10

9 de marzo

A la mañana siguiente, oí el teléfono del salón que llamaba con tal fuerza e insistencia que me arrancó de un sueño muy agradable. Y Bee, ¿por qué no lo coge?

Al décimo ring me levanté, como atontada, y fui al salón.

—¿Diga? —dije en un tono que dejaba dudas a mi interlocutor cómo me sentaba que me molestaran a las ocho menos cuarto de la mañana.

—Emily, soy Jack.

Abrí completamente los ojos. Me acordé de que le había anotado mi número de móvil en un papelito la noche que fui a su casa. Entonces, ¿por qué me llama al fijo?

—Oye, perdona que llame tan temprano —dijo—. Intenté con tu móvil, pero salta el buzón de voz. Bueno, si no es muy temprano…

—No —tartamudeé—, no es muy temprano.

Mi voz sonó ansiosa, más de lo que hubiera deseado.

—¡Qué bien! —dijo—, porque me preguntaba si te querrías venir a pasear conmigo por la playa esta mañana.

—¿Ahora?

—Sí —dijo—. Tienes que venir a ver lo que está ocurriendo aquí ahora mismo. ¿Puedes bajar en diez minutos?

Mientras iba andando pisando la arena con dificultad, divisé a Jack a lo lejos, bueno, divisé una mancha, que era Jack. Nos hicimos señas con la mano y caminamos al encuentro uno del otro.

—¡Buenos días! —gritó Jack desde donde se encontraba en la orilla, es decir, a unos treinta metros más lejos.

—¡Hola! —grité a mi vez.

Cuando al fin nos encontramos, señaló adelante.

—Lo que quería mostrarte está al otro lado de la curva.

—¿Qué es?

Sonrió.

—Ya verás.

—¿Cómo te ha ido en Seattle?

—Todo bien —dijo—. Perdona que no te haya llamado antes —añadió, sin más explicaciones.

Seguimos andando en la dirección indicada por él hasta el punto donde la playa empezaba a circundar la ladera de una colina. Jack se detuvo y se quedó inmóvil un instante mirando el estrecho.

—Allá —dijo, bajando la voz.

—¿Dónde? —pregunté.

Y en ese momento la vi: un chorro de agua saltando al aire y luego una cosa enorme que se mecía bajo las aguas.

Sonreí como una niña maravillada ante el muñeco que ve salir de una caja.

—¿Qué era?

—Una orca —respondió orgulloso.

Bee siempre hablaba de las orcas que podían verse desde la orilla, pero yo nunca había visto una con mis propios ojos cuando venía a la isla de pequeña, en verano.

—¡Mira! —exclamó Jack.

Eran dos, nadaban muy cerca una de otra.

—Vienen hasta aquí en esta época del año —dijo—. Siempre me han gustado. Cuando era niño solía sentarme aquí, aquí mismo —y señaló una roca lisa, grande como el tocón de un árbol, tapada por la arena—, y miraba pasar las ballenas.

No podía apartar mis ojos del mar.

—Son espectaculares —dije—. Mira cómo nadan, qué fuerza, qué determinación. Saben adónde las conduce su viaje, y sin mapa que las guíe. —De pronto me asaltó un pensamiento—. ¿Jack?

—¿Eh?

—Has dicho que venías aquí de niño. ¿Venías en verano?

—Sí —dijo, sonriendo—. Todos los veranos. Donde vivo ahora es la casa que tenía mi familia en la playa.

—Entonces, ¿por qué nunca te vi?

—No me permitían que fuera por aquel lado —dijo, y tras una pausa, añadió—: Por donde vive tu tía.

Me reí.

—A mí tampoco me dejaban que viniera por este lado —dije—. ¿Tú crees que pude haberte visto alguna vez?

Sus ojos encontraron los míos.

—¿No te acuerdas, verdad?

—¿Acordarme de qué?

Movió la cabeza en ademán juguetón.

—Lo siento —dije, esforzándome por recordar algo, cualquier cosa—, no me acuerdo.

—Tenías catorce años y eras muy bonita, debo decir. Mi perro se había soltado de la correa y se fue corriendo en dirección a la casa de tu tía. Tú estabas en la playa, sentada sobre una toalla con otra chica. Llevabas biquini. Un biquini rosa. Y Max, mi perro de aquella época, se te echó encima y te lamió la cara.

—¿Eras tú?

—Sí.

—No puedo creerlo.

—Pues, créelo.

—¡Cielos! —exclamé—, claro que me acuerdo del perro que me lamió la cara.

—Sí —dijo—, y no parecías muy contenta que digamos.

—¡Y luego se fue corriendo llevándose mi sandalia en la boca! —dije, y mientras lo decía toda la escena me volvía a la memoria.

—Una forma como otra de impresionar a una chica.

Ladeé la cabeza hacia la derecha y lo miré con otros ojos.

—¡Dios mío, ahora me acuerdo de ti! —dije—. ¡Qué flaco eras!

—Sí.

—¿Ortodoncia?

Negó con la cabeza.

—¿Eras tú?

—Sí, yo mismo.

No pude evitar reírme.

—¿Qué? —dijo Jack, haciéndose el ofendido—. ¿Me vas a decir que no encontrabas atractivo a un chico alto, desgarbado, con ortodoncia y acné?

—No —dije—. Quiero decir, no es eso, es que, bueno, eres muy distinto ahora.

—No, en realidad, no —dijo—, soy exactamente el mismo. Salvo por el acné, que ya no tengo. Tú, en cambio, no has cambiado mucho. Solo que eres mucho más hermosa de lo que creí que llegarías a ser.

No sabía qué decir, de manera que me limité a sonreír: una sonrisa que se inició en mi interior y viajó hasta mi rostro, donde permaneció el resto de la mañana.

—Oye, ¿quieres subir a casa? —dijo—. Te prepararé un desayuno.

—Me encantaría —contesté.

Y, sin pensarlo, cogí su mano y él entrelazó sus dedos en los míos, como si lo hubiéramos hecho cien veces antes. ¿Qué importaba que hubiera salido con otra la noche anterior? También yo había salido con otro. Estábamos empatados. Lo único que me importaba en ese momento era que estábamos juntos.

Me senté en el taburete de la cocina de Jack. Él se puso a moler los granos de café, luego cortó por la mitad cinco naranjas y las colocó en el exprimidor. Después sacó un bol y rompió unos huevos dentro. Yo lo contemplaba, fascinada, sus movimientos. Era rápido, preciso. Me preguntaba si Elliot le habría preparado el desayuno a Esther alguna vez.

—Espero que te gusten las torrijas —dijo.

—¿Gustarme? —contesté—. Te quedas corto. Adoro las torrijas.

Se rio y siguió batiendo.

—Dime, ¿te ha contado tu tía historias horribles sobre mi familia?

—No. No me ha querido hablar del tema. ¿Por qué no me las cuentas tú?

—La verdad es que soy el último en saber algo sobre los esqueletos que mi familia guarda en los armarios —comentó—. Lo único que sé es que mi padre me advirtió muy pronto que no éramos personas bienvenidas en la casa de Bee Larson. Y de pequeño eso me daba mucho miedo. Me imaginaba que Bee era la bruja del cuento de Hansel y Gretel. Mi hermana y yo estábamos convencidos de que si poníamos un pie en su propiedad, nos capturaría y nos encerraría bajo llave en su mazmorra.

La ocurrencia me dio risa.

—Sí, creíamos que su casa estaba embrujada.

—Bueno, no se necesita mucho para sacar esa conclusión —dije, pensando en las habitaciones de la segunda planta de la casona, casi todas cerradas con llave, en los pisos de madera que crujían—. A veces también yo creo que está embrujada.

Jack asintió y puso una cucharita de té de canela en los huevos batidos.

—Me gustaría saber más acerca de las circunstancias que motivaban todo eso —dijo—. Tendría que preguntárselo a mi abuelo.

—Ah, ¿lo ves?

—Sí —dijo—. Vive en Seattle. Fui a verlo ayer. Al menos una vez al mes voy a pasar unos días con él.

—Tal vez puedas preguntárselo la próxima vez que lo veas —sugerí—, porque a Bee no puedo sonsacarle nada.

—Lo haré —respondió.

La conversación de Jack con su abuelo me llevó a pensar en el mío. De pequeña me encantaba que me permitiera quedarme con él en su estudio, donde permanecía encerrado durante horas. Desde mi escritorio, improvisado con una caja de cartón, yo lo contemplaba en adoración sentado a su monumental escritorio de roble, mientras él pagaba las facturas y yo hacía como que escribía cartas a máquina. El abuelo siempre me dejaba mojar los sobres con la lengua antes de cerrarlos y echarlos al buzón.

La abuela Jane había muerto de repente, de un ataque al corazón. En su funeral, cuando mi madre me preguntó si diría algo en su memoria desde el púlpito de la iglesia, contesté que no me sentía cómoda hablando en público. Pero la verdad era más compleja. Mientras miraba su ataúd, eché un vistazo a mi alrededor. Mamá estaba llorando. Y Danielle también. ¿Por qué yo no sentía nada? ¿Por que no podía exteriorizar una tristeza acorde al fallecimiento de una abuela?

—Tienes suerte —dije a Jack.

—¿Por qué?

—Porque quieres a tu abuelo.

—¡Oh, ya lo sé! —exclamó mientras hundía gruesas rodajas de pan en los huevos batidos. Podía oír el chisporroteo del pan en contacto con la mantequilla caliente cuando lo ponía en la sartén—. También tú lo querrías. Es todo un personaje. Quizás un día lo conozcas. Estoy seguro de que se volverá loco contigo.

Sonreí.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé.

La máquina de café pitó y Jack me sirvió una taza.

—¿Nata o azúcar?

—Solo nata —dije, y miré si servía una taza para él, pero no, fue a buscar un vaso de jugo de naranja.

Annabelle se había ocupado de investigar, no de manera científica, la cuestión de las parejas y sus preferencias en materia de café. Según los primeros resultados de su investigación, si podíamos llamarlos resultados, las personas a quienes les gusta el café preparado de la misma manera tienen muchísimo éxito en el matrimonio.

Bebí un sorbo del mío y fui al salón, donde estaba Russ acurrucado junto a la chimenea. Parecía un osito muy tierno, como sucede con todos los golden retriever. Me senté en cuclillas para acariciarlo y observé que, de la comisura de la boca, le colgaba un pedacito de papel verde. A su derecha vi trozos de lo que me pareció que era una carpeta verde mordisqueada. Y alrededor, papeles sueltos desparramados.

Russ —dije—, perrito travieso. ¿Qué has cogido?

Se puso patas arriba y bostezó, entonces noté que debajo tenía más papeles arrugados, probablemente los que tenía pensado comerse. Recogí una hoja toda baboseada. La mayor parte de lo que esa hoja contenía estaba borroso o rasgado, pero en la parte superior figuraba la frase siguiente: «Departamento de Policía de Seattle, Oficina de personas desaparecidas.» La dejé en el suelo, algo sorprendida, y cogí otra, que era la fotocopia de una noticia recortada del periódico de la isla Bainbridge. A juzgar por la tipografía parecía viejo, y también prácticamente irrecuperable.

—¿Emily? —llamó Jack desde la cocina.

Por los nervios la hoja se me cayó de la mano.

—Aquí estoy, con Russ. Creo que anda metido en algo.

Jack apareció trayendo una fuente con torrijas en sus manos, pero la puso rápidamente sobre la mesa.

—¡Russ, acuéstate! —gritó.

—Déjame ayudarte —dije.

—¡No! —exclamó, un decibelio por debajo del grito—. Quiero decir, no, perdona, no tienes que ayudarme con esto. Yo me encargo.

Di un paso atrás, preguntándome si habría visto algo que no debía. Jack guardó la carpeta y su contenido baboseado y arrugado debajo de una pila de revistas que había sobre la mesa baja.

—Lo lamento —dijo—. Quería que fuera un desayuno perfecto.

—No es nada —repuse—. Los perros son perros.

Observé a Jack mientras colocaba las torrijas una encima de otra y luego espolvoreaba la fuente con azúcar glas.

—Listo —dijo, presentándome la fuente—. Tu desayuno.

Iba a coger el tenedor cuando sonó el teléfono en la cocina.

—Tengo contestador —dijo.

Probé mi torrija y casi me desmayo de placer, pero mi atención se desvió cuando oí una voz de mujer que dejaba un mensaje.

—Jack —empezó a decir aquella voz—, soy Lana. Fue muy grato cenar contigo anoche. Quería…

Jack se levantó de un salto y se precipitó a apagar el contestador antes de que ella pudiera continuar.

—Lo siento —dijo, un poco avergonzado—. Era, uf, una clienta. Nos encontramos anoche para hablar de un cuadro.

No me agradó el tono de voz, demasiado íntimo, de aquella mujer. Deseaba hacerle unas veinte preguntas a Jack. No, cien preguntas. En cambio, sonreí cortésmente y seguí comiendo. No dudaba de que la mujer fuera una clienta, pero si no era más que eso, ¿de qué tenía miedo? ¿Qué trataba de ocultar?

Cuando se sentó y empezó a comer, volvió a sonar el teléfono.

—¡Por Dios! —dijo.

Lo miré como diciendo: «Está bien, ve a contestar», pero en realidad hubiera querido arrancar el enchufe de la pared para que, quienquiera que fuera aquella mujer, no llamara más.

—Perdona —dijo Jack, corriendo a la cocina a coger el teléfono.

—¿Diga?

Hizo una pausa durante unos instantes.

—¡Oh, no! —dijo.

Otra larga pausa. Y luego:

—Por supuesto. Está aquí. Le diré que se ponga.

Jack volvió deprisa al salón y me pidió que fuera al teléfono.

—Es tu tía.

Casi se me sale el corazón del pecho cuando atendí.

—¿Emily?

La voz de Bee sonaba frenética, confusa.

—Sí —dije—. Bee, ¿qué sucede? ¿Te encuentras bien?

—Siento molestarte, pero Henry, que estaba esta mañana en la playa, me ha dicho que te vio ir a la de Jack, por eso…

Le temblaba la voz.

—Bee, ¿qué sucede?

—Evelyn —dijo, como perdida—. Estaba aquí desayunando esta mañana. Y… le dio un colapso. Llamé al 911. La llevan ahora al hospital.

No dudé un instante.

—Voy para allá.

—No, no —dijo—. No hay tiempo. Yo salgo ahora mismo.

—Entiendo —dije—. Ve tú. Iré por mi cuenta.

No necesitaba preguntar si a Evelyn le quedaban horas o minutos. Ya lo sabía. Y tuve la sensación de que Bee, instintivamente, también lo sabía, como los mellizos, o las almas gemelas, o los amigos de toda la vida.

Colgué el auricular.

—Evelyn está en el hospital —dije, moviendo la cabeza con incredulidad.

—Te llevaré en el coche —dijo Jack.

Miré la mesa con los platos de torrijas perfectas que de pronto habían dejado de ser apetitosas.

—Deja eso —dijo—; si salimos ahora, llegaremos al hospital en media hora.