4

El mercado quedaba a menos de un kilómetro de la casa de Bee. Cuando yo era niña, solía ir andando con mi hermana y mis primas, o, a veces, sola, cogiendo flores de trébol moradas por el camino hasta tener en mis manos un gran ramo redondo, que, cuando me lo llevaba a la nariz, olía a miel. Antes del paseo, siempre mendigábamos a nuestros mayores veinticinco céntimos y regresábamos con los bolsillos llenos de chicles Bazooka. Si el verano tenía un sabor, era el de aquellos chicles rosados.

Bee y yo íbamos calladas en el coche que corría por la sinuosa carretera en dirección de la ciudad. La belleza de un viejo Volkswagen reside en que si no deseas hablar, no necesitas hacerlo. El ruido del motor infunde, con su bonito canturreo reconfortante, una suerte de intranquila quietud.

Bee me dio la lista de la compra.

—Tengo que hablar con Leanne en la panadería. ¿Puedes empezar con esta lista, cariño?

—Claro —dije, sonriendo.

Estaba segura de que todavía era capaz de ubicarme en aquel mercado, aun cuando habían transcurrido diecisiete años desde la última vez que había puesto un pie allí.

El Otter Pops probablemente seguía en el pasillo tres, y, por supuesto, allí estaría el tío guapo del puesto de frutas y verduras con las mangas de su camiseta levantadas para lucir sus bíceps.

Leí rápidamente la lista de Bee —salmón, arroz para risotto, puerros, berro, chalotas, vino blanco, ruibarbo, nata montada—, e intuí que la cena sería deliciosa. Ya se me hacía la boca agua. Empecé por el vino, que era lo que quedaba más cerca.

La tienda de vinos de aquel Town & Country se parecía más a una bodega de restaurante exclusivo que a la limitada selección propia de una tienda normal. Debajo de un breve tramo de escalera había un recinto cavernoso y en penumbra de cuyas paredes colgaban peligrosamente las botellas llenas de polvo.

—¿Puedo ayudarla?

Miré sorprendida y vi a un hombre de mi edad que venía hacia mí. Retrocedí abruptamente y casi choco contra la vitrina de los vinos blancos.

—¡Oh, por Dios, lo siento! —dije inmovilizando una botella que vacilaba como un bolo.

—No se preocupe —dijo—. ¿Busca un blanco de California o tal vez un vino de esta región?

Como había poca luz en la habitación, al principio no pude verle la cara.

—Bueno, en realidad, yo estaba…

Justo en ese momento se acercó y me alcanzó una botella, que bajó del anaquel superior, y entonces vi su cara. Me quedé con la boca abierta.

—Dios mío, ¿eres tú, «Greg»?

Me miró y movió la cabeza como si no se lo creyera.

—¿Emily?

Era inquietante, fascinante e incómodo, todo a la vez. Allí, frente a mí, con un delantal de vendedor de tienda puesto, se hallaba el chico por el que tan colgada estuve en mi adolescencia. Y aunque habían transcurrido casi veinte años desde la última vez que nos habíamos visto, lo había reconocido, porque su rostro seguía siendo el mismo, no había cambiado desde aquel día en que le permití quitarme el top de mi biquini Superwoman y manosearme los senos. Estaba segura de que él me amaba de veras y creía que un día nos casaríamos. Estaba tan segura de eso que grabé «Emily + Greg = Amor» con un sujetapapeles en la parte de atrás del dispensador de toallas de papel del lavabo de damas del mercado. Pero, el verano acabó y yo volví a mi casa. Miraba el buzón cada día, durante cinco meses, pero sus cartas no llegaron. Ni llamó por teléfono. Entonces, en el verano siguiente, cuando fui a casa de Bee, atravesé la playa hasta su casa y llamé a la puerta. Su hermana menor, que no me agradaba, me informó de que había abandonado el colegio y que tenía una novia nueva. Dijo que se llamaba Lisa.

Greg seguía siendo increíblemente guapo, aunque más viejo, ahora, más curtido. Me pregunté si yo tendría también aquel aspecto de persona curtida. Miré instintivamente su mano izquierda buscando el anillo de boda. No tenía.

—¿Qué haces aquí? —pregunté.

No se me había ocurrido pensar que trabajaba allí. Siempre me había imaginado a Greg como piloto de alguna línea aérea o guardabosques; algo más audaz, más grande, algo, bueno, más Greg. Pero, ¿empleado de tienda de comestibles? No encajaba.

—Trabajo aquí —dijo, sonriendo orgulloso. Señaló con el dedo la placa con su nombre que llevaba prendida al delantal y se pasó la mano por el pelo rubio oxigenado—. ¡Vaya, qué alegría volver a verte! —añadió—. Hace… ¿cuántos?, ¿quince años?

—Sí —dije—. Espera, tal vez más. ¡Qué locura!

—Estás espléndida —dijo, y yo me sentí algo cohibida.

—Gracias —repliqué, jugueteando con mi collar.

Bajé la vista y me miré los pies. Ay, Dios mío. Las botas de goma. Todas las mujeres fantaseamos con encontrarnos con antiguas pasiones justo cuando salimos vestidas con ceñidos trajes de noche. Y allí estaba yo, enfundada en un maldito jersey que había sacado del armario de Bee. ¡Ay!

Sin embargo, Greg, con su misma mirada de buen chico y sus ojos azules agrisados, del mismo color del estrecho en los días de tormenta, me hacía sentir tan bien y tan en forma como él.

—¿Qué te trae de vuelta a la isla? —preguntó sonriendo, apoyando el codo contra la pared—. Pensé que eras una escritora famosa de Nueva York.

Me reí.

—He venido a visitar a Bee; me quedaré todo el mes.

—Ah —comentó—. La veo de vez en cuando, cuando viene de compras. Siempre he querido preguntarle por ti —hizo una pausa—, pero me ha faltado decisión.

—¿Tú?

Se pasó la mano por la frente.

—No lo sé —dijo—. Supongo que en el fondo todos seguimos teniendo dieciséis años, ¿no? Fuiste tú quien rompió conmigo, ¿no te acuerdas?

Sonreí.

—No, tú dejaste el colegio.

Había en él cierta calidez, cierta energía que me agradaba.

—Entonces, ¿por qué aquí, por qué ahora, después de tantos años? —dijo.

Suspiré.

—Bueno, es un poco complicado.

—Soy capaz de entender algo complicado.

Me froté el dedo donde tiempo atrás llevaba mi anillo de boda.

—Estoy aquí porque… —me interrumpí, busqué la aprobación en su rostro, o la desaprobación, una verdadera locura, porque, ¿qué podía importarme lo que pensara mi novio de hacía millones de años de mi situación matrimonial. Al final lo solté—: Estoy aquí porque acabo de divorciarme y necesitaba salir de ese infierno que es Nueva York.

Me puso una mano en el hombro.

—Lo siento —dijo.

Me pareció sincero, por lo que pensé que Greg-Adulto me gustaba muchísimo más que Greg-Adolescente.

—Estoy bien —dije, rogando que no fuera de esos que leen en la mente.

Movió la cabeza con incredulidad.

—No has cambiado.

Como no sabía qué contestar, dije:

—Gracias.

Greg solo había dicho lo que cualquier persona le dice a otra persona con quien alguna vez ha tenido una historia romántica, pero a mí me levantó la autoestima, que en esos días tenía por los suelos, como si me hubiera inyectado una dosis de epinefrina. Me arreglé nerviosamente el pelo y me acordé de que hacía tres meses que no me lo cortaba.

—Podría decir lo mismo de ti —dije—. ¡Te veo muy bien! —Y añadí tras una pausa—: ¿Cómo te ha tratado la vida? ¿Has tenido mejor suerte que yo en la sección matrimonio?

No sé por qué, pero me había representado a Greg felizmente casado, llevando una vida agradable en la isla Bainbridge. Una casa grande. Una esposa bonita. Media docena de críos bien sujetos con los cinturones de seguridad a los asientos del Chevrolet Suburban azul marino.

—¿Suerte? —se encogió de hombros—. No, ninguna. Pero soy feliz. Estoy sano. Es lo que importa, ¿verdad?

—Claro, por supuesto.

Tengo que admitir que me hacía bien saber que yo no era la única con una vida que no había resultado tal como la había planeado.

—Entonces, ¿de verdad estás bien? Porque si necesitas hablar con alguien, yo…

Agarró una toalla que colgaba de su delantal y se puso a desempolvar algunas botellas ubicadas en el estante inferior.

Puede que fuera la poca luz o la cantidad de vino que allí había, pero yo me sentía cómoda allí con Greg.

—Sí —dije—. Mentiría si te dijera que no es duro. Aunque me tomo las cosas con calma y solo vivo el momento. ¿Hoy? Hoy me siento bien —tragué saliva—. ¿Ayer? No tanto.

Asintió con la cabeza y volvió a sonreír, mirándome con afecto. Su rostro resplandecía de recuerdos.

—¿Te acuerdas de cuando te llevé a Seattle a un concierto?

Dije que sí con la cabeza. Tuve la sensación de que había pasado un siglo desde la última vez que pensé en aquella noche. Mi madre me había prohibido ir, pero Bee, la eterna hacedora de milagros, la convenció de que era una excelente idea que Greg me acompañara a la «sinfónica».

—Casi no regresamos a casa aquella noche —dijo, los ojos como dos portales que se abrieron a los recuerdos olvidados de mi juventud.

—Bueno, recuerdo que yo quería pasar la noche contigo en el colegio mayor de tu hermano —dije, poniendo los ojos en blanco como cuando era adolescente—. ¡Mi madre me hubiera matado!

Se encogió de hombros.

—Bueno, ¿culparías a un tío por intentarlo?

Todavía conservaba aquella chispa que tanto me había atraído desde el comienzo.

Greg acalló el extraño silencio que se impuso dirigiendo nuestra atención al vino.

—Entonces, ¿buscabas una botella de vino?

—Ah, sí —dije—. Bee me ha pedido que compre un blanco. ¿Qué pinot podría ser? Tratándose de vinos, soy completamente idiota.

Sonrió e hizo correr su dedo por el botellero. Lo detuvo en el centro y extrajo una botella con la precisión de un cirujano.

—Prueba este —dijo—. Es uno de mis favoritos: un pinot gris, hecho con uvas cultivadas aquí, en la isla. Te va a encantar cuando lo pruebes.

De pronto apareció otro cliente detrás de Greg.

—¿Me dejas que te lleve a cenar? Una vez. Solo una vez antes de que te marches —dijo rápidamente antes de dejarme para ir a atenderlo.

—Por supuesto —repuse automáticamente, sin detenerme a pensar en la invitación, porque si lo hubiera hecho, probablemente, no, ciertamente, habría dicho que no.

—Estupendo —dijo—. Te llamaré a casa de tu tía.

Me sonrió y vi brillar dos hileras de dientes blanquísimos. Yo me pasé la lengua por los míos.

—Bueno —contesté, algo mareada.

¿Qué acababa de suceder? ¿Era real? Me dirigía a la tienda de frutas y verduras para coger el berro cuando vi a Bee.

—¡Ah, aquí estás! —exclamó, haciéndome una seña con la mano—. Ven, cariño, quiero presentarte a alguien.

Junto a Bee había una mujer de su misma edad, más o menos, con el cabello oscuro, visiblemente teñido, y los ojos del mismo color oscuro. Eran casi negros, y contrastaban con su piel, que era pálida, lechosa. No había nada en aquella mujer que evocara un geriátrico, salvo el hecho de que tendría, según mis cálculos, unos ochenta añitos.

—Te presento a Evelyn —dijo Bee con orgullo—. Una de mis más queridas amigas.

—Es un placer conocerla —dije.

—Evelyn y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo —explicó Bee—. Somos amigas desde la escuela primaria. La conociste, Emily, cuando eras pequeña, pero es posible que no te acuerdes.

—Lo lamento —dije—, no. Me temo que en los veranos de aquella época yo solo pensaba en nadar y en chicos.

—Me alegra volver a verte, querida —dijo, sonriendo, como si me conociera. Y, efectivamente, algo había en ella que me resultaba familiar, pero ¿qué era?

A diferencia de Bee, que iba con tejanos y sudadera, Evelyn iba tan elegante que parecía la anciana modelo. No llevaba esos típicos pantalones de talle muy alto ni esos zapatos de suela de goma. Nada de eso. Lucía un elegante vestido cruzado y calzaba francesitas. A pesar de ello, me dio la impresión de una persona auténtica, con la cabeza bien puesta, como Bee. Era lógico que fueran muy amigas. Me cayó bien de entrada.

—¡Oye, ya me acuerdo! —exclamé.

El brillo de sus ojos y la diafanidad de su sonrisa me transportaron instantáneamente al verano de 1985, cuando Danielle y yo viajamos solas a la isla y paramos en casa de Bee. Nos habían dicho que nuestros padres partían de viaje, pero luego supimos que aquel verano se habían separado. Papá había dejado a mamá en julio, y para septiembre ya habían hecho las paces. Mami perdió siete kilos y papi se dejó crecer la barba. Parecían dos extraños cuando estaban juntos. Danielle me contó que papá tenía una amiguita, pero yo no le creí, y, aunque lo hubiera creído, no podía culpar a papá por ello, ni por ninguna otra cosa, después de haber soportado a mamá tantos años dándole la lata, fastidiando y gritando tanto. Pero papá tenía la paciencia de Ghandi.

Sin embargo, no era la separación de mis padres lo que me consumía la mente en aquella época. Era el jardín de Evelyn. Bee nos llevaba de pequeñas , y ahora me volvía a la memoria: un mundo mágico de hortensias, rosas y dalias, y galletas mantecadas de limón en el patio de Evelyn. Me parecía que había sido ayer que mi hermana y yo nos sentábamos en el banco, a la sombra de la pérgola, mientras Evelyn se inclinaba sobre su caballete para reproducir en un lienzo uno de los pimpollos que florecían en los canteros exuberantes.

—Tu jardín —dije—, me acuerdo de tu jardín.

—Sí —sonrió Evelyn.

Asentí, sorprendida de que este recuerdo, sepultado en mi mente, hubiera aflorado a la superficie justo en aquel momento, como un fichero perdido de mi subconsciente. Era como si la isla lo hubiera abierto. Allí, frente a la tienda de frutas y verduras, yo me acordaba de los lirios de día y de las galletas mantecadas de sabor delicioso… y, entonces, se levantó la niebla. Yo estaba sentada en un viejo banco de teca color gris, en su patio, usando aquel par viejo de zapatillas de lona Keds, que no eran auténticas Keds, sino una marca genérica con una imitación del cuadrado azul en el talón. Un par de Keds verdaderas hubieran costado exactamente once dólares más, y, madre mía, vaya si yo las quería. Le prometí a mi mamá que limpiaría el baño todos los domingos durante un mes. Pasaría la aspiradora. Quitaría el polvo. Plancharía las camisas de papá. Pero ella se limitó a decir que no con la cabeza y trajo a casa un par de imitaciones baratas que había comprado en Payless Shoe Source. Todas las chicas que yo conocía tenían un par de Keds auténticas, con la etiqueta azul de goma de la marca. Y allí, en el patio de Evelyn, yo toqueteando la etiqueta azul que se despegaba del talón de mi zapatilla derecha.

Mientras Bee daba una vuelta por el jardín con Danielle, a quien no le interesaba nada de lo que Bee le mostraba, Evelyn se sentó a mi lado.

—¿Qué te preocupa, cariño?

Me encogí de hombros.

—Nada.

—Está bien —dijo, cogiéndome una mano entre las suyas—. Puedes contármelo.

Suspiré.

—Bueno, en realidad me da un poco de vergüenza, pero, ¿no tendrías un tubo de pegamento, por casualidad?

—¿Pegamento?

Le mostré mi zapatilla.

—Mami no quiere comprarme las Keds y la etiqueta de atrás se está cayendo… —me puse a llorar.

—Bueno, bueno —dijo Evelyn, dándome un pañuelo que llevaba en el bolsillo—. Cuando yo tenía tu edad, una chica que conocía vino a clase calzada con un par de bellísimos zapatos rojos. Su padre era muy rico y ella contó a todos que se los había traído de París. Yo quería tener un par como aquellos; era lo que más deseaba en el mundo.

—¿Los tuviste? —le pregunté.

Ella movió la cabeza.

—No, y ¿sabes qué? Aún querría tener un par. Ahora, cariño, tú me has pedido pegamento, pero no preferirías tener un par de… ¿cómo las llamas?

—Keds —dije dócilmente.

—Ah, sí, Keds.

Dije que sí con la cabeza.

—Pues, entonces, ¿qué tienes que hacer mañana?

Abrí grandes los ojos.

—Nada.

—Está resuelto, pues. Mañana iremos en el ferry a Seattle y te compraré las Keds.

—¿De veras? —pregunté, tartamudeando.

—De veras.

No sabía qué decir, solo atiné a sonreír y a arrancar el resto de la etiqueta del talón de mi zapatilla. Ya no me importaba. Mañana podría ponerme las auténticas.

—Evelyn —dijo Bee, mirando el carrito de la compra—. Prepararé una cena esta noche, ¿por qué no vienes?

—¡Oh, no! —dijo—. No puedo. Emily acaba de llegar y tú…

Sonreí.

—Nos encantaría que nos acompañaras.

—Bueno, entonces, de acuerdo, iré.

—Perfecto —dijo Bee—. Ven a las seis.

—Os veré luego —dijo, volviéndose para mirar las patatas.

—Bee —susurré—. No podrás creer con quién acabo de encontrarme.

—¿Quién?

—Greg —dije en voz baja—, Greg Attwood.

—¿Tu antiguo novio?

Asentí.

—Creo que me ha invitado a salir.

Bee sonrió como si ello fuera parte del plan. Cogió una cebolla roja, la examinó y luego sacudió la cabeza arrojándola de vuelta a la pila. Repitió lo mismo varias veces antes de encontrar una que le covenciera. Dijo algo muy bajito, entre dientes, y cuando le pedí que lo repitiera, ya había cruzado enfrente y estaba llenando una bolsa con puerros. Miré hacia la escalera de la tienda de vinos y sonreí para mí misma.

Un minuto antes de las seis de la tarde, Bee sacó tres copas de vino del mueble del bar y descorchó la botella de blanco que Greg había elegido para nosotras.

—¿Quieres encender las velas, cariño, por favor?

Cogí las cerillas y pensé en las cenas de mi infancia en casa de Bee. Bee nunca sirvió una cena sin velas. «Una cena como es debida exige velas», nos había dicho a mi hermana y a mí años atrás. A mí me parecía elegante y divertido, y cuando le pregunté a mi mamá si podíamos iniciar la misma tradición en casa, me dijo que no: «Las velas son para los cumpleaños, me explicó, que se festejan una vez al año.»

—Muy bonita —dijo Bee al inspeccionar la mesa antes de examinar el pinot gris que había recomendado Greg—. Pinot grigio —dijo, aprobándolo, al ver la etiqueta.

—Bee —dije, sentándome a la mesa mientras ella abría un puerro con un cuchillo grande de carnicero—, he estado pensando en lo que me dijiste el otro día sobre Jack. ¿Qué ha pasado entre vosotros?

Levantó la vista, algo sorprendida, y súbitamente dejó caer el cuchillo y se apretó la mano.

—¡Ay! —dijo—. Me corté.

—¡Oh, no! —exclamé, acudiendo a ella deprisa—. ¡Cuánto lo siento!

—No —respondió—. No es culpa tuya. Estas manos viejas ya no trabajan como antes.

—Trae, déjame picar a mí.

Bee fue a vendarse el dedo y yo terminé de cortar los puerros en daditos, luego removí el risotto, aspirando el vapor sabroso que salía de la olla y me envolvía la cara.

—Bee, no tiene mucho sentido que…

Me interrumpió el ruido de los pasos de Evelyn en la puerta principal.

—¡Hola, chicas…! —dijo entrando a la cocina con una botella de vino en una mano y en la otra un ramo de lilas moradas envueltas en papel de estraza y atadas con un cordel.

—¡Son preciosas! —dijo Bee recibiéndolas con una sonrisa—. Pero, dime, ¿dónde has podido encontrar estas lilas tan tempranas?

—En mi jardín —respondió, como si Bee le hubiera preguntado de qué color era el cielo—. Mi mata de lilas florece siempre antes que la tuya.

Lo dijo en un tono de competitividad amistosa que solo una amistad de más de sesenta años podía tolerar.

Bee le preparó un trago —algo con bourbon— y luego nos pidió que fuéramos al salón mientras ella le daba los últimos toques a la cena.

—Tu tía es todo un personaje, ¿verdad? —dijo Evelyn una vez que Bee ya no podía oírnos.

—Es una leyenda —dije, sonriendo.

—Lo es —respondió Evelyn.

El hielo de su bebida tintineaba contra el cristal de la copa, pero no entendía si lo hacía a propósito o si le temblaban las manos.

Me miró y dijo:

—Iba a contarle mis novedades esta noche.

Lo dijo con indiferencia, como si se refiriera a la compra de un coche o a las vacaciones que había reservado. Pero noté sus ojos llenos de lágrimas.

—De camino hacia aquí —prosiguió— decidí que se lo diría esta noche. Pero, ahora, al verla tan bien esta noche, he pensado «¿por qué arruinar una velada tan perfecta?».

Yo estaba perpleja.

—¿Decirle qué?

—Tengo cáncer. Un cáncer terminal.

Lo dijo como quien dice «tengo un resfriado», con simplicidad, directamente y sin dramatismos. Luego, en voz baja, añadió:

—Me queda un mes de vida, tal vez menos. Lo sé desde hace un tiempo, desde las Navidades. Pero no hallé la forma de decírselo a Bee. Supongo que he pensado que tal vez sería más fácil que lo sepa cuando yo ya no esté.

—Evelyn, cuánto lo siento —dije, cogiéndole una mano—. Pero ¿cómo puedes pensar que Bee no querría saberlo? Ella te quiere.

Evelyn suspiró.

—Yo sé que ella querría saberlo. Pero yo no deseo que la nuestra sea una amistad en la que solo se hable de muerte y agonía, cuando nos queda tan poco tiempo. Prefiero beber bourbon, jugar al bridge y tomarle el pelo como siempre he hecho.

Asentí con la cabeza. No estaba de acuerdo con su decisión, pero la entendía.

—Perdóname —dijo—. Es tu primer día en la isla; no debería preocuparte con mis problemas. ¡Qué vergüenza!

—No tiene importancia —contesté—. En rigor a la verdad, me alegro de no hablar por una vez de mis problemas.

Bebió un gran sorbo de su copa y luego exhaló un hondo suspiro.

—¿Qué harías tú si estuvieras en mi lugar? ¿Se lo dirías a tu mejor amiga y arruinarías los últimos días que vais a pasar juntas, o seguirías mostrándote feliz y despreocupada, como siempre, hasta que todo se acabe?

—Bueno, yo necesito decir la verdad, pero por motivos puramente egoístas. Necesito el respaldo de mis amigos. Pero tú eres muy fuerte —me atraganté un poco—. Admiro tu fortaleza.

—¿Fortaleza? Tonterías. Cuando me duele algo, tengo la tolerancia de una niña de cuatro años —se rio y luego suspiró—. Ven, vamos a cotillear un poco. ¿Qué quieres que te cuente sobre tu tía que tú no sepas?

Pensé mentalmente en un millón de preguntas sin respuesta, pero me centré en un tema de mayor importancia: el misterioso cuaderno que había encontrado en la mesilla de noche.

Antes de responderle, me cercioré de que Bee seguía en la cocina. El ruido de las ollas me lo confirmó.

—Una sola cosa —dije.

—¿Qué es, tesoro? —preguntó.

—Sabes —dije en voz muy baja—, hoy encontré un cuaderno de tapas de terciopelo rojo, un diario, en la mesilla de noche de mi cuarto. Es viejo, creo que está fechado en 1943. No he podido resistir la tentación y he leído la primera página. Estoy fascinada.

Por un segundo creí percibir un destello de reconocimiento en los ojos de Evelyn, o quizás era un recuerdo, pero la luz se extinguió rápidamente.

—Me pregunto si no lo habrá escrito Bee —susurré—. Pero yo no tenía idea de que fuera escritora; estoy segura de que, conociendo mi carrera y todo lo demás, me lo habría dicho.

Evelyn apoyó su copa sobre la mesa.

—¿Me puedes decir algo más acerca de este… este diario? ¿Cuánto llevas leído hasta ahora?

—Bueno, no leí más que la primera página, pero sé que empieza con un personaje llamado Esther —dije; y, tras una pausa, añadí—: y Elliot, y…

Evelyn se apresuró a ponerme una mano en los labios.

—No debes hablar de esto con Bee —se apresuró a decir—. Todavía no.

Se me antojó que tal vez se trataba de los prolegómenos de una novela que nunca llegó a tomar forma. Sabe Dios todas las que yo empecé antes de publicar mi libro. Pero, ¿por qué el anonimato? No tenía sentido.

—Evelyn, ¿quién lo escribió?

Me pareció que las sombras debajo de sus ojos eran más oscuras que horas antes, cuando nos había visto en el mercado. Respiró hondo y se puso de pie. De la repisa de la chimenea de Bee cogió una estrella de mar delicadamente conservada.

—Las estrellas de mar son muy enigmáticas, ¿no te parece? Carecen de huesos en el cuerpo, solo tienen cartílagos, aunque son frágiles, son combativas y tenaces. De colores brillantes, son flexibles y longevas. ¿Sabías que cuando a una estrella de mar se le lastima un brazo le crece otro?

Evelyn devolvió la estrella de mar a su hábitat, sobre la repisa.

—Tu abuela adoraba las estrellas de mar —dijo—. Así como adoraba el mar —hizo una pausa y sonrió—. Se quedaba horas en la playa, juntando pedacitos de vidrios e imaginando historias sobre las vidas de las colonias de cangrejos que anidaban bajo las piedras.

—Es sorprendente —dije—. Yo tenía la impresión de que a mi abuela no le gustaba el estrecho. ¿No fue la razón por la que ella y mi abuelo se trasladaron a Richland? ¿Algo relacionado con el aire de mar y su sinusitis?

—Sí, pero…, perdóname… —dijo—, me he perdido en mis recuerdos.

Volvió a sentarse, me miró y añadió.

—Bien, este diario. Sí, ha caído en tus manos. Debes leerlo, Emily. La historia es importante, ya comprenderás por qué.

Dejé escapar un profundo suspiro.

—Ojalá tuviera más sentido.

—Ya he dicho demasiado, cariño —dijo—. No me corresponde hablar de ello. En cambio a ti sí; es justo que tú conozcas esa historia. Sigue leyendo y encontrarás las respuestas.

Por un instante pareció perdida, como si su mente hubiera viajado al año en que comenzó la historia de Elliot y Esther.

—¿Y qué pasa con Bee? ¿Cómo puedo yo ocultarle esto? —pregunté.

—A los que amamos los protegemos de ciertas cosas —replicó.

Hice con la cabeza un gesto de confusión.

—No entiendo por qué podría herirla leyendo este cuaderno.

Evelyn cerró los ojos y volvió a abrirlos.

—Hace muchísimo tiempo que no pienso en todo esto, y, créeme, en una época nos ocupaba la mente con su carga ineludible. Pero el tiempo cura todas las heridas, y esas páginas, bueno, supuse que habían desaparecido, o que habían sido destruidas. No obstante, siempre confié en que saldrían a la superficie en el momento oportuno. —Y, tras una pausa, preguntó—: ¿En qué cuarto me has dicho que estás, cariño?

Señalé el fondo del pasillo.

—El cuarto rosa.

—Ya veo. Sigue leyendo ese cuaderno, querida. Y cuando llegue el momento de hablar con Bee, lo sabrás, pero sé dulce con ella cuando lo hagas.

Bee apareció llevando entre sus manos una fuente humeante.

—La cena está lista, chicas —dijo—, y aquí tengo una botella de vino blanco de Bainbridge. Ya podemos llenar las copas.

Era cerca de medianoche cuando me fui a acostar. Bee y Evelyn me habían cautivado con sus historias libertinas y sus dramas. El día que hicieron novillos durante la clase de francés para compartir una botella de ginebra con dos chicos del equipo de fútbol, y cuando le robaron los pantalones a un profesor de matemáticas particularmente buen mozo que en esos momentos estaba nadando en la piscina. La amistad que había entre ellas, tan franca, tan chispeante, me recordaba a Annabelle. La echaba de menos: nuestras diarias conversaciones, a veces dos veces al día, hasta echaba de menos su rigor cuando se proponía estimularme.

Acomodé la almohada y me metí en la cama, pero segundos después me encontraba revolviendo mi maleta en busca del cuadrito que había traído conmigo de Nueva York. Lo encontré metido debajo de un jersey y me puse a examinarlo nuevamente. Daban la sensación de ser una verdadera pareja, hasta parecían estar hechos el uno para el otro. Había armonía en la composición: las manos asidas, las olas rompiendo en la orilla y la veleta girando. «¿Qué dirá Bee cuando lo vea de nuevo?» Era una ventana a un rincón lejano del mundo de Bee, del que yo sabía muy poco. Volví a envolverlo con el jersey y lo guardé.

El diario me hacía señas desde el cajón y yo obedecí y lo saqué. Pensé en lo que me había dicho Evelyn, pero sobre todo pensé en Bee y en esa misteriosa historia ocurrida hacía mucho tiempo, una historia que en cierto modo estaba relacionada con ella.

Bobby era un hombre fino. Honesto y trabajador. Y cuando me regaló un anillo y me pidió que me casara con él aquel día del mes de enero, demasiado templado para la época, en el ferry de regreso de Seattle, lo miré a los ojos y dije que sí, de manera clara y sencilla. No había otra respuesta que dar. Habría sido una estúpida si hubiera rechazado su proposición.

Estábamos en guerra, pero Bobby estaba exento por razones médicas. Era prácticamente ciego desde el punto de vista legal, e incluso con sus gafas, esas de lentes muy gruesas que daban la impresión de pesar como cinco kilos, el Ejército no le permitió entrar. A él, justamente, cuyo mayor deseo era alistarse. Me odio a mí misma ahora cuando pienso que si se hubiera marchado a la guerra a lo mejor ninguno de nosotros estaría metido en este desastre.

Pero Bobby se quedó en casa y continuó con su carrera. Así las cosas, mientras muchas personas estaban sin trabajo, él tenía un empleo: un buen puesto en Seattle. Podía mantenerme y cuidarme, y supongo que eso era todo lo que cualquier muchacha pedía en aquellos tiempos.

Me acuerdo de su actitud cuando acepté su proposición: sonreía y se reía, todo a la vez, con las manos en los bolsillos del pantalón de pana marrón, que parecía que le colgaba, como si lo llevara mal puesto. El viento le tiraba a un costado su pelo fino y lacio, y hasta me pareció guapo cuando me tomó la mano. Aceptablemente guapo.

La suerte, o la mala suerte, quiso que Elliot también estuviera en aquel barco aquel día… con otra mujer. Elliot vivía rodeado de mujeres. Lo rodeaban como moscas. Me acuerdo de esta porque llevaba una bufanda de seda al cuello y un vestido rojo ceñido al cuerpo como un guante.

Antes de que el barco atracara, Bobby y yo pasamos delante de sus asientos, es una manera de decir, porque la mujer no estaba sentada en el suyo sino que estaba prácticamente colgada de Elliot.

—Hola, Bobby, Esther —dijo Elliot, saludándonos con la mano—. Os presento a Lila.

Bobby dijo algo cortés. Yo me limité a una inclinación de cabeza.

—Bueno, ¿se lo digo yo o se lo dices tú? —me preguntó Bobby.

Sabía exactamente a qué se refería, pero instintivamente escondí el dedo con el anillo en un pliegue de mi vestido, y me lo apreté tanto contra la pierna que sentí las puntas del engarce en mi piel. Era un anillo hermoso: una simple alianza de oro con una admirable gema de medio quilate. No, lo que me frenaba no era el anillo sino mi historia con Elliot.

—¡Estamos comprometidos!

Bobby lo dijo antes de que yo pudiera intervenir. Fue una exclamación tan fuerte que varios pasajeros que estaban sentados allí cerca volvieron la cabeza para mirarnos.

Cuando mis ojos se cruzaron con los de Elliot advertí la tormenta que se avecinaba: un oleaje de traición, o de tristeza, se agitó en aquellos ojos marrones que tan bien conocía. Luego desvió la mirada, se puso de pie y palmeó a Bobby en la espalda.

—¡Vaya, mira por dónde! —dijo—. Bobby ha conseguido a la chica más bonita de la isla. ¡Felicidades, amigo mío!

Una gran sonrisa iluminó la cara de Bobby. Elliot se volvió hacia mí y me miró. No dijo una palabra.

Lila se aclaró la garganta y frunció el ceño.

—Perdona, Elliot, ¿has dicho la chica más bonita de la isla?

—Después de mi Lila, por supuesto —completó Elliot, cogiéndola por la cintura, tan provocativamente que tuve que apartar la mirada.

No la amaba. Ambos lo sabíamos, así como ambos sabíamos que Elliot me pertenecía, y que yo pertenecía a Elliot.

Podía sentir el dolor de su corazón que en aquel momento se le estaba destrozando. Pero yo le había dado el sí a Bobby. Había tomado mi decisión. Dentro de dos meses sería la señora de Bobby Littleton, aun cuando yo amara a Elliot Hartley.

Eran casi las dos de la mañana y había leído tres capítulos. Efectivamente, Esther se había casado con Bobby. Habían tenido una hija. En cuanto a Elliot, fue movilizado al Pacífico Sur trece días después de la boda de Bobby y Esther; los vio intercambiar sus votos nupciales desde la penumbra de la iglesia, sentado en los últimos bancos. Cuando Bobby deslizó el anillo en el dedo de Esther, ella pensó en Elliot, y cuando Esther pronunció sus votos, miró hacia el fondo de la nave y sus ojos se encontraron con los de Elliot.

Nadie volvió a saber de él desde que fue movilizado. Esther iba cada día al ayuntamiento, empujando el cochecito de su hijita, para ver si figuraba el nombre de Elliot en la lista de muertos en combate.

Se me cerraban los ojos, pero pensé en Bee: Has debido de conocer el amor y el mal de amores para escribir de esta manera.