Cinturón militar de cuero
Lo más terrible para un borracho es despertarse en la cama de un hospital.
—¡Se acabó! ¡Nunca más! —comienzas a balbucear, sin estar del todo despierto—. ¡Nunca en mi vida! ¡Ni una gota más!
Y de repente te descubres en la cabeza una gruesa venda de gasa. Quieres tocarla, pero resulta que tienes la mano derecha enyesada. Junto con el resto del cuerpo.
Todo eso me ocurrió a mí en el verano del año sesenta y tres, al sur de la república Komi[7].
Un año antes me llamaron al ejército. Me destinaron al servicio de custodia de campos de reclusión. Hice un curso de veinte días en la escuela de celadores, cerca de Sindor…
Antes de eso, me dediqué al boxeo durante dos años. Participé en competiciones en la República. Pero no recuerdo que mi entrenador me dijera una sola vez «Bien, eso es todo. Me doy por satisfecho contigo».
Pero eso fue lo que me dijo el instructor Toróptsev en la escuela de celadores. Después de un curso de tres semanas. Y tomando en consideración que, en el futuro, no me amenazarían boxeadores sino criminales reincidentes…
Intenté mirar a mi alrededor. El sol dibujaba manchas amarillas sobre el linóleo del suelo. La mesita estaba llena de medicamentos. Junto a la puerta había un periódico mural, titulado LENIN Y LA SALUD PÚBLICA.
Olía a humo y, por extraño que parezca, a plantas acuáticas. Me encontraba en la unidad sanitaria.
Me dolía la cabeza vendada. Notaba que tenía una herida profunda sobre la ceja. El brazo izquierdo no lo podía mover.
Mi guerrera estaba doblada sobre el cabecero de la cama. Los cigarrillos debían de estar ahí. En lugar de cenicero, utilicé un bote con una solución que parecía tinta. Tuve que sujetar la caja de cerillas con la boca.
Ahora podía tratar de recordar los hechos del día anterior.
Por la mañana, yo no aparecía en la lista de celadores de guardia. Fui a donde estaba el sargento mayor.
—¿Qué pasa? ¿Acaso me corresponde un día libre?
—Algo así, alégrate… Unzek[8] de la barraca catorce se ha vuelto loco. Ladra, cacarea… Mordió a la tía Shura, la cocinera. En resumen, llévalo a Iosser, al hospital psiquiátrico. Y el resto del día estás libre. Como si fuera una jornada de asueto.
—¿Cuándo debo partir?
—Si quieres, ahora mismo.
—¿Solo?
—Nada de eso. En pareja, según el reglamento. Llévate a Churilin. O a Gayenko.
Encontré a Churilin en el taller de instrumentos. Trajinaba con un soldador. En el banco de trabajo, algo emitía chasquidos y el aire olía a colofonia.
—Estoy soldando una cosa —explicó Churilin—, un trabajo de guarnición. Échale un vistazo.
Vi una chapa de latón con una estrella en relieve. Por dentro, la estrella estaba rellena de estaño. Un cinturón con semejante hebilla se convertía en un arma poderosa.
En aquella época estaba de moda que los miembros de las tropas de seguridad llevaran cinturones de cuero, de los que usan los oficiales. Rellenaban la hebilla con estaño y se iban a los bailes. Si comenzaba una riña, las chapas de latón brillaban sobre las cabezas…
—Nos vamos —le anuncié.
—¿Qué pasa?
—Nos llevamos a un tronado a Iosser. Un zek de la barraca catorce, se ha vuelto loco. Entre otras cosas, mordió a la tía Shura.
—Hizo bien —repuso Churilin—. Seguro que quería comer. Esa Shura se lleva la mantequilla estatal a su casa. Yo la he visto.
—Vámonos.
Recibimos las armas y nos dirigimos al puesto de control. Dos minutos después, el controlador sacó a un zek panzudo, sin afeitar, que se resistía a moverse.
—¡Quiero una chica guapa, una deportista! ¡Dadme una deportista de categoría! ¡¿Cuánto tiempo tengo que esperar?! —gritaba.
—No menos de seis años —le respondió el controlador, de lo más sereno—. Y eso, si te dan la condicional. Participaste en un delito colectivo.
El zek no le hizo el menor caso.
—¡Canallas, dadme una deportista! —siguió gritando.
Churilin lo miró con atención y me dio un codazo.
—Oye, este no está loco. Es un tío normal. Primero quería comer, y ahora quiere una hembra. Y de categoría… Vaya, tiene buen gusto el tío. Yo tampoco rechazaría una así.
El controlador me entregó los documentos. Salimos al portal.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Churilin.
—Dorremifasol —respondió el zek.
—Si está usted perturbado de veras, es asunto suyo —le dije—. Y si se lo está inventando, también. No soy médico. Tengo que llevarlo al hospital de Iosser. Lo demás no me interesa. La única condición es no exagerar. Si me muerde, le pego un tiro. Pero puede ladrar y cacarear cuanto le plazca.
Teníamos que andar unos cuatro kilómetros. No había camiones que fueran en nuestra dirección. El capitán Sokolovski se había llevado el coche del jefe del campo. Decían que debía presentarse a unos exámenes en Inta.
En resumen, debíamos ir caminando. El sendero atravesaba un poblado, seguía por las ciénagas de turba, pasaba junto a un bosquecillo de pinos y llegaba hasta un paso a nivel. Y tras el paso a nivel se veían las torres de vigilancia del campo de Iosser.
En el poblado, Churilin se detuvo delante de la bodega. Le di dos rublos. A aquella hora no aparecería patrulla alguna.
Era obvio que el zek aprobaba nuestra idea.
—Me llamo Tolik —dijo, de la alegría.
Churilin apareció con una botella de vodka «Moskóvskaya». La guardé en el bolsillo de mis pantalones de uniforme. Para beber, esperaríamos a llegar al bosquecillo.
A cada rato, el zek recordaba que estaba loco. Entonces, se ponía a cuatro patas y comenzaba a gruñir.
Le aconsejé que no gastara fuerzas en vano. Que las conservara para el examen médico. Nosotros no lo traicionaríamos.
Churilin extendió un periódico sobre la hierba. Se sacó unas galletas del bolsillo.
Bebimos por turno, a morro. Al principio, el zek no se decidía.
—El médico podría percibir el olor. Sería algo poco natural…
—¿Y es natural que ladres y cacarees? —lo interrumpió Churilin—. Masticas unas hojas de acedera y ya está.
—Me habéis convencido —aceptó el zek.
El día era cálido y soleado. En el cielo flotaban unas nubes, ligeras y volubles. En el paso a nivel las locomotoras, impacientes, tocaban la sirena. Un enjambre de insectos vibraba sobre la cabeza de Churilin.
El vodka empezó a hacer efecto, y yo pensé, «¡Qué bien se está en libertad! Cuando me desmovilice, pasaré horas caminando por las avenidas. Iré al café de la calle Marat. Me sentaré a fumar en un banco, junto al edificio de la Duma…».
Sé que la libertad es un concepto filosófico. Pero eso no me interesa. A los esclavos no les interesa la filosofía. La libertad consiste en ir a donde quieras.
Mis colegas de borrachera conversaban amistosamente.
—Algo anda mal en mi cabeza —explicaba el zek—. Creo que son gases. La verdad, a los que están así deberían ponerlos en libertad. Darles de baja total por enfermedad. A los equipos obsoletos los dan de baja.
—¿Tu cabeza anda mal? —le respondía Churilin—. ¿Y te alcanzó el magín para robar? En tu expediente dice que participaste en un robo colectivo. Por cierto, ¿qué robaste?
—Nada de importancia. —El zek, avergonzado, hizo un ademán—. Un tractor.
—¿Un tractor entero?
—Sí.
—¿Y cómo lo robaste?
—Muy fácil. Me lo llevé del almacén de piezas de hormigón. Tuve en cuenta la psicología.
—¿Y eso, cómo fue?
—Entré en el almacén. Me monté en el tractor. Atrás enganché una hormigonera. Y salí, en dirección al puesto de control. La hormigonera hacía un ruido de mil demonios. Apareció un guardia: «¿A dónde llevas esa hormigonera?». Le respondo: «Tengo una necesidad personal». «¿Tienes el permiso?». «No». «Pues desengancha esa mierda ahora mismo…». Desenganché la hormigonera y seguí mi camino. Como ves, la psicología funcionó… Y después desarmamos el tractor, lo convertimos en piezas de recambio…
Churilin, admirado, palmeó la espalda del zek.
—¡Eres un artista, padrecito!
—La gente sencilla me respetaba —ratificó el zek con humildad.
Churilin se puso de pie repentinamente, y sacó del bolsillo la segunda botella.
—¡Vivan las reservas laborales!
El sol alumbraba ya nuestro claro del bosque. Nos desplazamos a la sombra y nos sentamos sobre un aliso caído.
—¡Adelante! —ordenó Churilin.
Hacía calor. El zek se desnudó hasta la cintura. Tenía en el pecho un tatuaje hecho con pólvora: «¡Faina! ¿Recuerdas los días dorados?». Y también una calavera, un cuchillo de comando y un bote con un letrero: VENENO…
Churilin se embriagó de repente. Ni siquiera me di cuenta de cómo ocurrió. De pronto se calló y se puso sombrío.
Yo sabía que el cuartel estaba lleno de neuróticos. El servicio de celadores lleva a ello, es inevitable. Pero Churilin era de los que parecían relativamente cuerdos.
Solo recordaba una locura suya. En una ocasión, llevábamos a los zeks a la explotación maderera. Estábamos junto al fogón, en una caseta de tablones, nos calentábamos y conversábamos. Y, como es natural, bebíamos.
Sin pronunciar una sola palabra, Churilin salió afuera. Encontró un balde en alguna parte. Lo llenó de petróleo. Después, subió al techo y vertió el combustible por la chimenea.
El local se incendió. A duras penas logramos salir. Y tres hombres sufrieron quemaduras.
Pero eso había ocurrido tiempo atrás.
—Tranquilízate —le digo.
En silencio, Churilin sacó la pistola.
—¡De pie! —ordenó—. La brigada, formada por dos personas, pasa a disposición del celador. En caso de necesidad, el celador debe utilizar su arma. Recluso Jolodenko, adelante. Cabo Dovlátov, tras él…
Yo proseguía mis intentos de tranquilizarlo.
—Despierta. Vuelve en ti. Y, lo fundamental, guarda la pistola.
—¿Qué, a este los bichos le comen el coco? —se asombró el zek.
Mientras tanto, Churilin le había quitado el seguro a la pistola. Yo seguía avanzando hacia él.
—Has bebido un trago de más, no pasa nada —le repetía.
Churilin comenzó a retroceder. Yo seguía avanzando, sin hacer movimientos bruscos. El miedo me hacía repetir algo sin sentido. Recuerdo incluso que sonreía.
Pero el zek no perdió la presencia de ánimo.
—¡Vaya lío! —exclamó, alegre—. ¡Y no hay dónde meterse!
Yo veía el aliso caído detrás de Churilin. No le quedaba mucho por retroceder. Me agaché. Sabía que, al caer, podía disparar. Y así ocurrió: hubo un estruendo, crujieron las ramas secas… La pistola cayó al suelo. La aparté de una patada.
Churilin se puso de pie. Ahora no le temía. Podía tumbarlo desde cualquier posición. Y también estaba el zek.
Vi que Churilin se quitaba el cinturón. No me di cuenta de lo que significaba aquello. Pensé que estaba arreglándose la guerrera.
Teóricamente, yo hubiera podido pegarle un tiro, o aunque fuera herirlo. Estábamos cumpliendo una misión. Por así decirlo, en situación de combate. Me habrían absuelto.
En lugar de ello, seguí avanzando hacia él. Desde los tiempos en que practicaba boxeo, pensar demasiado me resultaba doloroso.
El resultado fue que Churilin me dio con la hebilla en la cabeza.
Lo fundamental es que lo recuerdo todo. No perdí el sentido. No sentí el golpe. Vi que la sangre caía sobre mis pantalones. Tanta sangre que traté de recogerla con las manos. Estaba de pie y la sangre seguía manando.
Menos mal que el zek no perdió la cabeza. Le arrancó el cinturón a Churilin de las manos. A continuación, me vendó la frente con la manga de su propia camisa.
Al parecer, en ese momento Churilin comenzó a darse cuenta de lo que ocurría. Se llevó las manos a la cabeza y, sollozando, echó a andar por el camino.
Su pistola yacía sobre la hierba. Junto a las botellas vacías.
—Cógela —le dije al zek.
Y ahora, imaginaos el cuadro. Delante, sollozando, marcha un celador. Le sigue un zek perturbado con una pistola. Y cierra la marcha un cabo, con una venda ensangrentada en la cabeza. Al encuentro viene una patrulla militar. Un todoterreno SAZ-61, con tres tiradores de metralleta y un enorme perro pastor.
Me asombra que no tiroteasen a mi zek. Lo normal hubiera sido que lo abatieran con una ráfaga. O le azuzaran al perro.
Al ver el vehículo, perdí el sentido. Los centros que gobiernan la voluntad se negaron a funcionar. Y, finalmente, el calor hizo su parte. Solo tuve tiempo de advertirles que el zek no tenía culpa alguna. Y que ellos averiguaran quién era el culpable.
Para más inri, al caer me fracturé el brazo. No, no me lo fracturé, sino que me lesioné. Me detectaron una fisura en el omoplato. Y entonces pensé que aquello era totalmente en vano.
Lo último que recuerdo es el perro. Sentado junto a mí, bostezaba nervioso, abriendo sus fauces color lila…
El altavoz comenzó a funcionar encima de mi cabeza. Salía un zumbido, después unos chasquidos ligeros. Retiré el enchufe, sin esperar los sonidos solemnes del himno.
De pronto, me vino a la cabeza una sensación ya olvidada de la infancia. Yo era un escolar y tenía fiebre. Me habían permitido no asistir a clases.
Esperaba al médico. Se sentaría sobre mi lecho y me examinaría la garganta. Diría: «Vaya, jovencito». Y mamá buscaría una toalla limpia para dársela.
Yo estaba enfermo, era feliz, todos me cuidaban. Y no tenía que lavarme con agua fría.
Me puse a esperar a que apareciera el médico. Pero, en su lugar, llegó Churilin. Miró por el ventanuco y se sentó en el antepecho. Después, se me acercó. Su aspecto era luctuoso e implorante.
Intenté darle una patada en el bajo vientre. Churilin retrocedió levemente y se puso a retorcerse las manos con fingida tristeza.
—¡Seriozha, perdóname! Estaba confuso… Lo lamento… Me arrepiento sinceramente… Estaba bajo los afectos del alcohol…
—Efectos —lo corregí.
—Peor todavía.
Churilin dio un paso hacia mí con cautela.
—Solo quería gastarte una broma… De veras… No tengo nada contra ti…
—Faltaba más.
¿Qué podía decirle? ¿Qué se le puede decir a un celador que se bebe la loción para después del afeitado?
—¿Qué tal nuestro zek? —pregunté.
—Está bien. Enloqueció de nuevo. Se pasó una mañana entera cantando «Ancho es mi país natal». Mañana va a la revisión. Por ahora, está en régimen de aislamiento.
—¿Y tú?
—Yo estoy arrestado, por supuesto. O sea, de hecho estoy aquí, pero en principio, estoy arrestado. El que está de guardia es paisano mío… Tengo que pedirte una cosa. —Churilin se acercó otro paso y comenzó a hablar precipitadamente—: ¡Seriozha, estoy acabado, metí la pata! ¡El juicio es el jueves!
—¿A quién juzgan?
—A mí. Dicen que te he lesionado gravemente.
—Bien, diré que no tengo quejas contra ti. Que te perdono.
—Ya dije que me perdonabas. Pero dicen que eso no tiene importancia, que se les ha acabado la paciencia.
—¿Y qué puedo hacer yo?
—Tienes educación, inventa algo. Sácate algo de la manga. O esos cabrones me mandarán al tribunal militar. Y eso significa tres años en el batallón disciplinario. El batallón disciplinario es peor que el campo. Ayúdame… —Intentó llorar y le salió una mueca—. Soy el único hijo… Mi hermano está en la cárcel, mi hermana se casó…
—No sé qué se puede hacer en este caso —le dije—. Hay una variante…
—¿Cuál? —se animó Churilin.
—Te preguntaré algo en el juicio: «Churilin, ¿tiene una profesión en la vida civil?». Me responderás: «No». Yo diré: «Entonces, ¿qué va a hacer cuando lo desmovilicen, robar? ¿Dónde están los cursos de choferes y tractoristas que nos prometieron? ¿Es que somos peor que las tropas regulares?». E insistiré en el tema. Por supuesto, la gente comenzará a hacer ruido. Quizá se hagan responsables de ti y te dejen libre bajo caución.
Churilin estaba cada vez más animado. Se sentó en mi cama.
—¡Qué cabeza! —repetía—. ¡Qué cabeza privilegiada! Con semejante cabeza no tendrías ni que trabajar.
—Especialmente cuando te la machacan con una hebilla de latón.
—Eso ya pasó, olvídalo. Escríbeme lo que debo decir.
—Ya te lo he contado.
—Ahora escríbelo. O me enredaré. —Churilin me tendió un lápiz. Después, arrancó un trozo del periódico mural—. Escribe.
Con letra clara escribí: «No».
—¿Qué significa «no»?
—Me has pedido: «Escríbeme lo que debo decir». Por eso he escrito «no». En el juicio te haré una pregunta: «¿Tiene una profesión en la vida civil?». Me responderás: «No». Y entonces hablaré de los cursos de choferes. Y la gente hará ruido.
—Entonces, ¿solo tengo que decir una palabra, «no»?
—Eso creo.
—Es poco —dijo Churilin.
—Es posible que te hagan otras preguntas.
—¿Cuáles?
—No tengo la menor idea.
—¿Y qué debo responder?
—Dependerá de lo que te pregunten.
—¿Y qué me van a preguntar? Más o menos.
—Pues, digamos: «¿Reconoce su culpa, Churilin?».
—¿Y qué debo responder?
—Dirás: «sí».
—¿Y eso es todo?
—Puedes decir: «Sí, claro, la reconozco y estoy profundamente arrepentido».
—Eso ya está mejor. Escribe. Primero, la pregunta, y después mi respuesta. Escribe las preguntas en minúsculas y las respuestas en mayúsculas. Para que no me confunda.
Churilin estuvo allí hasta las once. El enfermero quería echarlo.
—¿Puedo visitar a mi compañero de armas, o no? —se resistía Churilin.
El resultado es que escribimos todo un drama. Previmos decenas de preguntas y respuestas. Además, por insistencia de Churilin, puse acotaciones entre paréntesis: «Fríamente», «pensativo», «confuso».
A continuación, me trajeron la comida: un plato de sopa, pescado frito y gelatina.
—Pero aquí dan de comer mejor que en el calabozo —se asombró Churilin.
—¿Y tú querías que fuera al revés? —le dije.
Tuve que darle la gelatina y el pescado. Después, nos despedimos.
—Mi paisano está de guardia hasta las doce. Después, viene un jojol[9] Tengo que estar en el calabozo. —Se aproximó a la ventana y se volvió—. Casi lo olvido. Vamos a intercambiar los cinturones. Pueden castigarme por esta hebilla.
Tomó mi cinturón de soldado. Y colgó el suyo de la cama.
—Tienes suerte, el mío es de piel natural. Y la hebilla es reforzada. Le pegas a alguien con ella y lo tiras…
—Eso ya lo sé…
Churilin fue de nuevo hacia la ventana. Se volvió otra vez.
—Gracias. Nunca lo olvidaré.
Y se marchó por la ventana. Aunque hubiera podido hacerlo por la puerta.
No me quejo, pudo llevarse mis cigarrillos…
Transcurrieron tres días. El médico me dijo que había tenido suerte. Que solo tenía un rasguño en la frente.
Me dediqué a vagar por el territorio del campamento militar. Pasaba horas en la biblioteca. Me tostaba al sol sobre la azotea del almacén de leña.
En dos ocasiones intenté visitar el calabozo. Una vez estaba de guardia un letón que cumplía su primer año de servicio. Al instante levantó el fusil automático. Yo quería pasar unos cigarrillos, pero él se negó con la cabeza.
Por la noche pasé de nuevo. Esta vez estaba de guardia un instructor al que yo conocía.
—Entra —me dijo—. Si quieres, puedes pasar la noche ahí.
Y sacó el manojo de llaves. La puerta se abrió.
Churilin jugaba a las cartas con otros tres prisioneros. Un cuarto observaba la partida con un bocadillo en la mano. En el suelo había cáscaras de naranja.
—Saludos —dijo Churilin—, no me molestes. Les estoy enseñando lo que vale un peine.
Le di un paquete de Belomor.
—¿Y de beber? —preguntó.
Era de un descaro envidiable.
Permanecí allí un minuto más y me marché.
Por la mañana habían pegado por doquier un aviso urgente: «Reunión pública de la célula del Komsomol del destacamento. Juicio colectivo. Caso de Churilin, Vadim Tíjonovich. Asistencia obligatoria».
Por allí pasaba un soldado de reenganche.
—Ya era hora… Se han asilvestrado. Da terror lo que ocurre en el cuartel. El alcohol fluye por debajo de las puertas…
Unas sesenta personas se reunieron en el local del club. El buró de la célula del Komsomol ocupó el escenario. A Churilin lo sentaron a un lado, junto a la bandera. Esperaban la llegada del mayor Afanásiev.
Churilin tenía un aspecto de total felicidad. Quizá fuera la primera vez que estaba en un escenario. Gesticulaba, saludaba a sus conocidos con la mano. Entre ellos, a mí.
El mayor Afanásiev subió al escenario.
—¡Compañeros!
Paulatinamente, el silencio se apoderó del local.
—¡Compañeros combatientes! Hoy vamos a debatir el caso del soldado Churilin. El soldado Churilin, junto con el cabo Dovlátov, fue enviado a cumplir una misión importante. Por el camino, el soldado Churilin se emborrachó como un cerdo y comenzó a realizar actos irresponsables. Como resultado, resultó herido el cabo Dovlátov, a propósito, otro gilipollas, si me perdonan la expresión. No tienen vergüenza, se pusieron en ridículo delante del zek…
Mientras el mayor explicaba todo aquello, Churilin estaba radiante de satisfacción. Se peinó un par de veces, daba vueltas en el asiento, tocaba la bandera. Obviamente, se sentía un héroe.
—Solo en este trimestre —proseguía el mayor—, Churilin ha pasado veintiséis días en el calabozo. No hablo de borracheras, para Churilin eso es como la nieve en invierno. Hablo de delitos más serios, como riñas. Es como si considerara que el comunismo, para él, ya se ha construido. Si no le gusta un rostro, ¡puñetazo en la jeta! ¿Y qué pasaría si todos comenzamos a darle gusto a los puños? ¿Creen que no tengo ganas de romperle la jeta a alguien? En resumen, la paciencia se ha agotado. Debemos decidir si Churilin permanece aquí con nosotros o si su expediente pasa a un tribunal militar. ¡Es un asunto serio, compañeros! ¡Comencemos!… Churilin, cuente cómo ocurrió todo eso.
Todos miraron a Churilin. En sus manos apareció un papelito arrugado. Le daba vueltas, lo examinaba y susurraba algo en silencio.
—Explíquese —repitió el mayor Afanásiev.
Churilin, desconcertado, me miró. Era obvio que no habíamos previsto algunas cosas. En el guión faltaba algo.
—¡No se haga esperar! —el mayor levantó la voz.
—No tengo prisa —dijo Churilin.
Se ensombreció. Su rostro se volvió maligno y lúgubre. Pero en la voz del mayor crecía la indignación. Tuve que levantar la mano.
—Yo puedo contarlo todo.
—¡Cállese! —ordenó el mayor—. Usted también es buena pieza.
—Ajá —dijo Churilin—, esto… Quiero… esto… ingresar en los cursos de tractoristas.
El mayor se volvió hacia él.
—¡De qué cursos hablas, hijo de perra! Te emborrachas, lesionas a un amigo, y ahora sueñas con un curso. ¿Y no querrá el señor ingresar en la universidad? ¿O en el conservatorio?
Churilin volvió a echar un vistazo al papelito.
—¿Es que somos peores que el ejército regular? —pronunció en tono lúgubre.
La rabia asfixiaba al mayor.
—¿Cuánto más vamos a soportar esto? Uno trata de ayudarlo y él insiste en lo suyo. Le dicen «explíquese», y no quiere…
—No hay nada que explicar —saltó Churilin—, ni que fuera la Saga de los Forsyte… ¡Explíquese, explíquese! ¡No hay que explicar nada! No me sigas jodiendo, guarro hijoputa. A ti también te puedo dar para el pelo…
El mayor se llevó la mano a la pistola. En sus mejillas aparecieron manchas rojas. Respiraba con dificultad. Pero logró contenerse.
—Todo está claro. ¡Ha terminado la reunión!
A Churilin le cayó un año de batallón disciplinario. Yo me desmovilicé un mes antes de que lo liberaran. Tampoco volví a ver al zek loco. Todo aquel mundo desapareció de mi horizonte.
Lo único que permanece entero es el cinturón.