15. La continuación

Hoy, 25 de septiembre de 1954, he cumplido veintiún años. Hilke me ha enviado un paquetito de golosinas, y mi madre, un jersey que pica. El director Himpel me ha obsequiado con el típico regalo de nuestro reformatorio: una vela que se consume demasiado rápido. Karl Joswig, nuestro guardián favorito, me ha regalado doce cigarrillos y alrededor de dos horas de consuelo. Todas estas cosas han conseguido hacer soportable el día de mi mayoría de edad. Si no hubiese tenido que estar cumpliendo mi castigo en mi acogedora habitación, habría compartido aquel día con mis compañeros y se habría adornado mi sitio en el comedor con un pequeño ramillete de flores —un bote de mermelada con ásteres de tallo corto—. El coro se habría visto obligado a cantar la canción de cumpleaños de rigor, compuesta por nuestro director Himpel. Habría recibido un trozo extra de pastel y otro de carne, me habría librado de trabajar este día y por la noche me habrían permitido tener la luz encendida una hora más que los demás. Pero no pudo ser.

Así que, a partir de hoy, he de considerarme mayor de edad, me enfrento al hecho de que soy adulto. Al afeitarme frente al lavabo no pude notar aún cambio alguno. Me comí las golosinas mientras releía mi redacción, conversé un rato con la vela que se consumía demasiado deprisa, de la que no pude extraer ninguna sabiduría, y me fumé un cigarrillo de las reservas que me había procurado tiempo atrás Wolfgang Mackenroth. Y al fin la maldita vela logró que yo empezase a formularme preguntas y que reflexionara acerca de cuestiones que ya había compartido antes con mi abuelo, el investigador local y glosador de la vida, y que ahora solo me hacían sentir miserable: «¿Quién eres tú?», «¿Hacia dónde vas?», «¿Cuál es tu meta?», etc. Entonces los recuerdos asaltaron mi mente: el banquete submarino con motivo del sesenta cumpleaños del doctor Busbeck; Jutta en el columpio, bañada por los rayos del sol; mis combates navales; el instante en que encontramos a Klaas en la mina de turba y el entierro de Ditte.

Le daba vueltas a todo aquello sin sacar nada en claro, por eso no me molestó que Joswig entrase de repente en mi celda. Tímido, pero alegre, me deseó buenos días y pronunció unas palabras de bienvenida: «Bienvenido, Siggi, al estadio de los adultos». Sonriente, se sacó de la manga un par de cigarrillos y los dejó caer sobre mis cuadernos de escritura. Se sentó en el borde de la cama. Me contempló con mucho interés, un buen rato, sin pronunciar palabra. Mientras, afuera, las cadenas traqueteantes de los cangilones de un barco de draga anclado subían y bajaban por el Elba otoñal. Aquellos cucharones de dientes afilados llevaban ya varios días emprendiendo el descenso al fondo de la zona navegable para volver a salir después, temblorosos y goteantes, a escupir el lodo azulado sobre una barcaza.

Me preguntó si me ayudaría a avanzar con mi trabajo saber que todos me echaban de menos, incluido Eddi. Le contesté que lo cierto es que no estaba avanzando mucho. Quiso saber entonces si esa lentitud se debía al tema elegido por Korbjuhn, «las alegrías del deber», y si era eso lo que me tenía tan consumido, susceptible e impaciente. Y yo le dije que sí, que puede que fuese cosa del tema. ¿Y no podía entregárselo tal como estaba a Himpel? Y yo le expliqué que como las alegrías del deber todavía ejercían su influencia sobre mí, me resultaba de todo punto imposible terminarlo con un truco cualquiera, sin haber cerrado el tema.

Karl Joswig apoyó su cara en ambas manos, bajó la mirada y me dio la razón entre gestos de asentimiento. Y no solo eso: alabó, además, mi tenacidad y mi terquedad. Me reveló que, con aquellas preguntas, solo había querido poner a prueba mi perseverancia. «Un castigo es un castigo, Siggi. Las alegrías del deber resultan tan multiformes que compensa colocarlas bajo la luz que les corresponde». «¿Multiformes?», pregunté, y Joswig me respondió: «¡Claro que sí! Ya entiendes lo que quiero decir». Pero yo no lo entendí, y él me pidió: «Pues, en ese caso, escúchame». Y se ofreció a contarme una historia que me resultaría de utilidad y que me permitía utilizar «en caso de que te ayude, pues habla también de alegrías en el deber. Es algo que le pasó a un sobrino mío, allí, en Hamburgo, en un club de remo en el Alster. Así que…».

«Erase una vez una canoa de ocho remos con timonel y una diestra tripulación. Pertenecía a la sociedad de remo de la Hamburgo O2. El patrón se llamaba Pfaff, pero todos le llamaban Fiete. Era un tipo bastante popular. Muchas fotografías lo muestran sacándose por la cabeza el maillot. Era un deportista nato, que siempre jugaba limpio, pero por desgracia todo cambió cuando empezó a ganar dinero. Sentía una atracción irresistible por él, viniese de donde viniese. Y aquello acabaría saliendo a la luz. Y entonces llegó el momento de la carrera eliminatoria del campeonato, que aquel año se celebraba en el Alster. Fiete, como siempre, era la gran esperanza de Hamburgo. En todo el Alster reinaba una atmósfera típica de las fiestas populares. La policía fluvial era la encargada de que el trayecto de la carrera quedase libre. Todos habían oído hablar de Fiete, incluso los policías. Las embarcaciones ligeras siempre propiciaban duelos reñidos. Eran unas exhibiciones espectaculares. El punto culminante sería, como siempre, la especialidad de ocho con timonel, que no tardaría mucho en empezar. Así pues: érase una vez un patrón de embarcación fornido y legal llamado Fiete Pfaff que antes de una eliminatoria recibió la visita de un señor amable pero sin escrúpulos. El señor demostró conocer las inclinaciones y las costumbres de Fiete, y, cuando se despidieron, este le prometió que durante esta carrera sufriría un súbito desfallecimiento. A un desconocido jamás se le perdonaría algo así, pero un ídolo podía estar seguro de despertar la compasión de su público.

»Ahora ya podemos colocar las piraguas en la línea de salida. Ofrecían la imagen típica: los auxiliares agarraban aquellas embarcaciones ligeras, delgadas y destellantes de barniz, apoyadas sobre su panza. A la señal, partieron impulsadas por los remos de cuarenta y seis hombres, por los gritos de los timoneles, por el furor de las voces que les llegaban sobre la ondulada superficie. En el sprint inicial todas las piraguas estaban igualadas. Pero cuando el bote enemigo —ya se puede considerar el “bote enemigo”— cambió el ritmo de los golpes de pala, Fiete Pfaff y sus hombres remaron con tal furia que llegaron a sacarles una ventaja de medio cuerpo. Era evidente que había salido a ganar. Los timoneles gritaban por sus megáfonos a los atletas, que, de espaldas a ellos, azotaban el agua desde sus asientos de carril con sus remos extralargos. Los movimientos en la barca son de extrema importancia, y nadie sabía moverse con tanta seguridad y maestría como Fiete Pfaff. Y no se debía solo al entrenamiento: tenía un don.

»Ochocientos metros, mil doscientos metros… Había llegado el momento de que Fiete sufriera el desvanecimiento que sería decisivo en el resultado de la carrera, pero ¿qué estaba ocurriendo? En lugar de atascarse, detener el impulso y perder el rumbo, hundiendo su parte delantera, la embarcación de Fiete cobró nuevas fuerzas. La amargura, pero también una alegría insondable, regía sus movimientos. Había olvidado la promesa que le había hecho a aquel amable pero implacable hombre. Era, como de costumbre, todo un ejemplo para su tripulación. Y yo creo que fueron precisamente las alegrías del deber las responsables de que, a pesar de su promesa, dedicara todas sus fuerzas a conseguir la victoria de su propia embarcación. En aquel momento no le importaba otra cosa. Una vez que se colocó en su puesto, a los remos, con el jadeo de los camaradas y la efervescencia de los ánimos desde las orillas del Alster resonando en sus oídos, ya no pudo elegir: solo le quedaba cumplir con el ritmo que se le exigía. Tenía que cumplir con su deber, por decirlo así.

»Erase una vez un patrón llamado Fiete Pfaff, un gigante delicado que, atrapado por la extorsión, se comprometió a simular un desvanecimiento durante una eliminatoria, pero la red del deber lo pescó y lo condujo a un lugar muy cercano a la meta —faltaban exactamente doscientos metros—. Y allí fue donde ocurrió lo que provocó los suspiros de los espectadores y levantó a los oficiales de sus bancos. Fiete sufrió un verdadero desmayo y se desplomó hacia delante. La confusión que se produjo en su embarcación llevó a la victoria a la barca enemiga. ¿Le creyeron? La directiva del club le creyó, efectivamente. No le retiraron la confianza ni siquiera después de que llegara a sus oídos la conversación que Fiete había mantenido con el amable caballero. Hasta le pidieron que permaneciera en el equipo de ocho con timonel, pero fue el propio Fiete el que abandonó: no podía y, sobre todo, no debía. Consideró que era su deber dimitir. Y dimitió».

Joswig se quedó esperando a que le diera mi opinión, pero yo permanecí callado, porque aún estaba intentando averiguar de qué película la habría sacado. De verdad parecía una historia de cine.

«¿Lo ves? —preguntó—, ¿te das cuenta de hasta dónde pueden empujarte las alegrías del deber y de hasta dónde nos llevan a veces?». Y, con un gesto de la mano, añadió: «Puedes utilizar mi historia, si quieres». Yo comenté: «Estas son las alegrías del deber a las que se refiere Korbjuhn. Otra cosa son las víctimas que va dejando a su paso. De esas víctimas nadie habla». Se levantó del borde de la cama, me puso una mano en el hombro y me dio unas leves palmaditas para expresar su reconocimiento: «Hasta en tus palabras se nota que ya eres mayor de edad». Me dio entonces su permiso oficial para fumar el resto del día y se despidió de mí dándome un cariñoso golpecito en la nuca. «¿No te gustaría salir hoy?», me preguntó desde la puerta. «¿Para qué?». «Bueno…, con veintiuno uno empieza a comprometerse y a formularse ciertas preguntas… Y comienza la época de los largos paseos. Cuando yo tenía veintiún años, Siggi, aspiraba al título de inspector. Es también una buena edad para recorrer mundo. Con veintiuno uno elige entre un montón de opciones y elige a qué quiere dedicarse en el futuro. A mí, por ejemplo, me habría gustado ser bedel en un museo. ¿Entiendes lo que quiero decirte? Cuando se cumplen los veintiuno uno se siente, de algún modo, culpable, y toca pasar por caja. Tan pronto como apagas las velas del pastel, pasas para siempre al mundo de los adultos».

Joswig me soltó toda aquella perorata. Jamás lo habría esperado de él, pero como sabía que su intención era buena, me abstuve de irritarlo con preguntas sobre su vida. Asentí con sumisión y fingí que hacía examen de conciencia y que me preparaba para el cambio. Miré hacia lo que quedaba de la vela, que se iba deshaciendo en goterones, y que hacía ascender hasta el techo el humo de mi cigarrillo, y le dejé descargar sobre mí sus recomendaciones y consejos para el triunfo. Dio una vuelta más alrededor de mi mesa y de mi silla antes de retirarse.

¿A qué olía Joswig? No puedo esconder que siempre que entraba en mi habitación dejaba tras de sí un aroma penetrante a producto de desinfección. Quizá se lo espolvoreaba en secreto antes de entrar en las habitaciones. Fuera como fuese, en cuanto se marchaba, yo abría la ventana para ventilar.

¡El Elba! ¡Qué opaca e indiferente fluye su agua en verano! La bruma empieza a descender en la orilla opuesta ocultando el paisaje. Las copas de los árboles asoman sobre la bruma como de un bosque inundado, el traqueteo de los motores diésel se transforma en un latido suave, los golpes de los astilleros y los hangares no devuelven ya un eco, y apenas llega ya hasta mí el tableteo de las cadenas de las palas del barco-draga horadando el fondo del río. Las luces, ahora atenuadas, que pasan despacio parecen anunciar y transmitir un movimiento constante. Los cascos de los barcos se deslizan cada vez más cerca, como si no tocasen el agua. Para mí esos son los momentos, no diré más estimulantes, pero sí cautivadores, del Elba: cuando, al caer la noche, la bruma blancuzca desciende y todo en la corriente se vuelve incierto.

Un espíritu de cumpleaños quiere ganar terreno en mí, mi narcisismo desea hacer balance, pero debo descender de nuevo a mi Atlántida personal, que quiere levantarse pedazo a pedazo. El tiempo y el deber apremian. ¿Y qué son veintiún años si se piensa que el capitán Andersen pasó ya de los ciento dos la pasada primavera? Y al día siguiente, es decir, con sus ciento tres años de vida, participó, ligeramente bebido, en una película cultural que proyectan ahora en los cines: Hombres y poderes en la costa. ¿Qué me importan a mí el Elba y todo su inventario de acontecimientos y la bruma que lo recubre? Hace ya rato que los deportistas acuáticos amarraron sus barcas bajo el cobijo de las ramas todavía desnudas. La última barcaza se ha escabullido surcando oblicuamente las aguas quietas. No me interesa. No me interesa en absoluto a quién beneficiarán los resultados que un día traerá de su viaje el barco de investigación marina que zarpa en estos instantes. A mí me bastan las pruebas de fondo en ese pequeño mar que es para mí Rugbüll: ahí, sobre mi llanura oscura, es donde yo arrojo mi red de plancton, y aquí voy recogiendo cuánto pesco.

Como siempre que lanzo mi red, lo primero que emerge a la luz es mi padre, el policía del puesto de Rugbüll, que, después de que lo dejaran libre tras su internamiento, volvió a ser lo que había sido y lo que todos, entre Glüserup y la carretera de Husum, esperaban que fuera. El puesto de policía de Rugbüll permaneció inactivo durante tres meses, pero luego reapareció mi padre, con su cara enjuta y aquellos pantalones que tan mal le quedaban, y se incorporó a su trabajo con tanta naturalidad como si sus vacaciones no hubieran sido forzosas, sino voluntarias. Aunque tuvo que hinchar las ruedas de su bicicleta de servicio, pues durante su ausencia habían perdido aire.

Una vez que mi madre retiró aquel pequeño detalle, el emblema del águila, él mismo se encargó de arrancar la escarapela de su gorra.

luego arrojó ambas cosas, águila y escarapela, no a la basura, sino al interior de una cajita de hojalata que después guardó en el escritorio.

ese mismo día, antes de su rehabilitación oficial, se montó en su bicicleta y pedaleó dique abajo, deteniéndose solícito ante todos los que se lo pedían y describiéndoles, siempre con las mismas palabras y los mismos gestos peyorativos, lo que había vivido durante su ausencia: «En Neuengamme, sí». «No tan mal». «Sobre la comida, mejor no hablar». «El trato, más o menos bueno». No dijo nada de que se hubiesen extralimitado de algún modo.

Ni una sola vez se tomó la molestia de buscar una nueva palabra o, al menos, de desechar una ya manida o desgastada. No hubo nadie que se sintiera decepcionado o estafado al escucharle relatar sus experiencias, pues siempre obtenían una repetición literal. Mi padre regresó a casa y continuó lo que había dejado interrumpido, a su manera y en el orden en el que él hacía todas las cosas. Cerró su libreta de servicio, cortó leña, se acercó hasta Glüserup con su pistola para dejarla en depósito, plantó tabaco en un rincón del jardín, sacó a rastras a Hilke de una fiesta en la taberna Wattblick y le torció el brazo, condujo hasta Husum en varias ocasiones y se trajo de allí las Nuevas líneas rectoras para la policía —que enseguida guardó bajo llave sin leerlas—, se desplazó con su bicicleta para realizar varios servicios y, por fin, una mañana, tras el desayuno, le tocó el turno al «asunto con Klaas».

No tiene sentido, esta vez, que me pare a enumerar lo que había de desayuno —puede que papilla de copos de avena, pan con mermelada de ciruela y sucedáneo de café—. El caso es que, cada uno a su ritmo, nos lo comimos con apetito y vigilando los movimientos de los demás, metidos en nosotros mismos, sin pensar en nada especial o, en todo caso, en algo que no hubiéramos pensado ya otras veces. Entonces, de repente, mi padre le dijo a Hilke: «Trae su retrato». Y mi hermana, que jamás se lleva una cuchara a la boca sin mordisquearla, haciendo que cruja y chirríe, ¿qué es lo que hizo? Pues, cuando él repitió su petición, la mordió aún más fuerte sin sacársela de la boca. A punto estuvo de atragantarse. Sus ojos bovinos permanecían fijos en mi padre, como si no hubiera comprendido lo que se esperaba de ella. «Klaas. Su foto… ¡Tráela!», repitió mi padre. Y encantes mi hermana soltó el mango de la cuchara, pero siguió sin sacársela de la boca. Confusa, se puso en pie, preguntando con la mirada lo que no podía preguntar con los labios. Finalmente salió y regresó al rato con la fotografía enmarcada de mi hermano, que llevaba ya mucho tiempo escondida en la oscuridad del cajón del escritorio.

Mi padre se la quitó de la mano y la depositó, con la imagen boca abajo, en el armario de la cocina, junto al despertador. Después, terminó su desayuno, esperó con paciencia a que terminásemos el nuestro y nos pidió que recogiésemos la mesa. Obedecimos. Aún lo recuerdo: conté las cucharas, que eran cuatro, juntos pusimos los cacharros en el fregadero y, por último, limpié la superficie de la mesa. El policía movió los labios como si estuviera practicando unas frases. De vez en cuando, miraba con un gesto preocupado a mi madre, que sin embargo no había reaccionado de ningún modo. Pensativa y tenaz, se pasaba la lengua por las mellas de sus dientes como para comprobar que seguían en su sitio. A una señal de mi padre, Hilke y yo nos sentamos; él se puso de pie y colocó la foto en la repisa de la ventana. La miraba fijamente, no tanto con aire de reproche como con el de quien invoca y formula un conjuro. Era como si estuviera llamando a Klaas para que saliera del marco y se presentase ante nosotros en cuerpo y alma. «Tiene que escucharme —dijo—. Debería participar en esto, estar presente de un modo u otro». Yo miraba tenso a la fotografía. Mi padre rodeó con sus manos el respaldo de la silla, se estiró, echó hacia atrás la cabeza y, mirando fijamente a Klaas, le dijo: «Tabla rasa, también contigo debemos hacer tabla rasa. No podemos guardarnos eternamente dentro lo que pensamos. Tenemos que soltarlo, tenemos que hablar de una vez. Nos hemos reunido porque queremos saldar cuentas. Todos sabemos lo que hiciste. Los tiempos han cambiado, tal vez, pero lo que tú has hecho, hecho está».

Y de pronto hizo una pausa y puso el pulgar y el dedo corazón de una mano sobre sus ojos. Mi madre aprovechó aquel momento para acercarse a la mesa y estirar aún más su espalda. Hilke se rascó distraída sus gruesas rodillas. Con una especie de silbido, el policía dejó caer su mano, volvió la mirada a la fotografía, meneó la cabeza y continuó: «Cerrar. Debemos cerrar el capítulo completo y pronunciar una sentencia. Allá donde estuve me sobraba el tiempo para darle vueltas a lo que nuestro hijo había atraído sobre nosotros. Tuve que pensar en ello a la fuerza: había regresado y no habría puesto el pie en nuestra casa. Ni una palabra de disculpa. Primero la vergüenza y luego ni siquiera la contrición. Se fue a vivir con él a Bleekenwarf y después se marchó a Hamburgo sin decir palabra. Pero las cosas hay que hablarlas. Ha llegado el momento de hacer tabla rasa».

Continuó hablando de esta manera. Fue haciendo un recuento de los líos en los que, al parecer, nos había metido a todos, aunque olvidó las circunstancias atenuantes, pues parecía evidente que él no las encontraba. Se dirigía directamente a la fotografía, advirtiéndole que también en una familia puede convocarse un juicio y dictarse una sentencia. Entonces yo agucé el oído y traté de anticipar el posible fallo del jurado: ¿encerraría en el sótano a Klaas durante varios años? ¿Le ordenaría beberse un pesticida en nuestra presencia? Hasta se me pasó por la cabeza que le obligaría a saltar desde lo alto del molino o que le ordenaría que se ahorcara sin ayuda de otros del cartel que decía «Puesto de policía de Rugbüll». ¿De verdad iría tan lejos? ¿Se daría por satisfecho imponiéndole una condena a trabajos forzados en la cocina de por vida? ¿O con cinco veranos en la extracción de turba?

A nadie le sorprenderá el hecho de que se tomara su tiempo para dictar un fallo. Se notaba a la legua que aquello no le estaba resultando plato de gusto, que estaba sometido a la presión de una lucha interna, sobre todo cuando recordó al detalle, para él y para todos nosotros, la automutilación de Klaas, su huida y su entrega y, por último, su negativa a regresar a casa. Pero por fin llegó el momento decisivo: pidió a Hilke que le alcanzara la fotografía y la separó del marco, la colocó sobre la mesa y se preparó para anunciarnos la condena. Después de toda aquella parafernalia, la verdad es que no fue para tanto. El castigo que se le imponía se limitó a no dejarle volver jamás a nuestra casa: «¡Escuchadme bien! Mientras yo viva, él no volverá a pisar la casa de sus padres. A partir de este momento queda terminantemente prohibido pronunciar el nombre de Klaas en esta casa, e incluso pensar en él. ¡Debéis borrar su recuerdo de vuestra memoria!». Y, a continuación, mi padre rasgó la fotografía y arrojó los pedazos al quemador de la cocina. Mi madre se puso de pie, puede que ya intuyera lo que iba a pasar y tal vez incluso lo había hablado con él previamente. Después de sacudirse las migas de la falda, se dirigió a la despensa. Desde nuestros sitios, pudimos oír cómo tapaba el recipiente de la mermelada con un papel que crujía y abría una botella de zumo. Hilke y yo nos quedamos sentados, aunque evitamos mirarnos. No nos atrevíamos a hablar. ¿Y el policía? Acababa de dar cuerda al despertador o estaba haciéndolo en ese momento, poniendo a punto aquel monstruo anticuado pero fiable, con su odioso timbre, cuando, de repente, mientras le daba vueltas cada vez más lentas a la llavecita, empezó a escuchar, a presentir algo, a prestar atención. Parecía preso de la misma excitación extraña que detectamos por vez primera en él en Külkcnwarf, aquella tarde que se dedicó a la patria o al mar, o en todo caso al mar de la patria.

Aguzaba el oído, había descubierto algo, sus manos temblaban. Volvió a colocar el despertador sobre el armario de la cocina, metió los dedos bajo los tirantes y les dio unos tironcitos. ¿Qué escuchaba? Daba la sensación de que estaba concentrado en el piso de arriba, donde se encontraba mi cuarto, pero allí no había nadie. Presión. La presión a la que se encontraba sometido le hizo vacilar y tuvo que buscar un punto de apoyo. ¿Y qué más? Sudoración, naturalmente. Labios entreabiertos. Ojos que parecían salírsele de las órbitas y, sin embargo, permanecían velados, como alucinados. Se defendía de algo, e iba perdiendo: nadie podía ayudarle. Después sus labios se movieron y habló entrecortadamente consigo mismo. Asentía con violencia, como tratando de confirmar algo. Por último, avanzó tambaleándose por el pasillo y una vez en el vestíbulo se puso con mucha prisa el uniforme, se ató el correaje y se caló la gorra. Y nosotros, desconcertados, aún sentados a la mesa de la cocina, escuchamos cómo se precipitaba al exterior, hacia el cobertizo, y cogía su bicicleta. Esta vez se marchó sin despedirse. No crean que mi madre, cuando salió de la despensa, notó la ausencia de mi padre, y cuando Hilke, de modo espontáneo, dijo: «Seguro que ha vuelto a tener una visión: una cara o algo parecido», ella se limitó a echarle una mirada de soslayo y después, impasible, encendió la radio y se puso a fregar la vajilla. No ocurrió nada más. Aunque yo había esperado algo, no sucedió nada, así que salí de la cocina y subí a mi habitación, que, ahora que habían exiliado a Klaas, sería siempre mía.

Sus cosas aún estaban en la rinconera. Retiré la fina cortina: allí, en la balda inferior, seguía la caja de cartón atada con una cuerda que yo le había prometido no abrir nunca. Había respetado mi promesa durante toda su ausencia. La verdad es que estuve a punto de abrirla en tres o cuatro ocasiones, pero siempre me contuve. Y, en ese momento, de repente, noté una oleada de aire cálido: la caja se elevó por sí sola, el nudo se soltó sin ayuda, y no tuve que hacer nada, o casi nada, para que se pusiera sobre mi cama y se abriese. Había llegado el momento de sacar lo que escondía, lo que mi hermano había empaquetado y me había confiado. En la cocina estaban atareados. Mi padre se había marchado.

¿Querría Klaas que yo abriese la caja y pusiese su contenido a buen recaudo? ¿Se lo debía? ¿Preferiría él que lo esperase? Finalmente me decidí a sacar su contenido, que examiné con suma atención. Aún me acuerdo de un vaso con una selecta colección de conchas blancas, de un tirachinas y de un libro: El pequeño jardinero, de un pañuelo de bolsillo sucio y con manchas de sangre, de sus cuadernos de redacción y de la cuerda, de las cuerdas… Aún recuerdo los fósiles de belemnita en un cucurucho, la cajita con soldados de plomo —todos intactos—, el pequeño candelabro hecho a mano que le había regalado el pintor, la fotografía de su clase de la escuela —dieciocho juveniles ancianos y cinco ancianas de trenzas largas—, el esbozo del pintor del Recolector de manzanas, que inmediatamente deslicé bajo mi almohada, la navaja con incrustaciones de nácar… Y el paquetito de cartas atadas, que yo jamás habría abierto de haber pertenecido a desconocidos, pero que tenían la letra de mi hermano y estaban dirigidas a Hilke. Cada carta incluía una protesta y una amenaza: se quejaba de que ella no hubiese acudido de nuevo al estanque de turba, a la playa, a la baliza, y le advertía de que todo «terminaría» si no se presentaba la próxima vez. En ocasiones aludía a un recuerdo que ambos compartían: algo que sucedió en la playa un verano, ya no me acuerdo qué exactamente, pero lo habían contemplado estando juntos y tenía que ver con un hombre y una mujer en las dunas de la península, gente desconocida, de afuera, que ellos se limitaron a observar y a los que luego siguieron.

Saqué de la caja todo lo que había dentro y me quedé con algunas cosas. El boceto del Recolector de manzanas era lo que más me importaba conservar. Entonces, sonó el teléfono. Agucé el oído. Hilke lo cogió y se dio a conocer, como hacía siempre que cogía el teléfono: «Al habla Hilke Jepsen, ¿quién es?». Luego ya solo escuché «No» y «Sí» y «Sí» y «No», y cuando la escuché regresar a toda prisa a la cocina, ya no tenía duda de que alguien había preguntado por mi padre. Apenas había cerrado la caja, la había atado y vuelto a esconder cuando escuché: «¡Siggi, baja de una vez! ¡Siggi! ¡Date prisa, Siggi!». No me quedó otra opción que bajar, pues Hilke me estaba esperando. Debió de ser el modo en que la miré, ansioso por saber, lo que provocó que se echase para atrás instintivamente y, en lugar de encargarme nada, primero dijera: «¿Qué miras así? Deja de mirarme de esa forma, como si yo te hubiera hecho algo». «Yo puedo mirarte como me venga en gana», dije. Y ella: «Pero no de ese modo, no con esos ojos helados». «¡Suéltalo de una vez!», exclamé.

Algo iba a ocurrir en Bleekenwarf, y antes de dos horas: iban a recibir una visita importante, importantísima, del comisario del Land o algo similar. En todo caso, se trataba de peces gordos que preparaban algo para Nansen, y que consideraban indispensable la presencia de mi padre. «¡Venga! ¡Muévete de una vez, Siggi! Hay que ir a buscar a papá para informarle de que le han llamado y de que tiene que ir a Bleekenwarf. ¡Y para de una vez de mirarme de ese modo! ¡Ya te he dicho que no me gusta!». Tanto le desconcertaba mi manera de observarla que al final se colocó frente al espejo del guardarropa para mirarse de frente, y después se puso de perfil para comprobar si la blusa y la falda estaban en su sitio. Y como no halló nada extraño, me envió afuera con furia.

Al dique, en primer lugar al dique. Un día oscuro de principios de otoño, pero con el viento en calma. El mar del Norte se movía con tanta suavidad que sus olas parecían dunas. Dos pescadores de caballa en un bote. No había gaviotas en el cielo, pero sí una gran asamblea general de ellas sobre el agua. Una suave corriente las impulsaba en paralelo a la costa. No se divisaban ciclistas, ni en dirección a la taberna Wattblick ni en dirección a la baliza roja. Dos barcos dragaminas anclados. Bajo el dique, un jeep que se alejaba por el camino de Glüserup. Decidí acercarme hasta la taberna Wattblick, allí solían estar al tanto de todo y podrían informarme. No sé qué vieron en mí las ovejas, pero en cuanto me acerqué a ellas, se me echaron encima. Me perseguían, venían trotando por todos los flancos, y me las tuve que quitar de encima a patadas. Sus pieles pegajosas apestaban.

Aquel hedor me impidió descubrir antes el olor a quemado. Pero yo iba corriendo, huyendo de las ovejas que me acorralaban, y no descubrí a mi padre ni a su obra. Al fin conseguí encontrar refugio en la península y, solo por casualidad, al volverme y mirar atrás, descubrí que, junto a la cabaña del pintor, al pie de la duna, había una bicicleta apoyada. Podía, pero no debía, ser la bici de mi padre. Aproveché un descuido de los animales, salté dique abajo y dejé atrás a las ovejas, que no me quitaban los ojos de encima ni cuando pastaban. Dejé atrás su peste y sus balidos. Había alguien en la cabaña del pintor. El olor a quemado impregnaba el aire. No se veía fuego, ni estelas de humo, pero el olor se volvió mucho más intenso cuando alcancé la cima de la duna. Y en ese preciso instante, justo divisé la débil columna de humo que se elevaba tras la cabaña. No soy capaz de expresar con palabras el miedo que sentí en aquel momento, un miedo que lo inundaba todo y no me permitía parar de correr. Un temor desconocido que me golpeaba, eso es todo, o al menos lo fue al principio.

Era la bicicleta de mi padre la que estaba apoyada en la pared lateral de la cabaña. La puerta permanecía abierta, pero él no estaba dentro, sino fuera, en la parte trasera, fumando y contemplando un fuego, o más bien el resto de una fogata a la que iba empujando con el pie restos medio carbonizados para que se consumieran del todo. ¿Se enfureció o sorprendió al verme llegar? No pareció reconocerme. Se limitó a quedarse allí de pie, agotado, ausente, mirando fijamente la hoguera. No se opuso a que yo hurgase ansiosamente en los restos del fuego con un palo junto a sus pies. Pero todo había terminado, no merecía la pena intervenir. Un papel, un diminuto trozo de papel azul claro se había salvado: era la tapa del cuaderno de bocetos. Mi padre había quemado el cuaderno de bocetos del pintor para el ciclo «Cabezas en la costa».

Me incorporé y le miré con horror. Una expresión de contento animal asomaba en su rostro. Una vez cumplida su misión, podía permitirse un cigarrillo. Allí, en la península, ante los restos del fuego, comencé a sentir miedo de mi padre, y no por su fuerza o su astucia o su tenacidad, sino por lo imperturbable de su expresión. Ese miedo vencía incluso la oleada de odio que me impulsaba a lanzarme contra él y a pegarle con los puños en los muslos y en las caderas. ¡Esa satisfacción animal! ¡Esa calma malvada! No soportaba mirarle. Me puse en cuclillas y lancé arena sobre los restos de la fogata. Una lluvia de arena fina cayó encima de los restos carbonizados cubriéndolos por completo. Ya nada podía hacer sospechar que alguien hubiera encendido allí una hoguera.

El policía de puesto de Rugbüll permanecía impasible. Me observaba en silencio, y respiró varias veces como si estuviera a punto de despertar. Sin embargo, no acababa de despertarse, sino que recaía enseguida en su estado de felicidad animal. No, yo aún no experimentaba sorpresa cuando noté un dolor punzante en las sienes, al que siguió un ligero estupor y el martilleo del miedo que me provocó caer en la cuenta de que, a partir de ese instante, jamás volvería a creer que podía ocultarle nada a mi padre. Su terrorífica impasibilidad encontraría cualquier escondite e inmediatamente me vino a la cabeza mi colección del molino. Tenía que esconderla, ¿pero dónde?

«¿Por qué tiemblas así? A tu edad ya nada debería provocar que temblaras así», preguntó y afirmó. «Mañana —pensé—, o mejor esta misma tarde, trasladaré todas las cosas». «Vamos, ¿qué te pasa?», preguntó. «Podría llevarlo todo a Bleekenwarf —pensé—. Tal vez el pintor me ayude a buscar un escondite en su casa». «¡Haz el favor de responder!», ordenó. Y yo dije: «¡No tenías derecho a hacer eso! Ya no se te permite confiscar nada, ni hacer fogatas para quemar nada». «¿Quién te ha contado tal cosa?». «Todos. Todos lo dicen. Que ya la prohibición de pintar se ha derogado y que, por tanto, ya no es de tu incumbencia. No creo que al pintor le haga mucha gracia enterarse de lo que ha sucedido aquí. Lo de antes se acabó. Lo dicen todos. Y yo he visto y oído todo lo que hiciste en el pasado. Ya no se te permite hacer este tipo de cosas. No le puedes ordenar nada al tío Nansen. Ahora puede hacer lo que le dé la gana. Eso es lo que sé».

Me pegó. Caí en la arena y me quedé de rodillas. Me había alcanzado en la mandíbula. El segundo golpe solo me rozó ligeramente en la mejilla. «¡Levántate!», gritó. Yo no le obedecí. Me agarró por el cuello de la camisa y me levantó de un tirón, de manera que tuve que ponerme de puntillas y rozarle con todo mi cuerpo. Y entonces me sometió a uno de aquellos lentos exámenes, una detenida exploración de mi retina, de los que él siempre parecía extraer tanto, una seria exploración de mi retina. Pero, esta vez, no retiré la mirada; mantuve mi vista fija en sus pupilas contraídas. Nunca le había mirado tan de cerca. ¡Qué de arrugas tenía y qué amargado estaba! Aquella amargura anunciaba a la humanidad que el policía del puesto de Rugbüll no estaba en absoluto de acuerdo con el decurso del mundo.

«¡Tú sabes algo! —dijo—. ¡Has estado indagando! Sabes lo que está permitido, dónde comienza algo y dónde se termina. ¡Estás informado! También te has dado cuenta de que ahora las cosas han cambiado… Eso tampoco se te ha escapado». Liberó la presión con la que me atenazaba y me apartó de él con un leve empujón. Esta vez no pretendía hacerme caer al suelo. «Has oído muchas cosas —dijo—, pero no esto: que uno debe mantenerse fiel a sus principios, que uno debe llevar a cabo su deber, incluso cuando las circunstancias cambian. Al deber que ha asumido, quiero decir. Ahora te toca ir contando que tu padre ha cumplido con aquello que consideraba su deber. Bien. Eso es lo que tienes que difundir. Ve corriendo a Bleekenwarf, donde pasas tanto tiempo, y díselo a él. No me importa que te vuelvas contra mí. Ya me he encargado de Klaas y me encargaré también de ti, si hace falta». Levantó su rostro: apretaba los labios pálidos y rechinaba los dientes sin apartar de mí su despectiva —esta vez no satisfecha— mirada. Sus gestos se me antojaban imprecisos, era como si estuviera manteniendo una conversación consigo mismo. «¿Quieres añadir algo más?».

Sorprendiéndome incluso a mí mismo, pues lo cierto es que había empezado ya a negar con la cabeza, dije algo: le repetí que ya no le quedaba nada que vigilar, nada que confiscar ni destruir. Le dije que la prohibición de pintar había concluido y que, por lo tanto, no era su deber garantizar su cumplimiento. No le amenacé ni le confesé cuánto le odiaba, pero él tuvo que notarlo, igual que mi temor, porque se me acercó mucho y me dijo: «Si te mantienes al margen de todo, nos entenderemos tan bien como antes. Solo tienes que permanecer al margen, sin quitar ni poner rey».

Dicho esto, examinó el lugar donde había encendido la hoguera, ya sepultada bajo la arena, asintió, fue hasta su bicicleta, la levantó y la giró hacia el dique, indiferente a mis planes pero, a la vez, seguro de que le seguiría, pues le oí rezongar y pronunciar mi nombre. Yo, efectivamente, le seguí hasta el borde del agua, y allí, hablándole a sus espaldas, le comuniqué el mensaje que le enviaban desde casa. Pero Jens Ole Jepsen no se detuvo al saber que se le esperaba en Bleekenwarf y que tenía que presentarse allí porque el comisario del Land y también algunos peces gordos acudirían en breve. Se limitó a saberlo en silencio y, tras bordear la duna y continuar a lo largo de la línea del mar, bajo el dique, siguió hasta que no tuvo más que cruzarlo para coger el camino flanqueado de alisos que conducía a Bleekenwarf. Llegó hasta el portón batiente, entró por el patio y, después de bajarse de la bicicleta, miró como yo hacia la carretera de Husum, donde ambos reconocimos a la vez los dos automóviles verde oliva, que en ese momento describieron un giro y se acercaron a nosotros.

Una vez allí, mi padre apoyó su bicicleta en la pared de la casa pero luego cambió de idea y la llevó hasta una pila de troncos que se encontraba un poco más lejos. Pero no entró directamente en la casa; simplemente abrió el portón batiente y esperó. Yo me puse junto a él y entre los dos sujetamos con la espalda la puerta para mantenerla abierta. Constituíamos una pobre comitiva de bienvenida para los coches, que se acercaban despacio, avanzando ocultos tras el seto de Holsem. Desde su regreso del campo de internamiento, mi padre no había estado ni una sola vez en Bleekenwarf. Y no había cruzado una sola palabra o un saludo con el pintor. Ni siquiera se había interesado por saber si las cosas seguían en Bleekenwarf tal como él las conocía. Como no podía soportar los cambios, no quiso preguntar, o se tomó su tiempo para averiguarlo. Parecía relajado, distendido, aunque tampoco indiferente. Me obligó a comprobar cómo le quedaba el uniforme, por detrás y por delante, y a limpiarle las botas con un puñado de hierba.

Yo no entendía qué pintábamos allí, pero él ya estaba levantando la mano hacia la gorra en señal de saludo incluso antes de reconocer cara alguna. Y en esa posición de saludo se mantuvo mientras los automóviles, uno tras otro, penetraban en el patio.

Bien. Ahora dejaré que desciendan de los automóviles cuatro hombres de diferente estatura y vestimenta con expresión perpleja. Los invito a que contemplen primero el estanque, el establo, el taller, el jardín, así como la parte de nuestras tierras que alcanzan con la mirada. Y a los hombres, a todos ellos, solo les viene a la cabeza una idea que se desprende y puede leerse en sus rostros: «¡Así que es aquí donde él vive, así que este es su mundo!».

Los hombres se hicieron gestos afirmativos los unos a los otros, conscientes de lo que aquello significaba. Los chóferes rodearon con sus enormes coches color verde oliva el estanque y aparcaron alineados en paralelo. ¿Cómo podría describir a estos cuatro hombres? El que sonreía es el más sencillo y rápido de presentar, pues era el único que lleva uniforme: con la cabeza descubierta, una pipa bamboleante en la comisura de sus labios, bigote poblado, una caja de pinturas apretada contra el pecho, pecas en la cara y en las manos, y en las hombreras una corona y muchas estrellas. Caminaba como una foca que cojeara ligeramente y no paraba de sonreír. Muy diferente del comisario del Land —el hombre que, más tarde, resultó ser el comisario del Land—: poco atractivo, incluso desvalido, con una cabeza más pequeña que la de la foca, delgado, con la espalda llamativamente arqueada, las manos en los bolsillos, como si tuviera mucho frío y un traje gastado. Así veía yo a Mister Gaines. El más joven no me llamó tanto la atención por su rostro anguloso, como tallado a golpes de cincel, ni por llevar un cigarrillo encendido de modo permanente y unos enormes zapatos de ante, sino sobre todo por su voz —y como era el intérprete hablaba el doble que los demás—: sonaba como si en el jardín de los cerezos de la finca Sóllring se hubiesen puesto a mover carracas y sonajeros para ahuyentar a los estorninos. ¿Y el cuarto hombre? Este llevaba un sombrero de ala ancha, unas gafas con montura de acero y una cartera repleta de documentos.

Seguro que en la casa, donde ya sabían de su visita, los habían divisado hacía rato. Sin embargo, la puerta seguía sin abrirse. Nadie acudía a dar la bienvenida a aquellos hombres, que en esos momentos se encontraban frente al jardín de flores otoñales del pintor sin cruzar palabra, por cierto. Puede que estuvieran rebuscando en su memoria para dar con los nombres precisos de las flores. Mantenían una actitud curiosa, aderezada con un aire de compresión y admiración. Dieron una vueltecita por el jardín, rodearon el taller, regresaron al patio y fijaron su atención en un grupo de patos que se desplazaban nerviosos por el centro del estanque. Luego se acercaron a nosotros. Estábamos de perfil ante la puerta de la casa, y como una suerte de escueto comité de bienvenida. Él antes, yo después. No los perdíamos de vista. Nuestra obstinación consiguió que al fin reparasen en nosotros. Cuando lo hicieron, cambiaron completamente su actitud y adquirieron de inmediato un aire más protocolario. Se notaba en su forma de caminar, mucho más rígida.

Mi padre hizo el saludo militar. Luego les dio la mano y ellos le formularon unas breves preguntas sin importancia a las que mi padre respondió de un modo igualmente superficial. También a mí me dieron un apretón de manos el hombre sonriente y el intérprete, pero sin mirarme, con una indisimulada indiferencia. El intérprete, con su voz de carraca, me preguntó: «¿Cómo estás?». Yo, por principio, no suelo responder a ese tipo de preguntas. Mi padre, más competente que solícito, quiso saber si debía llamar para anunciar su visita. El comisario del Land esbozó una sonrisa y golpeó él mismo la puerta con el puño cerrado y relajado, dos veces. Después nos miró esperanzado. Aún no había bajado el puño cuando la puerta se abrió de repente, algo con lo que él no había contado.

La Musaraña —así llamábamos a la sirvienta— tenía que haberse tomado más tiempo antes de abrir, tal vez debería haber contado hasta doce, pero es posible que llevara de pie tras la puerta mucho rato y no pudiese soportar los nervios. En todo caso, el ama de llaves del pintor —él la llamaba Katrine o Trinchen—, que era de Flensburg y estaba emparentada de algún modo con Ditte, apareció en el umbral, nos dio una bienvenida apresurada y se echó a un lado invitándonos a entrar. Los cuatro hombres desparecieron en la penumbra del vestíbulo. Nosotros dos nos quedamos fuera, pensando en cómo nos entretendríamos durante la espera, cuando el comisario del Land apareció de nuevo y no solo nos hizo señas para entrar, sino que incluso nos cedió el paso y cerró él mismo la puerta tras nosotros.

La luz del día entraba a raudales en el enorme salón. Caminábamos en fila india, y entonces me adelanté y me di casi de bruces con el pintor, que estaba más tumbado que sentado en el interminable sofá que Teo Busbeck había ocupado durante todos esos años. Llevaba un grueso camisón de lino bajo el abrigo azul y zapatillas de andar por casa en sus pies desnudos y varicosos. Y, naturalmente, su sombrero en la cabeza. Sobre una mesa que le habían acercado, había una pipa, tabaco y un montón de cartas sin abrir. La Musaraña se apresuró a recoger, entre reproches, una manta de lana gris que había caído al suelo y que volvió a doblar y a colocar sobre las piernas del pintor. «Acaba de pasar una gripe», aclaró. Y el pintor, como si quisiera librarse de ella: «Haznos un café, pero alégralo con algo. Y, antes, tráenos unas sillas». La mujer le dirigió una mirada furiosa. Él se rió y le tendió la mano al comisario del Land, que se la estrechó con fuerza, y luego nos fue saludando a todos uno por uno: al sonriente, al traductor, al del sombrero de ala ancha, a mí y, por último, al policía del puesto de Rugbüll, que no deseaba en absoluto aquel saludo, y le hubiera gustado evitarlo. Lo cierto es que cuando le llegó su turno en la fila, no pudo hacer nada por evitarlo. «¿Jens?». «¿Max?». Allí nadie podía sospechar nada de esa manera de saludarse. Acercamos sillas y las colocamos en semicírculo en torno al sofá. Tomamos entonces asiento y miramos inquisitivamente el rostro del pintor, en cuya frente brotaba el sudor propio de la fiebre, y que, a su vez, casi completamente tumbado, nos escrutaba con sus grises ojos astutos con bastante franqueza.

¿Cómo se inicia una conversación, que en determinado sentido puede considerarse oficial, cuando el interlocutor, convaleciente, lleva puesto un camisón y abrigo? Resulta casi imposible evitar que las primeras frases se dediquen al asunto de la enfermedad, así que todo el mundo empieza a hablar de la gripe, de la anacrónica gripe de esta temporada y de los diversos tratamientos con las que tratan de curarla en Schleswig-Holstein y en Inglaterra, constatando las diferencias. El comisario del Land, por ejemplo, confesó que él no había padecido nunca una gripe, mientras que su esposa, por el contrario, pillaba una cada primavera, etcétera. El pintor dijo: «Por una gripe así no estira uno la pata. Viene y se va. Solo se necesitan unas buenas dosis de cafés con ponche. Pero ¿dónde se habrá metido Katrine?». Después hablaron del jardín del pintor, de los jardines florales en otoño, de colores que el otoño entremezcla. En ese punto el hombre de uniforme pudo lucirse, e incluso comentó con el pintor las diferentes formas de floración, sobre todo de plantas labiadas y papilionáceas. Entonces la Musaraña apareció con el café; a nadie se le escapó el modo en que reprendía con la mirada al pintor al tiempo que le cubría de nuevo con la manta y le alcanzaba su taza. Y, para terminar, ya con un rencor indisimulado, puso sobre la mesa una botella de licor, que el pintor agarró y descorchó inmediatamente: «Aquí el café se suele alegrar con algo».

Así, excepto yo, todos tomaron el café «alegre». El intérprete dijo: «¡Salud!» al levantar su taza. Y el pintor: «¡Justo! También cuando se bebe café se debe hacer un brindis». El comisario del Land pidió que tradujeran sus palabras —aunque, cuando era necesario, él mismo hablaba en alemán— y que también le explicaran lo que había querido decir. Después, tras solicitar que le entregaran la cartera, se puso en pie, abrió los dos cierres de resorte y sacó algo azul, de gran formato y rígido, que a mí me pareció de gran importancia, un documento oficial. Con aquella carpeta cuyas tapas de cartón estaban forradas en lino en la mano, se dirigió hacia el sofá. Caminaba en dirección al pintor, no con recogimiento, pero sí con solemnidad. Pero cuando el artista ya se estaba inclinando para recibir el objeto, el comisario dio un paso atrás. Quería decir algo que resultase apropiado en tan solemne momento. Se concentró. La ocasión merecía que todos nos pusiéramos de pie para escucharle, tal como hicimos.

Lo que vino después fue el discurso pronunciado en el tono más bajo que yo había oído en toda mi vida. «Se trataba de una Real Academia de Londres, que…». «En vista de los extraordinarios méritos para la pintura europea y por decisión unánime del pleno…». «Como el pintor había aceptado esta distinción, que para la Academia suponía el más alto honor, él procedía por la presente a…». Una vez más el pintor alargó la mano hacia el documento y una vez más el comisario del Land lo retiró con suavidad, pues todavía quería añadir algo, a título personal: que no formaba parte de sus funciones prestar servicio a la Real Academia, pero que, en este caso, había supuesto para él una gran alegría, todo un sueño hecho realidad y que además era todo un honor que su amigo, el general Tare, hubiese insistido en acompañarlo. Así que no había ido hasta allí únicamente para entregarle a Mister Nansen el diploma que lo convertía en miembro de honor de la Academia, sino también para expresar con su presencia hasta qué punto valoraban en él la personalidad del artista libre y ejemplar. Y eso fue todo, más o menos.

Tras estas palabras, el pintor recibió por fin el documento. El comisario del Land levantó su taza de café. Dijo: «¡Brindemos por ello!». Y todos bebimos en honor al pintor, también mi padre. Con el dedo meñique separado de la taza y esta a la altura del pecho, con un ojo puesto en la importante visita: de ese modo felicitó también él al pintor, que solo le echó un vistazo al documento por encima y luego lo dejó en la mesa, junto a las cartas. Después, señalando a la botella, les invitó a que se sirvieran con completa libertad. Y las visitas se sirvieron con libertad. Todos fumaron, a excepción de mi padre.

El hombre sonriente del uniforme dijo que en su propia casa, en Nottingham, tenía colgados varios lienzos de Nansen. Y citó los títulos exactos y el año en que se pintaron. El pintor levantó la cabeza, perplejo. Aquellos cuadros —La recolectora de amapolas, con total seguridad— habían formado parte sin duda de las colecciones permanentes de los museos de Dresde y de Heidelberg, posteriormente fueron confiscados y se llevaron a Berlín, donde… ¿no se destruyeron? El general le explicó que él los había comprado en Suiza. Así que parecían ser ciertos los rumores que el pintor había escuchado de vez en cuando y que se había negado a creer: que esos locos de Berlín, como necesitaban divisas, habrían vendido los cuadros confiscados a través de intermediarios. Y si el general los había comprado en Suiza, quedaba claro que no los habían destruido, y él le contó además que sabía de buena mano que muchas pinturas modernas habían logrado salir del país a través de las fronteras. Él, el pintor, siempre había creído que todos sus cuadros, sus ochocientos cuadros, se habían hecho desaparecer para siempre. «No», dijo el general, y le aseguró que en ese aspecto podía tranquilizarlo, si es que en esta situación se podía usar una palabra así, porque había incluso cifras aproximadas de estas ventas y era de suponer que algún día se conocerían las cantidades exactas.

Conversaciones. Se sacaba un tema y se dejaba morir enseguida. Se acumulaban las preguntas, que perdían su agudeza en el mismo instante de ser formuladas. «¿Cómo le resultó posible vivir durante el período en el que tuvo prohibido pintar? —preguntó el comisario del Land—. ¿Cómo se puede vivir de ese modo? ¡Qué disparate que haya podido ocurrir algo así!». Él, el comisario del Land, le confesó que no era capaz ni siquiera de imaginarlo. Pero el pintor le explicó que sabía de cosas mucho peores; que, en esos casos, lo mejor que uno podía hacer era adaptarse a las circunstancias, estar preparado y tomar ciertas precauciones, pero que, por lo demás, no conocía un solo pintor en este mundo que hubiera respetado semejante prohibición. Los artistas no son meros distribuidores de colores que se colocan frente a un caballete. Uno pinta siempre, o no pinta. Y añadió: «¿Acaso se puede prohibir lo que sucede en el interior de un sueño?».

Que no se había expresado bien, dijo el comisario del Land, que lo que él quería saber era cómo se podía vigilar en la práctica el cumplimiento de una prohibición como aquella: ¿mediante inspecciones o registros domiciliarios? ¿Y quién, por ejemplo, los había llevado a cabo? ¿Quería contestar mi padre? Mi padre se enderezó en aquella silla tan alta, apretó la espalda contra el respaldo tallado, hizo girar la gorra entre sus dedos y se rascó con el pulgar la mejilla, sobre la que pareció proyectarse un destello. «De la vigilancia se ocupó la policía local —dijo el pintor con calma—, lo que resultó un asunto complicado, y un arma de doble filo, pues aquí todos nos conocemos de siempre. Pero, finalmente, conseguimos salir bien parados». «¿Se produjeron pérdidas?». El pintor le confirmó que sí, que pérdidas hubo en todas partes. Que eso había sido inevitable. ¿Pero pintó también alguna obra nueva? Por supuesto, el pintor le reveló que había creado algún cuadro nuevo durante el tiempo de la prohibición. ¿Y qué pasó con las obras confiscadas? El pintor se encogió de hombros y, de repente, preguntó, enigmático: «¿Qué posibilidades tiene uno que solo desea cumplir con su deber y que no espera otra cosa de sí mismo? Alguien así también se equivoca, y también se encuentra con dificultades en su camino».

Conversaciones. Uno se dirige hacia un lugar. Se detiene en algo que flota en la corriente y lo deja correr con el agua. Personas que se sientan a charlar: recorren miles de asuntos y parecen encontrar miles de respuestas.

El pintor preguntó cuándo se dedicaría una gran exposición a Turner. Él estaría dispuesto a viajar donde fuera para contemplar su obra, incluso arrastrando su gripe. En el museo de Nottingham, le aclaró el general, tenían algunos Turner y, si el pintor tuviese a bien hacer un viaje hasta allí, podría contemplarlos, pero… «¿Por qué precisamente Turner?», le preguntó. Pues porque él dejaba que todo flotase y fluyese. Bueno, otros también lo permiten, desde luego; en realidad, casi todos, dijo, pero Turner lo hace con luz, y él, el pintor, quería verlo allí, en su contexto natural. «¿Y por qué no en Nottingham?», insistió el general.

El comisario del Land quiso saber si el pintor había estado en Londres alguna vez. No, nunca había estado, y dudaba también de si podría ir algún día. Antes hubiera viajado con gusto, pero ahora… Además, tenía algo contra las grandes ciudades, todavía. Y, por otro lado, aquí, entre Glüserup y la carretera de Husum, todavía le quedaban muchas cosas por descubrir. Jamás lograría captar del todo este pedazo de tierra y a su gente, pero iba a tratar de ir un poco más allá en esa comprensión. El general se interesó entonces por saber si una gran ciudad no sería más interesante para desarrollar su trabajo de artista, y el pintor contestó algo que no olvidaré jamás: «Las grandes ciudades que necesitamos se encuentran en nuestro interior, en nosotros mismos. Mi metrópoli está justo aquí. Aquí tengo todo lo que necesito, e incluso más. Los pocos años que me queden no me alcanzarán para contarlo todo sobre este pedazo de tierra, y me refiero solo a aquello que merece la pena contar. Ya con la población de este lugar, con su tierra, su aire, con los pantanos durante la noche o la playa… Y la manera de aguzar el oído de estos habitantes cuando el cielo está oscuro, su miedo, sus rostros, su forma lenta de pensar o ese modo en que dirimen sus conflictos con la ley, ¿no, Jens?».

Mi padre se irguió con un sobresalto y miró al pintor sin comprender. «Me refería —dijo el pintor a mi padre— a lo que tú, por tu experiencia, has comprobado de la gente de aquí. No creo que de una gran ciudad se pueda contar tanto. Aquí se encuentra cuánto existe en el mundo, ¿o me equivoco?». E hizo una pausa. Todos esperaban una respuesta, o al menos una confirmación por parte de mi padre. Le miraban fijamente. Pero el policía del puesto de Rugbüll no pronunció una sola palabra. Se limitó a asentir. El pintor les invitó a que se sirvieran otra taza de café, pero esta vez sus invitados pasaron por alto el ofrecimiento. A él, al general, seguro que le hubiese gustado darse una vuelta por el taller e incluso sentarse un rato allí, pero las cosas no discurrieron de ese modo. El pintor, simulando cierta intranquilidad, señaló hacia la cocina, donde en aquellos momentos se encontraba la Musaraña. Y todos comprendieron lo que quería decir. ¿Les permitiría visitarle en otra ocasión? En otra ocasión, ¡cómo no! Pero ese día ya no podía alargarla más, pues ni siquiera se atrevía a contravenir las normas de su ama de llaves, que hasta le había prohibido levantarse para ir a su encuentro. Era una mujer estricta, y a estas alturas encontraba absurdo rebelarse contra su severidad. Volverían otro día, ya estaba decidido, tal vez el próximo mes. Sería un motivo de alegría para todos. Y de nuevo proliferaron las felicitaciones, a las que yo me sumé, y los agradecimientos por la visita. «No, no, somos nosotros los que le quedamos agradecidos, etc.». «Y, sobre todo, una vez más, esperamos que se recupere cuanto antes».

Allí se despidieron aquellos cuatro hombres tan distintos que habían participado en la conversación en una u otra medida. Se tendieron las manos, mostraron sus dientes, tensaron y arrugaron la piel de sus caras, dieron un paso rápido hacia el sofá, retrocedieron y, caminando de lado, sin perder de vista al enfermo, se dirigieron hacia la puerta. Mi padre fue el último en despedirse, después de haber considerado varias veces —así pude observarlo— la posibilidad de salir por las buenas, aprovechando la confusión de la partida. Se acercó al pintor, tieso, muy serio, y sin embargo sin hostilidad, con la cara más larga que sabía poner, y le tendió su mano cubierta de vello rubio, aunque no me pareció que le devolviera el apretón. «Aún nos llega para otro café con ponche», dijo el pintor. Y mi padre: «Tengo demasiadas cosas que hacer». «Entonces, ¿no?». «Lo siento». Y abandonó la habitación sin girarse a mirarle ni una vez más. ¿Y qué hizo una vez en el exterior? Cogió su bicicleta, se apostó junto al portón batiente y aguardó hasta que los enormes coches se acercaron rodando. Hizo el saludo militar antes de tiempo y, a pesar del espacio que separaba el primer coche del segundo, él se mantuvo en la misma posición, con la mano en el lateral de su gorra. Y solo bajó la mano cuando los coches, con su doble y breve retumbar de tormenta, dejaron atrás el puente de tablas de madera.