16. La ciudadana X

Le gustan las cámaras. Le gustan los micrófonos. Se siente bien ante el reto público. Le agrada vestirse con traje sastre, tacones altos, usar cabellera castaña y ondulada y afinar el carmín labial. La distingue una mezcla de coquetería y actitud profesional. Tiene el estilo de una abogada de empresa privada. Se la recuerda en un paraje desértico donde descubrieron el cuerpo de una mujer asesinada en Ciudad Juárez. Llevaba un atuendo como para ir de fiesta, hundía los zapatos en el polvo, oscilaba las piernas entre el suelo pedregoso y la estrechez de la minifalda. Pero quería estar allí, que nada le contaran. Allí donde se unía el drama, las expectativas, los periodistas, los policías, los médicos forenses, la ocasión de las declaraciones y la pose al arbitrio de los fotógrafos.

Le sienta el gestual activo de sus manos. Es polémica y tenaz. Una mujer de batalla. Sin duda, voluntariosa, ávida de aprender. Y regañona. Sobre todo, se niega a permitir que pongan en duda la eficacia del gobierno del PRI al que sirve. La enervan los periodistas desafectos. Y nada quiere saber de las personas que la cuestionan. En particular, la exasperan los grupos civiles, los intelectuales, las feministas que defienden los derechos de las mujeres. A ellas, en buena medida, atribuye el fracaso de las autoridades previas del PAN en el control de los homicidios contra mujeres en Ciudad Juárez. No en balde se vanagloria de que, antes que ella, hubo cuatro fiscales que apenas duraron algunas semanas o meses en el puesto. Ella, en cambio, había cumplido más de dos años allí.

El 9 de noviembre de 1998, Suly Ponce tomó la Fiscalía Especial para la Investigación de Homicidios de Mujeres en Ciudad Juárez (FEIHM), y pensaba continuar hasta que se resolvieran por completo estos delitos, afirmaba. También estaba orgullosa de las cifras: bajo su fiscalía, el registro de este tipo de crímenes descendió. Su apego al procurador de Chihuahua, Arturo González Rascón, la convirtió en una funcionaria inmune al riesgo de la renuncia o el despido. Ningún escándalo, queja pública y presiones de la prensa la afectaron. Es una mujer firme, de familia. Madre de dos hijos y con poco más de treinta y cinco años de edad. Le fascina responder a sus críticos. O desdeñarlos.

En el verano de 1999, al término de la reunión con Asma Jaganhir, relatora de la ONU, aseguró que la visión de ésta sobre lo que sucedía en Ciudad Juárez era «distorsionada y exagerada». Por fortuna —decía— había revertido tal imagen: «le presentamos nuestras cifras y el trabajo que estamos haciendo para esclarecer los asesinatos». Pero sus oponentes le cuentan los errores en los que incurre cada vez que abre la boca: equívocos, contradicciones, infundios, tonterías, amenazas, promesas. O anécdotas chuscas, como aquella cuando declaró que Sharif Sharif era el asesino serial porque era «árabe», pues los «árabes tienen conductas bárbaras con las mujeres». O bien, que el egipcio era psicópata porque usaba una cama de agua.

El egipcio Sharif Sharif se le había vuelto una obsesión. Estaba convencida de que era el gran mago detrás de los homicidios de mujeres en Ciudad Juárez. Nunca lo ha demostrado. Confiesa que se volvió lectora del Corán, incluso ha dicho estudiar la lengua árabe.

Escudriña una y otra vez en la caligrafía volátil de algunos papeles confiscados al químico egipcio.

Busca una clave, un indicio, un dato revelador que termine de una vez por todas con las sospechas y permita encausarle, ahora sí, por las decenas de muertas en la frontera.

Defiende la investigación que llevó a la captura de Jesús Manuel Guardado, «El Tolteca», y «Los Choferes». Soslaya que las declaraciones de éstos fueran extraídas a golpes, tortura y amenazas. Se defiende, ostenta videos grabados donde expresa mostrar lo contrario. Fueron confesiones voluntarias, reitera. Pero sus palabras chocan contra los testimonios de los acusados y la propia prensa, que atestiguó las huellas de los golpes.

Con todo, la fiscal Ponce parece reunir los contrastes de su accionar en un solo punto: reproduce un guión que alguien le ha dictado. Y le dicta aún.

El 21 de febrero de 2001 se halló el cuerpo de la enésima mujer asesinada en Ciudad Juárez en los últimos años. Apareció estrangulada. Fue Lilia Alejandra García Andrade. Tenía 17 años de edad y dos hijos. Empleada de una maquiladora local, el 14 de febrero salió de trabajar y rumbo a su casa fue secuestrada. Se denunció su desaparición dos días después. Las lesiones en su piel indican que estuvo maniatada durante días y sufrió ataques sexuales.

Justo al día siguiente de aquel anuncio, un cable de la agencia Associated Press que circuló desde la tarde, firmado por Susan Parrot, informaba de que unos oficiales de la policía de Dallas, Texas, habían arrestado «a un asesino serial» que durante años aterrorizó a las mujeres de Ciudad Juárez.

A través de la oficina de la PGR en San Antonio, las autoridades judiciales del estado de Chihuahua habían solicitado la detención de «José Juárez Rosales». La hermana del detenido explicaba que, desde años atrás, las autoridades de Chihuahua quisieron involucrar a éste con la banda de «Los Rebeldes» en los homicidios contra mujeres en Ciudad Juárez, pero fue liberado por falta de pruebas.

La nota, por venir de fuentes oficiales, causó un fuerte impacto. El día 23, el vocero de la Procuraduría de Chihuahua, Víctor González, declaró a El Paso Times:

—Creemos que José Juárez Rosales es miembro de la banda «Los Rebeldes», que fueron acusados en 1996 de violar y matar al menos a siete mujeres.

El funcionario repetía que el egipcio Abdel Latif Sharif Sharif era el autor intelectual detrás de «más de una docena de mujeres muertas por dicha banda». Esther Chávez Cano, defensora de los derechos de las mujeres, comentó entonces a El Paso Times:

—Las muertes continúan y las autoridades persisten con la misma versión: que el culpable es Sharif. No tienen ninguna credibilidad.

El día 24 de febrero de 2001, la policía de Dallas entregó en Nuevo Laredo, Tamaulipas, a José Luis Rosales Juárez. Las autoridades chihuahuenses decían tener «nuevas pruebas», y remitían al presunto «multihomicida» a la misma juez que, en su momento, debió abandonar el juicio del químico egipcio ante la denuncia de la defensa de su falta de probidad. El día 26 del mismo año 2001, la fiscal Suly Ponce declaraba que, con la reaprehensión de Rosales Juárez, las autoridades esperaban «obtener mayores pruebas y más órdenes de aprehensión en contra de seis integrantes de la pandilla de “Los Rebeldes”». Respecto al homicidio de Lilia Alejandra García Andrade, expresó que su investigación guardaba «avances significativos», pero demandaba que los testigos llamasen, «para que digan lo que vieron». Luego se quejaría de que en Ciudad Juárez «nadie ve nada, nadie se da cuenta de nada», que los criminales no habían «entendido el mensaje de no más impunidad» por lo que continuaban su reto a la autoridad.

Nada fundamental —ni pruebas ni testimonios— ofrecía a las demandas públicas, excepto un grupo investigador formado por 20 elementos de la Policía Judicial del Estado (PJE) y 5 agentes del Ministerio Público (MP), con al menos dos años en el área de homicidios. Policías judiciales cuyo salario era menor a los 300 dólares quincenales. Agentes del MP de poco más de tal cantidad de salario. Las autoridades judiciales de Chihuahua aducían, en tono justificatorio, padecer de escasez operativa, como falta de gasolina para las patrullas y equipo de seguridad, además de trabajar bajo un régimen de nulas prestaciones laborales, entre otros inconvenientes.

Aquel mismo día 26 de febrero de 2001, trascendió que dicha fiscal fue denunciada en la prensa por Carlos Escobar Escárcega: la funcionaria le quiso sobornar para que inculpara a una persona por el homicidio de Lilia Alejandra. La fiscal anunció que presentaría una demanda por difamación que incluiría a la reportera que reprodujo la denuncia. A la fecha, se desconocen los avances de las investigaciones acerca del homicidio de Lilia Alejandra García Andrade. Otra vez, la impunidad se convertía en norma. Era obvio que la PGJECH quiso construir un impacto noticioso en los medios de comunicación para atenuar los efectos del nuevo hallazgo criminal.

El 6 de abril de 2001, el procurador Arturo González Rascón respondió al embajador de los Países Bajos que José Luis Rosales Juárez era ajeno al homicidio de Hester van Nierop en 1998. Un año atrás, el propio funcionario había declarado que los homicidios contra mujeres en Ciudad Juárez implicaban un «fenómeno complejo», que sólo podía frenarse con un «cambio cultural» que mejorara las relaciones familiares y el freno de los abusos de género. Y se alegraba entonces de que las cifras de disminución criminal favorecieran a su gobierno.

En efecto, de acuerdo con una evaluación del año 2000 de la Policía Federal Preventiva (PFP), se «hacía evidente que los delitos per cápita habían descendido en el estado de Chihuahua», pero, advertía este organismo, «no dejaban de ser altos». Ciudad Juárez condensaba poco más de la mitad de los delitos violentos en Chihuahua.

Durante el foro universitario «Primera Reunión Binacional Crímenes contra Mujeres», realizado en los primeros días de noviembre de 2000 en Ciudad Juárez, puntualizó la titular de la FEIHM:

—De enero de 1993 al 1.º de octubre de 1998, se registraron 177 homicidios de mujeres, de los cuales en 104 casos se consignó a los presuntos responsables, significando un 58,7% de casos esclarecidos. De octubre de 1998 a octubre del año 2000 se han registrado 43 homicidios de mujeres, de los cuales 32 se encuentran concluidos en su etapa de averiguación previa, lo que significa un 75% de casos esclarecidos. Del total de expedientes manejados por la FEIHM desde su creación, podemos acentuar que, específicamente en lo que se refiere al homicidio doloso de mujeres en Ciudad Juárez, en la pasada administración gubernamental se contaba con un porcentaje de eficiencia del 58,7% y un índice de impunidad de 41,3%, en esta administración se está sobre el 75% de eficiencia y existe un índice de impunidad del 25%, específicamente en lo que se refiere al homicidio doloso de mujeres.

Las cifras ornaban el triunfalismo, sobre todo cuando «consignar a presuntos responsables» es un sinónimo de «resolver los casos». Pero cuatro meses después, ante el hallazgo del cuerpo de Lilia Alejandra García Andrade, la fiscal debió recurrir al manejo propagandístico para justificarse. No era la primera vez que esto sucedía.

Casi desde el inicio de la serie de mujeres asesinadas en Ciudad Juárez, las autoridades del PAN consumaron tal tipo de actos —como luego harían las del PRI—, en demérito de investigaciones serias y expedientes consistentes. Y la prensa, la radio, las televisoras hicieron eco, en particular éstas últimas, de aquel juego propagandístico de la PGJECH, sin que hubiera de por medio la menor cautela.

Hay dos ejemplos claros entre muchos otros. El primero de ellos es la campaña en todos los medios de comunicación de México en torno de la captura de Gloria Trevi en Brasil y su proceso extraditorio, justo cuando el operativo binacional de las «narcofosas» se hallaba en la parte más alta del interés público en los últimos días de 1999. De acuerdo con testimonios ministeriales, esta cantante y actriz —acusada de violación y secuestro de menores— tuvo relaciones con Amado Carrillo Fuentes, jefe del Cártel de Juárez. El segundo ejemplo lo constituye el arresto en El Paso, Texas, en octubre de 1998, de Juan Carlos Ortiz Huerta, a quien —como se ha visto— la Procuraduría de Chihuahua hizo detener en relación con cuatro homicidios de mujeres acontecidos a lo largo del año en hoteles de Ciudad Juárez. La detención de Ortiz Huerta se dio un par de semanas después de que fuera hallado el cuerpo de la holandesa Hester van Nierop bajo la cama del Hotel Plaza de aquella frontera. Había que cubrir el escándalo, ya que se trataba de una ciudadana europea. La detención de Ortiz Huerta fue más un espectáculo que un acto judicial. El caso continúa abierto. El responsable del homicidio, libre. Como tantas otras veces.

A pesar de todo, la fiscal Suly Ponce afirmaría cada vez que se le preguntara que está «resuelto» el 80% de los casos de homicidios contra mujeres. Al hacerse cargo de la FEIHM en Ciudad Juárez, Suly Ponce le dio la espalda a las organizaciones civiles que, a lo largo de la década de los noventa, habían reivindicado la causa de las víctimas. Y ejercido una presión constante sobre las autoridades.

Irma Campos, del Grupo 8 de Marzo, se quejaba de que el gobierno quería ocultar las informaciones sobre los asesinatos contra mujeres con el fin de evitar los cuestionamientos acerca de la falta de resultados. Lamentaba que fueran los simples ciudadanos quienes reportaran los hallazgos y, a veces, hasta realizaran la búsqueda de nuevos cuerpos.

Entre las organizaciones civiles y los políticos oposicionistas, comenzó a concluirse que el gobierno de Patricio Martínez tenía la consigna de deshacerse del problema de los homicidios de mujeres en Ciudad Juárez. Quizás había un mandato expreso del gobernador para ocultar los hallazgos de nuevos cuerpos. El 27 de mayo de 1999 Carlos Camacho, entonces diputado federal del PAN, compartió esta creencia en su oficina juarense:

—Conociendo a los políticos del PRI, no me extrañaría que el gobernador haya dado órdenes a un grupo de policías judiciales para que se hagan cargo de ocultar los homicidios de mujeres en Ciudad Juárez.

Para la Procuraduría de Chihuahua, el asunto de los homicidios contra mujeres parece más un expediente político que de índole judicial. Esto se vio desde el 22 de febrero de 1999, cuando la fiscal Ponce declaró a la prensa que el nuevo gobierno reconocía 184 homicidios desde 1993 hasta esa fecha. Y que, de todos éstos, 24 provenían de la «misma persona». Así, sólo faltaba cerrar la cuadratura del círculo. Fue específica y dijo basarse en las repeticiones del patrón victimológico: la mayoría de las víctimas era de «extracción humilde, mujeres delgadas, de cabello largo, morenas». Y trabajadoras de la industria maquiladora, además de menores de edad. Insistía también en negar los vínculos entre los nuevos hallazgos y los cuerpos anteriores. Nada de vinculaciones incómodas. Argumentaba que los casos recientes eran producto de «imitadores» o pandilleros. El mandato era hallar al culpable. O quizás inventarle.

El 25 de febrero de 1999, la fiscal Ponce anunció que se había detenido a un sospechoso de cometer al menos dos homicidios y tres violaciones contra estudiantes de secundaria: Gerardo Vargas Elías, «El Sherry». Se dijo que las autoridades contaban con los testimonios inculpatorios de tres niñas que dijeron sufrir las amenazas del sujeto. Con todo, el violador parecía ajeno a los homicidios sistemáticos.

El 3 de marzo de 1999, el día que se anunció la sentencia de 30 años de cárcel contra Sharif Sharif por el homicidio de Elizabeth Castro García, se reportó el hallazgo de otro cuerpo. La prensa recordó que Francisco Minjárez, en funciones como comandante del Grupo Antisecuestros de la nueva administración, había dicho desde 1995 que el egipcio tenía cómplices. Este dicho antiguo fundamentaría todas las acusaciones. Poco después, el procurador González Rascón insistía en que la «mayoría de los homicidios de mujeres en Ciudad Juárez no tienen relación entre sí». Anunciaba que cinco «perfiladores del FBI» analizaban 78 expedientes, y que de éstos habían seleccionado 23.

El 19 de marzo de 1999, la fiscal Ponce declaró que la PGJECH ofrecía una recompensa a quien informara acerca del paradero del conductor de un camión de pasajeros que había violado a una niña de 14 años e intentó matarla. Las autoridades informaban que habían identificado al agresor: era Jesús Manuel Guardado Márquez, de 25 años de edad. La fiscal Ponce aseguró a la prensa que el prófugo, «ex agente policíaco que fue dado de baja», estaba involucrado en varios homicidios de mujeres.

Ante las exigencias civiles, las autoridades anunciaron una tarea conjunta de la policía municipal y la Fiscalía Especial. En cambio, la prensa registró los desencuentros entre el subprocurador Nahúm Nájera Castro y la fiscal especial Ponce: entraban en contradicción no sólo por una disputa jurisdiccional y por la línea de mando, sino que mantenían enfoques distintos sobre los homicidios de mujeres. «En relación a estos crímenes, tenemos la teoría de la operación de un asesino en serie», decía un categórico Nájera Castro. Y declaraba que, ante todo, debía indagarse esta línea. La fiscalía, en cambio, ya tenía a su culpable en la persona de Jesús Manuel Guajardo Márquez, «El Tolteca», y el 1.º de abril de 1999 anunció que diez conductores de camiones de transporte urbano estaban coludidos en homicidios de mujeres.

Y Abdel Latif Sharif Sharif estaba también implicado.

—Se trata de un delincuente de tipo organizado, manipulador, una persona con alto grado de peligrosidad —dictaminaba.

Se reabría el juego de las circularidades.

La fiscal Ponce se ha mostrado proclive a personalizar los asuntos de trabajo, o se muestra renuente ante la insistencia de los familiares y amigos de las víctimas acerca de la falta de resultados. Incluso, se quejan los agraviados, mantiene un trato despótico hacia ellos. O bien, se la ha oído alardear descalificaciones contra la defensora de Sharif Sharif.

Irene Blanco, que afirma jamás haber cruzado palabra con la fiscal, recuerda en cambio una circunstancia:

—Al parecer, Suly Ponce estuvo en el Ministerio Público un tiempo. También trabajó en el Instituto Federal Electoral. Pero una fiscalía de homicidios de mujeres requiere otro perfil profesional. Un día afirma: «Nos dejaron sin un solo expediente, no sabemos nada, no podemos investigar porque no tenemos expedientes», y después de un año te dice lo contrario: «Entre los expedientes que tenemos estamos por ver si la osamenta que encontramos en el Cerro Bola corresponde con alguna de las que tenemos aquí». ¿Tenías o no tenías expedientes? ¡Dijiste que no tenías y ahora sí tienes!

El 19 de enero de 2000, los grupos civiles exigieron la renuncia de la fiscal Ponce: se había encontrado otro cuerpo más, esta vez en Cerro Bola. Diez días después, se localizó a otra víctima en Loma Blanca, justo donde se había descubierto el cuerpo de Sagrario González Flores en 1998. La fiscal advirtió que el avance de las pesquisas dependía de que se identificara a la víctima. Luego se sabría que era María Isabel Nava Vázquez, pero las indagatorias quedarían inconclusas. La fiscal, en tanto, negó que este crimen reanudara los homicidios seriales, o que un psicópata estuviera suelto. Pero el 31 de enero, la fiscal Ponce debió reconocer otra víctima: Cecilia Sáenz Parra. Había sido violada. Esta vez, las autoridades dijeron que habían detenido al presunto homicida: César Solís.

El 15 de febrero de 2000 se notificó acerca de otra muerta en Lote Bravo: había sufrido violación. Las autoridades informaron que los rasgos de este último cuerpo coincidían con los de la desaparecida Inés Silvia Merchant, de 23 años. El 2 de abril siguiente se anunció el descubrimiento de otra víctima en Cerro Bola, que sería el cuerpo de Amparo Guzmán Caixba. El 26 de julio se informó del hallazgo de Irma Márquez, estrangulada en un paraje solitario. Ese mismo día, la fiscalía presentó a Antonio Sarmiento Ruvalcaba como supuesto victimario. El mes de septiembre del 2000, la policía juarense anunció un rastreo de más cuerpos en algunas zonas despobladas próximas a la ciudad.

En un contrapunto revelador se anunció, a principios de octubre de 2000, la «renuncia» de Antonio Navarrete a su puesto directivo en la policía municipal. Se negó a que le sancionaran como corresponsable de una riña de policías de su agrupamiento con un grupo de reporteros durante una pelea de box. En esas fechas, su colega Javier Benavides «retiró» la demanda que había interpuesto contra dos periodista juarenses por difamación. Después de años de servicio, ambos policías parecían entrar en un receso local ante las expectativas de que su ex jefe y amigo Francisco Molina Ruiz llegara al gobierno de Vicente Fox. Ambos tuvieron líos por causa de la prensa.

En la «Primera Reunión Binacional Crímenes contra Mujeres», un estudio de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez y del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACYT) estableció que en Tijuana se cometieron, entre 1985 y 1997, dos asesinatos contra mujeres por cada 100 000 mujeres. En Ciudad Juárez, de acuerdo con dicho estudio, la proporción era de diez por cada 100 000 de ellas. Irma Campos, del Grupo 8 de Marzo, denunció que ni la fiscalía ni el gobierno de Patricio Martínez habían cumplido sus promesas de solucionar los homicidios contra mujeres en Ciudad Juárez.

No hay que preocuparse: los culpables están presos, confirmaría una y otra vez la fiscal especial Suly Ponce. O pediría paciencia. Y advertiría: La fiscalía sólo habrá de responder por los homicidios acontecidos desde 1998 en adelante. El pasado es cosa muerta: una suma de expedientes incompletos o destruidos. La fiscal ya había asegurado que, al final de la anterior gubernatura en Chihuahua, las evidencias y las ropas de las víctimas fueron incineradas en la Academia Estatal de Policía. A sus ojos, se trataba pues de un asunto concluso.

El 8 de marzo de 2001, se difundirían las declaraciones del procurador de Chihuahua acerca de que «se han cometido crímenes de mujeres en otros estados de la República y en mayor cantidad», dijo, «pero sólo se ha dado difusión a Ciudad Juárez como el lugar donde matan a las mujeres». Sin embargo, fue incapaz de mencionar en qué otras partes se ha presentado este fenómeno.

Interrogado acerca de aquella respuesta del procurador de Chihuahua, el criminólogo Rafael Ruiz Harrell comentó:

—Es claro que en toda la República se asesina tanto a hombres como a mujeres, y en ese sentido no hay entidad que no pueda colaborar a la macabra estadística de mujeres víctimas de homicidio doloso. Si a ésas vamos, podría señalarse que de 1995 a 2000 se privó deliberadamente de la vida a 840 mujeres de un total de 7858 homicidios dolosos registrados. La proporción, como se podrá advertir, es de más o menos el 10% y esto es importante porque esa relación: 9 hombres por cada mujer, es más o menos la misma en toda la República. Podrá variar de una mujer por 12 hombres hasta una mujer por 7,5 hombres, pero siempre anda entre esos límites (aunque década a década el porcentaje femenino ha venido subiendo). No se trata, así pues, de que no haya mujeres asesinadas en el resto del país, sino de lo que representan las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez del total.

En consecuencia, Ruiz Harrell precisa que «si de 1994 a 2000 hubo 591 homicidios dolosos registrados en Ciudad Juárez y 259 fueron de mujeres (suponiendo 230 de las no identificadas o identificadas a medias)», esto quiere decir que en vez del 10% representaron el 43,8%. «Y eso sí es inquietante», concluía el criminólogo.

En Estados Unidos, por ejemplo, las víctimas de homicidio son hombres en un 76,4% y mujeres en un 23,6%.

Con todo, las cifras insensibilizan a quienes menos deberían hacerlo. Se ha visto reír a carcajadas a Suly Ponce mientras asiste al levantamiento del cuerpo de una mujer víctima de homicidio. Su voz y figura podrían ser las de un funcionario X, como cualesquiera otras. Reemplazables. Indiferentes. Las víctimas, en cambio, son lo contrario: personas únicas. Incluso las no identificadas.

El 29 de julio de 2001 se anunciaría que Zulema Bolívar, subordinada de Suly Ponce, pasaba a ocupar el mando de la Fiscalía Especial en Ciudad Juárez. Y Suly Ponce ascendía a Coordinadora de Ministerios Públicos en la Zona Norte del Estado de Chihuahua. El procurador Arturo González Rascón comentó que Suly Ponce había realizado durante su gestión «muy exitosas investigaciones». El 1.º de marzo de 2002, tanto Suly Ponce como Zulema Bolívar renunciarían a sus cargos, la primera de ellas acusada en la prensa de sostener nexos con el narcotráfico y la mafia policíaca que protege a los homicidas de mujeres.

Aquella fiscal es una pieza más de la maquinaria burocrática de un país en plena descomposición —entre marzo y julio de 2002, habría dos relevos en la FEIHM: Liliana Herrera y Ángela Talvera.

No pasa nada, dirá ella. Nada, repetirán los que vengan.

Nada.

Como el silencio del desierto.

Nada.

Como los huesos de las víctimas dispersos en la noche.