17. Campos de algodón

El martes 6 de noviembre de 2001, un albañil se dirigía a su trabajo en un fraccionamiento al oriente central de Ciudad Juárez. Eran cerca de las nueve de la mañana. Decidió tomar un atajo y atravesó unos campos de algodón contiguos. Un fuerte aroma cadavérico lo obligó a voltear la mirada hacia el lecho de un canal de riego. Descubrió, a flor de tierra y en un entorno de yerbas secas, el cuerpo en descomposición de una mujer.

Al llegar, la policía examinó el terreno y halló dos cuerpos más. La primera víctima, una adolescente de cerca de 15 años, tenía las manos atadas por la espalda. Había muerto entre 10 y 15 días atrás. La edad de las otras dos víctimas se estimó en alrededor de 25 años. Los tres cuerpos estaban desnudos y era presumible la violencia sexual en las víctimas. Al parecer, las mujeres fueron asesinadas en distintas fechas y durante el lapso de los seis meses previos. Incluso, los cuerpos tenían signos de haber estado en una cámara de refrigeración. Alguien los había «sembrado» allí. Más aún: en aquellos homicidios habían participado al menos dos sujetos. A pleno sol, crecía la certeza escalofriante de más homicidios contra mujeres en Ciudad Juárez.

Para entonces, las organizaciones no gubernamentales contabilizaban más de 300 víctimas. El gobierno local hablaría sólo de 246. En pocas semanas, la cifra se incrementaría.

Los campos de algodón —propiedad de la familia Barriocolindan con un fraccionamiento y un rancho de aspecto próspero, y apuntan a la esquina de dos avenidas muy transitadas: Paseo de la Victoria y Prolongación Ejército Nacional. El rancho se llama Jaime Bermúdez Cuarón— «el padre de la industria maquiladora en Juárez»— en honor del empresario juarense que apoyó a Francisco Barrio Terrazas para que llegara a la presidencia municipal en 1983 —la familia Bermúdez es uno de los propietarios de Lote Bravo. Enfrente de los campos está la Asociación de Maquiladoras. Los cuerpos sembrados allí eran un mensaje mórbido a todo aquel que supiera leerlo.

El miércoles 7 de noviembre, los expertos de la Fiscalía Especial —a cargo de Zulema Bolívar— ampliaron la búsqueda y descubrieron 5 cuerpos más en un canal de drenaje. Estos nuevos «homicidios en serie» —reconocidos así por dicha Fiscalía, mientras recomendaba cautela y detenimiento en las indagatorias— desmentían la insistencia de las autoridades de Chihuahua de haber ya solucionado el problema.

Esther Chávez Cano, defensora de los derechos de las mujeres, afirmó:

—Este asunto no ha terminado. Los homicidios continúan y las autoridades vuelven a manifestar su ineptitud.

El procurador de Chihuahua, Arturo González Rascón, declaró que convocaría la ayuda de las policías municipal, estatal y federal, e incluso del ejército, con el fin de investigar los homicidios.

—El asesino o asesinos —repitió el funcionario—, sufrirán todo el peso de la ley.

A su vez, los gobiernos municipal y estatal ofrecieron una recompensa de 20 000 dólares a quien proporcionara informaciones útiles.

El jueves 8 de noviembre diversas organizaciones civiles se manifestaron frente a las oficinas de la Fiscalía Especial, efectuaron una clausura simbólica y demandaron una investigación científica de los homicidios. También se presentó un hecho disímbolo que tendría relevancia con el paso del tiempo: la fuga del penal de alta seguridad de la ciudad de Chihuahua de los reos Francisco Estrada, Jorge Alberto Saracho y Víctor Manuel Rivera —los dos primeros, sicarios del narcotráfico.

Aquel día, se informó de la desaparición de dos adolescentes de 14 años, que se unían a una larga lista de muchachas desaparecidas durante los últimos meses: Yadira Elizabeth Sotelo, Silvia Elena Reveles Morales, Irma Angélica Rosales Lozano, Guadalupe Luna de la Rosa, Elena Arellano Prieto, Miriam Yolanda Guerrero Castañeda. Y Verónica Martínez Hernández, Rosa Velia Cordero Hernández, Minerva Teresa Albeldaño, Mayra Juliana Reyes Solís, María de los Ángeles Acosta Ramírez, Claudia Ivette González.

Un mes atrás, María Sáenz —del Comité de Chihuahua Pro Derechos Humanos (CCHPDH)— había alertado sobre una tendencia creciente en Ciudad Juárez: antes se encontraban los cuerpos de las víctimas violadas y estranguladas. Ahora, «simplemente desaparecen», declaró. Poco a poco, algunos cuerpos emergían. A la fecha, los grupos civiles registraban más de 450 desaparecidas en los últimos años.

El viernes 9 de noviembre el procurador González Rascón anunció —contra la confidencialidad que merece una pesquisa seria— un detalle macabro de los homicidios en serie: en 5 de los cuerpos se observaba que se había cortado un mechón del cabello en la parte trasera de la cabeza. Las víctimas, asimismo, murieron de asfixia por estrangulamiento.

El sábado 10 de noviembre se supo que —horas antes— un grupo de agentes encapuchados, vestidos de negro y sin insignia de corporación, había detenido a Víctor Javier García Uribe y a Gustavo González Meza. El primero de ellos estaba amparado en términos legales ya que, en 1999, la policía lo quiso involucrar como violador y homicida de mujeres al lado de Jesús Manuel Guardado, «El Tolteca». Las autoridades de Chihuahua inculparon a «El Tolteca» de ser asesino en serie —a la fecha, se encontraba detenido en el penal de alta seguridad de la capital chihuahuense, en espera de sentencia por aquellos delitos.

El abogado de García Uribe —Sergio Dante Almaraz— explicó que éste fue «levantado» a la fuerza, ya que ni se respetó el amparo ni se le mostró la orden de aprehensión, pero los encapuchados iban en vehículos con el emblema de la Policía Judicial de Chihuahua. Después, se sabría que García Uribe estuvo preso —antes de ser consignado— en un sitio clandestino de Ciudad Juárez.

El escándalo por los hallazgos estuvo previsto: el mismo sábado 10 se inauguraba el «Foro Internacional: Mujeres Trabajadoras en contra de la Violencia hacia la Mujer», que reunía a diversas dirigentes obreras y activistas, como Linda Chavez-Thompson, vicepresidenta de la central laboral AFL-CIO de Estados Unidos, y Francisco Hernández Juárez, de la correspondiente UNT de México. En el marco de tal foro, Victoria Caraveo, dirigente de Mujeres por Juárez, cuestionó la irresponsabilidad de la procuraduría de Chihuahua, e invitó a unir esfuerzos para elaborar programas de prevención y respuesta inmediata contra los homicidios, en los que —argüía— «deben confluir diversos sectores».

—Tenemos que desarrollar —afirmaba Caraveo— formas de detectar de inmediato si una empleada de maquiladora llega o no llega a su lugar de trabajo, o bien cuando llegue tarde, porque allí está el caso de Claudia Ivette González, que le negaron el acceso a la maquiladora Lear porque se retrasó dos minutos y luego desapareció.

También acudieron, en busca de apoyo, algunos familiares de las víctimas, como la madre de Lilia Alejandra García Andrade, de 17 años y dos hijos, que desapareció el 14 de febrero de 2001 al salir de su trabajo en una maquiladora. A Lilia Alejandra se la halló muerta siete días después en un lote baldío —propiedad del ex gobernador Teófilo Borunda— frente al centro comercial Plaza Juárez, en el cruce de las avenidas Adolfo López Mateos y Ejército Nacional, un lugar muy transitado y a pocos kilómetros de los campos de algodón. La autopsia reveló que aquella adolescente murió el 19 de febrero. Fue violada, torturada, mutilada y estrangulada. Su cuerpo estaba semidesnudo y envuelto en una cobija.

Las autoridades locales recibieron denuncias de testigos que presenciaron el «levantón» de Lilia Alejandra por parte de varios hombres en un vehículo, pero se negaron a investigar a fondo los testimonios. El homicidio permanece impune. Trascendería que dichos sujetos son sicarios del narcotráfico.

Óscar Máynez, jefe de peritos de la Subprocuraduría de la Zona Norte de Chihuahua, confirmó que algunos de los cuerpos de los campos de algodón guardaban similitudes respecto de las lesiones infligidas en el cuerpo de Lilia Alejandra. Por ejemplo, la mutilación de los senos. Podía presumirse que los asesinos de Lilia Alejandra y los de las últimas víctimas fueron los mismos. En poco tiempo, surgirían más indicios.

Por la tarde del sábado 10 se reveló que el procurador Arturo González Rascón había tomado el mando de las pesquisas por órdenes directas del gobernador Patricio Martínez, que instruyó además desvincular al narcotráfico en el manejo comunicativo, deslegitimar las críticas de los grupos civiles y situar la causa única de los crímenes en la descomposición social de la frontera. Marginó así a la propia Fiscalía Especial y a su área de servicios periciales.

Un equipo de apoyo viajó desde la ciudad de Chihuahua a Juárez para ordenar, entre otras medidas, la introducción de maquinaria pesada en los campos donde se hallaron las víctimas. Los peritos locales lograron revertir la orden. La prensa, asimismo, difundió la prisa del procurador por solucionar los crímenes mediante mandato supremo.

En la Fiscalía Especial imperaba el descontento y la preocupación por las intromisiones del procurador, ajenas a cualquier protocolo técnico y operativo. «El problema principal», comentaría Óscar Máynez, «es la ineptitud del procurador». Aquel sábado 10 de noviembre, el diario Norte difundió la suspicacia de la criminóloga Candice Skrapec:

—Es asombroso que ocho cuerpos de mujeres puedan ser abandonados en una misma área que, por cierto, no es remota, y que los cuerpos no hayan sido descubiertos antes. Hacer algo como esto es sumamente atrevido, sumamente descarado para cualquier persona. Es decir, cualquier persona que haga algo como esto tiene que ser alguien sumamente atrevido o descarado, alguien que actúa con absoluta desfachatez y/o sin empacho alguno.

La noche del domingo 11 de noviembre, en las oficinas de la Subprocuraduría, el procurador González Rascón anunció que tenía ya 2 culpables de los 8 homicidios recientes: los conductores de transporte urbano Víctor Javier García Uribe, alias «El Cerillo», y Gustavo González Meza, alias «La Foca». Al decir del funcionario, llevaban meses, si no años, dedicados a secuestrar y matar mujeres, previo consumo de «alcohol, cocaína y marihuana».

De acuerdo con las autoridades —donde resaltaba la ausencia de la fiscal especial Zulema Bolívar—, ambos individuos habían confesado los crímenes y proporcionado el nombre y apellido de cada una de las 8 víctimas. El procurador detalló quiénes eran: Guadalupe Luna de la Rosa, Verónica Martínez Fernández, Claudia Ivette González, Mayra Reyes Solís, Laura Berenice Ramos Monárrez, Bárbara Martínez Ramos, Esmeralda Herrera Monreal y María de los Ángeles Acosta Ramírez. Los presuntos culpables, añadió el procurador, reconocían que en los campos de algodón había otras 3 víctimas, por lo que en total éstas podrían ascender a 11.

Al salir de la conferencia de prensa, González Rascón fue interpelado por Miriam García, esposa de Víctor Javier García Uribe, que lo acusó de «cobarde» y haber pasado por encima de la ley. El funcionario huyó de inmediato, rodeado de sus guardias. Al mismo tiempo, el abogado Almaraz insistía ante los periodistas en su denuncia de las violaciones a los derechos humanos de los inculpados.

Óscar Máynez definió la atmósfera de tales anuncios: «Esto apesta». Y comentó que temía que en el vehículo de uno de los detenidos, una camioneta tipo van ya incautada, «la gente del procurador sembrara evidencias inculpatorias».

Los peritos de Chihuahua se ocuparon de revisar la camioneta «en busca de evidencias». Dijeron hallar cabellos de mujer en el vehículo, y conminaron a los peritos locales a reconocer el hallazgo para que se registrara en la averiguación previa. El jefe de servicios periciales de la fiscalía juarense, Óscar Máynez, se negó a hacerlo: «No me consta el hallazgo. No puedo avalarlo», respondería.

El lunes 12 de noviembre, fue explícito el rechazo colectivo o al menos el escepticismo generalizado ante el anuncio del procurador, lo mismo en la prensa que en las televisoras y la radio locales. Los programas de llamadas abiertas al público resumían la desconfianza y llamaban la atención hacia otros hechos indicativos, por ejemplo el ascenso de las denuncias sobre desapariciones de muchachas. A partir del martes 6, se había recibido una docena más.

Diversos grupos civiles demandaron que, ante el clima de violencia y agresiones sistemáticas contra las mujeres, se declarase Ciudad Juárez zona de «emergencia nacional». Ni la Secretaría de Gobernación ni la Procuraduría de la República expresaron acuse de recibo.

El martes 13, las autoridades ratificaron el cese de las investigaciones, incluso el abandono de todo rastreo policíaco en los campos de algodón en busca de los otros 3 cuerpos de los que habló el procurador —tres meses más tarde—, un rastreo de grupos civiles descubriría allí ropa y objetos que pertenecieron a las víctimas; sólo cabía una disyuntiva: o la policía hizo un rastreo negligente o fueron sembrados después.

Óscar Máynez confirmó que, hasta entonces, sólo se tenía identificadas a 5 víctimas: Mayra Reyes Solís, Claudia Ivette González, Verónica Martínez Hernández, Bárbara Martínez Ramos y Laura Berenice Ramos Monárrez. A mediados de diciembre, la fiscalía entregaría sólo 2 cuerpos a sus familiares, los de Claudia Ivette González y Esmeralda Herrera Monreal, ya que el resto permanecería a la espera de otras pruebas periciales, —como la de ADN— al paso del tiempo, estas pruebas desmentirían la identidad de las víctimas, pero las autoridades ocultarían los resultados.

En adelante, la PGJECH prohibiría a los peritos hacer declaraciones a la prensa. En términos técnicos, las presunciones del procurador carecían de cualquier fundamento: no había habido ningún rigor en la indagatoria científica y policíaca.

Ante el juez tercero de lo Penal, José Alberto Vázquez Quintero, los acusados denunciaron la tortura a la que fueron sometidos para declararse culpables. A pesar de todo, el 14 de noviembre el juez Vázquez Quintero dictó el auto de formal prisión a los dos acusados. El mismo día, se hallaron los cuerpos de 2 jóvenes asesinadas más: uno en el Motel Royal y otro en el municipio de Guerrero. En pocas horas, las autoridades presumieron la «resolución» de ambos casos. Entre el hallazgo de los 8 cuerpos y el mandato judicial que encarcelaba a los supuestos culpables, transcurrió sólo una semana.

Un par de días después, el gobernador de Chihuahua, Patricio Martínez García, ofreció su epitafio favorito para una semana atroz: «Los resultados de las investigaciones sobre los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez no están para someterse a una decisión de mayoría de votos».

Eva Pavón, madre de Silvia Arce —una joven que desapareció en marzo de 1998— describió la forma como las autoridades han justificado su inacción ante las desapariciones y los homicidios contra mujeres en Ciudad Juárez:

—Siempre nos dicen lo mismo: «¿Para qué le buscan? No se metan en la boca del lobo». Y cuando insistimos, la respuesta es: «A ver quién se cansa primero»…

El 19 de noviembre de 2001 se halló el cuerpo semidesnudo, estrangulado y golpeado de otra muchacha de 21 años, Alma Nelly Osorio Bejarano, en una calle periférica de Ciudad Juárez. El día 22, la Cámara de Diputados de la República aprobó integrar una Comisión Especial para vigilar las investigaciones de los asesinatos contra mujeres en Ciudad Juárez. La integrarían 12 legisladores federales de todos los partidos, pero sus tareas fueron discretas, —tanto como obstruidos sus trabajos por las pugnas partidarias— la Comisión se comprometió a ofrecer sus conclusiones en marzo de 2002 y no lo hizo.

Una semana después, el director del CERESO, Carlos Gutiérrez Casas, entregaría al juez Vázquez Quintero la constancia de las lesiones por tortura que presentaban García Uribe y González Meza al ingresar al penal. El responsable de la detención y maltrato de los inculpados fue Alejandro Castro Valles, primer comandante de la Policía Judicial de Chihuahua.

Desde 1999, se habían divulgado los nexos de este policía con la mafia juarense de narcotraficantes, asesinos y secuestradores que allá impera. La denuncia pública provino de los tres agentes federales que indagaban dicha fraternidad delincuencial y cayeron presos por ésta en 1998. Pero antes de que avanzaran más en su tarea, fueron acusados y condenados por «secuestro» a partir de las declaraciones de dos personas que jamás reaparecieron para ratificar o confrontar sus cargos.

Los hechos se dieron en torno del primer comandante de la Policía Judicial de Chihuahua, que era entonces el propio Castro Valles, y de Francisco Minjárez, que fungía como jefe del Grupo Especial Antisecuestros —cargo que mantendría hasta principios de 2002—. A este último policía también se le vinculó en el pasado con la red de protección a la mafia local. En su momento, el procurador González Rascón salió en defensa suya. Muy pronto se refrendaría la pertinencia de estos señalamientos.

El diario Norte divulgaría que los «encargados del grupo antisecuestros de la Procuraduría de Justicia del Estado, Francisco Minjárez y Carlos Medina, figuraban como los principales operadores de las desapariciones forzadas en Ciudad Juárez». Y denunciaba:

—Cabe destacar que son más de 196 desapariciones que se vinculan a Francisco Minjárez y su grupo, quien recibía orden del entonces jefe del Instituto Nacional para el Combate a las Drogas, Francisco Molina Ruiz.

El 20 de noviembre de 2001, en el bar Hooligan’s de la urbe fronteriza —cerca de donde se halló el cuerpo de Lilia Alejandra García Andrade—, un grupo de amigos (Eduardo Ramírez, de 32 años, Óscar Barraza de 33, Raúl Varela Vega de 24, Juan Antonio Chávez Santacruz de 28 y David Chávez Santacruz de 32 años) tuvo un altercado con unos sujetos. Uno de aquellos había cruzado palabra con una muchacha que estaba en otra mesa y la invitó a bailar, lo que suscitó la ira de sus tres acompañantes. Molesto, uno de éstos se acercó a la mesa de los otros y le propinó un puñetazo en la cara a David Chávez Santacruz, que quiso responder a la agresión pero fue detenido por los vigilantes del bar.

—¡Ya váyanse! —urgieron los empleados del establecimiento al primer grupo—, porque estos tipos están pesados: no saben con quiénes se han metido —remarcaron, mientras condonaban el pago de la cuenta con tal que se disipara el riesgo.

El grupo optó por abandonar en paz el lugar y se dirigió al domicilio de otro amigo, ubicado en la avenida Ejército Nacional, cerca del Camino Viejo a San José. Antes de llegar a su destino, el grupo advirtió que los perseguía la unidad 743 de la Policía Municipal. A bordo iban Carlos Saldívar Amparán, de 34 años, y Lorenzo Vargas González, de 26.

Los agentes policíacos, adscritos al Distrito Norte, manifestaron que procederían a revisar el vehículo, pero en lugar de hacerlo hablaron por radio y esperaron un rato antes de irse sin mediar explicaciones. Cinco minutos después, arribaron media docena de vehículos, de los que descendieron cerca de diez sujetos con armas de alto poder. Gritaban que eran agentes de la Judicial Federal pero carecían de las insignias y uniformes respectivos. Uno de éstos golpeó a David Chávez Santacruz, que cayó al suelo ya semiinconsciente, mientras sus amigos eran «levantados» por los supuestos agentes. Entre ellos, no estaban los sujetos del altercado en el bar.

Días después, se hallaron los cuerpos de los cuatro «levantados»: presentaban golpes y signos de torturas diversas en un par de casos. Por ejemplo, a Juan Antonio Chávez Santacruz le fueron arrancados dos dedos mientras estaba con vida. Las cuatro víctimas murieron de asfixia por estrangulamiento. Los policías municipales que tendieron la trampa a las víctimas —o los «pusieron» a tiro— sólo fueron suspendidos unos días. El sobreviviente David Chávez Santacruz recibió amenazas de muerte.

Quienes ordenaron el secuestro y asesinato de las víctimas eran, según el testimonio de los empleados del bar, «Juan, Pedro y Jorge», al parecer miembros del cártel de los Carrillo Fuentes. Se llegó a decir que el acompañante de la muchacha en discordia era el mismísimo Vicente Carrillo Leyva, cuya boda acontecería el 25 de noviembre de 2001 en el Rancho Villa Juárez, en Navolato, Sinaloa, sin asomo de acoso policíaco o del ejército, a pesar de tener en su contra una orden de aprehensión por narcotráfico desde 1998. También se sabría que el bar Hooligan’s ha sido un negocio de los Carrillo Fuentes.

Así, el perímetro urbano, la victimación, el modus operandi de los «levantones», el apoyo táctico de la policía y los homicidios o mutilaciones por parte de sicarios recordaban la misma firma delincuencial al servicio del narcotráfico, ya fueran los homicidios de mujeres u otros crímenes. El crimen organizado alrededor de la familia Carrillo Fuentes y sus aliados subrayaba su pugna abierta con el gobierno de Patricio Martínez, le creaba mala atmósfera pública y le arrojaba cadáveres aquí y allá para coaccionarlo.

La causa de fondo es el enorme negocio en esta frontera: el narcotráfico. De allí brota gran parte del poder de los políticos y los empresarios que «lavan» dinero. A pesar de los indicios de delitos de orden federal en el caso de los campos de algodón, la PGR se negó a ejercer la «atracción» de las indagatorias, como lo anunció el subprocurador Eduardo Ibarrola Nicolín el 28 de noviembre de 2001. El anuncio decepcionante añadía una sospecha: este funcionario tiene mala reputación. En 1993 Kaveh Moussavi, un representante de la multinacional IBM, denunció que Ibarrola Nicolín le había exigido —a nombre del gobierno mexicano— un millón de dólares para el otorgamiento de un contrato de compraventa a nivel federal. Su impericia —voluntaria o involuntaria— ha enturbiado también diversos procesos judiciales de México en otros países.

Durante las semanas posteriores al hallazgo en los campos de algodón, se decantarían las claves del horror en la frontera juarense.

A principios de diciembre, y mientras la presidenta del Instituto Nacional de las Mujeres (INMUJERES), Patricia Espinosa Torres, impulsaba crear una «comisión interdisciplinaria» para atender la gravedad del problema en Ciudad Juárez, las autoridades de Chihuahua se esforzaban en convencer a la opinión pública acerca de las bondades de su trabajo. Esto incluyó la exhibición, en televisoras locales de cable y de señal abierta, de un documental realizado ex profeso. La PGJECH comenzó también a circular un documento: Homicidios de mujer en Ciudad Juárez, enero de 1993-noviembre de 2001.

Su objetivo tenía dos aspectos: racionalizar el problema de las cifras discordantes y persuadir a propios y extraños sobre los éxitos policíaco-judiciales de la administración actual respecto de las limitaciones de la gubernatura anterior. El primer aspecto retomaba el término de «homicidios situacionales» (es decir, «motivos pasionales, narcotráfico, robo, sexuales, en riña, intrafamiliares, venganzas, imprudencia y motivos desconocidos») en contraposición a los «homicidios múltiples» (o seriales). Según aquel documento, desde 1993 se habían presentado en Ciudad Juárez 261 homicidios, y sólo 76 de ellos eran múltiples. El resto correspondía a los situacionales. El gobierno de Patricio Martínez reconocía haber enfrentado 81 homicidios, sólo 20 de ellos de tipo múltiple. A su vez, declaraba la «resolución» de 47 de los 61 homicidos situacionales, y 15 de los 20 múltiples —además de otros 4 múltiples ocurridos durante la gubernatura previa—. Este enfoque, más propagandístico que judicial, despertó mayores suspicacias.

El 13 de diciembre, el presidente Vicente Fox ordenó a la PGR «meterse a fondo» en las investigaciones de los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez. Con todo, fue un propósito que, a falta de una «atracción» formal del asunto, permanecía sólo en el plano de las colaboraciones o apoyos interinstitucionales. La falta de decisión por parte del Ejecutivo auspiciaba la injerencia dolosa de los poderes corruptos en los organismos de seguridad pública de México.

El mismo día que se anunciaban las órdenes presidenciales, se filtró a la prensa un documento confidencial que el FBI, con fecha del 5 de septiembre de 2001, había enviado a la PGR. Era un informe con datos útiles sobre el homicidio de Lilia Alejandra García Andrade:

«Ciudad Juárez, Chih. La siguiente información fue recibida en el FBI en su oficina de El Paso, Texas, Estados Unidos, y le fue reportada por una fuente confidencial, quien no está en posición de testificar.

»Los hechos reportan la actividad sospechosa respecto del asesinato de Lilia Alejandra García Andrade, víctima de homicidio en Ciudad Juárez. La noche del 21 de febrero de este año una mujer alertó a varios vecinos de la calle Rancho El Becerro sobre la presencia de un automóvil blanco, marca Thunderbird, estacionado frente al negocio Teleservicio Domínguez. La joven reportó que alguien trataba de meter a la fuerza a una mujer al vehículo mencionado. El vehículo estaba estacionado con el frente hacia el sur y en su interior había una gran actividad, como si alguien estuviera peleando, o quizá como si una pareja estuviera teniendo relaciones sexuales. Más tarde un hombre que aparentemente vigilaba el vehículo desapareció, y al parecer se introdujo en el Teleservicio Domínguez. El segundo piso del establecimiento fue remodelado recientemente.

»El miércoles 23 de febrero de 2001 se encontró el cuerpo de una mujer en un lote baldío adyacente a la calle Rancho Agua Caliente, rumbo que había tomado el vehículo Thunderbird la noche del 21 de febrero. Por reportes periodísticos se supo después que la víctima Lilia Alejandra García había estado desaparecida durante varios días. En esas fechas había sido remodelado el Teleservicio Domínguez. Cuando fue hallado el cuerpo de Lilia Alejandra, la policía encontró residuos de cierto pegamento en sus calcetas. El tipo de pegamento es el que se utiliza en la instalación de alfombras. Más aún, un diario informó que la víctima presentaba quemaduras provocadas al ser arrastrada sobre una alfombra.

»La siguiente información está relacionada con Teleservicio Domínguez y sus supuestas actividades de narcotráfico: el propietario es Jorge y está relacionado con Raúl; él es un conocido narcotraficante. Hay una mujer, quien tiene una amiga que está casada con un hombre que trabaja para Raúl empacando drogas y en la construcción de compartimentos en vehículos. En una ocasión, cuando la primera mujer visitaba a su amiga, Raúl estuvo presente y le ofreció trabajo en el narcotráfico. Le dijeron que para poder trabajar para ellos tenía que matar a alguien de su propia familia. La gente asesinada por el grupo de Raúl es supuestamente mutilada y ello incluye arrancar los testículos o los senos de las víctimas».

A pesar de incluir datos equivocados, por ejemplo, la fecha de desaparición y muerte de Lilia Alejandra García Andrade, el documento revelaba información investigable. Y, al perder su carácter confidencial, servía como un grito de alerta para los presuntos homicidas de por medio: la familia Domínguez.

Bajo las protestas públicas ante semejante despropósito, la FEIHM informó, el 16 de diciembre de 2001, que ya «había investigado» al personal del negocio Teleservicio Domínguez, pero que «no encontró elementos para establecer presunta responsabilidad».

El 14 de diciembre, más de 300 organismos civiles demandaron a las autoridades responsables informar sobre las investigaciones de los homicidios contra mujeres en Ciudad Juárez. En especial, a la CNDH, que en 1998 recomendó corregir y sancionar las anomalías del gobierno de Chihuahua al respecto —entonces bajo el régimen de Francisco Barrio Terrazas—, y a partir de ese momento guardó silencio.

El 18 de diciembre, durante la reunión de la Fundación Internacional para la Investigación de la Naturaleza del Hombre, Sergio Antonio Rueda Delgado, psicólogo de Ciudad Juárez, y Stanley Kripnner, de Estados Unidos, destacaron las similitudes en la mayor parte de los homicidios en serie ocurridos en Ciudad Juárez. Incluso el caso de los 8 cuerpos de noviembre. Rueda Delgado, que dijo estudiar el tema desde 1995, explicó en dicho foro:

—El o los asesinos ya tienen establecido un modus operandi sofisticado, al que sólo incorporan nuevos rituales para experimentar más satisfacción sexual. Normalmente, los psicópatas actúan solos, pero cuando se trata de personas prominentes en la sociedad o alguien que es considerado una autoridad, éstas utilizan a un grupo de hombres o personas para levantar a las víctimas y luego deshacerse de ellas.

Añadió que los homicidas «pasan ante la sociedad como buenos ciudadanos y, sin embargo, son los responsables de crímenes seriales, porque el patrón de conducta es similar en todos los cuerpos». El psicólogo hablaba desde un conocimiento directo de la causa debido a su experiencia profesional en tratar estas psicopatías en Ciudad Juárez.

Hacia finales de diciembre, las autoridades federales consignaban 61 «ejecuciones» producto de las pugnas entre narcotraficantes. También se informó sobre el asesinato de tres mujeres más: María Luisa Carsoli Berumen de 33 años, empleada de Casa Amiga, acuchillada por su esposo Ricardo Medina Acosta a las puertas de allí; «La Guatemalteca» o «La Chilindrina» de 25 años de edad, cuyo cuerpo se encontró en las aguas de un canal, y Susana Torres Valdivieso, de 20 años, muerta a balazos al salir de un bar. En la urbe fronteriza, la violencia crecía por el control de la plaza, y en la que convergen desde tiempo atrás los siguientes grupos: el de Carrillo Fuentes/Juan José Esparragoza, alias «El Azul» (el «antiguo» Cártel de Juárez), el de los Arellano Félix (Cártel de Tijuana) y el «nuevo» Cártel de Juárez.

Tal escalada violenta arrancó un año atrás: el 17 de enero de 2001, cuando el gobernador de Chihuahua, Patricio Martínez, sufrió un atentado contra su vida que lo dejó herido. El 3 de junio del 2001, en el diario Milenio, Isabel Arvide divulgó —a partir de fuentes de inteligencia militar— la presunta complicidad y una red de protección a narcotraficantes en Chihuahua por parte de personajes de la política y la empresa de aquel estado. En particular, Jesús José «Chito» Solís Silva, entonces coordinador del Consejo Estatal de Seguridad Pública en Chihuahua; Crispín Borunda; Raúl Muñoz Talavera, hermano del narcotraficante Rafael Muñoz Talavera, asesinado en 1998. Asimismo, Dante Poggio, ex agente de la Policía Judicial Federal (PJF), y Osvaldo Rodríguez Borunda, dueño de Diario de Chihuahua y Diario de Juárez. Todos ellos —escribió la periodista— amigos cercanos y vecinos de rancho del gobernador Patricio Martínez.

Las autoridades federales o estatales nunca desmintieron la información sobre el nuevo Cártel de Juárez. Sólo Rodríguez Borunda se llegó a inconformar a través de sus publicaciones y, en agosto de 2002, presentó una demanda penal contra Isabel Arvide por difamación. En su defensa, después de sufrir un arresto ilegal en la capital chihuahuense, la periodista aportaría al juez la copia de una orden de aprehensión federal de 1994, por el delito de contrabando, contra tal empresario.

El 1.º de enero de 2002, Óscar Máynez —jefe de peritos de la FEIHM— renunciaría a su puesto. Si en su carta de renuncia aludía a motivos de índole personal, en privado reconocía su negativa a avalar una situación insostenible en términos éticos y profesionales. Una semana después, el 7 de enero, Arturo González Rascón fue removido de su puesto como titular de la Procuraduría de Chihuahua. Aquel día se anunció el nombramiento del nuevo procurador: Jesús José «Chito» Solís Silva. Era un gesto obscuro de avenencia ya que a Solís Silva se le ha vinculado en el pasado con el hampa juarense y el narcotráfico. Cuando se presentó el caso del Rancho «El Búfalo», en el municipio de Jiménez-Camargo, a mediados de los años ochenta, Solís Silva era el jefe de la Policía Judicial de Chihuahua. Cayó de su cargo después del hallazgo y desmantelamiento de aquel rancho de alta productividad en el cultivo de marihuana.

Hay más detalles sobre su trayectoria, ya públicos y tampoco desmentidos: a mediados de 2001 se realizó el decomiso de dos toneladas de cocaína en una bodega de Ciudad Juárez. Al ser sorprendido, el jefe de los narcotraficantes sólo pidió que los policías federales se comunicaran por un teléfono celular con el dueño de la droga incautada: era su hermano, el mismísimo «Chito» Solís.

El nombramiento de Solís Silva como procurador despertó fuertes reclamos en la sociedad chihuahuense. Se recordó también que el nuevo subdirector operativo de la PJECH —y mano derecha de «Chito»—, Vicente González García, fue también uno de los hombres de confianza del ex jefe de la judicial estatal Elías Ramírez, señalado muchas veces como protector del narcotráfico y próximo al entonces subprocurador federal, el dudoso Javier Coello Trejo. El gobernador Patricio Martínez cerró los oídos ante los reclamos colectivos. También el presidente Vicente Fox y el secretario de gobernación Santiago Creel.

A principio de enero de 2002, se anunció el hallazgo de dos mujeres asesinadas: la primera de ellas, acuchillada en su vivienda; la segunda fue encontrada en un baldío. El 9 de enero se supo que la PGR sólo había recibido 11 expedientes de homicidios de mujeres en Ciudad Juárez. En ninguno de ellos aparecía la huella del narcotráfico. Tres días después, se informó sobre la detención de Jorge Alberto Saracho, uno de los reos que se fugó en noviembre del penal de la capital chihuahuense. Trascendió que la escapatoria la había patrocinado el grupo de narcotraficantes de los Carrillo Fuentes para que el sicario —quien también estaría vinculado con los homicidios de mujeres— cumpliera una orden: asesinar al gobernador Patricio Martínez.

El 15 de enero de 2002, los conductores de transporte urbano inculpados en el caso de los cuerpos de los campos de algodón fueron trasladados de Ciudad Juárez al penal de alta seguridad de la capital del estado. Mario César Escobedo Anaya, abogado de uno de los detenidos, expresó:

—No nos han notificado del traslado, pero ya esperábamos ver esto porque la procuraduría no hizo la presentación de pruebas, incluso su testigo Laura Güereca no asistió a comparecer porque no existe. Las autoridades violaron un amparo en proceso en el Juzgado Sexto de Distrito. No tienen cómo probarle a la ciudadanía sus presunciones.

Asimismo, agregó que continuaría con su defensa hasta el final, «porque se está cometiendo una injusticia». Era un desafío demasiado peligroso.

A un año del atentado en su contra, el gobernador Patricio Martínez lamentó la escasa ayuda de la autoridad federal en la localización de los autores intelectuales del crimen, sus «enemigos políticos», explicitó.

Y se enfrascó en un duelo de acusaciones a través de los medios de comunicación con su antecesor Francisco Barrio Terrazas, que estuvo de visita en Ciudad Juárez al lado del procurador federal Rafael Macedo de la Concha. Aquel 20 de enero se descubrió otro cuerpo en un canal de irrigación paralelo a la carretera Juárez-Porvenir: era el de Lourdes Ivette Lucero Campos, de 26 años de edad. Una nutrióloga de la maquiladora Motores Eléctricos. Fue victimada a golpes. De inmediato, las autoridades inculparon a su esposo. Este homicidio llevaba un mensaje análogo al de los campos de algodón de cara a las autoridades protagónicas del drama en la frontera: dos políticos en pugna —con sus respectivos grupos de poder bajo la sombra del narcotráfico— y un procurador federal inerme ante el crimen organizado.

El 28 de enero, en las faldas del Cerro Bola, se halló el cuerpo de Mercedes Ramírez Morales, de 35 años, obrera de la maquiladora Ademco. El cuerpo tenía signos de violencia sexual y la cabeza golpeada con una piedra.

Mientras proliferaban también las ejecuciones con el sello del narcotráfico, Diana Washington de El Paso Times informó el 30 de enero que, de acuerdo con el agente especial del FBI Hardrick Crawford, Jr., su agencia consideraba el involucramiento de uno o más asesinos seriales en los homicidios de mujeres en Ciudad Juárez. El agente estadounidense añadía que el o los responsables podrían ser residentes de El Paso, Texas. Se basaba en el trabajo que realizaron los «perfiladores» de homicidas del FBI en 1999, cuando consultaron 78 expedientes y seleccionaron entre 25 y 30 casos. Hardrick Crawford, Jr., declaró a la reportera:

—No se llegó entonces a un dictamen conclusivo debido a que se carecía de análisis adicionales, que hubieran implicado un viaje a Juárez para profundizar en el asunto. No fuimos invitados de nuevo por nuestros colegas mexicanos porque ellos nos aseguraron que tenían un arresto que los satisfacía tanto como el detenido al que responsabilizaban de los crímenes.

Al día siguiente, en otra nota del diario texano, la propia Diana Washington divulgaba que desde tiempo atrás la oficina del FBI en El Paso había ofrecido entrenamiento y apoyo técnico a las autoridades de Chihuahua, pero que éstas lo habían rechazado. El agente Alvarado Cruz recordaba un detalle: la entonces fiscal especial Suly Ponce aseguró que su idea sobre la culpabilidad de Abdel Latif Sharif Sharif la compartía el FBI, pero la agencia sólo había expresado que era una «teoría de novela». Asimismo, Hardrick Crawford, Jr., explicaba:

—En cuanto me enteré de que el presidente Vicente Fox declaró que las autoridades federales de México investigarían los homicidio de mujeres en Juárez, e incluso solicitaría la ayuda del FBI, me puse en contacto con los perfiladores de la academia de Quantico, en Virginia, para saber si estaban dispuestos a regresar. Me dijeron que estaban listos, y que responderían en cuanto se lo solicitara el gobierno federal.

De inmediato, el vocero de la PGR Manuel del Castillo comentó que, a nivel federal, no se había solicitado todavía la ayuda del FBI. Sin embargo, el 31 de enero y 1.º de febrero el subprocurador federal «B», Jorge Campos Murillo, apareció en la prensa con dos declaraciones antagónicas a dos distintos diarios: En La Jornada se leyó: «La Procuraduría General de la República (PGR) descartó por el momento pedir ayuda directa del FBI para la investigación de los crímenes de mujeres». Y Reforma consignó: «La Procuraduría General de la República (PGR) solicitó al FBI la información de las investigaciones que ha efectuado desde 1998 en torno a los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez». Una semana después de afirmar aquello y que comenzaría a indagar a hijos de familias prominentes de Ciudad Juárez —«narcojuniors»—, la PGR informó de que Jorge Campos Murillo dejaba la subprocuraduría «B» que había desempeñado hasta entonces.

Su lugar lo ocuparía Carlos Javier Vega Memije, ex visitador general, que ahora se haría cargo de coordinar la revisión de los homicidios de mujeres en Ciudad Juárez. De nuevo, se observaba la inoperancia a partir de filtraciones, contradicciones, discontinuidad, ineficacia…

Sin embargo, los elementos de juicio disponibles arrojaban un desafío para las autoridades federales del país: los homicidios en serie contra mujeres se producen en orgías sexuales y de fraternidad por parte de uno o más equipos de operadores o asesinos, protegidos por funcionarios de diversas corporaciones policíacas. Y cuentan con la complicidad y patrocinio de personajes prominentes —que poseen grandes fortunas legales o ilegales, producto del narcotráfico y el contrabando—, cuyo alcance ocupa la frontera norte e incluso el centro del país —Phil Jordan, ex director de El Paso Intelligence Center (EPIC), organismo que aglutina en El Paso, Texas, a 23 agencias de inteligencia de Estados Unidos y del mundo, ha concluido un panorama similar y de alarmante alcance «global». De allí proviene la tenaz impunidad de estos crímenes de género, racistas y clasistas.

De acuerdo con fuentes de seguridad federal, se trata de seis prominentes empresarios de El Paso, Texas, Ciudad Juárez y Tijuana quienes patrocinan y atestiguan los actos que cometen los sicarios, dedicados a secuestrar, violar, mutilar y asesinar mujeres —su perfil criminológico se aproximaría también a lo que Robert K. Ressler ha denominado «asesinos de juerga» (spree murders). Las autoridades mexicanas— al más alto nivel están al tanto de estas actividades desde tiempo atrás, y se han negado a intervenir. Estos empresarios —del ramo del gas, transportista, de medios de comunicación, refresquero y de establecimientos de ocio, juego y apuestas— guardan nexos con políticos del gobierno de Vicente Fox Quesada.

Un agente no identificado del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN) declaró al diario El Heraldo de Chihuahua el 30 de enero de 2002:

—De acuerdo con el CISEN, existen en los estados varios funcionarios involucrados en el narcotráfico. Burócratas de los gobiernos estatales, municipales y federales, y del ejército, la fuerza aérea y la marina. Hay funcionarios intocables en las corporaciones y una investigación oficial sobre ellos desataría problemas imposibles de solventar por el Estado mexicano: el gobierno no les puede pegar porque se pegaría a sí mismo. Y en caso de que se dispusiera a hacerlo, las consecuencias podrían ser más desastrosas que el mismo problema del narcotráfico…

El Estado de derecho en México sería una ficción.

El 3 de febrero, un grupo de agentes de la PJECH acudió al domicilio familiar donde se escondía el prófugo Francisco Estrada, alias «El Venado» o «El Guayabo», en Villa Ahumada, un poblado próximo a Ciudad Juárez. Los agentes quisieron extorsionar al delincuente para dejarlo libre. Al negarse éste, se suscitó una balacera y un agente murió, mientras el perseguido continuaba su huida en compañía de su hermana, que fue quien mató al agente. La tensión policíaca crecía.

Al día siguiente, se divulgó que la defensa del egipcio Abdel Latif Sharif Sharif solicitaba la intervención de la embajada de su país: después de seis años en la cárcel, no se le había demostrado a plenitud el crimen que se le imputaba —el homicidio de Elizabeth Castro García— ni recibía aún una sentencia definitiva.

La noche del 5 de febrero de 2002, alcanzaría su clímax el escándalo que se desató en noviembre con los hallazgos en los campos de algodón. Un grupo de agentes judiciales del estado de Chihuahua asesinó al abogado Mario César Escobedo Anaya, de 29 años de edad. Era el defensor de uno de los conductores inculpados. El ataque aconteció una semana después de que el abogado concedió una entrevista sobre los homicidios contra mujeres en Ciudad Juárez para el programa 20/20 Downtown de la cadena televisiva ABC de Estados Unidos. Los policías pretextaron una confusión: «creyeron» que el abogado era en realidad el prófugo Francisco Estrada. Y le persiguieron cuando iba a bordo de su vehículo, le dispararon y le hicieron chocar contra un taller mecánico —el abogado recién había aceptado la defensa de la madre del prófugo, detenida, días atrás, en Villa Ahumada. Se identificó a los agentes: José Carlos Armendáriz Chaparro, Jaime Gurrola Serrano, Francisco Javier Licón Rubio, Rubén Vázquez Alvarado, Donaldo Antonio López Castro y Moisés Ramos Aviña. Todos ellos estaban bajo el mando del primer comandante de la Policía Judicial del Estado de Chihuahua (PJECH), que disparó antes que nadie contra la víctima. Era Alejandro Castro Valles, responsable de la detención arbitraria y la tortura de los dos conductores inculpados.

El procurador Jesús José «Chito» Solís Silva salió en defensa de sus agentes, pero la indignación pública fue mayúscula. La procuraduría estatal debió consignarlos, aunque ni los apresó ni los puso en custodia: los declaró en cese, por lo que se desligó de toda responsabilidad al respecto. El destino de los agentes estaría en manos de la jueza sexta de lo Penal Carmen Alicia Verdugo Bayona, que prometió —como tantas otras veces— que un día se «haría justicia». Meses después, los exoneró con el argumento de que actuaron en «defensa propia».

El 9 de febrero de 2002, se celebró en la ciudad de Chihuahua la boda de Stephanie Korrodi Ordaz y Fernando Baeza Gómez. En representación del presidente de la República Vicente Fox acudió el secretario de Relaciones Exteriores Jorge G. Castañeda. La novia es una de las tres hijas de Lino Korrodi Cruz, uno de los amigos más próximos al presidente Fox desde treinta años atrás. Estuvo a cargo de las aportaciones de la campaña presidencial que condujo al poder al candidato del PAN. Y medió para que Vicente Fox amistara con Liébano Sáenz, ex secretario particular del presidente Ernesto Zedillo.

El novio es hijo del ex gobernador de Chihuahua (1986-1992) Fernando Baeza Meléndez, del PRI. El ex gobernador se dedica a administrar un rancho de cultivo industrial de frutas en Costa Rica, propiedad de la familia del extinto y controvertido político mexicano Carlos Hank González, investigado en Estados Unidos por sus nexos con el narcotráfico.

Ya desde el 21 de agosto de 1999, otra hija de Lino Korrodi —Karla— había contraído matrimonio con el joven Valentín Fuentes Téllez, miembro de una importante familia de Ciudad Juárez. Vicente Fox, en campaña para llegar a la presidencia, asistió como invitado de honor a esta boda. A su vez, Valeria Korrodi Ordaz es esposa de Genaro Baca Madrid —patrocinador de la campaña presidencial de Vicente Fox—, hijo de uno de los principales socios de Roberto González Barrera, presidente del consejo de administración del Grupo Financiero Banorte. El empresario González Barrera era consuegro y socio de Hank González.

El boletín Narco News publicó, el 24 de junio de 2000, cómo Valeria Korrodi concentraba aportaciones dinerarias de empresas estadounidenses en una cuenta del Bank of the West en El Paso, Texas, y transfería los recursos a México para cubrir los gastos de la campaña presidencial de Vicente Fox. El propio Fox aceptó la autenticidad de los cheques. Tal procedimiento de transferencia recurrió a métodos e instituciones bancarias que, en el pasado, ha usado el narcotráfico para lavar dinero.

Valentín Fuentes Téllez es familiar de Pedro Zaragoza Fuentes —amigo y vecino de la familia de Hank González en San Diego, California—, que estuvo implicado en negocios de narcotráfico dentro del Cártel de Juárez en 1990, de acuerdo con documentos del Departamento del Tesoro y el Servicio de Aduanas de Estados Unidos. Aún se le investiga. En 1994, el presidente Carlos Salinas de Gortari detuvo una investigación oficial por delitos fiscales, narcotráfico y lavado de dinero contra la familia Zaragoza Fuentes: poco antes, el entonces gobernador de Chihuahua Francisco Barrio Terrazas había intercedido en su favor.

Valentín Fuentes Téllez fue víctima de un «levantón» o secuestro el 1.º de mayo de 1995, en Ciudad Juárez. El joven Fuentes, entonces de 26 años de edad, permaneció bajo secuestro 38 días y lo liberaron el 9 de junio de 1995. A partir del secuestro, Fuentes Téllez recurriría al uso de una guardia particular con gente armada —en 2002, sería asesinado por dos sicarios el ex comandante del Grupo Antisecuestros Carlos Medina Ornelas, guardia de la familia Fuentes. La familia pagó un millón o al menos 500 000 dólares de rescate— en aquellas fechas, el cardenal Juan Sandoval Íñiguez visitó a la familia Fuentes Téllez para «solidarizarse» con ella. Las «negociaciones» estuvieron a cargo de Francisco Minjárez, que, en un primer momento, asumió las investigaciones sobre los homicidios contra mujeres de Ciudad Juárez e inculpó al egipcio Abdel Latif Sharif Sharif. En aquellos años, este comandante policíaco «rescató» también de un secuestro al dueño de bares juarenses Guillermo Máynez, padre adoptivo de Alejandro Máynez, uno de los presuntos implicados en los homicidios contra mujeres, cuyo destino —a la fecha— permanece ignoto.

El festejo de la boda Korrodi-Baeza continuó en la casa de unos sobrinos del presidente Vicente Fox, vecinos en Ciudad Juárez de la familia Fuentes Téllez. Al secretario de Relaciones Exteriores, Jorge G. Castañeda, se le ha citado en la prensa como un político muy cercano a los Zaragoza Fuentes.

Los personajes y las circunstancias se conjugan en la compleja red de los intereses fronterizos, los pactos políticos y el financiamiento encubierto a la campaña que llevó a la presidencia a Vicente Fox Quesada —y funcionarios de Chihuahua a su gobierno, como Francisco Barrio Terrazas. El beneficio de los secretos compartidos.

De acuerdo con un ex funcionario de la Subprocuraduría de la Zona Norte de Chihuahua, durante las primeras indagatorias sobre los homicidios contra mujeres en Ciudad Juárez surgieron los nombres de algunos empresarios locales que «pudieran estar involucrados» en estos crímenes. Uno de ellos era «Valentín Fuentes, el joven». Por razones que ignora el informante, éste y otros nombres quedaron fuera de registro en las averiguaciones previas. Se les exoneró de inmediato.

El 11 de febrero de 2002, al terminar su visita a Ciudad Juárez —y luego de reunirse con las autoridades del estado y con representantes de organismos civiles—, la relatora de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) Marta Altolaguirre prometió que emitiría sus recomendaciones hacia el otoño de 2002. Y declaró:

—Mi impresión sobre la situación de los crímenes contra las mujeres de Ciudad Juárez es desalentadora. Todavía falta mucho por hacer.

Demasiado, podría añadirse. Y los asesinatos continúan. Pero cuando el olvido no entraña la verdadera muerte, todo está vivo.