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El distrito Centro del Universo entero


Durante algunos años, al poco de instalarme en Madrid, viví muy cerca de la plaza de Callao, en unas calles cercanas al Senado que, a pesar de estar en mitad de toda la pomada centralina, ofrecían la tranquilidad de una aldea. Algunas tardes me asomaba al balcón y observaba cómo el viento mecía suavemente las ramas de los árboles y casi podía oír el roce de las hojas; a veces pasaban los señores senadores, nunca demasiado ajetreados, qué delicia. En la esquina de abajo había un famoso restaurante de buey a la piedra, y en la otra esquina otro célebre por su cocido de tres vuelcos, delante del cual los fines de semana se formaban colas de turistas y gentes de buen comer.

Al anochecer, algunas veces, bajaba a la plaza de Oriente, donde alguien dejó caer desde el espacio exterior el Palacio Real como un mastodóntico ladrillo (más que real, hiperreal), y miraba, sentado en la hierba del parque, rodeado de turistas y parejas acarameladas, el sol ya domesticado poniéndose al oeste por la Casa de Campo. El cielo vespertino se teñía de esos tonos anaranjados y violáceos que solo adopta con esa intensidad en Madrid: el cielo de Madrid es un monumento más o, tal vez, el monumento mayor, igual que la piel es el mayor órgano del cuerpo humano. Descubrí la palabra «arrebol», caída en desuso, que denota precisamente ese color rojizo que adquieren las nubes del oeste al atardecer. Mi corazón estaba herido de tanta belleza.

En aquel piso de la calle Guillermo Rolland éramos tres habitantes fijos, los que serían mis primeros amigos en la ciudad, y una habitación rotante por la que pasaron decenas de personas de toda clase, raza, condición, género y nacionalidad: el mundo de los pisos compartidos tenía su gracia, porque tenían algo de Organización de las Naciones Unidas o, mejor dicho, de albergue internacional (yo cogí fluidez en mi inglés sin salir de la cocina de mi propia casa).

Ahora, sin embargo, la cosa está complicada porque algunos pretenden que compartamos piso hasta que seamos ancianos: lo llaman coliving, para darle la habitual pátina de coolness a lo precario. Lo que experimenté al vivir en un lugar tan céntrico de la capital fue, primero, cierta fascinación, porque todo lo que ocurría en el mundo ocurría allí (las noticias en el Congreso, los anuncios por la Gran Vía, las películas españolas por el Madrid de los Austrias, las encuestas callejeras de la tele por la calle Preciados, las últimas transformaciones culturales y urbanas por Lavapiés o Malasaña). Luego, cierta sensación de claustrofobia precisamente por la misma razón: porque parecía no haber un afuera.

Entonces los distritos aún no estaban de moda, como luego los puso el Ayuntamiento de Ahora Madrid, y el resto del Universo constituía la Provincia: Callao era el eje central desde el que todo se irradiaba. Tanto es así que cuando se iba celebrar la boda real entre Felipe & Letizia vinieron unos agentes policiales casa por casa a pedirnos la documentación y a comprobar nuestro pelaje. Se empezaron a ver armas largas por las calles, como si fuéramos los rehenes de un ejército de ocupación, mirando los fusiles mientras lamíamos helado de chocolate.

El día del fasto, 22 de mayo de 2004, no pude regresar a mi hogar desde un after hours malasañero porque tenían las calles cortadas para que pasaran los novios. Cuando intenté cruzar la Gran Vía, con los ojos enrojecidos y el paso errático del hardnighter, un agente de la Policía Nacional me echó el alto y me hizo dar media vuelta: por allí iba a pasar la comitiva nupcial y, de hecho, los monárquicos y los curiosos ya empezaban a coger los mejores sitios junto a las vallas. Nadie podía pasar. Si no podía ir a mi casa, ¿dónde demonios se supone que tenía que ir? ¿Por qué la dinastía borbónica me obligaba a seguir de fiesta? Tranquis: me volví a reenganchar en el after con unos desconocidos y pasamos juntos a una nueva dimensión. En casa de una tal Andrea Julia, joven de nombre novelesco, vimos el evento por la tele. Son cosas que pasan en el distrito Centro de Madrid.

Ahora sobrevivo en Lavapiés, que, estrictamente, es distrito Centro, pero que tiene un carácter mucho más barrial y menos céntrico, o eso se pretende. Desde aquí comienzo a pasear, y es un buen comienzo para cada itinerario porque, dada su situación geográfica, equidista de todas las esquinas del centro y de todas las periferias; su comunicación es muy buena porque Madrid es radial, como las ruedas y como el sol.

Nada más salir de casa veo el Carrefour de Lavapiés, el primer supermercado de España en abrir las veinticuatro horas y que considero también uno de los centros del Universo conocido. Sus horarios, tan amplios que no pueden serlo más, nos dicen mucho de los estilos de vida que se van imponiendo: jornadas laborales interminables o desestructuradas y una sociedad siempre encendida, siempre online, a cualquier hora del día o de la noche. Aunque una de las grandes ventajas de estos horarios sería comprar cerveza a cualquier hora, por las noches está prohibido, con lo cual tampoco el bienestar social crece en demasía. Una vez me levanté, me asomé al balcón, y vi que la verja del Carrefour de Lavapiés estaba cerrada, cosa extrañísima en un sitio famoso por abrir siempre. Inferí que nos encontrábamos amenazados por una guerra nuclear o una invasión extraterrestre, y sentí miedo, como cuando derribaron las Torres Gemelas con aviones. Eso no era normal: estaba acostumbrado a acostarme con el Carrefour abierto y despertarme con el Carrefour abierto. Pero resulta que era Primero de Mayo, el Día del Trabajo. Todavía se respetan algunas cosas.

El Carrefour de Lavapiés es también un Gran Teatro del Mundo donde yo observo a la gente y me voy dando cuenta de cómo cambian las cosas en este planeta y en esta ciudad, hasta el absurdo. Cuando llegué a Lavapiés este era un supermercado normal, bastante feo, de azulejos blancos, como el vestuario de un presidio: en su enorme hilera de cajas estaba la gente aleatoria, el fruto de millones de años de evolución biológica, las señoras, la inmigración, etcétera. Ahora el Carrefour de Lavapiés está hiperdiseñado, como el mundo en general, y hay sección ecológica y cosmética, gran cuidado con el glutamato monosódico y los alérgenos, una pequeña cafetería y hasta una barra de sushi hecho allí mismo por un sushiman oriental, preciso como un ninja. Por supuesto, hay wifi gratis.

En la composición social de la clientela del Carrefour de Lavapiés, abierto las veinticuatro horas, se observa la composición social de la ciudad: los turistas que compran pizza congelada y cereales para el desayuno, los hipsters recién aterrizados en este barrio que la revista internacional Time Out considera el más cool del mundo, los restos de la población anterior (las señoras que, como digo, son las que dan legitimidad a un barrio), los jóvenes profesionales urbanos que se han acercado a la zona al calor de su nueva molonitud, más usuarios que vecinos. En el supermercado, en cualquier supermercado, se experimenta lo que Marx llamó el fetichismo de la mercancía, eso de admirar un objeto sin pensar ni por un solo momento quién lo ha fabricado, ni cómo, ni dónde, ni de qué manera ha llegado hasta aquí, hasta nuestras manos. Ahora a eso lo llaman «trazabilidad», que suena menos misterioso y atávico.

En el supermercado se ve plástico y cartón coloreado, y ya plastifican hasta los trozos de sandía cortada, y buena parte de ese plástico, después de usado un instante, se va al mar y forma enormes islas en la mitad más desierta de los océanos y se lo comen las tortugas o se lo come usted cuando se come un pescado al horno plagado de microplásticos. En el Carrefour de Lavapiés se ve la furia inmobiliaria y los problemas ecológicos y sociales, por eso yo voy al Carrefour a Lavapiés a mirar la realidad en estado puro, y después a pasar por caja. Hay una cajera de aspecto punk, con media cabeza rapada y piercings y tatuaje, pero esas cosas ya están bien vistas por las empresas, no como antes, cuando las rastas o un pendiente en la nariz te alejaban de cualquier puesto de trabajo como Dios manda, exceptuando el de dependiente cultureta de la Fnac. Otra de las cajeras se parece a la joven Madonna Ciccone, y siempre me da vergüenza que vea las cosas que compro, porque en la compra de cada uno se puede leer su alma, igual que en su basura.

Fuera, en Lavapiés, el rumor de las terrazas de la calle Argumosa resuena en la lejanía: hay quien ha llamado a esta calle puerto o costa de Argumosa, de manera pelín cursi, porque en tiempos menos gentrificados se podían encontrar personas de todo el mundo, como en un frenético pueblo costero, como en el Nantucket de Moby Dick, del que ya hablaremos luego. Lo cierto es que el desnivel que subyace al barrio de Lavapiés, desde la calle Santa Isabel, arriba, hasta la Costa de Argumosa, abajo, bien podría ser la fuerte inclinación propia de algunos puertos de pescadores, de Lastres o de Cudillero, en la costa asturiana. Yo a veces bajo por ahí y me da la impresión de que puedo oír el mar detrás de los edificios y de que hay cierta brisa que me revuelve el pelo, y de que huele muy fuerte al agua estancada del puerto, como a genital sucio. Temo que aparezca una brutal galerna, de esas que surgen en cuestión de minutos y se tragan barcos y marineros, terrazas y bicicletas, y se lleve la mitad del barrio a las profundidades del infierno. Las calles son estrechas y serpentean entre los edificios pintados con colores pastel alternos, llenos de esos balcones tan propios de arquitectura normal y corriente del viejo Madrid, balcones ahora decorados con maniquíes, bicicletas plegables o banderas y pancartas con consignas políticas y sociales. Si uno mira al frente, allí donde debería estar el horizonte rectísimo que une el cielo y el mar, en realidad se ve el skyline del barrio de Aluche o así, muy lejos, un poco ennegrecido por esa eterna capa de smog que cubre la ciudad, la famosa boina de contaminación, que nos va a matar a todos como no la disuelvan (ahora lo andan intentando, regulando el tráfico: así debe ser el futuro).

En Lavapiés los arcanos se descifran en los tatuajes de las muchachas que bajan esa pronunciada cuesta que separa el barrio del resto del planeta, por la que antes caían tres arroyos que venían a juntarse en la plaza de Lavapiés: es notable cómo la geografía anterior de este suelo que ahora llamamos ciudad influye en la misma. Hoy en día, en que todo es asfalto, ladrillo, hormigón, acero y cristal, todavía se puede seguir el curso de los arroyos que caían por las calles Lavapiés, Olivar y Ave María, y que daban al supermercado abierto veinticuatro horas. Siempre pensé que esta cuesta rompepiernas protegería al barrio del mundo exterior, como un abismo insalvable, que lo salvaguardaría de los horrendos procesos de gentrificación y turistificación que azotan las ciudades de todo el mundo, pero la falsa modernidad cool y los turistas acabaron por llegar, cuesta abajo, a lugares que antes no pisaban ni por asomo.

Ahora el sonido de los ruedines de las maletas trolley, aquí y allá, arrastradas por turistas anglosajones o centroeuropeos en pos de su piso de Airbnb, es la banda sonora de la colorida destrucción de la ciudad tal y como la conocemos, de la conversión de la ciudad en un lugar para hacer negocios en vez de un lugar para vivir en comunidad. Al pasar por la plaza de Lavapiés nunca puedo evitar mirar con cierta ojeriza a esos jóvenes trajeados, con sus tupés modernos tipo Cristiano Ronaldo y sus chaquetas entalladas, que trabajan en la agencia inmobiliaria, probablemente muy contentos porque la cosa está muy bien para invertir.

Frente a la agencia, en la plaza misma, se reúne esa inmigración que tanta fama ha dado a este barrio como hito de la multiculturalidad. Los bengalíes (son de Bangladesh) regentan sus restaurantes con baratísimos menús de tikka masala y samosa vegetal y sus tiendas de alimentación de las que manan incansables las cervezas y las patatas fritas. Chinos quedan pocos, porque la regulación del tráfico en el barrio no les dejó meter los camiones de carga y descarga a sus tiendas al por mayor: optaron por irse a Cobo Calleja, el polígono industrial chino de Fuenlabrada, dejando un montón de locales vacíos ahora utilizados en actividades gentrificadoras. Los africanos toman el fresco en la plaza, es algo muy africano eso de estar en la calle tomando el fresco y hablando con cualquiera sobre cualquier cosa, como si la charla distendida fuera una de las bellas artes. Algunos te miran fijamente a los ojos y te ofrecen aromas de otro mundo.

Muchos de los que llegan van a la cárcel sin cometer ningún delito (estas cárceles se llaman Centros de Internamiento de Extranjeros, CIE, como el que hay en Madrid en el barrio de Aluche, y alrededor del cual voy a pasear) y los que consiguen salir de allí o no ser interceptados son estos, estos que veo en la plaza de Lavapiés a diario, buscándose la vida, viviendo en pisos hacinados, viviendo del top manta y escapando de la policía que les espanta como si fueran palomas: al parecer suponen una amenaza gravísima para el pequeño comercio. Hasta el momento no se ha visto a los policías espantar a las franquicias multinacionales de fast food o de ropa barata fabricada con mano semiesclava en el sudeste asiático, se conoce que no son tan peligrosos para el comercio tradicional como los manteros, tal es el poderío comercial de estos pobres africanos.

Un día de marzo de 2018 el mantero senegalés Mame Mbaye sufrió un infarto mientras huía de la policía por una calle de Lavapiés, frente al número 10 de la calle del Oso, muy cerca de la antigua plaza de Cabestreros, hoy renombrada como Nelson Mandela. La indignación fue grande y el barrio ardió en disturbios nocturnos: estas calles abrieron el telediario durante varios días. Ahora en un bar de la calle Embajadores, El Rincón Guay, una pieza de arte urbano recuerda la figura de este mantero. Coronando un colorido retrato se lee «Luchando por la vida/visa». Mbaye, senegalés de treinta y cinco años, había llegado a España en patera, por Tenerife, más de diez años antes del día de su muerte y aún no había conseguido sus papeles.

La inmigración extranjera comenzó a llegar a Lavapiés a finales del siglo XX, en lo que fue la penúltima mutación del barrio. Lavapiés había sido judería, barrio castizo de manolos y manolas plagado de corralas donde las clases trabajadoras compartían el baño y el chorizo del cocido (cada mujer lo metía un rato en su potaje), también un barrio degradado y deprimido donde había miedo a la delincuencia, a las peleas entre diferentes etnias, a los atracos nocturnos o a un grupo de chavales magrebíes que se reunían en la plaza de Cabestreros y que esnifaban química: la banda del pegamento.

Cuando yo llegué a Madrid había gente a la que le daba miedo este barrio; cuando recibía visitas e íbamos a las terrazas mis invitados siempre agarraban bien sus objetos personales por miedo a que les robasen y, por supuesto, nadie estaba dispuesto a comprar o arrendar un piso en estas calles. Ahora los precios están por las nubes y, además de los turistas, comienza a verse gente por el barrio que hace unos años no hubiera pisado estas aceras ni a punta de pistola (porque creían que en el barrio, precisamente, les iban a poner una pistola en la cabeza). Ya tengo escrito por ahí que igual un poco de delincuencia es necesaria para moderar la burbuja inmobiliaria rampante: un tirón de bolso, unas peleas callejeras, unos disturbios, un sindicato del crimen para espantar a los especuladores, que hacen más daño que los manteros.

A un amigo mío escritor que bajaba una noche algo borracho por el barrio, uno de estos críos se le subió al cuello y, cual Mr. Spock, le pinzó en ese punto de la clavícula que hace que caigas inconsciente en el acto. Lo siguiente que vio mi amigo fue a un vecino dándole bofetadas, pero para despertarle. El chaval le había robado la cartera, él se había meado encima y, por suerte, no le habían dejado sin pantalones. Aun así, no creo que la peligrosidad del barrio fuera mayor que en otras zonas como los alrededores de la Gran Vía, por ejemplo; eso sí, en base a esta sensación de inseguridad se implantaron una buena cantidad de cámaras de vigilancia que fueron criticadas por la parte más combativa del vecindario.

Y la parte más combativa es mucha, porque otra de las características de este sitio es su tradicional carácter político. Subiendo por la calle Zurita se encuentra el Teatro del Barrio, antigua sala Triángulo, un espacio cooperativo en el que en 2015 se presentó un nuevo partido encabezado por un joven profesor universitario de izquierdas, con coleta, que se había hecho famoso como hábil tribuno de la plebe en tertulias televisivas: aquel hombre era Pablo Iglesias y aquel partido era Podemos. El panorama político nunca sería el mismo. El partido se había gestado en aquellas calles, había tenido su primera sede en la misma calle Zurita, empinada como en un pueblo pesquero, y muy cerca estaba la librería de carácter político La Marabunta, ahora cerrada, donde los miembros fundadores se reunían a debatir. La cuestión política lavapiesera, sin embargo, no empezaba con el partido morado, sino que se puede rastrear algunos años atrás, cuando se establecieron en el barrio diferentes colectivos de izquierdas, ONG y se vivió una explosión del movimiento okupa, con centros tan importantes como el Centro Social Minuesa (ahora el solar lo ocupa, curiosamente, una comisaría) o las tres sedes de El Laboratorio.

Subiendo a la plaza de Tirso de Molina, donde yo primero me hospedé en Madrid, mientras alrededor construyen flamantes apartamentos de lujo, los miembros de una ONG reparten gazpacho de bote y café con leche a los pobres de la plaza, que suelen reunirse aquí a pasar la vida. Huele a naranja, pero no a azahar como en Granada: es el repartidor precario que ha dejado la bici, se sienta en el suelo caliente y rellena su boca de gajos. El jugo se derrama por su cuidada perilla. Está lleno Madrid ahora de estos jornaleros del carbohidrato, es difícil no verlos con una gran mochila cúbica y fosforita a la espalda en la que llevan los manjares contemporáneos que la gente quiere comer en su casa, mientras ve series de Netflix.

La gente se ha atrincherado en sus casas a comer y a ver Netflix y HBO y Filmin y cuando quieran volver a salir ya será demasiado tarde: no cabrán por la puerta y tendrán que quedarse para siempre, como los hikikomori japoneses, viendo la tele y jugando al Candy Crush. Mientras, las empresas de reparto cool seguirán extendiendo la creciente precariedad laboral sobre dos ruedas, llueva o nieve. Mientras, nosotros nos creemos millonarios, yendo en Uber, mientras no podemos alquilar pisos o formar familias y el futuro se derrumba.

Si uno continúa culebreando por las calles del centro, esquivando a los repartidores de comida, va escuchando cosas:

«En Madrid hay nueve meses de invierno y tres de infierno».

«Cuando entras en la basílica [de San Miguel] estás en territorio vaticano, cuando sales de la basílica estás en Madrid: es cuestión de un paso.»

«Los gatos no abundan: son los ciudadanos que tienen los cuatro abuelos de Madrid.»

Son los retazos de sabiduría que se desprenden de las visitas guiadas que pululan por la zona, los rebaños fluorescentes ávidos de conocimiento. Aquí se solapan dos realidades paralelas: la de los visitantes que miran cosas y la de los que estamos trabajando, aunque no lo parezca; dos usos diferentes que se superponen a un mismo espacio, a una misma ciudad. Caminando lo suficiente por estas calles uno puede componer la historia completa de Madrid a base de estas cápsulas de información que van naufragando en los oídos desde la boca de los guías turísticos que levantan un paraguas hacia el cielo. Porque ahora la historia aquí, y en buena parte del mundo, es el turismo.

El turismo está bien: genera ingresos para algunos (aunque la parte gorda se la llevan franquicias, fondos de inversión, grandes empresas hoteleras que explotan a las limpiadoras) y le confiere a la ciudad cierto aire cosmopolita, con nuevos rostros y nuevas voces venidas de otros confines. Los turistas me hacen pensar que hay algo valioso en lugares y perspectivas que yo ya nunca contemplo, porque las tengo muy vistas a base de rutina. Es curioso cómo cuando uno tiene que enseñar la ciudad a una visita ve la ciudad con ojos nuevos, como si la viera a través de la persona a la que se la está enseñando.

El problema está en el turismo hipertrofiado, que es lo que se nos viene encima: están echando a vecinos y a amigos de donde vivían para poner pisos turísticos, y así la ciudad se convierte en una cáscara vacía, en un decorado de cartón piedra dedicado a la pura representación de la vida en vez de a la vida pura. El horror que ha asolado el centro de Barcelona. En Lavapiés, pero también en el resto del distrito Centro, ya hay varios bloques de edificios que han sido comprados por grandes capitales, fondos de inversión que ya poseen la mayor parte de las viviendas del mundo, verdaderos imperios del ladrillo como Blackstone, para poner sus pisos de alquiler turístico (algo así como un hotel informal) o sus pisos de lujo, expulsando a los «bichos» (así llaman ellos a los inquilinos que se encuentran) que tienen dentro.

Ese es el germen de la gentrificación. Aunque empezó por tratarse en suplementos de tendencias y no en secciones de Economía, es un asunto básicamente inmobiliario: se trata de aprovechar lo que el geógrafo Neil Smith (uno de los pioneros del estudio de estos procesos, en su caso en el Lower East Side de Manhattan, en torno a Tompkins Square) llama la «diferencia potencial de renta», es decir, el comprar barato y vender caro de toda la vida. Los barrios gentrificados son primero barrios deprimidos, abandonados por las administraciones públicas, en los que lo inmobiliario es barato: de ahí que la inversión privada en comandita muchas veces con lo público consiga levantar los precios y sacar tajada. Todo ello en nombre de la modernidad y el progreso.

En una ocasión, el 22 de febrero de 2019, día de la infamia, asistí al que podría ser el mayor desahucio del mundo, en la calle Argumosa 11. Cuando me desperté la policía ya estaba allí: desde las dos de la madrugada la calle estaba en estado de sitio, tomada por un despliegue militar, más de diez lecheras y tropecientos agentes que impedían el paso a vehículos y vecinos, parecía un ejército de ocupación reflejando sus luces azules en las fachadas de la calle. Todo a mayor gloria de la especulación inmobiliaria. Concretamente, de la empresa especuladora que iba a echar a mis vecinas Rosi, Pepi, Juani, Mayra y sus familias después de varios intentos infructuosos parados por las asociaciones por el derecho a la vivienda.

Bajé a las 6.30 de la mañana, antes que el sol, y había un pequeño grupo de activistas con la legaña puesta. Dentro del edificio había otros tantos dispuestos a resistir, entre ellas las famosas cascos azules de Lavapiés. Algunos se asomaban por la ventana. Hacía mucho frío.

—Estamos asistiendo a algo inaudito —me dijo Ana, portavoz de Bloques en Lucha—. Tres juzgados se han puesto de acuerdo en cuarenta y ocho horas para emitir tres autos idénticos.

Algo allí olía mal.

Amaneció y llegó más gente, y más policía. Un helicóptero comenzaba a sobrevolar el barrio. Había representantes políticos: los diputados Rafa Mayoral y Alberto Rodríguez, el concejal Carlos Sánchez Mato. Sin embargo, ni el Estado ni la Comunidad ni el Ayuntamiento habían evitado este drama, ni ofrecido alternativa habitacional. ¿Por qué la alcaldesa Manuela Carmena no traía sus deliciosas magdalenas a estas cuatro familias? Los jueces se pasaron por el forro las repetidas indicaciones de la ONU para detener estos desahucios. Habían enviado a la Policía Nacional a Lavapiés para defender el dinero por encima de los Derechos Humanos.

—Es un dispositivo policial sin precedentes —contó a los medios que allí nos reunimos Alejandra Jacinto, abogada de la PAH, el Sindicato de Inquilinas e Inquilinos y las familias— y una vulneración flagrante de los Derechos Humanos. Investigaremos hasta qué punto un fondo de inversión como la empresa Proindivisos es capaz de orquestar una operación como esta, nunca vista en la historia del derecho a la vivienda. Tendrá sanciones por parte de la ONU.

Los policías se colocaron los cascos de Robocop. Llegaron la ambulancia, los mediadores, el Samur Social. Se me pusieron los pelos como escarpias cuando vi, por el hueco que dejaban las furgonetas, el brutal ariete para derribar puertas, las enormes cizallas. Los agentes entraron a lo burro, rompiendo la puerta de cristal del portal. Hubo forcejeos y al menos seis detenidos entre los activistas que resisten dentro del portal.

Me subí a casa a escribir esto con las manos aún temblorosas de la indignación. La gentrificación, más allá del cupcake, es esto: la lucha de clases en el territorio urbano. Los ricos vinieron a esta calle a echar de su hogar a los pobres, ancianos, enfermos y a un bebé de un mes. Así es de demagógica la realidad. Quieren subir las rentas un 300 por ciento. Quieren poner pisos de lujo y alquiler turístico. Me pregunto si a los nuevos inquilinos adinerados les explicarán que aquí han sucedido estos desahucios infames, como cuando en un inmueble sucede un asesinato y queda el fantasma. Volvía a mi casa y allí, asomado al balcón, mirando a la poca gente que quedaba reunida tras el desahucio, me pregunté adónde irían Pepi, Rosi, Juani, Mayra y sus familias.

Esto es un atropello que las administraciones públicas tienen que parar para garantizar el derecho a la vivienda y el derecho a la ciudad (del que escribió Henri Lefebvre y, más recientemente, David Harvey): algunas de estas administraciones quieren, pero dicen que no pueden solas. Otras, directamente, no están muy por la labor: «Así es el mercado, estúpido». El Sindicato de Inquilinas e Inquilinos y la plataforma Bloques en Lucha surgidos recientemente en Madrid trabajan sobre estos asuntos, y ya han conseguido parar algunos desahucios relacionados con la subida del precio del alquiler, que son los que ahora abundan: los desahucios invisibles. El gobierno todavía no se ha atrevido a meterle mano a la regulación de los precios para asegurar el derecho a la vivienda antes que el derecho a la especulación inmobiliaria. Con las cosas de vivir, habría que decirles a los buitres especuladores, no se juega.

Tras pasar por la Puerta del Sol, donde viven los muñecos Dora la Exploradora y Bob Esponja con los que se fotografía el transeúnte (una vez tuvieron una pelea entre ellos que salió en los periódicos), se sube por la calle Preciados, una de las calles comerciales con el metro cuadrado más elevado de España y del mundo, siempre rellena de un compacto fluido de carne y de hueso, de mendigos, carteristas y predicadores callejeros de ONG, se llega a Callao y ya se está ante la Gran Vía, la principal, aunque no demasiado larga, calle de la ciudad. Cuenta Paco Umbral en su Trilogía de Madrid que cuando desembarcó en la capital (y en el Café Gijón), a principios de los años sesenta, la Gran Vía, sus traseras y alrededores, olían a arroz a la cubana. Hoy, según por qué sitio, huelen a nuggets de pollo.

La Gran Vía se empezó a construir en 1910 como una forma de tener un eje de comunicación que transcurriese de este a oeste, de igual modo que la Castellana transcurre de norte a sur, como una forma de conectar de manera directa los barrios de Salamanca y Argüelles y descongestionar la Puerta del Sol. Para su construcción fue preciso derribar un montón de edificios y acabar con un montón de estrechas callejuelas. La cosa, por supuesto, no estuvo exenta de polémica: tanto es así que los famosos compositores Federico Chueca y Joaquín Valverde le dedicaron al conflicto urbano una de las zarzuelas más populares de la época y de la historia: La Gran Vía. En esta pieza los diferentes actores y actrices representan a las diferentes calles de la zona (y a Doña Municipalidad) y expresan cantando sus posturas respecto a la gran reforma que se les venía encima. A Friedrich Nietzsche le gustó.

Sea como fuere, Alfonso XIII puso la primera piedra de la Gran Vía en su confluencia con la calle de Alcalá y empezaron las obras, que duraron varios años. La Gran Vía son dos hileras de edificios hermosos, en los que abunda el estilo Chicago, muchos de ellos coronados por cúpulas o esas estatuas de personajes mitológicos que habitan los tejados de Madrid y en las que poca gente repara. Una de las vistas más conocidas es el edificio Metrópolis, retratado por Antonio López, o el célebre anuncio luminoso de Schweppes en el edificio Capitol, eterno coloreador de la noche madrileña.

Mirando las señoriales fachadas de la Gran Vía se da uno cuenta de la fugacidad de la vida humana en comparación con los largos ciclos de las ciudades: la Gran Vía se ve igual en las fotos de la Segunda República y en las de la Guerra Civil, igual en las del franquismo, la Transición o las huelgas generales de los años ochenta, al menos de entresuelo para arriba, claro. Los que vamos cambiando somos los habitantes, porque estamos hechos de materia fugaz.

Los procesos de turistificación y gentrificación no llegan solos sino acompañados de otros de globalización homogeneizadora que se percibe muy bien en las calles principales de las ciudades, que ahora son siempre la misma calle, con las mismas franquicias textiles y los mismos fast foods, ya sean los Campos Elíseos parisinos o la calle Uría en Oviedo, con esa monotonía que decían había en la Unión Soviética, pero de colorines. El arquitecto Rem Koolhaas llamó a esta uniformización de las urbes la «ciudad genérica», siempre igual, siempre la misma, con sus centros de arte moderno, sus calles con encanto, sus grandes superficies comerciales, vayas donde vayas. ¿Para qué viajar si todo es lo mismo, el mismo Starbucks, el mismo H&M, el mismo Zara?

De entresuelo para abajo, es decir, a pie de acera, la Gran Vía sí que ha cambiado a lo largo de los años. Lo que era una calle plagada de cines y cafetones ahora es el hogar de los locales antes mencionados que se pueden encontrar en cualquier rincón del planeta, que despachan comida de dudosa calidad y ropa de dudosa procedencia, en muchas ocasiones fabricada con mano de obra semiesclava en los otros confines del mundo, donde los derechos laborales aún son cosa de ciencia ficción: así nosotros nos aprovechamos de los más débiles comprando más barato mientras otros se hacen ricos y se convierten, paradójicamente, en ejemplos de emprendimiento a seguir por las masas competitivas.

Un ejemplo de la colonización de la Gran Vía por las grandes marcas y sus flagship stores es el enorme establecimiento de Primark, donde la ropa es tan barata que casi te pagan por llevártela y delante del cual se forman frecuentes colas de gente ávida de trapos de saldo. No muy lejos se apostan los jevis de Gran Vía, una pareja de hermanos, jevis de libro, llenos de parches, con mallas y cinturones de balas, que llevan plantados en un punto muy concreto de la calle hace varios años, en protesta por el cierre de la tienda de discos Madrid Rock, local en el que ahora, claro está, hay otra franquicia de ropa barata. Los jevis, entrañables seres de otro tiempo, son ya casi un atractivo turístico más de la Gran Vía, siempre bebiendo su botella de dos litros de Coca-Cola y atendiendo a sus numerosos fans, casi el último toque de humanidad en las aceras de lo que podríamos llamar una calle global.

Subiendo por la peatonalizada calle Fuencarral, una vez epítome de la modernidad, donde había pequeñas tiendas de ropa para drag queens, siniestros o skaters, ahora se reproducen también esas marcas clónicas que se encuentran en las calles principales de Oviedo, Málaga o Burgos, cosa que está muy bien, aunque a una gran capital, a una «ciudad global», se le presupone, digo yo, un hecho diferencial, huir de lo «genérico», aunque solo sea en las tiendas.

En la propia calle Fuencarral estaba, cuando yo llegué a Madrid, y hasta hace no tanto, el Mercado de Fuencarral, el que fue faro de la modernidad española, meca de lo fashion (así se decía entonces), y que acabó cayendo en la irrelevancia, porque ahora, internet mediante, se puede encontrar de todo en todas partes. Ahí iba yo a alucinar con la gente capitalina, a sentirme provinciano, a fumar porros de extranjis o a perder la cabeza en las fiestas anuales de música electrónica a las que había que acudir sí o sí para estar en la onda que más vibraba. Luego comía plátanos para superar la tristeza de media semana. Eran los tiempos del peinado mullet y la coletilla taleguera y de aquellos pantalones de campana que algunos amigos y yo nos poníamos para ir a bailar, aun a riesgo de explotar como una supernova.

El Mercado de Fuencarral, lleno de peluquerías, estudios de tatuaje y piercing, tiendas de vinilos, de ropa de segunda mano o de parafernalia militar, tenía sótano (donde había un bar y una sala de cine a la que yo iba a ver cortos) y varios pisos. Ocupaba la finca que antes había sido un mercado de abastos, y ahora, después de su cierre, hay una enorme tienda de ropa deportiva Decathlon, como en cualquier periferia. El que sigue ahí, pululando por la calle Fuencarral, es ese Hare Krishna que siempre quiere pararte para hacer proselitismo y llevarte a su templo vegano. Su táctica es inocente e infame al mismo tiempo. Te dice:

—Perdona, se te ha caído…

Entonces tú te paras, extrañado, a ver qué se te ha caído, cuando el muy cabrón añade:

—¡… la sonrisa!

Malasaña adentro está el paraíso de la gentrificación, que tal vez empezó con el Mercado de Fuencarral. Lo visible de la gentrificación es la aparición de lo cool en barrios anteriormente deprimidos: Malasaña era lugar de trabajadores, drogadictos, rockeros y prostitutas, y antes de eso era casi un pueblo, como se ve en la película El mundo sigue, de Fernando Fernán Gómez. Lo cool en forma de cupcakes, hipsters y bares cuquis, la llegada de nuevos profesionales urbanos que sustituyen a los curritos y a las viejas.

En Malasaña se produjo un caso paradigmático de la gentrificación en lo que se llamó TriBall, Triángulo de Ballesta, en torno a la calle del mismo nombre, tradicionalmente llena de prostíbulos sórdidos y prostitutas de edad avanzada y generosas carnes sentadas en sillas en plena calle. De esas todavía ve algunas el paseador cuando cruza estas calles, se ve que no consiguen echarlas. Un grupo de inversores compró con todo boato estos prostíbulos y los cedió a jóvenes artistas, a modo de regeneración de la zona: lo sacamos mucho en la prensa. La esperanza era que los inmuebles de la zona se revalorizasen con la aparición de nuevos públicos culturetas, microteatros, boutiques y cafeterías, como así fue, en TriBall, en toda Malasaña y, prácticamente, en todo el centro de la ciudad. La plaza de Chueca, sin ir más lejos, barrio gentrificado principalmente por la comunidad gay (lo que sus críticos llaman «capitalismo rosa»), antes era un mar de jeringuillas con restos de sangre y heroína y ahora no hay espacio para sentarse entre tanta terraza, tanto cañeo, tanto turista.

Podría argumentarse que es beneficioso que un barrio se «regenere» y deje atrás la inseguridad, las drogas, la prostitución, y es cierto; la pregunta es para quién se «regenera» ese barrio: si es para sus habitantes, con dotaciones e inversión pública para hacer una ciudad más amable, o si es para que vengan otros a hacer sus negocios, a cobrar los cafés con leche a precios de trufa blanca del Piamonte y a llenar edificios enteros de pisos turísticos y apartamentos de lujo muy monos.

Los precios de la vivienda suben, la gente del centro se va a otros barrios periféricos, donde expulsa a su vez a otra población más pobre, y así en cadena, hasta que alguien se tiene que acabar cayendo por el borde de la Tierra, que acaban de descubrir que es plana. Son procesos de precarización colectiva: ¿dónde se irán los que se caigan por el precipicio del fin de la urbe? En realidad, por verlo de forma más gráfica, es como si toda la ciudad tuviera que reacomodarse para hacer hueco en el centro a los ricos y a sus negocios. Hacer un dónut urbano para colocar en el centro el dinero.

Es que antes los ricos no tenían demasiada querencia por el centro de las ciudades. Ya durante el capitalismo manchesteriano la burguesía escapaba en sus fincas campestres de la pestilencia fabril y de la presencia de las nuevas masas proletarias que copaban las nuevas ciudades industriales. Y si algo caracterizaba a las ciudades de la época de la posguerra y el Estado del Bienestar era tener centros podridos y periferias a las que huían los más adinerados: la famosa Suburbia, el país de las apacibles urbanizaciones clónicas (suburbs) estadounidenses que abundaron a partir de la década de los cincuenta y que tan prolijamente se han reflejado en novelas y películas (la serie televisiva Aquellos maravillosos años sería un buen ejemplo).

Casas individuales aptas para el bricolaje cotidiano, un jardín con segadora, un coche que limpiar los fines de semana, un garaje para que los críos tengan una banda de rock o inicien una empresa tecnológica que llegará a multinacional planetaria, una esposa guapa y alcohólica. Lo que se prometió como una liberación del individuo acabó siendo esa vida normalizada, hipermoralizante y aburrida contra la que posteriormente se rebelaría la contracultura de los años sesenta en adelante. El sistema de las urbanizaciones periféricas se extendería a Europa y tanto en Estados Unidos como aquí fueron necesarios miles de kilómetros de nuevas autopistas (66.000 kilómetros en los Estados Unidos de Eisenhower) para conectar Suburbia con la ciudad, con el destrozo del medio ambiente, la dependencia energética y el calentamiento global que ello acarreó.

Los barrios del centro eran vistos como lugares sórdidos, inhóspitos, inseguros, porque muchas veces lo eran. Algo parecido había pasado décadas antes en las playas, solo frecuentadas por marineros y consideradas lugares violentos y peligrosos (porque también lo son), donde el sol o el mar o el Kraken te podían devorar, hasta que la alta burguesía empezó a frecuentar Biarritz y sitios así porque era sano. La gente de bien que tenía a bien vivir en urbanizaciones periféricas ahora ha decidido regresar al fragor del centro de las ciudades, cosa que es medioambientalmente muy provechosa, porque las ciudades densas consumen menos espacio y energía que la ciudad dispersa pero socialmente desastrosa, sobre todo si la unimos al proceso antes citado de la turistificación (en realidad ambos cohabitan y se superponen).

Después de las crisis del petróleo en los años ochenta y con la llegada del modelo neoliberal que iniciaron Thatcher y Reagan, enterrado el consenso socialdemócrata, los centros urbanos comenzaron paulatinamente a ser atractivos para las grandes empresas, que buscaban visibilidad en el agresivo mercado global, y para las clases medias y altas, hartas del sopor de los suburbios y las urbanizaciones.

Paralelamente, en las periferias iban quedando cadáveres industriales al tiempo que la producción se trasladaba a otros lugares con menores costes, sobre todo en las condiciones laborales y sobre todo en el Lejano Oriente. El desempleo, la delincuencia, la desigualdad y la decadencia se trasladaban ahora al borde exterior de las urbes. La actividad económica regresó al centro, también el uso habitacional, el centro podrido comenzó a revitalizarse… y a gentrificarse: llegaron los edificios singulares donde albergar los centros de arte contemporáneo que legitimaban a una ciudad como participante de la cosa planetaria, los barrios con aparente diversidad y encanto, lo prémium, lo exótico y lo gourmet y, en fin, la gentrificación.

Pasear por Malasaña da mucho asquito. Fue barrio popular y populachero y luego, durante la Movida, atrajo a aquellas gentes neoliberales y socialistas de plexiglás a bares como La Vía Láctea o el Penta, a lugares como la casa de los artistas Las Costus (en la calle La Palma, donde Almodóvar rodó parte de Pepi, Luci y Bom); un barrio que vivía de noche, lleno de bares rockeros como el Garaje Sónico, el Agapo o el Nueva Visión, también conocido como Ramones Fan Club, que le sigue dando al punk rock y donde se puede beber kalimotxo.

Uno de los pocos lugares donde se encuentra algo de la antigua normalidad del barrio es la plaza del Dos de Mayo. Cuando llegué a Madrid era un lugar donde la juventud formaba unos botellones prémium en los que se tocaban los tambores y se hacían hogueras, para horror de los vecinos y disfrute de los participantes. Al amanecer una capa de varios centímetros de basura y materia viscosa y alcohólica cubría el suelo. Prohibieron aquel botellón y se formaron disturbios durante algunas noches, recuerdo a la muchachada arrojando piedras a la policía que custodiaba la plaza. Ahora la peña sigue bebiendo en ese lugar, pero de manera algo más civilizada.

Hay una mujer china a la que llaman Susana Ofertón, por sus ofertas de cerveza, pipas y chucherías, que da la vuelta al ruedo empujando un carro de tela, de esos que las señoras llevan a la compra, con su material. Los niños juegan al fútbol, los perros olisquean por ahí, los adultos se toman discretas latas de cerveza, de las que despachan, incansables, Ofertón y sus socios.

En esta plaza el alcalde Tierno Galván, el Viejo Profesor, tan querido por la juventud, dijo su icónica frase «¡Rockeros: el que no esté colocado que se coloque… y al loro!», durante unas fiestas de San Isidro. En algunos balcones se lee una pancarta: «SOS Malasaña, vecinos en peligro de extinción».

Decía que pasear hoy por Malasaña da asquito porque Malasaña empalaga visualmente: todo pretende ser moderno e hiperdiseñado, hay por ahí una escuela de inglés que parece una casa subida a un árbol o un domicilio élfico, y una falafería (donde venden falafel), y todo tipo de cupcakes y bares cuquis, todos clónicos. Por supuesto, las barberías llenas de barbas. A mí me tocó cubrir, hace unos años, el concurso de barbas de Malasaña, cuando aún era gracioso, y lo ganó un señor con una barba muy larga, como era de esperar, y unos quevedos y unos tatuajes y una camisa floreada que venía de Murcia o por ahí.

Hay que estar en contra del interiorismo contemporáneo: antes una óptica parecía una óptica, una panadería parecía una panadería y un bar parecía un bar, porque en un sitio vendían gafas, en otro pan y en otro esperanza. Hoy en día, con el interiorismo hipster del que Malasaña podría ser un museo, pleno de mesas de madera a compartir, paredes de ladrillo visto o azulejo blanco, bombillas vintage de filamento ardiente, bicicletas fixie colgadas de las paredes, mensajes motivacionales pintados por doquier y menús con platos de nombre ingenioso, todo resulta clónico y artificial, como si viviéramos una competición por alcanzar la más plena modernidad y el máximo beneficio, que hoy en día son sinónimos.

Esto es lo peor de la gentrificación malasañera, que se vende como vanguardista y creativo algo que no es sino una copia mil veces repetida de un original que ya era malo. El hipster es, tal vez, la primera tribu urbana o subcultura juvenil que no es antagonista de alguna manera, sino totalmente prosistema, porque el capitalismo de seducción todo lo absorbe y lo pone a su favor, sobre todo lo contracultural. El hipster es el moderno que gusta a las abuelas y a la patronal, el moderno del PP o de Ciudadanos.

Viajé a Williamsburg, Brooklyn, Nueva York, el que se dice uno de los primeros lugares gentrificados del mundo, origen de la cultura hipster, y allí observé que la modernidad malasañera, que la modernidad que se nos impone en todo el planeta Tierra, es un sucedáneo de lo «williamburgués». Lo escribí en una columna en el periódico y me autocito: «Sufrimos una modernidad que no propone nada, que no critica nada, que no transgrede un pimiento, solo enfocada al ejercicio de la apariencia y de la compraventa. Una modernidad prosistema, aliada de las marcas y las franquicias, cómplice del negociete turístico e inmobiliario, de la destrucción de la ciudad, de la precariedad laboral. Una joven derechina avant garde, genuinamente madrileña, que ha obrado el milagroso salto del acróbata: decirse moderna y ser paleta».

De vuelta a la Plaza Mayor —he bajado por la Corredera de San Pablo y he cruzado Callao y esas callejuelas cercanas a Ópera— pacen los turistas, y los calamares de los bocatas a muy buen precio, y toda la fauna urbana que les acoge: los magos y comediantes, las simpáticas cabritillas de cintas plateadas o el Spiderman Gordo, el mayor superhéroe de Madrid (con permiso de Malasaña Man), que cobra dinero por hacerse fotos bromeando con los visitantes y al que una vez entrevisté: me dijo, con un acento que no pude identificar, que su afán era combatir a los malandrines, y en eso anda. Su barriga embutida en el traje de superhéroe es hipnótica. Plaza Mayor tiene mucho de circo.

Son espectáculos más amables que los que eran tradición en esta plaza en otros tiempos: los autos de fe y las ejecuciones públicas. No había entonces fútbol, ni Sálvame, ni internet, y el pueblo se aburría soberanamente el tiempo que no invertía en sobrevivir. Me imagino que olía muy mal: dicen que Felipe II puso El Escorial tan lejos para huir del hedor de aquel Madrid asalvajado. Luego Franco, por aquella zona, inventó la geolocalización: la enorme cruz del Valle de los Caídos es la primera chincheta de Google Maps. Franco era un visionario y, desde luego, un emprendedor. Total, que en la Plaza Mayor la población disfrutaba con la tortura y los ajusticiamientos a garrote vil (la más española forma de matar), a horca o a degüello (cada especialidad se llevaba a cabo en una esquina de la plaza), que eran el reality show de la muerte.

El suelo de la Plaza Mayor está empedrado y sobre él se sientan y solazan los turistas que no quieren dejarse los cuartos en las terrazas, que son caras. En 2017, el artista urbano Spy, con motivo de los actos del cuarto centenario de este sitio, recubrió buena parte del suelo de la plaza de césped, ocultando debajo los adoquines, al revés de lo que decían los sesentayochistas que hacía la playa en París. Parecía una tontería, pero el cambio que se dio en el espacio fue muy notorio y los ciudadanos y los visitantes parecían vivir un día campestre en Plaza Mayor, algo surreal y algo marciano, y los niveles cotidianos de estrés se reducían mientras la gente se tumbaba a mirar el cielo rectangular encuadrado en los edificios centenarios. Todo era mejor, como si el ser humano tuviera una inconsciente nostalgia del verde. Otro día un helicóptero sobrevoló la plaza y bombardeó con poemas a los transeúntes. Uno era mío.

Muchas plazas de Madrid son muy duras, les han quitado los bancos para que la gente no haga botellón y para que no duerman los que no tienen donde dormir, no hay árboles ni sombra ni fuentes donde beber agua, y están recubiertas las plazas de cemento para colocar encima mercadillos o promociones comerciales de grandes empresas que se empeñan en vendernos sus cosas, que siempre son alucinantes.

Cuando anochece, los soportales de la Plaza Mayor, en los que los domingos se colocan los vendedores de sellos, monedas y otras cosas intercambiables y coleccionables, se llenan de cajas de cartón y mantas sucias, el ajetreo con que los sintecho van montando sus precarias habitaciones en las que pasarán la noche, ya haga frío siberiano o una ola de calor. Pasan los años y pasan los años, y siguen ahí los homeless, en un lugar central de la capital, sin que nadie les rescate del naufragio vital.

Hoy, según llego, sucede en la plaza un evento mucho más hermoso: canta el Coro Nacional de España, y canta un repertorio de música coral rusa de principios del XX, pero lo más bonito es verlos a todos pasar la hoja de la partitura casi al tiempo, con un retardo quizás infinitesimal, generando el mismo efecto que la espuma de las olas que lamen las orillas de las playas de Cádiz. En el cielo hay un atardecer renacentista, en el suelo hay quien se abre una chinobirra, los pintores callejeros hacen esgrima de colores sobre sus lienzos.

Al que nadie hace caso es al jefe de todo esto: Felipe III, fundador y anfitrión de la plaza, montado en su estatua ecuestre, convidado de piedra, o de bronce. Esta es mi historia favorita de la Plaza Mayor y probablemente de todo Madrid: cuentan que la boca de este caballo metálico estaba abierta, que los gorriones se metían por ahí y, una vez dentro, revoloteando en la oscuridad, no lograban salir nunca, qué oscura angustia. Tengo pesadillas con estos pajarillos aleteando en la tiniebla, buscando la forma de escapar una y mil veces, muriendo, al fin, de hambre dentro de la panza del animal metálico. Cuando unos republicanos pusieron una bomba en esta estatua, en 1931, se abrió el vientre del caballo y aparecieron cientos de huesos de gorrión, fruto de siglos. Ahora el estático corcel tiene la boca cerrada.