3. Las gaviotas

Alguien espiaba a través de la mirilla de la puerta. Lo noté enseguida. Solo necesité interpretar aquel escalofrío que recorría mi espalda para saber que un ojo escudriñador, digamos un ojo frío y analítico, se había pegado a la mirilla y me acechaba mientras yo escribía sin descanso. La primera vez que sentí que me estaban observando fue durante el pasaje en el que mi padre y el pintor bebían. Desde entonces, aquella larga y castigadora mirada, semejante al hormigueo que produce la arena fina al caer sobre la piel, que apuntaba directamente a mi nuca ya no me quiso abandonar. Acto seguido escuché ruido de pasos frente a la puerta de mi cuarto, advertencias y también algunos gritos amistosos medio reprimidos, así que supuse que no menos de doscientos veinte psicólogos impacientes habrían acudido a ese pasillo exponiéndose a las corrientes de aire para tratar de recabar información sobre mi castigo y sobre mí.

La imagen que yo les ofrecía desde la mirilla debió de excitarles tanto que algunos no pudieron evitar que se les escaparan ciertas exclamaciones espontáneas como «¡Síntoma de Bulzer!» u «¡Ola simultánea objetiva!». Y tal vez, quién sabe, puede que aún continuaran desfilando para turnarse a fin de mirar por el agujerito si yo no hubiera terminado con la escena violentamente. La inquietud que sentía en mi nuca y el martilleo del dolor en la espalda era tal que tomé la decisión de concentrar en mi espejo de bolsillo el reflejo de la luz de la bombilla, que proyecté, por sorpresa, contra la mirilla. El luminoso rayo la despejó de un plumazo. Desde fuera me llegaron una exclamación y un comentario que quedó a medias, a los que siguieron el sonido de unos movimientos desordenados y de los pasos de aquella brigada que se alejada sumida en una creciente confusión. Entonces, mi espalda consiguió relajarse de nuevo y dejé de experimentar ningún tipo de dolor.

No sin cierta satisfacción, pasé la mano sobre mi cuaderno de redacción y practiqué unos ejercicios de relajación junto a la mesa. Pero en ese momento escuché el ruido de una llave al introducirse en la cerradura y la puerta se abrió de golpe. Joswig, todavía ofendido, irrumpió en el cuarto sin hablar pero con la mano abierta, exigiendo que le entregara la redacción, el tributo de la clase de alemán que Himpel o Korbjuhn, probablemente el director Himpel, le habían exigido recaudar. Simulé estar sorprendido, incluso asustado, aunque no le ahorré una mirada desafiante, pero nuestro guardián favorito señaló hacia el incipiente amanecer sobre el Elba y dijo: «Dame eso para que puedas salir de aquí». Al mismo tiempo agarró mi cuaderno pero, cuando lo dobló y deslizó las hojas, con un zumbido, bajo su pulgar, se convenció de que yo no había estado inactivo.

Cuando, poco después, constató: «Ya ves, Siggi. Al final uno siempre acaba cumpliendo con su deber. Aunque se trate de una redacción», me pareció notar en su voz una alegría paternal. Como muestra de reconocimiento, me puso una mano sobre el hombro, mientras sonreía y asentía. Apreciaba que me hubiese pasado toda la noche escribiendo. Me anticipó elogios por parte del director. Después, me miró agradecido y se ofreció a llevar mi cuaderno hasta el edificio de dirección, y ya se dirigía a la puerta cuando le llamé y le reclamé que me lo devolviese. Nuestro vigilante favorito me miró sin entender, y también con desconfianza, apretó el cuaderno enrollado, lo levantó en alto y dijo: «¡Pero, Siggi…! ¡Ya has cumplido con tu castigo!».

Negué con la cabeza. Dije: «El castigo acaba de empezar. De momento solo he esbozado Las alegrías del deber. Eso es solo el principio».

Karl Joswig hojeó un poco el capítulo inicial, contó las páginas y preguntó con incredulidad: «¿No has terminado a pesar de haber trabajado toda la noche?». «El origen —dije—, solo he descrito el origen de la alegría». Y él, de nuevo ligeramente molesto: «¿Tiene que ser tan largo?». «Es que las alegrías duraron mucho», contesté. Y añadí: «Un castigo debe tomarse en serio, ¿no?». Él me lo confirmó. «Si el castigo tiene éxito —dijo—, también lo tendrá el propósito de enmienda». «¡Justo!», exclamé. «Tú ya sabes lo que espero de ti», dijo él. «Sí», repuse yo. «Me debes una redacción en condiciones —señaló—. Y vas a quedarte en esta celda hasta que la termines. Comerás solo. Dormirás solo. Tú decidirás en qué momento quieres volver con nosotros».

Después me recordó las palabras del director Himpel, repitiendo que mi castigo era a tiempo indefinido, sin fecha de entrega, etc. Y, para terminar, antes de irse a buscar mi desayuno, me devolvió el cuaderno y preguntó con sincero interés: «¿Es una carga muy pesada la que te han impuesto?».

«Las alegrías del deber», dije yo.

«Lo siento —dijo él, y, de forma casi inaudible—: Lo siento mucho, Siggi». De modo instintivo, metió la mano en su bolsillo, sacó dos cigarrillos algo arrugados, una cajita plana de cerillas, lo lanzó todo rápidamente bajo mi colchón y me advirtió, sin mucha efusividad: «Fumar en las celdas está prohibido». «Sí», afirmé yo.

Dicho esto, se marchó y, desde el desayuno, permanezco junto la ventana enrejada, contemplando el amanecer sobre el Elba, sobre la superficie helada del río de la que poderosos remolcadores y el rompehielos Emmy Guspel cortan efímeras piezas. Las boyas se inclinan por el empuje de las placas de hielo. En dirección a Cuxhaven se despliega en el cielo una silueta que recuerda a una pancarta ocre, junto a la cual, en este instante, se forman nubes de nieve. La pequeña y desgarrada llama de la refinería de petróleo se doblega ante las rachas crecientes de viento, que se vuelven cada vez más fuertes y furiosas y traen hasta mí el traqueteo de los martillos del astillero.

En nuestros talleres, y también en la biblioteca de la isla, en la que me sustituye ahora Ole Plötz, el especialista en bolsos de mano, hace ya un buen rato que comenzaron a trabajar, pero eso no me agobia en absoluto. No deseo estar con mis amigos. Ni siquiera echo en falta a Charlie Friedlánder; él, que sabe imitar a cualquiera o a cualquier cosa, voces y movimientos, como la voz de Korbjuhn, por ejemplo, o los ademanes de Himpel. Quisiera quedarme aquí solo, solo en esta celda, que en este momento me parece un trampolín oscilante. Debo tirarme desde lo alto, debo saltar y bucear, una y otra vez, las que hagan falta hasta llegar a recuperar y subir todas, por expresarlo de algún modo, todas las fichas de dominó del recuerdo, que luego colocaré sobre mi mesa, una a una.

Otra vez pasa, Elba abajo, un buque cisterna, el sexto ya desde el desayuno. Se llama Kishu Maru o Kushi Maru, da igual, y llegará a su destino, como el Claire B. Napassis y el Betty Oetker. El agua apenas les cubre, navegan como elevados sobre la superficie y sus hélices rotan en el aire, batiendo una especie de sopa de agua helada. Pasaran por Glückstadt y por Cuxhaven y, a la altura de las islas, creo yo, seguirán la ruta obligada hacia el Oeste. Sí, cuando pasen a nuestra altura. Más o menos.

Pero de ninguna manera querría embarcarme en este momento rumbo a Dhahran o Caracas. No puedo permitirme emprender una travesía solo por capricho o porque tenga ganas; yo también debo seguir mi curso, que es también un «trayecto obligado», y que conduce hasta Rugbiill, hasta el muelle del recuerdo, donde todo está amontonado y preparado para mí. Mi cargamento me espera en Rugbüll. Rugbiill, o Glüserup, en todo caso, es mi puerto de destino, y por eso no puedo dejar el timón en manos del azar.

Con qué insistencia se me ofrece y se me impone en este instante todo, ahora que hemos soltado amarras. Y con qué facilidad se deja recuperar. Basta con que desenrolle la planicie, cave dentro unas zanjas y oscuros canales por los que distribuyo esclusas y compuertas holandesas, coloque sobre las colinas artificiales los cinco molinos que podía divisar desde nuestro cobertizo —entre ellos mi querido molino sin aspas— y rodee con el dique, como si fuese un brazo protector, esos molinos y las casas pintadas de blanco y marrón rojizo. Además, levanto en el Oeste el faro coronado en rojo y hago que el mar del Norte ascienda por las tablas… Justo allí, desde la caseta de madera en la que el pintor observa cómo llegan y se retiran las olas, y sus lavados espumosos. Y entonces solo necesito seguir el delgado camino para encontrarme con mi Rugbüll ante mí. Primero con el letrero «Puesto de policía de Rugbüll», bajo el que con tanta frecuencia estuve esperando a mi padre, algunas veces a mi abuelo y rara vez a Hilke, mi hermana.

Con qué calma se abre ahora todo ante mí: el campo, la luz hiriente, el camino, los estanques de turba o el letrero, que estaba clavado en un poste descolorido. Con qué tranquilidad brota todo de las profundidades del mar: las caras, los árboles torcidos, las horas de la tarde en que el viento amainaba… Todo regresa a mi memoria y de repente vuelvo a estar descalzo bajo el letrero, observo al pintor —o más bien el abrigo del pintor—, que ondea oblicuo en el dique y se dirige hacia la península. Aquí, en el norte, es primavera, y corre un aire salado y frío, y yo aguardo en mi escondite, en aquel viejo carromato sin ruedas cuya vara quedó apuntando hacia arriba. Allí espero a mi hermana Hilke y a su prometido, que están a punto de dirigirse a la península para recoger huevos de gaviota.

Les había dado la lata pidiéndoles que me llevasen con ellos, pero Hilke no quería. Hilke decidió sencillamente: «No es una cosa para ti», y por eso, para esperarlos y seguirlos, a ser posible sin que se diesen cuenta, me había tumbado, hecho un ovillo, sobre la astillada superficie del remolque del carromato. Mi padre estaba sentado en su pequeña oficina, a la que no me dejaban entrar, escribiendo informes con su caligrafía inclinada, mientras que mi madre se había encerrado en el dormitorio, como hacía con frecuencia en aquella primavera malograda en la que Hilke nos trajo a casa por vez primera a su prometido, a su «Addi», pues así llamaba ella a Adalbert Skowronnek. Les escuché salir de casa. Después, desde una rendija del cobertizo, los vi dirigirse hacia el camino. Hilke, mandona y acostumbrada a salirse siempre con la suya, iba delante. Él, con sus piernas anquilosadas, un paso atrás, como siempre. No hubo manos entrelazadas, creo yo, ni brazos que se cruzaran o que buscaran reposar en la cadera del otro. Tampoco parecieron conversar, ni siquiera mediante gestos, mientras, entre los sonidos siseantes de sus impermeables, se dirigían primero al camino y luego en dirección al dique, sin mirar atrás. Continuaron avanzando de ese modo, cohibidos, como si se supiesen observados, con movimientos demasiado similares, pero preocupados, sobre todo, por no causar otra impresión que la de ser dos que solo esperaban encontrar, como mucho, huevos de gaviota. La rigidez instintiva de sus espaldas, su deambular pesado, como si calzasen zapatos de plomo, su manera de evitar cualquier contacto físico… Todo era consecuencia de la cortina del dormitorio, que se movía levemente, se levantaba abombada y caía de nuevo o se arrugaba precipitadamente.

Yo sabía con certeza que ella estaba allí. Sabía que observaba todo desde ahí arriba, con desaprobación y, a su manera, fuera de sí, con los labios apretados en un gesto de desdén y su cara imperturbable, severa y enrojecida. «Gitano», se limitó a decirle en voz baja a mi padre, desconcertada, cuando supo que Addi Skowronnek era músico, acordeonista, y que trabajaba en el Pazifik, el mismo hotel de Hamburgo en el que Hilke estaba empleada de camarera. «Gitano», y a continuación Gudrun Jepsen, la figura maternal de mi vida, se encerró en el dormitorio.

Me quedé en silencio echado en el carromato, con las sienes apretadas contra la superficie del pescante y una rodilla encogida. Observaba la cortina y escuchaba las voces que se alejaban hacia el dique, hacia el mar, y aguardé hasta que dejé de percibir movimiento tras la ventana del dormitorio y las voces se volvieron inaudibles. Entonces bajé del carro y salí pitando hasta la zanja que se abría junto al camino y desde ahí comencé a seguirlos agachado, al resguardo del terraplén.

Hilke llevaba la cesta de rafia. Avanzaba ligeramente inclinada, como si quisiera tomar impulso antes, como si quisiese abandonar los terrenos de la casa con solo un salto. Sus zapatos blancos, que ella había blanqueado con pasta de yeso, resplandecían sobre el camino rojo. Su largo cabello, que en casa llevaba suelto, estaba en ese momento recogido bajo el cuello del abrigo, pero no con la firmeza suficiente, no lo había metido suficientemente adentro, pues los mechones rebeldes salían o se escapaban una y otra vez, de manera que desde atrás parecía no tener cuello y su cabeza se asemejaba a una bola achatada. Sus piernas excesivamente juntas, con las pantorrillas tan duras y demasiado metidas hacia dentro, parecían en ocasiones a punto de tropezar. Las pantorrillas se rozaban a veces y chocaban entre sí, pero ella no lo notaba, nunca lo notó, probablemente porque en su forma de caminar ponía la misma energía desconsiderada y ciega que en el resto de las actividades y los planes que perseguía. Hormigas, quisiera avisarle, hormigas rojas. Ni una sola vez miró ella a su alrededor, jamás comprobaba ni verificaba nada, mientras que él, Addi, el acordeonista, volvía rápido la vista atrás una y otra vez, mientras se movía de forma ligeramente vacilante e indecisa; tanto que llegué a pensar que acabaría descubriéndome o que en cualquier instante se le ocurriría algo más interesante que recoger huevos de gaviota. Iba fumando, pero llevaba las manos en los bolsillos porque tenía frío, y el viento agrupaba el humo en nubecillas que lanzaba por encima de sus hombros. De vez en cuando, daba un salto y unos pasos hacia atrás, avanzando contra el viento mientras se arrebujaba en su impermeable. Entonces podía reconocer su rostro, un rostro pálido, febril y áspero, que siempre mostraba la misma expresión: la máscara de una condescendencia que empleaba al saludar y que tampoco se quitaba de la cara cuando mi madre no le invitaba a sentarse o cuando los vecinos, durante las visitas a las que Hilke lo llevaba a remolque, no le dirigían la palabra. Nadie lo aguantaba, cosa que le hacía sufrir. Nadie sabía nada de él, cosa que le alegraba y también le asustaba, porque lo único que demostraba era esa condescendencia con la que se presentaba ante nosotros y que se grabó para siempre en nuestra memoria.

Pero no permitiré que desaparezcan tras el dique, no debo perderlos de vista, y los sigo de la forma en que los seguía entonces: agazapado en el terraplén de la cuneta, erguido cuando pasaba tras la protección de la esclusa, despreocupado ya cuando me encontraba al cobijo de los cañaverales y finalmente pegado contra la cresta del dique, donde, en caso de que mirasen alrededor, solo necesitaba agacharme para que no me descubriesen. Cruzaron el dique por donde mi padre solía empujar la bicicleta cuesta arriba en sus innumerables viajes a Bleekenwarf. Una vez arriba, no admiraron el inmenso mar, sino que bajaron enseguida, bordeándolo, hacia el sendero que corría junto a la orilla protegida por la curva del dique, y que llegaba hasta la posada Wattblick y hasta la península.

Allí, muy juntos, se detuvieron. Hilke apoyaba un hombro en el pecho de él y señalaba hacia el mar del Norte, donde yo no atisbaba nada destacable. Describió con el brazo estirado un amplio arco y, al hacerlo, pareció regalar a su prometido el propio mar del Norte, con sus moluscos, sus olas, sus minas y sus barcos naufragados en el fondo turbio. Addi le puso a mi hermana una mano en el hombro. La besó. Luego le quitó la cesta de la mano para que ella tuviese la posibilidad de abrazarlo, pero Hilke no lo abrazó, sino que dijo algo, a lo que él replicó adoptando una postura bastante tensa. Y entonces señaló con su mano la punta arenosa y destellante de la península: era él quien, por su parte, parecía regalarle a mi hermana un fragmento del mar del Norte, aproximadamente un kilómetro y medio cuadrado.

El mar azotaba las piedras del malecón, las salpicaba allá donde se encontraban y de sus hendiduras salían disparadas vertiginosas lenguas de espuma que volvían a caer ruidosamente. Y más allá, sobre el mar, crecía y se aproximaba, como el oscuro aparejo de buque, un grupo de nubes de lluvia, hinchadas por el viento su gavia, su juanete y su vela mayor. Addi, al parecer, se dispuso a hacer un comentario, a lo que mi hermana también añadió algo y se dobló por la risa, de modo que a él, aparentemente, no le quedó más remedio que sujetarla del brazo como si fuera un policía que conduce a un recluso.

Justo al lado del sendero se extendía una franja de algas marinas, resecas plantas herbáceas y guijarros que habían depositado allí las mareas y, en paralelo a esta, discurrían otras líneas más antiguas. Así, cada subida de la marea había dejado a su paso sus propias marcas, sus rayas de recuerdo, como testimonios de la fuerza y la furia del mar durante el invierno. Cada marea había llevado consigo un botín de cosas diferentes: una había arrojado en tierra raíces blanqueadas por el agua; otra, trozos de corcho y una conejera destrozada. Ahí se podían encontrar marañas de algas marinas y moluscos y redes rasgadas y vegetales teñidos por el yodo que parecían colas grotescas. Mi hermana y el acordeonista dejaron todo eso atrás, y continuaron caminando en dirección a la península. No subieron a la posada Wattblick, sino que caminaron siguiendo la orilla, cogidos de la mano con sus rostros ardientes mientras alcanzaba la espuma de las olas. A lo lejos, donde la plana península se adentraba en el mar del Norte, se podían ver las crestas lanudas de las olas blancas llegar hasta la playa, apareciendo primero en la lejanía oscura y rompiendo después en arenas poco profundas. Igual que un fuego que devora y echa espuma, se iban acercando, subiendo y bajando, acompañadas de un rumor incesante.

La península parecía la proa cortante de un navío sobre el mar. Solo poco a poco ascendía como una espalda arqueada, sin árboles, cubierta de fuertes carrizos. Allí anidaban las gaviotas. Allí, cada primavera, construían sus pobres nidos, entre la cabaña del guarda ornitólogo y la del pintor, que, situada al pie de una duna, tenía una ventana baja, pero muy amplia, que miraba hacia el mar.

Entonces, protegido por la posada, caminé a lo largo del dique, perdiendo de vista a Hilke y a su Addi, ese acordeonista que, presumiblemente por deseo de mi hermana, había cargado con su acordeón hasta nuestra casa y probablemente también lo habría tocado después si no hubiera sido porque mi madre, con una desaprobación silenciosa, abandonaba la habitación cada vez que él agarraba el instrumento, que estaba adornado con las iniciales A. S. labradas en plata o bien con un baño plateado. Mi padre habría escuchado con gusto su canción favorita, y a mí mismo me habría gustado que Addi tocase, pero, dado que quedaba patente que mi madre no lo soportaba, el pesado acordeón había quedado olvidado en la habitación de Hilke. Muchas veces me tentó la idea de tocar el instrumento en secreto, de noche, en mi viejo carromato.

Me quedé quieto en la plataforma de madera de la posada y miré a hurtadillas al comedor por una de las dos ventanas. Había un único hombre, de aspecto oscuro, sentado a una de las mesas vacías. Me sacó la lengua e hizo como si quisiera arrojarme el cenicero, donde había una raspa mordisqueada de caballa. Y yo salí pitando de ahí, agachado a lo largo de la cristalera, y enseguida alcancé el terraplén del dique, desde donde Hilke y su prometido quedaban enfrente de mí. Caminaron uno detrás de otro por las piedras del rompeolas de la orilla, en dirección a una pendiente de bajada que terminaba en la plana y luminosa playa de la península. Y cuando cruzaron la playa, otra vez cogidos de la mano, con el mar al fondo, entre maderas flotantes y algas, mientras, en esa soledad, se dirigían hacia las dunas, se les habría podido confundir con Timm y Tiñe, la pareja de la novela de Asmus Asmussen Fosforescencia del mar.

No. Eso es inverosímil, pues Timm no habría señalado con preocupación hacia la espesa cortina de lluvia que amenazaba el mar del Norte, y, sobre todo, no habría sentido el frío que Addi sentía. Tampoco se habría agachado tanto ni se habría asustado cuando una gaviota marina azul, un proyectil que se acercó con un sonido silbante, se precipitó sobre él. Addi sintió un miedo tal que no solo se agachó, sino que también se apartó. Por eso no vio que el ave detenía su caída muy cerca de él y remontaba el vuelo hasta una altura más segura, aprovechando el viento, desde donde le lanzó penetrantes gritos de advertencia junto con una especie de risa sarcástica y quejosa. Siempre empezaba así: una gaviota azulada, un gaviotín, una gaviota sombrero iniciaba el ataque… Ninguna de las gaviotas que pueblan nuestra costa entrega sus huevos de modo voluntario. Atacan, con sus ojos rojos y sus picos amarillos. Son simulacros de ataque.

Supongo que el acordeonista jamás había vivido algo así: cómo, de golpe, dos millones de gaviotas se elevaban con gritos penetrantes, tupiendo una nube gris-plateada sobre la península con gran ruido y aleteo, una nube demencial e indignada que subía, bajaba, se desplazaba y se formaba con estrépito, al tiempo que otra blanca, de plumas de gaviota, descendía. Era una nieve de plumones que rellenaba el valle entre las dunas, tan mullida y caliente que mi hermana y su prometido habrían podido, sin más, irse a dormir si así lo hubiesen querido. Ante esa imagen, por decirlo así, el corazón me dio un vuelco.

En cuanto las gaviotas hubieron despegado de sus pobres nidos creando un nuevo y ruidoso cielo, bajé por el dique hacia la playa, me puse a cubierto detrás de un cajón roto de pescado y allí me quedé, sin aliento, entre el alboroto que llenaba el aire. En mi mano agarraba con fuerza el bastón con el que, si era necesario, rompería la cabeza de una de esas gaviotas buceadoras gris azuladas. O tal vez solo le rompería el ala, la llevaría a casa y le enseñaría a hablar.

Hacía ya mucho que las gaviotas me habían descubierto: también sobre mí giraba la nube, también sobre mí chasqueaban y aleteaban con movimientos iracundos. Y mientras las corpulentas gaviotas alcalde intentaban ganar altura, como pesados bombarderos, los ágiles gaviotines volaban a poca altura sobre la playa, descendían sobre mí con elegante furia y daban la vuelta a mi lado, dejando el silbido de sus corrientes de aire, y después se adentraban dibujando vertiginosas curvas en el mar, desde donde se preparaban para nuevos ataques.

Me levanté de golpe, haciendo girar rápidamente el bastón sobre mi cabeza, como alguien, no recordaba quién, había hecho con su espada para permanecer seco bajo la lluvia. Y así, moviendo los brazos y lanzando golpes, abandoné la playa. En medio de aquellos veloces ataques silbantes, seguí las únicas parejas de huellas que había en la arena húmeda.

Tras una breve y esforzada carrera entre los descuidados lugares de puesta, donde estaban los huevos verdeazules, grises y marrón oscuro, volví a tenerlos frente a mí.

Addi estaba muerto. Tumbado de espaldas. Una gaviota cana lo había matado, o diez gaviotas arenqueras, o sombrías, o noventa elegantes golondrinas de mar. Lo habían agujereado y acribillado. Mi hermana permanecía de rodillas a su lado. Se ocupaba de recomponer su ropa con actitud serena y pertinente; en todo caso, sin quejas. Ella, que todo lo dominaba, planeaba y organizaba, y que podía soportarlo todo, excepto la inseguridad y los titubeos. Inclinó mucho su cara sobre la de él, lo abrazó, se le echó encima y, al final, lo consiguió: las piernas de Addi volvieron a hacer breves movimientos convulsivos, como si empujasen o golpeasen o se encogieran. Levantó los brazos, sus hombros también sufrieron espasmos y su cuerpo se arqueó.

Lo olvidé todo. Blandiendo mi bastón contra las gaviotas quejosas que bajaban en picado, corrí hasta donde ellos estaban, me tiré de rodillas sobre la arena y vi estremecerse la descolorida cara amoratada de Addi. Vi cómo apretaba sus mandíbulas y sus dientes castañeteaban. Sus dedos estaban crispados y curvados, con los pulgares escondidos en el interior de sus puños. Su piel brillaba por el sudor. Cuando abrió la boca, pude ver que la punta de su lengua estaba llena de cicatrices.

«Déjalo —dijo mi hermana—. No lo toques». No tuvo tiempo para sorprenderse por el hecho de que yo estuviese ahí, de repente, a su lado. Abotonó la camisa de Addi, acarició con timidez su cara, ni excitada ni asustada, sino tímida, y pude observar cómo Addi se calmaba con sus caricias, lanzaba un suspiro y se levantaba con una sonrisa temerosa, haciéndome un gesto de saludo cuando descubrió que yo, con mi bastón, mantenía a las gaviotas lejos de él.

Agitaba mi bastón en todas direcciones, desconcertando a las gaviotas atacantes y poniendo fin a su caída sobre nosotros. Hice como si no tuviera tiempo para ocuparme de los reproches que mi hermana me debía de estar preparando y me dediqué a practicar esgrima para defender a Addi. Sí. Despejé, para salvarlo, todos los puntos cardinales de la rosa de los vientos, emprendí con pasos de ataque, con saltos y con golpes de muñeca la lucha defensiva contra los pájaros, mientras que Hilke, a toda prisa, acumulaba huevos en la cesta de rafia y Addi, aturdido, permanecía quieto en el sitio y se pasaba la mano por la nuca; una nuca, como pude constatar, sorprendentemente vieja, llena de surcos, como un cuero curtido.

De pronto, las gaviotas cambiaron su táctica. Al parecer, se habían dado cuenta de que con los simulacros no conseguían nada. Solo algunas kamikazes, sobre todo gaviotas canas, seguían precipitándose sobre nosotros con sus patas palmípedas aún extendidas, con sus picos abiertos de par en par, mostrando una garganta de coral rojizo, bamboleantes como aviones Junkers 87. Pero esas eran solo unas pocas, difusas, rezagadas. Las otras, en cambio, formaron una nube compacta sobre nosotros: aleteando ruidosas en el sitio, nos atacaban con sus chillidos. Como los vuelos en picado no habían servido, trataban de hacernos huir con su griterío de gaviotas. Todo chirriaba, todo retumbaba, todo crujía, todo graznaba y hasta maullaba. Aquel agudo sonido penetraba en el cerebro y en la médula espinal, haciendo que se te pusiera la piel de gallina.

Addi, sonriente, se tapó los oídos. Hilke, agazapada, recogía huevos en la cesta de rafia mientras los excrementos de gaviota la alcanzaban una y otra vez. Yo no hacía otra cosa que lanzar al aire golpes de bastón, causando así un revuelo de plumas. Entre tanto cuerpo y movimiento, en ciertos momentos el bastón desaparecía, y en una ocasión hasta alcancé de lleno a una gaviota marina, pero no cayó, no se derrumbó a mis pies. Era incapaz de perforar ese cielo excitado de gaviotas, no conseguía intimidarlas ni calmarlas. Las gaviotas emitían un ruido atronador, pero lo aguantábamos.

En determinado momento, una gaviota intentó picar mi pierna y, como no la alcancé con el bastón, le lancé un huevo, que se hizo añicos contra su espalda. La yema reventada le dejó un blasón amarillo de nobleza y el ave emprendió el vuelo hacia Brasil.

Addi me hizo un gesto de reconocimiento: había contemplado mi tiro certero. Se me acercó y me cubrió bajo su impermeable, porque desde el mar nos llegaban las primeras ráfagas de lluvia, los primeros y fuertes embates, que empujaban los carrizos hacia el suelo y que levantaban y sublevaban la arena lanzándola contra mis piernas desnudas.

Llamó a Hilke, que seguía empecinada recogiendo huevos. Le señaló hacia el frente de lluvia y hacia el mar del Norte. La línea curva del horizonte marino, cubierta por una cortina blanquecina que soplaba hacia nosotros, no tardó en nublarse. El agua relampagueaba y brillaba en primer plano y el viento desgarraba centelleantes velos o colas de vestido de las crestas de las olas.

«¡Termina ya!», gritó Addi, pero mi hermana no lo escuchaba, o lo escuchaba y prefería llenar del todo la cesta. La seguimos despacio. Es decir: sin dejar de movernos entre las gaviotas, fui despejando nuestro camino hasta llegar donde ella estaba. Me sentía bien bajo el impermeable de Addi, donde me reservé una ranura para ver y para golpear. Notaba el calor de su cuerpo, escuchaba con atención su respiración acelerada. Recibía la ligera presión de su mano en mi hombro como algo que me aliviaba.

«¡Termina ya!», volvió a gritar, porque de repente el viento se había detenido y había comenzado a llover. Hilke, pequeña y ensimismada tras el impetuoso sombreado y rayado de la lluvia, seguía corriendo entre los desordenados lugares de puesta. Hasta que un relámpago estalló en el mar, o más bien se desgarró. Las raíces de un rayo quebraron el horizonte oscuro, y un manso y, hasta me atrevería a decir, acogedor trueno resonó en el mar del Norte a poca distancia de donde nos encontrábamos. Fue en ese preciso momento cuando mi hermana se enderezó, miró hacia el mar, luego a nosotros, indicó un punto con el brazo estirado y corrió, con dificultad por sus pantorrillas torcidas, en la dirección que había señalado. Ante aquello, a nosotros no nos quedó otra opción que seguirla.

Las gaviotas se elevaron abriendo de par en par sus picos, preparándose para el ataque. Una cascada de gritos dementes se precipitaron sobre nosotros mientras huíamos de la lluvia y la tormenta por la arena, atravesando el valle de dunas y subiendo a la duna más alta. El viento soplaba con fuerza y lanzaba la lluvia contra nosotros, aquella lluvia primaveral de Rugbüll que dejaba en evidencia la estrechez de los fosos y canales, anegaba los prados y limpiaba los huesudos flancos traseros de las reses de las hierbas resecas que se les habían adherido en invierno.

Cuando llueve aquí, nuestro paisaje pierde su amplitud, su profundidad desamparada, y un vapor de niebla cuelga sobre él y le roba a uno la vista. Todo se empequeñece, se acorta o degenera en algo oscuro y del aspecto de un tubérculo. Y, sencillamente, de nada sirve refugiarse bajo cualquier tejado a esperar que escampe, pues es imposible predecir cuándo amainará. Solo por la mañana, al despertar, puede uno comprobar con felicidad si así ha sido. Si se hubiese tratado de una lluvia normal, nos habríamos ido a casa tranquilamente, supongo. Pero la tormenta nos empujó a correr por las dunas, entre los relámpagos desgarradores que descargaban sobre el mar, los truenos y las fuertes ráfagas de viento. No resultaba fácil caminar bajo el ímpetu del temporal; la arena áspera y mojada de las dunas hacía que nos tambaleáramos mientras seguíamos a Hilke, que en ese momento corría hacia la cabaña del pintor y justo después llegó a ella y abrió la puerta de un empujón. Pero no la cerró, sino que permaneció ahí de pie, en el hueco oscuro que se intuía tras la lluvia, desde donde nos hizo señas y nos animó a darnos prisa hasta que llegamos a su lado. Nos gritó que entrásemos, cerró la puerta, y suspiró contenta.

«El cerrojo —dijo el pintor—. Aún debes echar el cerrojo». Y mi hermana le dio unos manotazos al cerrojo. Y empapados como estábamos, nos quedamos en la cabaña del pintor.

Salí inmediatamente de mi refugio bajo el impermeable de Addi, di una vuelta alrededor de la mesa de trabajo, me acerqué a la amplia ventana y aguardé, como había sucedido en otra ocasión, a que apareciera un hombre muerto entre el oleaje, un aviador muerto al que las olas arrojaban contra la playa y al que la marea quería ganar para sí arrastrándolo hacia dentro. El pintor debía de saber qué es lo que yo esperaba contemplar, pues, con una sonrisa, dijo: «Tormenta, hoy solo hay tormenta».

Yo había acompañado a menudo al pintor a su cabaña. Y me había sentado en numerosas ocasiones a su lado en la mesa de trabajo, mientras él examinaba el nacer o el morir de una ola, o las nubes, o la luz que brillaba sobre el mar. Y aquella vez que descubrimos juntos al aviador muerto, me había retenido en la mesa y nos habíamos quedado mucho rato observando el cuerpo en su suave y relajado flotar y rodar y girar, un cuerpo blando y flojo que había asimilado tanto el ritmo del mar que él mismo se ondulaba ligeramente y se volteaba. Sí, se me hizo demasiado largo, hasta que por fin salimos y bajamos a sacar de la playa al aviador.

«Solo tormenta», dijo él, y sonrió en la oscuridad. Luego sacó un pañuelo grande y me secó la cara, mientras yo no dejaba de buscar en el oleaje espumoso y, a su entender, no me quedaba lo suficientemente quieto, por lo que me ordenó en varias ocasiones: «¡Quieto! ¡Quédate quieto de una vez, Witt-Witt!». Era el único que me llamaba así, ¿y por qué no? «Witt-Witt» es el único, veloz e inquieto grito que emite ese pajarito que se llama correlimos común, al que no se le ocurre decir nada más. Puede que al pintor tampoco se le ocurriera darme otro nombre. Sea como sea, me llamaba así. Y cuando él decía Witt-Witt yo me volvía a mirar o me acercaba o me quedaba quieto. Max Ludwig Nansen me secó también, frotándome con un gran pañuelo, el pelo, el cuello y las piernas, y luego se lo tendió a Hilke, que comenzó también a secarse y, después, se enjugó y peinó la melena larga y mojada con los dedos. El viento, cortante y en ráfagas, llegaba desde el mar causando un gran tumulto tras la puerta. Para entonces ya no se veía gaviota alguna; hasta las guardianas habían desaparecido. El mar echaba espuma y centelleaba, y yo me agaché, giré la cabeza mucho hacia un lado, contemplé la espuma y el centelleo e imaginé que el mar era el cielo y que el cielo oscuro era el mar, y cuando levanté la vista y me di la vuelta, la descubrí.

Jutta, en silencio e inmóvil, estaba sentada en el suelo, junto al armario, con las piernas cruzadas. Tenía las manos sobre el regazo y sus piernas delgadas estaban tan abiertas que se le tensaba, muy tirante, la tela del vestido. Vi que, en respuesta a la desconcertada y aturdida sonrisa de Addi, también ella sonrió. Me sorprendió. Miré a uno y a otro, el huesudo y burlón rostro de galgo de Jutta y el de Addi, tan rígido e inexpresivo como el de un maniquí asombrado, cuya perplejidad procedía de una muchacha de dieciséis años con una nuca firme, piernas finas y ojos veloces y vivos. Esa era Jutta, la que nunca pensaba lo que decía y la que, desde que el pintor se había hecho cargo de ella y de su violento hermano Jobst tras la muerte de sus padres, también pintores, había hechizado Bleekenwarf.

Fuera como fuese, traté de comprender ese juego mudo de reconocimientos, y quise decir algo, pero entonces mi hermana intervino: «Sécate, Addi. Esta lluvia es fría», y al mismo tiempo le puso el pañuelo en la mano y le dio, a su manera exigente, con el codo en el costado. Él la miró sin entender, pero empezó a secarse, obedeciendo en silencio. Y mientras él usaba el gran pañuelo, Hilke le dijo al pintor: «Este es Addi, mi prometido. Ha venido de visita». Y, a eso, el pintor, sonriente y señalando al rincón, respondió: «Y esta es Jutta, que vive con su hermano en nuestra casa». Entonces Hilke le dio la mano a Jutta, Addi al pintor y, después de que le hubiera tendido yo la mía a Jutta, también se la estrechó a ella. En ese momento me di cuenta de que yo todavía no le había dado la mano a Max Ludwig Nansen, y eso hice, y con ello conseguí que Hilke percibiera su descuido y que ella también le estrechase con rapidez la mano al pintor. Y, si no hubiese sido porque el pintor se interpuso entre nosotros para coger su pipa de un estante, hasta le habría dado también yo la mano a Hilke.

«Espero que pase pronto», dijo Hilke. «La tormenta tal vez —dijo el pintor—, pero no la lluvia». «Te lo mereces —me dijo Hilke—. ¿Por qué nos has seguido?». Y yo me limité a contestar: «Ya estoy mojado». Y vi cómo los hombres, sorprendidos, se hacían guiños cómplices por encima de mi cabeza. Addi le ofreció un cigarrillo al pintor, pero él sostuvo en alto su pipa y lo rechazó. El pintor encendió la pipa, se acercó a la ventana de la cabaña y contempló cómo soplaba el viento y la oscuridad que se cernía sobre el mar, donde es de suponer que ocurría algo nuevo que solo él, con sus pacientes ojos verdes, podía divisar. Yo había aprendido a mirarle cuando él estaba sumido en la contemplación de acontecimientos invisibles, de movimientos y de apariciones. Conocía también la actitud que adoptaba cuando hablaba o se peleaba con su Balthasar. Me bastaba con observarle. No necesitaba seguir su mirada para saber que su atención se había dejado llevar hacia la población fantástica que sus ojos descubrían aquí y allá: reyes de la lluvia, hacedores de nubes, paseantes de las olas, timoneles del aire, hombres de la niebla, grandes amigos de los molinos, de las playas y de los jardines. Todos ellos se erguían y se mostraban para él en cuanto la mirada del pintor los liberaba de su vida apagada y secreta.

Echaba humo con su pipa junto a la ventana y contemplaba el oleaje con los ojos entornados y la cabeza inclinada como para una embestida, y mientras Jutta, que sonreía dejando a la vista su fuerte dentadura, salió de la oscuridad. Le hizo preguntas sorprendentes a Addi.

Oí a Hilke soltar una carcajada. Agitaba un papel en su mano. Lo había sacado de debajo de una carpeta de la mesa de trabajo sin que el pintor se hubiese dado cuenta. «¿Qué es?», pregunté. «Ven —dijo ella—. Ven y descúbrelo, Siggi». Miró la hoja y volvió a reírse. «¿Qué te pasa?», pregunté, y ella puso el papel sobre la mesa, lo alisó y preguntó: «Lo reconoces, ¿verdad?».

«Gaviotas —dije—, solo gaviotas», pues al principio no reconocía otra cosa: una gaviota precipitándose en el aire, o empollando, o planeando al patrullar. Pero después descubrí que cada gaviota llevaba una gorra de policía y el águila de la bandera sobre el pecho hinchado, y no solo eso: todas ellas se parecían a mi padre, tenían la cara larga y somnolienta del policía del puesto de Rugbüll y en sus patas de tres dedos se podían ver polainas muy cortas, como las que usaba mi padre.

«Vuelve a meter eso en la carpeta», dijo el pintor con una voz vacilante, pero Hilke no le hizo caso. Hilke le pidió, con insistencia: «Regálamelo, por favor, regálamelo». Y el pintor, de nuevo: «Mete eso en la carpeta, te he dicho». Y cuando Hilke quiso enrollar la hoja, él se la quitó de la mano, la metió bruscamente dentro de la carpeta y dijo: «No os lo puedo dar porque todavía lo necesito». Luego puso la carpeta en la mesa y colocó sobre ella un cartón y unos viejos tubos de colores. «¿Y cómo se titula el dibujo?», preguntó Hilke.

«Aún no es seguro —dijo el pintor—, pero quizá Gaviotas reidoras de servicio. Aún no le he puesto título».

«Entonces vale —dijo Hilke de pronto—, pero ¿por qué no me retratas a mí? Una vez me lo prometiste. O a mí con Addi. Ven, Addi». Y mi hermana agarró el brazo de su prometido y lo empujó con energía frente al pintor con un gesto que no podía significar otra cosa que: a este hombre se le puede retratar más fácilmente que a otros, ¡adelante!

«No puede ser», dijo el pintor. «¿Por qué? —preguntó mi hermana—. ¿Por qué no puede ser?». «Me he escaldado la mano», dijo el pintor. Y Hilke: «¿Escaldada de verdad?». Y el pintor, asintiendo: «Y va para largo».

En ese instante la tormenta estaba justo sobre la península y es de esperar que se describan aquí, al modo escolar, rayos chispeantes, ráfagas de viento y todas las variantes de trueno. Podría dar fe de la soledad de la cabaña al pie de las dunas, del crujir de la madera en las andanadas de la tormenta. Podría hacer temblar los tablones del suelo y hacer estallar la masilla de los cristales. Las tormentas que llegan desde el mar dejan a menudo entre nosotros acontecimientos destacables.

Pero no es la tormenta la que dejó huella en mi recuerdo, sino el descubrimiento de mi hermana: hacía demasiado tiempo que aquella cabaña necesitaba una escoba o una mano organizadora. Bajo la luz de los relámpagos al caer se dio cuenta enseguida, y logró algo en lo que todos los demás habían fracasado: Hilke descubrió en el acto dónde estaba escondida la escoba y, sin preguntar antes si alguien tenía algo en contra, se quitó el abrigo, empujó los taburetes a un lado y comenzó a barrer. Con decisión, llevó la arena hasta uno de los rincones, nos empujó a todos hacia la mesa de trabajo y siguió por la zona de la puerta. Apiló los taburetes unos sobre otros, ordenó los objetos desordenados en los estantes y quitó el polvo al infiernillo de alcohol abandonado. Se movía de un lado a otro con un afán tranquilo. La cabaña parecía quedarse pequeña para tanto ajetreo y dudó en colocar en su sitio los taburetes, porque eso hubiese significado ponerle un final a todo aquello.

¿Y Jutta? Jutta estaba sonriente, en cuclillas sobre el armazón de una cama. Sus fuertes dientes relucían. Su mirada descansaba en Addi, que, vergonzoso, se dejaba llevar de un sitio a otro. Con gusto hubiera intervenido. Creo que le habría encantado poner un pie sobre la escoba y darle una patada. Eso es lo que quería suponer, pero lo cierto es que se limitó a guardar silencio y a someterse obedientemente a todo lo que Hilke le exigía.

Aún recuerdo el momento en que él se sobresaltó. Y recuerdo su temor cuando de repente, en mitad de la tormenta, alguien llamó a la puerta de la cabaña golpeándola una y otra vez. Y todos nosotros nos miramos confusos y titubeantes. Y fue finalmente el pintor quien tiró del cerrojo para abrir, aunque Addi estaba justo al lado de la puerta. El pintor no tuvo más que dejar libre el picaporte, pues el viento lanzó la puerta contra la pared de la cabaña.

Con el gris de las dunas de fondo, con su capa ondeando al viento, iluminada su cara por relámpagos que parecían maldiciones, mi padre apareció en el amplio umbral. Para mí fue como un fantasma de la lluvia, lento y pesado, que nos dejó sumidos en la incertidumbre y en suspenso largo rato, sin saber qué pretendía. No daba muestras de querer entrar, se limitaba a mantenerse ahí, cargado de razón, como si nuestra inquietud le estuviese divirtiendo, hasta que de repente, con voz apagada, dijo: «¿Siggi?».

«Aquí», dije, y me coloqué rápidamente a su lado. Entonces sacó una mano que mantenía oculta bajo su capa, me cogió del brazo y me sacó afuera tirando hacia él. Se dio la vuelta sin hablar y me llevó a rastras hacia el dique bajo el aguacero.

Ni advertencias ni amenazas. Yo solo escuchaba sus leves jadeos y notaba la tenaza furiosa de sus dedos en mi muñeca mientras tropezábamos por las dunas y subíamos luego dique arriba para ir a buscar su bicicleta. Mi padre no dijo una sola palabra, y yo tampoco me atreví a decir nada porque el miedo me dominaba, porque en las profundidades de ese miedo sabía lo que me esperaba. Una palabra no habría cambiado nada. Me senté tenso en el trasportín de la bici, sujetándome con firmeza mientras él empujaba la bicicleta y se subía y pedaleaba bajo la tormenta entre aquellas ráfagas de viento lateral. Bajamos el dique sin tener que desmontar ni una sola vez. Yo sabía bien cuánta fuerza y concentración requería ese trayecto. Lo escuchaba jadear pegado a mi cabeza, oía sus gemidos cuando tenía que enfrentarse a las rachas de viento con movimientos enérgicos. ¡Si él, al menos, hubiese maldecido! ¡Si me hubiese dado un bofetón al sacarme de un tirón de la cabaña…! Todo habría sido más llevadero y yo habría podido incluso hacerme amigo de mi miedo. Pero mi padre se mantuvo callado todo el trayecto, me castigó con un silencio que solo anunciaba el castigo definitivo. Esto era habitual en él: todo se anticipaba, se auguraba, no era hombre de sorpresas. Y si, por su profesión, se veía obligado a intervenir, entonces rara vez lo hacía sin la advertencia: «Atención, voy a intervenir».

Así, sin hablar, continuamos nuestro camino a lo largo del dique y después, por el camino, hasta casa. Al llegar a la escalera, me hizo bajar de un salto y, con un gesto de su dedo índice, me ordenó llevar la bicicleta al cobertizo. Cuando regresé, volvió a agarrarme de la muñeca y me arrastró al interior. Mientras caminaba, se fue liberando de la capa, evitando mirarme a los ojos, como si temiese descargar demasiado pronto su decepción y su furia largo tiempo acumuladas, y subió detrás de mí por la escalera hasta mi cuarto, donde ya estaba encendida la luz. Desde que mis padres habían internado a mi hermano mayor, Klaas, tras su automutilación, yo tenía la habitación para mí solo. Las paredes y el alféizar de la ventana me pertenecían, no me veía obligado a compartir la mesa extensible, cubierta del todo por un mapa marino hecho en tela, donde tenían lugar las más arriesgadas batallas marinas. Poseía incluso mi propia llave y podía encerrarme si quería. Por el brillo que asomaba bajo la puerta supe que la luz estaba encendida y no me cupo duda de quién estaba ahí, erguida junto al armario, con su moño compacto y severo y los labios apretados. Fui capaz de ver a mi madre, con toda su rigidez arrogante, incluso a través de la puerta cerrada y, cuando mi padre abrió, me quedé parado en el umbral sin sorprenderme. Él me empujó al interior del cuarto y miró expectante a Gudrun Jepsen, que no se movía y estaba como ausente. Mi padre esperó mucho, hasta que dijo: «Aquí está», y después cruzó la habitación con ímpetu, la observó como si le estuviera preguntando algo, sacó el palo de debajo de mi cama, volvió a lanzarle una mirada inquisitiva y luego regresó y dijo: «¡Abajo los pantalones!». Yo ya sabía que diría precisamente eso, pero, claro está, no hice nada para anticiparme a su orden. Me los quité y se los pasé. Vi cómo él alisaba con cuidado mis pantalones mojados y los depositaba sobre la mesa. Aún no me agaché, sino que esperé primero a la orden: «¡Agáchate! Vamos». Apoyé las palmas de las manos en mis muslos temblorosos, pero me enderecé a la velocidad del rayo antes de que me llegara el primer golpe. Con desaprobación, yo creo que incluso asombrado, mi padre bajó el palo y buscó la mirada de mi madre, como si tuviera que pedir disculpas por mi falta, pero mi madre no se movió. El palo volvió a subir y yo me agaché de nuevo, tensé mi trasero y, apretando los dientes, atisbé por el rabillo del ojo a mi madre. También esta vez me incorporé a gran velocidad antes de recibir el golpe. Di dos pasos para relajarme. Me masajeé rápido el trasero, retrocedí y me encorvé una vez más bajo el palo, que mi padre aún mantenía en alto. Estaba decidido a aceptar el golpe, pero, antes de que el palo restallara con un silbido, los clavos del suelo cobraron vida, unos cangrejos comenzaron a pellizcarme en las corvas y un albatros me golpeó la nuca. Ya nada podía hacerse. Caí de rodillas y gimoteé.

Seguro que mi madre no me creía capaz de algo así. Despertó de su inmovilidad, dejó caer las manos y me miró con un desprecio cansado antes de marcharse de la habitación, despreocupada y sin más interés en mi castigo. Mi padre la siguió atónito con la vista, tal vez intentando retenerla. Murmuró algo a sus espaldas, pero mi madre ya se encontraba fuera, en el pasillo, y se dirigía hacia su dormitorio, desde donde nos llegó el clac-clac de la llave.

Mi padre encogió los hombros, me examinó, desconcertado y también desganado, y yo me di cuenta de que esa era mi oportunidad: le sonreí gimoteando e incluso intenté hacerle un guiño, como a un cómplice después de un peligro superado. Por lo visto, el guiño resultó inútil, fue más una mueca a la que mi padre respondió mirando su reloj, agarrándome de la camisa con desgana y arrastrándome hasta la mesa. Empujó con cuidado mi tronco contra la mesa, yo me incorporé ligeramente, él volvió a empujarme, yo volví a levantarme un poco. Me golpeó con la mano abierta en las vértebras de la nuca, y yo choqué contra la mesa y me enderecé. Bajo mi rostro, en el mapa marino azul de tela, se extendían los océanos en los que yo salía victorioso en sueños cuando imitaba las grandes batallas: ahí gané mi Lepanto y mi Trafalgar, ahí se repitieron la batalla del estrecho de Skagerrak y el desastre de la flota alemana en Scapa Flow y en las islas Oreadas y el combate de las Falkland. Derrotado, navegaba por las aguas de mis triunfos soñados con las velas plegadas.

No había contado con que ya el primer golpe provocaría ese dolor hirviente, porque el palo parecía guiado por la desgana y una cierta indiferencia. Aun así, lo cierto es que, ya tras el primer impacto, una estría ardiente surgió en mis nalgas, y como yo me arqueaba para levantarme, mi padre me obligaba de nuevo a bajar con su mano izquierda, me sumergía en un abrasador y profundo mar de dolor e inferioridad, mientras que con la derecha alzaba de nuevo el palo y, con energía pero también de un modo extrañamente distraído, lo hacía bajar restallando contra mí. Cuando yo empecé a reaccionar a cada golpe con un grito agudo, seco y algo exagerado, mi padre comenzó a aguzar el oído, de vez en cuando, hacia el pasillo, aguardando la aparición de mi madre, a la que él ofrecía, mediante mis gritos, una compensación por la decepción antes sufrida.

Puesto que, en la soledad y la frialdad de su dormitorio, el ruido de mi castigo tenía que llegar con seguridad a sus oídos, no era posible que esto la dejara indiferente, pensó él, y no paraba de girar la cabeza, escuchar y otear hacia allá. Mi padre. El eterno ejecutor. El impecable ejecutor. Mi madre no volvió a aparecer, ni siquiera cuando yo lancé un grito corto y sofocado que debía de ser nuevo para ella volvió por allí. Esto, por lo visto, desanimó a mi padre: los últimos golpes cayeron solo de un modo mecánico. Y, cuando me volví para mirarlo, me hizo señas con el palo indicándome la cama.

Me dejé caer en la cama. Me puso la punta del palo en la barbilla. Me obligaba a levantar la vista hacia él, y a través del velo de mis lágrimas me pareció un hombre agotado e infeliz, pero como si quisiera negar esa impresión, me preguntó, alzando la voz: «¿Qué tienes que decirme?». Como yo quería ahorrarle la repetición de la pregunta, le contesté, veloz: «Debo quedarme en casa cuando hay tormenta». Él asintió; estaba contento. Retiró de mi barbilla la punta del palo: «Debes quedarte en casa cuando hay tormenta —dijo—. Sí. Así lo exige tu madre y así lo exijo también yo: cuando hay tormenta, en casa».

Luego tiró de la colcha que había debajo de mí, me arropó con ella y se sentó, ocioso, en la silla de madera, delante de mi océano. Su rostro, ya torcido, permanecía a la escucha y al acecho, porque ya no tenía una misión que cumplir y él, sin misión, era solo medio hombre. Y no es que no estuviese acostumbrado a estar sentado en silencio, durante infinidad de horas muertas. Sabía bien lo que era permanecer así en las horas del invierno en las que nada ocurría y él se dedicaba a observar la estufa sin descanso. Pero, sin duda, sacaba lo mejor de sí mismo cuando se le encomendaba una tarea abarcable e inequívoca, que, al ser realizada, digamos, le permitía formular y plantear diversas preguntas.

Yo gemía de modo convincente. Lo contemplaba, mirando con un ojo por encima de mi codo. Las estrías ardían, la colcha me pesaba de una manera insoportable sobre la piel levantada, y yo deseaba que se fuera de la habitación. Yo solo quería estar solo, pero él no se marchaba; podía soportar mi sollozo y todo lo demás. En un momento dado incluso se puso en pie y se me acercó, me dio unos leves golpéenos en el hombro y dijo: «No hace falta que comprendas nada más, con que lo digas basta. ¿Me has entendido?». Yo dije: «Sí», y para que me dejase tranquilo, otra vez: «Sí». «Los hombres de provecho deben someterse», dijo él. Y yo contesté apresurado: «Sí, padre. Sí». Y él, de nuevo monótono y prudente: «Haremos de ti alguien de provecho, ya verás». Y de repente preguntó: «¿Ha trabajado el pintor?». No le entendí suficientemente rápido, así que preguntó de nuevo: «En la cabaña, el pintor… ¿Ha trabajado mientras estabais allí?». En ese instante levanté la mirada sorprendido hacia él y me di cuenta de que muchas cosas dependían de mi respuesta y de que lo que yo supiera significaba algo, e hice como si tuviera dificultad para recordar o, esto tal vez es más exacto, como si los dolores que él me había causado oscurecieran en ese momento mi memoria. «Gaviotas —dije finalmente—: nos ha enseñado gaviotas, y todas ellas se parecían a ti». Mi padre ya no quiso saber más. Yo tampoco podía contarle mucho más, pero lo que sabía le bastó para transformarse. Su indecisión quedó atrás y pareció despertar de repente, ágil y con el oído fino. Sus gestos volvían a ser vivaces y en él creció una sorprendente exasperación. Echó un breve vistazo, una mirada que trasmitía a la vez advertencia y decepción —o, por lo menos, yo así lo creo—, a la ventana y, después, nunca lo olvidaré, se sentó en mi cama, me contempló de manera penetrante, como estudiándome, y sí, también con fervor, y dijo despacio: «Trabajaremos juntos, Siggi. Te necesito. Vas a ayudarme. Nadie podrá contra nosotros dos, ni siquiera él. Trabajarás para mí y haré de ti alguien decente. Es necesario. ¡Y, ahora, escucha! ¡No sigas gimiendo! ¡Escucha!».