve en coche, como parece por el
sonido de la última conversación, ya es nuestro. Y si no, vamos
tras él hasta su casa. En cualquier caso, me apuesto una paella
para seis a que esta noche puedo decirte cómo se llama y alguna que
otra cosa más. Si das tu permiso, claro.
Ahora volvía a tutearme. Pero no iba a tenerle demasiado en
cuenta aquellas oscilaciones en el tratamiento, por lo demás
habituales entre suboficiales y guardias que comparten fatigas. Lo
cierto era que había tenido una idea simple, eficaz y económica
para resolver aquella identificación. Y que el plan, además, debía
ponerse en práctica sobre la marcha. Le sopesé la mirada, enfrenté
luego la de Gil y les dije:
–Tenéis mi permiso. Y apúntate una, Ponce.
Chamorro continuaba dándole trabajo a la impresora, y en el
semblante con que iba ojeando los folios que la máquina le escupía
vi aquella concentración que la caracterizaba cuando estaba
procesando material prometedor. Pensé que cada uno tenía en qué
ocuparse y que como jefe del grupo únicamente me tocaba dejarles
afanarse en la labor y esperar a que me trajeran resultados. Así
que les anuncié:
–Me voy a hablar con Robles. Ponce y Gil, cuando tengáis
ubicado al pajarito, le dais cuenta a la cabo de dónde vais, que
para eso es la jefa en mi ausencia, y hacéis lo que hemos acordado.
Y a ti, Chamorro, te veo luego. Ve avanzando con eso todo lo que
puedas.
Asintió, absorta. Ni siquiera le importó quedarse con
aquellos dos.
Me cité con Robles en la cafetería de la comandancia. Apenas
tuve que esperarle diez minutos. Poco después entraron un hombre de
paisano en la cuarentena y una mujer treintañera de uniforme, que
al ver al subteniente se vinieron directos hacia
nosotros.
–A sus órdenes, mi subteniente -dijo la mujer, muy seria. Era
de complexión más o menos robusta, y tenía ese aire de estar
siempre prevenida común a las veteranas, las guardias de las
primeras promociones que habían debido abrirse paso frente a
reservas y recelos que las más nuevas habían conocido ya muy
atenuados.
–Mira, qué a tiempo -dijo Robles-. La cabo primero Jimena y
el inspector Cruz, de quienes ya te hablé. Y éste es el sargento
Vila. Bueno, en realidad se llama Belculibabia o algo así, pero yo
siempre le he llamado Vila para no equivocarme, y os aconsejo que
hagáis igual. Ya os he dicho quién es: la vedette de los necrófilos
de Madrid. Por eso nos lo han mandado para que resuelva lo de la
Neus Barutell.
–Gracias -le dije-. Es Bevilacqua, como él bien sabe -me
dirigí a los otros-, pero sí, llamadme Vila, que cuesta menos y ya
estoy resignado. Y de vedette y de necrófilo tengo lo que él de
diplomático.
Les estreché las manos. Jimena forzó una sonrisa y Cruz me
pareció un poco más distante. Ambos estaban ahí porque Robles los
había convocado, pero me hice cargo de que era un viernes por la
tarde y el plan no era lo que más debía de apetecerles a aquellas
alturas de la semana. Les invité a sentarnos sin más demora para
abreviar el asunto.
Les expliqué someramente las circunstancias de la
investigación y por qué me había parecido oportuno hablar con
ellos. La cabo primero me escuchaba con atención, pero en el
policía advertí desde el principio una especie de suficiencia, no
supe bien si la que suele aquejar a algunos policías de la escala
superior frente a los guardias a quienes no consideran sus iguales
(o lo que es lo mismo, todos los que somos algo por debajo de
oficial) o la que en general tiende a sentir el policía
especializado en algo frente a otro policía que es profano en su
materia y le pregunta por ella, como era el caso. A mis
insinuaciones sobre la posibilidad de que los trabajos
periodísticos que había hecho o preparaba Neus sobre el mundo de la
prostitución barcelonesa pudieran estar relacionados con el crimen,
Cruz replicó, algo despectivo:
–Lo que estuviera preparando, lo desconozco, pero no sé si
has visto el reportaje que pasó en su programa.
–Tengo el deuvedé, todavía no he podido.
Cruz meneó la cabeza.
–Nada de nada -opinó-. Tres o cuatro generalidades, unas
cuantas entrevistas con la cara borrosa y voz distorsionada
diciendo lo que todo el mundo sabe y, eso sí, una música muy
siniestra y un montaje muy efectista para que la historia
impresionara mucho. Pero para mí que lo hicieron llamando a cuatro
o cinco anuncios por palabras del periódico y convenciendo a la
lumi de turno para que se pusiera melodramática en su testimonio.
Cuando no a fabular, como la presunta prostituta de alto nivel, que
por cierto no pasaría de 1.60.
Observé el efecto del chiste en Jimena, que no superaba en
demasiados centímetros aquella estatura. Se mantuvo
imperturbable.
–Entonces, no os parece que ahí tengamos algo que
rascar.
Cruz se encogió de hombros.
–Hombre, apenas sé del caso lo que acabas de contarnos, no me
puedo poner a valorar probabilidades con mucha base. Pero lo que sí
te puedo decir es que el contenido de ese reportaje no es una
amenaza para nadie, y menos para alguien que pudiera tomar una
decisión tan fuerte como quitarla de en medio. Aquí el grueso de
este negocio se mueve a gran escala. Una buena parte está en manos
de gente que lo lleva con una seriedad acojonante, en fin, en plan
catalán, no te digo más. Pagando impuestos, Seguridad Social, con
extranjeras perfectamente legalizadas y pidiendo todas las
licencias a las autoridades locales. Ésos no tienen nada que temer,
ya se arreglan para ser respetados por la comunidad por la pasta
que mueven, la riqueza que crean y el servicio que prestan. Y los
otros, los de las mafias, los que pululan por el lado oscuro, no
salieron en el reportaje ni de refilón. Porque acercarse a ellos y
a sus chicas es algo que requiere un reportero más intrépido de lo
que podía ser una Neus Barutell, acostumbrada ya desde hace años a
no oler más que a Chanel y a pisar sólo moqueta.
Consulté con la mirada a la cabo primero.
–Sí, yo también vi el reportaje, y básicamente estoy de
acuerdo con lo que dice el compañero -observó-. No era demasiado
revelador. No se acercaba a la gran industria digamos regular, a
los macroprostíbulos con cientos de chicas que tenemos por ejemplo
en nuestra zona, y apenas apuntaba vaguedades respecto a los malos
de verdad, los del Este que traen menores para explotarlas en vivo
y on line. Quiero
decir, que las prostituyen aquí y a la vez, venden su imagen por
Internet.
–Es que en este país a cualquier cosa le llaman periodismo de
investigación -apostilló Cruz, con una sonrisa
sardónica.
–Su ayudante me habló de algo de eso, menores e Internet
-dije.
–Pues desde luego, en el reportaje que yo vi, ese punto ni
siquiera lo tocaron -recordó Jimena-. Sólo hablaban, en un momento,
y a propósito de una chica rumana a la que entrevistaban, de las
mafias que suelen traerlas, y decían que no distinguen si son
menores o no y que las someten a todo tipo de explotaciones, sin
precisar mucho más. Sólo con lo que yo he visto en los últimos tres
meses, te podría dar para contar veinte historias mucho más
concretas y truculentas. No creo que hubieran dado con ninguna de
estas redes. Ni de lejos, vamos.
–Tenemos el material de soporte del reportaje que se emitió,
y del que estaba preparando -dije-. A lo mejor, si os lo paso y le
echáis un vistazo, me podéis decir si ahí sí podía haber algo más
sensible.
–Yo, a su disposición, mi sargento -se ofreció la
guardia.
–Si podemos ser útiles al cuerpo hermano, ya sabes, no tienes
más que pedirlo -se sumó el policía.
–A propósito -me dirigí a Cruz-. ¿Cómo está la situación del
traspaso vuestro con los Mossos? Lo digo por saber hasta qué punto
se han hecho ya ellos con todos estos temas en Barcelona
capital.
Cruz curvó los labios en una mueca
desdeñosa.
–Pues ahí están, aterrizando. Y nosotros, enseñándoles lo que
se dejan enseñar antes de que nos acaben de fumigar. No les auguro
yo mucho futuro, con tanto ciutadá, deposi la
seva actitud y tanto ordenancismo como se gastan. Barcelona es
una gran ciudad, un laberinto duro y jodido, y está llena de hijos
de perra más listos que el hambre y con menos escrúpulos que una
hiena. Por esas calles hay que ir con más firmeza y menos
protocolo, siempre dentro de los límites del Estado de Derecho,
claro está. Pero bueno, ya irán aprendiendo a fuerza de cagarla,
que es como al final aprendemos todos. Si me pides un resumen, te
diría que están todavía bastante perdidos, y les llevará un rato
hacerse con las riendas del cotarro. En esto y en todo lo
demás.
–Deduzco que no tienes pensado pasarte a sus
filas.
–No puedo, tío -respondió-. No doy la talla en la lengua
vernácula. Si no me consigo pronto un empleo fuera de la policía
por aquí, que es lo que ya me estoy mirando y lo que te confieso
que preferiría, porque ya son unos cuantos años dejándome la piel
para que al final me paguen como me están pagando, me tocará hacer
las maletas.
No era extraño que se hubiera instalado en aquella actitud
negativa; de pronto, me sentí inclinado a ser comprensivo con él.
Antes de disolver la reunión, quise consultarles un último aspecto:
la organización de la prostitución masculina, y cómo podíamos
movernos para localizar a un eventual sospechoso relacionado con
ese mundillo.
–Que yo sepa, sólo está algo organizada para gays -dijo
Cruz-. En la parte que atiende la demanda femenina, predomina el
autónomo.
Miré a la cabo primero. También a eso asintió. Tomé nota, de
todo. No suele pasar que los expertos en algo muestren tal
unanimidad.
DESEMPARADA I CÁLIDA
–Estoy de vuelta, Vir. ¿Cómo ha ido eso?
Mi compañera ni siquiera respondió en seguida. Continuó
leyendo el folio que tenía ante los ojos, como si algo más fuerte
que ella (y desde luego mucho más imperioso que la exigua autoridad
que sobre su ánimo pudieran conferirme mis galones) la mantuviera
imantada.
–Ah, mi sargento -dijo, aún sin mirarme-. Ven, mejor
siéntate.
–¿Tan gordo es?
Chamorro regresó entonces de golpe a la habitación y me
contempló con una sonrisa tan ancha que le abarcaba toda la
cara.
–Lo tenemos. Al gatito. Al sujeto que jugó a ser el Caballero
Blanco. Al chico moreno del Audi. Al hombre que fue a acostarse con
Neus a la casa de Zaragoza. Todos son el mismo, y llevo dos horas
leyéndole y leyendo lo que Neus le escribió. Si nos las arreglamos
para conectar su identidad virtual con la real, es nuestro. Eso es
todo lo que queda.
Traté de asimilar aquella amalgama de información. Sabía que
Chamorro no era tan frívola como para hacer afirmaciones
categóricas sin un buen fundamento. Pero me pareció que debía
enfriarla:
–A ver, a ver. Para empezar, ya sabes que eso que acabas de
decir, conectar a alguien de carne y hueso con su personalidad en
Internet, no es moco de pavo. De pende de cómo entre en la red, y
en este caso dependerá además de si sigue utilizando esas cuentas,
y tenemos alguna que otra razón para temer que estén ya en
desuso.
La sonrisa de Chamorro siguió inconmovible.
–Coincido contigo en las dificultades generales -dijo-, y en
que whiterknight_79 y nemosín_for_alice deben de ser a estas alturas
cuentas de correo inactivas, y por tanto no interceptables, ya que
parece que su titular sólo las utilizaba para comunicarse con
alguien que ya nunca va a poder responderle. Así y todo, se puede
tratar de recuperar su tráfico pasado, aunque también estoy de
acuerdo en que será difícil. Pero por suerte, a veces el de
enfrente tiene un desliz. Una vez, sólo una vez, el gatito le
escribió a Neus desde otra cuenta: pab_penya_79. No cabe duda de que es la misma
persona, por el tono, por los sobreentendidos entre ellos, porque
en ese mensaje le dice que no puede olvidar la última noche que han
pasado en la casa de Zaragoza. Y tengo el pálpito de que esa cuenta
de correo sí va a seguir utilizándola.
Normalmente, le habría reprochado con severidad a Chamorro su
recurso a un concepto policial tan pobre y tan deleznable como el
de pálpito. Pero, a esas alturas, mi cerebro andaba desbordado por
las muchas cuestiones que se le amontonaban de golpe. Opté por
una:
–¿Quieres decir que fueron más veces a la casa de
Zaragoza?
–Afirmativo, jefe. No menos de tres veces, antes de la
llamémosla definitiva. Era el nidito de amor, hasta donde he podido
deducir.
–Déjame ver ese apodo -pedí, y me tendió, impreso, el mensaje
al que se había referido-. ¿Qué puede querer decir pab_penya 79?
–¿Pablo Peña, nacido en el 79? Lo del año estoy ya casi por
asegurarlo. Es el mismo número que usa en el otro apodo, y si haces
cálculos, nos da que nuestro hombrecito andaría en este momento por
los…
–Veinticinco años -dije.
–Oye, vas mejorando en aritmética. En cuanto a lo de Pablo
Peña…
–Hay algo que no habrás dejado de hacer,
¿no?
–No, no he dejado de hacerlo. He buscado en el listado de los
titulares de Audis para ver si hay alguien con ese nombre y ese
apellido. Y lamento decirte que no es el caso. Tampoco hay Peñas,
aunque sí Pablos o Paus. Nada menos que ocho. Pero yo no iría por
ahí.
–¿Por dónde irías?
Mi compañera se demoró unos segundos. Disfrutaba del
momento.
–Por donde siempre me has dicho, para que veas hasta qué
punto aprecio y no desatiendo tus sabias enseñanzas. Por buscar el
fondo de las personas y sus motivaciones. Pablo Peña puede ser un
nombre falso que usa el individuo con afán de hacerlo pasar por
verdadero, o al menos por verosímil. Para poder jugar en los chats
de Internet el juego de la personalidad ficticia. Por eso mismo
presumo que lo ha usado más veces, y que no va a abandonarlo sin
más, porque bajo esa identidad puede haber hecho relaciones que le
interese mantener.
–Te confieso que en Internet no entro demasiado, y que
chatear me parece una de las actividades más aburridas a las que
puede dedicarse un ser humano después de la filatelia, la
papiroflexia y el bingo.
–Tampoco yo estoy ahí pegada todo el día. Como mucho he
jugado alguna vez. Pero hazme caso: Pabpenya
79 volverá a conectarse.
Traté de recapitular. Temía estarme
dispersando.
–Deja por un momento eso -le rogué-. ¿Te importaría mucho que
lo repasáramos todo desde el principio? Tienes la ventaja de que tú
te has leído los papeles, y apenas me has explicado lo que has
encontrado.
–Perdona, tienes razón -admitió-. Los papeles aquí están, a
tu disposición. Merecerá la pena que pierdas un rato con ellos, te
van a esclarecer muchas cosas. Pero si quieres, te hago una
síntesis.
–Ardo en deseos de escucharla.
–Muy bien. Procuraré distinguir entre aquello que podemos dar
por contrastado y lo que resulta más o menos hipotético. Yendo al
comienzo de todo: Neus y este caballero se conocieron hace
exactamente veintitrés días. Las referencias a esa fecha crucial
son abundantes y coincidentes. En cuanto al dónde, no puedo ser tan
taxativa. Da la impresión de que fue en un acto social, una fiesta,
un cóctel o algo así. Supongo que si cruzamos con su agenda o con
Meritxell podremos saber adónde fue Neus ese día. También te puedo
decir que la pasión fue fulminante, y que tuvo su consumación esa
misma noche, en el vehículo de Neus, lo que dicho sea de paso
acredita, dado el espacio disponible, la fogosidad y las dotes de
contorsionista de ambos. ¿Me sigues?
–Con la boca abierta.
–Si hay que creer lo que Neus y su galán escribieron al
respecto, he de anotar que con una franqueza notable, el encuentro
carnal fue de una intensidad tal que generó en ambos la necesidad
de repetirlo a la mayor brevedad posible. Y eso fue al día
siguiente. Desde entonces, se las arreglaron para verse casi todos
los días, y el muchacho este debe de estar bastante en forma,
porque Neus se declara más que satisfecha de las prestaciones
exhibidas en todos y cada uno de sus encuentros. También parece que
desde el primer momento entraron en el juego de asumir el papel de
personajes de A través del espejo. El
empezó siendo el Caballero Blanco, o más blanco aún que el blanco,
whiter knight. Neus adoptó naturalmente la
identidad de Alicia, aunque a la vez jugaba con lo de la gatita, de
ahí el apodo just a kitten. Con el tiempo,
kitten sirvió también para referirse a él,
es decir, se convirtieron en gatitos los dos. Como ves la historia
no deja de estar teñida de ese toque de ternura y confusión que
suele caracterizar a las parejas de enamorados.
–Confusión y ofuscación -dije, recordando alguna
lectura.
–Hacia la mitad de la relación, empezaron a jugar con otro
concepto. Lo dice aquí, en este mensaje, el primero de nemosín_for_alice. Cito: Si
quieres, yo seré tu Nemo, ese nadie que nadie conoce y que te monta
en su submarino para llevarte a los mares nunca vistos. En fin,
el estilo no es nada del otro mundo, pero la metáfora tiene su
gracia, y la verdad es que el apodo también, con el diminutivo
nemosín le quita toda la solemnidad que
pudieras achacarle. En general, el chico tiene bastante sentido del
humor, no sé si llegaría a decir que encanto. Aunque Neus, de lo
que le escribe se desprende, sí que estaba encantada con
él.
–Continúa.
–Los mensajes que se cruzaron nos permiten precisar un montón
de detalles. La fisonomía y complexión física del sujeto, por
ejemplo, en todo coincidente con la descripción que nos hizo el
rumano de la gasolinera. Neus se refiere a ella con meticulosos e
inflamados adjetivos que abarcan, además, algunas partes que
nuestro testigo no pudo ver pero según parece ella pudo examinar a
su antojo. También tenemos información sobre su vehículo, que él le
describe en uno de sus mensajes, el de la víspera de la primera
excursión a Zaragoza, como un Audi A3 plateado. Mientras lo leía ya
se me hacía la boca agua pensando que pudiera facilitarle la
matrícula para mayor precisión, pero no, no llegó a tanto. De lo
que por desgracia no deja demasiada constancia es de dónde vive, a
qué se dedica, etcétera. El mundo exterior no existe en esta
correspondencia, sólo la pasión y las almas y los cuerpos de los
amantes, y aquello que en uno u otro momento les sirve para
realizar o amparar sus escaramuzas amorosas. Como mucho, hay alguna
alusión al mundo de ella, la famosa, la estrella televisiva, como
cuando nuestro caballero blanco consigna el subidón que le ha dado
verla presentando el programa y pensar que esa a la que ahora
contemplan todos, maquillada y esplendorosa en la pantalla, es la
mujer a la que ha tenido entre sus brazos, desnuda y gimiente,
apenas unas horas antes.
–Veo que te ha afectado la lectura. Nunca te había visto tan
lírica.
–Citaba más o menos de memoria las palabras que emplean ellos
-se descargó-. Los dos son bastante ardientes y tienden al alarde
poético, quizá Neus más que él. Lo de él resulta un poco más
barato.
–Pero dirías que ambos estaban enamorados…
–O lo fingían muy bien, que también puede ser. Es una idea a
la que le vengo dando vueltas desde hace tiempo. Cuando las cartas
eran manuscritas, lo que leías en ellas resultaba más fiable. Tener
el trazo dibujado por la mano de la otra persona, con su firmeza o
sus temblores, era como tener un signo adicional, algo que a lo
mejor no descifrabas conscientemente, pero que de forma
inconsciente te permitía intuir la verdad o la mentira de lo que te
escribían. Pero ahora, con los textos electrónicos, que no te
consta cuántas veces han sido reescritos, que siempre son
rectilíneos e impecables, quién sabe cuándo le mienten y cuándo le
abren el corazón. Ni siquiera en el chat, donde la escritura es más
o menos instantánea. Hay auténticos virtuosos del fingimiento
automático, férreos simuladores de espontaneidades, y las letras de
molde son la mejor pantalla tras la que pueden ocultar sus
intenciones.
Observé a mi compañera. No sabía que dedicara sus ratos
libres a elaborar aquellas piezas de filosofía de la
comunicación.
–Interesante -aprecié-. Y sobre esa base, ¿qué te parece la
relación entre estos dos? Puedes equivocarte, estamos
solos.
Chamorro meditó con expresión empeñosa.
–Diría que fuego había. Eso lo prueba la urgencia, los varios
mensajes diarios, las palabras sin tapujos, el deseo irrefrenable
de repetir sus encuentros, la caña que se metían cuando se
juntaban. Por lo demás, en lo que escribe Neus, por excesivo y
hasta pornográfico que pueda resultar, siempre hay la sensación de
que lo controla. Con él, no estaría tan segura. Pero eso no excluye
que cualquiera de los dos pudiera mentir, ni tampoco que ambos
fueran sinceros. Entre otras cosas, cuando la pasión desborda a los
amantes, nunca hay que descartar que el mecanismo del engaño sea
precisamente que cada uno se engaña a sí mismo antes de engañar al
otro, con lo que en cierto modo ninguno de los dos estaría dejando
de decir, a su manera, la verdad.
Sonreí, sin poder evitarlo.
–En la segunda parte me parece que te has embrollado, Virgi.
Por un momento, me has empezado a sonar como una
psicóloga.
–¿Eh?
–Sí… Por las ideas sin contenido, que al final te llevan a
razonamientos tautológicos. Eso es precisamente lo que me alejó de
esa disciplina en la que dilapidé los mejores años de mi juventud.
¿Qué coño es engañarse sobre lo que uno siente? ¿Qué concepto
objetivo es ése? Una palpitación, una convulsión, un desmayo, un
insomnio son objetivos. Todo eso existe, es innegable. Pero ¿quién
puede afirmar científicamente que otro se engaña respecto de sus
sentimientos? ¿Dónde está el medidor de sentimientos y el reactivo
que se tiñe de azul si el sentimiento es cabal y de rojo si es
falso? Aquí tenemos algo objetivo, y perdóname que sea un poco
burro al decirlo: si no he entendido mal el sentido de tus
eufemismos, estos dos follaban como perros, y cuando no lo estaban
haciendo, se escribían sobre cómo lo habían hecho y sobre volver a
hacerlo. Y eso es verdad. Y a eso es a lo que me atengo
yo.
Chamorro quedó un poco aturdida.
–Yo… -balbuceó-. En fin. ¿No es una interpretación un poco
simple?
–No. Es un dato, un hecho, algo sobre lo que se puede
construir.
–Pero ¿construir qué?
–Luego veremos qué especulaciones se nos ocurren, a partir de
ahí: qué podemos atisbar con los ojos de la intuición y convertir
en hipótesis compatibles con ese dato. Esa apuesta es lo que hace
que el conocimiento sobre algo progrese, no soy tan ceporro como
para no saberlo. Pero siempre teniendo presente qué es lo que está
amarrado y lo que no. A lo mejor, al final, llegamos a poder decir
que al mismo tiempo que se entregaba corporalmente, alguno de estos
dos se reservaba mentalmente. Es posible, desde luego; los
trastornos de la personalidad existen y el de personalidad múltiple
tal vez sea uno de los más frecuentes, mucho más normal de lo que
alguna gente se cree. Pero esto lo afirmaremos cuando encontremos
alguna prueba de esa reserva. Mientras tanto, tenemos a un hombre
encoñado y a una mujer encaprichada con él. Que es un hallazgo
relevante, a nuestros efectos.
–¿A nuestros efectos?
–Claro, Virgi. Por si lo habías olvidado, te recuerdo que no
escribimos libros de autoayuda ni atendemos el consultorio de una
revista femenina. Para eso ya están mis compañeros de carrera.
Tratamos de esclarecer crímenes y de colgarle el mochuelo a alguien
que se lo lleve bien puesto a una mazmorra de nuestro sistema
carcelario.
Mi compañera encajó mal mi ironía.
–Gracias por iluminarme, en mi inexperiencia. Ahora déjame
pensar qué has querido decir con ese recordatorio innecesario y
borde.
Le ofrecí, conciliador:
–Piensa, te dejo.
Se tomó apenas unos segundos.
–Ya, ya veo -dijo.
–Pues desembucha.
–Crimen pasional.
–Bien, veo que has recuperado el uso del hemisferio cerebral
adecuado. Una relación ardiente, difícil, clandestina, sedienta.
Todo va de fábula mientras los amantes se complacen. Pero, ay,
cuando surge un problemilla, una desavenencia, un desaire, el
edificio es frágil, está demasiado amenazado, y los sentimientos
están demasiado a flor de piel. Y si uno de los dos integrantes del
equipo padece, por casualidad, algún tipo de desajuste, la
pendiente al desastre esta servida.
–¿Debo entender que eso es una teoría? ¿La
teoría?
–Por favor, Vir, parece que no me conocieras -protesté-. Ni
con un bazooka apuntado a la perola me consentiría poner todas mis
fichas en una casilla de la ruleta. Pero es algo que en este
momento, sobre lo que me cuentas y sobre lo que me han contado los
expertos en prostitución con los que acabo de estar, me suena
consistente, o más consistente que otras posibilidades de las que
hemos estado barajando.
–Vale, en una parte me llevas ventaja. ¿Qué te han
contado?
–Que el célebre reportaje era una gilipollez. Algo que podría
haber hecho cualquier becario con un periódico y un teléfono con
quince euros de saldo, y que debía preocupar tanto a los tíos malos
del negocio como a los dirigentes del capitalismo mundial el
adversario que puedan representar actualmente los viejos sindicatos
de clase.
–Lo último no lo entendí del todo, ya sabes que soy
apolítica.
–Si yo digo eso, me disculpa la edad. En tu caso no
sé…
–Bueno, va, no abramos más frentes. La cuestión es que por
ese lado no esperas mucho, o que lo das directamente por
cerrado.
–No. He quedado en mandarles al madero y a la compañera la
documentación que tenemos del segundo reportaje, por si ahí ven
algo que les resulte sospechoso. Hazles una copia de esos ficheros
del ordenador de Neus y de los papeles que nos ha enviado
Meritxell.
–De acuerdo. ¿Podemos volver a lo que dejamos antes a
medias?
–¿A qué te refieres?
–A esa otra dirección de correo electrónico. Al margen de tus
teorías y de las mías, ¿no te parece que tendríamos que meterle
mano?
–Sí, eso es indiscutible. Y un problema.
–¿Por?
–Es viernes, siete de la tarde. Puedo llamar a la juez al
móvil, puede que incluso me las arregle para convencerla de que
dicte la orden con carácter urgente, pero, ¿cómo demonios la
hacemos valer antes del lunes? O mucho me equivoco o todo el mundo
está ya de fin de semana y en el proveedor de Internet
correspondiente sólo atiende un robot o un técnico que no va a
tomar esa clase de decisiones.
–Qué flojo te veo, mi sargento -me reprochó-. ¿No se supone
que en situaciones como ésta el buen policía hace otra
cosa?
–¿Qué?
–Buscar alternativas. Concedamos que no podemos intervenir
esta cuenta hasta el lunes. Aun así, no tenemos por qué perder los
dos días. Hay otros caminos para llegar a ella, y a su
titular.
–Lo conseguiste. Me he perdido. ¿Cómo?
–Mensajería instantánea -dijo-. Neus tenía en su ordenador un
programa de mensajería instantánea, y al abrirlo, ahora que
dispongo de las claves de sus cuentas de correo, he visto que había
incluido como contactos a nemosín y
whiterknight. Eso quiere decir que nuestro
hombre también tiene un programa de mensajería instantánea y lo
usa. Lo que te propongo es bien sencillo. Me creo una identidad y
una cuenta de correo web, me bajo el programa de mensajería
instantánea y lo abro con esa cuenta, y le mando una invitación a
pabpenya para que se comunique conmigo.
Cuando él abra su programa, la recibirá, y si he conseguido crearle
la curiosidad suficiente, la aceptará.
–Espera, no sé si te sigo bien. ¿Por qué va a
hacerlo?
–Ya me ocupo yo de que mi apodo le parezca
sugerente.
–Pero ¿cómo vas a justificarle que tienes su
dirección?
–Fácil. Que me la ha dado una amiga. Y que me ha dicho que es
muy simpático y que le mola mucho chatear con él. Y cuando me
pregunte qué amiga es ésa, le respondo que es un secreto, así le
pico más.
–¿Y se lo creerá?
–Probablemente. Y si no, querrá averiguar quién de sus
antiguos contactos soy, reciclada bajo una nueva identidad. Todo lo
que puede suceder es que no quiera chatear conmigo. En ese
supuesto, tendremos que esperar al lunes, que es como ya estábamos.
Pero me apuesto algo contigo a que consigo hablar con él. Si se
conecta, claro.
–¿No le pondremos sobre aviso?
–Descuida. Ya impediré que sospeche que soy una guardia
civil.
–Caramba, Chamorro. No te hacía tan puesta en estas
cosas.
–Ya te dije antes. Alguna vez he matado el aburrimiento
jugando con el ordenador. Y si una pone atención, siempre aprende
algo. Ya ves, nunca sabes cuándo algo que has aprendido te puede
servir.
Dudé si debía aceptar o no su propuesta. No acababa de tener
claro que aquella maniobra no sirviera precisamente para cercenar
un cabo del que podíamos tirar el lunes de forma más segura. Pero
me pareció que negarme era a la vez desconfiar de la capacidad de
Chamorro para conducirse con la habilidad suficiente y no ponerle
la mosca detrás de la oreja a aquel sujeto. Y pensé que siempre que
uno reprime una audacia, le acaba quedando el runrún de si
acometerla no habría sido mejor que abstenerse de ella. Esto último
inclinó la balanza:
–De acuerdo. Vía libre. Pero ya me puedes
afinar.
–Afinaré -prometió-. Verás como no te
arrepientes.
–Oye, otra cosa. ¿Y el dúo dinámico?
–Ah, se me había olvidado. El teléfono se quedó inmovilizado
en una ciudad de la periferia, por ahí apunté el nombre.
Encontraron una productora de televisión que tiene allí los
estudios. Y si no me han engañado para irse al bar, ahora mismo
estarán vigilándola.
–Voy a controlarlos, no es que no me fíe,
pero…
Marqué el número del teléfono móvil de Gil. Lo cogió como un
rayo.
–Sí, mi sargento. Te me has adelantado. Buenas y malas
noticias.
–A ver.
–Tenemos la matrícula de su coche, y ya la he comprobado.
Gervasi López Fernández, nacido en 1980, vecino de Cornellá, calle
tal, piso etcétera. Ahora mismo le estamos siguiendo y me atrevería
a jurar que es él y que ésa es su dirección, porque el camino que
está haciendo es justamente el que lleva hacia allí. No obstante,
cuando veamos dónde se mete, haremos la comprobación con los
buzones del portal.
–Nada de eso me parece malo -observé.
–No, eso está de puta madre, ¿verdad? El ordenador de Tráfico
es así de chulo. Las pegas están en otra parte. Primera: no lleva
un Audi A3 plateado, sino un Seat León amarillo, con pegatinas
bastante horteras. Y segunda pega: el tipo es pelirrojo modelo
zanahoria.
–Ah, eso sí que me enfría un poco el entusiasmo, mira
tú.
–Ya nos lo temíamos, mi sargento. A pesar de todo, vamos a
terminar de ficharlo. Y si quieres, vamos por él. De todos modos,
merecerá la pena saber por qué Neus Barutell llamó a este mindundi
en su último día de vida hacia las doce de la mañana, ¿no te
parece?
–Sí, pero no nos precipitemos -dije-. Me confirmáis la
identificación sin haceros notar, seguimos escuchándole y el lunes
decidimos.
–A tus órdenes, jefe.
Colgué y me quedé cavilando sobre quién o qué pudiera ser
para Neus Barutell aquel Gervasi López Fernández, residente para
más señas en una zona como Cornellá, es decir, lo que los pudientes
y sus portavoces denominarían una zona popular o de gente
trabajadora.
–He oído lo que te decía -habló Chamorro-. Imposible no
hacerlo, con los berridos que pega éste. Lo que te aseguro es que
el que mantenía con Neus esta tórrida correspondencia no era
pelirrojo.
–Ya. Un personaje más en la función. Qué fastidio, la
verdad.
–Muy buenas, gente, ¿se puede? – preguntó alguien desde la
puerta.
Era el capitán Cantero. Tenía que reconocer que estaba siendo
más que respetuoso con nuestra autonomía. Desde la víspera, ni le
había visto ni había hablado con él, y pensé que una mínima
cortesía exigía darle alguna atención mayor de la que le estaba
dedicando.
–Buenas tardes, mi capitán -dije-. Adelante, está en su
casa.
Avanzó hacia donde estábamos y se dejó caer en una silla. Su
semblante no parecía menos fatigado que el
nuestro.
–Qué coñazo, tú, esto de la droga. Menuda paliza que nos
hemos metido. Y lo que más me jode es que encima de las
identificaciones y de toda la burocracia, hemos tenido que montar
la exposición de paquetitos y accesorios para que el delegado del
gobierno se haga la foto delante de las cámaras de la tele. Un
trabajo, porque éstos eran mayoristas de los de verdad, cientos y
cientos de kilos. Jesús, qué paciencia hay que tener. Bueno, ¿qué
tal vosotros, cómo va el asunto?
–Pues, ni bien ni mal -juzgué-. Un poco mejor que ayer, y
espero que un poco peor que mañana.
–Me han contado que estáis utilizando el equipo de
intervención telefónica. Eso es que ya habéis pillado chicha donde
morder.
–Sí, pero con resultados escasos, por ahora.
Le expliqué al capitán el estado general de la investigación
y todos los flecos que teníamos abiertos. Repasándolos para él, me
di cuenta de que eran unos cuantos. Uno nunca sabe, cuando maneja
tantas variables, si está levantando el sistema de ecuaciones que
le permitirá despejar todas las incógnitas o simplemente chapotea
en el caos.
–Coño, no diría yo que estáis tan mal -opinó
Cantero.
–No, tampoco he dicho eso. Parece que en un par de caminos
estamos a punto. Pero nos sigue faltando eso. El
punto.
–¿Mi gente se porta bien?
Tuve oportunidad de cazarle a Chamorro la mirada
escéptica.
–No tengo queja -respondí, con rotundidad.
–Si alguno falla, o si te hacen falta más, ya
sabes.
–Sí, ya sé, mi capitán.
Cantero se puso en pie.
–No os doy más la lata. ¿Qué hacéis esta
noche?
–Pues no lo habíamos hablado, pero estamos hechos polvo. Casi
votaría por cenar rapidito y recogernos. Además, yo tengo bastante
lectura pendiente. ¿O a ti te apetece ir a alguna parte,
Chamorro?
–La verdad es que hoy preferiría no moverme. Incluso creo que
sería bueno trabajar un rato esta noche con eso que te he
dicho.
No le había contado al capitán la idea de mi compañera para
conectar con el usuario del apodo cibernético pab_penya_79, ni tampoco deseaba hacerlo ahora, así
que asentí sin darle mucha importancia.
–Impresionante, tú -exclamó Cantero-. Qué
abnegación.
–No, mi capitán -dije-, es la costumbre de andar siempre
fuera de casa. Te haces a trabajar a todas horas, para poder volver
cuanto antes.
–Ya, imagino. Pues oye, que os cunda.
Una hora después regresaron Gil y Ponce. Habían contrastado
la identificación de Gervasi López, que era en efecto el nombre que
se leía en uno de los buzones del portal del bloque de pisos de
Cornellá hasta el que lo siguieron. El número del portal y el piso
coincidían con los del titular del coche que conducía según el
ordenador de Tráfico.
–Mientras yo miraba los buzones, Ponce se fijó en la fachada
-refirió Gil-. Y vio encenderse las luces del piso en cuestión. No
te voy a decir que sea fiable al cien por cien, podría estar
viviendo en casa de su primo y conduciendo su coche, pero vamos,
como que me extrañaría.
–A mí también. Mirad cuando podáis si tiene antecedentes. Y
el lunes veremos. Por mí, podéis considerar inaugurado el fin de
semana.
–Se lo agradezco en el alma, mi sargento, porque la última
vez que he hablado con la parienta iba a cambiarme la cerradura
-dijo Ponce.
–¿No va necesitar nada de nosotros estos dos días? – dijo
Gil.
–Que os paséis por aquí de vez en cuando a ver qué registra
el ordenador de los teléfonos intervenidos. Y si eso no nos da
ningún resultado digno de mención, nada más. Que disfrutéis del fin
de semana.
Chamorro y yo nos conformamos esa noche con una cena frugal.
No hablamos demasiado mientras dábamos cuenta de ella. Quizá
pensábamos los dos lo mismo, que habíamos salido de Madrid sin
previo aviso el martes, y que ahora, mientras otros saboreaban la
perspectiva de un fin de semana con los suyos, nosotros estábamos
allí, varados como ballenas suicidas, ocupándonos no de nuestras
vidas sino de la muerte de otro. El hecho invitaba a hacer alguna
que otra consideración existencial, pero confieso que durante buena
parte del tiempo no pude zafarme de un pensamiento de mucha menos
envergadura: necesitaba encontrar un sitio donde me lavaran la
ropa, porque estiraba ya mi última muda y las camisas no me
aguantaban más.
Después de cenar, volvimos a nuestro lugar de trabajo.
Chamorro se puso a trastear con el ordenador, para descargarse el
programa y una vez instalado éste y cursada la invitación a
pab_penya_79, montar guardia frente a la
máquina con la esperanza de que apareciera nuestro hombre. Yo había
pensado en un principio irme a leer a mi habitación, pero me
pareció más solidario quedarme allí. Así le hacía compañía y ella
tenía con quien pegar la hebra cuando le entrara la modorra. Me
dediqué a hojear todos los papeles atrasados. Leí en primer lugar
la correspondencia electrónica entre Neus y su amante, que no sólo
me confirmó todo lo que Chamorro me había contado sino que me
permitió apreciar su capacidad para resumir. En esencia, lo que
allí había, relevante para nuestra investigación, era lo que mi
compañera ya me había adelantado. Sin embargo, la lectura me
proporcionó algo más que la información que aquellas páginas
contenían. Pude escuchar la voz de Neus, sin postizos idiomáticos o
criptográficos como los que empleaba en aquel diario en inglés que
había leído la noche anterior. Era cierto, como había sugerido
Chamorro, que daba la impresión de tener un gran dominio sobre lo
que decía o dejaba de decir. Pero, más allá de lo que pudiera
fingir ante su corresponsal, era la versión más auténtica de la
personalidad de mi muerta que había tenido hasta entonces. Y debo
consignar que no me desagradó. Con toda su procacidad, con esa
exigencia egoísta que como amante hambrienta exhibía a veces, aun
con esa cursilería bobalicona que sólo quien se abrasa en la llama
del amor puede ponderar sin sonrojo, vi en ella a alguien que, al
menos en esa relación y frente a ese hombre, no hacía trampas y
sólo buscaba ser libre y disfrutar de lo que otro le daba en el
ejercicio de su propia libertad. En sus mensajes no había
subterfugios, ni máscaras, ni remilgos propios de cualquier forma
de cálculo o de hipocresía. Nunca sabría, desde luego, si le quería
o no, porque entre otras cosas, no es probar ese tipo de
abstracciones inasibles y delicuescentes lo que suele ocuparme ni
interesarme. Pero lo que sí constaba era que se le había entregado,
con alegría y plenitud. Y él a ella, habría jurado que también.
Pero, por si mi conocimiento de la naturaleza masculina no fuera ya
bastante para ponerlo metódicamente en duda, estaba ese desenlace
bajo cuyo influjo irremediable debía ahora analizarlo
todo.
A continuación releí el diario en inglés. Aquí sí que vi,
ahora y en comparación, a una Neus artificiosa y comediante, que
intelectualizaba y disfrazaba y por tanto corrompía sus emociones.
Pero no por ello desprecié lo que me podía aportar. Me fijé sobre
todo en las citas literales que contenía de A
través del espejo, y hube de concluir que Altavella había
tenido tino para localizarlas. Quizá las dos que él nos había leído
eran las más significativas. El trozo del poema del Caballero
Blanco que hablaba de mariposas convertidas en pasteles para ser
vendidas a los hombres que navegan por mares tempestuosos, por
ejemplo. ¿Se refería Neus a sí misma, como entertainer televisiva? ¿O bien a sí misma como la
amante que hace de su cuerpo un dulce cuyo sabor y recuerdo podrá
llevarse el hombre al que se entrega, cuando vuelva a navegar por
el océano de su propia soledad? Pero la cita que más me hizo pensar
era aquella en la que Alicia, tras manifestar que no quiere formar
parte del sueño de otra persona, anuncia que va a ir a despertar al
Rey Rojo y ver qué pasa. ¿Estaba Neus, tan deliberadamente,
embarcada en una estrategia de autodestrucción, o cuando menos,
destinada a poner a prueba la seguridad y las certezas de su
mundo?
No tenía respuestas, pero después de aquel ejercicio sentí
que era más completo el mapa de mis preguntas. Miré a
Chamorro:
–Nada -dijo-. Hay que darle tiempo.
Era ya medianoche, pero no parecía tener prisa por irse. Me
puse a leer a Lewis Carroll, en la edición inglesa donde había
cotejado las citas de Neus y que había comprado ese mismo día.
Recobré la fascinación por la dolorosa inteligencia de aquella
alegoría escrita por un hombre que se sabe despojado de sus sueños,
sobre una niña que aún aspira a poseer los suyos. Y pensé en lo que
significaba para Neus.
Después, y como vi que Chamorro no se rendía, les eché un
vistazo a los libros de poesía que había comprado de oferta. No
quise, esa noche, leer a Estellés, así que me enfrenté al que me
era desconocido, el de Joan Margarit. Y encontré estos versos, que
acaso lo resumían todo:
Jo era un jove inexpert i tu una
noia
desemparada i
cálida.
L’ombra de l’íltima
oportunitat
está ocultant la
lluna.
Sóc un vell
inexpert.
ANTE TODO POLICÍAS