20
31 de marzo
Me acuerdo de una historia que contaban en el instituto acerca de una chica que se había marchado a Seattle con amigos, pero perdió el transbordador que debía llevarla de vuelta a la isla, a tiempo para llegar a su casa antes del toque de queda de las diez de la noche. Como ella sabía que el próximo ferry tardaría una hora en llegar y que su padre era muy estricto y la castigaría prohibiéndole las salidas o algo peor, le entró pánico y cuando vio zarpar el barco de la terminal de Seattle, arrojó al suelo su bolso, se lanzó por la pasarela y saltó. Pero en vez de aterrizar en la cubierta del ferry, aterrizó en el agua. La llevaron a Urgencias y luego la enviaron a su casa con una muñeca rota y la barbilla contusionada. Krystalina. Así se llamaba. Me vino a la memoria en ese momento, justo cuando sonó la sirena del ferry, justo cuando llegué a la terminal y vi que el barco se apartaba del muelle, justo cuando se me fue el alma a los pies.
Había acampado en aeropuertos o cogido vuelos sin reserva en el último minuto, entonces, cuando llegué a la terminal de transbordadores contemplé la posibilidad de correr y saltar a la Krystalina cuando vi que había perdido el barco de las siete de la tarde por un pelo. Miré las aguas revueltas a mis pies y decidí que la isla podía esperar un poco más. Jack podía esperar. ¿Podía?
El barco atracó a las 20:25 horas. Nadie me estaba esperando. Solo había un taxi.
—¿Puede llevarme a Hidden Cove? —le pregunté al chófer.
Asintió y cogió mi bolso.
—Viaja ligera de equipaje —dijo—. ¿Una visita breve?
—Aún no lo sé —contesté.
Asintió nuevamente, como si comprendiera exactamente el sentido de mis palabras.
Le indiqué cómo llegar a la casa de Jack. Cuando llegamos, estaba oscuro, muy oscuro.
—No parece que haya alguien en casa —dijo el chófer, afirmando lo que era obvio. Me irritó que me sugiriera que nos marcháramos.
—Aguarde —dije—. Deme un minuto.
Aquel era el momento en que, en las películas, la mujer y el hombre se reencuentran, corren uno a los brazos del otro y funden sus labios en un beso.
Llamé a la puerta y esperé un minuto, más o menos. Luego llamé otra vez.
—¿Hay alguien en casa? —gritó el chófer desde el coche.
No le hice caso y volví a llamar. No oía más que los latidos de mi corazón. Vamos, Jack, contesta.
Al cabo de un minuto ya sabía que no vendría a abrirme. O podía ser que no estuviera en casa. De repente, sentí que era demasiado para mí. Me senté en el porche y oculté la cabeza en mis rodillas.
«¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Por qué se me ha ocurrido amar a este hombre?» Reflexioné en un pasaje de Años de gracia que siempre había admirado: «El amor no era una flor de invernadero, obligada a echar un brote renuente. El amor era una hierba que inesperadamente florecía a la vera del camino.»
Sí, este amor no era obra mía. Era algo natural. Algo incontenible. Reconocerlo, allí sentada en el umbral frío y solitario de la casa de Jack, me sirvió de consuelo.
—Señorita —dijo el chófer—, ¿se encuentra bien? Si precisa un lugar adonde ir, llamaré a mi esposa. Puede prepararle una cama. No es mucho, pero tendrá un lugar donde pasar la noche.
Me conmovió: había una pizca de bondad en cada uno de los habitantes de la isla.
Lo miré y me calmé.
—Gracias —le dije—, es usted muy amable. Pero mi tía vive aquí cerca, en la playa. Iré allá esta noche.
Me dejó delante de la casa de Bee. Después de pagarle, me quedé mirando la casa con el bolso en la mano, preguntándome si regresar a la isla había sido una decisión correcta. Me acerqué a la casa y noté que las luces estaban encendidas. Entré.
—¿Bee?
La vi sentada en su silla, como siempre, como si yo no me hubiera marchado. Después de todo lo sucedido, era una visión muy reconfortante.
—¿Emily? —Se puso de pie y me abrazó—. ¡Qué sorpresa!
—Tenía que volver —dije.
—Sabía que lo harías —afirmó—. Y Jack, ¿es una de las razones?
Dije que sí con la cabeza.
—Acabo de ir a su casa, pero no está.
En la mirada de Bee había cierta gravedad.
—Es Elliot —dijo. La forma como pronunció su nombre me dio escalofríos—. Está enfermo. Jack ha llamado hace un momento para decírmelo —hizo una pausa, le temblaba la voz dejando traslucir su emoción—. Quería que yo supiera que Elliot está… bueno, que no está bien, cariño. Se está muriendo.
Tragué saliva.
—Va de camino al hospital. Acaba de salir para coger el ferry. Si sales ahora mismo, podrías alcanzarlo.
Bajé la vista.
—No lo sé —dije—. ¿Tú crees que querrá verme?
—Estoy segura de que querrá verte —afirmó—. Ve con él. Ella querría que tú fueras.
Se refería a Esther, desde luego. Fueron las palabras de Bee las que me empujaron a la terminal de transbordadores aquella noche. Fueron sus palabras las que cambiaron para siempre el curso de mi vida. Y estoy convencida de que, con sus palabras, ella se redimió y reparó todos sus errores. Se dio cuenta, y yo también. Y de algún modo tenía la sensación de que Esther estaba allí, presente, y la aprobaba.
—¿Me puedes dar las llaves de tu coche? —le pedí sonriendo.
Me las arrojó.
—Mejor que te des prisa.
Sentí que se me aceleraba el pulso.
—¿Y tú? —dije, recordando su historia con Elliot—. ¿No quieres verlo?
Me miró como si fuera a decirme que sí, pero negó con la cabeza.
—No es mi lugar —dijo.
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Tú aún lo amas, Bee, ¿verdad?
—Tonterías —dijo, enjugándose una lágrima.
—Aquel paquete —dije—, el que te envió Elliot. ¿Qué era?
Sonrió.
—Era el álbum de fotos, el que me había regalado cuando volvió del frente. Yo se lo había devuelto después de todo lo que había pasado con tu abuela. Pero él lo conservó durante todos estos años.
Cogí su mano y la apreté.
—Ahora vete —dijo—. Vete con tu Jack.
Conduje el Volkswagen de Bee a toda velocidad, frenéticamente, como si mi vida dependiera de ello. No pensé en la policía ni en accidentes, solo en Jack. Cada minuto, cada segundo contaba.
Crucé la isla con el Volkswagen a toda pastilla, hasta que llegué a la terminal, y se me fue el alma a los pies cuando, al entrar al parking, oí la sirena del ferry que anunciaba su partida. Corrí a la pasarela pensando nuevamente en saltar. Pero el ferry ya había zarpado y se encontraba demasiado lejos. Lo había perdido. Había perdido a Jack.
Me aferré a las rejas de la entrada reprochándome mi tardanza. No era la primera vez que me sucedía en la vida. En los últimos años, había perdido una conexión tras otra. Me arrastré hasta la barrera donde la gente suele esperar a sus amigos o parientes que llegan de Seattle. Desde allí podía divisar el barco. Entrecerré los ojos tratando de reconocer a Jack entre sus pasajeros, pero estaba demasiado lejos como para distinguir las caras.
Entonces oí pasos detrás de mí. Alguien venía corriendo a la terminal. Me volví y allí estaba él, que se precipitaba en dirección a la pasarela con la maleta en la mano y expresión preocupada… hasta que me vio.
—¿Emily?
—Jack —dije.
El sonido de su nombre en mis labios me provocó una sensación deliciosa.
Dejó caer su maleta y corrió hacia mí.
—No tenía ni idea de que estuvieras aquí —dijo, apartándose el pelo de los ojos y acariciándome la cara con las manos.
Dejé hablar a mi corazón.
—Escuché tu mensaje —dije—, y he querido darte la sorpresa.
Sonrió.
—Pues lo has conseguido.
Me pareció que iba a decir algo cuando lo distrajo el ruido de una sirena a lo lejos. Otro ferry tocaba puerto antes de la hora prevista.
—He ido a tu casa —dije, tratando de ver algo, cualquier cosa, en sus ojos.
Me cogió de la mano y el calor de su contacto me recorrió todo el cuerpo.
—Bee me ha dicho que tu abuelo está enfermo —dije—. Lo lamento. Vas a verlo, ¿verdad?
Asintió.
—He pensado en viajar esta noche y quedarme a su lado, para que no esté solo. Lo van a operar por la mañana.
—¿Se pondrá bien?
—No estamos seguros —dijo—. Lo han sometido a dos cirugías de baipás en los últimos cinco años y los médicos dicen que si esta no resuelve el problema podría ser la última.
Me preguntaba si Esther sabía que el corazón del amor de su vida se rompía, literalmente.
—Debes correr a su lado —dije—. Nosotros podremos vernos mañana, cuando él salga de la sala de operaciones. —Me dirigí al ferry, del que estaban desembarcando los pasajeros, y a punto de proceder al embarque—. Vete, coge este ferry. Yo me quedó aquí, esperándote.
Movió la cabeza.
—¿Dejarte aquí, tan hermosa y adorable como estás? No, mi abuelo jamás lo aprobaría. ¿Por qué no te vienes conmigo?
Apoyé mi cabeza contra su pecho, como lo había hecho en casa de Bee la tarde aquella, en la galería.
—De acuerdo.
—No dejo de pensar en esa mañana —dijo mirándome nuevamente—, cuando te vi en casa de Henry.
—¿A qué te refieres? —pregunté, mirándolo con la esperanza de que me dijera lo que yo creía que iba a decirme.
—Esperé que un día acabáramos así.
Me sobrecogió un sentimiento que jamás había experimentado antes. Me sentí amada. Más aún. Me sentí adorada.
Jack metió la mano en el bolsillo y luego me cogió una mano.
—Emily —dijo, carraspeando—. Quiero darte algo.
Tenía una cajita en la mano y no pude dejar de pensar en la caja que Elliot le había entregado el día del funeral de Evelyn. «¿Qué habrá dentro?» Con dedos temblorosos levanté la tapa y vi algo que destellaba a la luz de las farolas.
Jack se aclaró la garganta antes de hablar.
—Mi abuelo me regaló un anillo que le había dado a una mujer que amó hace muchísimos años. Me agradaría que tú lo llevaras.
Me quedé con la boca abierta. Se trataba de un enorme diamante en forma de pera engarzado entre dos rubíes. Me di cuenta en el acto. Era el anillo de compromiso de Esther. Tenía que ser. Instintivamente, me lo puse en el dedo.
Jack vio en mis ojos que yo lo conocía.
—Conoces la historia, ¿verdad?
—Sí.
—¿Cómo?
—He estado haciendo algunas averiguaciones este mes —dije enigmáticamente.
—Yo también —dijo—. He estado tratando de ubicar a Esther, por mi abuelo. Quería que volvieran a verse —pateó un guijarro que había en la acera—. Pero ya es demasiado tarde.
—¿Por qué piensas que es demasiado tarde?
Jack parecía preocupado.
—Me temo que ya murió.
El corazón me dio un vuelco.
—¿Cómo lo sabes?
Se restregó los ojos, como si estuviera cansado, o triste.
—Me lo dijo su enfermera. Fue la que se ocupó de ella y la cuidó durante los quince últimos años, cuando su salud se quebrantó. Era la mujer con quien me viste aquella noche en el centro, la misma que se puso al teléfono en mi casa cuando tú llamaste.
—Me dejas perpleja —dije—. ¿Cómo la encontraste?
—Ella se comunicó conmigo —contestó—. Me dijo que estaba cumpliendo la voluntad de Esther, quien al morir expresó su deseo de saber qué había sido de mi abuelo.
Suspiré.
—Entonces, murió.
—Sí —dijo Jack.
—No —repliqué—. ¡No puede ser verdad!
Mi corazón se negaba a creer que la historia tuviera semejante final.
—¿Como has dicho que se llama?
—Lana —contestó.
Sonreí aliviada.
—Eso lo explica todo.
Me miró perplejo.
—¿Qué?
—Jack, Lana no es su enfermera. Lana es su hija. La hija de Elliot.
Jack se pasó una mano por la frente.
—Pero, no tiene sentido —dijo.
—Lo sé. Pero es verdad. Y si Lana se puso en contacto contigo y no te dijo a ti la verdad acerca de su vínculo con Esther, puede que tampoco te haya dicho la verdad acerca de ella, y es posible que aún viva. Creo que trata de proteger a su madre.
—Espera —y seguí hablando antes de que Jack pudiera responderme—. Dijiste que esta mujer, Lana, te había encargado un cuadro. ¿Era el retrato que vi en tu taller, el de la mujer en la playa?
—Sí —dijo—. Dijo que era para su madre. Lo pinté a partir de una fotografía vieja.
—Jack —dije—, ¿no se te ha ocurrido que la mujer de la foto pudiera ser Esther, que ella quería regalarle a su mamá un cuadro pintado por alguien que lleva la misma sangre de Elliot?
Jack se quedó pensando un rato y luego sacudió la cabeza.
—Pero ella me dijo que su madre y su padre vivían en un hogar de ancianos en Arizona. Si lo que tú dices es cierto, ¿por qué iba a inventar una historia tan complicada para ocultar la verdad.
—Quiere evitar que a su madre la lastimen otra vez —dije.
Jack se encogió de hombros.
—Ojalá fuera así, Emily —dijo—. Pero yo no lo veo como tú. Ella me dio detalles acerca de la vida de Esther y de su muerte. Y todo era muy real.
Se levantó viento y Jack, instintivamente, me cobijó en sus brazos, como una manta.
—Ojalá hubiera terminado de otra manera para ellos —dijo, estrechándome con fuerza—. Pero nosotros podemos escribir nuestra propia historia, que no tiene por qué ser trágica.
Me besó suavemente en la frente, y en ese momento volvió a sonar la sirena del transbordador.
—Y pensar que casi huyo de ti y de todo esto —dije.
Apretó mi mano.
—Me alegro mucho de que no lo hayas hecho.
Fuimos andando al barco, tomados de la mano, y nos ubicamos en una cabina orientada a Seattle. A medida que nos acercábamos y veíamos la ciudad en el horizonte, percibía la inquietud de Jack por su abuelo. ¿Cómo se encontraría Elliot cuando nosotros llegáramos? ¿Estaría consciente? ¿Mi presencia lo pondría más triste aún, especialmente después de haber leído las páginas del diario que le había enviado por correo?
Llegamos al hospital y nos dirigimos directamente al mostrador del cuarto piso, donde preguntamos por Elliot.
—Me temo que no está bien —musitó la enfermera en voz muy baja—. Se muestra combativo y desorientado desde esta tarde. Hacemos todo lo posible para que se sienta a gusto, pero los médicos dicen que no le queda mucho tiempo. Más vale que se despida de él, si lo desea, mientras aún está consciente.
Cuando nos acercamos a la puerta de la habitación de su abuelo, Jack se puso blanco.
—No puedo hacerlo solo —me dijo.
Entramos juntos a la habitación. Allí estaba, enchufado a un arsenal de cables y máquinas. Muy pálido y con la respiración débil.
—Soy yo, abuelo —dijo suavemente, hincándose a la vera de su cama—, Jack.
Elliot abrió despacio los ojos, apenas los entreabrió.
—Ella ha venido —susurró—. Ha estado aquí. La he visto.
—¿Quién, abuelo?
Cerró los ojos, que se agitaron un poco como si estuviera soñando.
—Sus ojos azules —dijo—. Tan azules como antes.
—Abuelo —dijo Jack en voz baja, con un brillo de esperanza en la mirada—. ¿Quién ha estado aquí?
—Me dijo que se iba a casar —dijo Elliot, abriendo nuevamente los ojos, pero era evidente que se había perdido en sus recuerdos, y pude leer la decepción en el rostro de Jack—. Me dijo que iba a casarse con ese idiota, Bobby. ¿Por qué casarse con él? Si no lo quiere. Nunca lo ha querido. Me quiere a mí. Nos pertenecemos el uno al otro. —Se sentó en la cama y súbitamente empezó a tirar del dispositivo intravenoso que tenía conectado al brazo—. Tengo que disuadirla. Tengo que decírselo. Nos escaparemos juntos. Eso es lo que haremos.
Jack parecía preocupado.
—Está alucinando —dijo—. La enfermera me lo advirtió. Es la medicación.
Elliot parecía enfurecido y desesperado. Con un brazo le dio un golpe al monitor del ritmo cardíaco y lo tiró al suelo antes de que Jack pudiera intervenir para calmarlo.
—Tranquilízate, abuelo, no irás a ninguna parte. —Y añadió mirándome—: Emily, llama a la enfermera.
Pulsé el botón rojo junto a la cama de Elliot e instantes después entraron dos enfermeras. Una nos ayudó a acostarlo nuevamente en su cama mientras que la otra le inyectaba algo en el brazo izquierdo.
—Esto le ayudará a descansar mejor, señor Hartley —dijo.
—Voy a buscar algo para beber. ¿Quieres algo? —le pregunté a Jack cuando Elliot se durmió.
—Café —murmuró, sin apartar los ojos de Elliot.
Bajé a la cafetería, contenta de que aún estuviera abierta, serví dos tazas de café torrefacto y me puse en el bolsillo una bolsita de azúcar y dos mini envases de leche. «¿Cómo toma Jack su café?» Me acordé de las investigaciones de Annabelle, pero inmediatamente deseché la ocurrencia y saqué la billetera para pagar dos dólares con veinticinco céntimos por el café.
Ya en el ascensor, volví a pensar en Elliot y en que parecía convencido, más bien perplejo, de haber visto a Esther. Me conmovía profundamente ver lo mucho que aún la amaba, incluso al final de su vida. Cuando estaba a punto de llegar a la puerta de la habitación de Elliot, oí que alguien se me acercaba por detrás.
—Disculpe, señora —dijo una mujer.
Me volví y vi a una de las enfermeras con un papelito en la mano.
—Una mujer ha llamado hace un momento diciendo que su madre se ha dejado un… —miró lo que llevaba anotado en el papel— un pañuelo de seda azul en la habitación cuando vino hoy, temprano, a visitar al señor Hartley.
Abrí los ojos.
—¿Le dio su nombre? ¿Ha dejado un número de teléfono?
La enfermera me miró.
—¿La conoce?
—Es posible —contesté, tragando saliva.
Miró de nuevo el papel.
—Bueno, es raro —dijo—. La enfermera del turno anterior cogió el mensaje. —Sacudió la cabeza—. No parece que le hayan dado un nombre.
Suspiré.
—Bien, si lo encuentra, tráigalo a la enfermería —dijo—. Tal vez vuelva a llamar. Disculpe la molestia.
—¿Cómo está? —le susurré a Jack cuando entré en la habitación.
Le di su café y le ofrecí azúcar y leche.
—Duerme —dijo, dejando a un lado el azúcar y eligiendo un vasito de leche, que vació en su taza. Yo hice exactamente lo mismo.
Le di un beso en la mejilla.
—¿Y eso por qué? —preguntó.
—Porque sí —murmuré.
Me acerqué a la cama de Elliot de puntillas y le puse la manta alrededor de los hombros. Cuando lo hice, algo me llamó la atención. Debajo de la manta aferraba algo con la mano: un pañuelo. Un pañuelo azul. Lo tenía apretado contra su pecho.
En ese momento lo entendí y se me escapó una lágrima.
—Estás llorando —susurró Jack.
—Estoy llorando —dije, sonriendo a través de las lágrimas que brotaban de mis ojos. «Por fin estoy llorando.» Deseaba contarle tantas cosas, era tanto lo que quería decirle, pero podía esperar. Lo único que sabía era que tenía los ojos llenos de lágrimas, de lagrimones que rodaban incontenibles por mis mejillas; no pensaba que hubiera tantas lágrimas en mis ojos. A medida que salían yo me sentía más liviana, más feliz, más entera.
Jack me atrajo hacia sí.
—Gracias por estar aquí conmigo.
Justo en aquel momento la enfermera abrió la puerta y susurró:
—Señora, tengo el nombre de la persona que llamó. Firmó en el mostrador de la recepción.
Jack regresó junto a la cama de Elliot cuando vio que se movía, y yo seguí a la enfermera al pasillo.
—Lana —dijo mostrándome un portapapeles donde estaba escrito su nombre—. Se llama Lana.
—Lana —dije, las lágrimas corrían por mis mejillas—. Claro.
Se me puso la piel de gallina.
Nunca sabría qué palabras salieron de sus labios cuando volvieron a verse después de toda una vida. ¿Se besaron? ¿Lloraron por los años que habían perdido? Pero, supongo que en realidad nada de eso importaba. «Tenía que ver a su hija. Tenía que ver a su Esther una vez más.»
—¿Se encuentra bien? —preguntó la enfermera poniéndome una mano en el hombro.
—Sí —dije sonriendo—. ¡Sí!
Me senté en una silla plegable de metal, en el pasillo, delante de la habitación de Elliot. Las luces fluorescentes silbaban por encima de mi cabeza y el ambiente olía a café viejo y a Lysol. Abrí mi bolso y saqué mi ordenador, con una determinación y una claridad en mis ideas que no había sentido en años. Miré el brillo del cursor sobre la pantalla en blanco. Pero esta vez era distinto. Ahora sabía cómo iba a terminar la historia de Esther. Sabía cómo empezaba y sabía cómo terminaba. Sabía cuáles eran las palabras, cada una de ellas.
Pero, cuando el reloj digital del pasillo marcó las 23:59 horas, me di cuenta de que antes tenía que escribir otra historia. Era primero de abril, un nuevo día, un nuevo mes y el comienzo de una nueva historia, mi historia, y no podía esperar, me moría por empezar a escribirla.