2. El mapa difícil

Ciudad Juárez muestra una fuerza expansiva que se repliega hacia las lomas y los cerros bajo el cielo azul del desierto. En primavera, los tonos del territorio —inserto en la confluencia del Río Grande o Río Bravo, dos cadenas montañosas y El Paso, Texas— enlazan un tamiz gris, lo arenoso, el calcinamiento blancuzco, los matorrales amarillentos. En invierno, los mismos colores se atenúan y se funden con el velo espectral de las nubes o la niebla. A pesar de la luminosidad celeste que cae sobre el desierto, la urbe fronteriza luce pálida, aquí y allá descolorida. Algún reflejo metálico o un color restallante rompe la monotonía: la potencia solar y el polvo tienden una pátina cruda sobre las avenidas, las azoteas, el cristal de la ventanas, las láminas de zinc y los vehículos.

Como tantas ciudades mexicanas, Juárez presenta el aspecto de un enorme traspatio que alternara la multitud, el reposo de cosas obsoletas, el verdor esporádico, el asfalto irregular y las calles terregosas, con la eficacia de las máquinas, las telecomunicaciones, los servicios modernos, la industria de vanguardia. Una prótesis de concreto, alta tecnología, basura en los baldíos urbanos, que decoran el plástico, los baches, el óxido y los jirones de trapo. Ciudad Juárez sería también otra locación idónea para la música electrónica «nor-tec» oriunda de Tijuana, Baja California: un ensamble de sonidos digitalizados de grupos norteños, ritmos categóricos, bandas tradicionales de Sinaloa y ecos «latinos».

La traza de la ciudad se ha desbordado en un sentido conflictivo, abigarrado, abrupto, de pronto continuo al mismo tiempo. Y endeble: al contrario de las macrópolis mexicanas —la Ciudad de México, Guadalajara o Monterrey—, que contemplan una mayor urbanización respecto de sus arrabales, Ciudad Juárez expone un giro contrario: las orillas dominan su centro. Se ven miles y miles de personas y construcciones precarias en busca de una reinvención del futuro, dentro —o más allá— de las atracciones diarias de la violencia, el templo católico o protestante, la industria, los autos, la vida nocturna, los bazares, la toxicomanía, el crimen, la inclemencia misma del clima y los contrastes sociales. O el trabajo: el imperativo de resistir a toda costa. La gente lucha y busca salir adelante. El músculo y el temperamento como formas de una astucia que se renueva cada día. Al igual que sucede con otros polos fronterizos del planeta, explotar el cuerpo ha sido una urgencia y un estigma en la historia de Ciudad Juárez. También escabullirse de las normas. Es un rasgo histórico.

Ciudad Juárez, así llamada desde 1888, antiguo «Paso del Norte» y asiento de una misión en la época colonial, ha sido un territorio de inmigraciones, de tránsito, de contrabando y, muchas veces, de violencia aguda. La economía informal o subterránea y, en general, la vida vinculada a ésta pertenecen a su historia y a su desarrollo. Pero, en la última mitad del siglo XX, Ciudad Juárez se vinculó a modelos multinacionales de producción industrial con tecnologías de vanguardia. Al mismo tiempo, crecía su importancia como parte de un territorio inserto en el narcotráfico.

Desde los primeros años posteriores al término de la Revolución mexicana de 1910-1921, la urbe juarense desarrolló una industria de servicios turísticos y de ocio, cuyo nudo era el descontrol migratorio. El prohibicionismo antialcohólico en Estados Unidos (1919-1933) arrojaría al sur de la frontera a los prófugos de las restricciones y al crimen organizado. Asimismo, se vivían en México los ajustes o desajustes entre el gobierno central y los estados de la República. Con los años cuarenta, Ciudad Juárez creció debido al turismo, el comercio y los flujos migratorios. Durante la Segunda Guerra Mundial, los militares de la base de Fort Bliss, Texas, explayaron en la ciudad mexicana sus horas de relajamiento.

Por su parte, la pequeña industria local que proveía algunos productos básicos —aceites, jabones, hilados— entró en decadencia en la siguiente década. A principios de los sesenta, el poder federal creó los programas Nacional Fronterizo (1961) y de Industrialización de la Frontera (1965), que poco después abrirían paso a la industria de la maquila —fábricas de capital extranjero donde se manufacturan o montan las distintas piezas de un producto con vías a la exportación y mediante mano de obra barata.

Ciudad Juárez se convertiría así en un mayúsculo polo humano en la frontera norte de México. El censo de 2000 arrojó la cifra de 1 217 818 personas. A su vez, Tijuana, Baja California, sumaba 1 212 232 habitantes. De todas aquellas personas, el 40% vive en la pobreza extrema, segregado de los servicios urbanos y en los márgenes sociales. Se estima que cada día llegan 300 personas a Juárez, lo que constituye una población flotante de 250 000. La urbe constituye el puente preferido de los mexicanos hacia Texas y Nuevo México, en Estados Unidos. A mediados de los años noventa, la Oficina de Tierra de Nuevo México la consideraba una de las fronteras de mayor tránsito humano de todo el mundo. En 1996, la alcaldía juarense ofreció sus datos: 42 millones de personas y 17 millones de vehículos de paso anual. Y esta fluidez se ha convertido en un dilema mexico-estadounidense.

Ciudad Juárez resiente la asimetría económica de los dos países: incremento poblacional, falta de infraestructura, servicios y vivienda, negligencia ante sus recursos naturales, escasez de agua —se desperdicia el 15% del consumo total—, contaminación alarmante, de índole industrial, vehicular o por las ladrilleras locales —unas 300—. Para 1999, sería la cuarta urbe más contaminada de México.

Además, padece exceso de automóviles: cerca de 307 000, por lo que el 80% de los viajes urbanos se realiza en auto particular. Mientras en la Ciudad de México sólo el 37% de los habitantes tiene un vehículo, en Ciudad Juárez este porcentaje llega al 70% de la población. Así, abunda el robo de autos, los «yonques» o depósitos de chatarra vehicular. Se trata de una sociedad móvil, que se expresa también en el uso vasto de los teléfonos portátiles. Casi la mitad de la población los usa, en tanto que, en el resto del país, el rango de cobertura se limita a poco más del 15%. Este uso sería equiparable al de algunas naciones europeas.

La sociedad juarense de los años noventa del siglo XX presenció la amplitud del modelo de producción en las maquiladoras. En 1969, México ocupaba ya el primer lugar entre los países maquiladores. Para 1996, había 372 empresas de este tipo, con cerca de 222 000 empleados ocupados, sobre todo, en el ramo automotriz y electrónico. Buena parte de esta fuerza de trabajo provenía de Sinaloa, Durango, Coahuila, Zacatecas, Aguascalientes, el sur de Chihuahua… Y, por primera vez desde que se instaló la maquila, la cantidad de hombres empleados ya superaba a la de las mujeres. Con todo, el protagonismo de ellas parecía irreversible.

Alfredo Limas Hernández expone en su ensayo La construcción de ciudadanías que la industria maquiladora «maquila» a la ciudad entera. Ha reestructurado su forma urbana y figurado dinámicas de segregación sociocultural que incluyen a todos los grupos de habitantes en el empleo. Esto vendría de los «ciclos de valor y capitalización para los trusts mundiales» a costa del empobrecimiento urbano. Por lo tanto, se reducen el espacio público, las responsabilidades del capital y las gestiones del desarrollo en el propio gobierno local. Todo a costa del cuerpo de las personas, en especial, de las mujeres.

Limas Hernández describe a su vez, en el estudio Sexualidad, género, violencia y procuración de justicia, que si bien desde años atrás se han registrado casos de niñas y mujeres trabajadoras que desaparecen, cada día es más grande el número de estudiantes a las que se las reporta como desaparecidas. O que también han sufrido delitos sexuales por el simple hecho de estar en la calle. El académico agrega que, además de distinguirse grupos de población más vulnerable, existen circunstancias que exponen al riesgo. Para las mujeres, una de éstas sería el «estar sola», al igual que transitar territorios donde ellas se exponen al peligro: «la ciudad tiene zonas de alto riesgo. Aquellas que han sido segregadas del desarrollo urbano, confinadas en mayor grado al Occidente urbano, el Poniente juarense».

En síntesis, anota Limas Hernández, ser mujer en Juárez implica vivir «cuerpo y construcción de género en un sistema de relaciones en desventaja, en una ciudad y un espacio público que vulneran». Un medio carente de políticas de desarrollo, ya que tiene un sistema de relaciones de poder que soslaya enfrentar las formas de asimetría estructural hacia el interior de la sociedad. Una auténtica reserva y maquila del parque humano que aquí se congrega.

Robert D. Kaplan ha subrayado que los mexicanos de la frontera con Estados Unidos, quienes apenas saben leer y escribir y trabajan en condiciones peligrosas y «dickensianas para producir nuestros vídeos, pantalones vaqueros y tostadoras», perciben menos de cincuenta centavos de dólar por hora, sin derechos ni beneficios. Y pregunta el periodista: ¿tal cosa es democracia, o bien oligarquía a la usanza de la antigua Grecia?

En los últimos años, la industria maquiladora se caracterizó en Ciudad Juárez por la búsqueda de un control de calidad implacable, la mano de obra plurifuncional, el uso de la robótica y las automatizaciones, y este empuje se filtró poco a poco a los entendimientos colectivos de lo económico y lo social, de lo industrial y lo doméstico.

En la década de los noventa, Ciudad Juárez alcanzó el más bajo índice de desempleo de todo el país, y llegó a tener el mayor número de empleados que en México trabajaban en tal industria, donde la persona pasa a ser un brazo cibernético bajo mandos del mayor verticalismo a cambio de la paga exigua.

Pero en los últimos veinte años el salario en México ha perdido cerca de las tres cuartas partes de su valor: un obstáculo insalvable. El inequitativo reparto de la riqueza y las cíclicas crisis económicas del país, que comenzaron en la segunda mitad de los años setenta y tuvieron su culminación en 1995, redujeron el acceso al mínimo bienestar de la mayoría de las personas. Un país urbano y en pleno abandono de su perfil rural, que concentra su población en las ciudades y cuyo promedio de edad es de 22 años al comenzar el siglo XXI.

Así como la sociedad ha marginado a la pobreza extrema a cerca de 40 millones de personas en un territorio de 97 millones y medio, ha expulsado a los jóvenes también de su horizonte colectivo. Al mismo tiempo, les ha hecho creer, mediante las promesas del mercado o la ideología del espectáculo, que encarnan «la riqueza» del país, o bien, que son su capital hacia el porvenir. El hombre o la mujer como consumidor sintetiza dichas contradicciones. La hipnosis en torno del consumo esconde a los jóvenes mexicanos de entre 15 y 24 años de edad la certeza de tener un futuro escaso. Se trata de 20,3 millones de mexicanos que provienen de hogares cuyos ingresos en las últimas dos décadas han sido casi invariables, que tienen en promedio una escolaridad de segundo de secundaria y una tasa de desempleo de 12,5%, mientras la del país es de 5%. 5 millones de desempleados. Y hay pocos sitios para ellos. Así, a los jóvenes les aguardan los ejércitos de la noche: la delincuencia y el crimen organizado. La economía informal, subterránea o el subempleo.

En la década de los noventa, el consumo de drogas se generalizó también en las ciudades mexicanas. La Secretaría de Salud (SS) reveló, a mediados de 2000, que el 5% de los mexicanos de entre 12 y 60 años de edad consumieron drogas por lo menos en una ocasión. Las cifras fueron superiores en dos ciudades fronterizas. En Tijuana, el 14% de los habitantes dijeron haber probado narcóticos, mientras que en Ciudad Juárez, el promedio fue del 9,5%. En tercer y cuarto lugar se ubicaron las ciudades de Guadalajara y México, las más grandes del país.

Una década atrás, los inhalantes eran la droga de mayor uso. Ahora, los adictos mexicanos prefieren la marihuana y la cocaína. El orgullo de barrio en las ciudades aparece inserto en el avatar de la toxicomanía, de sus exigencias y nuevos hábitos, del ejercicio de la violencia explícita o encubierta. O de la redistribución de los valores colectivos y la promesa del enriquecimiento veloz mediante prácticas ilícitas.

La imposibilidad de acceder a la élite de los privilegiados arroja a millones de jóvenes mexicanos a una supervivencia cotidiana, que tiende a excluirlos, sobre todo, del acceso a los dones de la revolución tecnológica. Al comenzar el siglo XXI, hay una minoría de jóvenes, con 25 años de promedio, como usuarios de Internet en México. Menos de tres millones, de los que el 76% tiene estudios universitarios. Hacia el 2005, se estima que éstos rebasarán los 7 millones.

Pero el salario y el trabajo no son lo único subvaluado en México. Tampoco el futuro ni las expectativas culturales de los jóvenes. Bajo semejantes disoluciones, la mujer y su papel social aparecen más que subvaluados. En particular, en las ciudades fronterizas.

En Ciudad Juárez, «la mujer es un ser golpeable y violable», categorizaba —en el otoño de 1997— Melissa W. Wright, una especialista en estudios de género de poco más de treinta años, delgada, incisiva, que ha profundizado en el estudio de la representación ideológica de la «típica mujer mexicana» —dócil, sumisa— que trabajaría en las maquiladoras.

En un cubículo de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez (UACJ), convocada a conversar sobre el tema de la violencia en la frontera norte, Wright decía que era posible hallar también entre las trabajadoras de maquila conductas opuestas —en el lugar de trabajo— a tal representación dominante. La circunstancia expresaría que se registra allí un anhelo de las mujeres por asumirse protagonistas de un cambio social. Pero, con el fin de ubicar la trascendencia de dicha actitud, la académica recomendaba desmontar los patrones de dominio y subordinación en el que se desenvuelven las personas. En Ciudad Juárez, la violencia contra las mujeres se mostraría ubicua: hay causas de fondo múltiples. Los homicidios contra ellas se explicarían en este contexto.

Ciudad Juárez ha atraído, por la importancia que tiene su caso en el marco de la economía global, a otros estudiosos como Ana Bergareche, una joven rubia, de temperamento serio y analítico, oriunda del País Vasco y socióloga de la London School of Economics. Aceptaba conversar sobre su tema de estudio en una cafetería de la llamada «zona dorada» de la ciudad. Es el perímetro que, más de treinta años atrás, acogió el Programa Nacional Fronterizo (PRONAF), y que ahora constituye el barrio turístico, empresarial y de servicios más urbano de Ciudad Juárez. Hay restaurantes, oficinas, bares, hoteles, comercios, cafeterías cosmopolitas y edificios de enormes estructuras de acero que se quedaron a medio construir y son el emblema de un auge económico siempre inconcluso.

A pesar de la gran vigilancia que las autoridades municipales disponen, la «zona dorada» ha sido escenario de episodios de violencia producto de las pugnas entre narcotraficantes.

Para Bergareche, la violencia juarense obedecería a una mezcla de cuestiones psicológicas, sociológicas e institucionales, y no se la podría reducir a una sola explicación. Anticipaba:

—Yo estudio el tema social, por lo que no puedo hablar del tema psicológico, y, desde el punto de vista social, destaco la ideología patriarcal dominante, que se ha transmitido a través de muchos medios, pero he visto que la religión católica ha sido fundamental aquí.

La especialista afirmaba que esta influencia era de lo más importante, ya que había penetrado otros ámbitos de la vida política y social, como pueden ser las instituciones educativas o las de tipo legal.

Bergareche, quien en 1997 preparaba su doctorado para la Universidad de Londres sobre violencia, trabajo e igualdad en las maquiladoras juarenses, ejemplificaba la ideología patriarcal. Desde ésta, describía, la mujer es por naturaleza pecadora y, por lo tanto, debe ser castigada, además de necesitar de la protección de un hombre porque, sola, «qué va a hacer en la vida, ella no tiene poder, no se asume con poder».

Y explicaba el trasfondo grave de tal conducta, que invitaba al abuso en la marginalización de etnia y clase, al provocar que la autoestima de las mujeres todavía descendiera más: ellas se consideran parte de una clase social donde saben, o más bien asumen, que las clases bajas no van a llegar muy lejos en la vida, o que la gente con la piel oscura no va a tener tantas oportunidades como la gente blanca.

Semejantes ideas y valores subyacentes colaborarían a generar la violencia en Ciudad Juárez: atavismos, creencias patriarcales, abuso, sumisión femenina, marginalidad.

Sin embargo, Bergareche detectaba que podía esperarse un cambio en la transmisión de los valores en un lapso generacional, aunque en el caso de los hombres dicho cambio había traído consigo muchos conflictos por la nueva y creciente autonomía de las mujeres, su independencia económica y sexual. Habría allí una fuente de rencor masculino, de barbarie a veces contenida, a veces suelta en toda su fuerza ciega.

La percepción masculina que ve a las mujeres como un mero objeto sexual, detallaba la investigadora, vendría de que se ha desvanecido el carisma de la mujer pura, de la esposa y madre. Ahora que la mujer trabaja y no necesita protección masculina, se ha convertido en la antítesis de aquella fantasía. Al ser libre desde muy joven, incluso desde la pubertad, a la mujer se la identifica como la «sucia, la que le gusta el sexo, la que gana su dinero y se lo gasta en lo que quiere, como diversiones y ropa». Así, se cierra el círculo y la violencia se desata.

A juicio de Ana Bergareche, las soluciones tendrían que enfocarse primero en el plano de lo comunitario y de lo personal, antes que pretender cambiar el mundo:

—Las necesidades son demasiado apremiantes como para ponerse a esperar que pasen años y cambien las condiciones políticas.

En esta dinámica contradictoria, habría algo positivo: la mujer se da más importancia a sí misma día tras día. En la medida en que hubiera más autoestima en las mujeres, concluía Bergareche, serían menos vulnerables frente al abuso.

Pero ganar esta fortaleza significa una empresa de alto riesgo.

A mediados de los años noventa, los y las migrantes proporcionaban la mano de obra para la maquila en Ciudad Juárez. Eran, en su mayoría, de estados circunvecinos y aun de más al sur, y viajaban a la frontera norte en busca de mejores condiciones de vida. También se encontraban en esta industria hijos e hijas de viajeros que se instalaron acá veinticinco años atrás.

En aquellos años, las maquiladoras empleaban a obreros de 14 a 35 años de edad, pero se daba preferencia a los jóvenes. Existía una población aproximada de 53 000 obreros menores de 19 años, lo que representaba el 42% del total de los empleos de la industria maquiladora.

En cuanto al género, hasta antes de 1984 la composición de la mano de obra estaba constituida por mujeres, pero la gran demanda de trabajadores había propiciado que en la década de los noventa se incrementara la afluencia de los hombres, quienes constituían ya alrededor del 45% del total empleado.

También habían disminuido los obstáculos para contratar mujeres casadas o madres solteras. Sólo el 29% de las mujeres que trabajaban en aquellas fechas en la industria maquiladora eran solteras y sin hijos, lo que significaba que las trabajadoras, en su gran mayoría, eran casadas o madres. El porcentaje de madres solas (solteras, divorciadas o viudas) había aumentado, de modo que la tercera parte de las obreras eran madres solas. Mujeres independientes.

Al final del siglo XX, la violencia contra las mujeres constituía un rasgo distintivo de la sociedad juarense. En aquella frontera, el delito de violación solía centrarse en ellas, pero afectaba también a los hombres.

Entre 1996 y 1999, un 20% de las víctimas fueron varones. La mayor parte de estas víctimas de delitos sexuales eran menores de 10 años, y los victimarios el padre o el padrastro, en familias deshechas, pobres, carentes de educación básica.

Julia Estela Monárrez Fragoso, en su estudio Víctimas de crímenes sexuales, afirma que el crimen sexual «puede ser definido y está presente en los casos en los cuales el o los asesinos son motivados por impulsos sexuales sádicos, y la víctima se convierte en un objeto sexual para los victimarios». En esta relación, el hombre representaría el «sujeto, lo real y lo esencial», mientras a la mujer se le reduce a lo «otro, lo irreal, lo no esencial». Así, apropiarse del sexo femenino, torturar y disponer del cuerpo son parte de una estrategia de género que convierte al crimen en una forma del erotismo.

Los crímenes sexuales contra mujeres serían posibilidades definidas por la cultura, lo que trasciende el hecho de referirse a quienes cometen éstos como seres enfermos o dementes, sentencia la investigadora. Apunta que los crímenes sexuales se han caracterizado también por la imagen del cuerpo de la mujer desnuda, cuyo cadáver se arroja como si fuera basura: «el cuerpo de la mujer es acomodado y exhibido en posiciones ginecológicas, como si le fueran a tomar una foto».

Monárrez Fragoso subraya que, en estos casos, la mujer es menos que mujer, menos que ser humano, es un objeto al que se le niega su experiencia subjetiva. La estrategia de dominio masculino se apropia del cuerpo de las mujeres al mismo tiempo que posee y dispone del espacio público.

Al interpretar la violencia contra las mujeres en Ciudad Juárez, Israel Covarrubias González ha subrayado la importancia de un hecho: a los cuerpos de las víctimas de homicidio se los arroja en el espacio público. En su estudio Frontera y anonimato, Covarrubias González anota: «Los lugares donde ha sido posible la violencia están ubicados en zonas definidas —en términos espaciales— hacia el norte (poniente) de la ciudad y al sur (Lote Bravo). No obstante, los asesinatos han abarcado otras zonas geográficas».

E infiere: «la geografía norte-sur es pertenencia de la policía, el ejército o los traficantes de droga, sobre todo, cuando hablamos de territorios vastos. Cuando hablamos de territorios de una extensión relativa, la pertenencia es de las bandas, los traficantes de droga al menudeo —el llamado “tráfico hormiga”—, de armas y de autos. En el último aspecto, tendríamos que ponderar la relación entre lugar, pertenencia y grupos generadores de violencia».

Asimismo, el investigador distingue las percepciones simbólicas que se tienen del desierto respecto al hallazgo de las asesinadas: un espacio inhóspito, carente de agua, sujeto a temperaturas extremas, libérrimo y, desde luego, opuesto a la cultura, los valores civilizados y la identidad urbana.

El desierto, arguye Covarrubias González, sería un espacio apropiable, al menos durante algún tiempo, por grupos generadores de violencia. A esta perspectiva habría que anteponer una circunstancia determinante: el espacio público en Ciudad Juárez tiene propietarios antes que poseedores temporales. Lomas de Poleo, por ejemplo, uno de los sitios donde han aparecido muchos cuerpos de mujeres asesinadas, es una de las Colonias que constituyen el área de Anapra. Esta área engloba una superficie de cerca de 7 190 000 metros cuadrados.

Los registros del municipio revelan que este territorio es propiedad de cuatro dueños: Pedro Zaragoza Fuentes, Alfredo Urías, Oscar Cantú y la familia Lugo, tal como lo dio a conocer Diario de Juárez el 26 de mayo de 1999. El área resulta estratégica debido a la apertura del Boulevard Fronterizo, una obra de urbanización de cara al siglo XXI en el cruce internacional de San Jerónimo-Santa Teresa, en la frontera de Chihuahua con Nuevo México, al poniente de Ciudad Juárez.

Esto indica que el uso, manejo y posesión del espacio público en cuanto a los homicidios de mujeres en Ciudad Juárez está inscrito no sólo en el arbitrio de grupos que ejercen la violencia ilegal, sino en la estrategia de dominio territorial de esta frontera. En otras palabras, el origen y el crecimiento del capital, el desarrollo urbano, las empresas constructoras, las especulaciones inmobiliarias y la industria maquiladora. Y las fortunas históricas de un puñado de familias en los grandes negocios de los centros nocturnos, el control de la venta de cerveza, licor y refrescos, los servicios de infraestructura básica, como las distribuidoras de gas natural. O los medios de comunicación.

Lo anterior parece asociarse al esquema de urbanismo de Los Ángeles, California, que cuestiona Mike Davis en City of Quartz: una suerte de «ecología del mal» a cargo de inversionistas que despejan, nivelan y pavimentan el terreno, se ocupan apenas del agua, construyen algunos valladares y conectan el «producto». Tales inversionistas terminan por ver al «desierto sólo como otra abstracción de dos signos: el dinero y la basura entrelazados».

En Ciudad Juárez, el crimen organizado ha llegado a cohabitar con el poder económico. Los beneficios son mutuos. Uno sirve al otro. Alternan sus pendencias y sus acuerdos: la política es una guerra electoral a la que se patrocina mediante uno u otro partido.

Pedro Zaragoza Fuentes, dueño de Lomas de Poleo, fue señalado por la prensa estadounidense luego de que se «descubriera que camiones de su empresa familiar habían sido usados para contrabandear cocaína a Estados Unidos», como consigna Andrés Oppenheimer en su libro Ojos vendados. El periodista puntualiza que Mariano Herrán Salvatti, a cargo del combate a las drogas en México entre 1997 y 2000, le indicó que eran inexistentes los cargos federales contra Pedro Zaragoza, pero que «había una investigación en curso sobre su primo, Miguel Zaragoza».

El 6 de abril de 2000, en Reforma, el reportero Abel Barajas entrevistó a Pedro Cital, encargado de Planes y Programas Urbanos en Ciudad Juárez, que describía cómo la superficie de esta localidad crece por encima de su población debido a las invasiones de nuevos colonos y a la estrategia de los desarrolladores, «que fraccionan e introducen servicios en terrenos alejados de la zona urbanizada». Aquel funcionario apuntaba: en los próximos quince años, Ciudad Juárez crecerá hacia el sur y al suroriente. Justo en este rumbo se encuentra el perímetro más importante en cuanto al hallazgo de cuerpos de mujeres asesinadas. Entre otros, incluye sitios como Lote Bravo, Zacate Blanco, Granjas Santa Elena.

La sociedad juarense de finales del siglo XX hacia el XXI ha vivido el impacto disolutorio de las instituciones tradicionales como un estigma que se ahonda mediante la muerte anónima y de género en el espacio abierto o público. El entorno de ruptura y dispersión tiene su causa, entre otros factores, en el aislamiento secular de estos territorios, en la lejanía del México central, sobre todo de la capital. Aquella cima de lo ajeno que desde el punto de vista de los norteños merece un nombre irónico: se le llama «Chilangolópolis». O admite un apelativo infamante para su gente: los «chilangos». Un sinónimo de personas tramposas, ladronas, abusivas.

Los símbolos se imponen.

La noción de Norte, de pertenencia a una latitud extrema, casi olvidada por el Centro, y por lo tanto recia y entera por sí misma, desdeñosa de una idea de la nacionalidad adscrita por hegemonía a los poderes centrales de la Federación, ocupa un lugar básico entre los habitantes de Ciudad Juárez. Y en esta identidad norteña los males suelen venir de afuera. En especial, del Sur. Es decir, de abajo. De lo bajo. Del Sur del Estado y del Sur de la República, en particular el crecimiento urbano, inequitativo, súbito y vertiginoso que ha tenido la localidad desde 1970 hasta la fecha, debido al flujo migratorio, la población flotante provista por el imán de ser una ciudad que es al mismo tiempo un enlace: un puente.

El puente como símbolo primario: Paso del Norte, frontera con Estados Unidos. Punto superior respecto de lo bajo del resto de la República. En tiempos de la economía global, la maquila sería el segundo símbolo juarense después del puente. Los migrantes se han asentado en condiciones precarias en las áreas de la Sierra de Juárez, al oeste de la ciudad, desde donde puede contemplarse la promesa del «otro lado»: Estados Unidos. El automóvil sería, en la urgencia de desplazamiento y anhelos de prosperidad, el tercer símbolo juarense.

Francisco Javier Llera Pacheco, académico de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, afirmaba en 1997 que lo más importante que debía reconocerse era que los problemas de aquella frontera no venían de procesos locales, «sino de fuerzas externas», que representaban el resultado del fracaso de la estrategia nacional de desarrollo en México. Y añadía que, para resolver problemas como el exceso de migrantes, la concentración poblacional, la falta de infraestructura, los asentamientos precarios y el deterioro ambiental se requerían cambios radicales en México en cuanto a las políticas nacionales y las regionales.

En síntesis, Juárez encarnaría un territorio vehicular e intenso en todos los sentidos, un puente, un enclave de la economía multinacional, cuya industria maquiladora impone un paradigma que penetra y ordena el cuerpo de la sociedad —sólo la recesión mundial de 2001 afectaría en forma grave a la economía fronteriza.

El Norte, la tierra de las realidades y de los hechizos imaginarios. Juárez, la que se quiere más norteña de las ciudades mexicanas.

Sobre las condiciones económicas y sociales, el norte de México de fin del siglo XX habría consumado la propuesta de imágenes y representaciones múltiples sobre lo mexicano de mayor poderío desde que la llamada cultura «chicana» se difundió en los años sesenta y setenta. Bajo su mapa difícil, se ha multiplicado la alternativa de estar en el mundo al estilo del narcocontrabando, las leyes incumplidas y el ocio nocturno —por cada escuela, hay 5 bares en Ciudad Juárez, aparte de mil «picaderos», puntos de venta de drogas duras al menudeo. De nuevo, se demuestra que la historia es un paisaje complejo que surge de la geografía y la cultura. Así como cantan, en un corrido local, Los Dinámicos del Norte en «Contrabando de Juárez»:

Bonito Juárez querido,

yo desde aquí te diviso,

lástima que aquí en El Paso,

tenga ciertos compromisos.

Son las once de la noche,

oigo música en los bares,

mi querida allá me espera,

en una calle de Juárez.

Güerita de ojos azules,

no le puedo dar mi mano,

porque me tiene enjuiciado

el gobierno americano.

Qué bonito es el Río Bravo,

ya nadie podrá negarlo,

porque el contrabando pesa,

cuando se pasa nadando.