3

No me molesté en cambiarme de ropa ni en peinarme, algo que con toda seguridad habría hecho en Nueva York. Me puse encima un jersey, me calcé un par de botas de goma color verde militar, que Bee siempre guardaba en el cuarto destinado a los zapatos y la ropa de playa o del jardín.

Caminar por la arena mojada tiene algo curiosamente terapéutico; la sensación de blandura fangosa debajo de los pies le envía al cerebro la señal de que está bien abandonarse por un rato. Eso fue lo que hice aquella mañana. No me reñí las veces que mi mente volvió a Joel y a los mil recuerdos de nuestra vida juntos que resurgían al azar. Pisé con mis botas el caparazón agujereado de un cangrejo y lo aplasté en mil pedazos.

Levanté una piedra y la lancé al agua, tan lejos como pude. «Mierda. ¿Por qué nuestra historia tiene que terminar así?» Cogí otra piedra, y luego otra y otra, lanzándolas con violencia a las aguas del estrecho, hasta que me desplomé sobre un pedazo de madera que había allí tirada. «¿Cómo ha podido? ¿Cómo he podido?» A pesar de todo, había una pequeña parte de mí que deseaba recuperarlo, y me odiaba a mí misma por ello.

—Nunca vas a conseguir que una piedra salte si la lanzas de esa forma.

Me sobresalté al oír una voz de hombre. Era Henry, que venía caminando despacio hacia mí.

—¡Ah, hola! Solo estaba… —dije, cohibida.

¿Había presenciado mi rabieta? ¿Desde cuándo?

—… Jugando a las cabrillas —dijo—. Pero tu técnica, querida, es completamente errónea.

Se agachó y recogió un guijarro liso y fino como un dólar de arena y lo puso a contraluz examinando cada uno de sus ángulos.

—Sí —dijo—, este servirá —me miró y añadió—: Bien, ahora lo coges de esta forma y luego dejas que tu brazo suba y baje con fluidez como cuando derrites mantequilla.

Lanzó el guijarro a la orilla y pasó rasando sobre la superficie del agua, pero rodó dando seis pasitos de baile, y se hundió.

—¡Caray! —dijo—. Estoy perdiendo el pulso. Seis es muy poco.

—¿De veras?

—Claro —dijo—. Mi récord fueron catorce.

—¿Catorce? No lo dices en serio.

—Como que estoy vivito y coleando —exclamó, poniéndose la mano sobre el corazón, como un chico de once años. O un miembro de un grupo de Scouts—. Fui campeón de cabrillas de la isla.

No tenía ganas de reírme, pero no pude contenerme.

—¿Hacían competiciones de cabrillas?

—¡Claro que sí! —exclamó—. Ahora, prueba tú.

Busqué en la arena y encontré un guijarro plano.

—Aquí va —dije, revoleando el brazo y lanzándolo. La piedra pegó en el agua y se hundió—. ¿Lo ves? Soy muy mala.

—No —dijo—. Te hace falta práctica, es todo.

Sonreí. Tenía un rostro arrugado y seco como un libro antiguo encuadernado en piel. Pero sus ojos… bueno, me decían que en algún recoveco de aquella sonrisa anidaba un hombre joven.

—¿Te apetecería un café? —preguntó señalando una casita blanca que se veía al otro lado del malecón. Le chispeaban los ojos.

—Sí —dije—, excelente idea.

Subimos por los peldaños de cemento que desembocaban en un sendero cubierto de musgo. El caminito jalonado por seis piedras nos llevó a la entrada de la casa de Henry, a la sombra de dos gigantescos cedros viejos que montaban guardia.

Abrió la puerta mosquitera, cuyo chirrido rivalizó con el grito chillón de las gaviotas en el tejado, las cuales, enfadadas, se echaron a volar hacia el mar.

—Debería reparar esta puerta —dijo, limpiándose las botas en el porche antes de entrar. Lo seguí e hice lo mismo.

El calor del fuego que ardía y crepitaba en la sala me devolvió el color a las mejillas.

—Ponte cómoda —me dijo—. Voy a preparar el café.

Dije que sí con la cabeza y me acerqué a la chimenea, sobre cuya repisa de caoba oscura había un montón de conchas marinas, guijarros relucientes y fotos en blanco y negro enmarcadas con sencillez. Una de las fotos me llamó la atención. Era el retrato de una mujer con el pelo rubio ondulado y peinado como se usaba en la década de 1940. Irradiaba glamour, como una modelo o una actriz, de pie en la playa, con el viento que le pegaba el vestido al cuerpo, resaltando sus pechos y su fina cintura. Había una casa al fondo, la casa de Henry, y los cedros, mucho más pequeños, pero reconocibles. Me pregunté si habría sido su esposa. Su pose era demasiado sugestiva como para ser su hermana. Quienquiera que fuese, Henry la adoraba. No me cabía duda.

Se acercó con dos jarros de café, uno en cada mano.

—Es hermosa —dije, cogiendo la foto y sentándome en el sofá para verla más de cerca—. ¿Tu esposa?

Mi pregunta pareció sorprenderle.

—No —contestó sin más.

Me alcanzó un jarro y permaneció de pie pasándose los dedos por la barbilla, como hacen los hombres cuando se sienten confundidos o inseguros por algo.

—Perdona —dije, volviendo a colocar rápidamente la fotografía sobre la repisa—. No ha sido mi intención entrometerme.

—No, no —dijo, y sonrió—. Es una tontería, supongo. Han pasado ya más de sesenta años, es lógico pensar que puedo hablar de ella.

—¿Ella?

—Fue mi novia —prosiguió—. Nos íbamos a casar, pero… las cosas no fueron bien. —Hizo una pausa, como si cambiara de idea—. Probablemente no debería…

Ambos nos miramos al oír un golpe en la puerta.

—¿Henry? ¿Estás en casa?

Era una voz de hombre.

—Es Jack —me dijo Henry, como si yo lo conociera.

Desde el salón vi que abría la puerta y entraba un hombre de cabello oscuro de más o menos mi edad. Era alto, tan alto que tuvo que agacharse un poco cuando entró a la casa. Vestía tejanos y un jersey de lana gris, y, aunque era de mañana, una sombra apenas visible en el mentón indicaba que aún no se había afeitado ni duchado.

—Hola —dijo, un poco tímido cuando sus ojos encontraron los míos—. Soy Jack.

Henry habló por mí.

—Es Emily. Ya sabes, la sobrina de Bee Larson.

Jack me miró, y luego se dirigió a Henry:

—«¿La sobrina de Bee?»

—Sí —confirmó Henry—. Ha venido a visitarla y se quedará todo el mes.

—Bienvenida —dijo Jack, tirando del puño de su jersey—. Lo siento, no quería interrumpiros. Estaba cocinando y en la mitad de mi receta me di cuenta de que no tenía huevos. ¿Tendrías dos?

—Claro —dijo Henry y se dirigió a la cocina.

Cuando Henry se marchó, mis ojos encontraron los de Jack, pero rápidamente miré hacia otro lado. Se frotó la frente. Yo, nerviosa, me puse a jugar con la cremallera de mi jersey. El silencio era tan pesado y agobiante como la arena sucia de la playa que se veía por la ventana.

Resonó una zambullida en el agua. Me asusté y me golpeé el pie con el canto de la mesa, mientras miraba impotente cómo el vasito blanco que estaba apoyado sobre una pila de libros se caía al suelo y se partía en cuatro.

—¡Oh, no! —exclamé, moviendo la cabeza, preocupada porque había roto una de las reliquias de Henry y también por sentirme turbada en presencia de Jack.

—Ven, te ayudaré a ocultar la prueba —dijo sonriendo. Y me agradó inmediatamente.

—Soy la mujer más torpe del mundo —dije, tapándome la cara con las manos.

—Yo soy el hombre más torpe del mundo —comentó, remangándose el jersey para enseñarme un morado azul y negro.

Sacó de su bolsillo una bolsa de plástico y con precaución recogió los pedazos del vaso.

—Luego los pegaremos —añadió.

Me reí.

Henry regresó con una caja de huevos y se la dio a Jack.

—Siento la demora, he tenido que ir a buscarlos al frigorífico del garaje —explicó.

—Gracias, Henry —dijo Jack—. Te los debo.

—¿No te quedas?

—No puedo —dijo—. Tengo que volver a casa, de verdad, pero, gracias —me dirigió una mirada cómplice—. Encantado de conocerte, Emily.

—Encantada, Jack —dije, pensando que era una lástima que tuviera que irse tan pronto.

Henry y yo lo miramos por la ventana alejarse en dirección de la playa.

—¡Qué tío más raro este Jack! —dijo—. Tengo en mi salón a la chica más bonita de la isla y él no puede quedarse ni a tomar un café.

Sentí que me sonrojaba.

—Eres demasiado generoso —dije—. ¡Mírame! Acabo de salir de la cama.

Me guiñó un ojo.

—Lo he dicho en serio.

—Eres un sol —dije.

Conversábamos bebiendo una segunda taza de café, cuando un vistazo a mi reloj me confirmó que habían transcurrido casi dos horas.

—Debería marcharme —dije—, Bee empezará a preocuparse.

—Sí, claro —contestó.

—Te veré en la playa.

—Cualquier día de estos, si pasas por aquí, ven a verme, por favor —dijo.

Había bajado la marea, desvelando su capa oculta de vida sobre la arena. Me fui andando, recogiendo del suelo conchas y grandes pedazos de algas vivas color verde esmeralda, y sacándoles las burbujas de aire de la piel fina, como acostumbraba en los veranos de tantos años atrás. Una piedra centelleó al sol y me arrodillé para cogerla, que fue cuando oí pisadas detrás de mí. Las pisadas de un animal y luego un grito.

—¡Russ! ¡Ven aquí, chico!

Me volví y se me echó encima con la fuerza de un defensor de la Liga Nacional de Fútbol.

—¡Vale, vale! —grité, tratando de evitar sus lametazos en mi cara.

—Lo siento —dijo Jack—. Se escapó por la puerta trasera. Espero que no te haya asustado. Es inofensivo, a pesar de sus ochenta kilos.

—Estoy bien —dije sonriendo, sacudiéndome la arena de los pantalones, y me arrodillé para saludar correctamente al chucho.

—Y tú debes de ser Russ —dije—. Encantada de conocerte, chico. Soy Emily.

Miré a Jack.

—Voy a casa de Bee.

Jack agarró la correa sujeta al collar de Russ.

—No vuelvas a repetir la proeza, chico… —le dijo al perro. Y luego a mí—: Te acompaño, vamos en la misma dirección.

Transcurrió un minuto, tal vez un poco más, antes de que alguno de los dos hablara. Yo estaba entretenida con el ruido de nuestras botas pisando los guijarros de la playa.

—¿Así que vives aquí, en Washington? —preguntó Jack.

—No —contesté—. En Nueva York.

—Nunca he estado allí.

—¡Bromeas! —exclamé—. ¿Cómo que nunca has estado en la ciudad de Nueva York?

Se encogió de hombros.

—Supongo que no he tenido motivos para ir. He vivido aquí toda mi vida. Nunca he pensado en irme.

Asentí con la cabeza, mirando la vasta extensión de playa.

—Bueno, te diré que ahora, de vuelta otra vez en la isla —hice una pausa y miré a mi alrededor—, me pregunto por qué me fui. En este preciso instante no añoro en absoluto Nueva York.

—¿Y qué te trae por aquí este mes?

«¿No le dije antes que he venido a visitar a mi tía? ¿No fue suficiente explicación?» No iba a explicarle que estaba huyendo de mi pasado, algo que, en cierto sentido, era cierto, o que intentaba imaginar mi futuro, o, ¡eso no, por Dios!, que acababa de divorciarme. En cambio, respiré hondo y dije:

—He venido a documentarme para mi próximo libro.

—Ah —dijo—, ¿eres escritora?

—Sí —repuse, tragando saliva.

No me gustó la suficiencia de mi tono de voz. «¿Podía realmente referirme a este viaje como a un trabajo de investigación?» Como de costumbre, en cuanto empecé a hablar de mi carrera, me sentí vulnerable.

—¡Qué bien! —dijo—. ¿Qué escribes?

Empecé a contarle acerca de Llamando a Alí Larson y Jack, de repente, se detuvo y dijo:

—¡Vaya! Con ese libro hicieron una película, ¿verdad?

Dije que sí con la cabeza.

—¿Y tú? —pregunté, ansiosa por cambiar de tema—. ¿A qué te dedicas?

—Soy artista —contestó—. Pintor.

Abrí muy grandes los ojos.

—¡Fantástico! Me encantaría ver tu trabajo.

Mientras lo decía, sentía que me ardían las mejillas. «¿Por qué era tan torpe, tan grosera? ¿Acaso me he olvidado de cómo hablar con un hombre?»

En lugar de agradecer lo que yo acababa de decirle, una media sonrisa iluminó su cara y pateó la arena desenterrando un pedazo de madera.

—Mira cómo está la playa, ¿te lo puedes creer? —dijo, señalando la basura desparramada a lo largo de la orilla—. Debió de haber tormenta anoche.

Me encantaba la playa después de las tormentas. Cuando yo tenía trece años, el mar arrojó a esa misma playa una bolsa de banco que contenía trescientos diecinueve dólares exactamente —lo sé porque conté cada uno de los billetes—, y un revólver que se había llenado de agua. Bee llamó a la policía, que siguió la pista de aquellos vestigios hasta el robo de un banco ocurrido diecisiete años antes. «Diecisiete años.» El estrecho de Puget es como una máquina del tiempo: oculta cosas y luego las arroja a sus costas en el tiempo y lugar que mejor le parece.

—Dices, pues, que has vivido aquí, en la isla, toda tu vida. Entonces, seguro que conoces a mi tía.

—¿Conocerla? Es una manera de decirlo.

Nos encontrábamos a pocos pasos de la casa de Bee.

—¿Quieres pasar? —pregunté—. Podrías saludar a Bee.

Titubeó, como si recordara algo o a alguien.

—No —dijo, entrecerrando los ojos mientras alzaba la vista mirando con recelo las ventanas—. No, mejor no.

Me mordí el labio inferior.

—De acuerdo —repliqué—. Bueno, te veré un día de estos, entonces.

Ya está, me dije mientras me encaminaba a la puerta trasera. «¿Qué fue lo que lo puso tan incómodo?»

—¡Espera, Emily!

Jack me gritó desde la playa instantes después.

Me volví.

—Perdona —dijo—, me falta práctica. —Se apartó de los ojos una mecha oscura y el viento volvió a ponerla donde estaba—. No sé, ¿te gustaría venir a cenar —dijo—, a mi casa? ¿El sábado, a las siete?

Me quedé mirándolo, sin atinar a abrir la boca. Me tomó unos segundos recuperar la voz, y mi cabeza.

—Me encantaría —dije, asintiendo con la cabeza.

—Hasta el sábado, Emily —repuso, con una amplia sonrisa.

Yo había notado que Bee nos observaba desde la ventana, pero cuando entré a la casa después de pasar por el cuartito donde dejábamos los zapatos, ella había vuelto al sofá.

—Veo que has conocido a Jack —dijo, con la mirada puesta en su crucigrama.

—Sí —contesté—. Esta mañana, en casa de Henry.

—¿En casa de Henry? —dijo, levantando la vista—. ¿Y qué hacías tú allí?

—Salí muy temprano a caminar y me encontré con él en la playa —dije, afectando indiferencia—. Me invitó a tomar un café.

Bee parecía preocupada.

—¿Qué sucede? —pregunté.

Apoyó el lápiz y me miró.

—Ten cuidado —dijo—, especialmente con Jack.

—¿Cuidado? ¿Por qué?

—Las personas no siempre son lo que aparentan —dijo, metiendo sus gafas de leer en el estuche de terciopelo azul que guardaba en la mesilla junto al sofá.

—¿Qué quieres decir?

Hizo caso omiso de mi pregunta, en esa forma tan característica de ella.

—Bueno, ya son las doce y media —suspiró—. Es la hora de mi siesta.

Se sirvió media taza de jerez.

—Mi medicina —me explicó guiñándome un ojo—. Te veré por la tarde, cariño.

Era evidente que había algo entre Bee y Jack. Lo había adivinado en el rostro de él y lo había advertido en la voz de ella.

Me recliné contra el respaldo del sofá y bostecé. Tentada por la deliciosa perspectiva de una siesta, fui al cuarto de invitados, me eché en la cama grande y me tapé con el edredón rosa que la cubría. Cogí la novela que había comprado en el aeropuerto, pero luego de batallar con dos capítulos tiré el libro al suelo.

Liberé mi muñeca de la presión del reloj de pulsera —no puedo dormir con adornos de ninguna clase— y abrí el cajón para guardarlo en la mesita de noche. Pero, cuando iba a meterlo dentro, toqué algo.

Era un cuaderno, una suerte de diario. Lo cogí y pasé mi mano por el lomo. Era antiguo, y su curiosa tapa de terciopelo rojo estaba muy gastada, deshilachada. Al tocarlo instantáneamente me sentí culpable. ¿Y si se trataba de un antiguo diario de Bee? Me estremecí y lo volví a poner con cuidado en su sitio dentro del cajón. Pero al cabo de unos instantes tenía otra vez el diario en mis manos. Era demasiado irresistible. «Una ojeada a la primera página, nada más.»

Las hojas, amarillentas y quebradizas, poseían esa pureza prístina que solo puede otorgar el paso del tiempo. Examiné deprisa la primera en busca de un indicio, y lo encontré en el ángulo inferior derecho: CUADERNO DE EJERCICIOS MANUSCRITOS, en letras de imprenta negras, y la frase habitual concerniente al editor. Me acordé de un libro que había leído hacía mucho tiempo, en el cual un personaje de comienzos del siglo XX se servía de un cuaderno similar para escribir una novela. «¿Es el borrador de una novela o un diario íntimo?» Fascinada, pasé la página, extinguiendo mis sentimientos de culpa con ingentes cantidades de curiosidad. «Solo una página más y lo devuelvo a su lugar.»

Me dieron palpitaciones cuando leí, en la página siguiente, las palabras escritas con la más hermosa caligrafía que había visto en mi vida: «La historia de lo que sucedió en la pequeña ciudad de una isla en 1943.»

Bee nunca había escrito, al menos que yo supiera. ¿Tío Bill?

No, era ciertamente una letra de mujer. ¿Por qué estaba allí… en aquel cuarto rosa? ¿Y quién se había olvidado de firmarlo, y por qué?

Respiré hondo y pasé la página. «¿Qué mal podía haber en seguir leyendo unos renglones?» Al comenzar el primer párrafo, ya no pude resistirme.

Nunca fue mi intención besar a Elliot. Las mujeres casadas no se comportan así, al menos no las casadas como yo. Pero había marea alta y soplaba una brisa fresca, y los brazos de Elliot envolvían mi cuerpo como un chal abrigado y me acariciaban donde no debían, y ya no pude seguir pensando en otra cosa. Era como antes. Y, a pesar de que yo estaba casada y que las circunstancias habían cambiado, mi corazón se las había arreglado para quedarse fijado en el tiempo —congelado, como si hubiera estado esperando aquel momento— el momento en que Elliot y yo pudimos volver a este lugar. Bobby nunca me abrazó así. O quizá sí, pero si lo hizo sus caricias no me provocaban esta especie de pasión, esta especie de fuego.

Y, sí, nunca me propuse besar a Elliot aquella fría noche de marzo y tampoco planifiqué las cosas inconfesables que sucedieron después, la cadena de hechos que serían mi perdición, nuestra perdición. Pero esta fue la cadena de hechos que empezó en el mes de marzo de 1943, hechos que cambiarían para siempre mi vida y las vidas de los que me rodeaban. Mi nombre es Esther y esta es mi historia.

Levanté la vista. «¿Esther? ¿Quién es Esther? ¿Acaso un pseudónimo? ¿Un personaje de ficción?» Oí que llamaban a la puerta e instintivamente tiré del edredón para esconder el cuaderno que estaba leyendo.

—¿Sí? —pregunté.

Bee abrió la puerta.

—No puedo dormir —dijo, restregándose los ojos—. ¿Por qué no salimos y vamos al mercado?

—Claro —dije, aunque en realidad lo que quería era quedarme y seguir leyendo.

—Cuando estés lista ven a encontrarme fuera, en la puerta principal —dijo, mirándome durante unos segundos, más de lo debido, antes de apartar los ojos.

Empezaba a tener la sensación de que la gente de la isla ocultaba un gran secreto, uno que nadie entre ellos tenía la menor intención de compartir conmigo.