Un buen traje cruzado
Ni siquiera ahora visto bien. Y antes vestía aún peor. En la Unión Soviética vestía tan mal que hasta me lo reprochaban. Recuerdo que el director de la Reserva Natural Pushkin me decía: —Con sus pantalones, camarada Dovlátov, destruye la atmósfera festiva de estos lugares…
En las redacciones donde trabajé, a menudo se molestaban conmigo. Recuerdo las quejas del redactor de un periódico.
—Sencillamente, usted nos compromete. Hemos confiado en usted. Hemos delegado en usted nuestra representación en las exequias del general Filonenko. Y, según me enteré, se presentó allí sin la chaqueta.
—Llevaba una chaqueta.
—Usted vestía una sotana vieja.
—No era una sotana. Era una chaqueta extranjera. Además, es un regalo de Léger.
(Y era verdad, heredé esa chaqueta de Ferdinand Léger. Pero esa historia la cuento más adelante.) El redactor frunció el ceño.
—¿Qué quiere decir «Léger»?
—Léger es un destacado artista francés. Miembro del partido comunista.
—No lo creo —dijo el redactor, y de repente, se cabreó—. ¡Basta! ¡Siempre tiene una excusa! ¡Nunca puede comportarse como los demás! ¡Tenga la bondad de vestirse como corresponde al colaborador de un periódico serio!
—Que la redacción me compre una chaqueta —dije entonces—. Mejor todavía, un traje. La corbata me la compro yo, de alguna manera.
El redactor pecaba de astuto. Le importaba un bledo cómo vistiera yo. No se trataba de eso. Todo tenía una explicación más sencilla.
Yo era el más corpulento en la redacción. El de mayores dimensiones. Por lo tanto, como me aseguraban los jefes, el que mejor los representaba. O, según expresión de Mints, secretario responsable, era «el más representativo».
Si fallecía algún famoso, siempre me mandaban a mí al entierro, en nombre de la redacción. No todo el mundo podía llevar el féretro. Y yo me dedicaba a ello con cierta inspiración. No porque me gustaran los entierros. Sino porque odiaba el trabajo del periódico…
—Qué descaro —dijo el redactor.
—Nada de eso, es una demanda legal. Los ferroviarios, por ejemplo, reciben ropa de trabajo. Los vigilantes nocturnos reciben chaquetas enguatadas. Los buzos, escafandras. Que la redacción me compre ropa especial. Un traje para ceremonias fúnebres.
Nuestro redactor era un tío bondadoso. Con su cuantioso salario, se podía permitir el lujo de la bondad. Y aquellos tiempos eran comparativamente liberales.
—Vamos a llegar a una solución de compromiso —me respondió—. Prepare antes de Año Nuevo tres materiales de importancia social. Tres artículos de amplia resonancia sociopolítica. Y entonces, la redacción lo premiará con un traje modesto.
—¿Qué significa modesto? ¿Barato?
—Barato no, negro. Para ocasiones solemnes.
—Vale, no olvidemos esta conversación.
Una semana después, llego a la redacción. Me llama el jefe del departamento de propaganda, Bezúglov. Bajo al piso inferior. Bezúglov habla a la vez por dos teléfonos. Escucho.
—Un bielorruso no sirve. Hay demasiados bielorrusos. Dame un uzbeko, o aunque sea, un estonio… Aunque, espera, creo que ya tenemos un estonio… Pero dudo que haya un moldavo… ¿Qué? Nada de trabajadores, ya nos sobran proletarios… Dame un intelectual, o uno de la esfera de servicios. Lo mejor sería un militar. Digamos, un sargento mayor… ¡En pocas palabras, manos a la obra! —Bezúglov tomó el otro teléfono—: Hola… Necesito un uzbeko con urgencia. No me importa quién sea, como si es un chorizo… Esmérate, chaval, yo no olvido estas cosas…
—¿De qué internacional se trata? —pregunté, después de saludarlo.
—Pronto será el Día de la Constitución —me explicó—. Y decidimos hacer quince artículos. Uno por cada república soviética. Abarcar a los representantes de diferentes pueblos. —Sacó un cigarrillo y prosiguió—. Con los rusos, digamos, no hay problema. Hay suficientes ucranianos. Encontraron a un georgiano en la academia de medicina. A un azerbayano en el matadero de carne. Hasta lograron dar con un moldavo, un instructor del comité provincial del Komsomol. Pero con los uzbekos, los kirguises y los turkmenos, no sale nada. ¿De dónde saco yo un uzbeko?
—De Uzbekistán —respondí.
—¡Qué listo eres! ¡Claro que de Uzbekistán! Pero tengo fecha de entrega. Sin hablar de que el capítulo de viáticos está agotado hace tiempo… En pocas palabras, ¿quieres ganar cincuenta rublos?
—Sí.
—Eso creía. Si me encuentras un uzbeko, te daré cincuenta papeles. Lo justificaré por peligrosidad.
—Conozco a un tártaro.
Bezúglov se molestó.
—¿Para qué rayos necesito un tártaro? En mi propia escalera viven tártaros. ¿Y qué me importa? No es una república de la Unión. En pocas palabras, búscame un uzbeko. Ya encargué el kirguís y el turkmeno a los colaboradores externos. Creo que Sashka Sheveliov tiene de esos. Samóylov busca un kazajo. Pero necesito un uzbeko. ¿Te encargas de eso?
—Está bien, pero te lo advierto: el artículo tendrá importancia social. Con una amplia resonancia sociopolítica.
—¿Has bebido? —preguntó Bezúglov.
—No. ¿Quieres invitarme?
Bezúglov hizo un gesto con la mano.
—De eso nada, imposible. Solo bebo por las noches. Nunca antes de la una de la tarde…
Hace tiempo que conocía a Bezúglov. Era un tío algo especial. Era de Svierdlovsk.
Recuerdo que debía ir en comisión de servicio a los Urales. Y por supuesto, pasaría por Svierdlovsk. Precisamente durante las fiestas de mayo. Lo que significaba que podría haber problemas con las reservas en los hoteles.
Pedí ayuda a Bezúglov.
—¿Puedo pasar la noche en casa de tus padres, en Svierdlovsk?
—¡Por supuesto, naturalmente! —se puso a gritar Bezúglov—. ¡Todo el tiempo que quieras! Estarán encantados. Tienen un piso gigantesco. Papá es miembro correspondiente de la academia, y mamá es artista distinguida. Te invitarán a comer pelmyeni caseros… La única condición es que no digas que me conoces. O todo se irá al diablo. ¡Desde los catorce años soy la vergüenza de la familia!
—Está bien —le dije—. Te buscaré un uzbeko.
Puse manos a la obra. Revisé mi libreta de notas. Llamé a treinta conocidos. Finalmente, un amigo trompetista me avisó.
—Tenemos a Baliev, que toca el trombón. Es uzbeko de nacionalidad.
—Magnífico, dame su número de teléfono.
—Anota.
Lo anoté.
—Te va a gustar. Es un tío culto, leído, con sentido del humor. Lleva poco tiempo en la calle.
—¿Cómo que lleva poco tiempo en la calle?
—Cumplió su condena y está en la calle.
—¿Ladrón, o qué?
—¿Y por qué ladrón? —se ofendió mi amigo—. Estuvo en la cárcel por violación.
Colgué inmediatamente.
En ese momento, llamó Bezúglov.
—Tienes suerte —gritó—, encontraron un uzbeko.
Lo encontró Mischuk. ¿Dónde? En el mercado Kuzniechni. Vendía… eso… paja.
—¿No será pajlava?[5]
—Digamos que pajlava, qué importa eso… Y es bueno que venda productos de su parcela. Eso se estimula ahora, sin mucha publicidad. El cultivo de parcelas, los huertos privados y todo eso…
—¿Estás seguro de que la pajlava crece en el huerto?
—No sé dónde crece la pajlava. Y no quiero saberlo. Pero conozco perfectamente las últimas instrucciones del comité urbano… En resumen, todo está en orden con el uzbeko.
—Qué lástima —le digo—, acabo de tropezarme con una candidatura excelente. Un uzbeko culto, educado. Solista de la orquesta. Hace poco que regresó de una gira.
—Es tarde. Consérvalo para el futuro. Mischuk me ha traído ya un artículo. Pero tengo una nueva misión para ti. Se aproxima el Día de la Eficiencia. Debes encontrar un buen manitas ruso, un descendiente del famoso Levshá. De ese mismo, el que le puso herraduras a una pulga inglesa. Y escribe una nota sobre el tema.
—¿Con significación social?
—Que no falte.
—Está bien, lo intentaré…
Había oído hablar de un manitas así. Mi hermano mayor, que trabaja en el noticiero cinematográfico, lo había mencionado.
El anciano vivía en la calle Elizárovskaya, en las afueras de Leningrado, en un chalet. Encontrarlo me resultó más fácil de lo que creía. El primero al que pregunté me señaló su casa.
Se llamaba Evgueni Eduárdovich. Restauraba automóviles antiguos. Buscaba en los basureros carrocerías deformes y oxidadas. Con la ayuda de diversas fuentes, reconstruía el aspecto original de los coches. Después, llevaba a cabo un trabajo titánico. Chapaba, pegaba, niquelaba.
Había reconstruido decenas de modelos antiguos. Entre sus creaciones había Oldsmobiles, Chevrolets, Peugeots y Fords. Multicolores, con el brillo del cuero, el cobre, el cromo, refinados y aparatosos, causaban una profunda impresión.
Además, todos los modelos funcionaban. Vibraban, se movían, zumbaban. Con un leve balanceo, dejaban atrás a los peatones. Era un espectáculo llamativo, casi circense.
Evgueni Eduárdovich, el dueño de todo aquello, estaba sentado tras el volante. Su viejo abrigo de cuero relucía. Llevaba los ojos cubiertos con gafas de aviador. Su particular imagen quedaba redondeada por un kepis enorme.
A propósito, había sido quizá el primer automovilista ruso. Había comenzado a conducir en mil novecientos doce. Durante un tiempo fue el chofer personal de Rodzyanko. Después trabajó para Trotski, Kaganóvich y Andréyev. Había dirigido la primera escuela rusa de automovilismo. Al terminar la guerra, comandaba una compañía de blindados. Había obtenido muchas condecoraciones gubernamentales. Y, por supuesto, había estado en la cárcel. En sus años de vejez se había dedicado a la restauración de automóviles antiguos.
La producción de Evgueni Eduárdovich se exhibía en exposiciones internacionales. Sus modelos se utilizaban en filmaciones de directores de cine nacionales y extranjeros. Mantenía correspondencia en cuatro idiomas con las redacciones de muchas revistas de automovilismo.
Si los coches aparecían en filmaciones, su dueño los acompañaba. Los cineastas prestaban atención a la figura imponente de Evgueni Eduárdovich. Al principio lo utilizaban en escenas de grupo. Después, comenzaron a encargarle pequeños papeles. Hacía de menchevique, de noble, de científico del antiguo régimen. En resumen, se convirtió también en actor de cine…
Permanecí dos días en la calle Elizárovskaya. Mis notas contenían muchos detalles interesantes. Estaba impaciente por comenzar a escribir el artículo.
Regresé a la redacción y averigüé que Bezúglov estaba en comisión de servicio. Él, que me había dicho que los viáticos se habían terminado.
Daba igual… Pasé a ver a Boria Mints, el secretario de redacción del periódico. Le conté mis planes. Le informé sobre los detalles más sobresalientes.
—¿Cómo se llama? —pregunta Mints.
Le mostré la tarjeta de visita de Evgueni Eduárdovich Holiday.
—¿Holiday? ¿Un manitas ruso que se llama Holiday? ¿Un descendiente de Levshá llamado Holiday? ¿Se trata de una broma? ¿Qué sabemos de su origen? ¿De dónde ha sacado semejante apellido?
—¿Crees que Mints es mejor? Y no hablemos del origen…
Es peor —aceptó Mints—, sin duda es peor. Pero Mints es uno más. Sobre él no escriben artículos por el Día de la Eficiencia. Mints no es un héroe. Nadie escribe sobre Mints…
(En aquel momento pensé: ¡no estés tan seguro!) —Personalmente, no tengo nada contra los ingleses añadió.
—Lo único que faltaba…
De repente, sentí náuseas. ¿Qué ocurre? Nada sirve para la prensa. Nada de lo que ocurre alrededor sirve para la prensa. ¡No sé de dónde sacan sus temas los periodistas soviéticos! Todos mis proyectos son imposibles de cumplir. No puedo hablar nada por teléfono. Todos mis conocidos son sospechosos…
—Escribe sobre una madre heroica —me dice el secretario de redacción—. Busca una modesta madre heroica, una bien corriente. Con un apellido corriente. Y escribe doscientas cincuenta líneas. Siempre hay espacio para material de ese tipo. La madre heroica es como un billete de lotería que siempre tiene premio…
¿Qué más podía hacer? Al fin y al cabo, yo era periodista de plantilla. Llamé de nuevo a mis amigos.
—Nuestra portera tiene una horda de hijos —me dijo uno de ellos—. Son unos bandoleros.
—Eso no tiene importancia.
—Ven entonces.
Le pedí la dirección y fui. El nombre de la portera era Lidia Vasílievna Brýkina. ¡Vaya, nada que ver con míster Holiday! Su vivienda causaba una impresión horrorosa. Una mesa que apenas se tenía en pie, los colchones llenos de agujeros, el aire lleno de un olor pesado y asfixiante. Por doquier, niños sucios, andrajosos. El más pequeño gritaba en su cuna de contrachapado. Una sombría adolescente de catorce años dibujaba con el dedo sobre el vidrio de la ventana.
Le expliqué el objetivo de mi visita. Lidia Vasílievna se entusiasmó.
—Escribe, hijo, escribe. Haré un esfuerzo y le contaré a la gente todo lo relativo a mi vida de perros.
—¿Y el estado, no la ayuda? —le pregunté.
—Claro que ayuda. Y cómo ayuda. Nos da cuarenta rublos al mes. Y medallas, y órdenes. Allí, sobre la ventana, tengo una caja llena. Si pudiera cambiarlas por mandarinas, aunque fuera cuatro por una.
—¿Y su marido?
—¿Cuál? Tengo un batallón entero. El último se fue a comprar vino y nunca regresó. De eso hace un año…
¿Qué más podía hacer yo? ¿Qué podía escribir sobre aquella mujer?
Estuve allí sentado unos minutos y me largué. Prometí que volvería.
No tenía a nadie a quien telefonear. Todo me causaba repulsión. Pensé, ¿no será hora ya de volver a pedir la baja? ¿No será mejor trabajar de estibador?
—En el portal de enfrente vive una dama muy culta —me cuenta entonces mi mujer—. Por la mañana pasea con sus niños. Tiene unos diez. Averigua… No recuerdo su apellido… empieza con sha…
—¿Schvartz?
—No. Shapoválova… o Sháposhnikova… En la oficina de viviendas se puede preguntar su apellido y su teléfono.
Fui a la oficina. Hablé con el encargado, Mijéyev. Era un tipo hospitalario y bonachón.
—Tengo veinte subordinados —se me quejó—, y no puedo mandar a nadie a comprar vino…
Cuando le pregunté por aquella dama, Mijéyev se puso en guardia.
—Pues no sé… Hable personalmente con ella. Se llama Shapórina, Galina Víktorovna. El piso es el número veintitrés. Ahí la tiene, pasea con los pequeños. Pero yo no tengo nada que ver. No es asunto mío…
Salí al parque. Galina Víktorovna resultó ser una mujer distinguida, de buen porte. En el cine soviético, los jueces legos siempre tienen esa imagen.
La saludé y le dije de qué iba todo. La dama se puso en guardia al instante. Comenzó a hablar con el mismo tono que Mijéyev.
—¿De qué se trata? ¿Qué pasa? ¿Por qué me busca precisamente a mí?
Todo aquello empezaba a hartarme. Me guardé el bolígrafo.
—¿Qué pasa? ¿Por qué se asusta? Si no quiere hablar, me voy. No soy ningún gamberro…
—A los gamberros no les tengo miedo —respondió la dama—. Me parece que es usted una persona inteligente. Conocí a su madre y a su padre. Creo que puedo confiar en usted. Le diré lo que pasa. En realidad, no le tengo miedo a los gamberros. Le temo a la milicia.
—¿Y por qué me teme a mí? No soy de la milicia.
—Pero es periodista. Y en mi situación, sería una idiotez llamar la atención. Por supuesto, no soy una madre heroica. Y estos niños no son míos. He organizado algo parecido a una escuela. Les enseño música, francés, les leo versos. En las guarderías estatales los niños enferman, conmigo eso no ocurre. Y cobro solamente lo justo. Pero piense por un momento, ¿qué pasará si la milicia se entera? En realidad, es como una guardería privada…
—Ya me lo imagino.
—Por esa razón, olvídese de que existo.
—Está bien.
Ni siquiera telefoneé a la redacción. Si hace falta decir algo, alegaré que estoy de baja. De todos modos, lo que me pagarán en diciembre será algo simbólico. Unos dieciséis rublos. Ni hablar de traje. Me basta con que no me echen…
De todas maneras, la redacción me dio un traje. Un traje severo, cruzado, si no me equivoco, confeccionado en Alemania Oriental. Y todo ocurrió de la siguiente manera.
Estaba sentado con nuestras mecanógrafas. Mañunya Jlópina, una exuberante pelirroja, me acosaba.
—¡Invítame a un restaurante! ¡Quiero ir a un restaurante y tú no me invitas!
—Pero yo no vivo contigo —intentaba zafarme.
—Tú te lo pierdes. Escucharíamos juntos la radio. ¿Sabes cuál es mi programa favorito? «La hectárea ubérrima». ¿Y el tuyo?
—«¿Hay vida en otros planetas?».
—No lo creo —suspiró Jlópina—. En este ya vivimos como perros.
En ese momento, apareció un desconocido misterioso. Hacía rato que yo había advertido la presencia de aquel hombre.
Vestía un traje elegante y llevaba corbata. Los bigotes se le juntaban con las largas patillas. De la muñeca le colgaba un pequeño bolso de piel.
Adelantándome a los acontecimientos, diré que el desconocido era un espía. Sencillamente, no nos habíamos dado cuenta antes. Pensábamos que era de una de las repúblicas del Báltico. No sé por qué razón, a todos los hombres elegantes los consideraban letones.
El desconocido hablaba ruso con un acento apenas perceptible. Se comportaba con espontaneidad, incluso con cierta agresividad. En dos ocasiones palmeó la espalda del redactor. Convenció al organizador del partido para jugar al ajedrez. Estuvo largo rato revisando los manuales técnicos en la oficina de Mints, el secretario de redacción.
Quisiera hacer aquí una digresión. Estoy seguro de que casi todos los espías se comportan incorrectamente. Se enmascaran, ponen en juego su astucia, se presentan como sencillos ciudadanos soviéticos quién sabe por qué razón. El propio misterio de sus actos despierta suspicacia. Tendrían que comportarse con más sencillez. En primer lugar, vestir lo mejor posible. Eso inspira respeto. Además, no hay por qué ocultar el acento extranjero. Eso inspira simpatía. Y, lo fundamental, actuar con el mayor descaro posible.
Digamos que a un espía le interesa un nuevo misil balístico. Conoce en el teatro a un ingeniero famoso. Lo invita al restaurante.
Sería una idiotez ofrecerle dinero a ese ingeniero. Seguramente tiene todo el que le hace falta. Es absurdo intentar convencerlo ideológicamente. Él conoce todo eso sin necesidad de que nadie le vaya con cuentos. Hay que actuar de manera totalmente diferente: beber, echarle el brazo por encima de los hombros, palmearle la rodilla y decirle: —¿Cómo va la vida, abuelo? Se dice que has inventado algo nuevo. Anótame dos o tres ecuaciones en la servilleta. Para entretenernos un poco…
Y eso es todo. El espía puede considerar que ya tiene el misil en el bolsillo.
El desconocido pasó todo el día en la redacción. La gente se acostumbró a verlo. Aunque entre nosotros nos mirábamos con cierto asombro.
Se llamaba Artur.
Pues Artur entró a la sala de mecanografía.
—Perdón, pensé que era el baño —se excusó.
—Vamos —le dije—, yo también voy para allá.
En el baño, el espía miró asustado la toalla que utilizábamos los de la redacción. Sacó un pañuelo del bolsillo.
Comenzamos a conversar. Decidimos bajar a la cafetería. Desde allí telefoneamos a mi esposa y nos reunimos en el restaurante Kavkazki.
Resultó que a ambos nos gustaban Faulkner, Britten y los pintores de los años treinta. Artur era un tío inteligente, entendido.
—La pintura de Picasso —dijo concretamente— no es más que un drama, pero la obra de Magritte es una comedia catastrófica.
—¿Has vivido en Occidente? —me interesé.
—Por supuesto.
—¿Mucho tiempo?
—Mucho. Cuarenta y tres años. Para ser preciso, hasta el martes pasado.
—Pensé que eras de Letonia.
—Soy sueco. Está al lado. Quiero escribir un libro sobre Rusia.
Nos separamos muy tarde, a la entrada del hotel Evropéiskaya. Acordamos vernos al día siguiente.
Por la mañana, me llamaron a la oficina del redactor. Allí estaba un hombre de unos cincuenta años, a quien no conocía. Era flaco, calvo, con mechones rojizos sobre las orejas. Me pregunté si podría peinarse sin quitarse el sombrero.
El hombre ocupaba el butacón del redactor. El dueño de la oficina se había acomodado en la silla para invitados. Yo me senté en el borde del sofá.
—Le presento al mayor Chilyáev —comenzó el redactor—, representante del Comité de Seguridad del Estado.
Me levanté en señal de respeto. El mayor asintió, sin sonreír. Parecía que las imperfecciones del mundo circundante le causaban angustia.
Observé en el comportamiento del redactor simpatía y malevolencia a la vez. Era como si quisiera decir con su expresión: «¿Qué, te divertiste suficiente? Pues, ahora, sal del lío como puedas. Te lo advertí, idiota…».
El mayor comenzó a hablar. Su voz dura no se correspondía con su aspecto angustiado.
—¿Conoce usted a Artur Tornstrem?
—Sí, nos conocimos ayer.
—¿Le formuló alguna pregunta provocativa?
—Creo que no. En general, no me preguntó nada. No recuerdo nada semejante.
—¿Nada?
—No, creo que nada.
—¿Cómo lo conoció? Exactamente, ¿dónde y cómo se conocieron?
—Yo estaba en la sala de las mecanógrafas. Él entró y preguntó…
—¿Preguntó? Resulta entonces que preguntó. ¿Y qué preguntó, si no es un secreto?
—Preguntó dónde estaba el baño.
El mayor anotó la frase.
—Le aconsejo ser más preciso —añadió.
El resto de la conversación me pareció una sucesión de sinsentidos. A Chilyáev le interesaba todo. Qué bebimos, qué comimos, de qué artistas hablamos. Incluso preguntó si el sueco había ido al baño con frecuencia.
El mayor hacía hincapié en que yo debía recordar todos los detalles. ¿Había abusado el sueco del alcohol? ¿Miraba a las mujeres? ¿Parecía homosexual?
Respondí en detalle, a conciencia. No tenía nada que ocultar.
El mayor hizo una pausa. Se incorporó levemente en el asiento y levantó un poco la voz.
—Contamos con su honestidad. Aunque sabemos que no es usted una persona seria. Los datos que tenemos sobre usted son muy contradictorios. En concreto, vive desordenadamente, bebe, su comportamiento es dudoso…
Tenía ganas de preguntarle cuál era la contradicción. Pero me contuve. Sobre todo porque el mayor puso sobre la mesa un archivador bastante grueso. En la cubierta, escrito con grandes letras, aparecía mi apellido.
Yo no podía apartar la vista de aquel archivador. Me sentía, digamos, como un cerdo en el departamento de carnes de un supermercado.
—Esperamos que sea totalmente sincero con nosotros —proseguía el mayor—. Contamos con su ayuda. Espero que haya comprendido cuán seria es esta misión. Y lo fundamental, nunca olvide que lo sabemos todo. Lo sabemos todo con antelación. Absolutamente todo.
Ahí sentí deseos de preguntar: ¿y lo de Misha Baríshnikov?[6] ¿Acaso sabían con antelación que Misha se quedaría en los Estados Unidos?
—¿Qué acordó con el sueco? —preguntaba el mayor en ese momento—. ¿Hoy va a reunirse con él?
—Sí, en eso hemos quedado. Nos invitó a mí y a mi esposa al teatro Kírov. Pienso telefonearle, pedirle que me excuse, decirle que estoy enfermo.
—Nada de eso. —El mayor se incorporó en el asiento—. Vaya. Vaya sin falta. Y recuérdelo todo, hasta los menores detalles. Le telefonearemos mañana por la mañana.
¡Era lo único que me faltaba!, pensé.
—No puedo, hay razones objetivas.
—¿Cuáles?
—No tengo traje. Para ir al teatro se necesita ropa adecuada. Allí van extranjeros.
—¿Y por qué no tiene traje? —preguntó el mayor—. ¡Qué idiotez es esa! Usted trabaja en un periódico importante.
—Gano poco —fue mi respuesta.
Entonces, intervino el redactor.
—Quiero contarle un pequeño secreto. Como sabe, se aproximan las fiestas de Año Nuevo. Se ha tomado el acuerdo de distinguir al camarada Dovlátov con un regalo de valor. Dentro de media hora puede pasar por la gerencia. E ir después a los Almacenes Frúnzenski, para elegir allí un traje adecuado, por ciento veinte rublos.
—Mi talla es extragrande —advertí.
—No importa —replicó el redactor—, hablaré con el director de los almacenes.
Así me convertí en dueño de un traje cruzado de importación. Si no me equivoco, confeccionado en Alemania Oriental. Me lo he puesto cinco veces. Una vez, cuando fui al teatro con el sueco. Y otras cuatro, cuando me enviaron a entierros…
Al sueco lo expulsaron de la Unión Soviética una semana después. Era un periodista conservador. Portavoz de los intereses del ala derecha. Estuvo seis años estudiando ruso. Quería escribir un libro. Y lo expulsaron.
Espero que fuera sin mi participación. Lo que le conté al mayor sobre él parecía del todo inofensivo. Además, previne a Artur de que lo vigilaban. Más exactamente, le dije que las paredes tenían oídos…
El sueco no entendió. Es decir, que no tengo nada que ver con eso.
Lo más asombroso es que el famoso disidente Shamkóvich me acusó entonces de colaborar con el KGB.