Calcetines finlandeses de crespón
Esta historia sucedió hace dieciocho años. En esa época yo era estudiante de la Universidad de Leningrado.
Los edificios de la universidad se hallan en la parte vieja de la ciudad. La combinación del agua y las piedras crea allí una atmósfera grandiosa, especial. En semejante ambiente es difícil ser holgazán, pero yo lo lograba.
Existen en el mundo las ciencias exactas. Y, por lo tanto, las inexactas. Creo que, entre las inexactas, la filología ocupa el primer lugar. De esa manera me convertí en estudiante de la facultad de filología.
Una semana después, se enamoró de mí una chica esbelta, que llevaba zapatos de importación. Se llamaba Asya.
Asya me presentó a sus amigos. Todos eran mayores que nosotros: ingenieros, periodistas, camarógrafos. Entre ellos había, incluso, un director de supermercado. Aquellas personas vestían bien. Les gustaban los restaurantes, los viajes. Algunos tenían hasta coche propio.
En aquel entonces, muchos de ellos me parecían misteriosos, fuertes y atractivos. Yo quería ser uno más en aquel círculo de personas.
Más tarde, la mayoría de ellos emigró. Ahora son hebreos normales, ya ancianos.
Nuestro modo de vida exigía grandes gastos. Lo más corriente era que los amigos de Asya corrieran con ellos. Eso me avergonzaba en extremo.
Recuerdo cómo el doctor Logovinski me metía subrepticiamente cuatro rublos en la mano mientras Asya pedía un taxi por teléfono…
Se puede dividir a la gente en dos categorías. Los que preguntan. Y los que responden. Los que formulan las preguntas. Y los que fruncen el ceño, irritados, como respuesta.
Los amigos de Asya no le hacían preguntas. Y yo, lo único que hacía era preguntar.
—¿Dónde has estado? ¿A quién has conocido en el metro? ¿De dónde has sacado ese perfume francés?
La mayor parte de las personas considera irresolubles aquellos problemas cuya solución no les satisface. Y preguntan continuamente, aunque de ninguna manera quieren oír respuestas verídicas…
En pocas palabras, yo me comportaba tontamente, con impertinencia.
Comencé a tener deudas que crecían en progresión geométrica. Para noviembre alcanzaban los ochenta rublos, una cifra monstruosa por aquel entonces.
Yo sabía lo que era la casa de empeños, con sus recibos, sus colas, su atmósfera de desesperación y pobreza.
Mientras Asya estaba a mi lado lograba no pensar en esto. Pero tan pronto nos despedíamos, los pensamientos sobre mis deudas se me echaban encima, como una nube negra.
Me despertaba con la premonición de una desgracia. Durante horas no lograba vestirme. Planeaba seriamente asaltar una joyería.
Quedé convencido de que lo único que se le ocurre a un pobretón enamorado son ideas criminales.
Por esa época, mis resultados académicos descendieron de manera notable. Asya siempre había sido mala estudiante. En el decanato comenzaron a hablar de nuestras condiciones morales.
Me di cuenta de que, cuando el hombre está enamorado y tiene deudas, siempre se habla de sus condiciones morales.
En pocas palabras, la situación era horrible.
Una vez, vagaba yo por la ciudad en busca de seis rublos. Tenía que rescatar mi abrigo invernal de la casa de empeños. Y me tropecé con Fred Kolésnikov.
Fred fumaba, con los codos apoyados sobre el pasamanos de latón de la tienda Eliséyevski. Yo sabía que vendía objetos robados, Asya nos había presentado.
Era un chico alto, de unos veintitrés años, con piel de color enfermizo. Al hablar se mesaba nervioso el cabello.
Sin pensarlo, me dirigí a él.
—¿No me podría prestar seis rublos hasta mañana?
Cuando pedía dinero prestado, siempre mantenía un tono más o menos casual, para que a la gente le resultara más fácil decirme que no.
—Elemental —dijo Fred, mientras sacaba una pequeña cartera cuadrada.
Me dio lástima no haberle pedido más dinero.
—Tome algo más —dijo Fred.
Pero yo, como un idiota, protesté. Fred me miró con curiosidad.
—Vamos a comer. Quiero invitarlo.
Se comportaba de manera llana, natural. Yo siempre envidiaba a los que lograban hacerlo.
Caminamos tres manzanas hasta el restaurante «Gaviota». El salón estaba vacío. Los camareros fumaban, sentados en torno a una mesita lateral.
Las ventanas estaban abiertas de par en par y el viento mecía los cortinajes.
Decidimos sentarnos en un rincón apartado. Por el camino, un jovenzuelo que llevaba una chaqueta plateada de dacrón detuvo a Fred. Su conversación fue enigmática. —Saludos.
—Mis respetos —respondió Fred.
—¿Y qué tal?
—Pues nada.
El jovenzuelo, contrariado, levantó las cejas.
—¿Nada de nada?
—En absoluto.
—Se lo he pedido por favor.
—Lo lamento mucho.
—¿Pero puedo contar con eso?
—Sin duda.
—Esta semana sería magnífico.
—Lo intentaré.
—¿Y con respecto a la garantía?
No puede haber garantía alguna. Pero lo intentaré.
—¿Será de buena marca?
—Por supuesto.
—Llámeme cuando lo tenga.
—Sin falta.
—¿Recuerda mi número de teléfono?
—Por desgracia, no.
—Anótelo, por favor.
—Con mucho gusto.
—Aunque eso no se trata por teléfono.
—Estoy de acuerdo.
—¿Quizás pudiera pasar directamente con la mercancía?
—Sería excelente.
—¿Recuerda la dirección?
—Me temo que no…
Y siguieron así.
Nos sentamos en un rincón alejado. Sobre el mantel se veían claramente las marcas dejadas por la plancha. El mantel era como de felpa.
—Preste atención a ese pijo —dijo Fred—. Hace un año me pidió una partida de delbanes con cruz…
—¿Qué son delbanes con cruz? —lo interrumpí.
—Relojes —explicó Fred—, pero no tiene importancia… Le llevé la mercancía unas diez veces, pero no la compraba. Cada vez inventaba excusas nuevas. Finalmente, no hicimos negocio. Yo me preguntaba: ¿qué numerito es ese? Y de repente me di cuenta de que él no quería comprar mis delbanes con cruz. Quería sentirse un hombre de negocios que necesita adquirir una partida de mercancía de buena calidad. Quiere preguntarme eternamente: «¿Cómo va eso que le pedí?»…
Una camarera anotó el pedido. Encendimos sendos cigarrillos.
—¿Y a usted, lo pueden meter en la cárcel? —me interesé.
—Puede ocurrir —respondió Fred con calma después de meditar un instante—. Mis propios amigos me traicionarán —añadió, sin ira.
—Entonces, ¿no sería mejor dejarlo?
El semblante de Fred se ensombreció.
—Hubo un tiempo en que yo trabajaba de dependiente. Vivía con noventa rublos al mes… —De repente, se irguió—. ¡Era como un monstruoso número de circo! —gritó.
—La cárcel no es mejor.
—¿Y qué? No tengo talento para nada. Y no estoy de acuerdo en hacer cosas monstruosas por noventa rublos… Bien, digamos que voy a comerme durante toda mi vida dos mil medallones de carne. Que gastaré veinticinco trajes gris oscuro. Que leeré setecientos números de la revista Ogoñok. ¿Eso es todo? ¿Y moriré sin dejar ni un arañazo en la corteza terrestre? ¡Es mejor vivir un minuto como un ser humano!
En ese momento nos trajeron de comer y de beber.
Mi nuevo amigo continuó filosofando.
—Antes de nacer solo hay oscuridad. Y tras la muerte, oscuridad también. Nuestra vida no es más que un granito de arena en el océano indiferente del infinito. ¡Tratemos al menos de no ensombrecer este instante con la congoja y el tedio! Intentemos dejar un arañazo en la corteza terrestre. Que el hombre mediocre sea quien tire del carro. De todos modos, él no realiza hazañas. Y ni siquiera comete crímenes…
Estuve a punto de gritarle a Fred: «¡Pues realice usted una hazaña!». Pero me contuve. Como quiera, estaba bebiendo a su costa.
Estuvimos cerca de una hora en el restaurante.
Tengo que irme —dije finalmente—. Me cierran la casa de empeños.
Y en ese momento, Fred me hizo una propuesta.
—¿Quiere ser mi socio? Yo trabajo limpiamente, no toco divisas ni oro. Cuando haya arreglado su situación financiera, podrá retirarse. En una palabra, entre en el negocio… Ahora estamos bebiendo, mañana hablaremos…
Pensé que al día siguiente mi amiguete me dejaría plantado. Pero solo se retrasó. Nos encontramos al lado de la fuente seca frente al hotel Astoria y después nos fuimos junto a los arbustos.
—Dentro de un momento vendrán dos finlandesas con mercancía —explicó Fred—. Tome un taxi y vaya con ellas a esta dirección… ¿Nos tratamos de usted?
—De tú, por supuesto, ¿para qué tanta ceremonia?
—Pues ponte en cuatro ruedas y ve a este lugar. —Fred me dio un trozo de periódico—. Te recibirá Rymar —prosiguió—. Es fácil reconocerlo, tiene jeta de idiota y un jersey naranja. A los diez minutos, aparezco yo. ¡Todo saldrá bien!
—Yo no hablo finlandés…
—Eso no tiene importancia. Lo fundamental es sonreír. Iría yo, pero aquí me conocen bien…
Fred me tomó del brazo.
—¡Ahí están! ¡Muévete!
Y desapareció entre los arbustos.
Presa de una enorme inquietud, me dirigí al encuentro de las dos mujeres. Tenían aspecto de campesinas, con caras anchas, quemadas por el sol. Vestían impermeables claros, zapatos elegantes y brillantes pañuelos de cabeza. Cada una llevaba una bolsa de compras, hinchada como un balón de fútbol.
Gesticulando ansioso, llevé a las mujeres hasta la parada de taxis. No había cola. Yo repetía constantemente: «Míster Fred, míster Fred…», mientras tocaba la manga de una de las mujeres.
La mujer se molestó de repente.
—¿Dónde está ese tipo? ¿Dónde se ha metido? ¿Qué, quiere jugarnos una mala pasada?
—¿Usted habla ruso?
—Mi madre era rusa.
—Míster Fred llegará un poco más tarde —dije—. Míster Fred me pidió que las llevara a su domicilio.
Apareció un taxi. Le dije la dirección al chofer. Después me puse a mirar por la ventana. No me había dado cuenta de que hubiera tal cantidad de milicianos entre los peatones.
Las mujeres conversaban entre sí en finlandés. Se veía que estaban molestas. Al rato, se echaron a reír y sentí cierto alivio.
En la acera me esperaba un tío con un jersey incendiario. Hizo un guiño.
—¡Vaya jetas! —exclamó.
—Mírate la tuya —replicó irritada Ilona, la más joven.
—Hablan ruso —advertí.
—Perfecto —dijo Rymar, imperturbable—, magnífico. Eso nos acerca. ¿Os gusta Leningrado?
—Más o menos —respondió Marya.
—¿Habéis estado en el Ermitage?
—Aún no. ¿Y dónde está eso?
Donde hay cuadros, souvenirs y cosas así. Y antes, los zares vivían allí.
—Habría que echarle un vistazo —dijo Ilona.
—¡No habéis estado en el Ermitage! —dijo Rymar, abrumado.
Hasta sus pasos se hicieron más lentos. Era como si le diera asco tratar con mujeres tan incultas.
Subimos al segundo piso. Rymar empujó la puerta, que no estaba cerrada. Había montones de platos por todas partes. Las paredes estaban llenas de fotografías. Sobre un diván yacían carátulas de discos extranjeros. La cama estaba deshecha.
Rymar encendió la luz y puso orden con rapidez.
—¿Qué traéis? —preguntó después.
—Mejor dinos dónde está tu colega con el dinero.
En ese momento se oyeron unos pasos y apareció Fred Kolésnikov. Llevaba en las manos un diario, sacado de un buzón de correos. Su aspecto era tranquilo, indiferente casi.
—Terve —saludó a las finlandesas—. Hola. —Y al momento se volvió hacia Rymar—. ¡Vaya caras lúgubres! ¿Has estado molestándolas?
—¡¿Yo?! —Rymar se indignó—. Estábamos hablando sobre la belleza. A propósito, hablan ruso.
—Excelente. Buenas tardes, señora Lenart, ¿cómo está usted, señorita Ilona?
—Bien, gracias.
—¿Por qué no dijo que hablaba ruso?
—¿Y quién nos lo preguntó?
—Bebamos antes —invitó Rymar.
Sacó del estante una botella de ron cubano. Las finlandesas bebieron con placer. Rymar les sirvió de nuevo.
Las mujeres fueron al baño.
—Todas se parecen —dijo Rymar.
—Sobre todo porque son hermanas —aclaró Fred.
—Ya me daba a mí la sensación… A propósito, la cara de esa señora Lenart no me ofrece confianza.
—¿Y qué cara te ofrece confianza? —le gritó Fred—. ¿La del juez de instrucción?
Las finlandesas regresaron enseguida. Fred les dio una toalla limpia. Ambas levantaron sus copas y sonrieron por segunda vez en toda la tarde. Tenían sus bolsas de compras sobre las rodillas.
—¡Hurra! —dijo Rymar—. ¡Por la victoria sobre Alemania!
Bebimos, junto con las finlandesas. El tocadiscos estaba en el suelo y Fred lo encendió con el pie. El disco negro oscilaba levemente.
Rymar seguía aburriendo a las finlandesas.
—¿Cuál es vuestro escritor favorito?
Las mujeres intercambiaron unas palabras.
—Posiblemente Karjalainen —respondió Ilona.
Rymar sonrió con condescendencia, dando a entender que aprobaba al candidato mencionado. Pero que tenía gustos más elevados.
—Está claro. ¿De qué mercancía se trata?
—Calcetines —respondió Marya.
—¿Nada más?
—¿Y qué era lo que quería?
—¿Cuánto? —inquirió Fred.
—Cuatrocientos treinta y dos rublos —respondió Ilona, la más joven, recalcando la cifra.
—Mein Gott! —exclamó Rymar—. He aquí las fauces feroces del capitalismo.
Fred lo apartó a un lado.
—Me interesa. ¿Cuántos pares?
—Setecientos veinte.
—El crespón, ¿de nailon? —intervino Rymar, en tono exigente.
—Es sintético —respondió Ilona—. Sesenta kopeks el par. En total, cuatrocientos treinta y dos…
Aquí debo hacer una somera explicación matemática. En esa época, los calcetines de crespón estaban de moda. La industria soviética no los producía. Solo era posible comprarlos en el mercado negro. Un par de calcetines finlandeses costaba seis rublos. Y los finlandeses los vendían por sesenta kopeks. Noventa por ciento de ganancia pura…
Fred sacó la billetera y contó el dinero.
—Helo aquí —dijo—, con veinte rublos adicionales. Dejad la mercancía en las bolsas.
—Bebamos —intervino Rymar—, por la solución pacífica de la crisis de Suez. Por la incorporación de Alsacia y Lorena.
Ilona se pasó el dinero a la mano izquierda y tomó el vaso, lleno hasta el borde.
—Vamos a meterles mano a estas finlandesas —susurró Rymar—, en aras de la unidad entre los pueblos.
—¡Mira con qué gente hay que tratar! —dijo Fred, volviéndose hacia mí.
Me sentía intranquilo, con miedo. Quería irme lo antes posible.
—¿Vuestro pintor preferido? —le preguntó Rymar a Ilona, poniéndole la mano en la espalda.
—Posiblemente Maantere —respondió Ilona, apartándose de él.
Rymar levantó las cejas en tono de reproche. Como si su percepción estética hubiera resultado herida.
—Hay que acompañar a las señoras y darle siete rublos al chofer del taxi —dijo Fred—. Mandaría a Rymar, pero seguro que se quedaría con parte del dinero.
—¡¿Yo?! —se indignó Rymar—. ¡Con mi acrisolada honestidad!
Cuando regresé, había envoltorios multicolores de celofán por todos lados. Rymar parecía medio loco.
—Piastras, coronas, dólares —repetía—, francos, yenes…
Al rato se tranquilizó de repente, sacó una libreta de notas y un rotulador. Hizo unos cálculos.
—Exactamente, setecientos veinte pares. Los finlandeses son gente honesta. Eso es lo que significa ser un país poco desarrollado…
—Multiplícalo por tres —le dijo Fred.
—¿Cómo que por tres?
—Si los vendemos al por mayor, los calcetines saldrán por tres rublos. Quedarán, limpios, mil quinientos, descontando gastos.
—Mil setecientos veintiocho rublos —precisó Rymar al momento.
En él, la locura se mezclaba con lo práctico.
—Quinientos y tantos por persona —añadió Fred.
—Quinientos setenta y seis —precisó Rymar de nuevo…
Más tarde, Fred y yo fuimos a una shashlýchnaya[2]. En la mesa, el mantel estaba pegajoso. En el aire flotaba una nube de grasa. La gente pasaba a nuestro lado como peces en un acuario.
Fred parecía distraído, lúgubre.
—¡Tanto dinero en cinco minutos! —exclamé, por decir algo.
—De todos modos —respondió—, hay que esperar cuarenta minutos a que te traigan unos cheburek[3] hechos con margarina.
—¿Para qué me necesitas? —se me ocurrió preguntar.
—No confío en Rymar. Y no porque pueda robarle a un cliente. Eso no está excluido. Y tampoco porque pueda pagarle a un cliente con dinero antiguo, fuera de curso. Y ni siquiera porque le guste toquetear a las clientas. Sino porque es un imbécil. ¿Qué es lo que hunde a los imbéciles? La atracción que lo bello ejerce sobre ellos. Rymar siente atracción por lo bello. A pesar de que, históricamente, está condenado. Rymar quiere una radio japonesa de transistores. Entonces, va a la «Beriozka»[4] y le tiende al cajero cuarenta dólares. ¡Con semejante jeta! Hasta en un comedor obrero, si le da un rublo al cajero, este pensaría que lo ha robado. ¡Pero saca cuarenta dólares! Infracción de las normas de operaciones con divisas. Un artículo del código penal… Tarde o temprano lo trincarán.
—¿Y yo? —vuelvo a preguntar.
—Tú no eres así. A ti te esperan otras desgracias.
No me puse a precisar cuáles.
—El jueves te daré tu parte —se despidió Fred.
Me fui a casa en un estado de ánimo indefinido, con una sensación donde se mezclaban la emoción por la aventura y la inquietud. Sin duda, en el dinero mal ganado hay cierta atracción vil.
No le conté mis aventuras a Asya. Quería impresionarla. Convertirme de repente en un tío rico, de altos vuelos.
Mientras tanto, mis relaciones con ella empeoraban. Le hacía constantes preguntas. Hasta cuando injuriaba a sus conocidos, lo hacía interrogativamente.
—¿Y no te parece que Arik Schulman es simplemente un idiota?
Quería rebajar a Schulman ante Asya y conseguía el resultado opuesto.
Adelantándome un poco, diré que nos separamos en otoño. La persona que pregunta sin cesar debe aprender a responder tarde o temprano…
El jueves, Fred me llamó.
—¡Qué catástrofe!
—¿Qué ha ocurrido?
Pensé que habían arrestado a Rymar.
—Algo peor —dijo Fred—. Pasa por la mercería más cercana.
—¿Para qué?
—Las tiendas están a rebosar de calcetines de crespón. Además, soviéticos. A ochenta kopeks el par. De calidad no peor que los finlandeses. La misma mierda sintética…
—¿Y qué se puede hacer?
—Nada. ¿Qué se puede hacer en este caso? ¿Quién podría esperar semejante canallada de la economía socialista? ¿A quién le vendo ahora esos calcetines finlandeses? ¡No los comprarían ni por un rublo! Ya conozco a nuestra puta industria nacional. Primero, se pasan veinte años pensando, y después, de súbito, ¡bang! Y todas las tiendas se llenan de la misma porquería. Si ya montaron la producción continua, no hay nada que hacer. Producirán calcetines de crespón a granel, un millón de pares por segundo…
Como resultado, nos dividimos los calcetines. Cada uno de nosotros se quedó con doscientos cuarenta pares. Doscientos cuarenta pares de calcetines idénticos, de un feo color guisante. El único consuelo era el sello: «Made in Finland».
Después, hubo muchas otras cosas. Una operación con impermeables italianos. La reventa de seis equipos estéreo alemanes. Una pelea en el hotel Cosmos por una caja de cigarrillos norteamericanos. La fuga con un cargamento de equipos fotográficos japoneses, perseguidos por la milicia. Y mucho más.
Pagué mis deudas. Me compré ropa buena. Me trasladé a otra facultad. Conocí a una muchacha, con la que luego me casé. Cuando arrestaron a Rymar y a Fred, me fui un mes entero a la costa del Báltico. Comencé mis modestos intentos literarios. Fui padre. Logré enemistarme con el poder. Me quedé sin trabajo. Estuve recluido un mes en la cárcel de Kalyáevo.
Pero solo una cosa no cambió. Durante veinte años anduve con calcetines color guisante. Los regalé a todos mis conocidos. Guardaba en ellos los adornos del árbol de Navidad. Los utilizaba para limpiar el polvo. Tapaba las grietas del marco de la ventana con los calcetines. Y, de todos modos, la cantidad de calcetines no disminuía apreciablemente.
Y así me largué, dejando un montón de calcetines finlandeses de crespón en el piso vacío. Metí solo tres pares en la maleta.
Me recordaban mi juventud criminal, el primer amor y a los viejos amigos. Fred, tras cumplir dos años en la cárcel, se mató en una motocicleta «Chezet». Rymar cumplió solo un año y trabaja de dependiente en una sala de despiece de carne. Asya logró emigrar con éxito y ahora enseña lexicología en Stanford. No dejo de pensar que es una curiosa descripción de la enseñanza norteamericana.