16
16 de marzo
A la mañana siguiente me desperté temprano, demasiado, pues me había pasado la mitad de la noche en vela preguntándome si no habría un fantasma en la casa. Cuando sonó el teléfono, pasadas las ocho, casi me da un infarto.
—¿Diga?
—Hola, ¿con quién hablo?
Era un hombre, con una voz cavernosa y grave, de persona mayor, que no reconocí.
—Deseo comunicarme con la señorita Emily Wilson —dijo.
—Habla usted con ella —contesté—. ¿Quién es?
Carraspeó.
—Elliot Hartley.
Por poco se me cae el teléfono. Pero sujeté el receptor, como si se me fuera en ello la vida, temerosa de que desapareciera nuevamente entre las hojas del cuaderno, donde se había quedado para siempre.
—Sí —dije—, soy Emily.
—Espero no molestarla, pero…
—No, no —dije—, no me molesta en absoluto.
—Bien —dijo—; la llamo para saber si podríamos vernos. Me gustaría hablar con usted personalmente.
«¿Cómo me ha encontrado? ¿Dónde está? ¿Vive Esther todavía? ¿Se habrá enterado de que estoy leyendo el libro? ¿Se lo habrá dicho Evelyn?»
No me pareció apropiado hacerle esas preguntas por teléfono.
—Muy bien —dije—, quiero decir, excelente, me parece una excelente idea. Tenía la esperanza de que alguna vez nuestros caminos se cruzaran.
—¿Puede venir a visitarme hoy? —preguntó—. Querría conversar con usted sobre algunas cosas.
—Sí —contesté rápidamente.
Me dio su dirección. En Seattle.
—Cogeré el próximo ferry —dije.
—Emily, aguarde —dijo—, usted sabe quién soy yo, ¿verdad?
—Sí, Elliot, lo sé. Usted es el hombre que amó mi abuela.
El taxi me dejó en la terminal de transbordadores y al llegar al muelle me di cuenta de que no le había avisado a Jack de que ese día no lo acompañaría a visitar a su abuelo. Pero, después de lo sucedido por teléfono la noche anterior, me pareció que no tenía importancia.
Cuando me encontré a bordo, pensé mucho en Esther. «¿Habría huido? Si fue así, entonces, ¿dónde estaba? De lo contrario, si las circunstancias de su muerte —tragué saliva— habían sido turbias, ¿por qué nadie encontró su cadáver?»
Repasé mentalmente la lista de personas que rodeaban a Esther. Mi abuelo, sin duda, tenía un motivo: rabia, venganza, celos, quién sabe. Pero, por mucho que intentara atar cabos, no veía cómo podía haberlo hecho. ¿Y la pequeña, probablemente mi madre, la dejó sola cuando salió a perseguir a Esther? Era posible, aunque no probable.
No cabía pensar en Frances ni en Rose, aunque, ¿por qué no? Hacia el final de la historia había algo poco claro referente a la relación de Esther con Frances, y la última noche, cuando Esther vio a Frances con Elliot, tal vez sucediera algo terrible bajo la luz de la luna. «A lo mejor Frances la había agredido.» Quién sabe.
El ferry entraba a puerto y yo me uní a los demás pasajeros que hacían cola para desembarcar. Cuando bajé del barco tenía el estómago revuelto de los nervios ante la perspectiva de conocer finalmente a Elliot.
Le hice señas a un taxi y le di la dirección al chófer. Elliot me había dicho que el Hogar de Ancianos Reina Ana no quedaba lejos del centro. Era cierto. Cinco minutos después, pagué y me encontré frente al edificio. No estaba muy lejos del lugar adonde Greg solía llevarme en verano. Me había invitado a mi primer café con leche en una cafetería situada a una manzana de allí.
—Vengo a ver al señor Elliot Hartley —le dije al hombre sentado detrás del mostrador de la recepción, en el vestíbulo.
Miró en una tabla sujetapapeles y se mostró desconcertado.
—Lo siento, señora, pero no hay nadie aquí con ese nombre —me explicó.
Sentí que las palmas de mis manos se humedecían y que me latía con fuerza el corazón.
—¿Qué quiere decir? Debe de haber un error. Acabo de hablar con él y me ha dicho que vive aquí, en —miré el número de la habitación que llevaba anotado en un papelito— la habitación 308.
El hombre se encogió de hombros.
—Me gustaría poder ayudarla —dijo—, pero su nombre no figura en esta lista.
«¿Se estará alguien burlando cruelmente de mí?»
—Aguarde —insistí, sin ánimo de renunciar—, ¿puede volver a comprobarlo?
En ese momento salió una mujer de detrás de un tabique.
—Ed —dijo—, ¿hay algún problema?
El hombre volvió a encogerse de hombros.
—Pregunta por un residente que no vive aquí.
Se acercó al mostrador y me miró inquisitivamente.
—¿A quién busca?
—Se llama Elliot Hartley —contesté.
—Bien; veamos.
Le quitó a Ed la tabla de las manos y la revisó durante unos segundos antes de mirarme nuevamente, con el ceño fruncido.
—El problema es que han vuelto a tocar mi archivo Excel. Han impreso este por error. Y falta la última hoja. Debe de estar aún en la impresora.
Suspiré aliviada al ver que había esperanza.
—Gracias por verificarlo —dije.
Regresó al cabo de unos instantes con un papel en la mano y una sonrisa en la cara.
—Sí, está aquí —dijo—. Habitación 308. Ed es nuevo y aún no conoce a los residentes por sus apellidos. Además, el señor Hartley no se registró conmigo, probablemente porque aquí todo el mundo lo llama Bud.
—¿Bud? —dije.
—Una de las enfermeras le puso el sobrenombre y le quedó —explicó la mujer.
—Puedo acompañarla hasta su apartamento, si lo desea —dijo Ed.
Probablemente se sentía avergonzado por el error que había cometido.
—Muchas gracias —dije.
Fuimos por un largo pasillo hasta un ascensor. Ed apretó el botón «3» y el viejo ascensor se elevó a la tercera planta. Cuando la puerta se abrió, Ed bajó, pero yo no me moví.
—Señora —dijo—, aquí es.
—Lo sé —dije—, creo que estoy un poco nerviosa.
—¿Por qué, si solo viene a visitar a su abuelo? —preguntó desconcertado.
Moví la cabeza y di un paso para salir del ascensor, como si fuera me aguardara un peligro. El vestíbulo olía a libros y a olla quemada.
—No es mi abuelo, pero supongo que podría llamarlo así.
Ed volvió a encogerse de hombros. Debió de pensar que yo estaba loca. Pero ¡vaya!, en cierto sentido también yo creía haberme vuelto loca.
Señaló una puerta.
—Trescientos ocho —dijo—. Buena suerte.
Me quedé un rato delante del apartamento 308, incapaz de llamar a la puerta. Lo único que atinaba a pensar era que me encontraba allí, en el umbral de la casa de Elliot Hartley. ¿Qué aspecto tendrá? Cerré los ojos un instante y vi el rostro de Jack. Se me ocurrió pensar que durante todo el tiempo que había estado leyendo aquel diario me había representado a Elliot con la cara de Jack. Me estremecí y levanté la mano para llamar a la puerta.
Oí movimientos en el interior y alguien que se acercaba. La puerta se abrió, despacio, y apareció un hombre. Era apuesto, pero no como cuando uno lo dice refiriéndose a un hombre de ochenta años muy bien conservado, sino simple y llanamente apuesto, incluso a pesar de su escaso cabello gris y su piel arrugada.
—Me alegro mucho de que haya venido —dijo.
Se apoyó en el marco de la puerta y se quedó mirándome, con sus ojos oscuros, cálidos, como probablemente miraba a mi abuela.
—Cuando la vi en el cementerio supe que usted era su nieta —dijo—. No fue necesario que Jack me lo dijera. Lo supe en el acto.
Sentí que me ardían las mejillas. «Claro, Elliot es el abuelo de Jack. ¿Cómo no até cabos desde el principio? ¡Qué estremecedor, maravilloso y desconcertante era todo!»
—El parecido es notable —dijo, demorándose unos instantes más—. Es como si la estuviera mirando a «ella».
Sonreí, nerviosa, pero me callé.
—¡Pero, qué barbaridad, yo aquí hablando —dijo—, pase, por favor!
Su apartamento era pequeño y limpio. Disponía de cocina y un diminuto comedor contiguo al salón, con espacio suficiente como para que hubiera un sofá pequeño y dos butacas. Del otro lado había un dormitorio y un baño.
—Tome asiento, por favor —dijo señalando la butaca junto a la ventana.
Pero yo me dirigí a una pared cubierta de fotos enmarcadas, en su mayoría eran fotografías de niños pequeños y retratos de la familia, pero me llamó la atención un retrato de boda en blanco y negro, el de Elliot con su prometida, una mujer que a todas luces no era Esther.
—Su esposa —le dije—. ¿Aún vive?
Dijo que no con la cabeza.
—Falleció hace once años.
No pude detectar en su voz nada que me dijera si la había amado, o si la echaba de menos, pero, a decir verdad, yo solo le había hecho una pregunta y él me había contestado.
—Lo que querría usted saber en realidad es si yo amaba a mi esposa —dijo—, si la amaba como amé a su abuela.
Era precisamente eso lo que quería saber, pero no me atrevía a preguntárselo.
Asintió.
—Amé a Lillian, sí. Pero con ella fue distinto. Era mi compañera. Su abuela era mi alma gemela.
Se me antojó que estaba mal, que era una blasfemia, inclusive, hablar así de una esposa muerta. Me preguntaba si Lillian había llegado a aceptar el hecho de que, después de Esther, ella ocupaba el segundo lugar. Si yo no hubiese leído el diario y comprobado por mí misma la profundidad de aquel amor, supongo que no lo habría entendido.
Antes de sentarme, me fijé en un estante de la biblioteca. Entre una Biblia y una novela de Tom Clancy vi el lomo azul oscuro de un libro. Me dio un vuelco el corazón cuando estiré la mano para cogerlo.
—¿Me permite? —pregunté mirando a Elliot.
Antes de ver las letras doradas del título sobre el lomo, ya sabía que era Años de gracia.
—Ella adoraba ese libro —dijo Elliot, y su voz sonó distante—. Después… bueno, después de que sucediera todo aquello, lo leí muchas veces. Pensé que si llegaba a comprender a los personajes, tal vez podría comprender a Esther —suspiró—. Pero luego todo se mezcló, se volvió borroso, como sucede con una historia cuando uno la lee muchas veces, demasiadas, a lo largo de la vida.
—Elliot —dije, sentándome en el sofá—. ¿Qué ocurrió? ¿Qué le pasó a mi abuela?
—Sé que usted desea comprender —dijo—, y es la razón por la que le he pedido que venga aquí hoy.
Se puso de pie y se dirigió a la cocina.
—¿Un té?
—¡Cómo no! —contesté.
Llenó con agua una tetera eléctrica y la enchufó.
—Permítame empezar diciéndole que nadie podía hacer cambiar de idea a su abuela. Era apasionada y muy tenaz. Determinada. Cuando se le ponía algo en la cabeza, no había vuelta atrás.
Me enderecé en mi asiento. Pensé un segundo en Jack y en lo sucedido la noche anterior. ¿Y si yo lo había interpretado mal? ¿He sacado conclusiones precipitadas, como hizo Esther? ¿Estoy genéticamente programada para repetir la historia?
—Su abuela y yo estábamos comprometidos —prosiguió Elliot—. Reduje mis gastos, ahorré dinero y me endeudé hasta el cuello para comprarle aquel anillo. Pero hubo un malentendido. Creyó que yo salía con alguien, con otra mujer, en Seattle.
—¿Era cierto?
Me miró horrorizado.
—De ninguna manera. La mujer con quien ella me vio era una vieja amiga, dueña de un apartamento en Seattle. Se había comprometido para casarse y me lo iba a vender muy por debajo del precio de mercado. Su abuela siempre quiso tener un piso en Marion Street, con ventanales y un montaplatos. Aquel piso era algo especial. Yo quería darle la sorpresa el día de nuestra boda, pero se me adelantó.
—¿Por qué no se lo explicó? ¿Por qué no le contó lo de la sorpresa?
—Lo intenté —contestó—. Pero no había manera de razonar con Esther.
Recordé la escena descrita en el diario, la ira en la voz de Esther, la desesperación en sus ojos, allí, en la calle. O fue así como yo la imaginé.
—Entonces, ¿ella rompió el compromiso y todo se acabó?
—Sí, así fue como sucedió.
Lo vi abatido, como si tuviera aún la herida abierta, como si, después de sesenta y cinco años, siguiera sin entender qué fue lo que salió mal y por qué, y si hubiera podido hacer algo para cambiar el curso de los acontecimientos.
—¿Y se casó con otro hombre?
—Lo hizo —repitió, mirándose las manos, apoyadas una encima de la otra, sobre sus rodillas—. Estuve enfadado con ella durante mucho tiempo y se lo hice pagar. Salí con la mitad de las mujeres de Seattle y las llevaba a la isla para pavonearme con ellas, con la esperanza de que Esther me viera o lo supiera. Pero ni se enteró, y yo me alisté y partí a la guerra. Sin embargo, tampoco allá podía escapar de ella. Me atormentaba el corazón en el Pacífico Sur. Ella era en lo único que yo pensaba. Era mi único sueño. La llevaba en cada fibra de mi ser.
—Pero usted le envió cartas desde el frente, ¿verdad?
—Una sola vez —dijo, la voz ahogada de emoción—. Me preocupaba que su marido pudiera encontrarlas. No quería inmiscuirme, pero tenía que explicarle cuáles eran mis sentimientos, en caso de que yo no fuera a regresar.
—Sé lo que sucedió cuando usted volvió —dije.
—¿Lo sabe?
—Sí —contesté—. Leí la historia.
—¿Qué historia?
—La historia de su vida, la que ella escribió en su diario de tapas de terciopelo rojo. ¿No lo sabía?
—No —respondió—. Pero no me sorprende. Esther escribía historias muy bonitas, todo el tiempo. Anhelaba ser escritora. Una escritora profesional —hizo una pausa, y añadió—: Esa historia, ¿puedo verla?
—No la traje conmigo —dije—, pero le puedo enviar una copia.
—¿Lo haría?
—Por supuesto. No veo por qué ella no hubiera querido que usted la leyera. Ella lo amaba, incluso después… —me asaltó la duda de si debía o no contarle algunos pormenores—. Tal vez usted pueda ayudarme a resolver la cuestión de las personas involucradas en la historia.
—Lo intentaré, Esther.
Me quedé muda.
—Elliot, acaba de llamarme Esther: soy Emily.
Sacudió la cabeza.
—Lo siento —dijo, como regañándose a sí mismo—. Es que, con tantos recuerdos…
—Está bien —respondí—. En el diario, a sus mejores amigas las llama Frances y Rose. ¿Podrían ser, tal vez…?
—Evelyn es Rose —dijo Elliot sin titubear—. ¿No vio usted el programa de su servicio fúnebre? Su segundo nombre es Rose. En aquella época todo el mundo la llamaba así. Y Frances es…
—Mi tía —dije—. Es mi tía, ¿no?
—Sí —dijo—. En esa época ella usaba el nombre de Frances, que es el suyo. Empezaron a llamarla Bee muchos años más tarde.
—Entonces, usted… —hice una pausa para medir mis palabras— ¿usted y mi tía fueron…?
Sabía exactamente de lo que estaba hablando y no hizo nada por negarlo. El silencio, que se prolongó unos instantes, mientras él ordenaba sus pensamientos, me confirmó que entre ellos había habido una cuestión complicada. Empecé a entender, en pequeña medida, el bagaje emocional que mi tía había cargado durante tantos años. Lo estaba viendo descargarse ahora, en los ojos de Elliot.
Suspiró, como deseando que nuestra conversación no fuera sobre Bee, ni tener, dado que su nombre había surgido, más remedio que contarme toda la historia.
—Para mí no existía ninguna otra mujer más que Esther. Todas las demás eran puro teatro. Pero Frances… —hizo una pausa—. Frances era diferente. No se parecía en nada a Esther y durante cierto tiempo me dejé llevar por eso. Su tía no tuvo la intención de enamorarse de mí, ni yo de ella tampoco. Me dijo un millón de veces que la horrorizaban sus sentimientos por el pretendiente de su mejor amiga. Ella quería muchísimo a Esther —prosiguió, y súbitamente una sombra de dolor apareció en su rostro—. Ambos la queríamos.
Calló y se miró las manos. Luego me miró y dijo:
—Su tía sufría con los altibajos entre Esther y yo, lo único que ella deseaba era nuestra felicidad. Puso a un lado su propia felicidad. Así era su tía. Pero hubo una época…
—¿Qué época?
—Cuando Esther rompió conmigo definitivamente, pensé, y como su tía estaba allí, yo permití que sucedieran cosas que no debieron suceder.
El silencio en la habitación era tan impresionante que podía oír el ruido de sus dedos al pasárselos por la barba que no se había afeitado en varios días.
—Fue la noche en que ella desapareció —dijo, y sus ojos se llenaron de lágrimas—. Ella fue a casa de su tía y nos vio por la ventana —cerró los ojos con fuerza—. Aún la veo allí. Puedo distinguir su rostro. Sus ojos. Su tristeza. Nuestra traición reflejada en su mirada.
—Lo sé —dije.
—¿Cómo lo sabe?
—Está todo en su diario —me acerqué a su butaca y me arrodillé a su lado—. No se culpe —le dije.
—¿Cómo no culparme? —dijo a través de las lágrimas—. Yo la traicioné. Pero, créame, si hubiera tenido la más mínima esperanza de que ella volvería conmigo, de que deseaba vivir conmigo… bueno, nunca habría estado allí. Aquella noche, aquella noche horrible. Todo habría sido tan distinto. Pero nuestros tiempos no coincidieron. Nuestros tiempos nunca coincidían.
Hundió la cara entre sus manos.
—Elliot —dije suavemente—, necesito saber lo que ocurrió aquella noche.
Movió la cabeza.
—Perdóneme —dijo—. Creí que podría hablar de todo esto. Creí que podría sacarme todo esto del pecho, pero no sé. No sé si puedo.
Miré mi regazo y me fijé en mis puños cerrados.
—Algo malo pasó aquella noche, ¿no es verdad, Elliot?
Movió la cabeza.
—Tiene que decírmelo —dije—. Por Esther.
Se miró las manos.
—Elliot —dije—. Solo respóndame. ¿Le ocurrió algo a ella esa noche? ¿Alguien le arrebató la vida a mi abuela?
Se cubrió la cara con las manos.
—¡Sí! —gritó—. Sí. Fui yo. Fuimos Bee y yo.