20. La separación

He guardado bajo llave mi redacción. Desde hace cinco días, los cuadernos gris oscuro, apilados pulcramente, reposan en la parte izquierda de la taquilla metálica. Guardo la llave del armario en el interior de una bolsita de cuero plana que he atado con un cordel alrededor de mi cuello. Y, cuando me muevo, oscila como un péndulo sobre mi pecho. Joswig ha desistido de preguntarme por mi trabajo. No sabe si he terminado o si simplemente me he tomado un descanso. Tal vez tampoco quiera saberlo, pues la mañana en la que se asomó a la mirilla y se dio cuenta de que no estaba escribiendo, que recogía las cosas de mi mesa y que empujaba bajo ella el taburete lleno de muescas, trajo hasta mi celda, inclinado hacia atrás y ayudándose de la barbilla, una torre blanca de cajas de zapatos, vació su contenido sobre la mesa vacía y me recordó mi promesa de ayudarle a organizar su colección de dinero antiguo.

Así que nos pusimos a clasificar, a alisar, a pegar, a distribuir su dinero en cajas de cartón que rotulábamos con enérgicos trazos azules. Ibamos escribiendo en letra de imprenta las épocas, los períodos económicos y los nombres de las personas que gobernaban y presidían los bancos cuando la moneda en cuestión estaba en curso. Los hombres que aparecían tanto en las monedas como en los billetes siempre lucían una espesa barba, tal vez un modo de inspirar confianza a quienes los tenían entre manos. Conseguimos colocar todos los activos de Joswig pertenecientes al período imperial, a la época de Weimar y a los doce años posteriores en una misma caja, pero para el dinero devaluado de la época de la inflación necesitamos dos y media. Como agradecimiento por la ayuda prestada me regaló cincuenta millones.

Cinco días y yo aún no he entregado el trabajo. En una ocasión abrí la taquilla y saqué los cuadernos. Fue el feliz día en que recuperé el permiso de visitas y Hilke vino a verme. ¡Qué corto llevaba el pelo! ¡Qué inalterable la amargura que siempre se escapaba por la comisura de sus labios! ¡Qué indiferente y opaca su mirada, tan nublada como un día de playa en Rugbüll! Entró en mi cuarto, me ofreció unos dulces y me estrechó la mano sin mucho ímpetu. Después, con el mismo suspiro que solía emitir mi madre al agacharse, se sentó en el taburete. Tras recorrer la estancia de arriba abajo con la mirada, reparando en la disposición de los objetos y del mobiliario, me preguntó si había cambiado algo. Así era ella. Como no me molesté en responder, me miró y, dándose cuenta seguramente de mi decepción o mi falta de interés, quiso saber si había continuado escribiendo mi redacción, si finalmente la había entregado y, en tal caso, si me habían censurado alguna parte.

Fue en ese momento cuando abrí la taquilla, saqué los cuadernos y los apilé delante de ella. Hilke posó su antebrazo sobre mis escritos, estiró alguna hoja que se había doblado, pasó sus dedos carnosos sobre una de las etiquetas y sonrió. Necesitó meditar un rato largo antes de coger un cuaderno —en modo alguno el primero—, abrirlo y comenzar a leer. Incapaz de relajarse, permanecía sentada en una postura tensa, como si solo se hubiese animado a leer un fragmento para demostrarme el amor que sentía por mí. Iba pasando las páginas con la frente fruncida y, de golpe, cuando algo le resultaba familiar o se topaba con alguna frase que activaba sus propios recuerdos, empezaba a completar desordenadamente o a confirmar o, sencillamente, a repetir las palabras que acababa de leer: «¡Ah, sí, las gaviotas y la tormenta!… El cumpleaños del doctor Busbeck… ¡Y los Homsen! Murieron, los pobres… El hombre del abrigo rojo, sí… ¿Cómo te puedes acordar aún de todos esos nombres?… Y el pintor en el dique, caminando contra el viento… Ahora Asmus Asmussen vive en Glüserup… La enfermedad de Addi, ¡qué recuerdos!… Y aquella tarde en la marisma y tu escondite del molino, y el carromato, que ya no está allí… Y Heini Bunje, emigró… ¿Pero se puede saber qué tienes tú en contra de mis piernas?… ¡Anda, Okko Brodersen, el cartero manco! Ya se jubiló… Mira que sabes tú cosas del puesto de policía… ¿Pero de verdad era él así? ¿No nos contaba historias algunas veces?… Y también había días secos y luminosos en verano, ¿no?… Y mamá nos llevaba en el camión de la leche a pasear a la playa. No siempre fue tan mala… Y acuérdate de que el pintor a veces se pasaba días enteros sin hablar a nadie… Y qué me dices de Rugbüll en invierno, cuando se congelaban los canales y la escarcha cubría los prados. O en otoño, cuando escuchábamos cómo caían al suelo las manzanas del huerto. Y aquellas noches cálidas mientras oíamos zumbar los escarabajos de San Juan. Lo leeré todo, Siggi. No hoy, pero pronto».

Mientras me devolvía el montón de cuadernos, que yo volví a guardar a buen recaudo en la taquilla, me prometió que me visitaría pronto, que vendría a verme a menudo. Ahora lo tenía más fácil. Finalmente, había dejado Rugbüll y ese mismo día iba a comenzar a trabajar de camarera en Casa Patria, un local en el que por la tarde se representaba un espectáculo de variedades y por la noche tocaba el Trío Alster, el grupo de Addi. Aquel día tenía mucha prisa.

Cinco días y no soy capaz de separarme de mi redacción. En ocasiones —en las silenciosas semanas de lluvia, cuando no llega hasta mí el sonido de los talleres, cuando la barcaza no nos trae psicólogos, cuando los silbatos, las órdenes y los pasos ligeros no marcan el plan de actividades— llegué a creer por momentos que se habían olvidado de mí, que todos habían abandonado la isla, entregándosela definitivamente a las gaviotas y a las cornejas. Pero luego, un día, se presentaban de repente allí para recordarme que no estaba solo, que me seguían observando desde lejos.

Esta mañana me habría esperado cualquier cosa excepto que el director Himpel me mandase llamar. «¡Vamos, arriba! —exclamó Joswig—. Péinate y ponte el uniforme. En dirección te añoran… Y no te olvides de llevar tus pruebas». Me acompañó hasta la portería y, desde ahí, dejó que continuara solo. Yo, cargado con mi montón de cuadernos atados con un cordel, no tenía ninguna prisa por llegar al despacho del director. De hecho, me entretuve dando unas palmaditas al busto del senador Riebensahm y me paré a espiar por la enrejada ventana de la cocina hasta que la cocinera me ahuyentó. Ella expresaba lo que sentía por nosotros mediante la bazofia que nos preparaba. También pasé un rato sometiendo a un bombardeo de proyectiles de teja al perro del director, que bajaba hacia la playa acompañado de otro perro que yo no conocía. Parecían inmersos en una interesante conversación filosófica, pero yo me encargué de acelerar su marcha con mis disparos.

No atravesé la plaza adoquinada, sino que elegí el camino que discurría por la parte de atrás de los talleres, donde había unos huertos de coles verdes, lombardas, repollos y coles de Bruselas. Aquel sendero serpenteante llevaba al edificio de dirección pero también descendía hasta el pontón del atracadero. El nivel del agua estaba subiendo. Anduve sobre el pontón del que colgaban las amarras. Crujía, subía y bajaba de tal modo que, en lugar de moverse con el viento, parecía poseer respiración propia. La pasarela también oscilaba. El viento penetraba en los cañaverales y los inclinaba, levantando también pequeñas olas. Las hojas de las plantas de patatas se abrasaban en los campos arenosos y las ráfagas de aire empujaban las nubes de color verde que se alzaban desde el Elba. Cuando uno se subía al pontón, le daba la sensación de que también él se dejaba llevar por la corriente. De hecho, toda la isla parecía moverse y avanzar, dejando atrás las orillas otoñales, impulsada por una hoguera de plantas de patatas ardiendo y por nuestro deseo de emigrar hacia zonas más cálidas y esperanzadoras.

La secretaria de Himpel me descubrió en la distancia, abrió la ventana, me silbó y me hizo señas. Yo le devolví el saludo y me dirigí al edificio de dirección. Las escaleras y los pasillos estaban atestados de pintores: limpiaban, retiraban con ayuda de un soplete capas sucesivas de pintura, repasaban los rodapiés. Hacían equilibrios sobre los andamios, se agachaban ante los umbrales de las puertas y se repantingaban en los alféizares de las ventanas. Eran más de cuarenta jóvenes inadaptados a los que habían convencido para convertirse en pintores de brocha gorda. Yo solo reconocí a Eddi Sillus, creo que no conocía a los demás, pero ellos, en cambio, sí parecían saber quién era yo: cuchicheaban, silbaban y golpeaban los andamios a mi paso. Espátulas, brochas y mangos de escoba improvisaron para mí una martilleante salva de honor que me acompañó escaleras arriba. En efecto, me dedicaban una salva de honor, un homenaje; sus caras me lo confirmaban.

¿A quién saludaban? ¿Al viejo camarada? ¿Al condenado? ¿O al ejemplo de una insolente terquedad? «Para los de ahí afuera —me dijo una vez Joswig— eres una especie de animal prehistórico, una leyenda, tal vez incluso un símbolo. Cuando las cosas les van mal, se consuelan pensando en ti». Las salvas de honor continuaron hasta el mismo momento en que llamé a la puerta del director. Solo cuando entré al despacho, escuché cómo las espátulas, las brochas y las escobas volvían a su trabajo.

Himpel, ataviado con una camisa y sus pantalones bombachos, ya me estaba esperando. Dos secretarias se ocupaban de limpiarle la cazadora: la estaban lavando en seco con aguarrás. Cuando me vio señaló con una mano el pasillo exterior; y con la otra, su cazadora, y dijo: «¡Esos pintores! Ya ves, Siggi. Los pintores han tomado la casa».

En la solapa de su cazadora llevaba una chapa con su nombre: «Director Himpel». Deduje que aquello querría decir que en breve tendría que asistir a un congreso en Hamburgo. Me preguntó si no me apetecía sentarme y compartir con él una taza de té y, como una excepción, fumarme un cigarrillo. Me apetecía. Dejé el montón de cuadernos sobre su escritorio y tomé asiento mientras contemplaba cómo, con movimientos leves de sus manos y también con chasquidos de su lengua, metía prisa a sus secretarias para que se esforzasen en eliminar cuanto antes todas las salpicaduras, hasta las más imperceptibles, de la prenda. Los movimientos rítmicos de su pie daban cuenta de que para él era un asunto prioritario. Al final acabó arrancándoles la cazadora de las manos y se la echó por encima de los hombros.

«En fin, Siggi, aquí estás… Enseguida nos traerán el té. Ya está preparado. Tú y yo tenemos una conversación pendiente». Nos miramos a los ojos. No dejaba de dar vueltas a mi alrededor y en torno a su escritorio. Tocó unos rápidos acordes al pasar junto al piano: dim-da-da. Quiso saber si ya me había dado cuenta de todo, si me había quedado claro por qué la dirección había aprobado que mi castigo se prolongase durante tanto tiempo. ¿No lo comprendía? Él se encargaría de explicármelo. La dirección había querido dar ejemplo conmigo: pretendía demostrar que reconocía y fomentaba, dentro de límites razonables, la reflexión y el examen de conciencia de los jóvenes. Me habían permitido escribir porque habían reconocido que yo deseaba explotar hasta el final las posibilidades que ofrecía el tema que me habían propuesto. Pero él, Himpel, se había dado cuenta además de otra cosa: le había llamado especialmente la atención la forma en que los recuerdos se habían convertido, en mi caso, en una trampa, y quería ver con sus propios ojos cómo conseguía escapar de ella. Sí, también había descubierto que la severidad del castigo que me habían impuesto era mínima en comparación con el que yo mismo me había asignado al decidir llevarlo hasta las últimas consecuencias. Pero Himpel me explicó que ya estaba bien, que era suficiente, que tenía que parar. Se habían sobrepasado lo que él consideraba unos «límites razonables». ¿Quería yo añadir algo? No. Entonces me preguntó qué me parecería la idea de abandonar la isla en diez días y para siempre. De nuevo: Dim-da-da. Había conseguido para mí una orden de remisión de condena. Podía irme adonde quisiera, aunque no hubiese aprendido ninguna profesión —cosa que él, personalmente, lamentaba—. Pero el rendimiento que yo había demostrado, tanto en el taller de escobas como en la biblioteca de la isla, había estado muy por encima de la media, por lo que no le resultaría difícil prepararme los correspondientes certificados. ¿Estaba todo decidido? Sí. Y era irrevocable. No podía demorarse. ¿Ni siquiera unas semanas? No, tampoco unas semanas. Pero no había concluido mi trabajo. Contestó que eso no importaba, que este tipo de trabajos solo pueden tener un final provisional, que bastaba con eso. ¿Cuándo se cumplía el plazo de entrega de mi escrito? Mañana por la mañana. ¿Y eso es inaplazable? Inaplazable; me esperaría alrededor de las ocho. Dim-da-da. ¿Eran aquellos los cuadernos? Sí, pero me gustaría llevármelos de nuevo. ¿Me lo permitía? Naturalmente. Entonces, mañana a las ocho, y piensa qué respuesta te gustaría darle a la pequeña comisión. ¿Respuesta? Sí, van a preguntarte qué tienes previsto hacer una vez que quedes en libertad. Me dijo que, si no me importaba disculparle, tenía que asistir a un congreso —por supuesto, internacional— en la ciudad.

¿Quién se acordaba ya del té o del cigarrillo prometido? Cogí mi montón de cuadernos, le dediqué una pequeña reverencia y me marché. Esta vez atravesé distraído el pasillo donde cuarenta pintores inadaptados golpeando sus herramientas me dedicaban unas salvas de honor. Fue muy desconsiderado por mi parte.

Así que liberación y entrega del ejercicio. ¿Qué me quedaba por hacer allí? ¿Qué se movía en mi interior? ¿Qué me estaba permitido esperar? Abandoné con prisa el edificio de dirección, pero no regresé a mi celda, y, aunque sabía que podía complicar mi liberación prematura, atravesé la plaza adoquinada y pasé ante el taller de cerrajería para llegar al calabozo, que aquí llamaban «casa de arrestos». Distinguí en una de las ventanas la imperturbable cara de Ole Plótz, que no cumplía en esa ocasión los ocho días de costumbre por uno de sus intentos de fuga, sino veintiuno: había conseguido aligerar el contenido del bolso de una psicóloga diplomada que llevaba a cabo un estudio en la isla. Me deslicé hasta el taller de escobas y abrí la puerta.

Las máquinas estaban detenidas. Era la hora del descanso de mediodía. Una nube de olores familiares llegó hasta mí: el aroma de la madera de pino y el del pegamento en cola. Allí se encontraba la sierra circular abatible, allí la troqueladora, la fresadora, la taladradora. Algo, algo se imponía, una ocurrencia. Con mucho cuidado, coloqué la pila de cuadernos bajo la punzonadora, la enchufé a la corriente, bajé la palanca de seguridad y perforé el bloque de cuadernos en la esquina superior izquierda. Quedó un agujero del grosor de un palo de escoba por el que pasé un cordel que anudé de tal forma que los cuadernos quedaron colgando como un atado de perdices. Me lo eché al hombro, salí del taller de escobas, deambulé como un cazador sin rumbo por la linde del arenoso campo de patatas, bajé hasta la playa y me senté junto a un poste descolorido por el sol que servía de soporte a uno de los letreros de advertencia redactado por las autoridades del centro juvenil de rehabilitación.

Sentado allí, fumando, contemplé cómo se aproximaba hacia mí, desde Hamburgo, un barco especial, un buque de transporte de cables con la proa cortada. ¿Qué haría cuando me liberaran? ¿Adónde iría? ¿Dónde encontraría un escondite para mí mismo? Klaas se había marchado, y también Hilke. ¿Podría regresar a Rugbüll? Incluso en el caso de que me quedara a vivir en Hamburgo, ¿conseguiría liberarme alguna vez de Rugbüll?

Se trataba de un buque cablero inglés, con una línea de flotación muy baja, cargado hasta arriba con enormes cilindros. ¿Por qué mares transportaría su cargamento? ¿Qué países enlazaría? Mi cable, lo sé bien, jamás se alejaría de Rugbüll. Uno de sus extremos me conectaría para siempre a aquella casa de ladrillo en la que, en caso de que decidiese llamar, contestaría una voz tronante: «¡Aquí el puesto de policía de Rugbüll!». Ningún acontecimiento, ningún maremoto o terremoto conseguirían neutralizar esa conexión. Estoy vinculado de una vez y para siempre, eternamente, con ese lugar. De nada me sirve mirar para otro lado, ni taparme los oídos, ni huir. Me basta con concentrarme y prestar atención para que todo empiece a zumbar, a crepitar, y cuando por fin esa voz me responda, también oiré al fondo el grito quejoso de las gaviotas. Cuando esos sonidos me alcanzan, la habitación y el espacio se amplían para ocuparlo todo, la casa y los alrededores se unen bajo el viento y llega hasta mí el ruido del agua espumosa del mar del Norte azotando las tablas del dique. Rugbüll, ese lugar al que ataco con preguntas por todos sus frentes y que siempre me devuelve unas respuestas insuficientes, está irremisiblemente ahí. Pero no puedo rendirme. Incluso con el demente grito de las gaviotas en la cabeza, con el sonido del mar y los crujidos, esos que causa el viento revolviendo con fuerza entre nuestros setos e invadiendo mis oídos, seguiré haciendo preguntas.

Y pregunto cosas como quién llama a la puerta durante las tormentas en nuestra comarca, quién hace salir andanadas de nubes de humo de las chimeneas como si las casas fumasen o por qué subestiman a los enfermos y en cambio se estremecen y hasta se apartan con temor ante un tipo con dotes de videncia. ¿Y quién se ocupa de la oscuridad y de lo turbio? ¿Quién cocina su sopa blanquecina en el agua de los pantanos arrastrando niebla sobre sus hombros? ¿Quién gime entre las vigas y silba entre los pucheros? ¿Quién hace que las cornejas, en mitad de su vuelo, caigan en picado sobre los campos? A estas alturas, aún me pregunto todo eso. Y otras cosas como por qué rechazan a los que vienen de fuera y desprecian su ayuda. Y por qué no pueden darse la vuelta a mitad de camino y cambiar su manera de pensar. ¿Quién ennegrece los prados por la noche, quién corre a los cobertizos? Y me pregunto por qué, entre nosotros, vemos mejor y más profundamente de noche que de día y por qué nada es capaz de detenerlos en el cumplimiento ciego de las tareas encomendadas. La voracidad silenciosa, el carácter engreído, los estudios regionales histórico-geográficos en los que incluyen hasta las piscinas. También pregunto por esas cosas. Y cuestiono hasta su forma de andar, su manera de estar de pie, sus miradas y sus palabras, y jamás me siento satisfecho con lo que saco en claro.

Ahí estaba yo, fumando mi cigarrillo al pie del poste de señalización. Antes de irme, enterré la colilla y escribí en la arena húmeda con el tacón del zapato la palabra «mierda». Anduve a lo largo de la playa, por los cañaverales donde, al llegar la noche, aterrizaban las aves migratorias. Recorrí casi la mitad de la isla sin que nadie me viese ni me llamase. Ni siquiera se fijaron en mí los dos perros que caminaban acompasando el ritmo de sus patas traseras.

Cuando regresé, la garita del vigilante estaba vacía. Era obvio que Joswig se había ido a comer. Los cajones de su escritorio apenas ofrecían novedades. El pan con queso apergaminado y duro como una piedra seguía ahí. En un sobre, dinero antiguo que seguro quería cambiar. La única novedad que encontré fue una caballa que estimé tendría unos veinte años y que, mansa y fosforescente, se iba pudriendo en un cajón, inundando la garita de una peste a la que difícilmente lograría acostumbrarse un ser humano, por mucho que sintiera simpatía por nuestro guardián favorito. Y una carta que jamás olvidaré, más bien el inicio de una carta que, para mi sorpresa, estaba dirigida a mí y que comenzaba a la manera típica de Joswig:

«¡Querido Siggi! Pronto abandonarás nuestra isla… Ante ti se abre una nueva vida y es de esperar que no tardes demasiado en olvidarnos. A nosotros, en cambio, no nos resulta tan fácil dejarte marchar. No porque envidiemos tu libertad, sino porque has ido creciendo en nuestro corazón. Pero así tienen que ser las cosas. Siempre suelo decir que nos ocurre lo mismo que a los profesores: cuando nos acostumbramos, a veces con gran esfuerzo, a un ser humano, tenemos que despedirnos de él».

Por el momento no se le había ocurrido nada más. Entonces, ¿también él estaba al tanto de mi liberación inminente? Así que ya estaba todo cerrado. Solo me quedaba entregar mi redacción. ¿La leería Himpel? ¿La censuraría Korbjuhn? ¿Y después? ¿Iría a parar a una estantería donde moriría silenciosamente como ocurre con los archivos? Sí, una muerte de archivo. ¿O acabaría en la trituradora de papel? ¿Le entregaría Korbjuhn los cuadernos a su nieto para que jugara, ya que siempre le estaba pidiendo papel para sus dibujos de colores? ¿O se remitirían a las autoridades de menores? ¿Qué destino tendrían? Ya no tengo más que decir. Solo me quedan preguntas que nadie me responde. Tampoco el pintor, tampoco él.

Esta vez Joswig regresó muy silenciosamente. De repente estaba ahí, de pie ante el cristal. Dio unos golpecitos con los nudillos y, esbozando una sonrisa, acercó la cara al orificio por el que se hablaba y dijo: «¡Por favor, enciérreme, celda 2!». Yo salí de la garita y me acerqué a él. «No se te daría mal ser vigilante, Siggi… Deberías pensártelo. Llevas uniforme, un manojo de llaves, recibes una formación especial, todos te obedecen y tu hora de salida está asegurada. Es una buena oportunidad. Piénsatelo». «¡Hecho!», dije. Me eché al hombro mi ristra de cuadernos y caminé delante de él hasta mi cuarto. Él abrió con la llave, me invitó a entrar y pasó detrás de mí. Cogió el taburete. Yo me coloqué frente a la ventana. Himpel estaba en el pontón de llegadas, haciendo señas a una barcaza que entraba torcida por culpa de la corriente.

«Parece que tu tiempo ha terminado». «¿Qué tiempo?». «Tu tiempo en la isla». «Eso parece». «¿Te alegra?». «¿El qué?». «Marcharte de aquí, ir al otro lado y empezar algo nuevo». «¿Algo nuevo? ¿Y qué hay en esta vida que sea nuevo?». «Tal vez algo que uno pueda hacer completamente solo». «Eso no existe: en cada sopa que removemos siempre ha escupido alguien». Joswig se acercó a la ventana arrastrando los pies y sorbiéndose las lágrimas. Sabía que quería decirme algo que me aliviara o me consolara, algo que me ayudara a pasar el trance, pero no encontraba las palabras. Lo único que consiguió decir fue que mi último día podía pedir una comida a la carta, lo que me apeteciera, y que él, en mi lugar, se pediría el rodaballo hamburgués de Finkenwerder con tocino, un manjar exquisito. Le prometí tener en cuenta su propuesta. Tras un tímido golpecito a modo de despedida, me dejó a solas. ¡Con qué consideración y mimo echó la llave!

Hace ya cinco días que terminé mi redacción. Mañana debo entregarla. ¿Debo? Lo importante no son los resultados, dijo una vez Himpel, sino la actitud y la perseverancia. Y ya que él estaba tan contento con mi tenacidad, ¿para qué necesitaba también mis cuadernos? Podía regalárselos a Hilke o a Wolfgang Mackenroth o a la indiferente corriente del Elba. Podía arrojarlos a una hoguera o, tras mi liberación, venderlos al peso como papel viejo. Posibilidades. Todavía había posibilidades. ¿Pero sería capaz de aprovecharlas?

Marginado por mi gente, cercado por los recuerdos, borracho de acontecimientos provenientes de mi lugar de origen, consciente de que el tiempo no cura nada, pero nada en absoluto, sé ya lo que tengo que hacer, y lo haré mañana temprano. ¿Fracasar por culpa de Rugbüll? Quizá pueda llamarse así.

Me levantaré a las seis, cuando suenen los silbatos frenéticos de los vigilantes en los corredores y se enciendan las luces y los ojos se asomen a las mirillas. Antes de ir al lavabo a afeitarme y asearme, efectuaré, como cada día, mi inspección a fondo del Elba, sin saber tampoco muy bien qué es lo que busco. Simplemente observaré las luces débiles de posición de los barcos, su transcurrir uniforme y casi ceremonioso bajo la luz del amanecer. Y, mientras, me fumaré con una ligera sensación de mareo el primer cigarrillo del día. Me vestiré con el uniforme reglamentario y dejaré entrar a Joswig, que me traerá la bandeja con el desayuno: café con leche y dos rebanadas de pan con mermelada de cuatro frutas que se elabora en la propia isla. Como de costumbre, me comeré primero una rebanada y de la segunda solo lameré la mermelada. Mientras como, escucharé abajo, en el comedor, la canción con la que los jóvenes inadaptados saludan a la mañana. Como es natural, dicha canción se compuso en la isla.

Y luego, ¿qué? Acudiré al recuento en caso de que pasen lista, diré que estoy cumpliendo con mi castigo —como he hecho ya centenares de veces— y me retiraré a mi cuarto, desde donde alcanzo a ver el reloj del edificio de dirección. Mis cuadernos. Sacaré los cuadernos de la taquilla metálica y me sentaré a la mesa a leer mientras me fumo otro cigarrillo. O quizá no. Puede que, hasta que Joswig venga a buscarme, trate de entretenerme con ese «juego de paciencia» que me trajo Hilke en su última visita. Tal vez consiga que los tres ratones rueden simultáneamente hasta sus correspondientes agujeros-trampa. No decidiré nada ni reflexionaré ni haré planes ni prepararé por anticipado un discurso lleno de dramatismo ni me guardaré en la manga gestos especiales para usar en un determinado momento. Me plantaré ante ellos con mi hatillo de cuadernos, en silencio. Ya me imagino a Joswig alisando la parte posterior de mi chaqueta para que me siente mejor y peinando con los dedos los remolinos de mi pelo, antes de entrar al despacho de Himpel.

¿Y Himpel? Se mostrará distendido y alegre, me tratará con camaradería y dejará una mano posada sobre mi hombro. Hasta es posible que en caso de que haya logrado componer una nueva cancioncilla me ofrezca una taza de té. Dejaré en su mesa los cuadernos y él, pensativo, les echará un vistazo mientras hace gestos de satisfacción, pero no se detendrá a leerlos. A un gesto de su mano, tomaremos asiento, uno frente a otro, satisfechos con nosotros mismos, porque cada uno tendrá la sensación de haber obtenido la victoria.