Camisa de popelín

—Esto es una locura —dice mi esposa—. ¡Vivir con un hombre que no sale de casa únicamente porque le da pereza!

Mi esposa siempre exagera. Aunque, en realidad, siempre intento eludir preocupaciones innecesarias. Como cualquier cosa. Me corto el cabello cuando pierdo el aspecto humano. Y me lo corto al cero, para no tener que volver a hacerlo en tres meses.

En resumen, no me gusta salir de casa. Quiero que me dejen en paz…

De pequeño tenía a Luisa Guénrijovna, mi niñera. Lo hacía todo sin prestar atención, porque temía que la arrestaran. En una ocasión me puso unos pantalones cortos. Y me metió las dos piernas por la misma pernera. Me pasé todo el día así.

Tenía cuatro años y recuerdo bien aquello. Sabía que me habían vestido incorrectamente. Pero callaba. No quería volverme a vestir. Y ahora tampoco.

Recuerdo muchísimas historias semejantes. En mi infancia estaba dispuesto a soportar cualquier cosa para evitar preocupaciones innecesarias.

En cierta época bebía mucho. Y por consiguiente, andaba por cualquier parte. Por esa razón, muchos pensaban que yo era un tipo sociable. Aunque tan pronto estaba sobrio, mi sociabilidad desaparecía.

A pesar de esto, no puedo vivir solo. Nunca recuerdo dónde está la factura de la electricidad. No sé lavar ni planchar. Y, sobre todo, gano poco.

Prefiero estar solo, pero junto a alguien.

Mi esposa siempre exagera.

—Sé por qué vives todavía conmigo. ¿Te lo digo?

—¿Por qué?

—¡Pues porque te da pereza comprar un catre!

—¿Y tú? —hubiera podido contestarle—. ¿Por qué no compras tú misma un catre? ¿Por qué no me abandonaste en los tiempos difíciles? Tú, que sabes remendar, lavar, soportar a gente desconocida y, sobre todo, ganar dinero.

Nos conocimos hace veinte años. Aún recuerdo que fue un domingo. El dieciocho de febrero. Día de las elecciones.

Los agitadores recorrían las casas. Convencían a los inquilinos de que votaran lo más temprano posible. Yo no tenía prisa. En tres ocasiones no había ido a votar. Y no era por mostrarme disidente. Más bien, odiaba los actos sin sentido.

Sonó el timbre. En la puerta había una mujer joven, que llevaba una chaqueta de otoño. Su aspecto era el de una maestra de escuela, o sea, una solterona. En realidad no llevaba gafas, pero sí un cuaderno con tapas de hule en la mano.

Miró el cuaderno y leyó mi apellido.

—Entre a calentarse un poco —le dije—. Tome una taza de té.

Me incomodaban las piernas, que se me veían por debajo de la bata. En nuestra familia las piernas son la parte menos expresiva del cuerpo. Y la bata estaba manchada.

—Yelena Borísovna —se presentó la chica—. Su agitadora… Todavía no han ido a votar.

No era una pregunta, sino un reproche contenido.

—¿Quiere té? —repetí. Y en aras de la decencia, añadí—: Mi madre está en casa.

Mamá estaba acostada, le dolía la cabeza. Pero eso no le impidió gritar en voz alta: —¡No se os ocurra comeros mi jalvá!

—Queda mucho tiempo para ir a votar —dije.

Y entonces, Yelena Borísovna pronunció un discurso totalmente inesperado.

—Sé que estas elecciones son una herejía total. ¿Pero, qué puedo hacer? Debo llevarlos al punto de votación. O no podré irme a casa.

—Entendido. Pero tenga más cuidado. No la van a felicitar por decir semejante cosa.

—En usted se puede confiar. Me di cuenta de eso enseguida. Tan pronto vi el retrato de Solzhenitsyn.

—Es Dostoyevski. Pero también respeto a Solzhenitsyn.

A continuación, desayunamos humildemente. Mamá nos dio un pedazo de jalvá.

De manera natural, la conversación derivó hacia la literatura. Si Lena mencionaba el nombre de Gladilin, yo preguntaba si se trataba de Tolia Gladilin. Si hablaba de Shukshín, yo precisaba: Vasia Shukshín. Cuando comenzamos a hablar de Ajmadúlina, exclamé, en voz baja: —¡Béllochka!

Salimos a la calle. Los edificios estaban decorados con banderas. En el suelo había envolturas de bombones. El conserje Grisha se jactaba de su abrigo de lana gruesa.

Yo no quería votar. Y no porque me diera pereza. Sino porque me gustaba Yelena Borísovna. Tan pronto como hubiéramos votado, ella se iría a su casa.

Fuimos al cine, a ver La infancia de Iván. La película era suficientemente buena y no debía hablar de ella con condescendencia.

En aquella época, mis más ardientes alabanzas eran solo para las novelas policiacas. Por el hecho de que me permitían relajarme.

Pero alababa las películas de Tarkovski con condescendencia. Y siempre daba a entender que Tarkovski llevaba seis años esperando un guión mío.

Del cine nos fuimos a la Casa de los literatos. Estaba seguro de que encontraría a algún famoso. Podía contar con el saludo amistoso de Goryshin. O con los abrazos ebrios de Wolf. Con un rápido intercambio de palabras con Efímov o Konietski. Yo era lo que se denominaba un joven escritor. Y hasta Granin me conocía personalmente.

En cierta época, en Leningrado había mucha gente famosa. Por ejemplo, Chukovski, Oléinikov, Zóschenko, Jarms, etc. Después de la guerra su número se redujo. A unos los fusilaron vaya usted a saber por qué, otros se mudaron a Moscú…

Subimos al restaurante. Pedimos vino, entremeses y dulces. Tuve la intención de pedir una tortilla, pero me lo pensé mejor. Mi hermano mayor siempre me decía: «No sabes comer comida de colores».

Volví a contar el dinero, sin sacar las manos del bolsillo.

El salón estaba vacío. Solo junto a la puerta estaba sentado el condecorado Reshétov, que leía un libro. A juzgar por lo absorto que estaba, se podía deducir que leía su propia novela. Hubiera podido apostar a que la novela se titulaba. ¡Voy con ustedes, gente!

Bebimos. Conté tres hechos de la vida de Yevtushenko, ocurridos delante de mis ojos.

Pero los famosos seguían sin aparecer. Aunque cada vez había más comensales. El prosista Goryanski se dirigió a la ventana, haciendo chirriar su prótesis. Junto a la barra del bar estaban de pie los poetas Chikin y Steinberg.

—Boria, lo que mejor te salen son las digresiones filosóficas —decía Chikin.

—Y a ti, Dima, los monólogos interiores —reaccionaba Steinberg.

Chikin y Steinberg no pertenecían al círculo de famosos. A Goryanski se le conocía por haber estrangulado a un celador en un campo de concentración alemán.

El crítico Jalupóvich, bastante conocido, pasó a nuestro lado. Estuvo un momento mirándome.

—Perdone, lo he confundido con Liova Melinder —dijo finalmente.

Pedimos doscientos gramos de coñac[11]. Quedaba poco dinero, pero los famosos no aparecían.

Era obvio que Yelena Borísovna se quedaría sin saber que yo era un literato prometedor.

En ese momento, el escritor Danchkovski entró en el restaurante. Con ciertas salvedades, se lo podía considerar un tipo famoso.

Mucho tiempo atrás, dos hermanos procedentes de Shklov llegaron a Leningrado. Se llamaban Saveli y Leonid Danchkovski. Comenzaron a probar suerte en la literatura. Componían cancioncillas, cuplés, intermedios. Al principio escribían juntos. Después, cada uno por separado.

Un año después, sus caminos se separaron de modo más radical.

El hermano menor decidió acortar su apellido. Firmaba Danch, pero siguió siendo hebreo.

El mayor decidió actuar de otra manera. También acortó su apellido, dejando fuera una sola letra: la i. Ahora firmaba como Danchkovski. Y de hebreo, se convirtió en polaco rusificado.

Poco a poco, entre los hermanos surgió el odio nacional. De vez en cuando se peleaban por asuntos raciales.

—¡Monstruo! —gritaba Leonid—. ¡Impío, borracho!

—¡Cállate, jeta judía! —respondía Saveli.

Poco después comenzó el combate contra los cosmopolitas. Arrestaron a Leonid. En ese momento, Saveli se había graduado en el instituto de marxismo-leninismo.

Comenzó a publicar en revistas poderosas. Salió a la luz su primer libro. Los críticos empezaron a hablar de él.

Poco a poco, se convirtió en un «leninianista». O sea, en creador de una Leniniana infinita e incontrolable.

Primero escribió el libro La infancia de Volodia. Después, un relato, El chico de Simbirsk. Lo siguió, en dos tomos, juventud fogosa. Y finalmente, la trilogía ¡Arriba, parias de la tierra!

Una vez agotada la biografía de Lenin, Danchkovski se dedicó a temas mixtos. Escribió Lenin y los niños. A continuación, Lenin y la música, Lenin y la pintura, así como Lenin y la agricultura. Todos aquellos libros fueron traducidos a multitud de lenguas.

Danchkovski se hizo rico. Fue condecorado con la orden Distintivo de Honor. Por esa época, su hermano fue rehabilitado póstumamente.

Y ese era el que había aparecido en el restaurante.

—Preste atención —le susurré a Yelena Borísovna bajando la voz—. El mismísimo Danchkovski… Cuántos éxitos… Suena para el Premio Lenin…

Danchkovski se dirigía a un rincón, el más alejado de la máquina de los discos. Al pasar junto a nosotros, ralentizó el paso.

Yo levanté mi copa, en gesto de familiaridad.

—Leí tu artículo humorístico en la revista Aurora —dijo Danchkovski claramente, sin saludar—. Me parece que es una mierda.

Estuvimos hasta las once en el restaurante. El punto de votación había cerrado hacía horas. Después, cerró el restaurante. Mamá seguía acostada con dolor de cabeza. Y nosotros seguíamos paseando por el malecón Fontanka.

Yelena Borísovna me asombraba por su sumisión. Más exactamente, no se trataba de sumisión, sino de indiferencia ante los aspectos prácticos de la vida. Como si todo lo que acontecía lo hiciera en una pantalla. Había olvidado el punto de votación. Había desdeñado sus obligaciones. Y finalmente resultó que ni siquiera había votado. ¿Y todo aquello, en aras de qué? De unas relaciones confusas con una persona que escribía artículos humorísticos de poco éxito.

Por supuesto, yo tampoco voté. También desdeñé mis obligaciones ciudadanas. Pero, en general, yo era una persona algo especial. ¿Sería que nos parecíamos?

Ya llevamos veinte años casados. Veinte años de aislamiento mutuo e indiferencia ante la vida.

Sin embargo, yo tengo estímulos, objetivos, ilusiones, esperanzas. ¿Y ella? Ella tiene solamente a su hija y la indiferencia.

No recuerdo un caso en que Lena objetara o discutiera. Difícilmente haya pronunciado alguna vez un «sí» sonoro y decidido, o un «no» duro y terminante.

Su vida ha transcurrido como en la pantalla de un televisor. Cambian los encuadres, los rostros, las voces, el bien y el mal galopan uncidos al mismo carro. Pero mi amada echaba un vistazo a la pantalla y se ocupaba de asuntos más importantes…

Calculando que mi madre ya dormía, me fui a casa. Ni siquiera le dije a Yelena Borísovna que viniera conmigo. Ni siquiera la tomé de la mano. Simplemente, llegamos a casa. Eso ocurrió hace veinte años.

Durante esos años, nuestros amigos se enamoraron, se casaron y se divorciaron. Escribieron versos y novelas sobre el tema. Se mudaron de una república a otra. Cambiaron sus ocupaciones, convicciones, hábitos. Se hicieron disidentes y alcohólicos. Atentaron contra vidas ajenas o contra las suyas propias.

A nuestro alrededor surgieron y se derrumbaron estruendosamente mundos maravillosos y enigmáticos. Como cuerdas bien tensadas, se rompieron muchas relaciones humanas. Nuestros amigos renacieron y volvieron a morir en busca de la felicidad.

¿Y nosotros? A todas las tentaciones y horrores de la vida contraponíamos nuestro único don: la indiferencia. Pregunto: ¿qué puede ser más duradero que un castillo construido sobre la arena? ¿Qué es más fuerte y seguro en la vida familiar que la mutua falta de carácter? ¿Cuál puede ser el bienestar de dos estados hostiles que son incapaces de defenderse?

Yo trabajaba en un periódico fabril. Ganaba casi cien rublos. Y algunas primas insignificantes. Así, recuerdo los cuatro rublos mensuales «por la asimilación de métodos más modernos de administración».

Al igual que la mayoría de los periodistas, soñaba con escribir una novela. Y, a diferencia de la mayoría de los periodistas, me dedicaba en realidad a la literatura. Pero hasta las revistas más progresistas rechazaban mis manuscritos.

Ahora eso solo me produce alegría. Gracias a la censura, mi aprendizaje se dilató durante diecisiete años. Los relatos que quise publicar en aquellos años me parecen ahora impresentables. Basta con señalar que uno se titulaba «El destino de Faina».

Lena no leía mis relatos. Yo no se lo proponía. Y ella no quería manifestar su iniciativa.

Una mujer puede hacer tres cosas por un escritor ruso. Puede mantenerlo. Puede creer sinceramente en su genialidad. Y, finalmente, puede dejarlo en paz. A propósito, lo tercero no excluye lo primero ni lo segundo.

A Lena no le interesaban mis relatos. Ni siquiera estoy seguro de que tuviera claro dónde trabajaba yo. Solo sabía que escribía.

Y yo sabía aproximadamente lo mismo de ella.

Primero, mi mujer trabajó en una peluquería. Después del asunto aquel con las elecciones, la echaron. Se hizo correctora. Para mi asombro, se graduó al poco tiempo en el instituto poligráfico. Si no me equivoco, ingresó en cierta editorial deportiva. Ganaba el doble que yo.

Era difícil entender lo que nos unía. Casi siempre conversábamos sobre el trabajo. Cada uno tenía sus propios amigos. Hasta leíamos libros diferentes.

Mi esposa siempre abría el libro que tuviera más cerca. Y comenzaba a leerlo por cualquier página.

Al principio, eso me irritaba. Después me cercioré de que siempre tenía buenos libros en las manos. A diferencia de mí. Si yo abro un libro al tuntún, sin duda será. Campos roturados.

¿Qué nos unía? Y, en general, ¿cómo surge la proximidad humana? No es algo tan simple.

Por ejemplo, yo tengo tres primos hermanos. Los tres son gamberros y borrachines. A uno lo quiero, el otro no me interesa, al tercero simplemente no lo conozco…

Así vivíamos: uno al lado del otro, pero cada cual por separado. Intercambiábamos regalos en escasas ocasiones.

—Debería regalarte flores, aunque solo fuera para reírnos —le decía a veces.

—Ya tengo de todo —respondía Lena.

Yo tampoco esperaba regalos. Eso me venía al pelo.

Es que conocí una vez una familia en la que el marido trabajaba de la mañana a la noche. La esposa miraba la tele y recorría las tiendas.

—Le he comprado a Marik para su cumpleaños unas cortinas de tul —decía, por ejemplo—, ¡qué maravilla!

Así vivimos durante cuatro años. Después nació nuestra hija, Katya. Aquel hecho encerraba una seriedad inesperada y una sensación de milagro. Éramos dos, y de repente apareció una persona más, caprichosa, ruidosa, que exigía atenciones.

A nuestra hija casi no la educamos, solamente la amamos. Sobre todo porque desde que cumplió cinco meses enfermaba continuamente.

En general, tras el nacimiento de nuestra hija quedó claro que estábamos casados. Katya sustituyó nuestro certificado de matrimonio.

Recuerdo que fui a la redacción de la revista Avrora con el cochecito de la niña. Debía cobrar allí unos honorarios escasos. La cajera me tendió un recibo.

—Firme aquí. —Y añadió—: Le hemos retenido dieciséis rublos por no tener hijos.

—Pero yo tengo una hija —repuse.

—Hay que presentar el documento correspondiente.

—Por favor.

Y saqué el paquetito rosa del cochecito. Con cuidado, la coloqué sobre la mesa del contable principal. De esa manera recuperé los dieciséis rublos…

Mis relaciones con mi mujer no cambiaron. Para ser exactos, casi no cambiaron. Ahora teníamos una preocupación común que contraponer a nuestra apatía personal. Por ejemplo, bañábamos a la niña entre los dos.

En una ocasión, Lena se fue a trabajar. Yo me quedé en casa. Y, como siempre, me puse a buscar papeles que necesitaba. Si no me equivoco, buscaba una copia del contrato de edición.

Me puse a revolver los armarios. Saqué, uno tras otro, los cajones del escritorio. Hasta eché un vistazo dentro de la mesita de noche.

Allí, bajo un montón de libros, revistas y viejas cartas, encontré un álbum. Se trataba de un álbum pequeñito, casi de bolsillo, para fotografías. Unas quince hojas de cartón grueso con una paloma en relieve en la carátula.

Lo abrí. Las primeras fotografías estaban amarillentas, agrietadas. Algunas habían perdido las esquinas. En una de ellas, un niño carirredondo acariciaba un perro. Mejor dicho, lo tocaba con precaución. El perro lanudo encogía las orejas. En otra, una niña de seis años abrazaba una rústica muñeca. Ambos tenían una expresión confusa, triste.

Después, vi una foto de familia: la madre, el padre y la hija. El padre vestía un largo impermeable y llevaba un sombrero de paja. De sus mangas asomaban apenas las puntas de los dedos. La mujer llevaba un jersey grueso con hombreras, tenía bucles y una vaporosa bufanda. La niña se había vuelto bruscamente a un lado. Por eso, su corto abrigo de otoño estaba levantado. Algo había atraído su atención. Quizá un perro vagabundo. A sus espaldas, tras los árboles, se divisaba la fachada del liceo de Tsárskoye Seló.

Más adelante aparecieron parientes con sonrisas tensas, artificiales. Un ferroviario, viejo y bigotudo, de uniforme; una dama junto a un busto de Lenin; un chico en una moto. Después, había un marino, o mejor dicho, un guardiamarina. Hasta en la foto se veía que estaba muy bien afeitado. Una chica, con un ramo de lirios silvestres, miraba al rostro del guardiamarina.

Una foto brillante de la escuela ocupaba una página entera. Cuatro filas de rostros asustados, tensos, inmóviles. Ni una sola cara infantil alegre.

En el centro había un grupo de maestros. Dos de ellos con condecoraciones, seguramente excombatientes del frente. Entre los demás, la jefa de la clase. Era fácil reconocerla. La anciana abrazaba los hombros de dos alumnas, que sonreían muy tensas.

A la izquierda, en la tercera fila, estaba mi esposa. La única que no miraba al objetivo.

Yo la reconocía en todas las fotos. En una pequeña, donde aparecía un grupo de esquiadores. En otra, microscópica, que fue tomada junto a la biblioteca de un koljoz. Y hasta en una vetusta foto, en la multitud, entre los miembros de un coro juvenil, apenas reconocibles.

Yo reconocía a la chica sombría que llevaba zapatos viejos. A la señorita desconcertada en bañador barato, de pie bajo un gran letrero donde decía EVPATORIYA. A la estudiante de vestido ligero, junto a la biblioteca del koljoz. Y en todas partes mi esposa parecía la más triste.

Hojeé varias páginas más. Vi a un hombre joven con un kepis hexagonal, una anciana que se cubría el rostro con la mano, una bailarina desconocida.

Encontré una foto del actor Yákovlev. Una postal con su rostro, para ser exactos. Debajo, con buena letra, estaba escrito: «¡Lena! Servir al arte exige la entrega total, sin dejar nada. Rafik Abdulláyev»…

Abrí la última página. Y de repente, me quedé sin aliento. Ni siquiera sé por qué me sorprendí tanto. Pero me di cuenta de que mis mejillas enrojecían.

Vi una foto cuadrada, algo mayor que un sello de correos. Una frente estrecha, una cara sin afeitar, con expresión de torero expulsado de la plaza.

Era mi fotografía. Si no me equivoco, sacada de un carnet del año pasado. En una esquinita blanca se veían restos del sello de la fábrica.

Estuve sentado, sin moverme, unos tres minutos. De la sala llegaba el tictac del reloj. Tras la ventana se oía el estruendo de un compresor. El ascensor subía con ruidos metálicos. Y yo continuaba sentado.

Aunque, en realidad, ¿qué había ocurrido? Nada de particular. Una esposa había incluido una foto del marido en el álbum. Era algo normal.

Mas, por alguna razón, yo sentía una emoción dolorosa. Me resultaba difícil concentrarme para entender qué era lo que la causaba. Eso quería decir que todo iba en serio. Si era la primera vez que lo percibía, ¿cuánto amor se había perdido, durante tantos años?

No tenía fuerzas suficientes para meditar sobre lo ocurrido. Yo no sabía que el amor podía llegar a ser tan agudo, a tener tanta fuerza.

Pensé: «Si ahora me tiemblan las manos, ¿qué pasará después?».

En resumen, me vestí y me fui a trabajar.

Transcurrieron seis años, comenzó la emigración. Los hebreos empezaron a hablar de la patria histórica.

Antes, para ser un hombre completo, había que tener un abrigo de piel y un diploma de candidato a doctor. Ahora, a ello se sumaba la llamada de Israel.

Todos los intelectuales soñaban con ese país. Incluso aunque no tuvieran ninguna intención de emigrar. Por si acaso.

Los primeros en irse fueron los cien por cien hebreos. Los siguieron ciudadanos de origen dudoso. Un año después, comenzaron a dejar salir a los rusos. Entre ellos, con documentos israelíes, se fue uno de nuestros conocidos, el padre Mavriki Rykunov.

Y he aquí que mi mujer decidió emigrar. Y yo decidí quedarme.

Era difícil decir por qué había decidido quedarme. Obviamente, aún no había llegado a un límite fatal. Aún quería aprovechar oportunidades indefinidas. O quizá aspiraba inconscientemente a ser reprimido. Eso ocurre. El intelectual ruso que no ha estado en la cárcel no vale nada…

La decisión de mi esposa me sorprendió. Lena aparentaba ser dependiente y sumisa. Y de repente, una decisión tan seria, tan terminante.

Consiguió documentos extranjeros con sellos rojos. Disidentes lúgubres y barbudos la visitaban. Le dejaban instrucciones, escritas en papel de fumar. Me miraban con desconfianza.

Yo no lo creí hasta el último minuto. Todo era demasiado increíble. Como un viaje a Marte.

Juro que no lo creí hasta el último minuto. Lo sabía y no lo creía. Eso es lo más frecuente.

Y llegó el momento maldito. Los documentos estaban completos, llegó la visa. Katya regaló cintas y estampillas a sus amigas. Lo único que faltaba era comprar los pasajes de avión.

Mamá lloraba. Lena estaba absorta en sus gestiones. Yo pasé a un segundo plano.

Antes tampoco le bloqueaba el futuro. Pero ahora no tenía nada que ver conmigo.

Finalmente, Lena fue a buscar los pasajes. Regresó con una cajita. Se me acercó.

—Todavía me sobró dinero —dijo—. Esto es para ti.

En la caja había una camisa de popelín, de importación. Si no me equivoco, fabricada en Rumania.

—Qué bien, gracias. Una camisa decente, modesta pero de buena calidad. ¡Que viva el camarada Ceaucescu!

¿Y para ir a dónde me la voy a poner? En serio, ¿a dónde?