CAPÍTULO 7


JUZGARLA POR ESO

En la comandancia, cuando regresamos del entierro, nos aguardaban varias novedades. La más notoria era la presencia de Juárez, nuestro hombre de los ordenadores, que al final había venido solo, lo que no le había impedido progresar en la tarea. Lo encontramos ante el portátil de Neus, en cuya pantalla ya no se veía la petición de password donde la víspera nos habíamos quedado atrancados Chamorro y yo.


–Chupado, Vila -dijo, al vernos-. Una protección de lo más convencional, si quieres te explico cómo me la he cargado.

–No digo que no me interese, pero, honestamente, dudo que supiera repetirlo -confesé-. Así que, si no quieres hacer gasto…

–Vale, no te aburro entonces. Lo tengo abierto y he localizado todos los archivos susceptibles de contener información, dondequiera que los tuviera camuflados: archivos de correo, de texto, de imagen, hojas de cálculo, PDF. También he recuperado los que había borrado. Os los he copiado en carpetas separadas donde podéis acceder a todos ellos, clasificados por tipo y listados por antigüedad. Ahora os estaba sacando un backup en cedé para dejar el ordenador como me lo encontré y poder devolverlo si queréis. Vamos, que creo que me merezco una caña.

Asentí, complacido. Ya sabía que Juárez era un buen elemento.

–Y una comida. Cuando tengas el cedé se lo das a Chamorro y te vienes a almorzar con el resto de la peña, si no te va mal.

–Bueno, me han sacado puente aéreo. Y con llegar a casa antes de las nueve para leerle el cuento a mi niña, me doy por satisfecho.

–A lo mejor hay que mirar más ordenadores, ya te dije. Los de su casa y la oficina, si tiene, que supongo que sí -le recordé.

–Si se pueden atracar esta tarde, cuenta conmigo, aunque mi niña me retire el saludo, qué le vamos a hacer. Pero si no, tendrá que ser otro día. Ha salido más curro urgente y mañana tengo que estar en Madrid sin falta. Yo creo que con esto ya vais a tener para no aburriros. Mensajes de correo hay un par de miles, y archivos de texto, cientos.

–De acuerdo -concedí.

Mientras Juárez y yo conversábamos, mi compañera observaba fijamente la lista de ficheros que aparecía en la pantalla

–Oye, ¿y has visto algo raro? – preguntó al informático.

–A bote pronto, no -respondió Juárez-. El ordenador normal de un usuario no muy avezado, con los cuatro programas básicos. Procesadores de texto, correo, navegador estándar, algo elemental de retoque de imágenes, más todo el spyware que se le suele meter a un pardillo que no actualiza el antivirus, que no es poco. Por si acaso algún día os interesara saber quién le enmerdaba el ordenador, también lo he copiado en una carpeta, pero no creo que sea nada, lo normal que te va entrando de data miners masivos cuando navegas por Internet. Lo que no he encontrado es programas P2P, o sea, que no tenía la costumbre de piratearse música o cine, o no desde aquí. Sí tenía dos programas de mensajería instantánea, y he podido sacarle las cuentas de correo web que utilizaba, siete en total. Si queréis saber con quién se relacionaba a través de ellas ya sabéis que necesitamos intervenirlas, o sea, orden de un cabezón con toga y puñetas. En cuanto la tengáis me muevo con algunos colegas que me deben favores en los proveedores de correo y os lo digo en seguida. También he extraído de los archivos temporales las direcciones web a las que accedió en los últimos tiempos. Todo eso lo tenéis en la carpeta que llamo «datos complementarios».

–¿Nada sospechoso, tampoco, entre esos datos? – insistió Chamorro.

–Ya te dije que no soy cotilla. Me lo he turrado a ciegas, aislando la información por categorías pero sin meter la nariz en ninguna. No sé si tiene fotos de puestas de sol o del cirulo de sus novios, yo me he limitado a copiar en la carpeta de imágenes los archivos con la extensión pertinente. Lo mismo con los rastros de páginas web visitadas. Y en cuanto a las direcciones de correo que usaba, tampoco llaman la atención, los nombres más o menos rebuscados que ponemos todos.

–Nada, Chamorro -intervine-, que te va a corresponder el honor de acceder a las intimidades de Neus en primicia.

–No preguntaré por qué se me adjudica, el honor.

–¿No lo imaginas? Porque sé que eres una chica proba y respetuosa y que no usarás indebidamente lo que descubras.

–No sé yo, si tengo que informarte a ti.

–Ya deberías saber que mi reino no es de este mundo -afirmé-. Lo que tuviera guardado ahí dentro esa mujer, al margen de su utilidad policial, me resulta total y absolutamente indiferente.

–Claro. Ya te pondré a prueba -amenazó.

Aparte de los frutos del fino trabajo de Juárez, teníamos otros dos regalos encima de la mesa. El primero era la lista de las llamadas enviadas y recibidas por el móvil de Neus, remitida por la compañía telefónica junto con la identificación del titular de aquellos números de los que constaba este dato. Ni mucho menos era fácil disponer de esta información con semejante rapidez, ni siquiera mediando una orden judicial, porque las compañías tenían a gala arrastrar los pies cuanto fuera posible. Nuestro truco era tan eficaz como poco sofisticado: una amiga de infancia de Chamorro que trabajaba en el departamento oportuno, y que rezábamos para que no cambiara nunca de empleo. Para repartir un poco el juego, les pedí a Rubio y a Tena que se metieran con esta lista y fueran depurando y seleccionando la información.

Además, nuestra gente de Madrid nos había mandado otra lista, la de los Audi A3 plateados, modelo 1.9 TDI, que cumplían con las condiciones de antigüedad que había señalado el empleado de la gasolinera, tres meses arriba o abajo como margen de seguridad. En listas más breves, los matriculados en Cataluña y Barcelona, aquéllos con titular varón entre los veinte y los treinta años, y las intersecciones entre ambos conjuntos. Fui a la última lista, la que daba la acotación más estrecha: con todo, era bastante más larga de lo que hubiera deseado, y además no podíamos limitarnos ciegamente a ella. Por fortuna no se trataba de un modelo de los que suelen tener las compañías de alquiler, pero había otras muchas razones por las que cabía que el conductor no coincidiera con el titular, así que muy bien podía estar el coche que buscábamos fuera de la lista reducida. Decidí darles el embolado a Gil y a Ponce, para que se me fueran entreteniendo. Después de todo, y aunque no fuera lo que yo prefería, manejar un equipo amplio tenía sus compensaciones: permitía avanzar a la vez en muchos frentes engorrosos y acaso cruciales. En alguna de esas listas figuraba probablemente el nombre del acompañante de Neus, a quien sólo podía imaginar, ahora, como el tipo que se nos había escabullido en el cementerio.

Durante el almuerzo hicimos la puesta en común de la Operación Funeral. En total habíamos localizado a una docena de individuos que encajaban, con mayor o menor aproximación, en la descripción del sospechoso. De todos habíamos conseguido grabar la imagen, de mejor o de peor calidad, quieta o en movimiento, y de tres de ellos teníamos muestras susceptibles de aportarnos restos biológicos. Nuestros hombres se las habían arreglado para entablar con la mitad de los sujetos conversaciones casuales, de las que no habían obtenido frutos incriminatorios (o, razonando a la inversa, que movían a pensar que se trataba de candidatos descartables a efectos de la investigación). Le mostré a Gil la fotografía lejana que había sacado al tipo que no se me iba del pensamiento, y el veterano guardia sonrió aviesamente.

–Hay que revisar la cinta -dijo-. Pero desde ya te digo que lo tengo pillado, en planos mucho mejores que ése. Recuerdo la chupa.

–Pues me vas a perdonar que te pida que me tengas esos planos entresacados e impresos en papel antes de las tres y media -le apremié-. Esta tarde voy a ver a alguien y quiero poder enseñarle ese careto.

Gil asintió, mientras masticaba a dos carrillos.

–Claro, mi sargento, no sufras, que para eso sirve la informática. ¿Los quieres en papel mate o con brillo? ¿Con o sin borde blanco?

–Como mejor se le vea. No tengo manías.

–Entendido. Me cepillo lo que me queda de ragut, si das tu permiso, y el café me lo tomo mientras hago los trabajos manuales.

Para los demás comensales el almuerzo no fue tan precipitado, pero tampoco nos recreamos excesivamente. Yo andaba con prisa porque quería ir a ver a Meritxell Palau a tiempo de llevar conmigo a Juárez, para que le hurgara las tripas al ordenador de la oficina de Neus. Y el capitán Cantero y el teniente Vendrell estaban acuciados por otro asunto que acababa de salirles, una operación antidroga en el puerto que iba a reventarse esa misma tarde y para la que les habían pedido ayuda los de la unidad fiscal. Debo confesar que me aliviaba que otras tareas los reclamaran, permitiéndome a mí ir más a mi aire. De todas formas, Cantero no dejó de recordarme que estaba al quite:

–No hace falta que te lo diga, Vila, si necesitas más gente, no tienes más que pedírmela. Para clasificar la información, pedir datos, hacer seguimientos o controles, lo que sea. Sin cortarte, que aunque esta tarde tengamos zafarrancho, siempre podemos hacer un esfuerzo.

–De momento me apaño, mi capitán -le aseguré.

–Vale, sólo quiero ayudar, no dar por saco. Que quede claro.

–Lo tengo claro, mi capitán.

Para no hacer frente a Meritxell Palau un despliegue demasiado aparatoso, y también para ir progresando en todas las líneas, decidí ir a verla yo solo con Juárez y que Chamorro se quedara en la comandancia analizando los datos de la agenda y del cuaderno de Neus y los ficheros de su ordenador. Era consciente del volumen ingente de información que eso suponía, pero también de la agudeza de mi compañera, así que no me privé de plantearle un desafío ambicioso:

–Esta noche quiero que me propongas algo sobre la base de lo que encuentres ahí. Algo que nos sirva para pedir mañana mismo diligencias al juzgado, aparte de la que ya debes ir solicitando esta misma tarde, la intervención de todas sus cuentas de correo.

Chamorro me observó con desconfianza.

–¿Me pones a prueba?

–Por supuesto. Como lo estoy yo, y éste, y el otro, todos los días. La vida es así de chunga, Virgi. Esta noche tengo que llamar a Pereira y no quiero balbucear al aparato mientras le digo que todo lo que puedo contarle es que creo haber visto al tipo y que se nos escapó.

–Bien, pues haré lo que pueda -repuso, con una expresión abstraída que denotaba que su mente ya estaba trabajando en cómo organizarse. Por detalles como aquél me inspiraba una irresistible ternura.

A las tres y veinticinco, antes de que pudiera echarlo en falta, apareció en el cubil del equipo de investigación el guardia Gil. Traía una carpeta que me exhibió con gesto ufano, mientras anunciaba:

–Aquí lo tengo. Dos tomas, frontal y semiperfil. Te los he impreso en un formato que parece Víctor Mature en una peli de Cinemascope.

–¿Víctor qué? – preguntó Tena.

–Víctor Mature -repitió Gil-. ¿No sabes quién es? Dios, pero qué incultas sois las nuevas generaciones.

–Tampoco te pierdes nada, Tena, era un actor muy malo -dije, mientras examinaba las fotos-. Y éste se le parece como yo a Brad Pitt.

–Me refería a lo suntuoso de la imagen, no a la jeta -aclaró Gil.

–Desde luego es un buen trabajo, te felicito.

–Tiene cara de hijoputa cobarde y de matamujeres, ¿eh, mi sargento? – opinó Gil-. A mí me da que va a ser el que buscamos.

La apreciación del guardia podía parecer gratuita, pero a su manera no dejaba de constatar algo objetivo. Aquel tipo mostraba un gesto inseguro, huidizo, turbio. En una de las fotografías aparecía despistado, ausente. En la otra, en la que notoriamente había percibido la presencia de la cámara, se le veía como un pecador cogido en falta.

–Por desgracia, tendremos que buscar alguna otra prueba, con lo que nos parezca la cara que tiene no nos va a valer -observé-. Y de momento lo que urge es enseñársela al único que puede decirnos si vamos encaminados o si estamos dejándonos llevar por espejismos.

–¿Llamo a mi capitán? – se ofreció Rubio.

–Por favor -respondí-. Que Gil te pase el fichero de estas fotos, se las mandas por correo electrónico y que se las impriman allí en la mejor calidad posible. Si están libres, pídele a tu jefe que mande a la gasolinera a los mismos que localizaron a Radoveanu, para que el hombre no se desconcierte y esté relajado a la hora de mirar el material.

–Déjalo de mi cuenta.

Y así lo hice, convencido de que en sus manos la gestión estaba igual o mejor que en las mías. Eché un último vistazo al equipo, que ofrecía una imagen de irreprochable laboriosidad, y le dije a Juárez:

–Coge todas tus cosas. Después de entrevistarnos con Meritxell te llevo directo al aeropuerto, a ver si llegas a ver a tu niña.

Juárez me miró con gratitud. No me la debía. Por no haberlo podido hacer demasiadas noches, sabía bien lo que valía poner en la cama a tu hijo y verlo resbalar dulcemente por la pendiente del sueño.

La oficina de la productora estaba en un inmueble reformado del Ensanche barcelonés. Era una de esas calles atildadas, con tiendas de esmerado diseño y pulcras cafeterías y reposterías en los bajos. Al ver aquellos locales, me resultaba inevitable acordarme de sus desastrados homólogos madrileños. En Madrid, por regla general, uno puede elegir para tomarse un café entre el bar cutre y la cafetería rancia; ni se conoce ni se aprecia demasiado esa sensación de limpieza y confort peculiar de la hostelería barcelonesa. Muchas veces, durante mis años de servicio en la ciudad, me había metido en una de aquellas cafeterías por el solo gusto de respirar la atmósfera aséptica y suavemente impregnada del aroma de los pasteles y la bollería. En un establecimiento así, pensé, debía de desayunar cada día Meritxell Palau, y no tenía ninguna duda de que allí se sentiría por completo en su elemento.

Las dependencias de la productora estaban decoradas con el previsible alarde minimalista, y las paredes pintadas en colores claros que de vez en cuando rompía algún cartel de tonos calculadamente estridentes. En la recepción había una chica muy joven y muy alta, tanto que se percibía que lo era aun instalada en el asiento. Tenía puesto un auricular con micrófono y estaba atendiendo una llamada cuando llegamos. Nos hizo seña de que aguardáramos, un poco displicente.

Bona tarda -dijo, con cara de fastidio, cuando cortó la comunicación.

–El sargento Vila, de la Guardia Civil -me identifiqué, exhibiéndole al mismo tiempo la placa-. Tengo una cita concertada con la señora Meritxell Palau. ¿Sería usted tan amable de avisarla?

Un moment, si us plau -pidió, con gesto receloso. Mientras la recepcionista hacía la llamada, Juárez me señaló sin demasiado disimulo el ordenador que se veía sobre su mesa.

–Aquí tienen Mac, no PC -observó-. Veremos qué usaba la jefa.

–¿Supone eso un problema? – pregunté.

–No. Traigo abrelatas para todo.

Al minuto escaso apareció Meritxell Palau. Me tendió una mano fría y algo trémula y se quedó observando a Juárez, descolocada.

–El sargento Juárez -se lo presenté-. Es uno de nuestros expertos informáticos. Traemos una orden judicial para acceder al ordenador de la señora Barutell. Si le puede indicar dónde está, él se pone con su trabajo y mientras tanto vamos hablando usted y yo.

–Perdone -balbuceó Meritxell-, no entiendo, una orden para…

–Examinar el ordenador de la difunta. Es una rutina. Principalmente -le expliqué- tratamos de ver qué comunicaciones estableció, y con quiénes, en los días previos a su muerte. Los tiempos han cambiado, ahora ya no se habla sólo por teléfono, y nos toca ponernos al día.

–Es que, no sé, tal vez debería consultar…

Le tendí la autorización judicial. Meritxell la leyó y la releyó, aunque no me dio la sensación de que entendiera lo que allí ponía. Creí que debía echarle una mano, y lo hice, admito, como mejor me convino.

–Consulte con su abogado, si tienen uno. Pero lo que le dirá se lo puedo adelantar yo. Desatender el requerimiento que contiene ese papel puede considerarse resistencia a la autoridad y desobediencia.

Meritxell había palidecido y tragaba saliva. La recepcionista ponía cara de haber aterrizado en una película de la que no entendía en absoluto el guión ni el papel que le tocaba representar en ella (lo que, dicho sea de paso, la equiparaba a alguna que otra presunta actriz profesional). Por la simpatía que me inspiraba Meritxell (la recepcionista me era indiferente) me sentí inclinado a ser algo menos brusco.

–Disculpe, no pretendía intimidarla -le aclaré-. Necesitamos esa información y es nuestro deber recabarla con todos los medios legales a nuestra disposición. Por lo demás, no debe inquietarse. Mi compañero sacará copia solamente de los ficheros que puedan servirnos a efectos policiales y sin causarle el menor desperfecto a la máquina.

–Se lo garantizo -aseveró Juárez.

Meritxell aún se mantuvo dubitativa. La miré fijamente, para impedirle hacer el movimiento que por nada del mundo deseaba que se le pasara por la imaginación: llamar a Gabriel Altavella. No sé si llegó a pensarlo o no, si razonó que ayudarnos a dar con el asesino era lo que le debía a su jefa por encima de cualquier otra consideración o si tan sólo le faltaron fuerzas para oponerse. Al fin se rindió:

–Está bien, supongo que… Bueno, les llevo a su despacho.

El despacho de Neus era enorme, no menos de ochenta metros cuadrados repartidos en varios espacios. En las estanterías había libros, cintas de vídeo, colecciones de deuvedés, y multitud de fotos en las que normalmente aparecía la propia Neus junto a alguna figura célebre. De las paredes colgaban varios cuadros originales, incluido uno de no excesivo gusto que retrataba a una mujer que se le parecía. Tenía junto a la mesa de reuniones un cartel que desentonaba con el resto de la decoración: el de la película Blade Runner. Debía de gustarle mucho aquel filme, porque el cartel en sí no resultaba muy logrado.

Sobre la inmensa mesa de trabajo, que tenía forma de óvalo muy alargado y estaba sostenida por unas patas tan escuetas que el tablero parecía suspendido en el aire, se veía un teclado inalámbrico y un elegante monitor extraplano. Dónde se hallara el ordenador en sí, a primera vista parecía un misterio insoluble. Pero Juárez observó el terreno y lo acabó encontrando, disimulado en un mueble auxiliar.

–Es un PC -dijo-. Pues nada, a repetir la jugada de esta mañana. Si todo va bien, con una horita tengo más que suficiente.

–¿Dónde prefiere que hablemos? – le pregunté a Meritxell.

–Podemos ir a mi despacho. Aquí al lado.

Mientras salíamos, vi cómo echaba una ojeada recelosa a Juárez.

–Tranquila, es un buen profesional. Lo dejará todo como lo encontró.

–No lo dudo -repuso-. Sólo es que… Comprenderá que esté incómoda y nerviosa, y que no sepa… Ha sido tan repentino, y resulta tan triste y desagradable todo lo que trae consigo una cosa así…

–La comprendo, y le prometo que nosotros no la incordiaremos más de lo que haga falta. Sé de sobra que después de la conmoción inicial queda lo más difícil, recuperar la rutina diaria, reajustar la vida.

–Pues sí. Nada menos.

–¿Me permite una pregunta personal?

Estábamos ya en su despacho, mucho más modesto que el de Neus, impoluto como no podía ser menos, y no exento de coquetería en la elección y disposición del mobiliario. Tenía varias plantas cuyo aspecto rozagante denotaba que recibían un cuidado óptimo. Meritxell me indicó una silla, se sentó sin apresurarse en la suya y dijo:

–Me temo que debo permitírsela.

–No, no me responda si no quiere. No tiene que ver con la investigación. Sólo me preguntaba si sabe qué va a hacer ahora. Me refiero a su trabajo. Si no entendí mal, estaba muy vinculado al de Neus.

Meritxell tomó aire y desvió la mirada hacia la ventana.

–Sí, es el inconveniente de un puesto así. Durante cinco años ha sido estupendo, aunque he tenido que trabajar duro. Con ella una aprendía muchísimo, y tenía acceso a sitios que, en otro trabajo, ni habría podido soñar. Pero ser ayudante personal de alguien te hace demasiado dependiente, y si tienes la desgracia de perder la confianza de esa persona o, como ha sucedido aquí… En fin, no me voy a quedar en el paro. Los demás socios de la productora y los herederos de la señora Barutell me han garantizado que tendrán un lugar para mí mientras yo quiera. Pero, por otra parte, desaparecida Neus, la propia productora ha perdido su principal puntal de actividad, aunque gestione otros programas. No sé, supongo que ahora me toca meditar a fondo.

–Los herederos, dice usted. ¿Quiénes son?

Me miró como si la pregunta hiciera dudar de mi inteligencia.

–Sus padres, y el señor Altavella. A los efectos, el señor Altavella, porque sus padres son ya mayores y no van a meterse en un negocio como éste. Bueno, ya le digo, suponiendo que lo siga siendo después de perder a quien le aseguraba el grueso de la facturación.

–Espero que sí -dije, de manera mecánica, y cuando me oí no pude evitar resultarme un poco estúpido.

–Pues usted me dirá -se ofreció Meritxell-. Para mí ésta es la primera vez que tengo que testificar en relación con un crimen.

–No le voy a pedir que testifique, ahora. Tan sólo que se relaje y responda con la mayor tranquilidad posible. No estoy tomando notas, no voy a levantar un acta, no va a tener que firmar nada.

–Eso es un alivio, se lo confieso.

–¿Ha pensado en lo que le pregunté anteayer?

–¿En qué, de todo?

La experiencia me ha enseñado que las cuestiones embarazosas es mejor enunciarlas con determinación y de la forma más directa posible. A cambio de un pequeño esfuerzo, se ahorra mucha saliva.

–En quién podría estar manteniendo una relación sentimental con Neus en la fecha de su fallecimiento. Aparte del señor Altavella.

Meritxell no se ruborizó esta vez. Pero tampoco encajó la pregunta con la seguridad de que parecía haberse provisto desde que estábamos en su despacho. Volvió a zozobrar, en el fondo y la forma:

–Pues… Pues claro, cómo no. No he pensado, en realidad, en otra cosa desde hace dos días. Si quien le hizo eso fue… No quiero ni imaginar que el asesino pudiera ser alguien a quien yo conozca.

–Señora Palau, debo ser muy concreto en este punto. ¿Puede decirme el nombre de alguien de quien piense con fundamento que mantenía o mantuvo relaciones con la víctima, aparte de su marido?

Ahora sí que lo estaba pasando mal, Meritxell.

–Pues -inspiró a fondo-, puedo darle tres nombres de personas con quienes me quepa sospechar que Neus tuvo algún asunto en los cinco años que estuve con ella. Lo que no puedo, sinceramente, es asegurarle que ninguno de esos asuntos continuara en el momento actual.

–Me interesan, de todos modos.

La ayudante de Neus seguía dudando.

–No soy una de esas cotorras que van a largar intimidades ajenas a los talk-shows, Meritxell. Le aseguro que aparte de policía en el ejercicio del cargo soy una persona seria que no juega con estas cosas.

–Está bien -se decidió finalmente-. Le daré los nombres. Carles Andrade, Francesc Torrent-Sunyer y Josep Albert Salvany. ¿Necesita que le diga además quiénes son, dónde están y qué hacen?

Pasado el trago, Meritxell había recuperado las fuerzas y hasta podría decirse que en el brillo de sus ojos y el metal de su voz asomaba algo próximo a la rabia. Yo no necesitaba que me contara quién era Francesc Torrent-Sunyer, porque aun siendo un ignorante enciclopédico en materia arquitectónica, no tenía más remedio que estar enterado de su obra y del prestigio de que gozaba en el ramo a escala mundial. Tampoco me era del todo ajeno el nombre de Carles Andrade, aunque le había perdido la pista en los últimos años. Lo había conocido en tiempos como periodista y locutor de la televisión catalana, y vagamente creía recordar que después se había pasado a la producción. De quién fuera el tal Josep Albert Salvany no tenía la más remota idea, aunque mi instinto de sabueso baqueteado en mil pesquisas me permitió suponer que también se trataba de alguien.

–Me falla ese Salvany. Y de Andrade, la verdad, hace mucho tiempo que no sabía. Yo me quedé en cuando presentaba aquella cosa…

–Sí, mejor no mencionar el nombre del programa -dijo Meritxell-. Cuando se lo quitaron por baja audiencia, en vez de deprimirse como algunos, se pasó al otro lado de la cámara, y le fue bien. Es uno de los socios de esta productora, pero además tiene la suya propia.

–Ajá.

–En cuanto a Josep Albert Salvany, se nota que usted no vive aquí. En Cataluña lo conocen hasta los perros. Es la estrella indiscutible de una de las telecomedias de moda desde hace un par de años.

–Vaya.

–¿Va a juzgarla por eso?

Lo que parecía evidente era que Meritxell sí iba a juzgarme a mí, por lo que respondiera y por el significado que acabara dándole a la exclamación que se me había escapado. Traté de enmendarlo, a fin de cuentas tenía alguna ventaja sobre ella en aquel trance:

–Llevo quince años conviviendo con gente muy rara, señora Palau. Gente que envenena a un anciano molesto, abusa de una niña antes de matarla o trocea con un cuchillo de cocina el cuerpo de un hombre. No voy a juzgar a nadie por dónde y cómo se hacía querer.

–No me queda más remedio que creerle. O hacer como que le creo.

También sabía ser sarcástica, Meritxell. Debía haberlo previsto: Neus nunca se habría buscado a una idiota como ayudante.

–Un pequeño detalle, y no lo fisgo por capricho. ¿En qué fechas ocurrieron, si es que puede decírmelo, todas esas historias?

–Torrent-Sunyer, el primero. Hará cuatro años que dejaron de tener relaciones, que yo sepa. Andrade, el segundo, hará cosa de dos o tres años, y fue algo más bien breve. Salvany, el año pasado. Es el que le dio más fuerte, si le interesa el detalle, y el que más la hizo sufrir.

–¿El que más la hizo sufrir?

–Sí, entiéndame. Con el que peor llevó dejar de verse. Durante un par de meses estuvo hecha polvo. Aunque nadie lo advirtiera en pantalla. Pero conmigo le resultaba más difícil ocultarlo, por más que nunca me hablara de ello, de ninguno de sus asuntos sentimentales.

–¿Y cómo lo supo, entonces?

–Por cuánto, cuándo y cómo les llamaba. Y ellos a ella. Por cuánto, cuándo y cómo los veía. Y por la forma de iluminársele y apagársele la cara en función de si había estado con ellos o no. Si se está atento, las personas, incluso las más reservadas, dejan ver muchas cosas.

Ya desde el principio Meritxell me había parecido un buen testigo, por la cuenta que me trae tengo olfato para eso, pero en aquella conversación debo reconocer que me estaba impresionando. Es una ligereza permitir que el aspecto de una persona, o los signos exteriores de su comportamiento, nos conduzcan a resumirla en una caricatura. Si en algún momento había cometido ese error, iba a cuidarme mucho de prolongarlo en lo sucesivo. Meritxell podía aportarnos mucho.

–En función de esos indicios -recapitulé-, ¿estaría en condiciones de afirmar que ninguna de esas relaciones continuaba a la fecha?

–No. Estaría en condiciones de suponerlo con gran probabilidad.

–Y no está, en cambio, en condiciones de sugerir o intuir, o llámelo como quiera, que pudiera Neus tener algo con otro hombre…

–Lo ha entendido perfectamente.

Asentí en silencio. Había llegado el instante del golpe de efecto. Abrí la carpeta que llevaba conmigo y puse despacio las dos fotografías del individuo del cementerio sobre la mesa de Meritxell.

–¿Conoce de algo a esta persona? – pregunté.

Meritxell, tras la sorpresa inicial, se aplicó con meticulosidad a examinar el rostro que sometía a su escrutinio. Observó primero una fotografía, luego la otra, sin tocarlas en ningún momento. Dejó transcurrir todavía unos segundos antes de responder, muy segura:

–Salvo que me engañe mucho la memoria, no lo he visto en mi vida.

–¿Está segura? – le insistí.

–Del todo. ¿Quién es?

Sopesé si debía darle la información. Pero hice una apuesta, a veces hay que arriesgarse: la de que Meritxell no tenía nada que ver con el crimen ni tampoco iba a hablar con quien lo hubiera cometido.

–Es alguien que estaba en el cementerio esta mañana. Y que se parece a la descripción que tenemos del hombre con el que vieron llegar a Neus a una gasolinera cercana a la casa donde apareció muerta.

Meritxell sopesó visiblemente la trascendencia de lo que acababa de decirle. No sé si al percibirla simpatizó más conmigo, pero el hecho es que sin necesidad de preguntarle se tomó la molestia de ilustrarme sobre algo que debió de suponer que iba a serme de ayuda:

–Andrade y Torrent-Sunyer son bastante mayores que ese chico, como me imagino que sabe. Y Salvany tiene la misma edad y también es moreno, pero yo diría que más guapo y más corpulento.

–Tomo nota de ello. Gracias.

–No sé -pensó en voz alta-. Lo que acaba de decir me deja de piedra. No habría imaginado que… En todo caso, si es que tenía una relación con otra persona, no debían de llevar mucho.

–¿No la vio usted rara, en los últimos días?

–No. Bueno, si me apura, admito que no se la veía muy contenta, y también le diría que estaba algo estresada, pero no de forma diferente de como lo estaba con el trabajo muchas veces. Teníamos entre manos algunos proyectos que nos estaban dando mucha tarea.

–¿Como cuáles?

–En los últimos meses, Neus se había interesado mucho por historias fuertes, protagonizadas por gente anónima. Hicimos una sobre barrios marginales, otra sobre residencias de ancianos, otra sobre el mundo de la prostitución barcelonesa… Eran historias bien bonitas, desde el punto de vista periodístico, pero muy problemáticas. Nos obligaban a trabajar mucho y en circunstancias más difíciles de lo habitual, y después de ponerlas le llegaban mensajes de la dirección de la cadena de que no siguiera por ahí, que eso no encajaba en el perfil de la audiencia del programa, que esperaba algo más amable y más frívolo… En fin, a ella se la llevaban los demonios, se peleaba con ellos, y lo peor es que los datos de audiencia venían a darles la razón a los ejecutivos de la televisión. Algo que Neus llevaba fatal, porque era muy orgullosa.

–¿Cree que con alguno de esos reportajes pudo buscarse enemigos? ¿Alguien que quisiera hacerle mal? ¿Recibió alguna amenaza?

–Pues no, que yo sepa. Y tampoco veo por qué nadie iba a tener necesidad de amenazarla. Los montábamos de manera que todas las identidades quedaran disimuladas, no se trataba de denunciar hechos particulares, sino de dar una visión general de los problemas.

–¿Andaban con alguna otra historia de ésas ahora mismo?

–A medias. Ella quería hacer una secuela del reportaje de la prostitución, en el que vimos de refilón conexiones con el tráfico ilegal de mujeres y menores y de pornografía por Internet. Pero no estaba decidido, en tanto no se viera en qué quedaba su pulso con los de la cadena.

Pensé, era inevitable, que allí tenía de pronto otra veta criminógena que sumar para la investigación. No estaba mal. Un marido burlado que de facto iba a heredar sus negocios, relaciones secretas con jóvenes misteriosos y la manía de meter la nariz en sitios inadecuados. A Neus no le faltaba ni uno de los boletos que típicamente podían exponerla a un final violento. Fingiendo a duras penas energía, dije:

–Me gustaría tener una copia de ese reportaje, y una lista de los sitios a donde fueron y las personas a las que vieron para hacerlo.


CAPÍTULO 8


FINS AL PONENT

El sargento Juárez se las arregló para tener liquidada su tarea cuando yo concluí mi entrevista con Meritxell Palau. En el momento en que ella y yo volvimos al despacho de Neus Barutell mi colega estaba anotando algo con rotulador indeleble sobre la superficie de un cede.


–Hecho, Vila -me informó, al vernos-. También he precintado la CPU -explicó, dirigiéndose esta vez a Meritxell-. Cuiden de que nadie hurgue en ella. Si necesitan alguna información de la que contiene pueden sacarla de esta copia del disco que les he hecho.

Meritxell tomó aprensivamente los tres cedes que Juárez le tendía.

–Gracias -murmuró, desorientada.

–De nada. Para servir estamos -repuso Juárez.

Meritxell nos acompañó hasta la puerta. Allí seguía la recepcionista, hablando para el pinganillo que salía de sus auriculares con ese gesto un poco anómalo y ausente que se les pone a los usuarios de semejante adminículo comunicador. Al vernos, adoptó una expresión suspicaz con la que nos examinó de arriba abajo. Estuve a punto de preguntarle si aprobaba los diseños de la colección primavera-verano de Carrefour del año anterior, que eran los que componían mi indumentaria. Yo los encontraba resultones, para los euros que me habían costado.

–Gracias por todo -le dije a Meritxell.

–De nada -respondió-. ¿Con esto se ha acabado?

–Me temo que no. Es posible que tengamos algunas preguntas más, cuando me facilite la información que le he pedido. Tampoco excluya que la citen del juzgado para nuevas diligencias. Y luego, si algún día conseguimos detener a alguien, que confío en que sí, vendrá el juicio y volveremos a molestarla, lamento tener que anunciárselo.

Meritxell suspiró levemente. Se la veía mucho más relajada.

–Qué se le va a hacer. Una supone que estas cosas siempre les suceden a los demás, pero ya que estamos, habrá que llevarlo con el mejor talante y aprender lo que se pueda. ¿No le parece?

–Comprendería que tuviera una actitud menos constructiva -admití-. A veces uno llega a pensar que el sistema judicial sabe ser bastante más encarnizado con los inocentes que con los culpables.

–¿Eso quiere decir que estoy descartada como sospechosa? – bromeó.

–Si le tranquiliza saberlo, prácticamente -secundé su broma.

–Me tranquiliza y me decepciona, en las películas siempre resulta mucho más deslumbrante el papel de mujer misteriosa y fatal.

Estuve a punto de decir que si le apetecía podíamos detenerla y meterla una noche en el calabozo, para que saboreara la sensación, pero consideré que podía ser malinterpretado, y no acababa de entender por qué aquella mujer, que me había parecido algo adusta al conocerla, se mostraba ahora casi socarrona. Lo atribuí a los nervios que le afloraban una vez pasado el trago del interrogatorio, aunque bien pude equivocarme. De las mujeres apenas he logrado saber lo indispensable.

–Me temo que ese papel no está disponible en esta película -dije-, así que no se lo tome como algo personal. Estamos en contacto.

Ya en la calle, Juárez resumió a su manera la gestión:

–Te la has ligado, Vila. ¿Qué les das?

–Las escucho, me intereso por sus problemas, no les miro todo el rato entre las tetas, de vez en cuando les busco los ojos y procuro conducirme con la dosis justa de cortesía y sentido del humor.

–¿Me lo repites para que tome nota? Eres un crack.

–No, tío: soy feo, no soy alto, tengo bastante mal concepto de mí mismo como persona y me he pegado muchas costaladas. La suma de todos esos factores me ha enseñado a ser prudente y respetuoso. No te garantiza el éxito, pero te protege razonablemente del fracaso.

Juárez meneó la cabeza.

–¿Sabes? Siempre que tengo ocasión de hablar un poco contigo me hago la misma pregunta. ¿Qué coño hace éste aquí?

–Si tienes alguna sugerencia sobre dónde podrían pagarme diez mil euros al mes por rascarme la barriga, te prometo que consideraría seriamente la posibilidad de renunciar a mi actual puesto.

–Diez mil euros no sé, pero… Mira, mi cuñada es psicóloga, y también una pavisosa, dicho sea sin acritud y con el respeto debido a la familia política, y la tía curra en lo suyo y no gana mal. No me cuadra cómo un tío con tu coco estaba en el paro y ella encontró empleo.

–A lo mejor ella tenía contactos. Pero tampoco me sobrevalores. Lo que pasa es que ya soy perro viejo y he aprendido a dar el pego. Me sacaron el cociente intelectual de chico y no impresionó a nadie.

–Lo que sí me parece es que lo tendrías a huevo para meterte en la escala facultativa del Cuerpo. Dime tú a mí dónde iban a encontrar a alguien mejor, psicólogo titulado y con tu experiencia policial.

No era la primera vez que me ponían esa zanahoria delante del hocico. El último que me había sugerido presentarme a las pruebas para hacer valer mi título dentro de la empresa había sido nada menos que mi comandante. En un inaudito rapto de generosidad, y asumiendo que como jefe perdería a un investigador valioso, me había animado a probar porque como amigo, cito literalmente, entendía que podía convenirme y no se quedaba tranquilo si no me lo comentaba. Y sí, no negaré que el puñadillo de billetes suplementario era un aliciente, para alguien a dos velas como yo, pero tenía mis objeciones.

–Tendría que pasar un examen -le expliqué a Juárez-, y los exámenes me parecen una experiencia vejatoria incompatible con mi edad y mi carácter. Pero eso no es lo peor. Lo peor es que una vez que lo aprobara me dedicaría a hacerles tests americanos a los tarados con que se fueran encontrando mis compañeros y luego aplicaría la plantilla del test correspondiente para sacar el nivel de rasgos paranoides, narcisistas o esquizoides que presenta el sujeto, como si eso sirviera para algo. Prefiero sentarme delante del tarado, enfrentarlo a las pruebas que haya podido reunir y hacerle confesar o incriminarlo con ellas. Y luego que otros juzguen si el contenido de su cacerola es estándar o se desvía lo bastante de las medias como para perdonarle que hiciera lo que hizo y mandarlo a pudrirse en un psiquiátrico en lugar de una cárcel. Total, ya sé que remedio no le van a dar ni en un sitio ni en otro.

Juárez me miró con detenimiento, y acaso un punto de piedad.

–Crudo te veo, compañero.

–No te preocupes, es sólo la mala leche por ir acumulando pistas y tener cada vez menos claro dónde está la fetén. Si ahora, cuando vuelva, Chamorro ha encontrado algo o Rubio me dice que el rumano de la gasolinera ha identificado al tipo, me pondré como unas castañuelas. Soy así de simple, lo reconozco. Pero tú tienes algo más importante que hacer que preocuparte de mi estado de ánimo. Vamos al aeropuerto, que te vas a meter ya en la hora punta del puente aéreo.

En lo que por lo pronto nos metimos fue en la hora punta del tráfico. Una experiencia que, de no haber sido porque cada minuto que transcurría disminuían las posibilidades de Juárez de darle satisfacción a su heredera, no me habría resultado demasiado desagradable. No soporto la hora punta de Madrid, que apenas tiene ya ningún aspecto novedoso que enseñarme, y que merced a la fiebre zapadora de sus sucesivos alcaldes se ha convertido en la sucursal del infierno más frecuentada por mis pobres conciudadanos. Sin embargo, me gusta ver el ajetreo de la gente en la hora punta de las ciudades donde no vivo. Me interesa el de las pequeñas capitales de provincia, donde a lo sumo uno se ve atrapado en atascos de quince minutos que a los autóctonos se les hacen una enormidad. Y me resulta estimulante el de otras grandes urbes, cada una de ellas un universo comparable a mi ciudad, con millones de vidas y miles de formas de vivirlas confluyendo en las arterias por las que circula el flujo motorizado de la población. Cuando me pilla una de ésas fuera de Madrid, miro a la gente de los otros coches y trato de imaginarme de dónde vienen y adónde van. Cómo es su oficina o su tajo, ese lugar donde pasan tantas horas; cómo son sus compañeros, subordinados o jefes y las relaciones entre todos ellos, sazonadas por la camaradería, el resentimiento o simplemente la rutina. Me figuro, también, cómo es el hogar al que se dirigen y quién les espera allí: una mujer o un marido, unos niños, unos ancianos, o todo a la vez. Juego a adivinarlo mirando las caras, buceando en los gestos. A veces pongo la radio y trato de averiguar, por cómo reaccionan, quiénes van oyendo el mismo programa que yo he escogido. Sé que a la mayoría de los intelectuales elevados, y también a muchos de los que no lo son, esto de indagar en los afanes diariamente repetidos de las personas corrientes les importa un pimiento. Pero qué le voy a hacer, a mí llega a fascinarme, como una especie de juego malsano. También en aquella ciudad donde, al cabo de los años, me encontraba con una cotidianidad a medio camino, ni del todo ajena ni tampoco propia. Encendí la radio y sintonicé una emisora catalana de gran audiencia.

–No jodas. ¿Lo vas a dejar ahí? – dijo Juárez.

–Inmersión lingüística. Voy a tener que convivir con ellos un tiempo.

–Eso sí es tomarse en serio el servicio. Vaya tío sufrido que eres.

–No sufro. Me gusta oírlos. Me trae recuerdos. He vivido aquí.

–¿Que te gusta, dices? ¿El catalán?

–Cada lengua tiene su punto, si se le busca.

–Pues se ve que yo no sé cómo buscárselo a ésta.

–Como a cualquiera. Prueba con las canciones y la poesía.

Juárez me observó más bien estupefacto.

–¿Estás de coña?

–En absoluto -contesté-. A mí me sirvió mucho, cuando vivía aquí. Empecé por los cantautores y de ahí pasé a los poetas. Los tienen interesantes. ¿No has leído nunca nada de Espriu, por ejemplo?

–Tendrían que apuntarme con una pistola a la sien -declaró, con loable franqueza-. Leer yo poesía, y en catalán, nada menos.

–Bueno, admito que no es la alegría de la huerta, pero hace pensar, que nunca sobra. Y suena bien. Mira, tiene unos versos que se me quedaron grabados, porque vienen muy a cuento, en las circunstancias que normalmente nos ocupan. A ver si los recuerdo… No deixis res /per caminar i mirar fins al ponent. / Car tot en un moment / et será pres.

–¿Qué?

–Vamos, hombre, no es tan difícil. No dejes nada por caminar y mirar, hasta el poniente. Porque todo en un momento te lo quitarán.

–Muy alentador. ¿Y te sabes muchos poemas de memoria?

–Ése y un par más, sólo.

–Tío, eres raro. Definitivamente.

Por un momento me avergoncé de mi exhibición. No oculto que me complacía desconcertar a mi compañero (a quién no le gusta resultar inesperado y sorprendente a sus semejantes), pero de pronto me pareció que estaba llevando el juego más lejos de lo conveniente.

–Tampoco tanto -dije-. Sólo he aprendido tres o cuatro trucos, para deslumbrar al personal. Ya sabes que en este negocio nuestro nunca está de más darles a los clientes la sensación de que no te ven venir.

Juárez me sopesó con desconfianza.

–No sé yo. No serás un infiltrado, ¿eh?

–Si lo soy, será sin yo saberlo -aseguré.

–Todo cabe en este mundo -ironizó-. Mira los ordenadores esclavos. Gente que funciona sin darse cuenta como nodo distribuidor de material ilegal porque un listo se le ha metido en la máquina y la ha puesto a trabajar para él. Ya no puedes fiarte ni de ti mismo.

–También es verdad -asentí-. O de ti mismo menos que de nadie.

–Ya te digo.

Dejé a Juárez en la terminal, ni muy pronto ni demasiado tarde, y me dispuse a soportar con paciencia el tráfico que me quedaba aún por enfrentar, Llobregat arriba, para regresar a la comandancia.

En la soledad del vehículo comencé, de manera automática, a hacer examen de conciencia. Pero en seguida interrumpí el ejercicio. Por fortuna, los habitantes de los países desarrollados disponemos de un recurso siempre a mano para salvarnos de los peligros del silencio y la introspección: el teléfono móvil. Tomé el aparato y pensé en las llamadas que debía hacer. Siempre hay alguien a quien debes o puedes llamar; los seres preclaros que años atrás tuvieron esa visión y decidieron invertir su dinero en telefonía celular han visto justamente multiplicado su patrimonio, y los imbéciles que nos resistíamos al invento nos vemos merecidamente humillados llevando encima el cacharro, sintiéndonos una y otra vez obligados a usarlo y enriqueciendo cada día un poco más a esos adelantados del futuro. Los seres superiores siempre prosperan a costa de los deficientes, es la dura ley de la vida y del progreso. Y a los deficientes no nos queda otra que acatarla.

Que recordara, en aquel momento, debía llamar sin demora a dos personas. Resolví empezar por lo más sencillo, que es la técnica errónea que preferimos los gandules, y más a la caída de la tarde.

–Dígame -tronó el subteniente Robles al otro lado de la línea.

–Robles, soy yo, Vila.

–Ah, hombre, qué tal. Ya me han dicho que se te escapó el malo.

–Vaya, veo que nadie pierde ocasión de publicar una noticia aciaga. Pero tus fuentes no son muy fiables. Perdimos de vista a un tipo que se parecía a alguien que aún es pronto para decir que sea el malo.

–Bueno, bueno, no te piques. Que todos la hemos cagado alguna vez.

–Oye, ¿quieres seguir metiéndome el dedo en el ojo esta noche, pero con mesa y mantel de por medio?

–Si es en el ojo, ningún problema. Pido permiso a mi señora, pero creo que me dejará. Hoy no tenemos nietas y en la tele le dan la eliminatoria de uno de esos programas de merluzos encerrados que están siempre pegándose el lote debajo del edredón. Es una adicta.

–Me alegro de que puedas. Quiero que me pongas al día de unas cuantas cosas. Es posible que esto se nos complique un poco.

–¿Tienes algo?

–No sé. A lo peor no. Luego te cuento.

–Vale. Te confirmo en media hora.

–Espero ansioso. A tus órdenes.

Después de colgarle a Robles, hice un esfuerzo y marqué sin pensar el otro número. Mientras sonaba el tono de llamada (por un instante había temido encontrarme con el buzón) traté de aguzar mi ingenio.

–Sí. – La voz sonó seca como un chasquido.

–Señor Altavella, soy el sargento Vila, de la Guardia Civil. Espero no interrumpirle en un momento inconveniente.

Hubo un silencio. Pudo prolongarse durante dos o tres segundos, pero fue bastante inhóspito, porque ambos sabíamos que el otro estaba pensando y podíamos inferir que el pensamiento no era cordial.

–No me interrumpe -dijo al fin-. En realidad no estaba haciendo nada, ahora mismo. Aunque eso tampoco quiere decir que el momento sea conveniente. Espero que me disculpe que le sea sincero.

–Puedo llamarle luego, si lo prefiere.

–No, no lo prefiero. Dígame.

–Necesito hablar en persona y despacio con usted. Ya se lo imagina.

–Sí, me lo imagino. ¿Han averiguado algo?

–Tenemos pistas. Nada definitivo por ahora. Pero han ido surgiendo informaciones que nos gustaría contrastar. Aparte de preguntarle por otra serie de asuntos relacionados con su esposa.

–Eso parece poco apetecible. Pero es mi cáliz, lo acepto. ¿Le viene bien mañana por la mañana, en mi casa? ¿O tengo que ir yo a alguna de sus dependencias con una muda y cepillo de dientes?

–Vamos a su casa, si quiere. No se trata de aumentar sus penalidades, sino de disminuirlas en todo lo que nos sea posible.

–Gracias, eso es muy considerado por su parte. ¿Madruga usted?

–Si hace falta, desde luego.

–Les invito a desayunar, a las ocho. Yo suelo levantarme muy temprano y es la hora a la que estoy más fresco. Apunte la dirección.

Me dictó las señas, a la velocidad adecuada para que pudiera anotarlas sin atropellarme. Cuando quería, Gabriel Altavella podía ponerse en el lugar de otro. Me sorprendió, pero quizá no debía resultarme una habilidad extraña en él. A fin de cuentas, se supone que en eso consiste el oficio de quienes crean personajes y cuentan historias: en adoptar puntos de vista ajenos, en meterse en el pellejo de los demás.

Reconozco que después de colgar experimenté una sensación de alivio, y que observé la caravana de vehículos que tenía ante mí con una sonrisa tontorrona. Hay asuntos que se le quedan a uno chapoteando en esos puñeteros planos abisales del inconsciente y envenenándole la sangre de un modo borroso pero pertinaz. La mala entrada que había tenido con Altavella era uno de ellos. Por una parte me sentía legitimado para cargarle casi todas las culpas a su altanería y me creía sobrado de argumentos para no concederle a su desprecio hacia mí un singular valor. Pero por otro, me quedaba la duda de si le había abordado con la suficiente habilidad, y me fastidiaba de forma especial que alguien como él, alguien a quien yo había leído y en otro tiempo admirado, me hiciera objeto de su displicencia. Los seres humanos tenemos estas flaquezas inconfesables, y si bien a ninguno le gusta proclamarlas ni conviene obsesionarse con ellas, nunca está de más constatarlas. No deixis res per mirar fins al ponent. Mientras esto discurría, al otro lado del parabrisas, oportunamente, empezaba a atardecer.

En la comandancia me esperaba mi gente, que había obtenido frutos dispares de su trabajo. Gil y Ponce habían reconvertido las ristras de matrículas que teníamos en listados razonados y segmentados con arreglo a los criterios que podían conducirnos al hombre que buscábamos. Debo admitir que no les había faltado sagacidad al hacerlo. Habían separado los coches de tres puertas de los de cinco puertas, calculando que era probable que un hombre joven y soltero con el perfil del que buscábamos tuviera un modelo de tres puertas. Habían marcado a quienes tenían denuncias por infracciones de tráfico, que podían denotar un carácter más agresivo. Habían clasificado los titulares por barrios de residencia, indicándome cuáles eran más susceptibles de corresponderse con un joven de ascendencia burguesa. Y todavía se les habían ocurrido tres o cuatro cribas más. De su labor no podía extraerse aún nada concluyente, pero una vez que tuviéramos algún otro parámetro para señalarnos el rumbo estaríamos en mejores condiciones de aprovecharlo. Les agradecí el ingrato e inteligente esfuerzo.

Rubio y Tena habían progresado de modo más apreciable con la lista de llamadas del móvil de Neus. Habían cruzado números con la agenda y habían segregado los que correspondían a contactos profesionales o personales localizados de aquellos de los que no nos constaba quiénes eran. Eso nos dejaba apenas media docena de números, tres de ellos móviles prepago de titular desconocido. Los tres se habían comunicado con Neus en las veinticuatro horas anteriores a su muerte. Dos de ellos, por la tarde, en horas que cabía presumir coincidentes con las de su viaje de Barcelona a Zaragoza. Rubio me desafió:

–¿Tienes narices para pedir ya poder rastrearlos?

Medité su propuesta. No carecía de sentido. Pero también había que ir con cautela. Le estábamos pidiendo demasiadas cosas al juzgado, y hasta allí había reaccionado bastante bien, pero no nos convenía abusar. En cualquier momento podían empezar a exigirnos que les justificáramos taxativamente la necesidad de las intervenciones, y respecto de esos tres números telefónicos nuestras sospechas sólo podían formularse de manera muy incierta. No quise decidirlo todavía.

–Espera a mañana -dije.

–Ya sabes lo que es un móvil prepago. Hay que irle en caliente.

–Por eso te digo que sólo esperes a mañana. ¿Y lo otro?

–¿Lo otro?

–Vamos, hombre, ¿a qué puedo referirme?

Rubio puso expresión seria.

–Mal rollo, Vila.

–¿Cómo que mal rollo?

–Ni sí, ni no. El rumano no reconoce cien por cien al tipo de la foto. Pero tampoco lo puede descartar. Dice que podría ser, pero que lo vio poco, y rápido, y lejos y desde un ángulo diferente. Que si viera al sujeto en vivo, cree que tal vez lo reconocería. Pero que con esa foto, no se atreve a afirmarlo con rotundidad. Y eso es lo que hay.

–Lo malo de encontrarse con gente puntillosa -opiné-. A mantener la hipótesis y a buscarse otros caminos, qué remedio.

Mientras mis compañeros me iban dando novedades, yo las iba procesando a fin de convertirlas en un resumen para mi jefe que no me hiciera acreedor a un juicio demasiado severo. Es mezquino sorprenderse pensando cosas así, pero supongo que resulta inevitable. Cuando por último me acerqué a la mesa de Chamorro y le pregunté por los resultados de su trabajo, mi compañera pareció emerger de una profunda somnolencia. Tenía algo de astigmatismo, pero también la dosis de coquetería necesaria para resistirse a usar gafas mientras pudiera evitarlo. Se frotó los ojos y me respondió con voz fatigada:

–Tengo la cabeza como un bombo, y apenas le he metido mano a una cuarta parte de la información. Si además consideras que no entiendo muy bien el catalán y que el ochenta por ciento de los documentos están en ese idioma, pues ya ves cuánto puedes compadecerme.

–No me seas derrotista -la reprendí-. Seguro que algo te ha cundido.

–Sí, algo sí. De entrada, en cuanto he visto que esto se ponía cuesta arriba, me he apresurado a hacer lo que iba a poder resolver con razonable seguridad. He pedido al juzgado que nos autorice a intervenir las cuentas de correo, y parece que no ponen pegas para ordenarlo, aunque, esto te interesará saberlo, vamos a cambiar de señoría.

–¿Qué?

–Me lo ha dicho la oficial. El titular del juzgado estaba apurando sus últimos días en la plaza, tenía ya concedido el traslado a otra. A partir de mañana se incorpora el reemplazo. Una juez sustituta.

–Que Dios nos asista -exclamé.

–¿Por mujer o por sustituta?

–Por sustituta, no me seas tocapelotas.

–Pues no siempre son tan malos, los sustitutos. Depende.

–No, si no digo que sea mala. Digo que va a llevar el asunto alguien que se lo encuentra empezado, y que a nada que sea un poco picajosa, o desconfiada, o se sienta insegura, nos lo va a complicar.

–¿Por qué va a estar insegura? A lo mejor tiene más aplomo que tú.

–Vale, Virgi. Venga, cuéntame qué has sacado de lo de Neus.

–He empezado por lo más obvio. Me he fijado en los alias que utilizaba para identificar sus direcciones de correo electrónico. Algunos no me dicen nada, o me dicen muy poco: noiaeclectica62, maripylyn77. Otros son relativamente evidentes: neusb333, barutelln62. Obsérvese, eso sí, la repetición del número 62, que nos remite a…

–Su año de nacimiento, 1962.

–Vale, te estaba poniendo a prueba. Ya veo que no estás completamente dormido, pese a esa cara de zombi que te gastas.

–Gracias.

–Pero ahora, fíjate en éste: just _a_kitten. ¿Qué te hace pensar?

–Sólo un gatito. O gatita.

–¿Qué?

–Que eso es lo que significa just a kitten, en inglés.

–Vale, mira, mi inglés no llegaba a tanto como para traducir la palabreja. Pero, punto uno: es inglés. Punto dos: empieza con K.

–¿Y?

–La anotación extraña que vimos en su cuaderno. Estaba en inglés y figuraban aquellas dos iniciales, R.K. ¿Recuerdas?

Dediqué a Chamorro una mirada circunspecta. Medité cómo transmitirle lo que pensaba sin resultar muy hiriente. Al final dije:

–No me digas que esto es lo más sustancioso que has encontrado.

En el rostro de mi compañera se dibujó un rictus contrariado. No esperaba otra cosa, así que procedí a razonar mi observación:

–Neus sabía inglés. Lo usaba en sus anotaciones. Y se ponía como alias de correo electrónico una palabra inglesa que comienza con K y que significa gatita. O sea, profundizando en el concepto: nada.

Chamorro acertó a mantener la sangre fría.

–A ver -dijo, sin descomponer el gesto-, te ayudaré a analizar el detalle que nos ocupa con algunos datos complementarios. Por partes. He buceado en los archivos que guardaba en el portátil. Entre las fotografías no he encontrado ninguna digna de mención. La mayoría eran de ella o de gente que posa en circunstancias convencionales o anodinas, y no he visto a ningún hombre moreno de alrededor de veinticinco años, si exceptuamos varias imágenes pornográficas en las que se aprecia que los modelos son profesionales, me permito deducir que bajadas de Internet y por tanto de dudosa trascendencia para la investigación. También tenía unas cuantas de mujeres metidas en faena y en poses sugerentes, por si luego te sobra tiempo o no puedes dormir.

–Eres muy amable al preocuparte.

–A mandar.

–Yo ya le he pedido que me saque copia, mi sargento, pero se ha puesto como una pantera -dijo Gil, desde su sitio.

–Gil, tú a lo tuyo -lo acallé-. Sigue -le pedí a Chamorro.

–Otros archivos gráficos -continuó- son cuadros, fotogramas de películas, imágenes de televisión, estampas diversas. En fin, nada por ahí, salvo error u omisión por mi parte. Los archivos de texto, que es con lo que ando todavía, son principalmente profesionales: guiones, escaletas, informes de audiencia, presupuestos, etcétera. Casi todos en catalán, por lo que no te aseguro que los haya descifrado bien, pero nada que resulte llamativo. Lo único interesante, o al menos lo único que suena personal, es esto. – Me mostró un texto en pantalla-. Parece un diario. Está en inglés. Y se repite varias veces una palabra. Kitten.

–Ya veo -dije, un poco avergonzado.

–No lo entiendo todo, o mejor dicho, no entiendo casi nada. No sólo por el inglés, que también, sino porque es muy extraño, como si estuviera escrito en clave. Tendrá unas veinte o treinta páginas. Andaba por la mitad. Pero seguro que tú, con tu don de lenguas, tu superior cultura y tu fina perspicacia, puedes sacarle más jugo que yo.

–Está bien, retiro lo de antes. Imprímeme por favor una copia en papel, creo que ya tengo lectura para esta noche. ¿Algo más?

–Depende de cómo se mire. En la documentación relativa a programas y reportajes aparecen muchos nombres propios, muchas direcciones, muchos teléfonos. Todas las personas con las que se contactaba para hacerlos, deduzco. Pero meterse a ciegas en ese bosque…

–¿Te suena algo de un programa sobre prostitución?

–Ajá -asintió, asombrada-. Oye, ¿y tú cómo lo sabes, si no ves tele?

–Meritxell. Búscame todos los documentos relacionados con él, y si no es un volumen excesivo de papel también me los imprimes.

–Pues no sé qué decirte… Ahora lo compruebo. Eso sí, con lo que no me ha dado tiempo a meterme a fondo es con los correos electrónicos. Empecé a mirar y me mareé. Se escribía con cientos de personas. Por si te sirve de algo, entre los más recientes, que ésos sí los vi, tampoco hubo ninguno que me llamara así a bote pronto la atención.

–Me imagino que las comunicaciones que más pueden decirnos las canalizaba a través de todas esas direcciones de correo web -aposté-. Por eso tenía tantas y tan peculiares, seguramente. Hasta que no podamos meterles mano, no creo que demos con nada enjundioso. En las direcciones normales, las que tuviera configuradas en el programa de correo del ordenador, recibiría los mensajes menos comprometidos.

Chamorro exhaló un suspiro.

–Pues hasta aquí hemos llegado. Lamento no poder informarte de nada más. Y me temo que con esto no hay para pedir ninguna diligencia, así que admito que he fracasado en lo que me encargaste.

–No diría yo tanto. Tampoco me tomes al pie de la letra.

En ese instante empezó a zumbar mi teléfono móvil. Temí que fuera mi comandante, porque las revelaciones de Chamorro, sumadas a lo que me habían dicho mis demás compañeros, me habían sumido en un estado mucho más próximo a la confusión que a la certidumbre. Pero por fortuna no se trataba de Pereira, sino del subteniente Robles.

–Perdona que haya tardado tanto en llamar. Hemos tenido una emergencia doméstica, nada de importancia. Todo arreglado. Mi santa me da permiso para irme de juerga contigo. Elijo yo el sitio.

–Pero económico, que tu cubierto lo pago yo, y ya sé cómo zampas.

–No te preocupes. Y no tienes que invitarme, hombre.

–Insisto.

–Que no, capullo. A ver si voy a invitar yo…

–Está bien.

–¿Cuánta gente vamos a reunirnos?

Miré de reojo a Rubio y a Tena. Gil y Ponce estaban en casa, pero ellos dos andaban tan tirados como nosotros. No me pareció elegante dejar de ofrecerles que se sumaran al plan. Le dije al sargento:

–¿Cenáis con nosotros y un viejo amigo? Sin compromiso.

Rubio se volvió hacia Tena.

–Libremente, Susana. ¿Te apetece?

–Por qué no, mi sargento -respondió la guardia, azorada.

–Pues entonces apuntadnos a los dos. Si no es molestia.

–Cinco -dije a Robles-. Pero pagamos a escote, o a medias, si acaso.

–Mira, Vila, como vuelvas a hablarme de dinero te meto el tricornio por donde ya te imaginas -bramó Robles-. Atravesado, naturalmente. Ya te pasaba de jovencillo, joder, siempre pendiente de gilipolleces. Os recojo por ahí a eso de las nueve y media. Corto y cierro.

Eran las ocho y cuarto. Teniendo en cuenta la hora a la que habíamos empezado la jornada, consideré que debía dar licencia a la gente para abandonar la labor. Me dirigí pues a mi abnegado equipo:

–Basta por hoy. Que mañana habrá más y os necesito con fuerzas.

–Ah, creía que esto era una especie de prueba de resistencia -dijo Gil-. Todavía podemos aguantar que nos puteen más, ¿eh?

–Lo tendré en cuenta para otro día.

–¿Plan para mañana? – preguntó Ponce.

–Por la mañana Chamorro y yo nos vamos a ver al viudo, que ya nos conoce y mejor no hacerle aprenderse caras nuevas. Dejadme que piense esta noche en qué es mejor que os ocupéis los demás.

Salieron todos, a excepción de mi compañera.

–Audiencia con Altavella -observó, con retintín-. ¿Has comprado algún libro para que te lo dedique? Si te da vergüenza se lo puedo pedir yo y decir que es para un amigo al que marcó en su juventud.

–No estaría mal comprar uno y que le dijeras que es para una amiga maciza, en vez de un amigo. Pondríamos a su ego a trabajar para nosotros. Pero no nos va a dar tiempo a pasar por la librería. De momento, voy a llamar a Pereira. Quédate, anda. Así me ahorro contar alguna cosa dos veces, y te puedo preguntar si tengo alguna duda.

Mi comandante me cogió el teléfono en seguida. Estaba esperando la llamada y escuchó con un silencio sobrecogedor, al menos para mí, el resumen que le hice de nuestras gestiones del día, incluida mi entrevista con Meritxell (de cuyo relato Chamorro, como yo esperaba, no perdió detalle). Cuando hube acabado, Pereira aún esperó unos segundos antes de hablar. Parsimoniosamente, emitió su veredicto:

–Vamos, que todo está abierto. Bueno, pues tengo una noticia para ti. El caso lo va a llevar una jueza nueva. El otro deja la plaza.

–Lo sé, mi comandante. Nos lo han dicho hoy.

–Lo que no sabes es que me ha pedido tu móvil. El de quien lleve en persona la investigación, me ha dicho. Se lo he dado, por supuesto. Ya sabes lo que espero de ti. Que la tengas siempre contenta. Y a mí al corriente de lo que ella te diga y de todo lo que tú le cuentes.

–Por descontado, mi comandante.

Colgué como quien capitula. Decididamente, aquél no era mi día.


CAPÍTULO 9


ESPÍRITU DE SERVICIO

Había quedado con el subteniente Robles ante la puerta del edificio en el que teníamos nuestro alojamiento. Como no me gusta pasar más tiempo del imprescindible en las habitaciones donde uno duerme accidentalmente, sin más decorado que la propia maleta y un mobiliario siempre diseñado a conciencia para no pertenecer a nadie, bajé con tiempo de sobra y a eso de las nueve y cuarto ya estaba en la calle tomando el fresco. A esa hora había en la comandancia la paz vigilante que caracteriza a las dependencias de la empresa durante los momentos del día que ya no corresponden a la jornada laboral entre quienes trabajan fuera, pero en los que, como siempre, hay guardias de servicio. Por algún caprichoso mecanismo mental, me complace experimentar esa sensación de alerta permanente. Me recuerda mis propios servicios y guardias a deshora y esto, que supongo que debería fastidiarme, no lo hace en absoluto. Trabajar mientras los demás huelgan o duermen le proporciona a uno un plus de conciencia sobre la realidad, y esa percepción singular y distinta, aunque de ciertos asuntos quizá sea mejor saber lo menos posible, siempre me ha provocado una irresistible atracción. Supongo que se trata de una más de las modalidades de masoquismo que permiten considerarme un ser desviado. Chamorro bajó poco antes de las nueve y veinticinco. En su caso no era debido a ninguna anomalía psíquica (dudo que yo haya conocido a nadie más cabal que ella) sino a su invariable puntualidad.


–¿Qué tal? – preguntó.

–Aquí, con la picha hecha un lío, para qué engañarte.

–No es de extrañar. Oye, he estado pensando. Tendremos que ir a ver más pronto que tarde a ese Josep Albert Salvany, ¿no?

–Sí, me temo que es lo que procede.

–Y a lo mejor tendríamos que enseñarle una foto suya a Radoveanu. Salvo que quieras hacer una rueda de reconocimiento…

–Eso, no se me ocurre nada mejor para comenzar mi relación con la nueva juez que pedirle montar una rueda de reconocimiento con un actor televisivo. Para que piense que estoy loco, o gilipollas.

–Tampoco tendría por qué pensarlo -opinó-. Salvany es famoso sólo aquí, en Cataluña. Y Radoveanu nos dijo que él ve poca tele.

–Prefiero empezar por hablar con él. Y por mandar a Zaragoza una foto del tipo para que se la lleven al rumano. Encárgate mañana. O no, que mañana tú te vienes conmigo a primera hora. Recuérdame que le pida a Rubio que averigüe por dónde para Salvany y que consiga una foto en la que se le vea bien para enviar a sus compañeros.

–¿A primera hora, dices?

–Sí. He quedado con Altavella a las ocho. Por lo visto madruga.

–Ah. Creía que los escritores trasnochaban y se levantaban tarde.

–Habrá de todo. No sé. Tampoco me interesan mucho los hábitos de los literatos. Sólo los de Altavella, y porque es el viudo de mi muerta.

Chamorro quedó silenciosa. Pensé, en un desliz de vanidad, que estaba sopesando la consistencia de mi aristocrático desdén hacia la tribu de los plumíferos, y ya estaba yo afinando alguna ironía complementaria al respecto cuando ella cambió bruscamente de tercio:

–Mira tú que si fuera el Salvany ese… Una estrella de la tele que mata a otra estrella de la tele. Menuda historia para las revistas.

Reaccioné sobre la marcha:

–Demasiado aparatoso como para que me convenza, a primera vista. Y no porque no crea que alguien que trabaja en una teleserie no pueda estar perturbado, más bien me parece que andar todo el día recitando esa clase de guiones le convierte a cualquiera en el candidato ideal para sufrir un aflojamiento generalizado de la tornillería. Pero no me cuadra que un tipo que fácilmente puede cepillarse a un porcentaje de dos dígitos de todas las mujeres con las que se cruza por la calle acabe cometiendo un crimen pasional. Y con tanto ensañamiento.

–Es un razonamiento peculiar -juzgó Chamorro-. No le veo del todo la lógica, pero tampoco me atrevo a darlo por descabellado.

–Iremos a verle y le mandaremos su foto al rumano porque somos meticulosos y porque no se diga que no lo hicimos. Pero me apuesto lo que quieras a que a la postre será una pérdida de tiempo.

Antes de que tuviera tiempo de aceptar o rechazar mi apuesta, aparecieron Tena y Rubio. Ellos, al contrario que nosotros, sí habían podido traerse ropa de sobra. Mientras Chamorro y yo continuábamos con la del día, Rubio se había puesto una camisa más fina y Tena tejanos nuevos y una blusa de color vivo. Venía pintada, también.

–Dios santo, qué elegancia, qué belleza -observé-. Os advierto que Robles nos llevará a un chigre, que es lo que él conoce.

Rubio se miró la camisa con incredulidad. Tena se sonrojó un poco, lo que me hizo fijarme en ella especialmente. Así vestida, parecía otra chica. Mucho más joven, casi una niña: no habría desentonado demasiado a la salida de cualquier instituto. Al reparar en ello cruzaron por mi cabeza dos ideas inconexas: una, la de cómo los años me iban separando de los días azules que ella vivía aún, y en los que yo había soñado (no hacía tanto tiempo, en mi sentir) demorarme para siempre; y otra, qué deliciosa complejidad podía llegar a alcanzar la naturaleza femenina, para que una chavala que había tenido los arrestos de meterse en la Legión y echar allí un par de años, aguantando Dios sabe qué cosas, mostrara de pronto aquel genuino pudor adolescente ante un comentario galante. No es que trate de negar la complejidad de la naturaleza masculina (de hecho, he conocido en primera persona alguna de sus manifestaciones), pero las contradicciones viriles nunca me han provocado esa admiración, ese tierno estremecimiento.

Contuve mi embeleso, porque tampoco era cuestión de dar pie a interpretaciones inapropiadas, y eché una ojeada a mi reloj:

–Las nueve y treinta y uno -dije-. Robles se está haciendo mayor. En sus buenos tiempos no habría consentido retrasarse un segundo.

Como si su dueño me hubiera oído, el vehículo del subteniente apareció entonces por la esquina. Era un coche japonés, grande, algo viejo y pasado de moda, pero se veía tan impoluto que todo él era un destello. Robles frenó ante la puerta y bajó la ventanilla del copiloto.

–Arriba, tropa, que cabemos todos -ordenó.

–¿No te seguimos, mejor? Así te ahorramos luego traernos.

–Vivo a diez minutos de aquí, Vila, no me seas lerdo. Arriba.

Obedecimos, tampoco nos daba mucha más opción. Según el criterio jerárquico, que siempre resulta lo más neutro, yo ocupé el asiento delantero y los otros tres se colocaron atrás, apiñados. Dentro del habitáculo olía a ambientador de pino, y aunque las tapicerías y el salpicadero ya tenían sus kilómetros, también presentaban un aspecto de limpieza impecable. El propio Robles olía mucho a esa clase de colonia varonil que nunca he podido ponerme, porque me da la impresión de que sólo les corresponde a los hombres como él, a esos que pisan fuerte y no dudan nunca (es decir, el negativo perfecto de mi carácter), y siento que si alguna vez me la echara sería como ir disfrazado.

Por el camino, para aprovechar el tiempo y también ir rompiendo el hielo entre unos y otros, me apliqué a recapitular todos aquellos pormenores de la investigación de los que no estaban al tanto mis compañeros. Rubio me pedía de vez en cuando alguna precisión e incluso tomaba notas en una pequeña libreta que siempre llevaba consigo, donde apuntó, por ejemplo, el nombre del actor al que tendría que intentar localizar al día siguiente. Robles escuchaba mi relato sin decir palabra. Llegaba a resultar forzado aquel empeño en comportarse como un jubilado que ya lo observaba todo desde la barrera. Le conocía lo suficiente como para saber que el subteniente era un policía crónico, uno de esos individuos que no pueden dejar de estar siempre atentos a cualquier indicio sospechoso. En suma, que estaba fingiendo.

–Bueno, pareja de stajanovistas -rompió al fin su silencio-. Aquí es. A partir de ahora, queda terminantemente prohibido hablar de Neus Barutell, que me estáis dando un ejemplo pésimo a las niñas.

–No se preocupe, mi subteniente -intervino Chamorro-, que nosotras ya nos buscamos los ejemplos por nuestra cuenta.

–Eso está bien -aprobó Robles-. Pero apéame el tratamiento, criatura, hazme el favor. Me haría ilusión, más que nada por no sentirme como Matusalén llevando de merienda a Caperucita.

Los viejos mujeriegos nunca mueren, pensé para mis adentros, y al sorprender de reojo la sonrisa indulgente de Chamorro añadí, también para mí, que nunca dejan de disponer de esa bula extraña que logra ablandar las corazas femeninas más recias y acreditadas.

El restaurante, bajo un aspecto insulso de local nuevo de extrarradio, ocultaba una de esas cocinas caseras y copiosas que uno celebra poder paladear cuando pasa mucho tiempo fuera del hogar. El dueño, como era previsible, tenía una más que buena relación con Robles (habría sido el primer hostelero al que no hubiera sabido ganarse) y se le vio desde el principio con voluntad no ya de agradarnos, como el de la noche anterior, sino de demostrarnos que éramos los clientes más importantes que pudieran sentarse jamás a su mesa. Por eso nos eximió de escoger la comida y nos pidió que confiáramos en él, lo que aceptamos sin imaginar hasta qué punto ello iba a enfrentarnos a la tesitura de tener que deglutir más de lo que admitían nuestros estómagos. Las chicas se dejaron la mitad, y Rubio y yo no comimos mucho más que ellas. El subteniente, en cambio, se lo hincó todo, tan campante.

Al calor de la comida, y del vino del Penedés con que la regamos, Robles fue soltándose y convirtiéndose en el alma de la fiesta. Era lo que esperaba, y dicho sea de paso lo que prefería, porque noté que me encontraba un poco más cansado de lo que había creído. Como suele suceder en las reuniones de más de dos guardias, pronto la conversación derivó hacia el deporte de rajar de la empresa. En cierto momento, Rubio dio en romper su cautela habitual:

–La desmilitarización es sólo cuestión de tiempo, por mucho que les pese a algunos. Ni este país es ya lo que era ni los que curramos aquí estamos cortados por el patrón de los de antes. A alguien debería darle que pensar que más de un tercio de la gente esté apuntada al sindicato reivindicativo, que no es otra cosa, aunque lo sigan llamando asociación para guardar las formas. Y más que se van a apuntar.

–¿Estás haciendo proselitismo? – se burló Robles.

–No, yo no me he apuntado. Pero tal vez lo acabe haciendo. Hay que reconocer que se han fajado y han logrado avances. Si no es por ellos nos seguirían aplicando a tacón el Código de Justicia Militar.

–Yo no me apuntaré porque mi instinto gregario está atrofiado desde la infancia -dije, acaso desinhibido por el vino-, y eso me hace sentir de forma atenuada tanto el espíritu de cuerpo como la resistencia frente a ese espíritu. Pero coincido contigo en que han servido para liquidar anacronismos. Lo que no acabo de ver es que se salgan con la suya en la desmilitarización. Los políticos, aunque a veces se esmeren en parecer lo contrario, son listos. Y todos, de todos los colores, siempre han visto la ventaja que es tener a la pandilla del tricornio firmes y en primer tiempo de saludo para comerse lo que nadie más se quiera comer. No es por desilusionarte, pero eso es lo que me parece.

Tena y Chamorro asistían al debate con la contención que su poco grado y acaso también su inteligencia femenina les sugerían. Por ambos caminos, podían llegar a una misma convicción: no merece la pena discutir lo que decidirán otros. Pero es sabido que a los hombres, aquí y en Estambul, nos gusta gastar saliva inútilmente. Después de sopesar en silencio mis palabras, el subteniente hizo su alegato:

–Yo soy de la vieja escuela. Mi padre era guardia. Y mi abuelo. Y mi bisabuelo. Al bisabuelo no lo conocí, pero al abuelo sí, y me imagino si alguien le hubiera dicho que la Guardia Civil iba a dejar de ser militar. Le habría dado una apoplejía. Y a mi padre, tres cuartos de lo mismo. Yo no llegaría a tanto, a fin de cuentas ya he vivido la mayor parte de mi vida en este mundo sin moral y sin principios, pero no me sentiría identificado con una Guardia Civil que no fuera militar. Al final nos haríamos como la pasma, y una vez igualados, nos absorberían ellos a nosotros, y nunca al revés. Para qué mantener rarezas. Todos maderos y a tomar por saco el espíritu de servicio que estableció el carcamal del duque de Ahumada en el punto veintidós de la cartilla.

–De eso cada vez quedará menos por la mutación general de la población -pronostiqué-. Ten en cuenta que ahora hay muchos que no han conocido más sacrificio al llegar a la academia de guardias que quedarse sin jugar con la Play cuando sacaban malas notas.

–Dicho lo cual -continuó Robles-, cómo no vas a entender el descontento de la gente. Mira lo que ha pasado aquí, por ejemplo. Alguien toma una decisión política, que en eso no soy quién para meterme y ellos son los que disponen: fuera la Guardia Civil y ahora vengan los Mossos d'Esquadra. Pues muy bien, si hay que dar autonomía y eso es lo moderno, pues de puta madre. Pero nadie piensa en toda la gente que tiene que moverse de golpe, con sus familias, cuando muchos ya lo tenían todo montado aquí. Y no creas que les dan facilidades. Pide destino y búscate la vida, y si tu mujer trabaja, que pierda el empleo o pasáis a vivir a cientos de kilómetros el uno del otro y os las apañáis como podáis. Eso es lo malo de la Guardia Civil, que con ese jodido prurito de obedecer y no rechistar nunca, acaba siendo más madrastra que madre para los suyos. Por eso a nadie le sorprenderá que el que sepa catalán se pase a los Mossos y le diga ahí te quedas. Algunos de los mejores de los míos lo han hecho. Y no marchan nada mal. Con la experiencia y la costumbre de tragar que tienen, van en moto.

–¿Tienes algún buen amigo en los Mossos? – le pregunté.

–Yo tengo buenos amigos hasta en el infierno, que nunca se sabe. Y en los Mossos, lo que quieras, desde seguridad ciudadana hasta policía judicial. Que en todos los negociados se han colocado chavales de los que yo he criado a mis pechos y que me siguen respetando.

–Pues a lo mejor te pido que me presentes a alguno.

–Sólo tienes que decirme cuándo.

–Y también a alguien de la Policía que se enrolle, si puede ser. Alguno que te deba algún favor y que sea espabilado.

–Pobrecillos, ésos andan todos plegando -dijo-, salvo los que chamullan la lengua, que muchos también acabarán en los Mossos. Pero están pasando un trago, tíos que llevaban aquí veinte años y eran los reyes del mambo de pronto se ven mendigando un hueco por ahí. No se hacían a la idea de que también les iba a acabar tocando a ellos.

–De todas formas, todavía controlarán algo, ¿no?

–Se supone que sí, y que precisamente son los que tienen que pasarles ahora la información a los Mossos, a medida que les hacen el relevo. Trabajan ya con equipos conjuntos en Barcelona, aunque por lo que me llega hay algunas fricciones. Los Mossos tienen otro estilo, no te digo que mejor ni peor, pero otro, y la pasma ya sabes que es bastante suya. No son tan bien mandados como nosotros, ni de lejos. En todo caso, si quieres un contacto te lo doy. ¿Qué es lo que buscas?

–¿Podemos entonces hablar un poco de trabajo, no te importa?

–Y de qué coño estamos hablando. Si es que somos unos soplapollas, siempre dándole vueltas a lo mismo. Dispara, anda.

–Antes de nada, ¿me dejas hacerte una pregunta impertinente?

Robles me observó con suspicacia.

–Eso me suena a encerrona. A ver.

–¿Quién dirías tú que pudo cargarse a Neus?

El subteniente no respondió en seguida. Temí que me saltara con un exabrupto, pero no lo hizo. En voz queda y pausada, dijo:

–Como no te creo tan borrico como para pedirme que te adivine así a huevo la solución de tu crucigrama, me supongo que quieres decir que por dónde creo que va el móvil, y quién podía tenerlo. Sólo puedo hablar por lo que te he oído. Me huele a que a alguien se le cruzaron los cables y se le fue la mano. Esa tía no podía ser una amenaza o un obstáculo para los intereses de nadie, o no hasta el extremo de liquidarla. En su círculo, el de los que viven en la parte alta de Barcelona, que aquí es algo más que una ubicación geográfica, los problemas se resuelven de otra manera. No cabe duda de que está mezclado un asunto de entrepierna, pero yo tampoco lo consideraría como el detonante del desaguisado, aunque a lo mejor te sirva para desenredar la madeja. Esta gente siempre ha combinado con bastante soltura la doble vida, y a diferencia de otros sitios, eso incluye a hombres y mujeres. Ten en cuenta que los matrimonios aquí tienen separación de bienes, que por el comercio la gente viaja mucho y que las mujeres llevan sus propios negocios desde hace décadas. Eso influye en sus costumbres y los vuelve bastante flexibles, y más entre la alta burguesía a la que pertenecía Neus. No apostaría yo que la explicación a tu acertijo sea un asunto de cuernos, ni un amante despechado. Más bien que hubo alguien al que se le fue la olla. Pero como todo esto lo estoy deduciendo sobre la base de casi nada, muy bien puedo columpiarme.

–Me lo apunto, de todas formas. El problema ahora -expliqué- es no tener un perfil claro del sospechoso. Por eso no podemos descartar nada, ningún ambiente, ningún móvil. Lo que me gustaría comentar con los Mossos y con la Policía no es nada en particular, todavía, sino pedirles información general para situarnos. Hay un par de hipótesis, de todos modos, que me rondan por la cabeza y que apuntan a un mismo mundo. En algún momento hemos barajado que el hombre al que vieron con Neus pudiera ser un profesional del sexo. Y está ese reportaje que ella preparaba, justamente, sobre la prostitución barcelonesa.

Robles meditó sin apresurarse, antes de valorar mi conjetura.

–De ese mundo ya no estoy muy al día -me dijo, mirándome a los ojos y sabiendo que sólo yo podía captar con exactitud el alcance que tenía aquel ya que había deslizado casi de tapadillo, es decir, hasta qué punto había estado metido en aquellas salsas en el pasado y en qué medida yo había compartido sus conocimientos-. Ha cambiado mucho, como todo, principalmente por la llegada masiva de extranjeros, tanto entre los empresarios como entre las jornaleras. En cuanto a la prostitución masculina, siempre fue minoritaria y lo sigue siendo. Pero suele responder a un perfil estándar. Chico más o menos bien, universitario, y bitensión para hacer caja a pelo y a pluma.

–¿Biqué? ¿Para qué? – susurró Tena a Chamorro.

–Bisexual, quiero decir -explicó Robles, que aún tenía buen oído-. Lo que le da la posibilidad de explotar el negocio homosexual, que es más boyante. Las mujeres que alquilan carne siguen siendo pocas.

–Esas características no nos descuadrarían con lo que sabemos del tipo del Audi -apuntó Chamorro, mostrando que estaba al quite.

–No, desde luego -admití.

El subteniente nos observó alternativamente a uno y otro.

–Te presentaré a quien te conviene para completar tu formación al respecto -me dijo-. Los conozco tanto en los Mossos como en la Policía. Y si quieres abarcar algo más que Barcelona y meterte en Sitges, que es uno de los centros del cotarro, eso todavía es nuestro y también me sé quién lidia con esto sobre el terreno. Cuando quieras.

–¿Ves? – dije-. Ya sabía yo que debía tener esta charla contigo.

El rostro del subteniente adoptó una expresión aviesa.

–Mira que eres buitre, jodío. Te salvas porque eres bueno y porque te cogí cariño cuando me llegaste tonto perdido y te enseñé un pedazo grande de lo que sabes. Anda, confiésalo, que te oiga esta gente.

–Nunca lo he negado.

–Y pasamos lo nuestro juntos, ¿eh? – evocó, melancólico-. No todo divertido, ni de todo podemos presumir, porque mira que alguna vez hemos hecho el gil, tú y yo. Pero eso también une, qué coño.

–Y tanto -asentí, confiando en que no diera más detalles.

–Bueno, ahora es el momento en que a los viejos empiezan a humedecérseles los ojos, así que creo que habrá que pedir la cuenta.

La emoción del instante vino a arruinarla un invitado indeseado e imprevisto, aunque siempre previsible para el policía. Desde el bolsillo de mi pantalón empezó a sonar la obertura de La Gazza Ladra, que había adoptado como nueva señal de llamada en mi móvil. Miré la pantalla, un número con identidad oculta, y me temí lo peor. Por una vez, me quedé corto. Tras mi desganado y escueto sí, al otro lado de la línea me respondió una voz femenina suave, pero llena de nervio:

–¿El sargento Belvilagua?

Me entretuve a pensar una nimiedad, que de todas las formas erróneas en que a lo largo de mi vida habían dicho mi apellido aquélla era una de las más eufónicas. Pero a renglón seguido la corregí:

–Bevilacqua. Suelen llamarme Vila, si le cuesta menos. ¿Quién es?

–Soy Carolina Perea, la juez que a partir de ahora lleva el caso de la muerte de Neus Barutell. Disculpe la hora. ¿Tiene un momento?

Lo que el cuerpo me pedía, por supuesto, era negarme a disculparla por la hora (eran las doce y cinco) y decirle que el momento que me pedía había de dárselo a costa del único rato de relativo descanso de que había gozado desde el alba de aquel largo día. Pero la estima en que tenía mis emolumentos, unida a la información de que disponía sobre cómo un juez, sustituto o no, podía dificultarme el seguir percibiéndolos regularmente, me aconsejó mostrarme más dúctil.

–Perdone -dije, mientras me levantaba y les indicaba por señas a los demás que la llamada era de las alturas y que debía atenderla-. Estoy en un local público y aquí casi no la oigo, espere que me salga.

–Claro, espero.

Caminé hacia la puerta con el teléfono fuertemente apretado en la mano, tratando de anticipar por dónde me atacaría aquella mujer, cuya notoria inoportunidad venía, sin embargo, envuelta en una infrecuente consideración hacia el elemento pisoteable (o sea, yo). Por desgracia, me enturbiaba el raciocinio el alcohol ingerido, contra el que ahora debía luchar para despejarme a toda velocidad. Lo único favorable era que la impregnación etílica siempre potencia el desparpajo.

–Ya -reanudé la conversación, cuando estuve en la calle y en un sitio más o menos propicio-. A sus órdenes, señoría. Usted dirá.

–Le ruego que me disculpe otra vez por la hora -insistió-. No pude llamarle antes y no quería dejar de charlar con usted antes de incorporarme formalmente al juzgado, mañana por la mañana.

–No se preocupe. Aquí dormimos sólo cuando lo permite el servicio. Estábamos todavía cenando, el resto del equipo y yo.

Me arrepentí de mi respuesta. No me gusta ser tan servil.

–Verá, por lo que he hablado con mi predecesor -explicó, como si le importara convencerme-, el caso cuya investigación lleva usted es de largo el más delicado que pende ante el juzgado. Los demás no es que no los valore, pero puedo asumirlos con más calma y no espero tanta presión como sin duda habrá en éste. Por eso quiero tomar las riendas desde el principio y tenerlo controlado en todo momento.

–Lo comprendo -dije, mientras me daba un puñetazo en la frente.

–He estado revisando esta misma tarde las diligencias practicadas y las peticiones que han hecho hasta ahora. Por el papel veo que tenemos algunos indicios prometedores, pero nada muy definido. Lo que me gustaría es que me pusiera al día de lo que los papeles no me cuentan, de cuánto, cómo y por dónde han avanzado en las pesquisas.

Se había revisado todos los papeles, había valorado los indicios, quería información actualizada sobre la investigación. Una juez aplicada y trabajadora, que no es necesariamente lo que prefiere un funcionario policial. Ya me había parecido a mí que hasta allí disfrutábamos de un chollo: un juez que no fisgaba y acordaba todo lo que se le pedía. Claro, como que estaba pensando en su inminente nuevo destino. Aquella juez, en cambio, se remangaba y, o mucho me equivocaba, reclamaría puntual justificación para cualquier diligencia que se nos ocurriera solicitarle. Deseaba que me tragara la tierra, pero me dije que en los trances desesperados es donde un hombre demuestra su valía. Sacando fuerzas de flaqueza y mi mejor verbo de la lengua pastosa que me había dejado el vino, le hice un resumen casi exhaustivo de cómo estaba la situación. Me guardé las suposiciones más arriesgadas y los detalles menores, que es de donde al final salta la chispa, aunque eso no tienen por qué saberlo los jueces. De vez en cuando paraba para cerciorarme de que no se había cortado la comunicación, tal era el silencio que me llegaba por el auricular. Entonces ella me exhortaba:

–Siga, le escucho.

Así le hablé del hombre sospechoso del Audi plateado, del que se nos había escabullido en el entierro, de la peculiar vida conyugal y sentimental de la fallecida, de sus negocios y de los asuntos espinosos sobre los que había versado su trabajo como periodista. Tampoco le ahorré algunos aspectos más mecánicos, como la investigación que estábamos haciendo sobre vehículos, o sobre sus comunicaciones informáticas, para las que le recordé que necesitábamos que acordara la intervención de sus cuentas de correo web, ya que podía aprovechar la ocasión. Poco a poco me fui creciendo, o sería el vino, y como ella seguía sin rechistar, sólo escuchaba, tuve una súbita iluminación y me tiré a la piscina: le conté lo de las comunicaciones con móviles prepago que habíamos localizado entre las llamadas de Neus del día de su muerte, y dejé caer que podría ser muy útil para la investigación que nos autorizara a intervenir y rastrear la ubicación de esos teléfonos, aunque ya entendía que no se lo pedía con argumentos demasiado sólidos.

–Mándenme mañana a primera hora un fax con los números que quieren intervenir -dijo, expeditiva-, razonando que son líneas sin titular conocido y detallando las horas en que se establecieron esas comunicaciones. No tengo ningún inconveniente en autorizarles.

No daba crédito, y seguramente a Rubio aún le iba a costar más creerme, cuando se lo dijera. De todos modos, no me dejé arrastrar por la euforia. Aquella mujer era de las que ejercían su autoridad, y lo mismo que acababa de hacerlo respaldando mi cuestionable propuesta, bien podía demostrármela denegándome otras en el futuro.

–Por lo demás, sigan con su trabajo, entrevisten ustedes a los testigos que tengan por convenientes, no quiero estorbar con burocracias innecesarias. Eso sí, le ruego que tan pronto obtenga un testimonio que pueda tener valor incriminatorio, y a su criterio dejo juzgarlo, me avise para formalizarlo en condiciones, aquí o en Barcelona. Mañana me pondré en contacto con el juez decano para agilizar los exhortos.

–Como usted diga, señoría.

–Y ahora le dejo irse a dormir. Que descanse, sargento.

Estuvo a punto de escapárseme un igualmente, que me habría hecho sentir más idiota de lo que ya me sentí cuando se apagó la pantalla de mi receptor y me quedé allí, solo a la puerta del restaurante. Trataba de asimilar lo ocurrido y de prever mi engorroso futuro, haciendo funambulismo entre mi comandante y la juez y procurando no romperme la crisma en el viaje. Otra cosa que trataba de calcular, por una curiosidad frívola e improcedente, o quizá no tanto, era la edad de la juez. Por la voz, por el temple, por la firmeza, ya no era ninguna niña.

Cuando regresé a la mesa, encontré inquietos a mis compañeros. Llevaban no menos de veinte minutos esperando. Saltó Robles:

–¿Quién te llamaba, tío? ¿Dios?

–Más o menos. La nueva juez de instrucción.

–¿Y? – preguntó Rubio.

–Sorprendente. Para empezar, mañana tendrás autorización para intervenir esos móviles prepago que tanto te interesan.

–Bueno, eso no es malo. ¿Y qué más?

–Que habrá que afinar. Parece que nos exigirá tanto como nos apoye.

–Parece un trato justo -observó Chamorro-. Por lo menos, no da la impresión de ser tan perjudicial como te temías.

–Ya veremos, Virgi. Me permitirás que no me sienta relajado con la autoridad judicial. Del que te manda hay que cuidarse siempre.

Del amo y del mulo, cuanto más lejos más seguro, como dicen en mi pueblo -añadió Robles-. Lo siento por ti, Vila. Pero saldrás adelante, y a lo mejor hasta te la ganas. Siempre tuviste mano con las tías bordes.

–¿Ah, sí? – inquirió mi compañera.

–Cuando era más joven -me excusé-. El viejo truco, despertaba su lado maternal. Pero ahora ya no creo que me funcione.

–¿En serio?

–Qué va, boba. Sólo lo dice para cachondearse de mí.

Al final pagó Robles la cena de todos. La única forma de impedirlo habría sido partirle los brazos, empresa para la que no me sentía capacitado en general y mucho menos aquella noche. Luego nos llevó de vuelta a la comandancia. Los demás se recogieron en seguida, pero yo me sentí moralmente obligado a acompañarle durante unos minutos, mientras se fumaba un cigarrillo junto al coche. La noche era tranquila y agradable, aunque refrescaba un poco por la humedad. Estuvimos durante un rato en silencio, hasta que fue él quien lo rompió:

–Ya no me queda nada, Vila. Sólo recuerdos, malos y buenos, más buenos que malos, creo, pero tú sabes que los malos nunca se borran del todo, aunque al menos se van desdibujando con los años.

–Sí, lo sé.

–No me voy a ir de Barcelona, cuando me jubile. Ya no soy de mi pueblo, aunque vuelva todos los veranos. Ahora soy de aquí, de donde está y va a quedarse mi familia. Le he acabado cogiendo cariño a esta gente; ya ves, yo, que siempre me quejaba de ellos. Tienen sus cosas, pero se esfuerzan por cumplir. Me he hecho tanto a su carácter que ahora te diría que los soporto mejor que a la gente de mi pueblo, aunque nunca les entenderé esa manía de no querer ser españoles.

–Y qué, Robles, tampoco hay que darle tanta importancia. Que cada uno sea lo que quiera, siempre que no dé por saco al resto.

–Ya, pero es que yo sí soy español, y me hice a pensar que esto era mi país. En fin, te buscaré esos contactos que me pediste. Mañana te digo algo -prometió, y echó a andar hacia el otro lado del coche.

Pero antes de subirse al vehículo volvió a dirigirse a mí:

–No sé si es muy beneficioso para ti volver por estos pagos.

–La vida me trae. A resignarse. Y a tomarlo con naturalidad.

–¿Lo consigues?

–Lo intento.

–¿Alguna tentación de remover en el pasado?

–Nunca puede descartarse. Pero ando demasiado ocupado ahora.

Robles meneó la cabeza.

–Iba a decirte que no lo hagas. Pero será lo que haya de ser. Cuídate.

–Y tú, mi subteniente. Gracias por la cena.

Le vi subir al coche, con movimientos pesados y algo titubeantes. Luego encendió el motor, se llevó un par de dedos a la frente y arrancó. Me quedé mirando cómo se iba aquel automóvil grande y antiguo, con aquel hombre también grande y antiguo dentro, describiendo una trayectoria más recta de lo que habría cabido temer.

Un cuarto de hora después estaba metido en la cama, con unos folios escritos en un inglés bastante desconcertante. Eran las anotaciones de Neus que me había impreso Chamorro, y que en efecto, como ella había dicho, parecían formar una especie de diario. Al menos, se dividían en bloques precedidos por fechas, que llegaban hasta dos días antes de su muerte. No tenía yo la cabeza en las mejores condiciones para descifrar una escritura hermética, como sin duda pretendía ser aquélla. Manteniendo a duras penas los ojos abiertos y el cuello erguido, me leí pese a todo el texto íntegro, cuyo contenido se me quedó revoloteando en el cerebro como un magma perfectamente absurdo.

Antes de apagar la luz, releí la última anotación. No era muy larga. For it is now, my cute kitten, something between you and me, between two nobodies, outside the bright spaces where the red guy finally reigns. Traduje sin muchas ganas: Ahora, mi lindo gatito, es algo entre tu y yo, entre dos nadies, fuera de los espacios brillantes donde por fin reina el tipo rojo. Entonces no entendí nada. Hasta tal punto estaba dormido. Pero alguien iba a revelarme, muy pronto, mi grueso despiste.


CAPITULO 10


LAS COSAS POR SU NOMBRE

Cuando el despertador suena y uno apenas ha descansado la mitad de lo que necesita, el cerebro embotado sabe cuestionar el sentido de la vida con una contundencia que por fortuna no nos acompaña en circunstancias normales. Aquella mañana, cuando mi teléfono móvil empezó a escupir la melodía de Come On Eileen a eso de las seis y cuarto, no sólo lamenté el ocioso momento en que había buscado en Internet de dónde bajar ese tono presuntamente elevador del ánimo, sino que deploré mi existencia toda hasta el punto de aceptar que quienquiera que fuera competente me eximiera de ella sin más trámite.


Dicen que los que se duelen de las fatigas de su vida suelen ser los últimos en renunciar a ella (los verdaderos suicidas tienden a ser más taciturnos y menos quejumbrosos). Después de la ducha y del primer chute de cafeína, mi abatimiento inicial se transformó, si no en euforia, sí en una innegable curiosidad por lo que aquella mañana fuera a depararme. Llega un momento en que uno ya no espera que los días se muestren benévolos, sino que los trabajos y escollos que los jalonan tengan la suficiente dosis de novedad y de emoción. Y me daba que con Gabriel Altavella no iba a faltarme ni lo uno ni lo otro.

Pero antes de nada y como desgaste preliminar nos tocó soportar un formidable atasco de viernes, que Chamorro, al volante de nuestro vehículo, enfrentó con un estoicismo soñoliento, y que a punto estuvo de dar al traste con nuestros propósitos de acudir puntuales a la cita con el escritor. El forzado compás de espera dio para que cada uno pasara un rato sumido en sus cavilaciones y también para que mi compañera me sondeara sobre el fruto de mis lecturas nocturnas.

–¿Qué me dices del diario? – preguntó-. ¿Entendiste algo?

–El inglés de Neus es bastante asequible -dije-. Problemas de traducción no me ha dado ninguno. Otra cosa es que tenga la más remota idea de lo que significa lo que apuntó ahí. Parece personal, como me anticipaste, pero lo redactó en clave y la verdad es que anoche estaba yo demasiado espeso para acertar a penetrar su sentido oculto.

–Así que no sabes quién es la gatita. O el gatito.

–Pues no. Diría que no es ella, al menos en la última anotación se refiere a un tú y yo. Me he traído los folios para enseñárselos a Altavella, si consigo que la conversación con él discurra por cauces civilizados y que no se enfurezca por haber abierto contra su voluntad el ordenador de su esposa. A lo mejor él tiene alguna pista para descifrarlo.

Chamorro dejó de mirar al frente y volvió el rostro en mi dirección.

–Estuve pensando, anoche -dijo-. Mi impresión es que Neus no pasaba por un buen momento, y que ese diario guarda el único testimonio que dejó de lo que le sucedía. Pero me temo que no lo entenderemos hasta que no enganchemos a alguien siguiendo alguno de los otros rastros. Dudo que incluso Altavella pueda entenderlo.

–Puede ser -admití-. Es pronto para decirlo. En lo que coincido contigo es en que tenemos que seguir los demás hilos, aplicando la ramplona pero siempre provechosa rutina policial. Eso me recuerda algo. Voy a llamar a Rubio para que vayan poniéndose las pilas.

El sargento Rubio respondió al segundo timbre de llamada. Tena y él estaban desayunando, Gil y Ponce no habían llegado todavía. Repasamos las tareas pendientes y le encargué que contactara con Juárez, para organizar el acceso a las cuentas de correo electrónico de Neus tan pronto como llegara la orden judicial. También le pedí que les dijera a Gil y a Ponce que se aseguraran de disponer de los equipos para rastrear los teléfonos móviles, en cuanto tuviéramos autorizada su intervención. Y por último que llamara a Madrid, al laboratorio, donde ya podían tener algún resultado de los análisis de ADN.

–Ah, y otra cosa -recordé, antes de colgar-. Averíguame por dónde para el actor, Josep Albert Salvany. Así aprovechamos nosotros el viaje, y vosotros os ocupáis de coordinar lo demás desde allí.

–Sí que quieres exprimir el viernes -dijo Chamorro, apenas corté la comunicación-. Por cierto, no hemos hablado aún de qué va a pasar el fin de semana. Si no te parece mal que te lo plantee…

No había pensado en ello. Y la pregunta de mi compañera era no sólo pertinente, sino algo a lo que como jefe debería haberme anticipado. Tampoco era yo quien tenía la última decisión al respecto, ni mucho menos, pero confiaba en que mis superiores se fiaran de mi criterio para evaluar si era necesario o podía tener alguna utilidad significativa maltratar a la tropa privándola del descanso dominical.

–Pues si no hay nada muy novedoso de aquí a las tres -dije-, creo que le propondré a Pereira que nos dé licencia para retomarlo el lunes. De todos modos yo voy a quedarme por aquí, porque este fin de semana no tengo al chico, así que puedo cubrir cualquier imprevisto. Tú haz lo que más te convenga, no quiero obligarte a seguir mi suerte. También te puedes llevar el coche, si quieres tener más flexibilidad para ir y venir. Eso sí, te quiero de vuelta aquí el lunes a primera hora.

–Vale, pues ya lo pensaré sobre la marcha.

–¿Tenías algún plan?

–Tenía. Pero tampoco era nada del otro mundo. Ya veré.

Uno debe respetar la intimidad de los demás y me abstuve de seguir preguntando. Pero últimamente no veía a Chamorro demasiado contenta, y me costaba reprimirme para no indagar la razón. En apenas tres años se había deshecho de dos novios (no sin fundamento, para decirlo todo) y temía que estuviera deslizándose por esa cuesta que ya había visto bajar a otras mujeres, la que lleva a creer que en el fondo nada ni nadie merece mucho la pena y a cuestionar la posibilidad de establecer ninguna solidaridad firme con un individuo portador de cromosomas masculinos. No me parecía lo más inteligente ni lo más saludable que podía hacer, pero por otra parte yo no era el candidato idóneo para refutarle esa convicción, si es que había llegado a ella, y a partir de ahí poco me cabía remediar. Sólo podía ofrecerle consejos, una mercancía tan inservible que en cualquier sitio te la dan gratis. Para eso, prefería quedarme al margen, aunque fuera al precio de asistir desde una incómoda incertidumbre a sus zozobras. Si alguna vez podía ayudarla en algo (y alguna vez, de hecho, había podido), a ella ya le constaba que no tenía más que hacérmelo saber.

Tras superar el embotellamiento de la ronda, logramos entrar en el casco urbano y llegar a la zona alta del Ensanche, donde Altavella tenía su residencia. Se hallaba en el territorio intermedio entre la parte baja de la ciudad y los barrios de más postín. El edificio, según calculé a bulto, no estaba a más de veinte minutos caminando de las oficinas de la productora. Era un inmueble centenario, que desde fuera no llamaba demasiado la atención del viandante. Pero en cuanto entramos en el portal nos dimos cuenta de que se trataba de la discreción a que suelen recurrir los más listos de entre quienes poseen bienes que otros pueden codiciar. El portero de la finca ya había sido aleccionado. Apenas dijimos a quién veníamos a ver, nos indicó dónde estaba el ascensor y nos proporcionó, diligente, las instrucciones oportunas:

–Último piso. Aprieten con fuerza el botón.

Así lo hicimos, y el artefacto, venerable pero favorecido por una primorosa restauración (y deduje que por una total renovación de la maquinaria original), nos elevó con suavidad y eficacia. Salimos a un descansillo amplio, en el que se veían dos puertas. Antes de que pudiéramos pensar en apretar un timbre, una de ellas se abrió y tras ella apareció una mujer de unos treinta años y aspecto sudamericano.

–Buenos días, ¿los señores guardias civiles?

Chamorro y yo nos miramos durante una fracción de segundo. Nunca nos había dado la impresión de que nuestra condición pudiera llevar aparejado ese respetuoso tratamiento, y desde luego a mí nunca me lo habían aplicado. Estábamos mucho más acostumbrados a que nos llamaran de otras maneras, bastante menos reverentes.

–Sí -dije, en cuanto me hube recobrado del asombro.

–Tengan la bondad de pasar.

Se apartó y nos indicó con la mano la dirección del pasillo. Lo seguimos y precediéndola llegamos hasta un distribuidor del que partía una escalinata de porte señorial. Como dudáramos, nos aclaró:

–En la planta superior, si son ustedes tan amables.

Imposible no ser, ante aquella dulzura, tan amable como ella pidiera. Pensé, y no era la primera vez, que uno de los beneficios más incuestionables de la inmigración era haber recuperado para el uso diario las fórmulas corteses del castellano, que antes de la venida masiva de sudamericanos habían quedado relegadas a los libros antiguos, dada la abrumadora preferencia entre los españoles por el gruñido más o menos articulado como forma usual de requerimiento al prójimo. Al llegar al término de la escalera nos recibió una andanada de sol que entraba por un gran ventanal. La mujer observó, con una sonrisa:

–Hace un bello día, ¿no les parece?

–Verdaderamente -dijo Chamorro.

El día era espléndido, desde luego, pero lo que no merecía nada por debajo de fabuloso era aquella casa. No sólo era enorme, sino que en cada rincón donde uno posara la vista se encontraba algún detalle que demostraba que a sus habitantes no les faltaba el dinero y sabían en qué gastarlo. Obras de arte, muebles de anticuario, centenares de libros, un piano, una pantalla de plasma gigante. Al otro lado del ventanal había una inmensa terraza. La mujer tomó la delantera y abrió la puerta que daba al exterior. Al vernos titubear de nuevo, nos dijo:

–El señor ha creído que estarían mejor en la azotea.

La seguimos. La terraza sólo era una porción de la parte al aire libre de la casa. En un nivel superior tenía una azotea el doble de grande, con, entre otras cosas, un cenador, una pequeña piscina portátil y multitud de plantas exquisitamente cuidadas. Bajo la pérgola del cenador había una mesa preparada con tres servicios. El panorama de Barcelona era fastuoso. Se veía la montaña, la Sagrada Familia, el mar.

–Tomen asiento, en seguida viene el señor.

Cuando nos quedamos solos, Chamorro no pudo callarse:

–Joder, con perdón. ¿Qué puede valer esta choza?

–Supongo que si coges tu sueldo de toda la vida y lo multiplicas por mi sueldo de toda la vida, podríamos pagar la azotea -calculé.

–Qué exagerado, o qué mal andas en aritmética… Hablando en serio.

–¿En serio? No sé, muchísimo, un escándalo. Lo que está fuera de duda es que si el tío pretendía impresionarnos, lo ha conseguido. Claro que con dos destripaterrones como tú y yo lo tiene a huevo.

–¿Y esto se lo compró él con los libros o la mujer con la pasta de la tele? ¿A ti te parece que puede dar para tanto la literatura?

–Bueno, Altavella lleva décadas en activo y ha vendido muchos miles de ejemplares. A lo mejor se compró esto antes de que la especulación con el ladrillo lo pusiera todo por las nubes. Pero me permito dudarlo. Me parece que ya tienes deberes, Virgi: averiguar en el registro de la propiedad a nombre de quién está el Taj Mahal este.

–Estupendo. A ver si así aprendo a callarme.

Altavella se presentó poco después. Mi reloj marcaba las ocho y cinco cuando le vimos venir hacia nosotros, aseado y bien vestido.

–Buenos días -dijo, en tono cordial-. Qué puntuales son ustedes.

–Nos enseñan a serlo. Y es un hábito beneficioso.

–Y que lo diga, aunque haya tanta gente que se da tono retrasándose. En vista de la hora, y teniendo en cuenta su deferencia de venir a mi casa, se me ocurrió que debía invitarles a un buen desayuno -explicó, señalando la mesa-. Espero que no les parezca improcedente.

–No, pero tampoco tenía que haberse molestado.

–No se preocupe, sargento, no es ninguna molestia. Ni intento obtener un trato de favor. No espero que deje de someterme a un interrogatorio implacable, tan sólo procuro hacer la experiencia lo menos ingrata posible a todos. Es algo que mucha gente olvida. Que esforzándose un poco, la vida resulta menos desagradable, y que no estamos aquí tanto tiempo como para afear gratuitamente nuestros días.

–No vamos a someterle a ningún interrogatorio -dije-. Venimos a contarle lo que sabemos hasta ahora, y a charlar con usted para que nos indique por dónde cree que podemos encontrar más pistas para localizar al culpable o los culpables de la muerte de su mujer.

Altavella me contempló con una expresión enigmática. Sus labios estaban distendidos, pero sus ojos me escrutaban con frialdad.

–Le agradezco que utilice la palabra muerte, y no defunción o fallecimiento o cualquier otro de esos lóbregos eufemismos -declaró-. Llamar a las cosas por su nombre siempre me ha parecido el primer paso imprescindible para abordar cualquier problema. Para corresponderle, déjeme decirle antes de nada que no me ofendería en absoluto que me preguntaran si hay alguien que pueda atestiguar que yo estaba la noche del crimen donde les dije que estaba. En realidad, me resulta casi pasmoso que no me lo hayan preguntado todavía.

No suelo permitir a los testigos que me digan cómo debo hacer mi trabajo, y menos aún iba a permitírselo a Altavella. Pero tampoco quería empezar aquel encuentro con una confrontación, así que opté por una respuesta oblicua, que confié en que le hiciera meditar:

–Pues no pensaba preguntárselo, porque por ahora no tengo elementos de juicio que me lleven a la necesidad perentoria de hacerlo, pero tampoco le impediré que me lo cuente, si así lo desea.

Pude apreciar en la mirada de Altavella un momentáneo desconcierto. Como si hubiera visto desviarse inesperadamente una estocada en la que había empeñado toda su audacia y que daba por imparable. Aprovechó para rehacerse la llegada de la mujer sudamericana, que traía en una bandeja café y zumo de naranja recién hechos.

–Muchas gracias, Palmira. Ya sirvo yo el café.

–Como usted diga, señor.

Había algo en el trato de Altavella con su empleada doméstica que me gustó. Al contrario que otros, no se dirigía a ella como si fuera un semoviente que no mereciera mayor atención que contar cada mes los billetes que le pagaba. Tampoco con esa bonhomía impostada y remota que algunos ricos consideran el colmo de la delicadeza para con el servicio. Le sonreía de verdad y la miraba a los ojos. Y ella a él.

El viudo nos preguntó cómo queríamos el café y nos lo sirvió con aplicación y lentitud. Luego le acercó el azucarero a Chamorro.

–Gracias -dijo mi compañera.

–No hay de qué. Quien no vive para servir, no sirve para vivir.

Saltaba a la vista que a Altavella le complacía desempeñarse de modo extravagante, y subrayarlo en la medida justa para que no resultara falso ni embarazoso, sin dejar de llamar la atención. Iba yo a tomar la palabra cuando se acordó de lo que había dejado a medias:

–Pues como les dije, esa noche estaba en mi casa de Gerona. Coincidí un rato con uno de los vecinos hacia las ocho de la tarde, pero después de eso y hasta la mañana siguiente, cuando fui a comprar el pan y el periódico, no vi a nadie. Salvo que alguien pasara por allí y me viera a través de la ventana, lo que bien puede haber sucedido, porque no suelo correr las cortinas, me temo que no tengo a quien pueda respaldar mi coartada en los términos más o menos convencionales. Prefiero decírselo de entrada por si eso supone algún problema. En pura teoría, entre la tarde del lunes y la mañana del martes, pude ir a Zaragoza y volver, la distancia lo permite más que holgadamente.

Ahora era yo quien estaba descolocado. ¿A qué jugaba aquel tipo? ¿Era de una idiotez insólita o de una insólita franqueza? En todo caso, no podía reaccionar a su provocación de una manera vulgar.

–No sé si eso que me dice debería preocuparnos -dije-. Depende.

–¿De qué?

–De si le convenía o deseaba usted la muerte de su mujer, claro está. Pero como no tenemos una máquina para adivinarle los pensamientos ni los deseos, dependerá en suma de si encontramos o no indicios que nos lleven a suponerlo. Y de si usted está dispuesto a hacer algo para disipar nuestras sospechas o, al contrario, para alimentarlas.

–Ya veo. ¿Y cómo podría hacer lo uno y lo otro?

El candor con que lo planteaba sonaba auténtico. Traté de seguir hablando como si aquello fuera en serio, y no la broma inconsecuente que podía parecerle a cualquier otro que estuviera en mi lugar.

–Puede imaginarlo sin mucho esfuerzo -dije-. Sin duda tendríamos que verificar sus movimientos si se confiesa autor del crimen, porque habríamos de contrastarlo por otras vías. Aunque es raro, hay gente que se acusa sin haber hecho nada, y la mayoría de la que se acusa con motivo suele desdecirse en el juicio. También tendríamos que investigarle a usted si viéramos que nos oculta información, o que nos facilita alguna que comprobemos que no se ajusta a la realidad.

–Bien, creo que lo entiendo. ¿Y cómo puedo, en cambio, ayudarles a no considerarme objetivo potencial de sus pesquisas?

–Contándonos todo lo que sepa y pueda orientarnos, para empezar. Y en un terreno más específico, también ayudaría que nos permitiera tomarle una muestra de saliva para obtener su perfil genético.

–No tengo ningún inconveniente. ¿Para qué les sirve eso?

Podría haber rehusado responderle. Pero preferí no ocultárselo:

–Para descartar que usted fuera la persona que mantuvo relaciones sexuales con su esposa poco antes de su muerte.

Altavella me sostuvo la mirada, acaso para demostrarse algo.

–No fui yo. Así que dígame dónde tengo que escupir.

–No tenemos tanta prisa. Ya le tomaremos la muestra. Antes me gustaría ponerle al corriente de lo que hemos ido descubriendo.

–De acuerdo -asintió-. Soy todo oídos.

En los últimos días me había tocado hacer aquel relato varias veces, para oyentes no siempre fáciles, como mi superior directo o la autoridad judicial. Pero con ninguno de ellos me había visto sometido a tanta exigencia como con aquel hombre que me escuchó durante varios minutos con gesto de completa concentración, sin despegar los labios y casi sin mover un músculo de su cuerpo. No sólo era el viudo. Estaba narrándole algo a un narrador consagrado, y por pueril que resultara cualquier afán de competición por mi parte, no quería quedar en ridículo y aspiraba a producir en él un impacto, por lo que administré mis bazas y procuré desplegarlas ante él de la manera más eficaz. No le informé de todo, desde luego. Me callé todavía lo de los amantes que le habíamos averiguado a su mujer, lo del contenido de sus ordenadores, lo de los teléfonos móviles y las cuentas de correo electrónico que íbamos a intervenir. Una cosa era que no quisiera tratarle como un sospechoso y otra que descartase su implicación de forma tan absoluta como para ponerle al corriente de todas las interioridades de la investigación. Pero de lo demás le di buena cuenta, incluido lo relativo al misterioso joven moreno con quien habían visto a Neus poco antes de morir. Me entretuve en facilitarle todos los detalles que teníamos sobre él, y también sobre el desconocido del cementerio con quien provisionalmente lo relacionábamos. Lo que no le participé fueron nuestras hipótesis sobre quién o qué pudiera ser. Ahí esperaba su colaboración.

–¿Conoce usted a alguna persona con estas características, y que pudiera tener algún trato con su esposa? – le pregunté.

Altavella no respondió en seguida. Aún se demoró unos segundos en aquel ensimismamiento con que me había estado escuchando.

–Hombre, moreno, sobre veinticinco años -recapituló-. No diría yo que ese prototipo abundaba en su círculo de amistades o relaciones. Pero tampoco debía de serle del todo ajeno. Imagino que deberían mirar en su entorno laboral. En la productora. En la tele. A mí, honestamente, no se me ocurre ahora ninguno. Bueno, se me ocurre Marc, uno de mis sobrinos. Pero la verdad, me sorprendería que Marc se hubiera liado con su tía. No es que no crea que la naturaleza humana dé para eso y para mucho más, pero mi sobrino es un crío y un soso y dudo que Neus le hubiera dado oportunidad. Además, él no tiene un Audi plateado, sino un descapotable rojo. Eso ya se lo dice todo.

Llegados ahí, me correspondía abrir mi carpeta, que para eso la llevaba, y sacar de ella una fotografía. Lo que con Meritxell me había parecido un gesto hábil, con Altavella me resultaba más bien tosco. Pero era lo que tenía que hacer y lo hice: le tendí la instantánea en la que se veía al hombre del cementerio. El escritor la cogió con precaución.

–¿Ha visto alguna vez a esta persona? – inquirí.

Altavella meneó la cabeza, mientras sus ojos permanecían clavados en la fotografía como si tratara de memorizarla.

–No, jamás -dijo-. Esto es el cementerio, ¿no?

–Sí, es el hombre al que vimos allí.

–Tiene miedo -afirmó, como quien consignara un dato objetivo.

–¿Por qué piensa eso? – dijo Chamorro.

–La mirada es esquiva -explicó-. Tampoco eso tiene nada de particular, a partir de cierto momento a todos nos sucede, tenemos demasiados errores a la espalda y cuando nos acordamos de ellos, que es más a menudo de lo que desearíamos, nuestros ojos no quieren encontrarse con los de nadie. El que mejor lo describió fue César Vallejo: y todo lo vívido se empoza, como charco de culpa, en la mirada. Lo hizo en un poema hermoso y terrible, Los heraldos negros. Pero este hombre es demasiado joven. No pesan en su mirada las viejas fechorías, no le ha dado tiempo a acumularlas ni a fermentarlas. Teme por algo reciente.

Mi compañera y yo nos observamos de reojo. Supongo que ambos dudábamos, ella más que yo, si aquello que acabábamos de oír denotaba una singular clarividencia o una singular falta de cordura.

–Perdonen -añadió entonces Altavella-. Es un juego. Me gusta mirar a la gente por fuera y jugar a adivinarla por dentro. No me hagan caso. Me equivoco constantemente, como cualquiera. Lo único que puedo decirles es que no tengo ni idea de quién es este hombre.

–Es posible que no sea nadie -reconocí-, o nadie que tenga que ver con esta historia. Meritxell Palau tampoco nos ha sabido decir quién es. Pero si allí estaba, sería por algo. Y si no lo conoce quien trabajaba codo a codo con Neus, ni tampoco usted… Bueno, podría ser un simple curioso, claro, pero su actitud no es la que se espera de alguien así. ¿Me permitiría que le hiciera una pregunta un poco personal?

–Hágala, no se apure. Todas lo son, en este contexto. Han matado a mi mujer y lo único que parece claro es que ella estaba con otro.

No distinguí si era resignación o altivez. Aproveché, no obstante:

–¿Cree usted que su mujer estaba pasando una mala racha?

Altavella alzó las cejas.

–¿Una mala racha? ¿De qué? ¿De fortuna? ¿De salud?

–Me refiero -y sopesé las palabras que iba a pronunciar a continuación- a si tiene usted la impresión de que pudiera atravesar por un estado de ánimo que la predispusiera a tener un comportamiento fuera de lo normal. Que la impulsara a correr riesgos, a hacer cosas extrañas o a relacionarse con gente fuera de sus círculos habituales.

Comprendí al instante que no lo había expresado del todo bien. El rostro de Altavella mostraba ahora, si cabía, un estupor mayor.

–¿Me está preguntando si mi mujer tenía algún problema psicológico? ¿Si había perdido la cabeza, si estaba trastornada o algo así?

–No exactamente -le aclaré-. Problemas psicológicos, en mayor o menor grado, los tiene todo el mundo, pero de una persona que llevaba adelante su vida y su trabajo, con éxito y superando no pocas dificultades, nunca me atrevería a plantear que pudiera estar trastornada. Parto de la premisa de que Neus estaba en sus cabales y como cualquiera tendría sus altibajos. Lo que me pregunto es si estaba pasando por un momento de desencanto que la impulsara a buscarse aventuras, y a no cuidarse mucho de dónde ni con quién las buscaba.

El escritor adoptó de pronto un gesto circunspecto.

–Ahora le entiendo -dijo-. Y entiendo, también, por qué me avisaba de que era una pregunta personal. Pues sí, eso sí es posible. Verá usted, sargento, mi mujer y yo no nos llevábamos mal y nos teníamos plena confianza. Nos consultábamos sobre casi todo. De hecho, para mí ninguna opinión valía como la suya y creo que puedo decir que otro tanto le sucedía a ella con la mía. Pero es cierto que nuestro matrimonio había perdido desde hace años la capacidad de arrebatarnos, a ambos. Y que una vez constatado eso, en vez de hacer un drama, decidimos aceptarlo y sobrellevarlo de la manera más serena e imaginativa posible, porque entre nosotros existía el afecto y la comprensión suficientes como para no desear la convivencia con otra persona. Cada uno se arregló por su lado, y nos acostumbramos a respetar cada uno los espacios particulares del otro. Yo no me entrometía en los suyos ni ella en los míos. Sobre si ella se apañaba bien o mal en esos espacios, sólo puedo especular. Pero no diría, eso es cierto, que en los últimos tiempos anduviera muy sobrada de experiencias satisfactorias. Por un momento, pareció calibrar el efecto de su revelación.

–Disculpen que hable de esto de una manera tan general -agregó-. Prefiero hacerlo así. Pero si necesitan que sea más concreto…

–No -dije-. Creo que le seguimos, en lo esencial. Y por otra parte no es cosa nuestra cómo se arreglaran ustedes. Para serle sincero, tampoco nos coge de sorpresa. Hemos podido saber que su mujer mantuvo relaciones más o menos duraderas con varias personas en los últimos años. Lo que sucede es que ninguno de los nombres que nos han dado nos casa con ese hombre con el que la vieron el lunes, ni tampoco con el crimen que estamos investigando. Por eso suponemos que se trata de una persona nueva, alguien con quien se veía desde hacía poco tiempo. Incluso barajamos que pudiera ser alguien a quien no conocía mucho, lo que complicaría bastante nuestro trabajo. ¿No puede darnos usted ninguna pista de dónde y cómo pudo coincidir con él?

Altavella me escuchaba con toda atención. Mientras yo hablaba, él iba asimilando hasta dónde habíamos llegado a desvelar las peculiaridades de su matrimonio. A cualquier otro le habría resultado molesto, pero a él parecía aliviarle no tener que contárnoslo todo.

–Sobre eso, no puedo ayudarles -dijo-. He llegado a saber, era inevitable, el nombre de algunos con quienes estuvo Neus. Siempre hay algún samaritano al revés a quien le complace hacerte llegar lo que interpreta que recibirás como una puñalada en el corazón. Pero a ella no le pregunté nunca adónde se arrimaba o se dejaba de arrimar, ni esperaba que me tuviera al tanto. Yo tampoco la tenía a ella.

–¿No le contó que estuviera angustiada por algo o por alguien? ¿Ni siquiera para desahogarse o pedirle consejo?

–No. Hablábamos de nuestros asuntos comunes. O del trabajo.

–¿Tampoco le consta que tuviera problemas en ese terreno?

–Si los tenía, no me lo dijo. Pero me extrañaría. De eso sí solía estar informado. Por razones profesionales. Soy socio de la productora.

–¿Hablaron alguna vez del proyecto que tenía para hacer un reportaje sobre el mundo de la prostitución barcelonesa?

Altavella se lo pensó antes de responder.

–No era un proyecto -me corrigió-. Lo hizo, y se emitió en su día.

–Me refiero a una segunda parte.

–De eso no sé nada. Estaría en una fase preliminar. De todos modos, después del primero yo le desaconsejé que siguiera con ese tipo de temas. La vida de los desgracia dos, al final, no le interesa a nadie. Y los que se sientan delante de la tele por la noche no quieren que les recuerden en qué sucio mundo viven, sino evadirse de sí mismos.

–¿Y ella cómo se lo tomó?

–Se cabreó. No le gustaba que le dijeran que había metido la pata. De todos modos yo no la presionaba en ningún sentido. Ella era la estrella. Sabía que cualquiera que fuera su decisión, yo la apoyaría.

Era una ocasión inmejorable para tocar un aspecto delicado:

–Por cierto, ¿qué es lo que va a suceder en adelante con la productora? Tengo entendido que ahora será usted quien la controle.

–No sé quién le ha dicho eso, pero se confunde. Actualmente poseo un 10 por ciento. Neus poseía el 75 y otros socios minoritarios se repartían el 15 por ciento restante. De la parte de Neus yo heredaré un tercio, según su testamento, y los otros dos tercios irán a sus padres. Esa misma regla rige para todos sus bienes. Fue lo que pactamos en su día para estar en igualdad de condiciones. Si hubiera muerto yo antes, dos tercios de mi herencia habrían sido para la hija que tengo de un matrimonio anterior y un tercio para ella. Echen cuentas y verán que no reúno ni de lejos la mayoría del capital. Sólo el 35 por ciento.

Nos dio noticia de todos aquellos pormenores accionariales y testamentarios sin el menor reparo, con una naturalidad que, en este mundo donde el flujo de caja dicta el curso de tantas vidas, muy poca gente acierta a mostrar cuando de hablar de dinero se trata. No oculto que el detalle le hizo ganarse mis simpatías. De todos modos, no me dejé cegar por el baile de porcentajes y reformulé mi pregunta:

–Pero al final será usted quien administre la parte de sus suegros…

–Tampoco. Estoy buscando un gestor profesional para que se ocupe. Lo que les he propuesto a mis suegros es que vendamos nuestras acciones en cuanto podamos. Yo desde luego venderé las mías. Si es que valen algo, ahora que se ha hundido el buque insignia de la empresa. La televisión no es mi negocio, ni me atrae lo más mínimo.

En este punto, tuve la sensación de que me quedaba sin preguntas. A partir de lo que nos había dicho, y salvo que cuestionáramos la veracidad de su testimonio, no era mucho más lo que aquel hombre nos podía aportar. Y si eso era todo, los resultados de la entrevista iban a quedar muy por debajo de mis expectativas. Sólo me quedaba algo que no estaba seguro de que conviniera sacarle, porque podía ser la manera de hacerle perder la amabilidad y la paciencia que nos había dispensado hasta entonces. Pero qué sentido tenía reservármelo. Volví a abrir mi carpeta y, mientras tomaba de ella unos folios, le dije:

–Me gustaría pedirle algo, si no es abusar de su tiempo.

–Hasta ahora no lo ha hecho -juzgó, magnánimo-. Más bien tengo que alabarles el miramiento y la meticulosidad con que enfrentan su labor. Ya me hago cargo de que no debe resultarles nada fácil trabajar de ese modo, mientras ahí afuera los medios de comunicación hacen todo el ruido posible a propósito de esta desdichada historia.

–Sólo cumplimos con nuestro deber -le quité importancia-. Del ruido, prescindimos. Para que se haga una idea, no he visto ni un segundo de televisión ni he leído una línea de periódico desde que me encargaron esto. Lo mejor es mantener los ojos y los oídos limpios, poner los cinco sentidos en las pruebas que uno se encuentra y no perder el tiempo con dimes y diretes. Por eso mismo, para recabar pruebas, hemos pedido autorización judicial para examinar el ordenador de su mujer, como ya le anticipé -y al decir esto, aguardé a que algo en su expresión evocara el roce que habíamos tenido al respecto.

–Ya me lo anunció, sí -dijo, sin alterarse-. Y disculpe mi reacción en ese momento. Luego lo hablé con mi abogado y me hizo entender que era su obligación. Sólo espero que no haga falta advertirle que tendrán que atenerse ustedes a las consecuencias si sale a la luz algo de lo que hay en ese disco duro que no guarde relación con el caso.

–Pierda cuidado. Somos conscientes de nuestras responsabilidades. El hecho es que entre los ficheros hemos encontrado este texto, que nos intriga. Está en inglés, pero no es eso lo que nos dificulta interpretarlo, sino que parece estar escrito en clave. Se me ha ocurrido que tal vez usted podría echarle un vistazo y decirnos si le sugiere algo.

–Déjeme ver.

Le tendí los folios. Altavella examinó deprisa el primero y de ahí pasó al segundo, al tercero, al cuarto. Luego saltó a la mitad y antes de continuar alzó hacia nosotros una mirada inquisitiva.

–La clave no puede ser más obvia -dijo-. No me digan que no se les ha ocurrido. ¿Ninguno de ustedes ha leído Alicia a través del espejo?