Botines de alto nivel
Debo comenzar con una confesión: prácticamente robé estos botines…
Hace doscientos años, el historiador Karamzin visitó Francia. Los emigrantes rusos le preguntaron: —En resumen, ¿qué ocurre en la patria?
Karamzin ni siquiera necesitó dos palabras.
—Roban —fue su respuesta…
En verdad, roban. Y cada año roban más.
De la sala de despiece se llevan cuartos de ternera. De la fábrica textil, la hilaza. De la fábrica de proyectores de cine, las lentes.
Se lo llevan todo: mosaicos, yeso, polietileno, motores eléctricos, pernos, tornillos, válvulas electrónicas, hilos, vidrio.
Con frecuencia, todo esto adopta un carácter metafísico. Hablo de robos misteriosos, sin objetivo lógico conocido. Estoy seguro de que eso solo tiene lugar en el estado ruso.
Conocí a un hombre delicado, noble, educado, que robó de su empresa un cubo de mezcla de cemento. Por el camino, la mezcla se endureció, como era de esperar. El ladrón abandonó aquella piedra no lejos de su casa.
Otro de mis amigos rompió la cerradura de un punto de agitación. Se llevó una urna electoral. La escondió en su casa y se tranquilizó. El tercero de mis conocidos se llevó un extintor. El cuarto robó del despacho de su jefe un busto de Paul Robeson. El quinto, un anuncio callejero. El sexto, un pupitre de un club de aficionados a la música.
Pero yo, como podréis ver, actuaba de manera más práctica. Robé unos excelentes zapatos soviéticos, destinados a la exportación. Y por supuesto, no los robé en una tienda. En una tienda soviética no hay ese tipo de zapatos. Se los hurté al presidente del comité ejecutivo urbano de Leningrado. En resumen, al alcalde de la ciudad.
Pero nos estamos adelantando.
Al desmovilizarme del ejército, comencé a trabajar en un periódico fabril. Estuve allí tres años. Comprendí que el trabajo ideológico no era lo mío.
Deseaba algo más directo. Más apartado de las dudas morales.
Recordé que alguna vez había estudiado en una escuela artística. A propósito, la misma en la que se graduó el famoso artista Shemyakin. Y todavía conservaba algunas habilidades.
Unos conocidos me enchufaron en el DPI (Escuela de artes decorativas y aplicadas). Me hice aprendiz de escultor. Decidí reafirmarme en la esfera de la escultura monumental.
Por desgracia, la escultura monumental es un género bastante conservador. Y la causa es su propia monumentalidad.
Se pueden escribir novelas y sinfonías en secreto. Se puede experimentar en secreto sobre el lienzo. Pero intentad ocultar de alguna manera una escultura de cuatro metros. ¡Imposible!
Para semejante trabajo se necesita un taller amplio. Muchas herramientas y medios auxiliares. Una plantilla de asistentes, moldeadores, cargadores. En pocas palabras, se requiere el reconocimiento oficial. Y, por supuesto, confianza total. Y de experimentos, nada…
Una vez visité el taller de un famoso escultor. Por los rincones se veían sus trabajos inconclusos. Reconocí fácilmente a Yuri Gagarin, Mayakovski, Fidel Castro. Los observé y me quedé de una pieza: todos estaban desnudos. Totalmente desnudos. Con traseros bien esculpidos, órganos sexuales y musculatura en relieve.
El terror me dejó congelado en el lugar.
—No se asombre —me aclaró el escultor—, somos realistas. Primero esculpimos la anatomía. Después, la ropa…
A cambio, nuestros escultores son gente rica. Les pagan más por representar a Lenin. Ni la barba de Marx, que tanto trabajo requiere, se paga con tanta generosidad.
En cada ciudad hay una estatua de Lenin. En cualquier centro regional. En este sentido, la demanda es inagotable. Un escultor experimentado puede esculpir a Lenin a ciegas. O sea, con los ojos cerrados. Aunque hay casos curiosos. En Chelyabinsk, por ejemplo, ocurrió uno de ellos.
En la plaza central, frente al edificio del soviet urbano, debían colocar una estatua de Lenin. Organizaron un mitin solemne. Reunieron a unas mil quinientas personas.
Sonaba una música patética. Los oradores pronunciaban sus discursos.
La estatua estaba cubierta por una tela gris.
Y llegó el momento decisivo. Bajo el redoble de tambores, los funcionarios del comité ejecutivo local tiraron de la tela.
Lenin estaba representado en su pose habitual, la del turista que pide en la carretera que alguien lo lleve. Su mano derecha señalaba el camino al futuro. La izquierda estaba en el bolsillo del abrigo, que como siempre llevaba abierto.
Cesó la música. En el repentino silencio alguien comenzó a reír. Un minuto después, toda la plaza se estremecía por las carcajadas.
Había una sola persona que no se reía. Era Víktor Dryzhakov, un escultor de Leningrado. La expresión de terror en su rostro fue convirtiéndose paulatinamente en otra de indiferencia y desesperación.
¿Qué había ocurrido? El infeliz escultor había tallado dos gorras. Una cubría la cabeza del líder. Y Lenin apretaba la otra en su mano.
Presurosos, los funcionarios cubrieron con tela gris el monumento defectuoso.
Por la mañana, descubrieron de nuevo el monumento. Durante la noche habían retirado la gorra sobrante…
De nuevo nos hemos apartado del camino.
Los monumentos nacen así: el artista confecciona un modelo en arcilla. El moldeador hace un vaciado en yeso de ese modelo. Y después, comienza el trabajo de los escultores.
Hay una figura de yeso. Y hay un informe trozo de mármol. Hace falta, como se suele decir, quitar todo lo que sobra. Copiar el modelo de yeso con precisión absoluta.
Para ello, existen mecanismos especiales, como la llamada máquina bocetadora. Con la ayuda de esta máquina, se hacen miles de cortes en la piedra. O sea, se define el contorno del monumento futuro.
A continuación, el escultor utiliza un taladro pequeño. Recorta las capas de mármol. Toma el cincel y el martillo (algo así como el mazo y el escoplo). Le queda por delante la etapa final, un trabajo cuidadoso, de filigrana.
El escultor trabaja sobre la superficie de la piedra. Basta un movimiento impreciso y todo se acabó. La estructura del mármol se parece a la de la madera. En el mármol hay capas frágiles, endurecimientos, grietas. Hay nudos, semejantes a los de los troncos. Hay abundantes incrustaciones de naturaleza extraña. Etcétera. En suma, es un trabajo minucioso y complicado.
Me incluyeron en la brigada de escultores. Éramos tres. El jefe de la brigada se llamaba Osip Lijachov. Su ayudante y amigo, Víktor Tsypin. Ambos eran maestros en su oficio y, por supuesto, bebedores sin límite.
En ese sentido, Lijachov bebía todos los días, y Tsypin sufría frecuentes ataques de dipsomanía. Lo que no impedía que Lijachov se echara unos tragos de vez en cuando, y Tsypin tomara unas copas para quitarse la resaca cada vez que le entraban ganas.
Lijachov era un hombre sombrío, medido, de pocas palabras. Se mantenía callado durante horas y, a continuación, pronunciaba discursos cortos, totalmente inesperados. Sus monólogos eran la continuación de duras meditaciones interiores. Se excitaba, se volvía abruptamente, dirigiéndose a cualquier persona que pasara.
—Me hablas del capitalismo, de los Estados Unidos, de Europa. ¡De la propiedad privada!… Hasta el más miserable tiene su propio coche… Pero, perdóname, el dólar sigue cayendo.
—Significa que tiene a dónde caer —replicaba Tsypin con alegría—, y eso es bueno. Pero tu rublo de mierda no tiene a dónde caer…
Mas Lijachov no reaccionaba y retornaba de nuevo al silencio.
Por el contrario, Tsypin era parlanchín y bonachón. Quería discutir.
—No se trata del coche —decía—, yo mismo soy aficionado a los coches. Lo fundamental en el capitalismo es la libertad. Si quieres, puedes beber de la mañana a la noche. O puedes trabajar el día entero. Sin educación ideológica. Sin moral socialista. Por doquier hay revistas con mujeres desnudas. Digamos que no te gusta tal ministro. Perfecto. Escribes a un periódico: ¡el ministro tal es una mierda! Puedes escupirle a la cara a cualquier presidente. Y de los vicepresidentes, ni te digo… Los coches no son una rareza ni siquiera aquí. Yo tengo un Zaporozhets del sesenta, ¿y qué?
Era verdad que Tsypin había comprado un Zaporozhets. Pero como era un borracho crónico, se pasaba meses sin conducir. En noviembre, la nieve cubrió el coche. El Zaporozhets se convirtió en una pequeña colina nevada. Los chicos del barrio jugaban en torno a ella.
En primavera, la nieve se derritió. El Zaporozhets se había vuelto plano, como un coche de carreras. Los trineos infantiles habían aplastado el techo.
Tsypin casi se alegró.
—Cuando estoy al volante, debo estar sobrio. Pero borracho, puedo viajar en taxi…
Esos fueron los maestros que me tocaron.
Al poco tiempo, recibimos un pedido. Bastante ventajoso y urgente. La brigada debía esculpir una imagen en relieve de Lomonósov, para una nueva estación de metro. El escultor Chudnovski confeccionó rápidamente un modelo. Los moldeadores hicieron enseguida el vaciado en yeso. Fuimos a ver el proceso.
Lomonósov aparecía vistiendo una bata sospechosa. Llevaba un rollo de papeles en la mano derecha. En la izquierda, un globo terráqueo. Creo entender que el papel simbolizaba la creatividad, y el globo terráqueo, la ciencia.
El propio Lomonósov tenía un aspecto rollizo, feminoide y descuidado. Parecía un cerdo. En tiempos de Stalin, así representaban a los capitalistas. Al parecer, Chudnovski quería ratificar la primacía de la materia sobre el espíritu.
Pero el globo terráqueo me gustó. Aunque, quién sabe por qué razón, el lado que mostraba a los observadores era el americano.
El escultor había modelado cuidadosamente las cordilleras en miniatura, los Apalaches, la meseta de Guayana. Tampoco olvidó los ríos y lagos: Hurón, Atabasca, Manitoba…
Aquello tenía un aspecto bastante extraño. Creo que en tiempos de Lomonósov no existía un mapa tan detallado del continente americano. Se lo dije a Chudnovski. El escultor se molestó.
—¡Sus razonamientos son los de un escolar! ¡Mi escultura no es un medio docente! Ante usted, la sexta invención de Bach, materializada en mármol. Más exactamente, en yeso… ¡El último grito del sintetismo metafísico!
—Claro y preciso —intervino Tsypin.
—No discutas —me susurró Lijachov—. A ti, ¿qué te importa?
Inesperadamente, Chudnovski pareció ablandarse.
—Puede que tenga usted razón. Pero, de todos modos, dejémoslo como está. Cada trabajo requiere una gota de absurdo…
Comenzamos la tarea. Primero, trabajábamos en el taller. Después resultó que hacía falta apresurarse. Habían decidido inaugurar la estación en las fiestas de noviembre.
Hubo que terminar el trabajo en el lugar. Lo que quiere decir bajo tierra.
En la estación Lomonósovskaya se llevaban a cabo trabajos de acabado. Allí trabajaban marmolistas, electricistas, alicatadores. Los innumerables compresores emitían un ruido infernal. Olía a goma quemada y a cal húmeda. Ardían hogueras en bidones metálicos.
Nuestro modelo fue llevado bajo tierra con cuidado. Lo colocaron sobre una enorme base de roble. A su lado, una roca de mármol de cuatro toneladas colgaba de unas cadenas. En ella se distinguían aproximadamente los rasgos de la figura de Lomonósov. Teníamos por delante la parte más importante del trabajo.
Entonces, apareció una complicación imprevista. Las escaleras automáticas no funcionaban todavía. Para subir a la superficie en busca de vodka, había que ascender seiscientos escalones.
—Ve. Eres el más joven —dijo Lijachov el primer día.
Yo no sabía que el metro se encontraba a semejante profundidad. Sobre todo, en Leningrado, donde la tierra es húmeda y poco firme. Tuve que detenerme dos veces a descansar. La botella de Stolíchnaya que traje se vació en dos minutos.
Tuve que subir de nuevo. Seguía siendo el más joven. En pocas palabras, subí seis veces ese día. Las rodillas comenzaron a dolerme.
Al día siguiente lo hicimos de otro modo. Compramos seis botellas de una vez. Pero eso no bastó. Nuestras reservas atraían la atención de los que teníamos al lado. Electricistas, soldadores, pintores, alicatadores… todos venían a vernos. Diez minutos después, el vodka se había terminado. Y de nuevo tuve que subir.
Al tercer día, mis maestros decidieron dejar de beber. Temporalmente, por supuesto. Pero quienes nos rodeaban seguían bebiendo como antes. Y nos invitaban con generosidad.
—¡No soy un chulo! —declaró Lijachov el cuarto día—. No puedo seguir bebiendo por cuenta ajena. Muchachos, ¿quién es el más joven de nosotros?
Y tomé el camino hacia la superficie. Cada vez subía con más facilidad. Con toda seguridad, mis piernas se habían endurecido.
Así que, básicamente, trabajaban Lijachov y Tsypin. La imagen de Lomonósov se veía cada vez con mayor claridad. Y, por qué no decirlo, era cada vez más repelente.
A veces aparecía el escultor Chudnovski. Nos daba orientaciones. Rehacía algo sobre la marcha.
Los trabajadores también se interesaban por Lomonósov.
—En principio, ¿qué es? ¿Un tío o una tía? —preguntaban, por ejemplo.
—Algo intermedio —les respondía Tsypin.
Se acercaban las fiestas. Los trabajos de terminación estaban llegando a su fin. La estación del metro Lomonósovskaya adquiría un aspecto elegante, solemne.
Terminaron de embaldosar el suelo. Los arcos estaban decorados con faroles de hierro. Una de las paredes estaba destinada a nuestro relieve. Colocaron allí, soldándolo, un enorme marco. Un poco más arriba sobresalían unos pesados bloques con cadenas.
Yo recogía los desechos. Mis maestros daban los toques finales. Tsypin trabajaba sobre los encajes de las mangas y los cordones de los botines. Lijachov pulía las guedejas de la peluca.
La víspera de la inauguración de la estación, dormimos bajo tierra. Teníamos que colgar nuestro maldito relieve. Levantarlo con poleas. Introducir las barras de sujeción. Y, finalmente, para más solidez, llenar las fijaciones con resina.
Levantar semejante roca cuatro metros del suelo es bastante complicado. Trabajamos varias horas. En ocasiones, los bloques se ladeaban. Los pernos no entraban en los agujeros. Las cadenas chirriaban, la piedra oscilaba.
—¡Aléjate! —gritaba Lijachov.
Finalmente, la roca de mármol quedó colgando sobre el piso. Retiramos las cadenas y nos apartamos a una distancia adecuada. De lejos, Lomonósov tenía mejor aspecto.
Tsypin y Lijachov echaron un trago, aliviados. Después se pusieron a preparar la resina.
Nos separamos al amanecer. La inauguración solemne debía tener lugar a la una.
Lijachov llegó, vistiendo un traje azul oscuro. Tsypin llevaba una chaqueta de pana y vaqueros. Nunca me había dado motivos para sospechar que le gustara vestirse bien. Por cierto, ambos estaban sobrios. A causa de ello, hasta les había cambiado el color en la cara.
Bajamos al subterráneo. Entre las columnas de mármol caminaban unos elegantes trabajadores sobrios. Aunque muchos de ellos tenían bultos sospechosos en los bolsillos.
Cuatro carpinteros montaron rápidamente un pequeño estrado. Estaba colocado bajo nuestro relieve.
—Existe la posibilidad de que la resina no se haya solidificado —me susurró Osip Lijachov—. Tsypin echó demasiado disolvente. En resumen, esa figura de mármol se sostiene por los pelos. Por eso, cuando comience el mitin, aléjate un poco. Y avisa a tu esposa, para el futuro.
—¡Pero ahí va a estar la flor y nata de Leningrado! ¿Y si todo eso se cae?
—Quizás sea lo mejor que pueda pasar —dijo el jefe de brigada sin entusiasmo.
A la una debían presentarse los invitados de alto nivel. Se esperaba al camarada Sizov, alcalde de la ciudad. Debía llegar acompañado por representantes de las fuerzas vivas de Leningrado. Científicos, generales, deportistas, escritores…
El programa de la inauguración era el siguiente: primero, un pequeño banquete para invitados selectos. Después, un corto mitin. Entrega de diplomas y condecoraciones. Y a continuación, como dijo el jefe de la estación, «según los intereses de cada cual». Unos se irían a los restaurantes, otros a un concierto de aficionados.
Los invitados llegaron a la una y veinte. Reconocí al compositor Andrei Petrov, al levantador de pesas Dudko y al director de cine Vladímirov. Y, por supuesto, al propio alcalde.
Se trataba de un hombre alto, todavía joven. Tenía un aspecto casi de intelectual. Lo custodiaban dos tipos macizos, sombríos. Sobresalían por una cierta melancolía, que testimoniaba su disposición evidente para pelear.
El alcalde recorrió la estación, se detuvo junto a nuestro relieve.
—¿A quién me recuerda? —preguntó.
—A Jruschov —nos dijo Tsypin, con un guiño.
El alcalde no esperó respuesta y siguió adelante. Tras él iba el jefe de la estación, sonriendo servil.
La tribuna estaba cubierta de satén rosado. La inspección concluyó pocos minutos después y nos invitaron a todos a la mesa.
Se abrió una misteriosa puerta lateral. Vimos una espaciosa habitación, de cuya existencia no teníamos ni idea. Seguramente allí se disponían a instalar un refugio antiaéreo para la administración urbana.
En el banquete estaban los invitados y algunos trabajadores de mérito. Nosotros tres éramos invitados. Se ve que nos consideraban intelectualidad local. Y más aún por la ausencia del escultor.
En torno a la mesa había unas treinta personas. A un lado, la gente de fuera, y nosotros enfrente.
El primero en hablar fue el jefe de estación. Presentó al alcalde de la ciudad, calificándolo como un «leninista consecuente». Todos estuvieron aplaudiendo largo rato.
Después, tomó la palabra el alcalde. Leía un papelito. Expresó su sentimiento de profunda satisfacción. Felicitó a todos los trabajadores por haber terminado los trabajos antes del plazo. Mencionó tres o cuatro apellidos, titubeando. Y, finalmente, propuso un brindis por los sabios líderes leninistas.
Todos comenzaron a hablar y tendieron sus manos hacia las copas.
Después hubo varios brindis. El jefe de estación propuso un brindis por el alcalde. El compositor Petrov, por el futuro luminoso. El director de cine Vladímirov, por la coexistencia pacífica. Y el levantador de pesas Dudko, por el cuento que se materializa ante los ojos.
Tsypin comenzó a enrojecer. Bebió una copa de coñac y se sirvió champaña.
—No mezcles —le aconsejó el jefe de brigada—, ya estás bastante bebido.
—¿Qué significa no mezclar? —se asombró Tsypin—. ¿Por qué? Yo mezclo con conocimiento. Lo hago de manera científica. Una cosa es mezclar vodka con cerveza, y otra bien diferente coñac con champaña. En eso, soy un maestro.
—Eso se ve —pronunció Lijachov, sombrío—, a juzgar por la resina…
Al poco rato todos hablaban a coro. Tsypin abrazaba al director de cine Vladímirov. El jefe de estación atendía al alcalde. Albañiles y alicatadores, interrumpiéndose entre sí, se quejaban de las bajas tarifas.
Solo Lijachov callaba. Al parecer, pensaba en algo. De repente, se dirigió al levantador de pesas Dudko.
—Conocí a una judía. Nos juntamos. Cocinaba bien… —exclamó bruscamente.
Yo observaba al alcalde. Algo lo inquietaba. Le angustiaba. Le hacía fruncir el ceño y ponerse tenso. De vez en cuando, una sonrisa de sufrimiento le cruzaba el rostro.
Después, ocurrió lo siguiente: el alcalde se inclinó de repente hacia la mesa. Se agachó, sin bajar la cabeza. Su mano izquierda dejó el canapé sobre la mesa y se deslizó abajo.
Durante cerca de un minuto, el rostro del invitado de honor mostró una concentración extrema. Después, se reclinó en el asiento con expresión alegre, tras emitir un sonido apenas audible, semejante al pinchazo de un neumático. Y, aliviado, recuperó su canapé.
Entonces levanté cauteloso el mantel. Miré bajo la mesa y al instante me enderecé. Lo que vi me asombró y me hizo contener la respiración. El conocimiento del secreto hizo que me encogiera.
Lo que vi fueron los grandes pies del alcalde de la ciudad, enfundados en calcetines de seda verde. Los dedos de los pies del alcalde se agitaban, como si su dueño estuviera improvisando al piano.
A su lado estaban los botines.
Y no sé qué me ocurrió en ese momento. Quizá se manifestara mi disidencia contenida. O mi esencia criminal decidiera hacerse patente. O es posible que misteriosas fuerzas destructivas influyeran sobre mí.
A todo el mundo le ocurre eso una vez en la vida.
Lo que pasó después lo recuerdo nebulosamente. Me desplacé hasta el borde del asiento. Extendí una pierna. Palpé los botines del alcalde de la ciudad y, con cuidado, los arrastré hacia mí.
Y solo después de eso me paralizó el terror.
En ese momento, el jefe de estación se puso de pie.
—¡Atención, amigos! Os invito a todos a un breve mitin solemne. ¡Los invitados de honor que ocupen su lugar en la tribuna!
Todos comenzaron a moverse. El director de cine Vladímirov se arregló la corbata. El levantador de pesas Dudko se apresuró a abotonarse el botón superior de los pantalones. Tsypin y Lijachov abandonaron de mala gana sus copas.
Yo clavé mis ojos en el alcalde. Este, mirando alarmado a su alrededor, buscaba con el pie bajo la mesa. Por supuesto, eso yo no lo veía. Pero por la expresión turbada de su rostro, me daba cuenta de ello. Se notaba que el radio de su búsqueda crecía.
¿Qué otra cosa podía yo hacer?
Junto a mi silla se encontraba el maletín de Lijachov. Siempre lo llevábamos con nosotros. Ahí cabían hasta dieciséis botellas de vodka Stolíchnaya. Me habían encomendado llevármelo de una vez y para siempre.
Dejé caer el pañuelo. Después, me incliné y metí los botines del alcalde en el maletín. Percibí su solidez, noble aunque algo pesada. No creo que nadie se diera cuenta.
Cerré el maletín y me levanté. Los demás ya estaban de pie. Todos, menos el camarada Sizov. Los escoltas lanzaban miradas interrogantes a su jefe.
Y ahí fue donde el alcalde de la ciudad mostró que era un tío inteligente, capaz de hallar la salida de cualquier situación. Se llevó la mano al pecho.
—No me siento bien —pronunció, en voz baja—. Voy a tenderme un momento…
El alcalde se quitó la chaqueta con rapidez, se aflojó la corbata y se acomodó en el sofá, junto al teléfono. Sus pies, enfundados en calcetines verdes de seda, se separaron con agotamiento. Cruzó las manos sobre el vientre y entrecerró los ojos.
Los escoltas comenzaron a actuar. Uno telefoneó al médico. Otro ordenó: —¡Desalojad el recinto! ¡Os digo que desalojéis el recinto! ¡Pero rápido! ¡Comenzad el mitin! ¡Os repito, comenzad el mitin!
—¿Puedo ayudar en algo? —intervino el jefe de estación.
—¡Lárgate, viejo de mierda! —fue la respuesta.
—¡Dejadlo todo en la mesa como está! ¡Puede tratarse de una provocación! Espero que se conozca el nombre de todos los presentes.
—Enviaré la lista —respondió, obsequioso, el jefe de estación.
Salimos de la habitación. Yo llevaba el maletín con manos temblorosas. Los trabajadores se amontonaban entre las columnas. Gracias a dios, Lomonósov colgaba en el lugar adecuado.
No suspendieron el mitin. Los invitados de honor, carentes de su líder, ralentizaron el paso al llegar junto a la tribuna. Les ordenaron subir y se acomodaron bajo la plancha de mármol.
—Larguémonos —dijo Lijachov—. ¿Qué hay aquí que no hayamos visto? Conozco una cervecería en la calle Chkálov.
—Sería bueno cerciorarnos de que el monumento no se cae —repuse.
—Si se cae, nos enteraremos en la cervecería —replicó Lijachov.
—Habrá una carcajada… —añadió Tsypin.
Subimos a la superficie. El día era gélido, pero soleado. La ciudad estaba adornada con banderines festivos.
Pero a los dos meses retiraron nuestro Lomonósov. Los científicos de Leningrado escribieron una carta al periódico. Se quejaban de que nuestra escultura humillaba a un gran personaje. La crítica, por supuesto, era contra Chudnovski. Así que a nosotros nos pagaron el dinero estipulado.
—Eso es lo fundamental —dijo Lijachov.