El placer del encuentro
¿De quién aprendí a amar tanto el amor? Es evidente que de mi madre, una mujer apasionadamente enamorada, dispuesta a sacrificar a sus hijos por una pasión. Pero también educadora en múltiples talentos. Primero, el de renunciar sin contemplaciones a la moral burguesa, expulsar el conformismo, dar rienda suelta a la imaginación más poética, basando todos los actos en una confianza innata en los mandamientos éticos derivados del imperativo categórico de Emmanuel Kant. Me enseñó sobre todo a ser feliz aunque sólo fuera para ser digno de ella, que sabía dar felicidad. A ser feliz, es decir, a adquirir la suficiente confianza en mí mismo como propagador de felicidad como para superar cualquier obstáculo entre el objetivo perseguido y el esfuerzo por alcanzarlo.
Si propongo a los que vienen detrás de mí, que es a quienes trato de dirigir este mensaje, que realicen a fondo el aprendizaje de la admiración y el amor, es porque lo considero el ejercicio humano más valioso.
Para hacer frente a los peligros que debemos prever se requerirán los recursos más antiguos de nuestra humanitas, los que salen a relucir en los momentos de fraternidad descritos por Régis Debray.
Pero es indudable que existe el peligro y no sólo por la increíble ceguera de los detentadores de riquezas que han convertido la economía en algo imposible de gestionar, enriqueciendo desmesuradamente a algunos y reduciendo a miles de millones de otros a la miseria, sino también por la otra ceguera que ha hecho de nuestras sociedades, a medida que progresaban, unas explotadoras desvergonzadas y sin freno de los recursos tardíamente reconocidos como limitados de este planeta único que debemos considerar nuestro hábitat.
Y a esos peligros por fin enumerados, descritos, comprendidos y denunciados por los pensadores y los poetas que admiramos puede y debe responder hoy, por parte de las generaciones en marcha, un sincero y profundo compromiso.
El gusto por la admiración… ¿Cómo lo aprendí? Es de nuevo una herencia materna. Un gusto recibido con toda naturalidad, inculcado sin esfuerzo. Mi madre era una mujer más admiradora que crítica. Una enamorada ferviente que a veces llevaba la admiración de sus amores más lejos de lo que sus destinatarios merecían. Pero a fin de cuentas también es esa tendencia a encontrar admirables ciertas relaciones lo que distingue a quien trata de establecer la diferencia entre lo mediocre y lo sublime. En el fondo todos tenemos una parte mediocre. Si la descubrimos al primer vistazo, no es muy divertido. Si sólo la descubrimos después de haber gozado de la parte admirable, es más estimulante para todos.
EL GUSTO POR LOS DEMÁS
La admiración, también la recibo. Descubro otra forma de ser escuchado y acogido. En el pasado el público siempre me recibió muy amablemente, sobre todo en las escuelas a las que me invitaban para hablar de la Resistencia o la deportación. Pero ahora me enfrento a otra forma de escucha y de admiración, que probablemente refleja hasta qué punto mis palabras han podido llegar al corazón de las vivencias y la desesperación de la gente.
En la calle personas que no me conocen se me acercan y me dicen: «¿Usted es Stéphane Hessel?». El efecto de la televisión, ¿no es cierto? Pero, sobre todo, una sensación muy fuerte de familiaridad.
Y para mí la impresión de que hoy puedo devolver lo que he recibido. No tengo más sabiduría que la que me prestan ni más influencia que la que me quieren conceder.
Esa «sabiduría», por otra parte, no es sólo mía; es en primer lugar la de todos los encuentros maravillosos que he tenido a lo largo de mi vida. Encuentros librescos, naturalmente, con el descubrimiento de los poetas (Apollinaire, Rilke, Hölderlin, Shakespeare, Baudelaire) y los filósofos (Hegel, Platón, Merleau-Ponty, Nietzsche, Parménides), con la lectura de esos libros que te abren tantos mundos nuevos como palabras justas tienen para describir lo real.
Y luego están los encuentros de persona a persona, ya sea en el calor de la amistad compartida o en la conversación. También he disfrutado de valiosísimos intercambios intelectuales y morales que me han enriquecido enormemente. He tenido la suerte de seguir este itinerario que, en Francia, es garantía de solidez y seriedad: hypokhágne, khagne, École Nórmale Supérieure, con profesores como Maurice Merleau-Ponty y Léon Brunschvicg.
En mí hay un interés natural por la filosofía, pero a la vez la tristeza de haber tenido que interrumpir mi aprendizaje por completo, de ser en la actualidad incapaz de leer con provecho textos de filosofía moderna porque, sencillamente, los conceptos ya no son aquellos a los que yo estoy habituado. A menudo me siento abandonado por los filósofos contemporáneos, y más cercano a autores de inspiración filosófica pero que no son literalmente «filósofos», a la manera de un Derrida, por ejemplo.
Un espíritu como el de Edgar Morin, que no es propiamente un filósofo sino un pensador, un sociólogo totalizante, me es más accesible; dicho esto, cuando contacto aunque sea de forma breve con alguien como Peter Sloterdijk, que es un filósofo profesional, me encuentro con una mirada lúcida sobre el mundo de hoy, abierta hacia lo que puede ser el mañana.
Retomemos el ejemplo de Morin. Siempre es un placer inmenso dialogar con él, no sólo porque es un amigo y tiene una inteligencia brillante, sino sobre todo porque me guió en mis reflexiones hace ya mucho tiempo. Fue poco antes de la fundación del Club Jean-Moulin, en 1958, con mi cómplice Daniel Cordier. En esa época Morin me enseñó a comprender un paradigma nuevo: la naturaleza humana. También me ayudó a tomar conciencia de la fuerte continuidad entre los valores sobre los que yo intentaba basar mi vida, desde la Resistencia hasta los combates por los derechos humanos a través de la Declaración Universal… Sobre todo me mostró que esa continuidad necesitaba renovarse de vez en cuando a la luz de la evolución de la propia sociedad. Hoy en día el mundo ha cambiado, evidentemente, pero sobre todo, con el mundo antiguo, son nuestras certidumbres las que se han desvanecido. La guerra tenía para nosotros cierta simplicidad, las decisiones que había que tomar tenían un sentido: primero no perderla y luego, después de haberla perdido, ganarla a pesar de todo… Esta simplicidad de entonces ya no sirve. Me parece incluso que hoy día, desde hace diez años, ya no comprendemos muy bien hacia dónde van nuestras sociedades.
Y la conclusión de Edgar en este sentido es fascinante, pues la complejidad en la cual estamos sumidos nos impide cualquier lectura en términos de dualidad, un bando contra otro, una clase social contra otra. En la actualidad lo esencial es reunir a todas las mujeres y a todos los hombres de buena voluntad que comparten la misma conciencia. Es una llamada a abrir el corazón al mundo entero.
MEDIACIONES MISIONERAS
El gusto por los demás también lo cultivé en mi papel de mediador. En un pasaje de Mi baile con el siglo encuentro esta frase: «No hay ninguna mediación que llegue a buen término. Por su propio fracaso abre la vía a otra mediación más amplia, que a su vez fracasará. Con sus incansables encadenamientos se escribe la historia valiente de nuestra especie». Mis tentativas y mis misiones han sido muy diversas, desde los sin papeles hasta Burundi, y desde Burkina Faso hasta la Alta Autoridad de la integración… Esa diversidad me ha ofrecido un abanico de encuentros a cuál más enriquecedor.
Recuerdo bien el episodio de los sin papeles en 1996. Fue Ariane Mnouchkine quien vino a buscarme. Había tenido la amabilidad y la generosidad de acoger en el Théâtre du Soleil a trescientas personas, la mayoría malienses, pero también senegaleses y algunos argelinos. Su acción no tenía nada que ver con un clamor de miseria, era más bien una reivindicación de dignidad: «Nos niegan unos papeles a los que tenemos derecho. Reclamamos papeles, no favores, porque tenemos derecho a ellos». Tras acogerlos Ariane Mnouchkine se dio cuenta de que, frente a un gobierno como el de Alain Juppé, primer ministro, y Jean-Louis Debré, ministro del Interior, había que reunir a gente lo bastante influyente como para proponerles una solución. Y fue así como montó aquel comité, del cual yo era el más viejo y además embajador de Francia, lo cual siempre causa cierto efecto. Entonces me pidieron que fuera el presidente del grupo al que denominaron «el colegio de los mediadores».
Y presentamos al gobierno una propuesta sencilla: entre aquellas personas había aproximadamente un 80 por ciento que eran regularizabas, y tal vez un 20 por ciento que había que devolver a su país. Pero queríamos que se respetaran unos criterios precisos. Elaboramos, pues, una lista de diez requisitos en función de los cuales era posible y legítimo regularizar. Dejando claro, evidentemente, que no era necesario cumplirlos todos, sino que cumplir uno debía ser suficiente para obtener la regularización.
Dicho grupo fue uno de los más prestigiosos que tuve ocasión de presidir. Estaban Laurent Schwartz, Edgar Morin, Jean-Pierre Vernant, Lucie y Raymond Aubrac, Pierre Vidal-Naquet, Germaine Tillion y Paul Bouchet, un hombre muy valioso que era consejero de Estado y que nos fue de gran ayuda. También estaba Paul Ricoeur, ahora ya fallecido como otros muchos miembros de aquel organismo colegial. Era un grupo formidable, con un prestigio intelectual e incluso político de tal magnitud que no creíamos que el gobierno pudiera hacer oídos sordos. Pero ante nuestras propuestas aquel gobierno empezó remitiéndonos al prefecto y pidiéndole que «tuviera en cuenta» los elementos que nosotros aportábamos. Y en lugar de hacerlo éste se dedicó a regularizar a doce sin papeles de los trescientos y a rechazar a todos los demás. Estábamos furiosos e hicimos oír nuestra voz; fue un periodo fecundo de reuniones con la prensa.
Yo ya había participado algunos años antes en intentos de mediación en África, entre tutsis y hutus, en Burundi, por ejemplo. Y es que siempre me han interesado mucho las cuestiones relativas a la inmigración, la integración y la dignidad de esos hombres y mujeres que han tomado la decisión dolorosa de abandonar su país para confiar en la providencia de una tierra más hospitalaria. Y siempre he protestado contra la forma escandalosa en que Francia trata el tema del derecho de asilo.
UNOS AMIGOS EXTRAORDINARIOS
Mi vida entera ha estado inspirada por encuentros. Intelectuales y políticos, literarios y amorosos, filosóficos y espirituales. En el fragor de un combate o en la calma de la conversación amistosa los encuentros con unos amigos extraordinarios han alimentado y siguen alimentando mi reflexión. Estos últimos años algunos de ellos me han ayudado a matizar, confirmar, desarrollar y enriquecer mi visión del mundo. Quisiera distinguir aquí a los que me han permitido construir este relato.
Conozco a Régis Debray desde hace mucho tiempo, desde la aventura del Club Jean-Moulin, y le tengo mucha simpatía. Cabe recordar que en el fondo mi vivar ium está formado por los miembros del Club Jean-Moulin, que siguen siendo para mí unos demócratas, influidos por Pierre Mendés France. Considero que Debray tiene una alta —demasiado alta— opinión de mí. Hace unos años reunió a los pocos resistentes supervivientes en su revista Médiologie. Nos hizo hablar a Daniel Cordier, Yves Guéna, Jean-Louis Crémieux-Brilhac y a mí. Fue muy interesante y simpático. Régis Debray es un hombre al cual me siento humanamente muy cercano. Por otra parte, ha hecho algo que me parece increíble: me ha dedicado uno de sus libros: Le Moment fraternité[15] No me había pasado nunca. Hemos hecho muchas cosas juntos, pero la que más me ha marcado ha sido nuestro viaje a Gaza.
Dany Cohn-Bendit está unido a 1968. No lo conocía antes, obviamente, y no lo conocí tampoco entonces porque estaba en Argelia. El encuentro tuvo lugar veinte años más tarde cuando era teniente de alcalde y le encargaron la inmigración y la cohesión social en Fráncfort. Me llamó porque sabía que yo era un agitador dedicado a los problemas de la inmigración en Francia y que había escrito un informe destinado a Michel Rocard sobre la manera de tratar esa cuestión. Por tanto, nos conocíamos indirectamente. Tuvimos un contacto muy intenso.
Coincidimos, pues, alrededor de estos temas en discusiones políticas apasionantes sobre la manera de abordar las cuestiones de la inmigración, de la inte gración, de la vida de las diferentes comunidades culturales en la misma ciudad. Posteriormente lo conocí como Dany el Verde, el infatigable agitador de ideas que venía cada diez años a animar la escena política francesa y europea. Por otra parte, aproveché su último paso para hacerme más verde yo mismo participando, junto con José Bové, a quien también conozco bien, en esa formidable aventura que había iniciado con Europe écologie, un movimiento impertinente y entusiasta, capaz de sacudir y cambiar la cara a la vieja izquierda, sobre la que nunca he perdido la esperanza.
Dany es para mí de una extraordinaria lucidez política. Sus análisis de las situaciones en las que nos encontramos son siempre los que me parecen más luminosos. Como además es muy franco y muy directo y no obedece a consignas de nadie, encuentro que tiene una inteligencia política un tanto especial. No es casualidad que sea ecologista, pues el principal problema hoy es el futuro de nuestra Tierra. Pero el hecho de que no separe la lucha contra el deterioro de la naturaleza de la lucha contra la pobreza lo convierte a mis ojos en un hombre bastante singular en el tablero político. No es realmente el jefe de un partido, en mi opinión. Por lo demás, cuando trata de serlo, no le funciona nada bien. Tampoco tiene el alma de un ministro, ni de Educación ni de Medioambiente, ni de cualquier otra cosa. Eso lo deja para los que sirven para los cargos y además les gustan. Pero es un testigo incorruptible de lo que va mal y alguien capaz de señalar siempre lo que hay que hacer.
Si tengo tanto afecto por Michel Rocard es porque es el hombre que mejor encarna los ideales de la izquierda tal y como los definió Pierre Mendés France. A mi entender es el heredero real de Mendés, con el mismo apego al socialismo y a la vez la misma percepción de que es preciso hacer funcionar al socialismo con una economía de mercado regulada. Además, se puede decir que Rocard y Mendés France han tenido un problema similar en sus respectivas vidas políticas: Mitterrand.
A Michel también lo conocí en la época del Club Jean-Moulin, la época del PSU. Había conocido a su padre durante la guerra. Un hombre bastante notable, un gran científico, muy exigente, que hubiera deseado que su hijo siguiera sus pasos y fuera un científico más que un primer ministro. Esto me recuerda un chiste: dicen que en el cielo, después de la Asunción, la Virgen María le contesta a un ángel que se extasía con el destino de su hijo convertido en salvador de la humanidad: «Habría preferido que fuera médico».
A Peter Sloterdijk, ese gran filósofo alemán, hace poco que lo conozco. Nos conocimos en el marco del Collegium International en 2008 en Monaco con ocasión de una mesa redonda convocada por el príncipe Alberto, modestamente dedicada al futuro del planeta. Yo había leído su primer libro, su Crítica de la razón cínica[16], que me pareció interesantísimo, justamente porque no era nada conformista, ni se inscribía en la tradición filosófica de la época. Desde 2008 hemos tenido ocasión de volver a vernos, sobre todo en Karlsruhe, adonde me ha invitado, y la química entre nosotros es buena. No soy un especialista de su pensamiento, ni mucho menos, pero nuestras discusiones son siempre muy estimulantes a nivel intelectual y me reportan grandes beneficios. Para mí es un filósofo en el sentido propio y noble del término. Me interesa particularmente su forma de describir la responsabilidad del hombre. La traducción francesa de su último libro, Tu dois changer ta vie («Debes cambiar tu vida»), por Olivier Mannoni me ha mostrado las vías que abre para buscar una mejor comprensión de las sociedades que es preciso construir.
Lo primero que me evoca el nombre de Jean-Paul Dollé es tristeza, pues falleció cuando yo estaba empezando a escribir este libro. No éramos amigos íntimos. También a él lo conocí gracias a Sacha Goldman en el Collegium. Pero enseguida me dio la sensación de alguien para quien la palabra «filosofía» no se distinguía de la palabra «sociología» ni siquiera de la palabra «política». Era alguien para quien el pensamiento no debe permanecer en la abstracción sino que debe realizarse, concretarse. Y en este sentido las pocas conversaciones que tuvimos fueron particularmente agradables y muy útiles.
Mi conocimiento de Laure Adler es antiguo y está anclado en nuestra común afición a la poesía. Creo que uno de los primeros recuerdos que tengo de ella —y eso me remite a la poesía— es una reunión en el Cabaret Sauvage. Ella estaba allí, y como era pelirroja en aquella época —ahora ya no siempre lo es—, yo recité «La jeune rousse», de Apollinaire, mirándola. Entonces iniciamos un contacto poético y se convirtió en una amiga. Más tarde, cuando durante un año fue directora de la editorial Seuil, lo aprovechó para publicar mi libro Ô ma mémoire. Y con ello se ganó mi gratitud profunda y amistosa. Debo decir que en aquella época ya había enviado el manuscrito a varios editores, pero las respuestas se parecían todas a esta carta encantadora, una carta que a uno le gusta recibir cuando es autor y que pone: «Su manuscrito me ha interesado mucho, incluso me ha impresionado. Por desgracia es totalmente imposible para un editor publicar un libro trilingüe y, por tanto, en modo alguno puedo aceptarlo. Gracias por haberlo enviado». Al cabo de unos meses Laure Adler apostaba por una edición trilingüe y creo que al final no ha tenido que lamentarlo, porque Seuil no ha hecho tan mal negocio. El libro se reeditará próximamente en edición de bolsillo, y ya ha sido traducido al alemán.
De Jean-Claude Carrière sabía que había permitido la puesta en escena del Mahabharata, que había mantenido conversaciones con el dalái lama[17] y había publicado muchas obras de ficción para el teatro y el cine y también ensayo. Recuerdo una frase que le oí decir un día: «El futuro es una tradición. ¿Cuánto tiempo se mantendrá?». Esta frase me dejó pensativo.
Mis conversaciones con él me han hecho ver los aspectos espirituales de mis reflexiones políticas, entre la rebeldía, la esperanza, la ecología, la solidaridad y la refundación de valores como la interdependencia y la compasión. Sus ideas me han abierto un horizonte nuevo.
También me gustaría mencionar dos encuentros que me han marcado en profundidad. Dos hombres sin cuyo trato no me habría convertido probablemente en lo que soy.
Eugen Kogon: sin él ya no estaría aquí. Su papel, en un momento decisivo de mi existencia, fue de una valentía excepcional en el corazón mismo del campo de concentración más peligroso para los deportados: Buchenwald. Llegamos treinta y seis. Habíamos partido de París el 9 de agosto, quince días antes de la llegada de los aliados, creyendo que la guerra para los nazis ya estaba perdida. Mi compañero más próximo era Forrest Yeo-Thomas, un amigo de Winston Churchill, un «valiente entre los valientes» que se lanzó en paracaídas sobre Francia para colaborar en la evasión de Pierre Brossolette. Y como no lo consiguió y lo detuvieron, esperaba como yo en aquel Block 17 donde nos mantenían en espera a los treinta y seis. A la espera de la ejecución. No sabíamos que estábamos condenados a muerte. Cuando dieciséis de nosotros fueron ahorcados con un gancho de carnicero, a los demás no nos quedó otra esperanza que poner en práctica un plan de evasión. Salió bien gracias al contacto de Yeo-Thomas con Kogon, y solamente para tres de nosotros. Todos los demás fueron fusilados.
Kogon, un cristiano resistente al nazismo, estaba en el campo desde 1939 y había obtenido un puesto privilegiado al lado del doctor Ding-Schuler, médico jefe para el tifus en un lugar maldito donde las SS hacían experimentos letales con los deportados. Kogon le presentó una propuesta peligrosa: recibir a unos oficiales aliados en el barracón donde yacían unos jóvenes franceses moribundos a causa del tifus y enviar los cadáveres de estos últimos al crematorio bajo el nombre de los oficiales aliados, que saldrían hacia otros campos con sus nuevos nombres. A cambio, Ding-Schuler, que sabía que la guerra estaba perdida, podría entregar unos certificados firmados por esos oficiales dando fe del favor que les había hecho. Las SS sólo quisieron aceptar dos, Kogon le hizo aceptar tres. El tercero fui yo. Al contar aquí por enésima vez esta historia todavía me tiembla la mano. Cada uno de los futuros muertos habría podido salvarse en mi lugar. De no ser por Kogon y también por Yeo-Thomas, que eligió a un francés además de dos ingleses, allí se acababa mi vida.
Eugen Kogon, inolvidable, aunque lo vi demasiado poco después de la guerra, tres veces solamente el año 1945, antes de irme a Nueva York. Pero por una coincidencia, como mi ángel de la guarda las produce a porrillo, fue su hijo, Michael Kogon, quien tradujo Ô ma mémoire, y luego ¡Indignaos! y ¡Comprometeos! También gracias a Michael obtuve en 2009 el premio Eugen-Kogon, de la fundación que lleva su nombre. La importancia de Kogon en la historiografía alemana es enorme. Además de los Cuadernos de Francfort, su revista cultural y política que tanta influencia tuvo durante mucho tiempo en todo el territorio de lengua alemana, Kogon contribuyó en gran medida a la comprensión del fenómeno nacional-socialista con su libro El Estado de las SS[18], en el cual se reproduce por cierto nuestra correspondencia. Probablemente es la obra que mejor explica cómo la juventud alemana cayó en la trampa de Hitler.
Y luego está Walter Bejamin, cuya importancia para mi formación intelectual ya he mencionado. Lo conocí cuando tenía 7 años. Podría contar muchísimas cosas de ese hombre excepcional, refinado, delicado, filósofo, historiador de arte, crítico literario, crítico de arte, traductor… Un espíritu superior. Pero sobre Benjamin cuento a menudo lo único divertido que se puede contar de él, porque hay muchas cosas tristes. Estábamos en familia jugando al Bibelstechen, que consiste en tomar un libro, en general la Biblia, aunque cualquier otro libro evidentemente también sirve. Se le pide a una persona que pase un cuchillo entre dos páginas para seleccionar una, y a otra que anuncie qué pasaje se leerá atribuyéndolo a fulano o mengano, presente o no. Por ejemplo: «Pensemos todos en… y leamos la línea 5 empezando por abajo o la línea 4 empezando por arriba en la página de la derecha o en la página de la izquierda». El lector naturalmente debe ser muy riguroso, es decir, que debe leer toda la línea y nada más que la línea aunque sea un pasaje y quede cortado.
Aquel día, para Benjamin, salió: «Puede también, pero es más difícil, ser un imbécil». La línea acababa ahí.
Esto me recuerda la primera frase de Monsieur Teste, el libro de Paul Valéry: «La tontería no es mi fuerte».