6. El segundo rostro

Por ahora dejaré que oscurezca y delegaré la responsabilidad de la primera parte de la tarde en manos del proyector, registrado a nombre del Círculo Local de Glüserup. Lo había comprado Per Arne Schessel, su presidente, al que yo acostumbraba a llamar «abuelo». Y él también se ocupaba de la conservación, la limpieza y el manipulado del aparato. El proyector está colocado en la mesa que se encuentra en el pasillo central. A ambos lados de ese pasillo hay pesados bancos macizos, en los que tomaban asiento los espectadores a los que, inexplicablemente, se les entumecían las piernas al poco rato de haber ocupado sus sitios. Para que la luz del proyector alcance y cubra de lleno la pantalla, se ha calzado la parte delantera de la mesa con los dos libros que siempre están dispuestos para ese fin: Los hijos del senador, de Storm, y el Mesías, de Klopstock. El tamaño de ambos volúmenes garantiza que el cono de luz coincida exactamente con los bordes de la pantalla.

La pantalla es, en este caso, la parte posterior de un mapa antiguo de Schleswig-Holstein, un rectángulo grisáceo, manchado ligeramente en la parte superior izquierda, en el que, bajo el fuerte haz de luz, se transparentan los contornos de las islas, las costas y las desembocaduras, demostrando a cualquier escéptico que esta región, aunque no esté completamente rodeada por el mar, sí que está asediada por él por dos de sus flancos. Hacia esa pantalla dirigen su mirada atenta ocho o, mejor dicho, doce o incluso dieciséis personas que permanecen sentadas a ambos lados del pasillo. A algunos los deslumbra la luz que se escapa por una rendija lateral del proyector y que se refleja en los paneles de cristal de los armarios y en las cajas archivadoras que hay junto a las paredes y a las ventanas oscurecidas. En el haz de luz zumban diversos insectos y da tumbos una mariposa regordeta que comprueba una y otra vez la distancia entre la lente y la pantalla, y que, cada vez que choca con algo, produce un ruido metálico. En los bancos se habla en voz baja. Se oyen toses. Nadie fuma. Hace calor.

Del establo vecino llega de cuando en cuando un fuerte sonido de cadenas, puede que se produzca cuando un animal sube la cabeza de golpe. A veces llega también hasta nosotros un alboroto, o un sonido que se diría que es de alguien escarbando o arañando frenéticamente. Golpes de viento, ladridos de perro. En la penumbra, veo surgir la cara roja, alargada y huraña de mi abuelo ante la pantalla. Hasta la silueta de su cabeza parece huraña. El agricultor Per Arne Schessel no se ríe; ni siquiera sonríe. No hace guiños ni señas a nadie. Se limita a permanecer ahí, erguido y pensativo como una garza real, lo que tiene como consecuencia que cesen los cuchicheos y que solo se tosa ocasionalmente, y en todo caso antes de que empiece la proyección. Espero haberlo retratado.

Y ahora quisiera aprovechar este silencio para advertir que hasta la entrada en escena de mi abuelo frente a la pantalla, todas las veladas de Külkenwarf eran similares. Todas estaban dedicadas a nuestra patria, a la zona que queda entre Husum y Glüserup: a su crecimiento y desarrollo, a sus atractivos sedimentos, a su apreciado cieno, a sus animales, sus plantas y sus canales, pero sobre todo a su esencia. Si me concentro y profundizo en mis recuerdos, constato que mi memoria de los encuentros en el Círculo Local recoge sobre todo esa atmósfera: la cálida penumbra, el haz de luz del proyector, los insectos, los sonidos procedentes del establo y la espera entre susurros y, quiero añadir, afable de los participantes… Era el mismo Per Arne Schessel quien nos invitaba por escrito, con más frecuencia en invierno que en verano, a acercarnos a Külkenwarf, la sede o la cuna, por decirlo de algún modo, de los Schessel.

Pero también recuerdo que ahí, en aquellas reuniones en el recinto que quedaba entre la casa y el establo que mi abuelo había puesto al servicio de la investigación local, se exhibían testimonios secretos y públicos de la historia, la cultura y, naturalmente, de las peculiaridades de la región. Pongamos, solo por ejemplo, el arpón dentado de cuerno de reno, los rascadores, las hachas o los martillos de piedra. Quisiera también mencionar las urnas, los brazaletes de mediados de la Edad de Bronce, los herrajes de las fundas de espadas, así como las vasijas con ricos adornos de principios de la Edad de Piedra que yo habría utilizado con total tranquilidad como jarrones para flores de tallo corto. Empuñaduras de espadas, joyas de madera, y tampoco quisiera pasar por alto el famoso disco de oro de Treenbarg ni las numerosas muestras de tierra, arena y minerales, los restos de una embarcación procedentes del pantano de Norschlotten, los curiosos fragmentos indiscutiblemente pertenecientes a prendas de vestir de los primeros cazadores y agricultores de la zona pantanosa y, finalmente, la gran atracción: el cadáver de una niña, reseco y encogido como un pedazo de cuero, que fue estrangulada con un lazo —naturalmente, de piel de reno—. El lazo, como una joya imprudente, seguía adornando su cuello. Y no menos importantes eran los libros, la biblioteca especializada que Per Arne Schessel había conseguido reunir allí: Viaje geológico por Schleswig-Holstein, Actuación y desarrollo en la costa, Una vida en Schobüll, El vestido verde de mis islas, El viento matinal, y también un montón de folletos y libros de su propia editorial, entre ellos: El lenguaje de los túmulos, Los hallazgos y sacrificios del pantano de Norschlotten, así como Las grandes mareas y sus consecuencias, etcétera.

En caso de que alguien eche de menos algún título o algún hallazgo, puede añadirlo a esta lista sin problemas. Yo quisiera conformarme con estos datos, porque no puedo exponer demasiado tiempo a mi abuelo a la luz del proyector, aunque lo cierto es que él —y de eso se acuerdan también muchos otros— era capaz de mirar por igual, con precisión sin descanso, hacia lo oscuro y hacia cualquier foco luminoso sin sufrir daño alguno. Además, me veo obligado a disipar la impresión de que aquella tarde dedicada a estudiar la geografía y la historia regional, que había comenzado del modo habitual, prosiguiera también de esa misma manera. No quisiera que su descripción quedara reducida a la de una tarde como tantas otras.

Como he comentado, hasta el instante en que Per Arne Schessel apareció junto a la pantalla, yo creí que iba a ser una tarde trivial, sin acontecimientos destacables, y seguro que los demás participantes pensaban lo mismo, pero cuando mi abuelo, de repente, levantó ambas manos, dirigió una mirada misteriosa hacia la puerta y pidió que nos mantuviésemos callados, nos invadió un sentimiento de sorpresa. Nos quedamos en completo silencio. Hasta el capitán Andersen consiguió dominar su tos. Nada se movía tras la puerta. Estricto, con la boca ligeramente abierta, dejando a la vista su mala dentadura, mi abuelo mantuvo la vista clavada en la puerta. Entonces, todos miraron hacia allá y se pusieron de pie, conteniendo la respiración, tal vez a la espera de que un robusto cazador de renos, un campesino de los pantanos o el rey danés Sven, que invadió Inglaterra, compareciesen en persona. Sin embargo, bajo nuestra atenta vigilancia, sí ocurrió algo tras la cortina. Primero distinguimos la brasa de un cigarrillo detrás del pequeño cristal traslúcido, a la que siguió el sonido de un carraspeo, y cuando Per Arne Schessel efectuó un sobrio gesto de invitación hizo por fin su aparición Asmus Asmussen, autor del libro Fosforescencia del mar y presidente de honor del Círculo Local de Glüserup. Aunque apareció con el uniforme de cabo primero de la Marina, lo reconocieron enseguida y lo recibieron con gritos y aplausos, y él, informal pero sin abandonar su pose militar, devolvió los saludos y apagó el cigarrillo. Ante nuestros ojos estaba el creador de Timm y Tine, dos personajes de Fosforescencia del mar muy queridos para nosotros. Si no me equivoco, se habían conocido gracias a un mensaje que uno de los dos arrojó al mar en una botella, y tanto les gustó aquel intercambio que incluso ya prometidos y hasta casados continuaron enviándose misivas en botellas. Siguieron practicando este juego de forma incansable, considerándolo, incluso de ancianos, como la más hermosa, y desde luego más barata, manera de comunicarse. Tanto hacia el haz de luz. Podía comenzar. Quise ir a buscar un sitio a la primera fila de bancos, pero mi padre me sujetó y me obligó a sentarme de nuevo. Así que tuve que quedarme con él junto a la ventana y ver cómo Asmus Asmussen se acercaba por el pasillo central hasta el proyector y colocaba en él la primera imagen, pero sin dejar aún que se viera en la pantalla.

¿Qué le pasaba a mi padre? Mientras Asmus Asmussen daba las gracias, saludaba y cogía aire para comenzar su introducción, mi padre parecía preso de una excitación que yo desconocía en él. No paraba de moverse en su asiento, se palpaba los párpados con las yemas de los dedos, estrujaba su pañuelo y tiraba de sus extremos… A veces se echaba tanto hacia atrás que hasta temí que cayese sobre Kohlschmidt, el guarda de pájaros. Su labio superior sudaba. De vez en cuando, como si en su interior estuviese sufriendo una exagerada presión, temblaba. Una expresión de asombro inundaba su cara. Era evidente que ni él mismo parecía entender lo que le sucedía. Se pasaba con frecuencia la mano por la frente con un movimiento enérgico y brusco.

Pero todo esto me llama más la atención hoy que cuando él permanecía sentado a mi lado con su novedosa excitación, pues, naturalmente, en aquel momento yo estaba totalmente concentrado escuchando a Asmus Asmussen y esperando con ansiedad la primera imagen que él haría aparecer en la pantalla.

Sin embargo, Asmussen se tomó su tiempo y echó primero un largo discurso sobre el tema del día, «Mar y patria». Valoró el título de la conferencia y lo modificó varias veces, haciéndole cobrar un nuevo sentido, cuando sustituyó el «y» por un «como» y les pidió a los presentes que reflexionaran acerca de las nuevas posibilidades que ofrecía entender el mar como patria. Propuso también acortar el título y dejarlo simplemente en «Patria marina», que le parecía más completo y profundo. Mientras tanto examinó detenidamente la variante «El mar patrio». Con respecto a este último, nos contó que él solía trabajar mucho con el concepto de «lo materno», que no excluía la idea de violencia y que educaba en la fortaleza, la tenacidad y la obstinación. Luego pasó a pedirnos que meditásemos sobre qué debería ocurrir para que pudiésemos dar a un mar el calificativo de «patrio». Una cosa, dijo, es segura: «Uno no defiende un mar cualquiera… Solo se defiende un mar patrio».

Y entonces sí nos dejó ver Asmus Asmussen la primera imagen: un barco patrullero flotando en un cielo de olas como copos de nube bajo el que se abría un horizonte turbio y difuso. No dejamos de reír hasta que unos dedos de tamaño gigante agarraron el borde de la imagen y le dieron la vuelta, consiguiendo que el barco flotase, como es debido, por el mar. Nadie dudó de que aquel vapor armado, que se escoraba con todo su peso y parecía agazaparse ante la primera ola, era el barco patrullero desde el que Asmus Asmussen vigilaba y protegía su patria marina. Supuestamente, la fotografía se había tomado desde la torreta del vigía. No se podía reconocer a ningún miembro de la tripulación, pero en la proa, en la plataforma del cañón antiaéreo, se acuclillaban, cubiertos por la espuma de las olas, dos figuras que saludaban hacia arriba, al lugar donde debía de encontrarse el fotógrafo. Nos sumimos en la contemplación del barco de patrulla, que no llevaba un nombre sino solo un número, y daba como mínimo una impresión no de estar perdido, pero sí bastante desorientado. Nos trasladamos, por decirlo así, a bordo, y comenzamos a mirar a través de los prismáticos o a dejarnos servir un rancho de pasta con tocino. Bien sabía yo lo que significaba aquel par de anillos blancos en la montura doble del calibre 3, 7. La fuerza del viento, era, sin embargo, difícil de valorar.

«Este es nuestro barco», dijo Asmus Asmussen con una voz equilibrada e insistente como una corriente de marea en el canal. Y añadió: «Nuestro buen barco. Y tengan en cuenta que se trata solo de uno de muchos, un barco entre una innumerable cantidad de embarcaciones que, sin descanso, se relevan para prestar servicio en el mar de nuestra patria. De día y de noche, bajo la lluvia o con una ventisca helada, todas ellas se agrupan formando una cadena absolutamente segura que nadie puede franquear… Ninguna de esas liebres que corretean por los mares; sobre todo, ningún inglés. El Führer ha colocado innumerables barcos similares al nuestro a lo largo y ancho de nuestros mares». Empleó la palabra «colocado».

La mano de mi padre se estremeció. Levantó el brazo, lo estiró y señaló con el índice el barco patrullero. La palabra que iba a decir se le atragantó en la garganta, así que, cuando Asmus Asmussen metió la segunda diapositiva en el proyector, bajó el brazo de nuevo. En la imagen se mostraba un paisaje marino vacío sobre el que brillaba un sol lechoso. No se veía el barco, aunque nadie creyó que lo hubieran hundido, porque aquella cosa blanquecina y espumosa que flotaba sobre el agua solo podía haber sido producida por una hélice de barco: mar de popa a pleno rendimiento. La siguiente imagen mostraba únicamente el mar de popa, claramente reconocible, extendiéndose y finalmente desapareciendo en el horizonte mientras se transformaba en una estela luminosa formada por dibujos de espuma que iban muriendo velozmente. «¡Eso tiene que ser mar de popa!», gritó el capitán Andersen en su cerrado dialecto, a lo que Asmus Asmussen, con un aire condescendiente en la voz, que invitaba al asombro de los oyentes, replicó: «Estar ahí afuera, en alta mar, de patrulla, no significa solo estar de servicio, ¿verdad? El mar ama a quien sabe hacerle frente, y se le abre con todas sus atmósferas y misterios». «Entonces, ¿no es mar de popa?», quiso saber el capitán Andersen, pero Asmus Asmussen, entregado a su vena lírica, continuó imperturbable: «Al profano, al extraño, no se le abrirá este mundo diverso. Aquel que se decidió por una vida en tierra no podrá comprender las señales del mar. Atiendan, por favor, ¿no ven en esta imagen unos fuegos artificiales, aunque no pueden apreciarse bien…? Los llamamos “fosforescencias del mar”. Arden, se consumen y lanzan rayos amarillos y verdes sobre el mar. En esos instantes los cañones callan. Todo el mar de popa se convierte en un rastro luminoso, especialmente de noche. Es como el saludo que hace el mar a aquellos hombres que han hecho del mar su patria y su casa, un mensaje de bienvenida al barco fascinado en el que nadie duerme mientras se adivinen rayos de luz por popa o por proa». Calló y se quedó inmóvil, mirando la pantalla. Puede que únicamente observara, como yo, a la tosca mariposa, que hacía repetidos intentos de precipitarse contra aquel mar de popa pero que solo conseguía golpear débilmente la pantalla. A Asmus Asmussen le costó trabajo separarse de esta imagen. Esa fue la impresión que me dio, y quisiera señalarlo. De hecho, estaba bastante aturdido cuando el fotogénico capitán Andersen, de noventa y dos años, con su acento de la región, quiso saber: «¿No será el centelleo de esas pequeñas algas que brillan, creo que se llaman noctiluca o algo parecido? Las vimos a menudo». «Ciertamente —dijo Asmus Asmussen— ese centelleo tiene una causa: son habitantes microscópicos del agua, organismos flagelados, modestos seres unicelulares, si quieren la denominación precisa, que relucen y resplandecen cuando se produce en ellos alguna alteración. Pero ¿no son acaso parte del mar? ¿No brilla el mar en ellos y a través de ellos?».

No contestó a la pregunta, no esperó tampoco que a nadie la respondiese; simplemente hizo una pausa, como asentando sus recuerdos, pero en ese preciso instante, mientras levantaba ligeramente su trasero del banco, mi padre gritó: «¡VP-22, VP-22!».

Algunos de los espectadores, como mi abuelo, Hilde Isenbüttel y Ditte, se volvieron sorprendidos hacia nosotros, y Asmus Asmussen constató asombrado: «Ese es el número de mi barco, efectivamente». Pero cuando todos esperaban que mi padre diese una explicación, este sonrió con timidez, hizo un vago gesto de disculpa, sí, hasta de desamparo, y volvió a sentarse despacio. Puso una mano en mi muslo, pero después de un largo rato se dio cuenta de que no era el suyo y la retiró. Incluso en la penumbra, me di cuenta de que le ocurría algo, de que estaba excitado y tenía miedo y hasta, según me pareció a mí, se podía decir que estaba atormentado. Fuera como fuese, en aquella tarde dedicada al mar patrio, el policía del puesto de Rugbüll comenzó a experimentar un sufrimiento que —aunque se amplió también a otros habitantes de la región— iba a tener una influencia decisiva en todos los procedimientos policiales que a partir de ese momento entraran dentro de su competencia.

Pero no quiero adelantar acontecimientos, prefiero ir desvelando mis cartas una a una. Asmus Asmussen acaba de retirar la fosforescencia marina de la pantalla y deja que nos hable otra imagen. ¿Qué imagen? Una atmósfera vespertina. En la cubierta ya habían dejado de trabajar y también el mar del Norte estaba descansando. Por la borda se asoman algunos marineros, pero no miran hacia la rica y abundante lejanía, sino hacia otro marinero, que toca un bandoneón, dando la espalda a las cargadas nubes de la tarde, que bien podrían ocultar una bonita y peligrosa cantidad de bombarderos británicos Blenheim. «Aquí —dijo Asmus Asmussen— no hay realmente mucho que ver. Una tarde, ¿no es cierto? El descanso entre dos guardias. Es el momento de reponerse con una canción mientras la guardia de estribor —esos somos nosotros— vigila el horizonte sin descanso. Las armas han enmudecido, como puede apreciarse en la imagen. La cena y el ruido de las máquinas han quedado atrás. Nos dedicamos a pescar bacalao grande y pequeño, unos manjares que enriquecen notablemente nuestro menú. El mar nos alimenta a todos. El mar. A la izquierda, arriba, un fragmento de nuestro cuádruple cañón antiaéreo. En el puente de mando, aunque no se le reconoce, el comandante. Pero esta foto no ofrece mucho. Aquí, esta es tal vez más interesante…». Y Asmus Asmussen, íntimo conocedor del mar, introduce una nueva diapositiva en el proyector.

El sol matinal, libre y claro, brilla sobre las aguas. Es un sol bajo el que uno tiembla de frío. Mar de fondo. La patrullera VP-22 gira sobre su trayectoria. Algunas gaviotas han subido a la popa. Una columna delgada de humo sale por la chimenea, despertando recuerdos de una cocina casera encendida desde bien temprano. Es de suponer que el cocinero está preparando malhumorado el primer café. Es de suponer, también, que los hombres del VP-22 se están cepillando los dientes bajo la amenaza del escorbuto y que en todas las cubiertas y camarotes se escucha la primera canción que ese día emitía la radio. «Presten atención, por favor —dijo Asmus Asmussen—, porque desde el ángulo superior derecho descienden unas bombas. Cuatro bombas que, en cualquier momento… Pueden verse con precisión, a pesar de que a contraluz se hace más difícil divisarlas. Todas caerán por la parte de estribor».

Me levanté de golpe. Los cuerpos de los que permanecían sentados a mi alrededor estaban tensos. Nadie se esperaba algo así. Nadie estaba preparado para eso. El ánimo estaba bastante alejado de las bombas. Me refiero a que esperaban que sucediera cualquier cosa con la patrullera matutina, excepto que unas bombas planearan sobre ella y cayeran por estribor. Sin embargo, ahí estaban. El marinero encargado de las señales, un hombre de sangre fría, ya las había detectado, y dos de ellas irradiaban incluso una luz negruzca bajo el sol de la mañana. Iban cayendo desde alturas diferentes; una línea que conectase sus alerones traseros habría trazado una diagonal. No tardarían mucho en ir chocando contra el agua, una detrás de otra. Estallarían rápidamente o a poca profundidad, de manera que un pintor de marinas habría apreciado la atractiva perspectiva que se abriría ante sus ojos. Cuatro bombas medianas, más bien pequeñas, que un avión que nadie había visto había lanzado. Tanto la velocidad como el ángulo de caída o la trayectoria del barco, pura matemática, habían favorecido al VP-22.

«Una mañana cualquiera y, sin embargo… —dijo Asmus Asmussen—. Hay que estar siempre preparado. El mar guarda silencio. Lástima no haber podido captar el impacto, ni el surtidor brotando como una fuente. En mi diario he hablado del jardín de surtidores, a través del cual el barco siguió su curso inalterable, etc.». De repente, el capitán Andersen gritó: «¿Y no sube nada a lo alto desde las profundidades?». Asmus Asmussen no pareció entender la pregunta enseguida, pero cuando, un poco después, la contestó había en su voz una irritación intensa.

«El mar borra rápido la huella de las bombas —dijo—. Primero aparecen algas rojas y marrones, no verdes. Plantas acuáticas y peces muertos, entre ellos platijas, rodaballos, lenguados y muchos abadejos, cubren la superficie. En alguna rara ocasión surgen escorpiones marinos, y mucho menos frecuente aún es que aparezcan peces cartilaginosos como rayas o pequeños tiburones. Nunca he visto cangrejos ni crustáceos. El mar acepta estas pérdidas con indiferencia. Pero todo se hunde o se sumerge rápidamente. Tras un breve intervalo de tiempo nadie podría adivinar que ahí acaba de caer una bomba. El mar elimina cualquier rastro». «¡Pero no dio en el blanco, ¿no?!», gritó Andersen. Y a esto, el conferenciante: «No hubo pérdidas, si es lo que quieres decir».

Mientras Asmus Asmussen, bajo la luz auxiliar del proyector, revisaba el resto de las fotografías, las ordenaba y las mezclaba, mi padre hacía nudos en su enorme pañuelo de bolsillo azul y blanco. Primero dio forma a una liebre, después a un erizo, y luego, con solo un nudo en el centro, lo tensó de un modo que el resultado fue similar a una serpiente que se hubiese tragado dos conejos. Y no lo hacía porque ya hubiese visto aquellas imágenes o porque se aburriese. Él necesitaba distraerse como fuera y el pañuelo suponía un desahogo. No era difícil suponer que junto a mí se encontraba sentada una pequeña represa demasiado llena que necesitaba liberar presión. ¿Cuándo se desbordaría?

Se desbordó cuando Asmus Asmussen, chasqueando la lengua, introdujo una imagen que mostraba a la tripulación del VP-22 ocupada en las tareas de limpieza del barco. No flotaban bombas sobre la parte de estribor, el mar estaba en calma. En la imagen había seis marineros —entre ellos el creador de Timm y Tiñe—, separados por la misma distancia y con las escobas levantadas, dispuestos a frotar rítmicamente las tablas de la segunda cubierta. Todos miraban a la cámara. Todos se reían. Por lo visto les alegraba frotar la cubierta de su embarcación. No prestaban atención al cubo volcado, del que se había derramado agua jabonosa. Cielo turbio. Mala visibilidad. Al fondo, u oculto a un lado, podía entreverse un bandoneón que ayudaría a los hombres a mantener el ritmo mientras fregaban.

«Limpieza —dijo Asmus Asmussen—. El mar requiere limpieza. Me gustaría que repararan en ese cubo volcado: ¡se necesitan cuatro cubos como ese, llenos de jabón líquido, para limpiar todas las cubiertas del barco! La patria flotante también debe estar resplandeciente. Como las escamas de un pez. Como un guijarro en el suelo. La proximidad del peligro no es disculpa para la mugre. Fíjense, por favor, en la espuma».

«¡No! —gritó mi padre entonces—. ¡No, Asmus!», y se levantó, señaló con el brazo extendido al VP-22 y tragó saliva, para volver a gritar: «¡No, Asmus, aún no, aún no!».

En aquel instante casi todos nos miraban. Mi padre se pasó el pañuelo por la frente, dudó un poco, y a continuación intentó apartarse de la pantalla, como si no pudiera soportar el ritmo de los marineros frotando la cubierta. Sin embargo, Asmus Asmussen no retiró la diapositiva. Se volvió hacia mi padre, lo observó entrecerrando los ojos, y preguntó: «¿Qué has querido decir con ese “no”?». Para entonces todos nos miraban, esperando con curiosidad la respuesta del policía del puesto de Rugbüll. Pero este tardó en contestar, pues primero se soltó con precipitación los dos botones de la parte superior de su chaqueta de uniforme y luego se frotó las palmas de las manos como si se las estuviera lavando. Mi padre todavía titubeaba. Se acercó a Asmus Asmussen. La franja de luz que salía del proyector dividía sus mejillas como una cicatriz ardiente. Le puso la mano en el antebrazo que este mantenía doblado; puede que hasta le estuviese apretando. Algunos de los que estaban sentados en las primeras filas, a izquierda y derecha del pasillo, se levantaron para enterarse de lo que mi padre tenía que decir. «¿Entonces?», preguntó Asmus Asmussen, y se guardó instintivamente el sobre con las diapositivas que aún no había mostrado.

La sala permanecía en el más absoluto silencio cuando el policía del puesto de Rugbüll, con más tranquilidad de la esperada, dijo de repente: «No salgáis, Asmus, no salgáis. Aún no. Os he visto». «¿Qué dice?», gritó el capitán Andersen, y alguien lo puso al corriente: «Ha visto algo». «Os he visto en medio del humo —dijo mi padre—. Luego una ráfaga de viento arrastró el humo y no volví a veros».

Solo se escuchaba ya el zumbido constante del proyector, acompañado por el sonido de fondo de unos cascabeles y de algo que escarbaba que llegaba desde el establo. En la pantalla, los seis marineros con las escobas en alto, dispuestos a frotar su barco para dejarlo limpio para el hundimiento anunciado, aún sonreían.

«Os he visto a través del humo —repitió mi padre—. Y cuando el humo se disipó, el oleaje solo arrastraba chalecos salvavidas y balsas, todos vacíos. Era este, vuestro barco, el VP-2Z, el que distinguí en medio de la humareda». Miró alrededor, puede que solo buscara apoyo y confirmación en la penumbra de la sala, pero todos permanecían en silencio, desconcertados, y no solo desconcertados: también estaban asustados y bastante afectados. Pero nadie quería ni podía confirmar nada de lo que él, al parecer, había visto en una pantalla que se había colocado y desplegado especialmente para él. Por la manera en que estaba ahí de pie, podría haberse pensado que con gusto habría pedido disculpas por lo que acababa de decir. Seguía levantado, con los hombros caídos y la mirada baja, curiosamente relajado. ¿Y Asmus Asmussen? ¿Dio unos golpecitos tranquilizadores a mi padre en el hombro? ¿Lo animó, como conocedor íntimo del mar, a juzgar las perspectivas para el VP-22 de un modo más favorable? ¿Descartó cualquier tipo de intromisión en el futuro de su barco? Asmus Asmussen le tendió la mano a mi padre. Le dio las gracias sin necesidad de palabras, manteniendo la mano de mi padre en la suya durante un rato y volviendo a empujarla hacia abajo una y otra vez, en lugar de seguir el impulso natural de subirlas para separarlas. Solo cuando el capitán Andersen gritó: «¿Es que puede ver el futuro?», Asmussen le dijo a mi padre, sorprendido y con una mirada reservada: «Pensaré en ello, Jens. Se lo diré también a los demás. Estaremos atentos».

Entonces dio unos golpecitos tranquilizadores en el hombro de mi padre, haciendo que girara y propinándole un calculado impulso que lo condujo suavemente hasta donde yo estaba. A pesar de todo lo ocurrido, no le resultó difícil encontrar de nuevo su asiento. Cuando se sentó, su agobio había disminuido ostensiblemente, pero se le veía agotado. Vacío y hecho polvo, derrotado, triste. Aunque eso no lo percibían los demás, que, en la penumbra, todavía clavaban los ojos en él. A algunos su asombro los había dejado petrificados y otros incluso temían que mi padre pudiese empezar a hacerle la competencia al proyector, cubriendo con una imagen propia, o bien cuestionando, lo que se mostrase en la pantalla.

«¡Empieza de una vez!», pensé, y entonces Asmus Asmussen insertó una nueva imagen en el proyector. Dos hombres, dos aviadores americanos que remaban a un costado de un bote neumático, captaron enseguida nuestra atención. La fotografía, algo inclinada, se había tomado desde lo alto. Los aviadores llevaban unos chalecos salvavidas hinchables que se abultaban en el cuello de una forma tal que parecía que los estuviesen ahorcando. Remaban al unísono y, por lo que se podía apreciar en la imagen, parecían contentos. Remaban aunque ya eran prisioneros. Remaban acercándose al costado del VP-22, del que colgaba una escala de cuerda. Una segunda cuerda volaba por los aires descendiendo hacia el bote neumático. Todo lo demás se podía adivinar sin esfuerzo.

«Nuestros 3,7 —dijo Asmus Asmussen—. Ya en el primer vuelo de aproximación los derribamos. Estela de humo, caída al agua. Ellos dispararon una bengala cuando cayeron. En ese momento eran náufragos. Fueron informados de su situación». «Americanos. Para ellos todo es trabajo —dijo mi abuelo—, hasta la guerra». «No conocen vínculo ni sienten apego alguno —dijo Asmus Asmussen—. Desconocen la idea del compromiso y en cualquier lugar se sienten en casa». «Solo comen algodón de azúcar y beben limonada coloreada —añadió mi avinagrado abuelo—. Yo mismo lo he leído. Esos son sus platos típicos». «Como en cualquier parte se sienten como en casa —apoyó Asmus Asmussen—, nunca fundan un hogar, en el sentido estricto de la palabra. Sus canciones son canciones de viajeros. Su alojamiento, el alojamiento propio de nómadas. Sus libros, los libros de gente que está de paso. La vida americana es una vida que continuamente se desdice o se retracta, que no establece ningún compromiso duradero, que siempre es provisional. Es como si vivieran siempre en una caravana». «Civiles —espetó mi abuelo despectivamente—, son meros civiles, aunque vayan de uniforme». «¡Justo!», exclamó Asmus Asmussen. Y entonces le salió esta frase: «Solo los que tienen un hogar consiguen capear los grandes temporales».

Esa frase fue concluyente. Asmus ya había sacado del sobre una nueva diapositiva y estaba intentando introducirla en el proyector cuando mi padre volvió a interrumpir el acto, aunque esta vez no metiendo baza directamente en la conversación en calidad de policía del puesto de Rugbüll. Sus labios se movían de forma frenética, intentando hilvanar palabras y frases y para atrapar al conferenciante con la premonición de una desgracia futura. Y la velada alcanzó de nuevo un punto culminante cuando él dijo: «A ti, Asmus, te he visto en el bote neumático. No te movías. Tu mano colgaba del borde hacia el agua. No había nadie contigo y no había nada cerca de ti».

Eso fue todo. Mi padre ya no dijo más, porque tampoco necesitó hacerlo. El orador extendió las manos como para protegerse de él, pues no quería que se le acercase. Dijo: «Espera, hazme el favor. Te pido que esperes».

«¡Te he visto en el bote neumático y no te movías!», advirtió mi padre en voz baja como disculpándose. Y Asmus contestó: «Te ruego que dejes de interrumpir constantemente la conferencia».

El policía del puesto de Rugbüll miró a su alrededor. Buscaba algo. ¿Tal vez una pantalla? ¿Es que quería proyectar en una pantalla clara esas imágenes que había revelado en la cámara oscura de su cabeza para poder demostrar la urgencia de lo que había experimentado? «Entonces no —murmuró—. Entonces sí que no». Tardaba mucho en comprender y en sopesar las cosas. Y era una suerte, porque eso le permitía soportar muchas cosas, sobre todo a sí mismo. Se encogió de hombros suspirando. Guardó el pañuelo en el que había concentrado y transformado en nudos toda su excitación. Miró sin sorprenderse a Hinnerk Timmsen, que, quizá por invitación de los otros, se acercó a él, lo agarró de la manga y le preguntó: «¿Nos vamos, Jens?».

A mi padre tampoco le llamó la atención que los oyentes se pusieran de pie mientras él recorría torpemente el pasillo central. Hinnerk Timmsen, el tabernero, lo condujo fuera de allí, y él, aliviado, igual que si por fin hubiese acabado una representación poco grata, dijo desde la puerta: «Por mí, Hinnerk, podemos irnos». Ni se dio cuenta de la silenciosa hilera que tuvo que atravesar, ante la que yo mismo dudé un rato, esperando, hasta que algunos se hubieron sentado, antes de salir corriendo detrás de ellos y salir al patio repleto de charcos de Külkenwarf, donde los encontré cogidos del brazo. No, eso no es cierto: era Timmsen el que agarraba a mi padre y, en aquella clara tarde de verano, lo llevaba por el camino de subida al dique. ¿Vale la pena decir algo sobre Hinnerk Timmsen? Llevaba una bufanda que era tan larga como la serie de profesiones que había ejercido a lo largo de su vida y en las que había ido fracasando sucesivamente. Su bufanda, que le llegaba hasta las rodillas, era un emblema de la mala fortuna. Timmsen había sido marinero, tratante de ganado, fabricante de sacos de cereales, campesino, chamarilero y vendedor de lotería. Antes de que recibiera en herencia, por parte de una hermana suya, la taberna de Wattblick, solíamos encontrarnos a menudo con él, pues era el repartidor de leche del pueblo. De acuerdo con su temperamento, al principio trató de que la Wattblick se convirtiera en el mejor local de la comarca: allí actuaban grupos en directo y él mismo hacía las veces de presentador, cómico y prestidigitador. Pero todo fue en vano. Algunos invitados, tras haber pagado la cerveza que no se habían terminado, se habían llegado a marchar, molestos y aturdidos, huyendo de sus platos repletos, durante sus interpretaciones. No se valoraron sus desvelos y es posible que hubiera buscado el éxito en una nueva actividad si no hubiese sido por la guerra.

Hinnerk Timmsen, un hombre decidido y altivo que en esos instantes conducía a mi padre por la subida hacia el dique. Yo caminaba unas veces por delante y otras por detrás de ellos. Pero no me prestaban atención, ya tenían bastante con sus propios asuntos. Mi padre sufría por lo que había dicho o revelado. Aunque no parecía que lo recordara con exactitud, solo le quedaba el sentimiento de haberse visto obligado a declarar algo que había molestado a los demás.

«¿Era malo?», preguntaba una y otra vez. «Dime, Hinnerk, ¿era malo?». Y aquel hombre rudo, que había desempeñado tantos oficios, negaba con la cabeza sin dejar de observar de reojo y bastante preocupado al compungido policía del puesto de Rugbüll. A veces, incluso, en su mirada se descubría una admiración recelosa: después de lo que había vivido aquella tarde, parecía confiar aún más en él.

Fuera como fuese, su inquietud le daba alas y le hacía ir más deprisa. Empujaba y tiraba de mi padre alternativamente hacia delante, tratando de apaciguarlo mientras caminaban por la cresta del dique. Y así prosiguieron su marcha, bajando hasta un mar del Norte que aquel día estaba en calma, que perdía su fuerza al llegar a las tablas y rompía contra ellas a cámara lenta. Aquella tarde no se escuchaban estallidos ni surgieron remolinos, el viento no silbaba y no se veían surtidores vertiginosos entre las piedras y las rocas. Arriba, sobre nosotros, escuadrillas de aviones volaban en dirección a Kiel. El aroma del yodo del mar, los vientos salados… ¡Qué cercano parece todo, como preparado para ser evocado, para regresar y ser recordado! Cuando uno encuentra la ocasión y la palabra precisa, luego solo necesita perseguirla y escucharla: prestar atención a esa voz que de cuando en cuando llega hasta nosotros.

Pero nada de desahogos. Todo menos confiar en esa voz que no duda. Aquí está el dique, aquí el mar del Norte y delante de mí los dos hombres que caminan.

Bajamos hasta la taberna de Wattblick, llegamos a la plataforma de madera que se había construido sobre el dique. Habían oscurecido los amplios ventanales. El saquito que se colocaba para señalar la dirección del viento colgaba flojo en su palo. Sombras azules, divididas por franjas grises, planeaban sobre el mar. Mi padre sacó su bicicleta del soporte y la giró. Entonces Hinnerk Timmsen dijo: «Entra a tomar una copa». «Hoy no», respondió mi padre, y Timmsen, insistente: «Solo una, ¿vale?». Finalmente, tras un rato de tira y afloja, mi todavía compungido padre aparcó de nuevo la bicicleta. Entramos uno detrás del otro por la puerta lateral al comedor, donde no había clientes. Allí solo estaba sentada Johanna, que hacía punto y que no dejó a un lado su labor al reconocernos: Johanna, que en el pasado estuvo casada con Timmsen y que luego empezó a trabajar para él, contestó con parquedad a nuestro saludo y se atrincheró tras su tarea. Así que fue el propio Timmsen quien nos llevó a una mesa y se esmeró sirviendo al policía del puesto de Rugbüll.

Trató a su cliente como mejor sabía. Limpió la mesa con energía, le llevó los posavasos, sacó de su armario, con una sonrisa burlona y expresiva, la botella de ron que reservaba para ocasiones especiales, dando a entender, mientras servía, lo generoso que estaba siendo con la cantidad, etc. Nunca había atendido a mi padre con tanto celo. Se saltó también sus normas al dejar en la mesa la botella para que pudieran servirse todo lo que les apeteciera. En su cara había una extraña y arriesgada alegría. Esta alegría, que tenía algo de amenazador, era sin duda la causa de que muchos clientes se marcharan precipitadamente. Aún me acuerdo de que tardé un rato en atreverme a beber la limonada que él me había traído. Se pensaba mucho las cosas. Antes de sentarse con nosotros, ahuyentó de allí a Johanna haciendo una mueca y soltando una especie de largo silbido como el que se usa para espantar gallinas, lo que provocó que la mujer, que vestía con mucho descuido y que llevaba el cabello castaño recogido en una trenza que hacía las veces de diadema, se levantara, recogiera sus manualidades gruñendo y desapareciese a toda prisa. Se sentó con nosotros, levantó su copa y brindó con mi padre, y también conmigo, guiñándome un ojo: «Por ti, Jens. Por esta reveladora velada».

Así continuamos sentados en la Wattblick, mientras que en Külkenwarf se dedicaban a demostrar que la patria del mar puede dar respuesta a todas las preguntas. Todas las preguntas… ¿Por qué temen tanto los nuestros reconocer que ignoran ciertas cosas, en una materia u otra? La más grande de las limitaciones del sentimiento patrio reside precisamente en creerse competente para responder a todas las preguntas. Es la arrogancia de la estrechez de miras…

Pero quedémonos en la taberna de Wattblick: un techo bajo pintado de verde oscuro, las jambas de las puertas cubiertas de conchas de moluscos, farolillos encendidos, banderitas del Círculo de Ahorros de Glüserup en hileras de cordeles, una miniatura de rueda de timón iluminada, jardineras vacías para flores delante de las ventanas cuya pintura blanca se desconchó en todos los bordes, oscuros ceniceros metálicos con reclamos publicitarios, mesas cubiertas cuidadosamente con manteles de hule repletos de manchas, una mesa redonda, reservada para clientela fija, junto a la barra, un bote de colecta de la Sociedad para el Salvamento de Náufragos, una mesa con flores con periódicos viejos, fotografías borrosas de bañistas de los últimos mil o, como mínimo, trescientos años.

Estábamos sentados a la mesa de los clientes habituales. Yo fui el primero en terminar mi bebida. A partir de la mancha redonda que había dejado la jarra de agua, mi padre, añadiendo algunas islitas en la parte Oeste, dibujó el triángulo indio. Ensimismado, daba vueltas a un sentimiento de culpa que no podía o no quería aclarar. Bebía con aparente indiferencia. Hinnerk Timmsen no volvió a tocar su copa después del primer trago. Curioso y ávido de saber, se limitaba a observar con interés a mi padre, del mismo modo que se contempla una máquina tragaperras cuando los discos luminosos no dejan de girar. Sí, su mirada tenía algo de anhelante. La calculadora mirada que en ese momento posaba sobre el grog humeante que se iba enfriando despacio delataba que estaba esperando algo concreto de mi padre.

Creo que ya he presentado la escena de la taberna Wattblick. Una escena inolvidable que comenzó así: el policía (con la mirada baja): «Tenemos que irnos enseguida». Timmsen (levantándose de repente): «Todavía no. Hay algo, Jens, de lo que quiero hablar contigo. Sírvete otra copa tranquilamente». El policía de puesto (agotado): «Hoy no. Nos terminamos la copa y nos vamos». Timmsen (de pie, tras la silla de mi padre): «Si no es molestia, Jens… Es solo un consejo. Nada más que eso. No implica ningún riesgo para ti». (Sirviéndole a mi confuso padre). «Y creo que tampoco te supone ningún esfuerzo». El policía (derrumbándose): «Hoy me puedes contar lo que quieras, porque ya no entiendo nada de nada. Sencillamente, no sé lo que le ocurre a mi cabeza. Es como si estuvieses hablando con una pared». Timmsen (situándose a un lado y examinando a mi padre de perfil): «No importa nada. Ya me preocupo yo». (Explosión lejana. Los cristales vibran). «Probablemente una mina o cualquier mierda ha explotado ahí afuera. Puede que hasta sea una bomba de las nuestras. Escucha». El policía (rechazando con la mano): «Hoy ya no puedo más, eso te digo. Aparte del chico, que tiene que irse a la cama, y a mí me duelen los ojos». (Se tapa los ojos con una mano). Timmsen (dándose prisa): «¿Quieres que apague la luz?». (Se dirige con rapidez hasta el interruptor, apaga la luz). «Bueno, podemos seguir a oscuras también, si te duelen los ojos…». El policía (confuso): «Enciende otra vez la luz. Si no, me quedaré dormido». Timmsen (obsesionado, en la oscuridad): «No tienes que contestarme enseguida. Tómate tiempo, con tranquilidad». El policía: «Te digo que vuelvas a encender la luz». Timmsen (obcecado y con la mano en el interruptor): «¿Qué harías tú en mi lugar? Tengo un proveedor de huevos. Tengo un proveedor de aguardiente. Todo está calculado al detalle. Quisiera montar una pequeña fábrica. ¡Licor de huevo! De lo más nutritivo… Perfecto para entrar en calor. Quiero ser el proveedor del ejército alemán». El policía (cansado): «¡Detesto el licor de huevo! ¡Quién lo habrá inventado!». Timmsen (inalterable): «¿Una fábrica así tiene futuro? Eso es lo que me interesa saber. Habría que conseguir una autorización. Y cuando lleguen tiempos de paz, podría ampliarla». El policía (riéndose): «Si quieres mi opinión, creo que sería tu ruina, Hinnerk». Timmsen (encendiendo de nuevo la luz y con curiosidad): «¿Es que no ves un horizonte de posibilidades? Una destilería bien pulcra, por ejemplo, con una chimenea alta. El edificio de administración. Hombres y mujeres con bata blanca y tubos de ensayo tras las ventanas. Camiones encontrándose frente al alto portón, tocando el claxon. Y en la etiqueta de cada botella pondría Licor de Huevo Timmsen». El policía (bebiendo y sonriendo): «Solo puedo darte este consejo: come huevos y bebe licor, si te apetece. Todo lo demás, déjalo». Timmsen (incrédulo): «¿De verdad no le ves posibilidades?». El policía (con franqueza): «¿Y quién las vería? Échale una simple ojeada a una de esas botellas: cuando te sirves una copa sale algo grumoso y amarillo. ¿Tú crees que a la gente le apetecerá bebérselo?». Timmsen, volviéndose hacia la mesa: «La exportación vendrá después. Hay regiones en las que el licor de huevo es muy popular. También puedo hacer uno menos espeso». El policía (fatigado, pero satisfecho): «Cuando venga a verte, Hinnerk, probaré la materia prima». Timmsen (bebiendo, decepcionado): «¿Y si te esfuerzas un poco? Podrías esforzarte en ser un poco más optimista…». El policía (sin entender): «¿A qué te refieres con lo del esfuerzo? El día de mi confirmación probé ese mejunje por primera vez y con eso me ha bastado hasta hoy». (Bebe, se levanta y, sin embargo, vuelve a sentarse rápidamente al reconocer al hombre que entra desde la oscuridad. Max Ludwig Nansen se queda indeciso ante el umbral. Lleva su carpeta de bocetos). El pintor: «Buenas tardes a todo el mundo. ¿Se puede pedir todavía un té? ¿Con algo para darle sabor?». (Se sienta solo en una de las mesas que están junto a la ventana.). Timmsen: «Hasta puedes pedirte un grog. El agua aún está caliente». El pintor (limpiando la pipa): «Todavía mejor, Hinnerk. He tenido suerte…». El policía (se echa hacia atrás y observa al pintor). Timmsen (sirviendo el grog): «¿Y dónde estabas? Si hubieras ido a Külkenwarf, te habrías llevado una gran sorpresa. No te vas a creer quién apareció por allí: ¡Asmus Asmussen!». «Lo imaginaba dando vueltas por el mar del Norte en su patrullera». Timmsen: «Ha proyectado unas diapositivas de la vida a bordo y ha estado hablando sobre eso». El pintor (cortando un puro): «Supongo que con frases largas. ¿Ya ha terminado la velada?». Timmsen (ofreciéndole desde la distancia la copa al pintor): «Si vienes a sentarte con nosotros, no tendré que ir hasta allí». El pintor: «No quiero interrumpir ninguna celebración». (Se levanta, coge la copa y la lleva él mismo hasta su mesa tras hacer una cortés reverencia). «Por vosotros, los que estáis ahí sentados». Timmsen: «Nos fuimos de Külkenwarf antes de que acabara. Jens estaba de mal humor». El policía (enojado): «¿Qué quieres decir con que estaba de mal humor?». Timmsen: «Ha ocurrido en medio de la conferencia. Por decirlo de algún modo, él ha sido el causante de que se interrumpiera». El pintor (llenando la pipa y encendiéndola después): «A vosotros no hay quien os entienda». Timmsen: «Pues piensa en Heta Bantelmann. O en Dietrich Gripp. Lo que ellos vieron se cumplió». El pintor, sorprendido: «¿Jens puede adivinar el futuro? ¿Él? Hasta este mismo instante no había oído nada al respecto». Timmsen: «Pregúntale a Asmus Asmussen. Ahora ya sabe lo que le espera… Jens le ha puesto al corriente esta tarde. Te hubieras quedado impresionado si hubieras visto lo que ha sucedido en Külkenwarf». El policía: «Dejad ya eso. Ya ha pasado y está olvidado». Timmsen: «Cuando algo como eso sucede una vez, no se puede parar, igual que la malaria. Mi hermano ya nunca se libró. Cuando uno es vidente, lo será para siempre. Heta Bantelmann sabía qué casa sería la siguiente en arder». El pintor (apenas visible en la penumbra y envuelto además en nubes de humo del tabaco): «Dada su profesión, puede que hasta le beneficie. Al menos seguro que le aligerará el trabajo». Timmsen: «El vio a Asmus Asmussen a la deriva, en el bote neumático. Una mano colgaba sobre el agua». El pintor: «¡Vaya por Dios! Entonces debería quedarse en tierra». El policía (irritado, golpeando la mesa con su tabaquera vacía): «Yo en tu lugar me callaría. Ese tipo de observaciones no te ayudan mucho». El pintor (con tono opaco): «Si tienes dotes adivinatorias, te ahorrarás un montón de pesquisas. Eso es lo único que he dicho». Timmsen (distraído): «Sé, por Dietrich Gripp, que no es algo que se pueda controlar a voluntad. Hay que esperar hasta que llega, pero cuando al fin se presenta, el futuro queda al alcance de la vista como un valle al sol. Después siempre acababa agotado y dolorido. Le daban punzadas en las sienes». El policía (vaciando su copa): «Sea como sea, a mí no me están dando punzadas en las sienes. Para que lo sepáis. Y no empecéis con eso otra vez. Es solo algo que sucedió y pasó de largo». Timmsen: «Pero tus ojos… Tú mismo has dicho que te duelen los ojos». El pintor: «Eso pasa cuando se mira algo fijamente durante un rato». El policía (se levanta, ajusta el correaje de su uniforme, coloca los pulgares bajo el cinturón y se dirige a la mesa del pintor): «¿Puedo preguntar qué hay en esa carpeta?». El pintor (despreocupado): «Estuve en la península, en la cabaña. La puesta de sol me atrapó. Roja y verde. Un drama. Casi no había refracción. También hubieseis debido verlo». El policía (señalando a la carpeta): «Te he preguntado qué hay ahí dentro». El pintor (serio): «He pintado la puesta de sol. Y luego he continuado trabajando en el boceto». El policía (en tono imperativo): «Abre la carpeta». (El pintor se queda sentado sin moverse y Hinnerk Timmsen se acerca desde el fondo con curiosidad). El policía (impertérrito): «Tengo derecho a exigirte que abras la carpeta. Es una orden». El pintor (sereno): «Todavía no he conseguido captar las modulaciones. En lugar de naranja, violeta». (Abre la carpeta despacio, casi de modo solemne, y saca algunas hojas vacías, que pone con mucho cuidado sobre la mesa). «Todo es demasiado decorativo aún. Una imagen meramente decorativa». Timmsen (alterado): «No veo absolutamente nada. Podéis pegarme y seguiría sin ver nada». El pintor (dirigiéndose a mí): «¿Y tú, Witt-Witt? Seguro que tú sí que reconoces la puesta de sol». Yo (encogiendo los hombros): «No lo sé. Aún no». El policía (cogiendo las hojas, revisándolas, poniéndolas una a una al trasluz y arrojando todo el montón sobre la mesa): «A mí tú no me tomas el pelo». El pintor: «¿Y qué esperabas? Te dije que no puedo parar. Ninguno de nosotros puede parar. Ya que estáis contra lo visible, me mantendré en lo invisible. Miradlo con suma atención: contemplad mi puesta de sol invisible sobre el oleaje». El policía (levantando indolente una hoja en blanco al trasluz): «Vas a tener que inventarte otra cosa, Max». El pintor (desdeñoso): «Observa con precisión, con esa mirada tuya de vidente, con tu mirada de futuro». El policía (enfadado a su manera): «Me veo obligado a pedirte que te dirijas a mí de otra manera. Aunque te apellidaras tres veces Nansen, te estás dando demasiados aires». Timmsen: «¡Eh, calmaos…! Que no sois unos desconocidos». El policía (que no ha dejado de mantener la hoja en blanco al trasluz): «Este papel… Todas estas hojas de aquí… Por la presente, ¡quedan confiscadas!». El pintor (furioso): «¡Pero hombre…!». El policía: «Si quieres, te puedo hacer un justificante». El pintor: «Pues quiero». El policía: «Pero no puedo hacértelo ahora mismo. El cuaderno de los justificantes está en mi oficina». El pintor: «Entonces seré paciente y esperaré». Timmsen (con verdadera perplejidad): «Que alguien me lo explique si es que puede, Jens. Para mí aquí no hay más que unos papeles en blanco. ¡Solo estás confiscando papel!». El policía: «Eso es asunto mío». (Amontona las hojas con cuidado, las mete en la carpeta, la cierra y se la queda). Timmsen (al pintor): «¡Díselo! Dile que en esas hojas no has inmortalizado nada. Que son tan inocentes como la nieve». El pintor: «En ellas hay cuadros invisibles. Tú ya lo has oído. Es evidente que tampoco esos cuadros se permiten ya». El policía (advirtiéndole): «Tú sabes, Max, lo que nos estamos jugando. Sabes que es mi deber. Estas hojas serán objeto de una investigación». El pintor (furioso): «Sí, sí. Por mí, podéis investigar todo lo que queráis. Podéis hasta hacerlas picadillo. Jamás conseguiréis acabar con la pintura. Habrá otra gente y otros cuadros…». El policía (tranquilo): «Tengo que advertirte de que te estás pasando con el tono. Un día de estos podría tener consecuencias para ti, personalmente». Timmsen: «Quizá si tratarais de entenderos…». El pintor: «En cualquier caso, no puedes registrar mi cabeza. Los cuadros que tengo ahí colgados están en un lugar seguro. No podéis confiscarlos». El policía (dirigiéndose a mí): «Ven». (Nos encaminamos hacia la puerta). El pintor: «Infórmame si descubres algo, si el papel cobra color bajo tu mirada». El policía se gira, pero no dice nada. (Nos marchamos).

Aunque me hubiese gustado quedarme más rato en la taberna Wattblick, beberme una segunda limonada y continuar escuchando la discusión acerca del papel en blanco que no era tan blanco como parecía, seguí a mi padre sin decir palabra. Sostuve la carpeta con las hojas blancas mientras él sacaba la bicicleta del soporte y, después, sentado ya en el trasportín, la llevé apretada contra el pecho. Silenciosos, azotados por un suave aire que soplaba desde un costado, en una densa oscuridad, bajamos en dirección al dique. No se volvió para mirarme ni una sola vez. Habría tenido la oportunidad perfecta para sacar de la carpeta y dejar caer, si no todas, sí algunas de las hojas por la pendiente del dique. Me imaginé la planicie cubierta de hojas inmaculadas, como grandes pañuelos puestos a secar. ¿Hacia dónde miraría el viejo Holsem cuando descubriese esas hojas esparcidas por el terreno? Pero no abrí la carpeta.

Las casas sin iluminar, con sus tejados en pendiente y sus setos ondulados por el viento, iban surgiendo de la oscuridad. Los perros guardianes ladraban, contándose sus historias a través de largas distancias. Un estruendo semejante al de un gran barco echando anclas llegó desde el mar. «¿Conoces ese barco?», pregunté. Estaba seguro de que mi padre podría darme el nombre o el número de la embarcación, de la misma forma que había citado de repente el número de la patrullera de Asmussen. Pero, para mi decepción, se limitó a decir: «No me preguntes nada ahora, ¿me oyes? Nada de nada». Sin embargo, yo sabía que veía y reconocía, a su manera, aquel buque. Y todavía hoy puedo sentir el miedo que, inesperadamente, me invadió en el camino de regreso ante el peligro de que él pudiera ver y reconocer todavía más cosas. Un miedo que me sirvió de aviso y me volvió precavido, y que tal vez duró más de lo que yo quisiera confesar.

Pero quiero y debo reflejar aquí lo que ese nuevo temor me aconsejó. ¿Acaso no fue ese miedo el que me obligó a no dirigir ni una mirada hacia mi molino sin aspas cuando pasamos por delante de él? ¿Por qué traté de evitar pensar en mi escondite de la torre? ¿Por qué volví la cabeza a la izquierda cuando llegamos a la altura de Bleekenwarf? No me atreví a dirigirle ni una mirada, ni a dedicarle un pensamiento. ¿Por qué traté con todas mis fuerzas de librarme de la imagen del cuarto de baño miserable e inacabado que acudía con insistencia a mi mente? ¿Por qué me obligaba a mí mismo a no pensar en el nombre que me abrumaba?

Si trato de resumir con la adecuada frialdad aquella tarde, entonces, lo quiera o no, me veo obligado a declarar lo que sigue: mi padre, policía del puesto de Rugbüll, el situado más al norte de Alemania, al que durante la guerra se le encomendó la misión de comunicarle a Max Ludwig Nansen que se le había prohibido pintar y de vigilar por el cumplimiento de dicha prohibición, reveló, durante una proyección en el Círculo Local de Glüserup, que poseía un don: la facultad de ver el futuro. Algo que entre nosotros no era raro, pero tampoco frecuente. No había dado con anterioridad muestra alguna de poseer tal don. No vienen al caso antecedentes familiares. Sin embargo, esta facultad, que descubrió en aquel momento, tendría sus consecuencias.