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Boeing Dick


Llamadme Fanjul. Hace unos días —no importa cuánto hace exactamente—, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en el distrito Centro, pensé que me iría a pasear un poco por ahí, para ver la parte aeroportuaria del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación.

Empiezo este paseo parafraseando el primer párrafo de Moby Dick porque Madrid no tiene el puerto de mar desde donde zarpó el Pequod (a veces dicen que le van a poner playa), pero sí aeropuerto, en el distrito de Barajas, que es a donde me dirijo y de donde parten esos aviones que me provocan la misma mezcla de miedo y fascinación que la gran ballena blanca le provocaba al capitán Ahab. Yo no tengo una pata de palo ni una pintoresca tripulación, pero a algún sitio llegaré que no sea el fondo de la mar salada.

Partí del puerto de Argumosa, en Lavapiés, con tiempo favorable y asfalto en calma; según la carta náutica de mi smartphone sería una navegación de unas tres horas y pico hasta arribar a aeropuerto. Surqué Atocha, dejando a babor el Real Observatorio de Madrid, que guarda una réplica de un telescopio de William Herschel, descubridor de Urano, y a estribor el neobizantino Panteón de Hombres Ilustres, donde una vez se intentó que, a la francesa, se enterrara a la gente importante. También vi la sepultura, en esa zona, de un amor freelance que yo tuve, o que creí que tuve, y que, en realidad, estaba enamorada de un campesino castellano que yo imaginaba megalómano y terrible, con la piel curtida por el sol del campo y unas manos enormes con las que me iba a reventar el cráneo mientras medía endecasílabos.

En el barrio de la Estrella, donde huele a arbusto y a confort de clase media, pasé del viaje náutico al viaje astronáutico: me guie por la calle de la Estrella Polar, por Perseo, por la Cruz del Sur, y vi el brillo más brillante de la calle Sirio. Hay por ahí un parking que se hace llamar Los Astros, donde, supongo, se aparcan las naves espaciales. Aterricé de nuevo donde empieza Moratalaz, tras cruzar un río de lava metálica que se dice la M30, por un puente que temblaba en plan Indiana Jones.

Por allí está El Ruedo, un edificio enorme y curvo, feo por fuera y alegre y colorido en su centro, donde se realojó a chabolistas del Pozo del Huevo en los años ochenta. Y luego se sucede la ciudad desconocida, la calle del poeta Blas de Otero, que increpaba a Dios, y la de Pablo Lafargue, el yerno de Marx que vino a España después de la Comuna de París a evangelizar de socialismo y, aun así, escribió un libro llamado El derecho a la pereza, que siempre hay que reivindicar, incluso siendo marinero.

La ciudad es como una pizza, y se van apareciendo las zonas pobres, que son como el pepperoni del asunto, donde las viejas gitanas picantillas sacan las sillas al fresco y se pasan la tarde veraniega en familia, y las zonas insípidas como la mozzarella, que se corresponden con esos barrios de grandes empresas, fríos edificios reflectantes y desvaídos trabajadores de call center y corporación extranjera. Hay ahí una alegría impostada de viernes por la tarde: no hay nada más triste que la melancolía del departamento de marketing cuando disimula su odio en el bar de abajo, tomando cañas.

La ciudad es como una pizza, pero como una pizza familiar de grande: crucé La Elipa, donde nacieron los Burning, y escapé del cementerio de la Almudena una vez más, y crucé Pueblo Nuevo, y Simancas, y Canillejas, y ya no sé dónde, y llegué al distrito de Barajas, formado alrededor de lo que era el pueblo de Barajas, absorbido, como tantos otros, por la voraz capital.

Allí se encuentra Ifema, el gran contenedor de ferias de la ciudad al que tantas veces he peregrinado por motivos laborales. Tan pronto te montan una sofisticada feria de arte, como ARCO, como una de turismo, de piscinas, de puericultura o de frutas y verduras. Así, a veces conviven por sus calles los coleccionistas de arte con su ceja alta y los empresarios que regentan una empresa de clavos y otras herramientas. No muy lejos, en el parque Juan Carlos I, que es tan grande como el Grand Theft Auto, me topo con un gran rosco colorado, que es un monumento llamado Espacio México, pero que parece el ombligo literal del mundo o algo todavía más hipnótico y secreto: cuando te aproximas por la cuesta parece que te va a absorber hacia una dimensión desconocida.

Desde ese gran agujero que genera el espacio-tiempo pude ver, por fin, como Ahab, el aeropuerto, que ahora lleva el nombre de Adolfo Suárez. Anochecía por el este y los aviones, cetáceos luminosos, luciérnagas tech, se levantaban hacia lugares muy lejanos. Pensé que la vida es tan horrorosa y excitante como ese momento en el que vas sentado en el avión, y empieza a acelerar en la pista, y no tienes el control sobre nada, como un pelele, y todo puede desaparecer en un segundo. Es la crisis de la mediana edad, cuando todo se acelera y todavía no te han puesto la bandeja de pollo al curry.

El aeropuerto es un sitio enorme, casi tan grande como toda la almendra central de la ciudad, solo que no nos damos cuenta porque no caminamos por él: es un espacio cerrado, inaccesible, solo transitado por los propios aviones y ese personal aeroportuario que pulula por las pistas acarreando equipajes o haciendo señales a los pilotos. Dentro de las terminales la gente espera en esos no lugares (como los bautizó con gran éxito el sociólogo Marc Augé) que cada vez se parecen más a un centro comercial, con sus hamburgueserías y sus tiendas duty free donde nunca se compra nada que sea de utilidad o que no sea un vicio funesto.

Discurrir por un aeropuerto es una liturgia extraña y agotadora, en la que el viajero, cual personaje de juego de rol, tiene que ir superando las más diversas pruebas: facturar el equipaje, pasar la seguridad (donde le tratarán como a un delincuente y le olerán los zapatos), comprar un perfume libre de impuestos, localizar la puerta de embarque. Al final, volar. Hay mucha gente que pasa por el aeropuerto, pero también mucha gente que vive aquí y que muchas veces no es fácil de diferenciar del resto, porque también acarrea bultos, pero esos bultos no son un equipaje sino su vida entera. Gente sin techo que se lava los dientes en los aseos y que duerme en las diferentes salas de espera, gente que permanece quieta mientras todos los demás se mueven y los aviones, contra todo pronóstico, vienen y van.

Yo creo que se estrellan más aviones que los que salen en las noticias, de hecho, creo que se estrellan un 80 por ciento de los aviones que despegan, o al menos así me siento yo cuando vuelo. Estudié Mecánica de Fluidos en la facultad y allí me explicaron los mecanismos científicos en virtud de los cuales vuela un avión, mayormente el principio de Bernoulli y el efecto Venturi. Sin embargo, sigo desconfiando también de los manuales de física y de mis profesores, como si fuera un terraplanista: un cacharro así de grande y pesado no debería volar de ninguna de las maneras.

Así que yo despego de Barajas atento a todos los ruidos que hace esa máquina infernal y bien atento a los rostros de las azafatas y los auxiliares de vuelo, no vaya a ser que estén ocultando la mueca de terror que precede a un accidente aéreo. No obstante, es un miedo que voy dominando y vuelo con cierta frecuencia, un miedo irracional que yo considero natural: desconfío de la gente que no tiene miedo a meterse en un avión, son personas insensatas o inconscientes o, definitivamente, locas.

No quise acercarme más a los aviones, no fuera a morir, como Ahab, atrapado por mis propios arpones contra el cuerpo de Moby Dick, sepultado en las profundidades abisales del distrito de Barajas, arrastrado, en realidad, por mi propio miedo y fanatismo contra el fuselaje blanco de un Boeing 747 que vuela ligero a Nantucket, de donde partió a los mares Ismael, quiero decir, Fanjul, que así me llamo.