7. La interrupción

El caminar de Joswig. Sus pasos. Las imágenes que evocan esos pasos cuando sale de su desolado chiscón: una escalera de hierro que hace una curva, un gran manojo de llaves colgantes, baldosas estriadas y la ordenada red de corredores mortecinos. Días como pedazos de manzana desecados que penden en un cordel, silencio repentino, un ojo espiando tras una mirilla, de nuevo su lento caminar, arrastrando los pies, acercándose desde la lejanía sin esperanza, el pasillo principal con el tablón de anuncios, el silencio y las lecturas en pie, el rincón que hemos llegado a ennegrecer con el roce de nuestros hombros y caderas, el descanso del desayuno, la ventana que nunca se abre, el silbato que cuelga del cordel trenzado, el arrastrar de unos pasos a la altura del cuarto de las escobas. Y desde ahí parece necesitar aún medio día o más hasta que, agotado y deteniéndose para descansar cada vez con mayor frecuencia, alcanza la lavandería. Después un sprint final, pasos cortos y desesperados, un brazo extendido, una mano nerviosa que mantiene las llaves en vilo. Una caída, no, no una caída, sino el ruido de una llave, que, primero vacilante y después con convicción, consigue abrir la cerradura. Eso es lo que solía suceder.

Aunque yo nunca había cronometrado el tiempo exacto que él necesitaba para llegar desde su garita hasta mi celda, quisiera hacer constar que era más o menos el mismo tiempo que yo necesitaba para lavar tranquilamente tres pares de calcetines, liar veinte cigarrillos o desayunar a placer sin preocuparme por la llamada de aviso. Desde su lejana portería, adornada solo por un calendario, se iba acercando, con la misma dilatada lentitud con la que un barco que surge en el horizonte va aproximándose a nosotros. Caminaba bebiéndose el tiempo, eternizándose en cada baldosa. En ese momento, mientras el vigilante llegaba hasta mi celda despertando diversas imágenes y sucesos, dejé de dudar de las palabras del pequeño Kurt Nickel, que afirmaba haber cosido una sábana rasgada en tiras en el mismo tiempo que empleaba Karl Joswig en recorrer el camino desde su portería hasta el cuarto en el que él estaba.

Venía hacia mí, muy lentamente. Yo me peiné frente a mi espejo de bolsillo y después me dediqué a seguir con la mirada una flotilla de remolque que se movía justo por el cuadrado que enmarcaba mi ventana, cuyas rejas dividían el Elba. Observaba las gaviotas, que volaban corriente abajo como si acudiesen a un gran concilio. Una estruendosa sirena de barco reclamó la ayuda de un remolcador. Joswig no aparecía. ¿Me traería los nuevos cuadernos? ¿Me habría concedido, por fin, el director Himpel tinta y pluma para que pudiese continuar con mi redacción? Me refresqué las muñecas bajo el fuerte chorro del grifo del lavabo, trituré unas colillas y dejé que se fueran por el desagüe. Para no poner a prueba su buen carácter, por amor a Joswig, alisé la manta de mi camastro. Con gran sorpresa, descubrí a dos deportistas náuticos en el Elba, dos piragüistas que remaban obstinados contra la corriente. El hielo del Elba había desaparecido. ¿Ardía la llama sobre la refinería de petróleo? Sí, ardía. ¿Estaba todavía Hamburgo, con sus colores habituales: blanco grisáceo y rojo ladrillo, allá a lo lejos? Joswig, imparable, se iba acercando. ¿Qué les habría parecido mi trabajo? ¿Habría justificado, a ojos de Himpel, la petición adicional de papel? Rápidamente, decidí ponerme mi chaqueta de uniforme limpia, cambié mis zapatillas de gimnasia por las botas y cogí un pañuelo de bolsillo recién lavado del armario metálico. El juicio que arrojó sobre mí el espejo grande de pared no fue desfavorable. Había conseguido domar el remolino de mi pelo rubio ceniciento, mis ojos eran profundos y claros como los de mi hermano Klaas, mi nariz, que hacía un ligero arco, no era especialmente prominente y, mi boca, todo hay que confesarlo, parecía la de un muñeco cascanueces, como me había dicho una vez Pelle Kastner. También tenía un mentón poderoso, los dientes —seguro que por herencia de los Schessel— mal colocados y como desgastados, un cuello largo, pero no delgado, y unas mejillas bastante bonitas; ese era yo. Mis rasgos no daban cuenta de los días y las noches que llevaba esforzándome para cumplir con mi castigo. Sin duda, mi espejo de bolsillo no opinaba lo mismo: a diferencia del espejo de pared, me sombreaba los ojos y corregía mi imagen general, devolviéndome un reflejo arrugado y en cierta medida agotado e irritado. ¿A qué espejo le daría la razón Joswig cuando me viese? Así que, vamos Joswig, ven ya, acelera un poco, no te pares a mirar en los aseos donde gotean las duchas, afronta la recta final, abre la puerta para que yo pueda, por fin, verificar que seguimos con nuestra rutina.

Como siempre, también esta vez acudí a su encuentro, en la medida en que eso me resultaba posible. Me acerqué mucho a la puerta, miré al cerrojo y al ojo de la cerradura, donde estaba entrando, o al menos estaba intentando entrar, el eje romo de la llave, hasta que finalmente esta completó el giro con el que se movía el paletón en el interior del cerrojo. Era una cerradura primitiva, en comparación con mi colección de llaves y de cerraduras, que incluía una cerradura bastarda, trampas que se levantaban y cerraban, un candado con combinación de letras, una cerradura Bramah, una cerradura Chubb, una cerradura tubular, una cerradura rompecabezas, una llave gótica, una llave francesa, una llave barroca… ¿Volveré a verlas algún día? Fuera como fuese, la puerta se abrió de golpe.

Karl Joswig, nuestro vigilante favorito, no entró, ni tampoco se asomó; solamente escuché su voz: «Ven, Siggi. Sal fuera». Y yo le obedecí. Me sorprendió que cerrara con llave mi cuarto vacío. ¿Lo hizo por la pura rutina de sus treinta y cinco años de servicio? ¿O quería cuidar de que nadie, en mi ausencia, entrase en el lugar donde yo estaba haciendo mi redacción?

«El director espera», dijo, y me pidió que fuese por delante —una medida de seguridad que solo había empleado en las primeras semanas—. Le miré, no exactamente sintiéndome herido, pero sí desconcertado. Al analizar su rostro, creí descubrir en él una desconfianza oculta, una resolución abatida, pero antes de que pudiera preguntarle por el motivo de su silencio, su pulgar marrón y aplanado describió un semicírculo señalando inflexible el corredor de abajo. No me quedaba otra opción que caminar delante de él.

Lo precedí hasta el tablón de anuncios del corredor principal. Sus pasos sonaban como el eco desfigurado de los míos y sus jadeos de persona mayor se me antojaban una deformación grosera de mis suspiros. Cuando llegamos a la altura del tablón de anuncios, le pregunté, por encima del hombro: «¿Me lo han concedido?». Y él, malhumorado: «Aguarda… ¿O es que no puedes esperar?». Seguí andando, siempre por delante. Notaba su mirada en mi nuca y me daba cuenta de que cada vez iba caminando con mayor rigidez. Sentí un dolor punzante en la columna vertebral. ¿Qué debía o podía hacer? En el internado todos sabíamos que si formulábamos las quejas de manera habilidosa, no resultaba difícil ganarse la simpatía espontánea de Joswig. Cuanto más creíbles fueran los lamentos, más dispuesto estaría él a protegerte o incluso a hacerte un hueco en su corazón. ¿Pero de qué podía quejarme yo en aquel momento para dar pie a una conversación? ¿Por qué podía protestar? Iba por delante de él, tratando de buscar una explicación al hecho de que hubiese aparecido sin cuadernos, sin tinta, sin una brizna de tabaco y que, en lugar de su habitual compasión, no hubiera llevado otra cosa que una orden para ir al despacho del director. ¿Tan mal estaban mis cosas? ¿Les había escandalizado lo que había escrito hasta la fecha? ¿Querrían quizá levantarme el castigo antes de tiempo? Sonó el teléfono de su desangelada garita. Yo no aceleré. El teléfono sonó seis, ocho, diez veces. Yo seguí sin apresurarme. Me limité a mirar a la derecha por el rabillo del ojo, suponiendo que él pasaría a mi lado y me adelantaría para cogerlo, pero ninguna rígida gorra de servicio pasó junto a mí, ningún manojo de llaves tintineó a mi lado: Karl Joswig se quedó detrás de mí, imperturbable. Solo cuando llegamos a la altura de su portería me ordenó: «¡Alto! Quédate quieto». Y me quedé quieto, tal como él deseaba. Miré al frente y fijando la vista en el octavo escalón de la escalera de hierro. Cuando dijo: «Espera aquí», asentí. Y cuando dijo: «Vuelvo enseguida», volví a asentir. Luego le espié por el rabillo del ojo y vi cómo levantaba el auricular, cómo se echaba la gorra hacia atrás y cómo, mientras escuchaba, contaba las llaves del manojo o comprobaba que estuvieran todas o las liberaba si se habían enganchado unas con otras. La conversación no cambió la expresión de su cara. Igual que mi padre al hablar por teléfono, se limitaba a dar respuestas cortas o a formular breves preguntas. No parecía ni divertido ni disgustado. Después de colgar, me hizo una seña para que entrase en la portería. El aire, en que flotaba una peste a arenque ahumado en descomposición, estaba tan cargado y viciado que contuve la respiración en cuanto pasé al interior. «Tenemos dos nuevos —dijo Karl Joswig—. Me necesitan. Espero que sepas encontrar solo el edificio de dirección». Yo asentí. Sin embargo, a pesar de que me despidió con un movimiento de su mano que indicaba que me había convertido en un estorbo, no me moví del sitio. «¿Te has olvidado del camino?», preguntó. Esperé, lo examiné con cierta urgencia y, finalmente, bajando la vista, le pregunté qué había hecho yo para ganarme un trato tan seco, a lo que él, manteniendo la puerta abierta, repuso: «Tú, tus amigos, todos vosotros… Para vosotros está uno aquí. Uno os trata con cariño, sacrificándose por vosotros… Y vosotros, en cambio, ¿qué hacéis? ¡Desaparece! ¡El director te está esperando!». Después de eso me echó de un empujón de la portería y cerró la puerta.

Puesto que aquella insinuación me bastaba para saber que no parecía tener interés alguno en justificar ante mí el cambio de sus sentimientos, me dirigí, ya sin su compañía, al edificio de dirección. Cuando, a tientas, descendí la escalera de hierro, me di cuenta de lo entumecidas que tenía las articulaciones. Ya en el vestíbulo, cruzado por numerosas corrientes de aire, di unas palmaditas cariñosas al senador H. W. J. W. L. Riebensahm, que no había sido el creador de nuestra isla, pero sí le había dedicado su última resolución. Acaricié su calva de mármol y también le hice una caricia rápida a su helada barbilla. ¿Cuánto hacía que no lo saludaba? Desde que en una ocasión vi a su viuda de noventa y ocho años acariciar aquel busto de mármol, no era capaz de pasar por delante de él sin darle unas cuantas palmaditas. No me encontré con nadie, así que empujé la puerta y salí afuera, por primera vez desde el comienzo de mi castigo.

La sirena de vapor de una barcaza me llamó. ¿A mí? En cualquier caso, me giré asustado, miré hacia el pontón del embarcadero y vi brillar los resplandores metálicos de la barcaza procedente de Hamburgo, abarrotada de psicólogos impacientes. Todos, sin excepción, iban vestidos con un guardapolvo marrón arena. En el pontón estaba el doctor Alfred Thiede, el representante y suplente de Himpel, dando la bienvenida a los psicólogos con un amplio gesto circular claramente aprendido del propio Himpel. De modo reflejo, busqué a mi alrededor una vía de escape a través del campo de verduras. Pero no necesitaba escapar, pues el doctor Thiede aún estaba reuniendo a los psicólogos en el pontón para darles una de sus infatigables charlas. Desde la playa, donde ya se habían enderezado los letreros de advertencia que el hielo había torcido, soplaba un viento frío que sacudía los sauces. No había bruma sobre el Elba, y el aire cortante y claro hacía que las orillas pareciesen más cercanas, y el agua de las corrientes, que uno normalmente imagina turbia, permitía distinguir las partes más superficiales y las más profundas del río, sus tonalidades verde botella y azul oscuro. Un barco adornado con banderines estaba zarpando en ese momento, tal vez hacia el astillero para una botadura. De los talleres estaban sacando carretillas con marcos de ventana apilados. Eddi Sillus era el encargado de coordinar esa tarea.

Como no quería encontrarme con nadie, sino solo saber qué había pasado con mi redacción, fui por la parte trasera de los talleres, protegido de miradas ajenas y del viento, hasta el camino en curva que llevaba al edificio azul de dirección. Salvé con dos saltos los peldaños de la escalera de piedra. Abrí la puerta de roble barnizada. Respiré hondo. Y subí al despacho del director. Había preparado un repertorio de posibles respuestas. Al menos sabía lo que tenía que contestar ante ocasionales preguntas capciosas. No quería admitir sin rechistar una interrupción de mi redacción de alemán. Quería ser consecuente. Digamos que iba preparado para luchar por que me mantuviesen el castigo. En tal estado de ánimo, llegué hasta su puerta, levanté mi dedo con la intención llamar y escuché con atención. Pero apenas había llegado a tocar la madera cuando en la habitación contigua se desencadenó una tormenta musical. Con un golpe, un recio forte semejante a una palabra furiosa del creador, Himpel reventó bloques de hielo e hizo nacer glaciares. Las implacables cadencias iniciales liberaron varios ríos de montaña de su carga helada. Expulsó el invierno con todas sus fuerzas y lo envió al exilio. Y, en mi opinión, todo aquello —el correr del agua, el ondear del viento— lo hizo únicamente con el fin de que se volviera perceptible el murmullo de la primavera. Sencillamente, era imposible no darse cuenta de que él, en primer lugar, extendía ante nuestros oídos un cielo tormentoso bajo el que entrechocaban diferentes fuerzas. Y la primavera no surgía de forma suave, sino abriéndose paso con agitación, con un estruendo y una dureza tenebrosa, e izando finalmente su bandera azul, si es que esa expresión significa algo. Luego, sin embargo, a través de los gritos de las gaviotas y las sirenas de los barcos, con el delicado golpear de las olas, con un alegre murmullo del agua y una suerte de grito frenético, la hizo salir triunfante. Era de suponer que el coro de nuestra isla no tardaría en interpretar ante el público esta nueva canción de la primavera, quizá incluso —porque ya había una invitación— en el concierto portuario de la emisora del norte de Alemania.

Como mi llamada en la puerta no había sido lo suficientemente fuerte para que se escuchase por encima del nacimiento del glaciar, esperé hasta que se afianzara el triunfo de la primavera. En ese momento insistí. Y se me escuchó. Ahora podía entrar. El director Himpel, con chaqueta de invierno y bombachos, se levantó de la silla giratoria en la que estaba sentado frente al piano. Se inclinó sobre el papel pautado manchado, canturreó unas notas, asintió con alegría y salió a mi encuentro con la mano extendida. Su mano estaba caliente y húmeda. «Aún tengo que pulirlo», dijo, señalando detrás de él. Un rápido vistazo a su escritorio me sirvió para verificar que había leído mis repletos cuadernos de redacción. Sin embargo, aunque estaban allí, apilados, noté que había olvidado temporalmente mi caso y que ahora no tenía ganas de hablar conmigo largo y tendido sobre aquel asunto. Sentía más interés por sus incompletas tormentas de primavera. Solo tras haberse inclinado sobre su agenda, se percató de que había enmarcado mi nombre en rojo, lo que quería decir que concedía a mi visita algo de importancia. Me saludó entonces por segunda vez, ya desde el escritorio, elevando las palmas de sus manos a la altura de los ojos mientras las entrechocaba. Me pidió que me sentara, pero él no tomó asiento. Se dedicó a hojear y a leer mis cuadernos en una postura incómoda. Su sonrisa me descubrió que estaba recuperando la memoria. Negaba con la cabeza con incredulidad, asentía manifestando su acuerdo, y chasqueaba la lengua cuando quería oponer importantes objeciones. En cierta ocasión hasta llegó a golpearse el muslo, pero solo dio en la parte de tela que colgaba de sus bombachos. Cuando, con esta lectura en la que hojeaba y examinaba, consiguió recordar el motivo de mi visita, se precipitó hacia la puerta de la secretaría, la abrió con brusquedad y gritó: «¡Avisen a la habitación catorce!». Y luego cerró la puerta de nuevo, evitando expresamente mirarme en su camino de regreso a su escritorio. En ese momento comprendí que aquella no iba a ser una conversación privada.

El flaco y desprevenido senador Riebensahm, que surgía de la penumbra de la pintura al óleo que colgaba sobre el escritorio, parecía mucho más interesado en el barco que llegaba por el Elba, acaso desde Camerún, que en lo que estaba ocurriendo allí, en el despacho del director Himpel. El senador no respondió a mi solicitud de ayuda. Escuché con atención los pasos de la secretaria, que, caminando sobre sus altos zapatos con tacones claveteados de metal, salió del despacho y cruzó el vestíbulo sin dejar de martillear el suelo. Al llegar a la habitación catorce, susurró la redentora palabra clave y a continuación regresó a la secretaría, pero ya no sola, sino acompañada por el sonido de otros pasos. Finalmente, abrió la puerta para dejar pasar a algunos psicólogos. Eran, como comprobé aliviado, cinco psicólogos que, aparentemente, habían acudido para participar en un congreso internacional que se celebraba en Hamburgo, pues cada uno llevaba prendido en la solapa de su chaqueta un letrero con su nombre. Solo había uno que no llevaba letrero, uno que me saludó con un guiño cómplice: Wolfgang Mackenroth. Su mera presencia no fue suficiente para que yo me relajara, pero de una manera inexplicable me alegré de que estuviera allí. Le devolví el saludo sin ocultarle lo que sentía. Mientras tanto el director les dio la mano a los psicólogos y recibió con satisfacción los cumplidos que le habían traído desde Zúrich, Cleveland, Ohio o Estocolmo. Acto seguido, con voz demasiado alta y conmovida, envió recuerdos de vuelta y colocó a sus visitantes, con habilidad, formando un semicírculo a mi alrededor. ¿Qué se proponía? ¿Qué delataban sus ojos? ¿Qué número ecuestre quería representar aquel artista? ¿Un ejercicio de doma? ¿Uno de equilibrio? ¿Uno de trapecio psicológico? ¿Quería subirme al trapecio de su ambición, para mostrarse él mismo, tras el doble salto mortal, como el oportuno salvador que te rescata en el aire?

Pero el director Himpel no hizo nada de todo aquello. Me puso una mano en el hombro como un gesto de camaradería. Me pidió permiso para exponerles brevemente mi caso a los visitantes y, como, sin más, dio por supuesta mi conformidad, comenzó a hacerlo. «Todo empezó durante una clase de alemán —dijo—. El tema de la redacción era: “las alegrías del deber”. Al finalizar la clase, el señor Jepsen entregó un cuaderno en blanco. Y la verdad es que no fue porque no tuviese nada que contar, sino que, tal como declaró, tenía demasiado que decir. Inhibición de los comienzos. Fobia de Korsakoff. Se acordó que recibiera un castigo: escribir una redacción. Se condujo entonces al señor Jepsen a un cuarto aislado para que cumpliese con su castigo». Después mencionó las condiciones que se habían convenido: prohibición de visitas, exención de las tareas generales, etcétera, e ilustró a los visitantes, que no le seguían precisamente sorprendidos, sino más bien por inercia, sobre la manera en la que yo había empezado a trabajar: docilidad final, seguida de euforia. Los visitantes, sin embargo, sí que pusieron más atención cuando el doctor Himpel les informó de que mi castigo, durante el que tenía que acabar la redacción, duraba ya ciento cinco días. «Tres meses y medio —dijo— lleva esforzándose nuestro señor Jepsen, al que ven aquí ante ustedes, en, por decirlo así, cocinarnos poco a poco esta redacción. Por perseverancia no será, aquí tienen la prueba irrefutable —y mantuvo en alto mis cuadernos—. Ya ven —dijo— que la redacción está cobrando un cariz amenazador: compulsión de dar nombres y lugares, mnemismo psicoide…». Finalmente, me pidió que corrigiese su exposición en caso de que yo hubiese tenido la sensación de que hubiera tergiversado o deformado algo. Yo me encogí de hombros.

Mr. Boris Zwettkoff, procedente de Cleveland, Ohio, le pidió a Himpel que le pasara mis cuadernos, leyó por encima las páginas descritas, dejándolas correr con un zumbido y comprobando lo que acababa de contar el director. Lo mismo hicieron el psicólogo de Zúrich, un tal Cari Fouchard Jr., y el de Estocolmo, un tal Lars Peter Larsen, que revelaron unas capacidades asombrosas de penetración y asimilación de una materia, pues con solo abrir los cuadernos por determinadas partes, pero sobre todo simplemente sopesándolos en la mano, se manifestaron capaces de emitir un juicio al respecto. Wolfgang Mackenroth no hizo ni lo uno ni lo otro. Fue el último en recibir mis cuadernos y, tras alisarlos cuidadosamente, los dejó sobre el escritorio. Como creía haber superado ya la prueba, suspiré y cambié la pierna sobre la que me apoyaba, cuando el doctor Himpel se me acercó desde el fondo. Tras una mirada con la que invitó a los psicólogos a prestar atención y a tomar nota de lo que iba a suceder, se dirigió a mí para decirme que el ejercicio de castigo que había realizado no solo bastaba, sino que había superado de lejos todas sus expectativas. Me ofreció levantarme el castigo. Les había convencido, tanto a él como al doctor Korbjuhn. Me propuso también que me reintegrara en la comunidad de la isla y que volviera a ocupar mi puesto en la biblioteca. Dijo, literalmente: «1 las comprendido que se deben escribir las redacciones que os mandan en clase de alemán, y precisamente de eso se trataba, no del arrepentimiento». Y como si quisiera hacerme un regalo personal, añadió: «Entretanto, ha llegado la primavera».

La última observación se la hubiera podido ahorrar, especialmente porque tenía que saber que aquí a todos nosotros se nos puede robar la primavera. Sea como sea, lo miré asombrado. Yo no había contado con aquella propuesta. «Entonces —preguntó—, ¿te parece bien poner fin mañana a tu castigo? ¿Celebrar el reencuentro con los amigos? ¿Qué me dices?». «Aún no he terminado la redacción», dije. «No importa —dijo—. Con lo que has hecho hasta ahora, nos damos por satisfechos. Te podemos perdonar el resto». «Sin ese resto, mi trabajo no tiene ningún valor», y lo dije creyendo profundamente en lo que afirmaba. Esta respuesta dejó pasmado a Himpel. Me pidió que les explicara a él y a los visitantes por qué tenía tanto interés en cumplir con el castigo que me habían impuesto, renunciando así a la comunidad de la isla, al sol primaveral y a la biblioteca. Miré hacia el Elba por la amplia ventana de la esquina, sin encontrar al principio nada en lo que detener la vista. Tras explorar detenidamente nuestra playa, descubrí, después de abandonar el bosque de sauces, a dos piragüistas en un kayak gris plateado. No eran capaces de controlarlo, pues no conseguían hacerlo avanzar con las paladas de los remos, y permanecían ahí, torcidos en aquella corriente que los arrastraba sin descanso. El que estaba sentado detrás sujetaba en un abrazo al de delante, empujándolo hacia atrás y, a pesar de lo incomodo de la postura, se pegaba a su cara, mientras los remos giraban y se metían en el agua, aunque sin llegar a perderse definitivamente.

«¿Por qué, entonces? ¿Por qué?», me preguntó el director Himpel. Y yo contesté: «Las alegrías del deber. Quisiera entenderlas del todo, abarcarlas en toda su extensión». «¿Y si no termina nunca? —preguntó él, asegurándose la atención de los psicólogos—. ¿Y si no encuentra un final?». «Pues peor para mí —respondí—. En ese caso, peor para mí».

Me dio la sensación de que tenían otros planes para mí, de que querían proponerme algo, pero yo no sabía de qué se trataba. Los piragüistas avanzaban todavía dando tumbos, excesivamente tumbados hacia atrás o hacia adelante, succionados corriente abajo, donde, por desgracia, no se avistaba ninguna proa de barco que hubiera podido separarlos el uno del otro como de un tajo. Todavía no habían perdido los remos.

De repente, Carl Fouchard Jr. preguntó: «¿A quién le cuentas todo eso que has escrito?». «A mí», dije yo. Y él repuso: «¿Y eso te tranquiliza?». «Sí —dije—, me tranquiliza». El sueco permaneció en silencio, mirándome de vez en cuando de manera hostil, como si quisiese acabar conmigo. Boris Zwettkoff, el americano, se quedó muy satisfecho cuando respondí con un rotundo no a su pregunta sobre si durante mi castigo me había sentido como si estuviera en el agua, remando o nadando en aguas claras. Un científico fornido, cuyo nombre no pude descifrar porque se había puesto la chapa del revés pero cuyo acento revelaba que era holandés, me sorprendió con su deseo de saber primero mi edad y después mi talla de calzado. Tras aclararle ambas cuestiones, quiso saber si yo había sufrido, durante mi trabajo, episodios de sudoración o ataques de ansiedad. Como yo no quería que se fuese con las manos vacías, le reconocí lo de los ataques de ansiedad. El hecho de que Mackenroth no me hiciese preguntas, y que incluso me animara de vez en cuando con una sonrisa, hizo que me resultara aún más simpático. Supongo que observaban todos mis movimientos, pero como yo no tenía madera para provocar un conflicto o una pelea de escuela, al final el gremio internacional me dejó en paz y renunció a seguir investigándome.

Es evidente que el director Himpel no se había esperado nada de esto. Seguro que él habría preferido un interrogatorio más extenso, una investigación más profunda, una discusión, si no acalorada, al menos viva. Pero, como no se había desencadenado, le correspondía de nuevo a él ocuparse de mí. Eché un vistazo rápido hacia los dos deportistas: habían zozobrado, puede que hasta se hubieran ahogado, y el Elba discurría vacío e inocente.

«Bueno, Siggi —dijo Himpel—, vamos a aunar nuestros esfuerzos para dar con una solución. Así no podemos seguir. Un castigo —dijo— no es algo extraordinario. La práctica del castigo es común en todas partes, y aquí, en nuestra isla, ha demostrado ser un excelente recurso pedagógico. Aunque, por supuesto —precisó—, un castigo también tiene que ser proporcionado: ciento cinco días me parecen suficientes. En el día de hoy el castigo llega a su fin». Me tendió su mano, tan experta en saludos, con la intención de sellar en ese instante el final de mi lección, pero yo me negué a aceptar ese apretón. Protesté. Le pedí una prórroga. Le prometí que si me permitía continuar con mi redacción jamás volvería a portarme mal. Creo que apelé también a su generosidad. Todas estas quejas, ruegos y protestas parecieron topar con pared. Pero ¿cómo logré salirme con la mía? Simplemente le recordé nuestros acuerdos, cité la promesa que me había hecho de que sería yo quien decidiría cuándo poner fin a mi castigo: «¿No dijo usted mismo que duraría lo que fuese necesario?». Aunque con esta cita tampoco conseguí persuadirle para que cambiara de opinión, sí obtuve su conformidad provisional para poder continuar con mi redacción. «Bien, bien —dijo con una suave resignación—. De acuerdo, por ahora puedes continuar».

Fue hasta la mesa y me entregó mis repletos cuadernos. Examinó las caras de los psicólogos y, como no encontró en ellas ninguna clase de objeción, me despidió con estas palabras: «Seguro que conoces el camino de vuelta. Por la presente, se te concede un cuaderno nuevo, además de tinta».

Aliviado, aunque no tranquilo del todo, me abrí paso entre el semicírculo de los visitantes, arreglándomelas para pasar precisamente junto a Mackenroth, que me guiñó un ojo. Quisiera creer que fue un gesto de reconocimiento. Pero mientras que sus ojos hacían ese guiño inocente, por abajo, a la altura del bolsillo de la chaqueta, actuaba de un modo bastante menos ingenuo: ágiles, veloces y con toda la delicadeza posible, sus delgados dedos abrieron el bolsillo de mi chaqueta y deslizaron algo en su interior. Solo tardaron un segundo en hacerlo, y acto seguido alisaron mi bolsillo para dejarlo como estaba y se apartaron de mí. Yo casi ni me di cuenta, pero debió de ocurrir de esa manera. No exagero si digo que solo nuestro Ole Plötz, especialista en carteras y bolsos de mano, podría haber repetido esa hazaña.

Al llegar a la puerta me volví de nuevo y me despedí rápidamente del gremio de psicólogos allí congregado, aunque me tomé mi tiempo para examinar la cara de Mackenroth: su rostro no revelaba nada de lo sucedido, pues se había puesto una máscara de indiferencia. Su aspecto era tal que habría desmentido cualquier sospecha sin necesidad de pronunciar una sola palabra.

Una vez afuera, en el corredor, deslicé mi mano en el bolsillo para averiguar qué era lo que el joven psicólogo me había dado tan disimuladamente. Poca cosa: palpé unos pliegos de papel unidos por una grapa y di la bienvenida a un paquete de doce cigarrillos. Fui inmediatamente a los servicios, donde escondí el paquete en mi media derecha. Doblé las hojas de papel, dándoles forma de espinillera y las coloqué en mi pierna izquierda. Me subí el calcetín y me ajusté el elástico. Con mucho cuidado, me bajé y alisé las perneras de mi pantalón. Me lavé las manos, bebí agua y me humedecí la frente. Todas las ventanas estaban abiertas: el viento primaveral, que quizá Himpel quería dejar entrar, le robaba al aroma de amoniaco toda su crudeza. Abajo, en el patio, un tipo silbaba el Rock Around the Clock con un ritmo demasiado lento. Para no tener que oír aquel engendro musical, abrí los ruidosos grifos de las tres cabinas e hice desaparecer el rock con el agua que caía y se perdía por las cañerías. Luego salí al corredor y me paré un segundo a escuchar junto a la puerta de Himpel. Sin embargo, no escuché nada, salvo un sonido parecido a un gemido placentero —como si a alguien le estuviesen dando un masaje—. Después fui a la escalera y bajé al despacho de material.

El despacho de material para oficina estaba en la planta baja del edificio de dirección, junto a la biblioteca. Ambas salas estaban unidas: las dos actividades, la entrega de libros y la entrega de material de oficina, las efectuaba un mismo hombre. Yo ya sabía quién se presentaría a mi llamada, quién me saludaría con una sonrisa maliciosa y quién me preguntaría algo mientras mordisqueaba alguna cosa: «¿Todo arreglado?». Era el mayor de todos nosotros. Allí todos estábamos obligados no solo a ganarnos su amistad, sino también a conservarla a base de obsequios y atenciones continuadas. Como llevaba ya cinco años y medio viviendo en la isla, se creía que podía reclamar un trato especial, y no había nadie que se atreviera a no cederle su postre si él se lo pedía con estas palabras: «Tu pudding quiere venir conmigo, Siggi. Ayúdale a que venga». Cuando su pelo corto y sus labios carnosos se acercaban a ti, cuando veías cómo preparaba sus espasmos y convulsiones durante la clase de alemán y después contemplabas cómo comenzaba a temblar y caía derrumbado, te dabas cuenta de que era capaz de muchas cosas. La imagen de un bolso de mano colgado del brazo de una mujer le inspiraba de tal forma que despertaba en él habilidades que llegaban tan lejos como para poder precisar el contenido de ese bolso solo con verlo. Lo que ya me parecía exagerado es que pudiera abrir cualquier modelo con una simple caricia, aunque hay dos aquí, entre nosotros, a los que parece que se lo ha demostrado.

En todo caso, Ole Plötz fue mi sucesor en la biblioteca. Él, como antes hacía yo, tenía a su cargo el despacho de material. Cuando escuchó mi llamada, se acercó y con una sonrisa maliciosa abrió la mitad superior de la puerta extendiendo un tablero y transformando la mitad inferior en un mostrador. Después se repantigó sobre él con los codos apoyados, levantó la cabeza y preguntó: «¿Todo arreglado?». Yo se lo confirmé, agucé el oído, metí la mano bajo la pernera de mi pantalón y, siempre atento a cualquier ruido, cogí el paquete de cigarrillos, saqué tres y los puse en la mano, siempre abierta, de Ole. Pero no había contado con su fino sentido de la justicia: él cogió el paquete con elegancia, contó con rapidez, constató que tres cigarros era demasiado poco, se sirvió en silencio y me devolvió el resto, tras lo cual levantó un dedo hasta su frente en señal de agradecimiento. «¿En qué puedo servirte?», preguntó, y entonces descubrí que lo que estaba mordiendo era un botón, un auténtico botón de cuerno, si no me equivoco, quizá de un abrigo de invierno. Le pedí un cuaderno sin rayas y un frasco de tinta, pero luego rectifiqué y le pedí dos cuadernos. Entonces Ole dijo: «Piénsate bien lo que necesitas. Hoy estamos generosos. Por mí puedes llevarte hasta cinco. Como si te llevas toda esta porquería… Tú ya no puedes sorprendernos».

«Me han castigado —dije a modo de disculpa—. Ya lo sabéis».

«Sí —dijo él—, ya lo sabemos, pero hasta ahora no nos habíamos topado con nadie que disfrutase de su castigo tanto como tú». «No os he estropeado nada», dije yo. Y él contestó: «Tras los muros no te has vuelto precisamente querido, pero hoy te lo perdonamos. Hoy estamos dispuestos a perdonaros a todos».

«¿Ocurre algo especial?», pregunté.

«Nada especial —dijo con una sonrisa maliciosa—. Habrá algunos traslados. Cambio de lugar. Cambio de aires. El hombre es un ser que debe emanciparse, como he leído en un libro, y cuando un ser emancipado abandona voluntariamente un lugar, surge la crítica, etcétera». «¿Es que queréis largaros?», pregunté. «Esperamos que vengas con nosotros» —dijo en voz baja—. Aguzó el oído hacia el pasillo y me agarró por el pecho, tirando de mí por encima del aquel mostrador improvisado para que me acercase a él. «Esta noche, a las once —susurró—. Ya está todo acordado. Somos seis». Quise saber de dónde habían sacado la barca, y él señaló, con desdén, que solo los que no saben nadar dependen de una barca. Le pregunté si estaba familiarizado con la corriente del Elba. Y él me indicó las ventajas que esa corriente podía suponer para los buenos nadadores. A Kart Joswig no podía ni quería verlo como un obstáculo; Eddi Sillus se había ofrecido a ocuparse de nuestro guardián favorito. Eddi, que siendo muy joven había ganado ya el cinturón de maestro de judo de la Alemania noroccidental.

Quise saber qué habían previsto para el caso de que una corriente favorable nos llevase hasta Hamburgo, a la zona de Blankenese, en la otra orilla. Pero cuando le pregunté, él me soltó, me examinó con malicia y no volvió a pronunciar una sola palabra. Con total tranquilidad, se encendió un cigarrillo, le dio unas cuantas caladas y volvió a apagarlo. Luego fue hasta los estantes, cogió tres cuadernos del montón y me los dio, igual que un pequeño frasco cuadrado de tinta que sacó de una caja, con brusquedad. Con esa misma brusquedad me tendió el talonario de recibos, señalándome con su índice puntiagudo el lugar donde tenía que firmar. No se me escapó el hecho de que Ole Plótz había terminado conmigo para siempre.

Sin embargo, no me podía permitir una despedida silenciosa y hostil. Y menos en aquel momento. Como cabía la posibilidad de que acabase regresando, traté de rebajar el tono de mi pregunta. Así que dije: «¿Y sabéis ya lo que vais a hacer cuando lleguéis al otro lado?». Él se mojó los labios carnosos, cerró la parte de arriba de la puerta y abrió la mitad inferior. «Mi hermana —aclaró—. Nos esconderemos en casa mi hermana. Su marido se va a embarcar». «Seguro que es un buen sitio para aguardar y soportar la primera tormenta», dije yo. Y él, como si sospechara: «¿Cuento contigo? No se deja a los amigos en la estacada, ¿verdad?». Echó una mirada vigilante al pasillo. «¿Entonces? —preguntó—… ¿A las once? Y no vas a necesitar ni abrir la puerta: nosotros iremos a buscarte».

¿Qué impresión le ciaría, plantado frente a él sin ser capaz de decidir, dividido entre el querer y el deber, entre sentirme aquí obligado y allí necesitado? Por un lado, me imaginaba nuestra evasión conjunta: Joswig atado, la carrera agazapados por los pasillos, el escuchar tensos a la sombra de las naves de los talleres, los saltos cortos de cada uno siguiendo al de delante hasta alcanzar los sauces de la dehesa que se encuentra junto a la playa, quizá hasta los mismos ladridos que el propio Philipp Neff escuchó de repente y que, literalmente, le llevaron a estrangular a un perro. Los movimientos hasta alcanzar el canal, vadeando y deslizándonos, hasta meternos despacio en el agua, hasta convertirnos en seis caras avanzando bajo la luna, derretidos entre destellos de plata, por decirlo así; pequeñas boyas desconocidas e inclinadas avanzando por el Elba, aprovechando con habilidad la corriente en dirección a Blankenese. Sentiríamos el hormigueo del frío, escucharíamos un grito y levantaríamos los brazos… No. No. Ningún grito, solo unas luces: las luces de Blankenese saludándonos y dándonos la bienvenida, la playa resplandeciente que tuvo también Philipp Neff ante sus ojos sin llegar a alcanzarla, y después seis figuras en fila india, remontando el cauce del río y creciendo poco a poco, que darían la impresión de emerger desde las profundidades del Elba.

Esto es lo que, por una parte, me imaginaba, y reconocía sus múltiples posibilidades. Por otro lado, veía mis cuadernos ya repletos de palabras, los sopesaba en la mano tal como habían hecho los psicólogos, pensando, bajo la mirada maliciosa de Ole, en el tema que Korbjuhn me había impuesto. La redacción sobre las alegrías del deber que ya había iniciado, el deber inicial, toda la información y las concesiones iniciales asaltaban mi mente. ¿Debía abandonarlas sin haber concluido mi narración? El puesto de policía más al norte de Alemania, el pintor, mi hermano Klaas, Asmus Asmussen, Jutta… ¿No tenía que darles la oportunidad de explicarse y defenderse? ¿Acaso debía bajar el telón y permitir que reinase sin más la oscuridad sobre mi llanura? ¿Tenía que dejar todo aquello en el pasado al que pertenecía? ¿Tenía derecho a apartarme voluntariamente de lo que tanto trabajo me había costado rememorar? ¿No debía, después de haber conseguido evocar tantas páginas, aguardar a que me llegasen los ecos? «No, Ole —dije—, no. No puedo. No. Lo siento pero no puedo. No puedo largarme con vosotros. No puedo dejar en la estacada mi ejercicio de castigo, todavía no». Él volvió a cerrar la parte baja de la puerta y dijo: «Sí que te han atrapado bien las alegrías del deber… Por mí, puedes ahogarte en ellas».

«Tienes que entenderlo», dije. «Coge tus cuadernos y lárgate», ordenó él. «Compréndelo, Ole», insistí. Y él, con su sonrisa maliciosa y un gesto de repugnancia: «¿Comprender? ¿Qué es lo que hay que comprender aquí, si hay uno que, voluntariamente, se dedica a remover la mierda? Coge tus cuadernos, pequeño, y lárgate». «¡Pero esperaos! —dije—. Más adelante, más adelante me iría con vosotros sin dudarlo». «Será esta noche. Eso se queda así», sentenció Ole. «Para mí es demasiado pronto», dije, y añadí además: «Tened cuidado con Joswig. Creo que se ha olido algo. Me ha dado la sensación de que andaba con la mosca detrás de la oreja». «Eso ya es solo asunto nuestro», zanjó y, con una mirada, me invitó a echarme atrás para que pudiera cerrar también la parte superior de la puerta.

Cambiando de tema, tratando de distraerle, le pregunté por la biblioteca, pero Ole Plótz ya no me escuchaba. Ole cerró la puerta desde dentro y las últimas palabras se las dije al letrero en el que ponía: Despacho de material. La suerte estaba echada, pero ¿quién había ganado? «Mucha suerte —le dije al letrero—. Espero que todo vaya bien esta noche». Regresé. Tenía que regresar con los cuadernos, con el tintero polvoriento pero lleno que me garantizaba la continuación de mi redacción. Nadie habría logrado persuadirme de que me apartara de mi trabajo, ni siquiera la invitación a la fuga fue suficiente. Tenía que volver, así que abrí con el hombro la puerta batiente y atravesé el violento rumor primaveral que el doctor Himpel estaba desencadenando en su despacho. Al parecer, estaba creando poderosos vientos para hacer regresar a las aves migratorias: estorninos, golondrinas —solo golondrinas aisladas— y cigüeñas. Primero se producía la gran entrada de la bandada completa, impetuosa y revoloteante, que recorría de lado a lado el edificio de dirección. Y no pudo evitar que su versión de la primavera acabara siendo al final un canto ya existente y mil veces cantado.

Afuera, en el aire claro, en aquel lugar arenoso bajo un sol suave, se sentía la auténtica primavera de Hamburgo. Habría que regar las coles. En los sauces, siempre balanceados por la corriente, no se veían estorninos. El cielo era de un color azul acuoso. Las lechugas y los repollos se acumulaban. El enjambre de psicólogos llevaba sus guardapolvos abiertos. En los talleres y en los huertos obligaban a mis amigos a descubrir las virtudes del trabajo. Junto a ellos, fumando, se encontraban los guardianes, fatigados de tanto vigilar.

No. No era la primavera de Himpel la que allí se estaba instalando y me hacía sentir frío mientras yo, impasible, cruzaba la plaza camino de mi cuarto. En todo caso, no sentía el menor deseo de contemplar el apremio con el que intentaba penetrar por cualquier resquicio. De repente, eché a correr. Corrí con los cuadernos bajo el brazo y el tintero en la mano. Naturalmente, algunos guardianes miraron hacia mí con recelo, pero como no tomé el camino de la playa, sino que desaparecí en el interior del macizo edificio, no hicieron nada. Si me hubieran seguido, no habrían tardado mucho en lamentar el esfuerzo, porque solo habrían podido constatar que un muchacho que llevaba el uniforme de los «difícilmente educables» subía a grandes zancadas la escalera de piedra hasta detenerse desconcertado frente a la caseta vacía del vigilante, trataba entonces de escuchar cualquier ruido procedente de los pasillos y, finalmente, gritaba impaciente, gritaba para que un vigilante fuera a encerrarlo. Después hubiesen sido testigos de que dicho muchacho, al que habían decidido educar, entraba en la desolada portería, buscaba inocentemente una llave y, al no encontrarla, se sentaba en la sucia silla giratoria a esperar.

Esperaba a Karl Joswig. Me entretuve registrando el escritorio y, sin embargo, no encontré nada salvo cincuenta billones de dinero obsoleto del tiempo de la inflación. Nuestro guardián favorito coleccionaba cualquier tipo de billete sin valor. Encontré también un bocadillo con un pedazo de queso, retorcido y duro como una piedra tras años de olvido. Para divertirme me puse a estudiar el cuadro sinóptico donde se detallaban las extensiones telefónicas más importantes: el ala oeste, el ala este, Dir. Himpel, cámara, oficina, alarmas. ¿Sonaría aquella noche la alarma? «Talleres 1 a 4 —leí—, jardineros, materiales, administración, hospital y cocina».

Karl Joswig no aparecía. Colgué de nuevo el cuadro en su sitio y descolgué entonces el calendario. Pretendía pasar el rato leyendo los refranes que había en sus páginas, así que retrocedí hasta el otoño y el verano para ir acercándome después a la primavera. Me quedé atónito al descubrir un dibujo: un hombre enorme, metido en el agua hasta los tobillos, rociaba una isla con su exagerado y musculoso pene. Pasé otra hoja: también el día siguiente estaba adornado con un dibujo bastante soez, una imagen que ofendía el concepto de belleza: de un culo en pompa salían unas enclenques, y digamos raquíticas, notas, que ascendían por el aire. Bajo la ilustración se leía, en caracteres de imprenta: Concierto especial de Himpel número 1. Perplejo, avancé hasta el siguiente día, un sábado: una chimenea satisfecha se inclinaba ante la puerta cubierta de musgo de un pajar. Fui pasando una a una todas las hojas, cada día tenía su correspondiente dibujo, su amargo eslogan, su saludo maligno. Todo el mes estaba estropeado gráficamente hasta la ofensa moral, repleto de indecencia y desvergüenza. Los trazos delataban la mano de Ole Plötz. No tuve que esforzarme demasiado para darme cuenta de que él había sido el autor. Y supuse que les dejaba sus obras maestras a los vigilantes como recuerdo. También Joswig recibía su merecido.

Tengo que confesar que cuando hojeé aquel calendario emborronado, en cuyos dibujos podía reconocerse cierto talento, me asusté. Me aseguré de que nadie me hubiera observado y colgué el calendario en la pared tal como estaba. ¿Conseguiría Ole escapar? ¿Conseguirían los demás hacerse con el Elba? Todas las historias que, sin proponérmelo, he retenido en mi memoria, empiezan y acaban mal. Todas.

Karl Joswig no aparecía. Saqué los cigarrillos, pero volví a esconderlos casi enseguida porque la garita de cristal no tenía ventilación. Saqué entonces, de la otra pernera del pantalón, las hojas que Mackenroth había doblado, las alisé y busqué con impaciencia algún mensaje personal en el que me dijera algo como: «Muy estimado Sr. Jepsen» o «Querido Siggi» o bien, con la pretensión de sonar cercano pero guardando al mismo tiempo las distancias, «Querido Siggi Jepsen». Pero no había tal mensaje. Lo que, clandestinamente, me había dado no era más que lo que me había anunciado expresamente: un esbozo de su proyecto de trabajo. El título, sin embargo, parecía ya cerrado: «Arte y criminalidad, a partir del caso de Siggi J.». Y todo estaba subrayado. ¿Debía leerlo? ¿Sería mejor no hacerlo? Me sentía como un objeto de estudio al que hubiesen puesto bajo una lente de aumento: «A. Influencias externas. I. El pintor Ludwig Nansen, un bosquejo…». ¿Valía la pena seguir leyendo? Wolfgang Mackenroth había escrito: «Puesto que la influencia activa y pasiva ejercida por el pintor Ludwig Nansen sobre el sujeto de estudio predomina sin duda alguna sobre cualquier otro tipo de influencia, incluyendo las de la escuela y las de la familia, parece indispensable, para la comprensión de las relaciones, aportar en primer lugar algunos datos biográficos y artísticos del propio pintor. Estos datos están sacados, principalmente, de la autobiografía La avidez del ojo (Zúrich, 1952) y del Libro de los amigos (Hamburgo, 1955), y también del volumen El lenguaje del color, de Teo Busbeck (Hamburgo, 1951). Aunque no de modo directo, sí contribuyen indirectamente a esclarecer la correlación entre el sujeto de estudio que se expondrá más abajo y…».

Levanté la cabeza, me aseguré de que no había nadie y me encendí con rapidez un cigarrillo. Notaba una débil inquietud, una presión caliente en las sienes y mi pierna derecha se balanceaba. ¿Sujeto de estudio? ¿Personalidad objeto de demostración? ¿Y qué? ¿Qué importaba eso? ¿Acaso era él la ola y yo el barco? Y El lenguaje del color no apareció hasta 1952. Él debería haberlo sabido.

Wolfgang Mackenroth escribía: «Max Ludwig Nansen, hijo de un campesino frisón, nació en Glüserup, cuyo paisaje trasladaría posteriormente a sus cuadros. Ya cuando asistía a la escuela de su pueblo natal comenzó a esbozar sus primeros dibujos, a pintar y a modelar. Fue aprendiz de un artesano de la madera, tallista, en una fábrica de muebles de Itzehoe, donde recibió también clases de dibujo en una escuela de ampliación de estudios. Al terminar su período de formación, trabajó en diferentes fábricas de muebles del sur y del oeste de Alemania, pero continuó acudiendo a clases nocturnas. Asistió a cursillos de perfeccionamiento en diversos museos y comenzó a plasmar en acuarela los paisajes que descubría durante sus solitarias excursiones a la montaña. En invierno, se dedicaba a esbozar estudios de desnudos y de cabezas. Soportó con arrogancia y sin que mermase su autoestima que varios directores de diversas galerías rechazasen sus primeros cuadros y que se le denegara el ingreso en una academia de arte. Según Busbeck, fueron los continuos rechazos de sus cuadros los que provocaron su decisión de abandonar un puesto como profesor de arte y dedicarse a su obra a tiempo completo. Los sucesivos viajes a Florencia, Viena, París y Copenhague finalizaron con un decepcionante regreso a la granja paterna. Su carácter solitario, propenso al aislamiento, y su temperamento propiciaron que “se encontrara perdido en mitad de los alegres y festivos centros del arte”. Según su propia confesión, necesitaba conexiones con la naturaleza, que poseía para él un valor alegórico, absoluto e incomparable. Amargado, pero obstinado, y con una inmensa seguridad en sí mismo, aceptó y soportó el reiterado rechazo de sus cuadros, a los que Busbeck llegó a denominar “Informes épicos del paisaje en color”. Ya en sus primeros lienzos reprodujo el legendario y fantástico inventario que él encontraba en la naturaleza. En una excursión por las marismas conoció a la cantante Ditte Gosebruch, que más tarde se convertiría en su esposa y compañera de vida y que le ayudó a superar los años de penuria y anonimato. La pareja se estableció temporalmente en Dresde, y luego en Berlín y en Colonia. La extrema pobreza, consecuencia de su obstinación en su concepto del arte, obligó a Max Ludwig Nansen a regresar a Glüserup. En el año 1914 se publicaron en la revista Nosotros imágenes de algunos de sus grabados en madera: motivos grotescos y legendarios de la patria norteña. La serie “Mi mar” se expuso en la galería Busbeck. Al estallar la guerra, se presentó voluntario y, al recibir la noticia de que, por razones de salud, quedaba exento del servicio, se encerró desilusionado todo un año en el taller de pintura que tenía en la finca de sus padres. De aquella época es el ciclo “El incrédulo Thomas visita Husum”. Tras la primera exposición colectiva en Hannover, Ludwig von der Goltz escribió un artículo sobre los grabados de Nansen y publicó poco después un volumen con litografías a color bajo el título Conocimiento de las rompientes de mar. Pero en Berlín seguían rechazándose sus cuadros. Una agrupación de pintores de Jena llamada “Mañana” invitó a Nansen a ingresar en su grupo. Pero después de enterarse, durante una breve estancia en Jena, de que el presidente del grupo era un eminente pacifista y admirador de los impresionistas franceses decidió, a pesar de que en principio había decidido aceptar, rechazar la propuesta. Los llamados “Cuadros de la cosecha del norte” se exhibieron en una exposición en Munich ese mismo invierno. Además, en Karlsruhe aceptaron la serie “Otoño en las marismas”. Durante los veranos solitarios que pasó en el Hallingen creó una serie de acuarelas que estaban dedicadas al mundo de los espectros, las fábulas y los espíritus oscuros de la naturaleza, así como a los poderes fantásticos. Ingresó, junto con su esposa, en un movimiento popular, pero salió de él entre protestas cuando supo que los miembros del círculo directivo del movimiento mantenían relaciones homosexuales. En una exposición celebrada en el Kunsthalle de Basilea, Nansen rasgó su cuadro Lanchas de turba, sin dar al respecto ninguna explicación. En el año 1928 se le nombró Doctor Honoris Causa por la Universidad de Góttingen, y en ese mismo año, el Museo de Arte Moderno de Nueva York adquirió su cuadro La sublevación de los girasoles. Max Ludwig Nansen dio mucho que hablar en Berlín cuando puso unos anuncios en el periódico en los que le pedía a un delincuente juvenil que le había dado una cuchillada en el pulmón cuando le cogieron en falta que accediese a reencontrarse con él. Quería adoptarlo. Tras la adquisición de Bleekenwarf, la pareja rara vez abandonaría ya el entorno rural. Nansen se volvió —en palabras de Von der Goltz— un “despreciador de las ciudades”, en las que solo encontraba “una concentración de corrupciones y de intelecto improductivo”. En Bleekenwarf nació su ciclo “Historias de un viejo molino de la costa”. Aunque el influyente marchante de arte Malthesius le hizo la oferta más elevada que Nansen jamás había recibido, no llegaron a ningún acuerdo. Y como, años atrás, Malthesius había hecho esperar infructuosamente durante cuatro horas al entonces joven pintor, Nansen, por su parte, le hizo esperar también cuatro horas sin darle una respuesta. Aunque al principio dio la bienvenida a los acontecimientos políticos de 1933, un año más tarde rechazó, con un telegrama que en los círculos artísticos se citaría a menudo, su nombramiento como director de la Escuela Estatal de Arte. “Este nombramiento supone un honor, gracias. Stop. Padezco de alergia a los colores. Stop. El marrón pardo reconocido como causa desencadenante. Stop. Lamentándolo profundamente. El pintor Nansen”. No tardaron en expulsarle de la Academia Prusiana de las Artes y de la Cámara del Reich para las Bellas Artes. La impresión que le produjo la confiscación de ochocientos de sus cuadros, que habían adquirido en su día numerosos museos alemanes, hizo que Max Ludwig Nansen abandonara el NSDAP, el Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores Alemanes, en el que había ingresado solo dos años después que Adolf Hitler. Publicó, de modo conjunto con Teo Busbeck, el escrito “Color y oposición” (Zúrich, 1938). Rechazó la invitación a un debate en Berlín con la excusa de que estaba muy ocupado, pues debía volver a pintar algunos de los cuadros requisados. El puesto de policía de Rugbüll recibió la orden de registrar, a ser posible, a cualquier visitante extranjero que se presentase en Bleekenwarf. Según Von del Goltz, en los meses anteriores a la guerra aparecieron algunos cuadros en los que “el pintor demostró de una vez por todas que el gran arte también contiene una venganza frente al mundo, pues condena a la inmortalidad aquello que este quiere despreciar”».

Leí este sucinto resumen rápidamente y he de reconocer que no encontré objeciones rotundas. Pero me di cuenta de que alguien parecía estar taladrándome con la mirada, una mirada que llegaba del pasillo. No levanté la vista enseguida; primero doblé el borrador de Mackenroth, lo metí entre las páginas de uno de los cuadernos y cogí otro, abriéndolo de golpe para que pareciese que estaba continuando con mi lectura anterior. Solo entonces levanté la cabeza y reconocí a Joswig. Le lancé una sonrisa estratégica. No se acercó. Se quedó de pie, con los hombros caídos, balanceando los brazos; un chimpancé triste y uniformado que expresaba sus quejas con la mirada y con la postura de su cabeza. Recogí mis cuadernos, me acerqué a él y, antes de que él pudiera comentar nada, dije: «¡Concedidos! Lo han comprendido: puedo continuar con mi redacción. Por desgracia, no he podido encerrarme a mí mismo…».

«Iscariote —dijo en voz baja—. Pequeño Iscariote». Yo le mostré los cuadernos vacíos y el tintero y dije: «Las próximas semanas están aseguradas». Él, en silencio, no dejaba de mirarme. De repente, señaló la pernera de mi pantalón y ordenó: «¡Los cigarrillos!». Solo después de que se los entregara, dijo: «¡Adelante! ¡Nadie más debe molestarte!».