Postfacio a la tercera edición

Hay crímenes que no han de olvidarse, víctimas cuyo sufrimiento pide menos venganza que narración. Sólo la voluntad de no olvidar puede hacer que estos crímenes no vuelvan nunca más.

PAUL RICOEUR,

Tiempo y narración

De nuevo, la memoria.

El dilema de la memoria admite el vínculo que ésta suele sostener respecto del olvido, y algo más: «lo contrario del olvido no es la memoria, sino la verdad», se ha dicho.

Sin embargo, la revelación de la memoria no busca tampoco sólo la verdad, siempre tan relativa, sino, más bien, la exactitud. Allí se anudaría cualquier desasosiego en pos de un pasado que es presente.

A lo largo del año de 2004, fueron asesinados 4 periodistas mexicanos: Roberto Javier Mora García, Francisco Ortiz Franco, Francisco Arriata Saldierna y Gregorio Rodríguez Hernández.

En 2005, fue desaparecido Alfredo Jiménez Mota y asesinados Guadalupe García Escamilla y Raúl Gibb Guerrero.

Estos asesinatos, que permanecen impunes, acontecieron bajo la inseguridad que se vive en México por la ineficacia y la corrupción institucionales ante la delincuencia y el crimen organizado, sobre todo, el narcotráfico.

La amenaza de desaparición y muerte contra mí en la primavera de 2004 por publicar Huesos en el desierto e indagar el femicidio en Ciudad Juárez, inscribe su historia lateral en semejante tragedia.

El 18 de noviembre de 2002, Huesos en el desierto se presentó en Barcelona. El acto se realizó en el Instituto Cultural de Cooperación Iberoamericana, y mereció un generoso interés que se vio reflejado en una serie de entrevistas y notas de prensa.

Los periodistas europeos se mostraban perplejos ante los hechos narrados en el libro: les parecía inadmisible que un gobierno con aspiraciones democráticas permitiera una tragedia como la de Ciudad Juárez.

La ausencia en aquel acto de algún representante del gobierno mexicano fue indicativa: a pesar de ser un servicio civil y defender los preceptos del Estado mexicano, a los que se pliega el contenido de Huesos en el desierto, los empleados de México en el exterior desestimaron todo apoyo al libro y a su autor. Obedecían órdenes de la «cancillería». Entonces Jorge G. Castañeda, cuestionado en Huesos en el desierto, era todavía secretario de Relaciones Exteriores.

Meses después, el cónsul en Barcelona Sealtiel Alatriste explicaría el rechazo oficial ante el tema por parte de la Secretaría de Relaciones Exteriores, al negar todo apoyo al grupo mexicano Conjuro Teatro para montar en Barcelona una obra escénica sobre el femicidio en Ciudad Juárez, que se inspiró en parte en Huesos en el desierto, titulada Los trazos del viento: «No apoyamos obras que denigran a México». De nuevo, cumplía instrucciones.

En México, Huesos en el desierto se presentaría el 24 de noviembre en la Plaza Mayor o «Zócalo» de la capital mexicana: era parte de una serie de manifestaciones en contra del femicidio en Ciudad Juárez, que culminó con una marcha encabezada por madres y familiares de las víctimas, entre los que sobresalía el grupo Nuestras Hijas de Regreso a Casa, que en el verano de 2003 al lado de la abogada civil Isabel Vericat del grupo Epikeia lograrían una gran resonancia en España acogidas por el juez Baltasar Garzón, quien declaró a partir de entonces que lo acontecido en Ciudad Juárez eran «crímenes contra la humanidad», a la vez que denunciaba la ineptitud del gobierno mexicano para enfrentar el problema.

Meses después, el propio Garzón conocería en México, antes que nadie y por invitación expresa del gobierno mexicano, el «Plan Integral de 40 puntos» de la Secretaría de Gobernación para combatir la violencia en Ciudad Juárez, que a la postre se mostraría inútil. Era claro que al gobierno le interesaba contrarrestar con anuncios espectaculares y propaganda las posturas críticas, en particular de figuras con rango internacional.

Antes de que Huesos en el desierto circulara en puntos de venta en México a finales de noviembre de 2002, ya había una campaña contra el libro en Internet y en foros públicos, a cargo de la servidumbre de Francisco Barrio Terrazas, uno de los corresponsables en Chihuahua del femicidio, a quien el libro cuestiona a fondo tanto como a sus principales funcionarios.

La especialista en relaciones públicas Angelina Peralta, conocedora de los entretelones del poder político y representante en México de escritores como el filósofo Fernando Savater, advirtió: «Hay un veto contra Huesos en el desierto». Se refería, desde luego, a un veto gubernamental.

En cambio, el libro tendría una excelente recepción entre la crítica y los lectores.

En la víspera de la presentación de Huesos en el desierto en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, Jalisco, en diciembre de 2002, fue notorio observar, junto a la mesa de la cafetería La Estación de Lulio en la que yo que departía con unos amigos, al ex subprocurador Javier Coello Trejo, citado en la obra, muy atento a mi plática —este antiguo funcionario, asiduo en la frontera juarense años atrás, cobró notoriedad cuando policías de su escolta cayeron presos en 1990 por violar mujeres en la Ciudad de México.

Huesos en el desierto nunca pudo circular a plenitud en el estado de Chihuahua. Por ejemplo en Ciudad Juárez, como logró indagar la periodista argentina Graciela Atencio, el libro llegaba a un par de puntos de venta y, de inmediato, los embarques eran adquiridos completos, o bien, en caso de que restaran algunos ejemplares, tenían los empleados la instrucción de disuadir al posible comprador con el siguiente pretexto: «No compre este libro, está lleno de mentiras, denigra a Ciudad Juárez» —algo semejante sucedería en junio de 2005 con Cosecha de mujeres. Safari en el desierto mexicano de Diana Washington Valdez.

La campaña contra el libro y su autor estaba en marcha. El tema de Ciudad Juárez ha sido un asunto estratégico para el gobierno desde años atrás.

Se ha sabido que, hacia 1995, durante la presidencia de Ernesto Zedillo Ponce de León y con Antonio Lozano Gracia como procurador General de la República, una investigación federal —que conoció el comandante Juan José Tafoya— concluyó que varios funcionarios policíacos y judiciales organizaban orgías con narcotraficantes que incluían el asesinato de mujeres jóvenes. A pesar de que estos sujetos eran cómplices de aquellos homicidios, uno de ellos fue «ascendido» a un puesto en la Ciudad de México, con el fin de protegerle.

Entre 2000 y 2001, hubo otra pesquisa federal de la PGR que intervino teléfonos y grabó conversaciones comprometedoras de personajes importantes: tenían implicaciones en los asesinatos sistemáticos contra mujeres, que acontecían por el puro gusto sexual de matarlas en orgías. Quedó clara la participación de dos jóvenes de prominentes familias juarenses. Los investigadores asignados turnaron toda la información a sus superiores, que volvieron a proteger a los implicados: su influencia llegaba al más alto nivel del gobierno federal.

El 26 de abril de 2003, el FBI divulgó que, en un cateo reciente efectuado en El Paso, Texas, en la casa de un presunto narcotraficante, se halló una credencial de «Primer Comandante» de la Policía Judicial Federal a nombre de Jorge Miramontes Álvarez con la fotografía de Vicente Carrillo Leyva, uno de los jefes del Cártel de Juárez. El FBI transfirió el asunto a las autoridades mexicanas con el fin de que investigaran los hechos. La preocupación del FBI consistía en que, bajo el rubro de «Certifica», estaba una firma y un nombre: Diego Valadés, procurador General de la República en 1994. No hubo respuesta de las autoridades mexicanas ni sobre la autenticidad del documento ni sobre los probables delitos.

El 11 de agosto de 2003, Amnistía Internacional ofrecería un informe sobre los asesinatos y desapariciones misóginos en la frontera norte de México. Y se advirtio que éste tendría como objetivo convencer al gobierno mexicano de que aplicara un criterio internacional a lo que, a decir de Irene Kahn, secretaria general del organismo, hasta la fecha había sido sólo una «política interna».

Un mes atrás en Chihuahua, ciudad capital del estado, se halló el cuerpo seccionado en tres partes de Neyra Azucena Cervantes, de 19 años, en un cerro cercano al basurero municipal. Era estudiante de ERA, Escuela de Computación. En ese perímetro fue hallado, el 27 de marzo de 2002, el cuerpo de Paloma Angélica Escobar Ledezma, de 16 años, estudiante de la Escuela de Computación ECCO, ya señalado en Ciudad Juárez como un plantel vinculado a secuestros y desapariciones de adolescentes.

El 28 de mayo de 2003, se encontró el cuerpo de Viviana Rayas Arellanes a pocos metros de distancia de la carretera Chihuahua-Delicias. Acudía a la Escuela de Computación ECCO. Poco después, la Procuraduría General de Justicia del Estado de Chihuahua (PGJECH) detuvo y torturó para que se declaran culpables de aquel asesinato «a golpes» a Ulises Perzabal y la ciudadana de Estados Unidos Cynthia Kiecker —quienes permanecerían presos en forma injusta hasta su exoneración en 2005 por las presiones del gobierno estadounidense.

Asimismo, la PGJECH mintió acerca de la verdadera causa de la muerte de Viviana: al igual que Paloma, fue estrangulada. Las tres muchachas no eran las únicas víctimas inmersas en semejantes coincidencias, ya que se cuenta una docena de ellas. A principios de abril de 2003, la Escuela de Computación ECCO cambiaría su nombre a Grupo Incomex —inquirido sobre el tema, un funcionario del plantel alegó desconocer los hechos.

De acuerdo con la familia de Paloma Angélica Escobar Ledezma, el propietario de los planteles ECCO es Valente Aguirre, como lo dio a conocer el reportero radial Kent Paterson, de Nuevo México. Al parecer originario de Durango y avecindado durante un tiempo en León, Guanajuato, Valente Aguirre es un empresario conocido como «el rey de la franquicia» entre los propietarios de equipos del fútbol mexicano, ya que fue dueño de Unión de Curtidores, La Piedad y Club Deportivo León. En 1997, reconocía que su fortuna era producto de «un gran número de escuelas de computación en todo el país». A últimas fechas, maneja Los Dorados de Culiacán, Sinaloa, y nada se sabe de la pesquisa del gobierno sobre sus actividades y el femicidio en Chihuahua.

El informe de AI, titulado México. Muertes intolerables. Diez años de desapariciones y asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez y Chihuahua, causó un fuerte impacto fuera y dentro del país: indicaba 370 homicidios dolosos a partir de fuentes civiles y 400 desaparecidas, en tanto que la PGJECH reconocía cifras menores. Asimismo, AI condenaba las actuaciones de las autoridades de Chihuahua y, aparte de reconocer la «apertura» de México a las instancias internacionales en defensa de los derechos humanos, reclamaba al gobierno federal afrontar la «falta de la diligencia debida del Estado de prevenir, investigar y sancionar los crímenes». Era un mentís tajante contra la propaganda del gobierno.

Si bien el informe de AI se limitaba a reproducir datos y contenidos ya divulgados por la prensa antes, y a pesar de que las conclusiones y las «recomendaciones» mesuraban la energía de las páginas previas, la credibilidad de este organismo provocó que su postura causara un revuelo inusitado: el gobernador de Chihuahua, Patricio Martínez García, «reprobó» el informe; el secretario de Gobernación Santiago Creel se manifestó en desacuerdo y regañó a las organizaciones no gubernamentales por carecer de «objetividad»; el procurador General de la República Rafael Macedo de la Concha rechazó que hubiera negligencia del gobierno federal y defendió iniciativas como la creación de una agencia mixta del Ministerio Público, cuyo mandato —se había anunciado— consistía en «definir cuáles son homicidios en serie o sexuales y cuáles fueron cometidos por delincuentes comunes».

El 12 de agosto de 2003, los representantes de AI se entrevistarían con el presidente Vicente Fox que, a decir de Irene Khan luego de su entrevista, «no estuvo de acuerdo con el informe, no lo entendió». Como una consecuencia directa del impacto del informe de AI, la Secretaría de Relaciones Exteriores cesó a Mariclaire Acosta, subsecretaria de Derechos Humanos, por negarse a combatir dicho informe, además de cancelar esta oficina en el organigrama institucional.

El domingo 10 de agosto, la revista Proceso divulgó un expediente del FBI donde se cita a Francisco Barrio Terrazas como protector de narcotraficantes del Cártel de Juárez a cambio de dinero durante el tiempo que fue gobernador en Chihuahua (1992-1998) —información ya conocida, pero soslayada por las autoridades mexicanas.

Al mismo tiempo, un grupo de reporteros locales, estadounidenses y de la capital mexicana bajo la «Operación Sagrario» —como la bautizó Diana Washington Valdez en honor de la víctima Sagrario González—, decidió indagar los datos proporcionados por un testigo de hechos vinculados a los homicidios en serie en dicha frontera. Se trataba de un informante al servicio del FBI en El Paso, Texas. El informe de inteligencia del FBI, que está fechado el 24 de febrero de 2003, dice a la letra:

«En Ciudad Juárez existe un lugar llamado Club 15, por la avenida Juárez. Una noche advierto información que no podría resistir escuchar Según [el nombre del testigo aparece borrado para protegerle] sabe quiénes son los responsables de los homicidios de las chicas abandonadas en las áreas de Ciudad Juárez.

»[El testigo] me dijo que el licenciado Urbina, junto con su chalán (un muchacho de bigote, flaco y prepotente) sirven como lookout para reclutar chicas de nuevo. Ellos dos se ponen en contacto con niñas que visitan la tienda de música llamada Paraíso Musical, por la avenida 16 de Septiembre, contraesquina de la catedral de Juárez. Las niñas van adentro, y al salir, se encuentran solas. Poco después de ser perseguidas, sin que se den cuenta, otros jóvenes les llegan y les piden información personal para una escuela llamada ECCO, por esa misma calle.

»De alguna manera u otra, estas niñas son contactadas para ir al restaurante del licenciado Urbina, nombrado La Sevillana, cerca del Club 15, donde allí dentro del restaurante son amarradas, tape puesto en sus boquitas y son llevadas afuera de un callejón donde proliferan prostitutas. El encargado del transporte de estas chicas se llama El Güero y es propietario del club Marlboro, cerca del Club 15. El Güero es parte del Cártel de Juárez y opera en otros clubes como El Safari, Nereidas. En conjunto con su compinche llamado El Ritchie o Ricardo Domínguez (según su nombre, si es verdad que se llama así) se encargan de pagar a la policía para descartar los cuerpos muertos. Advierto que el nuevo jefe de policía de Juárez, el ingeniero Ruvalcaba, es primo hermano de este nombrado Domínguez».

Añade el documento, avalado por el agente especial del FBI Art Werge, que «Urbina colecta muestras» de cabello de las víctimas que guarda en el Club 15 «para enseñar a los clientes como trofeo», y que «también hay una salida por el techo del Club 15 donde guardan evidencias de las mujeres muertas».

El informe continúa así: «La verdad señores parece demasiado increíble», pero «todas estas desaparecidas han tenido que ver con ser vistas por última vez en áreas cercanas de los lugares mencionados en el centro de Juárez». Y concluye el reporte: «Hay planes de matar a otras 4 en las próximas 2 semanas. La verdad, yo estaba inconsolable despues de ir a dejar [al testigo] a su casa, pero esa noche no podía dormir. Les suplico, señores, que hagan algo por fin».

El grupo de reporteros acudió al Club 15, donde los empleados negaron tener conocimiento sobre desaparaciones, secuestros u homicidios de muchachas, e invitaron a revisar el tapanco de la cantina, un depósito de cajas de cervezas y trebejos, aunque confirmaron que el dueño del lugar es, en efecto, un Fernando Urbina —dos años después, éste negaría las inculpaciones.

Algo semejante aconteció en el Hotel Condesa y en la tienda Paraíso Musical. En el bar Marlboro, la encargada negó también las versiones del informante de FBI, y aceptó comunicar por vía telefónica a la reportera Diana Washington Valdez con El Güero, quien de nuevo rechazó las informaciones. A su vez, el encargado de La Sevillana —restaurante que sería cerrado meses después— reiteró «no saber nada» al respecto, si bien aceptó que el lugar era frecuentado por familias prominentes de Ciudad Juárez, como los «Zaragoza, los Fuentes…».

En mayo de 2003, el ex procurador de la República Jorge Carpizo había demandado ante la PGR al prelado católico Juan Sandoval Íñiguez por el delito de «lavado de dinero» en complicidad con la familia Zaragoza Fuentes, entre otros. Las autoridades federales se negaron a investigar los hechos y exoneraron en breve a los presuntos implicados.

Sobre miembros de aquellas familias, emparentadas entre sí, el gobierno de Estados Unidos mantiene abierta su investigación por narcotráfico. Como consta en Huesos en el desierto, Lino Korrodi —financiero de la campaña presidencial de Vicente Fox Quesada— guarda nexos familiares directos con los Zaragoza y los Fuentes. Algunos de ellos apoyaron con dinero la campaña del ahora presidente Fox. En su obra testimonial Me la jugué, Lino Korrodi incluye una fotografía tomada en las playas de Zihuatanejo donde se le puede ver al lado de Vicente Fox Quesada, su hija Karla y el esposo de ella: Valentín Fuentes Téllez.

Se presume que el nombre de Valentín Fuentes Téllez apareció en las primeras indagatorias sobre homicidios sistemáticos contra mujeres, pero en forma misteriosa aquel dato desapareció de los expedientes judiciales. Nunca se le volvió a investigar. Al difundirse durante 2002 y 2003 diversas informaciones sobre su personalidad investigable, pudo amenazar a quienes lo hicieron a través de terceras personas. Tal sería el episodio que padeció Diana Washington Valdez.

De acuerdo con el testimonio de un diputado federal en 2004, un sujeto de familia prominente en Chihuahua pretendió abusar con sus amigos de un par de muchachas juarenses durante un vuelo en un avión particular a Las Vegas, Nevada. Ellas resistieron el ataque y lograron escapar al llegar a su destino. El miedo les impidió levantar una denuncia. Al conocer esta información, un agente del FBI declaró que allí trasluce «una conexión muy organizada con ciertas conductas y rituales».

Las autoridades de Chihuahua respondieron a la Operación Sagrario de los periodistas como otras veces: el subprocurador Oscar Valadez confirmó que había recibido la información del FBI, pero que, y a pesar de los detalles o los nombres citados en el reporte, no hubo ningún detenido, porque «no ha habido un señalamiento directo contra nadie». Es la misma actitud que se tuvo en 2001 ante un informe proporcionado por el FBI en relación con el secuestro y homicidio de Lilia Alejandra García Andrade, en el que, por cierto, se menciona asimismo a miembros de una familia vinculada al narcotráfico: los Domínguez.

Del documento del FBI tiene copia —según la propia agencia estadounidense— la Procuraduría General de la República, que nada diría al respecto. También lo conoce la Secretaría de Seguridad Pública (SPP): lo recibió su entonces secretario Alejandro Gertz Manero de manos de Diana Washington Valdez, Kent Paterson y Sergio González Rodríguez, quienes solicitaron entrevistarle aquel 10 de agosto de 2003 en el Hotel Radisson de El Paso —un año más tarde, este funcionario renunciaría a su cargo.

Lo asombroso del informe es la recurrencia de nombres, establecimientos, territorio de acción y modus operandi de los responsables de secuestros, desapariciones y homicidios.

Así lo había afirmado en público el propio José Refugio Ruvalcaba, ex jefe de la Policía Municipal de Ciudad Juárez, que renunció el 18 de marzo de 2003, al precisar que personajes ricos y poderosos están involucrados en los asesinatos contra mujeres —a su renuncia, tomó el cargo Ramón Domínguez Perea, ex funcionario en Chihuahua y en el Distrito Federal.

También lo reiteró José Luis Soberanes, presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, cuando declaró a la prensa el 15 de agosto de 2003 que «detrás de esto, hay una organización criminal a la que hay que desenmascarar y castigar».

Hacia el otoño de 2003, y como lo detectó la reportera Diana Washington Valdez, pendía sobre mí una amenaza explícita: un alto funcionario de la Procuraduría General de Justicia del Estado de Chihuahua había ordenado «levantar» a Sergio González Rodríguez «en cuanto ponga un pie en suelo chihuahuense, para así enterarnos de quién le llena la cabeza con una sarta de mentiras».

El 15 de octubre de 2003, al presentar mi libro en Nueva York, decidí que era necesario dar a conocer una información que acababa de obtener y cotejar con otras fuentes. Durante el acto que se realizó en la librería Barnes & Noble de Chelsea, en Manhattan, divulgué los «nombres de una serie de personas que, de acuerdo con fuentes de seguridad federal, tendrían que ser interrogados por la Procuraduría General de la República para que proporcionaran información determinante con vistas a solucionar los homicidios sistemáticos contra mujeres en Ciudad Juárez, los cuales, según expertos criminólogos y organismos internacionales rebasan al menos un centenar de víctimas: Manuel Sotelo (presidente de la Asociación de Transportistas de Ciudad Juárez); Arnoldo Cabada (concesionario de la televisora canal 44); Miguel Lerma Candelaria (ex funcionario público y ex diputado del Partido Revolucionario Institucional); Miguel Ángel Fernández (concesionario de la empresa Coca Cola); Jorge Hank Rohn (propietario de Caliente, un consorcio dedicado al entretenimiento y las apuestas)».

También mencioné a «Tomás Zaragoza Ito (de la empresa de venta de gas natural Tomza) y a Valentín Fuentes Téllez (cuya familia es propietaria del Grupo Imperial, también distribuidora de gas natural)».

La hermana de éste último, Angélica Fuentes Téllez, fue vocera de la «sociedad civil» —impuesta por el entonces secretario de la SSP Alejandro Gertz Manero, vinculado a ella en forma sentimental, a decir de la prensa— en un acto público en Ciudad Juárez, cuando se presentó en 2003 el Plan Integral de la Secretaría de Gobernación —a partir de octubre de 2004, ella sería nombrada representante del gobierno de Chihuahua en la Ciudad de México, al mismo tiempo que organizaría subastas de obras de arte con el fin de recaudar fondos para la campaña presidencial hacia el 2006 de Jorge G. Castañeda.

Durante los días previos a la presentación de Huesos en el desierto, que acogió el Instituto Cultural de México en Nueva York, dirigido entonces por Hugo Hiriart, el cónsul mexicano Arturo Sarukhán quiso cancelar el acto. Quería congraciarse con su amigo, el ex secretario de Relaciones Exteriores Jorge G. Castañeda. Al dejar esta Secretaría en enero de 2003, Castañeda había instalado su oficina en un edificio de Lino Korrodi, el administrador de los dineros obscuros que apoyaron la carrera presidencial de Vicente Fox Quesada, tampoco investigados a fondo. Korrodi proporcionó a su vez dinero para la fallida campaña de Santiago Creel, luego secretario de Gobernación, hacia la jefatura de Gobierno del Distrito Federal en 2000.

La presentación de Huesos en el desierto se pudo realizar porque estaba pactada con Barnes & Noble desde tiempo atrás, y cancelarla habría sido contraproducente para el prestigio del servicio exterior de México.

Asimismo, el cónsul Sarukhán prohibió que Adolfo Aguilar Zinzer, representante mexicano en el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU,) y a quien Castañeda y Sarukhán consideraban un desafecto, fuera uno de los comentaristas en el acto, aun cuando éste ya había comprometido su presencia. Aguilar Zinzer se había interesado en el tema del femicidio en Ciudad Juárez y estaba al tanto de los intereses de poder y criminalidad que obstaculizaban su solución. En el verano del año 2000, ya como protagonista del equipo del presidente electo Vicente Fox Quesada, me recibió Aguilar Zinzer en su casa de campo de Tepoztlan, estado de Morelos, para intercambiar puntos de vista sobre los expedientes conflictivos de ex funcionarios de Chihuahua como Francisco Barrio Terrazas, Francisco Molina Ruiz y otros políticos que aparecían dentro del nuevo gobierno.

Un par de días después de que se realizó la presentación de Huesos en el desierto, el cónsul Sarukhán reunió al equipo de funcionarios del Instituto Cultural de Nueva York para reprenderlos por haber permitido que «González Rodríguez viniera a expresar su punto de vista a expensas nuestras».

El burócrata consular pasaba por alto que el acto tuvo lugar en un foro libre en territorio estadounidense. Su actitud subrayó que, en las instalaciones de México en el exterior, estaba cancelada la libertad de expresión. Sus empleados debían olvidar los mandatos constitucionales y someterse a los intereses personales, o a los pactos del gobierno en turno con el poder suprainstitucional.

El 31 de octubre de 2003, Diana Washington Valdez publicó en el diario La Jornada un fragmento de su libro Cosecha de mujeres. Safari en el desierto mexicano, en el que ratificaba los apellidos de personas investigables.

En Ciudad Juárez se desató una campaña contra los periodistas y en defensa de los empresarios locales en programas televisivos y de la radio, así como en la prensa.

El hostigamiento del gobierno sería semejante en el centro del país: cada vez que acuerdo por teléfono una cita para encontrarme en un restaurante o cafetería con cualquier persona, hay alrededor nuestro vigilantes atentos a mis palabras. Les llaman «monitores» u «orejas» al servicio de la Secretaría de Gobernación, o del Centro de Investigaciones y Seguridad Nacional. De cuando en cuando, gente extraña vigila también en automóviles afuera de donde habito. Su fin es incomodar y obstruir la vida de quien vigilan mediante intervenciones telefónicas, o del correo postal y electrónico.

En aquellas fechas Patricia Olamendi, subsecretaria de Relaciones Exteriores, intentó censurar el diagnóstico sobre los derechos humanos en México elaborado por una cuarteta de expertos mexicanos a solicitud de la ONU. La funcionaria quiso mediatizar también el contenido integral del informe elaborado por la Misión de expertos de la ONU sobre el desorden gubernativo, lo mismo estatal que federal, en el asunto de la violencia y los homicidios misóginos en Ciudad Juarez. Lo que se defendía en foros internacionales, se incumplía dentro del país.

El 24 de noviembre, la periodista Carmen Aristegui propuso entrevistarme por vía telefónica sobre el femicidio para su programa en la cadena W Radio. Durante la entrevista, insistió en que me centrara en un punto: los «nombres» de las personas que, al presentar mi libro en Nueva York, había expresado. Palabras más, palabras menos, repetí lo que había declarado allá. Y subrayé que un periodista jamás debe asumir el papel que no le corresponde, como erigirse en juez, en agente del ministerio público, o convertirse en policía. Me limitaba a ofrecer una información a las autoridades con el fin de que éstas la retomaran.

A los pocos días, Carmen Aristegui me llamó para advertirme que vendría una demanda judicial contra ella y contra mí. Había un profundo disgusto entre quienes había yo mencionado en su programa. Le respondí que, en lo que a mí atañía, aceptaba el alcance de mis palabras. Ella me urgía a revelarle la «fuente» de la que provenían mis datos. Me negué en nombre del derecho de reserva para la identificación de una fuente cuando la persona de por medio está en peligro. Le sugerí, en cambio, que pidiera a las autoridades declarar en público su punto de vista al respecto.

Ninguno de los mencionados por mí dio la mínima muestra, ni entonces ni después, de ayudar a las autoridades federales a cumplir mi propósito de que «proporcionaran información determinante con vistas a solucionar los homicidios sistemáticos contra mujeres en Ciudad Juárez». Tampoco las autoridades tomaron en cuenta la información expresa, a pesar de que, por ejemplo, se la hice llegar en distintas ocasiones al entonces procurador de la República Rafael Macedo de la Concha a través de dos de sus asesores de comunicación. Sólo acusó recibo verbal a través de ellos. Nunca supe más de la investigación solicitada.

El 12 de diciembre de 2003, Carmen Aristegui publicó un artículo en Reforma en el que se deslindaba de mis pronunciamientos en su programa.

En aquellas fechas, la comisionada Guadalupe Morfin Otero me pidió también «mi información» cuando coincidimos en un par de actos públicos —su más cercana colaboradora, Teresita Gómez de León, ha mantenido a lo largo del tiempo sus nexos informativos a favor de CISEN.

El 7 de febrero de 2004, se recibió un citatorio en el diario Reforma de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal en el que se ordenaba presentarse «al periodista ciudadano Sergio González Rodríguez» en calidad de «probable responsable» de delitos.

Al acudir con las autoridades en la fecha prevista, acompañado por el abogado Jaime Inchaudarrieta que me asignó el Grupo Reforma, supe que la denuncia en mi contra era por «calumnia y difamación». Pretendía fundarse justo en lo que yo había declarado para Carmen Aristegui en su programa de radio.

El demandante era uno de los mencionados por mí aquella vez: Miguel Lerma Candelaria, ex diputado federal, señalado en 1982 como responsable de manejos fraudulentos por 200 millones de dólares contra un organismo del gobierno del que fue funcionario. Para evadir los cargos, se dio a la fuga y vivió en El Paso, Texas, durante diez años: atribuye lo acontecido a una persecución política del presidente Miguel de la Madrid (1982-1988). En dos distintos momentos, el ministerio público dictaminó el «no ejercicio de la acción penal» en contra mía. Bajo un amparo, el demandante se inconformó sobre tal proceder. El proceso judicial estaba en marcha. Más adelante, un juez dictaría el sobreseimiento de la causa.

Semanas más tarde, el 25 de marzo de 2004, recibí la siguiente información de boca de una persona inserta en los aparatos de seguridad federal de México, a quien conozco desde años atrás, que me expresó a la letra: «Me he enterado que, por mandato de un secretario de Estado, y para responder a la exigencia de una figura empresarial muy importante en Ciudad Juárez, se prepara un operativo que lleva como objeto la desaparición y muerte de usted: Sergio González Rodríguez».

Y añadió: «De hecho, se ha pedido para el operativo el encubrimiento por parte de otras dependencias federales. Usted representa un problema para el gobierno». En seguida, me comunicó los detalles, nombres y apellidos de los involucrados en el «operativo» para mi desaparición y muerte, que por ahora me reservo.

Informé sobre aquel aviso a los directivos de Reforma y también a algunos colegas escritores. Alarmada por la amenaza en mi contra, Diana Washington Valdez de El Paso Times demandó por escrito una respuesta al respecto a la oficina de la Presidencia de la República de México, que guardó silencio.

El 23 junio de 2004, me reuní en la capital mexicana con Rupert Knox, coordinador del equipo de investigaciones sobre México en el Secretariado Internacional de Amnistía Internacional, y le comuniqué aquella amenaza y otros acosos en mi contra. Al término de la entrevista, le solicité que, en caso de que yo sufriera cualquier asalto violento, secuestro, desaparición, accidente, presunto suicidio, atentado o muerte, hiciera pública la información completa y detallada que le proporcioné.

Por lo visto, incidir en los secretos de la frontera juarense implica un riesgo mayor.

En 2004, el propio presidente Vicente Fox Quesada dio órdenes expresas para que el CISEN dejara de investigar a personajes de Chihuahua, ya fuera el entonces gobernador Patricio Martínez García —quien se quejaba una y otra vez de espionaje federal— o la familia Zaragoza Fuentes. Incluso dio instrucciones para dejar fuera de tareas de inteligencia del CISEN a Joaquín Arenal Romero, un funcionario que ya investigaba a gente de poder de Ciudad Juárez —éste habría de incorporarse a otro organismo del gobierno.

Cuando se registra una amenaza integral, el pasado se agudiza, ya que disgrega el sentido de lo inmediato y absorbe el porvenir.

Así, volví a recordar el asalto y la golpiza que sufrí en junio de 1999 en la Ciudad de México, que acontecieron justo cuando estaba a punto de publicar en Reforma el reportaje sobre la red de protección policíaca en Chihuahua a secuestradores, narcotraficantes y asesinos de mujeres. En el escrito aparecieron los nombres de funcionarios como Francisco Molina Ruiz, Francisco Minjárez, Antonio Navarrete. Los dos primeros negaron en su momento dichos señalamientos.

La segunda vez que me secuestraron y amenazaron meses después, en diciembre de 1999, de parte del «comandante», acababa de entrevistar horas antes para Reforma al comandante Francisco Minjárez sobre tal tema. Como nunca, estoy seguro de que no hubo azar ni casualidad de por medio en ambos episodios.

Francisco Molina Ruiz, jefe y amigo del comandante Minjárez, siempre ha sido de mal fario para quienes le rodean, o se cruzan con él. A mediados de 1998, ejecutaron en la Ciudad de México a Francisco Javier Sánchez, ex agente de la policía judicial de Chihuahua en la época en la que Molina Ruiz era procurador allá. Éste le trajo consigo al Instituto Nacional para el Combate a las Drogas. Sánchez volvió a Ciudad Juárez para incorporarse a la policía municipal, a la que renunció poco antes de ser asesinado a la usanza del narcotráfico.

Otro afectado por el aura obscura de Molina Ruiz fue Roberto Corral —primo del senador Javier Corral, del Partido Acción Nacional—, a su vez ex policía estatal y ex municipal, quien también le acompañó al Instituto Nacional para el Combate a las Drogas. Durante la primavera de 2002, Corral viajaba en su camioneta a las ocho de la mañana en Ciudad Juárez. Cerca de su casa, y al virar en una calle, se le emparejaron dos coches, uno Nissan y otro Grand Marquis. Los testigos vieron a cuatro sujetos. El fuego cruzado le desfiguró el rostro a Corral. Al dar la noticia de los hechos, la prensa local recordó que Roberto Corral, al igual que Antonio Navarrete y Javier Benavides, dos policías muy allegados también a Molina Ruiz, en varias ocasiones fueron señalados por sus nexos con el narcotráfico.

El tercero de la lista fue el propio Francisco Minjárez, y su muerte en septiembre de 2003 es una coreografía de balas idéntica a la que aniquiló a Corral: una mañana que circulaba en su camioneta en la ciudad de Chihuahua, le dispararon desde una pick up en marcha. Recibió más de treinta impactos de rifles de asalto AK-47. Tenía meses de haber abandonado la comandancia del Grupo Especial Anti-Secuestros, y era jefe de seguridad del Corporativo Interceramic.

Ya desde marzo de 2002, el periódico Norte de Ciudad Juárez divulgó lo que constituía un secreto a voces en Chihuahua: Francisco Minjárez era el principal operador de las desapariciones forzadas o «levantones» en Ciudad Juárez de la última década. Se citaron 196 desapariciones vinculadas a Francisco Minjárez y su grupo, «quien recibía órdenes del entonces jefe del Instituto Nacional para el Combate a las Drogas, Francisco Molina Ruiz». Tanto las autoridades de Chihuahua como las federales guardaron silencio. El ejemplar jefe antisecuestros fue el capo de los «narcolevantones» y la industria del secuestro en Chihuahua, y el FBI le llegó a considerar «uno de los policías más corruptos y asesinos del estado de Chihuahua».

En junio de 2005, se halló el cuerpo en Ciudad Juárez del ex primer comandante de la Policía Judicial de Chihuahua Jesús Buil Issa: fue secuestrado en Coahuila, torturado, golpeado, maniatado y envuelto en una manta al estilo de los ajusticiamientos del narcotráfico. A lo largo de los años, la familia de Javier Lardizábal le había señalado como un agente implicado en la desaparición y muerte de éste. Cercano a los ex procuradores de Chihuahua Francisco Molina Ruiz y Arturo Chávez Chávez, la agencia antidrogas DEA de Estados Unidos y el FBI consideraban a Jesús Buil Issa un narcotraficante. La camioneta en la que estaba el cuerpo del también antiguo chofer de Amado Carrillo Fuentes fue estacionada, acaso como una advertencia, cerca de una farmacia denominada «Benavides» —el mismo apellido de otro policía del mismo grupo y primo del asesinado: Javier Benavides.

Francisco Molina Ruiz, que aparece así en medio del narcotráfico a la vez que muy cercano a la DEA de Estados Unidos, que le apoyaba en su empeño de ser nombrado procurador general de la República en el año 2000, ha conjuntado como alto funcionario de la Secretaría de la Función Pública a otros policías con problemas delincuenciales, por ejemplo, Alejandro Castro Valles, quien mató al abogado Mario César Escobedo Anaya, o Carlos Díaz de León, acusado de intervenir teléfonos en forma ilegal. Bajo el patrocinio de Francisco Barrio Terrazas, este grupo ha realizado tareas de espionaje que trascienden las funciones burocráticas que le corresponden.

En el otoño de 2004, la Secretaría de Gobernación anunció el nombramiento de un nuevo subsecretario: Arturo Chávez Chávez. El ex procurador de Chihuahua, inculpado como transgresor de derechos humanos y con diversas denuncias penales en su contra por desaparición de personas en Chihuahua, pretendía ocupar el área de derechos humanos del gobierno de la República. Su nombramiento fue revocado por los reclamos de grupos civiles. Luego se anunciaría su ratificación como subsecretario de asuntos jurídicos y derechos humanos.

En mayo de 2005, el gobierno mexicano presionó por conductos no oficiales al gobierno de Estados Unidos con el fin de que éste indagara el motivo de la divulgación de informaciones, provenientes de sus agencias de inteligencia, sobre el tema de Ciudad Juárez que constaban en libros y reportajes periodísticos.

En estos afanes contrainformativos se logró identificar al ex diputado federal de Ciudad Juárez Carlos Borunda Zaragoza, en su momento presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores de la Cámara de Diputados. A éste se le ha señalado en la prensa como el principal vocero de la campaña de desprestigio en Estados Unidos contra Andrés Manuel López Obrador, candidato presidencial hacia el 2006 del izquierdista Partido de la Revolución Democrática (PRD).

El político juarense del Partido Acción Nacional, adscrito a la Embajada mexicana en Washington D.C., es producto de dos familias que han sido muy importantes en la frontera: «cruza de león y de tigre», como cuenta el abogado Sergio Dante Almaraz. También se ha opuesto al reclamo de la congresista californiana Hilda Solís para que se incluya el tema del femicidio en la agenda binacional entre México y Estados Unidos.

Los enemigos de la denuncia de crímenes contra la humanidad mantienen un gran poder y llevan a cabo una campaña sistemática para que jamás se investiguen los asuntos de Ciudad Juárez.

¿Cómo y por qué pudo desatarse aquella barbarie?

En 1989, cuando México anunció las conversaciones hacia la firma del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos, un grupo de empresarios y políticos de Ciudad Juárez, con influencia al más alto nivel del país, ordenó crear un clima de inseguridad social mediante el empleo de sicarios del narcotráfico, protegidos por policías y funcionarios judiciales, para secuestrar y asesinar mujeres pobres, entre ellas, obreras de la industria multinacional allá asentada. El trasfondo de aquello consistía en reafirmar los privilegios y el dominio fronterizo ante la posibilidad de algún cambio.

De acuerdo con tal información producto del testimonio reciente de un agente investigador que estuvo adscrito a la oficina de la PGR en Ciudad Juárez, los sicarios que secuestraron y asesinaron mujeres entre 1989 y 1996 estarían ya muertos: fueron ajusticiados para evitar el riesgo de que alguno de ellos delatara el exterminio patrocinado por gente poderosa. Algo análogo aconteció con varios agentes y comandantes policíacos. El resto de los homicidios sería parte de un efecto copycat, de imitadores, en el que han confluido hijos de los mismos poderosos y otros delincuentes que actúan por su parte.

Este funcionario renunció a la PGR por estar amenazado de muerte al conocer dicha información. Antes de desaparecer de la vida pública, dirigió una carta personal al presidente Vicente Fox Quesada acerca del asunto. A pesar de ser datos expuestos por un agente calificado, nunca recibió respuesta.

Aquel grupo de poder se habría apropiado de la fortuna que hizo Rafael Aguilar Guajardo mientras fue jefe del Cártel de Juárez, adonde llegó debido al apoyo de Fernando Gutiérrez Barrios, ex director de la Dirección Federal de Seguridad (DFS) y ex secretario de Gobernación, muerto en el año 2000.

El asesinato de Aguilar Guajardo en 1993 —quien había participado en la «guerra sucia» contra grupos subversivos dos décadas atrás, e incluso ajustició y enterró algunos de ellos en fosas clandestinas de la frontera juarense—, así como el ulterior ascenso de Amado Carrillo Fuentes como jefe de la organización delincuencial, señalaron el ocaso de Gutiérrez Barrio como gestor de los pactos entre el Estado mexicano y el crimen organizado, ya que condujo a lo largo de los años la colaboración de los servicios de inteligencia mexicanos con la Central Intelligence Agency (CIA) de Estados Unidos.

Gutiérrez Barrios estuvo al tanto del operativo «Irán-Contra» de principios de los años ochentas, mediante el que la CIA, supervisada por el vicepresidente de Estados Unidos George Bush padre, intercambió armas para combatir a la guerrilla de izquierda en Centroamérica a cambio de drogas destinadas al mercado estadounidense.

De la red de control implantada en aquella época por la DFS —que luego retomarían militares de alto rango como Mario Arturo Acosta Chaparro, Francisco Humberto Quirós Hermosillo y Jesús Gutiérrez Rebollo, entre otros— surgiría la repartición de los territorios nacionales en respectivos cárteles (de Tijuana, del Golfo, de Juárez). José María Guardia, presunto agente de la CIA, fue el último hombre de Gutiérrez Barrios en Ciudad Juárez. En 2003 este empresario, también amigo del cardenal Juan Sandoval Íñiguez, consejero «espiritual» de la familia Zaragoza Fuentes, disputaba intereses en la industria del juego y las apuestas con Jorge Hank Rohn.

Un ex jefe de la policía en Ciudad Juárez, Javier Benavides, ha declarado que los asesinatos contra mujeres en Juárez son «demasiado fuertes y complejos incluso para el FBI». Asimismo, reiteró la participación en el femicidio de gente poderosa opuesta al TLC. Como se muestra, la geopolítica está en el centro del femicidio en la frontera de México y Estados Unidos.

En cuanto a la responsabilidad de las autoridades mexicanas, resaltan algunos puntos que sintetizan lo acontecido entre finales de 2002 y 2005.

1. En 1998, la Comisión Nacional de Derechos Humanos emitió la Recomendación 44/98, que demandaba investigar a policías y funcionarios de Chihuahua; durante cinco años no hubo seguimiento de ésta, algo obligado; en 2003, la CNDH reanudó su interés al respecto, y emitió un informe que desaprueba el accionar del gobierno de Chihuahua y aun del gobierno federal respecto del problema.

2. Acerca de la mala calidad del trabajo de las autoridades policíaco-judiciales de Chihuahua y del gobierno federal, así como de múltiples irregularidades y posibles delitos, puede citarse el informe de la Comisión de Expertos Internacionales de la Organización de las Naciones Unidas, de la Oficina contra la Droga y el Delito, sobre la Misión en Ciudad Juárez, Chihuahua, México, noviembre de 2003.

O bien, se puede acudir al testimonio en 2003 del perito en patología David Trejo Silecio, quien confirma lo siguiente: «En 1995, las autoridades de la Procuraduría General de Justicia del Estado de Chihuahua pretendían que el Grupo Asesor de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal, al que yo pertenecía, avalara sin prueba alguna que Abdel Latif Sharif Sharif era el culpable de los homicidios en serie de mujeres. Por esta causa, el Grupo Asesor se retiró de la asesoría técnica. Allí está la explicación de todo lo que hemos visto después».

3. La presunta «resolución» de los casos por el gobierno estatal ha implicado, sobre todo, mandatos burocrático-legalistas que consideran como «resueltos» expedientes consignados a un juez, o como «sentenciados» a aquellos acusados que cuentan ya con sentencia judicial, aunque en estos casos, y a pesar del formalismo de por medio, se carece de pruebas que fundamenten las sentencias, como lo ha demostrado la Misión de expertos de la ONU ya citada.

4. Tanto la Procuraduría de Chihuahua como la de la República han aseverado toda clase de presunciones y rumores que causan confusión y exponen una irresponsabilidad flagrante: en lugar de circunscribir sus acciones al ámbito que les atañe, el policíaco-judicial, se dirimen, se manosean y se desechan en público de un día hacia otro hipótesis o móviles en cuanto a los homicidios contra mujeres —ora tráfico de órganos, ora sectas seudorreligiosas, ora pornografía violenta, ora crímenes de militares estadounidense de la base Fort Bliss, ora narcotraficantes de poca monta— sin ningún fundamento, ni límite, ni sensatez declarativos. En otras palabras, las investigaciones acontecen sobre todo en los medios masivos de comunicación, y expresan los entretelones de las corruptelas y los intereses creados.

5. Más allá del manejo de las gráficas o cifras «definitivas» a que las autoridades ha reducido la tragedia juarense, persisten las dudas sobre las fuentes oficiales que dificultan comprobar todos y cada uno de los casos de homicidios dolosos contra mujeres en Ciudad Juárez desde 1993 a la fecha.

6. El escaso interés federal en el femicidio se presentó tarde y mal: desde las declaraciones de atender los casos expresadas en las postrimerías del sexenio de Ernesto Zedillo Ponce de León (1994-2000) hasta la estrategia de manipulación y ocultamiento federal ordenada por el gobierno de Vicente Fox Quesada (2000-2006), hay un empeoramiento de la situación, ya que se trata de una política premeditada que se desvía de la responsabilidad esencial y responde, en cambio, con una serie de acciones sustitutivas que nada tiene que ver con la procuración de la justicia, el cumplimiento de la ley ni el castigo a los verdaderos culpables del femicidio en Ciudad Juárez.

¿Que se entiende aquí por acciones sustitutivas? Son aquellas acciones que, en una gestión de gobierno, se realizan con el fin de administrar un problema antes que intentar resolverlo. Esta reducción de la política a lo administrativo depende en forma directa de los recursos procedimentales o jurídicos que permiten el manejo y control de situaciones que se caracterizan, con o sin fundamento, como de «riesgo a la gobernabilidad», y que por lo tanto implican decisiones ante todo discrecionales o confidenciales de índole paralegal, cuyo alcance impacta la estructura y las funciones de gobierno, así como sus ámbitos comunicativos al interior y el exterior del país.

El resultado es que, en nombre de la ley, se vulnera el Estado de derecho y se obstaculiza la justicia.

En cuanto a los homicidios sistemáticos contra mujeres en Ciudad Juárez, estas acciones sustitutivas del gobierno mexicano han sido cinco: a) en 2003, la apertura de una fiscalía mixta entre el gobierno de Chihuahua y el gobierno federal; b) enseguida, el anuncio de un Plan Integral de «40 puntos» para combatir la violencia en Ciudad Juárez por parte de la Secretaría de Gobernación; c) el nombramiento de una comisionada (Guadalupe Morfín Otero) de la propia Secretaría de Gobernación para tareas estrictas de asistencia social y relaciones públicas, cuyo objetivo explícito ha sido tratar de «reconstruir el tejido social de la frontera»; d) ya en 2004, la creación de una fiscalía especial de la Procuraduría General de la República a cargo de María López Urbina, que está encargada de indagar sólo aquellos posibles delitos que hubieran cometido los policías y funcionarios de Chihuahua al investigar asesinatos contra mujeres; a mediados de 2005, se nombró a otra fiscal (Mireille Roccati) y se añadieron recursos humanos y materiales sin alterar el objetivo primordial de sólo «coadyuvar» a las autoridades estatales.

Las cuatro acciones descritas se han mostrado insuficientes y contradictorias, enredadas en las dificultades procesales que las confrontan y, en consecuencia, han ofrecido logros escasos respecto del tamaño del reto, al restringirse a revisar expedientes y homologar cifras, a establecer un banco de datos genéticos y a identificar algunos cuerpos, o localizar algunas mujeres que fueron reportadas como desaparecidas, así como a ejercer presupuesto para «atender» a familias de las víctimas, o a personas acusadas en falso de algunos delitos. En resumen, muchos cambios y gastos, e insignificantes avances.

Por último, la quinta acción sustitutiva del gobierno de Vicente Fox Quesada respecto de la tragedia en Ciudad Juárez ha sido la circunscripción del proceso comunicativo por medio de meras técnicas de propaganda e imagen sobre sus propias acciones, lo que pretende incidir en lo que las personas perciben acerca del problema, y ya no en la realidad misma.

Además, se intenta el descrédito y la descalificación de quienes cuestionan las versiones oficiales y la propia política gubernamental. El complemento de lo anterior, a través de los órganos de espionaje e inteligencia del Estado, es la vigilancia, el acoso, las intercepciones comunicativas. Y menosprecio de expedientes, informes, testimonios, evidencias, así como se multiplican las coacciones en las televisoras, las radiodifusoras y la prensa para excluir las críticas al gobierno acerca del femicidio en Ciudad Juárez, o bien, para restarle importancia a éste. Aparte de llevar al límite coactivo a quien investiga, se pretende arrebatarle su credibilidad. Antes, estas acciones sólo les identificaba con las de los regímenes totalitarios. Ahora, son usuales e incluso se aceptan como mera rutina contrainformativa en sistemas de falsa democracia como el que se vive en México.

7. A la fecha, se repite aquí y allá que los asesinatos sistemáticos contra mujeres en aquella frontera son un «mito», una «fantasía», un «lucro» de personas u organismos civiles que «afectan la imagen de Ciudad Juárez». A diversos funcionarios federales se les ha hecho costumbre declarar, en público y en privado, sean requeridos o no para hacerlo, que «no existen evidencias» sobre los nexos del crimen organizado en los asesinatos misóginos de Ciudad Juárez.

Allí están para contradecir tal complicidad los señalamientos, en momentos distintos a lo largo de los últimos años, de agentes en activo del FBI de Estados Unidos, o de Phil Jordan, ex director de El Paso Intelligence Center (EPIC). O bien, las investigaciones de periodistas independientes como las de Rosa Isela Pérez y Graciela Atencio de Norte, Kent Paterson, reportero radial de Nuevo México, Alfredo Corchado de The Dallas Morning News, o de la reportera de El Paso Times Diana Washington Valdez, compiladas en su libro Cosecha de mujeres. Safari en el desierto mexicano, cuyas aportaciones al conocimiento del asunto han sido decisivas. Además, los videodocumentales de Lourdes Portillo (Señorita extraviada) y Alejandra Sánchez (Ni una más), y la obra testimonial de Isabel Vericat Ciudad Juárez: de este lado del puente.

Contra la tendencia que defiende impunidades, intereses políticos e incluye el menosprecio, la indiferencia o las desinformaciones, están también los informes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (2003), la Comisión Nacional de Derechos Humanos (2003), Amnistía Internacional (2003) y el de la ONU/CEDAW (2005), así como el informe que rindió la Misión de la Oficina del Combate a la Droga y el Delito de la ONU en Ciudad Juárez (2003); asimismo, debe valorarse el Reporte de la Asociación Nacional de Abogados Democráticos de México (2005).

En estos términos, Huesos en el desierto ha descrito tanto el móvil general como el móvil particular, la razón y sinrazón de los homicidios sistemáticos contra mujeres en Ciudad Juárez realizados por una fraternidad en el crimen, así como ha distinguido el carácter de dominio territorial del femicidio, vinculado al ejercicio de un poder económico con amplios y profundos nexos con el sistema político mexicano, tanto como con la delincuencia organizada y la economía formal de alto impacto en rubros básicos, o bien, la subterránea (contrabando, prostitución, explotación de niños y menores, tráfico de indocumentados, etcétera).

Asimismo, el libro ha retratado la puesta en marcha de esta industria maquiladora del exterminio de mujeres pobres, al insistir en el modus operandi de extrema violencia de aquellos asesinos que inscriben signos de odio idiosincrásico, misógino, radical, u otros que reflejan los privilegios sociales de quienes patrocinan todo. Las víctimas de esta fábrica de cadáveres en serie han sido objeto de mensajes de secrecía en condiciones específicas de miedo y amenazas de un poder clasista e impune. Sangre, sacrificio, poder grabados en cada uno de los cuerpos.

Tal femicidio expone una significación directa e inherente a un esquema productivo —la industria maquiladora transnacional— que explota cuerpos desechables —números despersonalizados—, así como la pertenencia de su esquema al modelo económico de índole globalizada, lo que asocia fenómenos en apariencia dispersos. Crímenes contra la humanidad, pues, y esto no sólo por la violación y tortura que han proliferado contra las víctimas.

Semejante especificidad criminal nada tiene que ver con delitos de fuero «común», como insisten en proclamar las autoridades mexicanas, tampoco con las explicaciones acerca de que todo aquello se subordina a la «violencia intrafamiliar» y a la «complejidad del contexto en la frontera», que como alegatos en abstracto tienden a evadir lo particular, y que han sido parte lo mismo del discurso propagandístico que justifica las acciones sustitutivas del gobierno que bandera ideológico-política de diputadas, funcionarias y algunos grupos feministas de presión en plan acomodaticio.

Jane Caputi y Diana E. H. Russell precisaron en The Politics of Woman Killing que la misoginia no sólo produce violencia contra las mujeres, sino que distorsiona a su vez la cobertura informativa de los crímenes. «Femicidio, violación y maltrato», escriben dichas feministas, «son ignorados de varios modos o expuestos en forma sensacionalista por la prensa, dependiendo de la raza de la víctima, de su clase social y su atractivo fisionómico (es decir, de los patrones masculinos)».

Así la policía, el aparato judicial, los medios masivos de comunicación y la respuesta de la sociedad a los crímenes contra mujeres incluyen una perspectiva viciosa ya que, por lo regular, la apatía se entrelaza con el uso de estereotipos peyorativos y la inculpación de las víctimas.

Desde una postura crítica, especialistas y académicas del país encabezadas por Marisa Belausteguigoitia, Lucía Melgar e Isabel Vericat consumaron en el otoño de 2004 un «Plan Alternativo para solucionar el feminicidio en Ciudad Juárez». Se buscaba esclarecer los asesinatos a partir de la propuesta de una estructura única de investigación que retomara todos y cada uno de los casos, hacer justicia a las víctimas, reparar el daño a sus familiares en forma desinteresada y sacar a la luz los sucesos históricos del femicidio en aquella frontera. Los ejes fundamentales del Plan Alternativo implicaban reformas legales, así como diversas medidas políticas y administrativas a nivel federal, estatal y municipal. La iniciativa, que fue presentada al poder ejecutivo y al legislativo, entre otras instancias, tuvo una respuesta mínima.

En mayo de 2005, el presidente Vicente Fox Quesada regañó a los medios masivos de comunicación en México por exagerar el tema de los asesinatos contra mujeres en Ciudad Juárez. Y citó cifras que «demostraban» que el problema era inexistente, que los crímenes «estaban solucionados». Al día siguiente, debió reconocer que persistían más de cien asesinatos impunes.

De acuerdo con el testimonio de Adolfo Aguilar Zinzer —ex asesor de seguridad nacional y asuntos internacionales de la presidencia, que moriría en forma intempestiva el 5 junio de 2005—, Vicente Fox Quesada se opuso siempre a que se abriera una investigación a fondo sobre el femicidio en Ciudad Juárez.

La estrategia se habría establecido desde el principio de aquel gobierno: tramar una suma de engaños.

El examen del femicidio en Ciudad Juárez que habita en Huesos en el desierto transcurre del cuestionamiento de la versión oficial o legal sobre asuntos trascendentales de la vida pública, es decir, desde una forma de ejercer la desobediencia civil en el periodismo y la literatura, hasta la desobediencia radical respecto del Estado mexicano: se pone en duda la propia facultad de gobernar del Estado. A esta directriz política se quiere apegar el libro, resultado del oficio de hacer la historia del presente, de unir las precisiones de la memoria y la resistencia al olvido. En este empeño, la imaginación literaria resulta complementaria por necesidad, como lo ha mostrado Roberto Bolaño con su gran novela sobre la tragedia en Ciudad Juárez titulada 2666.

El alegato de fondo en Huesos en el desierto confronta autoridades, a las que se ha invitado para que declaren su punto de vista en cada momento. Lo turbio y el silencio han sido sus mejores aportaciones.

En julio de 2005, una muchacha fue víctima de violación tumultuaria, logró escapar y denunció que personajes prominentes de Ciudad Juárez habían participado en el delito. Mencionó sus apellidos a la prensa: «Sotelo… Zaragoza… Cabada». Las autoridades de Chihuahua se negaron a indagar la denuncia, desmintieron y descalificaron a la víctima, de la que no se ha vuelto a saber su paradero.

En su informe del mes de agosto de 2005, la comisionada Guadalupe Morfín aceptó por fin que «hay grupos de poder, probablemente vinculados a agentes de corporaciones públicas, que ni siquiera han sido rasguñados. El dique de la impunidad requiere ser derribado, con el concurso de todas las autoridades».

Sin embargo, al anunciarse poco después la creación de una fiscalía especial para atender todos los casos de asesinatos contra mujeres a nivel nacional, la PGR previó el término de su trabajo en Ciudad Juárez hacia finales del 2005, ya que el examen de los expedientes estaba completo y «resuelta» la mayor parte de los casos. Anticipó también que haría un «pago de auxilio» a las familias de las víctimas, proporcional respecto al grado de crueldad que cada una de ellas padeció. Éstos eran los resultados «relevantes» del gobierno mexicano para una tragedia devastadora.

Habría que comprender la violencia contemporánea en México como una guerra a escala subterránea. Y volver a descifrar sus signos funestos a contraluz de estas palabras de Ernst Jünger: «Sólo obscuros rumores daban noticias de las espantosas fiestas en que los matarifes y sus esbirros se refocilaban con la angustia, la humillación, la sangre de sus víctimas. Esos crímenes serán por siempre, para tiempos lejanos, un baldón de nuestro siglo; y resultará imposible sentir respeto por quienes no hayan tenido ni corazón ni ojos para lo que ocurría en esos sitios».

A lo largo de los años, varias veces me han preguntado si temo continuar en esta investigación atribulado por el peligro que implica hacerlo. Ésta es mi respuesta recurrente, porque carezco de alguna otra: la valentía de las víctimas al encarar en el último momento la indignidad de su muerte, nos librará del miedo, siempre, una y otra vez.