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Conejos, dadaístas y Melendi
Los dadaístas, amigos del absurdo, hijos de las atrocidades de la Primera Guerra Mundial, seguidores de Tristan Tzara y Hugo Ball en el Cabaret Voltaire de Zurich, fueron de los primeros artistas que vieron en el caminar una forma de arte, o algo así. El 14 de abril de 1921, una tarde de aguacero, Dada convoca una visita a la iglesia parisina de Saint-Julien-le-Pauvre con la que pretende inaugurar la Grande Saison Dada que incluirá óperas, congresos, conmemoraciones y otros actos. Este es el primer evento dadaísta al aire libre, fuera de salones y cabarets, y, si bien desde principios de siglo el arte trataba de representar el movimiento (por ejemplo, los futuristas), aquí no se trata de representarlo sino de encarnarlo físicamente. De salir de paseo, vaya.
En la octavilla de la convocatoria se puede leer: «Los dadaístas, de paso por París, queriendo subsanar la incompetencia de las guías y de los presuntos ciceroni, han decidido emprender una serie de visitas a ciertos lugares elegidos, en especial a aquellos que realmente no poseen ninguna razón de existir». La iglesia en cuestión, medieval, situada en el Barrio Latino, estaba abandonada, no era demasiado monumental ni demasiado conocida por nada en especial y estaba rodeada de terrenos baldíos (aunque las guías turísticas actuales dicen que está a la sombra del árbol más antiguo de la ciudad). Aun estando París llena de lugares significativos que visitar, los dadaístas optaron por la exploración de lo banal. Sería la primera y última visita de esta índole que harían los dadaístas, pero esta acción será el punto de partida para otras posteriores como las deambulaciones surrealistas o las derivas situacionistas.
Los dadaístas resaltan en su paseo la banalidad de los espacios urbanos y elevan el espacio y el tránsito por él a la categoría de arte, a modo de ready made duchampiano. En una foto de la visita se puede ver a los dadaístas posando en el jardín de la iglesia con sus abrigos, sus sombreros, sus bastones y sus monóculos: ahí están André Breton, Tristan Tzara, Paul Éluard o Louis Aragon. No hacen nada en particular: estar allí, haber ido caminando hasta allí sin ningún motivo aparente, ese es el hecho a reseñar. Yo también viajo a una iglesia, la de Santa Ana, una iglesia singular, al contrario que la de Saint-Julien-le-Pauvre, pero tampoco demasiado conocida por el público. Sin ningún otro motivo en particular que caminar hasta allí. Una parroquia, en el distrito de Moratalaz, levantada por un arquitecto con nombre, Miguel Fisac, en honor a su hija muerta.
«Será feo, pero tiene un piso en Moratalaz.» Esto lo decía una señora de un señor en la publicidad que se hacía del flamante distrito en los años sesenta. La inmobiliaria Urbis levantó en aquellos años, sacando pecho empresarial, lo que se pretendía que fuese una «ciudad dentro de la ciudad» y que es una muestra de los salvajes desarrollos ladrillescos que tuvieron lugar en aquellos años por toda la periferia madrileña. «Moratalaz satisface a todos», decía otro de sus lemas.
Moratalaz, al otro lado del Amazonas metálico que es la M30 según se sale de Retiro, vive constreñido entre cuatro carreteras de las gordas. La dificultad de acceso, ahora mejorada, fue uno de los múltiples problemas (como entonces y ahora es habitual en este tipo de proyectos urbanísticos) que primero se encontraron los vecinos y que llenaron portadas de periódicos: había pocos y se formaban buenos atascos. En ocasiones se tardaba hora y media en entrar en el inexpugnable Moratalaz.
Yo también he tenido mis problemas: cruzando el puente que sigue a la avenida del Mediterráneo (la carretera de Valencia) por la acera del flanco izquierdo llego a un lugar en que la acera termina y empieza el descampado. Me inserto en él por un caminito con la esperanza de encontrar una salida a pie, pero me veo encerrado en una de esas convoluciones que hacen las carreteras para conectarse unas con otras, sin escapatoria, dentro de un rizo de maleza donde abundan los conejos allí donde mire, saltando como centellas entre los arbustos. Conejos salvajes en la M30, la naturaleza silvestre que se infiltra en los intersticios que le deja el hormigón urbano.
Viven muchos animales entre nosotros sin que los percibamos. En Madrid viven los conejos, las ardillas y los vencejos, y la Unidad de Medio Ambiente de la Policía Municipal ha encontrado animales prodigiosos como dragones barbudos, murciélagos, cerdos vietnamitas, serpientes de varias especies o jabalíes correteando por la M30. Sin ir tan lejos, en nuestros hogares vive escondida, con nocturnidad y alevosía (usted les paga el alquiler), gran variedad de cucarachas, arañas, pececillos de plata, mohos (yo una vez me topé con una lagartija inmóvil, disimulando, en mi salón) y, sin ir tan lejos, otra vez, hay unos ácaros horrorosos en los poros de nuestra propia cara, como arañas mutantes microscópicas, que salen cada noche, mientras dormimos, y hacen el amor sobre nuestro rostro. Se llaman Demodex follicullorum: cuando supe de su existencia en una exposición del Museo Nacional del Ciencias Naturales pasé varias noches sin dormir, atento a sus ominosas patitas microscópicas sobre mi piel dormida.
Yo, entre la fauna y la flora del rizo de la autopista, camino de Moratalaz, sigo sin encontrar modo de escape y empiezo a sentir miedo porque ese terreno reseco en el que veo algunas sillas plegables abandonadas y algunas bolsas de plástico (¿es que vive alguien aquí?, ¿saldrá a matarme algún ser atávico con una máscara macabra?) me empieza a resultar terrorífico, como la Carcosa de la serie True Detective.
Así que, después de dar una vuelta de reconocimiento entre las ramas de los árboles y sobre la hierba reseca, me veo obligado a ser precavido, volver sobre mis pasos y cruzar el puente por la acera de la derecha, que sí tiene salida. Un chaval que espera el autobús y que es consciente de mi maniobra («¿Adónde irá este?, si no hay salida…», parecía preguntarse) me mira como si yo fuera un pringao, un turista despistado que se ha aventurado absurdamente a explorar distritos desconocidos, y da en el clavo. Decido caminar ante él con aplomo, mirando al frente, como si viniese de meterme un pico de heroína o de hacer de vientre en tierras ignotas. Como si fuera un dadaísta con bastón y monóculo.
El skyline de Moratalaz se recorta al crepúsculo contra el cielo del este como una gran aglomeración de torres residenciales. La novedad es que no son del habitual ladrillo visto, aleluya, sino que toman colores ocres, blanquecinos, verdosos. Eso ahora. Hace 9.500 años ya vivía gente en Moratalaz, según se ha descubierto en el yacimiento epipaleolítico del parque Darwin. Se han hallado allí instrumentos hechos de piedra o huesos de animales (de liebres y conejos, precisamente), hogares donde hacer el fuego, etcétera, cosas que no construyó una gran inmobiliaria como Urbis, sino personas de hace mucho tiempo con sus propias manos.
Luego Moratalaz fue una dehesa donde pastaban los toros de lidia entre las huertas y los pozos, un campo de maniobras militares de artillería, un lugar de paso de personas, de animales, de multitud de arroyos (como el Abroñigal) y del tren de Arganda, del que se decía que «pita más que anda» (se conservan fragmentos de la vía en algunos parques). Su primera colonia fue la del Hogar del Ferroviario, cincuenta casitas bajas con jardín para los trabajadores del sector. Así hasta que llegó Urbis y montó su Sin City particular.
Ahora Moratalaz es un distrito residencial y tranquilo, con una población algo envejecida y menguante (el envejecimiento y la despoblación son, tal vez, sus mayores problemas, y eso que en otra época se le llamó «el barrio del chupete», por su alta natalidad). Los que aquí se asentaron fueron trabajadores que accedieron a la clase media y fueron grandes beneficiarios del Estado del Bienestar, tal vez por eso estos barrios fueron durante los años ochenta un caladero sin igual de voto socialista (ahora se vota más popular y podemita). Alfonso Guerra se fijaba en este distrito para hacer sus predicciones electorales. El rapero El Coleta, muy influido por la estética y la ética de los quinquis de los ochenta, narra en sus canciones un Moratalaz macarra y delincuencial, aunque según se ve, al menos en la actualidad, las cosas no son como las cuenta: los chavales moratalazeños que quieren parecer malvados se ve que van de pastel.
Además de El Coleta otros músicos notables han pacido, que no nacido, en Moratalaz. Es el caso del inefable Melendi, que dejó Asturias con sus rastas para surfear su éxito y recaló en estas calles. «Su gente es de verdad, sus aceras son sinceras. Así es Moratalá», cantaba el ovetense. O Alejandro Sanz, que vivió en la calle Doctor García Tapia desde los doce a los veinticinco años y formó su primera banda de heavy metal de maravilloso nombre: Jinete Inmortal. Ojalá Sanz entre en razón y vuelva a ondear la mano cornuda. De hecho, aun no contando entre los distritos más carismáticos de la capital, toda la gente que he conocido procedente de este barrio enseguida han explicitado su origen con notable orgullo.
Moratalaz fue protagonista de uno de los episodios más sonados de las luchas vecinales de antaño. En septiembre de 1976, cien mil personas se manifestaron por el camino de Vinateros para hacer diferentes reivindicaciones, pero sobre todo para protestar por el llamado «fraude del pan». Por eso la manifestación tenía un aspecto tan particular: muchos de los manifestantes blandían barras de pan contra el cielo como si fueran espadas, otros habían pinchado los panes en un palo y los agitaban al viento. Curiosa comitiva. El problema era la carestía de la vida y otras reivindicaciones vecinales, y se cantaron eslóganes clarividentes como «Menos fútbol, más escuelas», «Abajo los precios, arriba los salarios» o «El pueblo grita: escuela gratuita». Pero ¿qué pasaba con el pan? «Hace más de un año que las asociaciones de vecinos denunciamos fraudes de peso, calidad y precio perpetrados por la Agrupación de Fabricantes», dijo entonces el vicepresidente de la Asociación de Vecinos de Moratalaz.
Resulta que las barras de pan industrial que se vendían en los barrios pesaban menos de lo estipulado, y se vendían al mismo precio, lo que supuso una estafa de varios miles de millones de las antiguas pesetas. En aquella época, en los barrios desfavorecidos, el pan era un alimento aún más esencial que en la actualidad. Algunas asociaciones de vecinos comenzaron a vender el pan en sus locales al precio justo y, finalmente, se arregló el conflicto cuando la Audiencia Nacional condenó a los autores del fraude. Hoy en día las guerras del pan continúan: los panaderos artesanos acusan a las grandes franquicias de panadería, que van apareciendo aquí y allá en las calles acabando con la panadería tradicional, de no vender pan de masa madre sino pan procesado de baja calidad.
Callejeo por las calles del distrito, pero, sobre todo, por sus «espacios interbloques». El modelo urbanístico aquí utilizado fue el de bloque abierto, es decir, bloques de viviendas separados entre sí sin formar calles al uso, lo que se piensa que es más agradable para la vida pero que crea un tejido urbano débil y algo aburrido. El mantenimiento de este laberinto endiablado es complicado, así que donde debería haber múltiples espacios de césped verde y reluciente lo que hay es polvo marrón y hierbajos amarillentos. Eso sí, esos espacios interbloques (en uno me embriagan los efluvios de la marihuana, ¿será Melendi?) están muy bien para colocar agradables terrazas donde veo a vecinos de todas las edades compartir mesa en grupos numerosos, como si todos se conocieran, como si aquí todavía hubiera algo de pueblo.
Entre tanto bloque doy con el edificio singular: la iglesia de Santa Ana y la Esperanza, obra del también muy singular Miguel Fisac. Este arquitecto, moderno y exmiembro del Opus Dei, autor a la sazón del célebre edificio de La Pagoda, derribado a finales del siglo XX, tomó aquí por primera vez en cuenta las exigencias litúrgicas del Concilio Vaticano II: había que hacer una misa más amigable, cercana y popular, sin curas de espaldas murmurando en latín. La iglesia de Fisac, de puro hormigón, se dispone en corro alrededor del altar y en el presbiterio se ven tres oquedades orgánicas y algo marcianas que le dan ese halo extraño que tienen todos sus edificios.
Otro edificio de arquitecto con nombre es El Ruedo, de Francisco Javier Sáenz de Oiza, donde Moratalaz se pone a la verita de la M30, una mole de planta curvada y ventanucos muy pequeños para conjurar el ruido infernal de la circunvalación: una muralla para protegerse de la violencia del tráfico, en cuyas viviendas el baño y la cocina hacen de parapeto en el flanco exterior y el salón y los dormitorios se abren al enorme espacio central.
Se construyó entre 1986 y 1990 para acoger a familias chabolistas procedentes del Pozo del Huevo, en Vallecas. En YouTube se puede ver un vídeo curioso en el que el famoso arquitecto visita las viviendas para conocer a las familias alojadas y las familias alojadas le montan un pollo argumentando que aquello no son viviendas ni son nada, que ni siquiera cabe una cama matrimonial como Dios manda o que no se puede cocinar y tener abierta la ventana al mismo tiempo. Se ve que Sáenz de Oiza, encorbatado y serio ante la queja popular, lo pasa mal, que le sacan los colores, y trata de defenderse diciendo «Os dan algo y ponéis pegas», «Deja la casa, hazte arquitecto y a ver si la haces mejor» y otras reacciones no demasiado convincentes.
Resulta ciertamente curioso presenciar esa confrontación tan poco habitual entre el arquitecto que diseña la vivienda y el usuario que la habita (muchas veces la arquitectura es un crimen que queda impune y que tenemos que sufrir ocular o habitacionalmente sin derecho a protesta), sobre todo perteneciendo ambos a clases sociales tan diferenciadas: de alguna forma se ve al arquitecto estrella, autor de las célebres y modernísimas Torres Blancas, casi indefenso ante la elocuencia barrial de un gitano pobre que viene de una chabola.
El Ruedo se ha considerado un gueto problemático y al pasear por allí se ve cierta dejadez en sus portales con puertas rotas, buzones destartalados y algunas pintadas. Hay grupos de jóvenes en algunas esquinas que al visitante, tal vez sugestionado por el lugar, le resultan amenazantes. Pero es más el prejuicio, el racismo y la aporofobia que la criminalidad real, que no destaca en la ciudad. Si por fuera El Ruedo es amenazador, horrendo, carcelario, cerrado sobre sí mismo en forma de espiral, cuando uno penetra en su curvatura, bajo la atenta mirada de los vecinos por allí apostados, descubre que sus fachadas interiores están plagadas de alegría y de color y de ropa que se seca al sol. Igual habría que mirar también por dentro a sus habitantes, en busca de la policromía festiva.