13
Donde viven los dragones
Cuando el forastero deja los barrios de Usera para adentrarse en los territorios de Villaverde da la impresión de que atraviesa esa alambicada nada que rodea las grandes ciudades, esos terrenos donde la ciudad se desteje para volverse a tejer más tarde, donde la realidad urbana se disuelve y aparecen acertijos de autopistas, desguaces, naves industriales, descampados cubiertos de hierbajos dorados quemados por el sol. ¿Es esto ciudad o no es ciudad? Esto no es campo, esto no es bosque, esto no es estepa siberiana, esto no se sabe lo que es: es intersticio y abandono. Son lugares donde los antiguos cartógrafos hubieran colocado esta inscripción: «Aquí viven los dragones». Hic sunt dracones.
Una gran señal en el arcén dice «Villaverde», lugar de nombre ajardinado pero de naturaleza arcillosa, que está al sur del sur de los madriles. Más abajo ya solo se encuentra otra terra incognita, otro misterio, otros animales mitológicos. Es decir: las tierras de Getafe. Villaverde también era un pueblo diferente que, en 1954, fue absorbido por el monstruo capitalino: antes había aquí mucha industria, mucha fábrica, mucha chimenea, el motor que hacía rodar la rueda de la economía fordista, la vida antes de este fluido precario y digital. Aquí se fabricaba acero, y cerámicas, y radios, y vehículos, y estaba, por ejemplo, la empresa Boetticher que fabricaba ascensores cuando iba a toda leche el ascensor social, y que ahora ha dejado una N@ve cubierta de colores.
Por Villaverde se tendió una de las primeras líneas de ferrocarril de España, durante el reinado de Isabel II, a partir de la Ley General de Ferrocarriles de 1855, que establecía la creación de una red radial de trenes que partía de la capital. Era la línea Madrid-Aranjuez, y la vía férrea transformó el barrio, atrayendo a la citada industria. También trajo una tragedia, el accidente que sucedió en 1921 en la estación, cuando el expreso de Andalucía chocó frontalmente con un tren correo procedente de Toledo. Sucedió que el maquinista del tren de Toledo no respetó un semáforo en rojo y cruzó la vía que iba a Andalucía justo cuando llegaba el expreso, provocando una colisión muy violenta que causó trece muertos y nueve heridos.
Otro importante hecho ferroviario (un accidente también trágico para algunos, supongo) fue la llegada, en 1948, del entonces príncipe de Asturias, Juan Carlos, luego rey campechano, que arribó con solo diez años a la estación de Villaverde a bordo del expreso Lusitania procedente del real exilio lisboeta, por orden de Franco, que le iba a tomar bajo su ala como sucesor. Era la primera vez que pisaba el suelo de su futuro reino. Las autoridades franquistas quisieron que su llegada no levantase demasiado revuelo. Luego le llevaron al Cerro de los Ángeles, el centro geográfico de España, para que se encomendase al Sagrado Corazón.
A partir de 1946 se ordenó, dentro del Plan Bidagor, que los espacios aledaños a las estaciones de ferrocarril de Villaverde se dedicasen a la industria metalúrgica, electromecánica o de transporte: los trenes podrían traer y llevar elementos muy pesados y voluminosos. Su icono era la torre de ladrillo rojo de Cerámicas Norah, que todavía se yergue en el barrio de San Cristóbal, okupada por las cigüeñas. Aquí la gente vino a vivir y a trabajar y Villaverde creció alrededor de esas industrias, los currantes con vistas a las fábricas: dicen que seis veces al día el cielo se teñía del rojo de los gases industriales, la factoría era la vida y un trozo de muerte al mismo tiempo.
A muchos se les acomodó en lugares como la Colonia Experimental, de 1956, donde lo experimental no se relaciona con lo performático-contemporáneo sino con este barrio donde probaron diferentes tipos de edificación en un experimento que, según hemos visto, acabó mal. Ahora los vecinos se quejan de que infraviven en sus infraviviendas, rodeados de tierra y charcos y desconchados y grietas y coches aparcados donde no deberían estar. Ya casi no hay fábricas en España porque las mandamos al Lejano Oriente, por donde ahora, además del sol, salen la mayoría de las cosas que utilizamos. Así que en Villaverde dejó de haber muchos obreros para haber muchos parados.
Por ejemplo, el barrio de San Cristóbal de Los Ángeles es conocido por sus altas tasas de desempleo. En otras épocas los vecinos tuvieron que lidiar con aquella lacra ochentera de la droga saliendo con pancartas a la calle. Una de las industrias que quedan es la planta de la Peugeot-Citroën, que emplea a más de dos mil trabajadores: en ella se fabricaba el famoso coche Simca 1000, en el que, según aquella canción de Los Inhumanos, es muy difícil hacer el amor.
Cerca hay un chino austero, normal, pero muy rico: el restaurante Sol, donde los chinos cocinan y comemos los gitanos y los payos, los latinos y los villaverdinos de varias generaciones, y sirve un chaval encantador y muy profesional, con perfecta dicción española, que parece querer llevar el negocio a nuevas cotas. Le pregunté cómo se hace la salsa con la que se aliña la ensalada china.
—Pues lleva vinagre, normal, de vino, un poco de azúcar y esa sustancia que se utiliza para dar sabor… ay, ¿cómo se llama?
—Te refieres al glutamato monosódico.
—¡Eso!
Me gustó que el chaval me diera la receta sin ningún reparo y me sorprendió que citara el glutamato monosódico, también conocido como Ajinomoto, una sustancia que yo siempre tengo en casa y de la que soy defensor en su justa medida, pero que es muy perseguida por ahí. Yo creo que a primera vista el glutamato no gusta por ese nombre tan químico que tiene (aunque no hay nada en el mundo que no sea química) o porque lo usan los extranjeros, qué sé yo. Se ha dicho hasta que produce el llamado Síndrome del Restaurante Chino (el mareo, la modorra, incluso las náuseas) o que es neurotóxico. Sin embargo, bien utilizado el glutamato puede provocar las mejores sensaciones gastronómicas. El menú diario de este restaurante, de deliciosa comida china occidentalizada y glutamatizada, tiene uno de los precios más competitivos que conozco: 6,50 euros. Entró un niño despeinado, se acercó a la barra y pidió un pan chino. Y se lo dieron.
No muy lejos del restaurante Sol, cruzando la calle Villalonso, está la Biblioteca María Moliner. Me gustan mucho las bibliotecas públicas, las bibliotecas de los barrios, donde van los que no tienen libros, o dinero para comprarlos, los que tienen hambre, también de conocimiento. En la biblioteca de Villaverde, como en otras, en un enorme edificio rectangular sin ornamento ni delito, de techos altísimos y amplios espacios que podría haber sido un pabellón de alguna exposición universal, los bibliotecarios preparan selecciones de libros y películas sobre los temas del momento, como por ejemplo la mujer en la literatura o libros y política. Hoy tienen ahí expuesta, por ejemplo, la película Pauline en la playa, de Eric Rohmer, cuya delicadeza de la Nouvelle Vague contrasta con el barrial y populachero Villaverde que he dejado puertas afuera.
En los anaqueles encuentro libros sobre el barrio de Villaverde, rebosantes de valiosa información que luego utilizo, en un bucle metaliterario, para redactar este mismo texto. En las bibliotecas de Madrid, en un silencio que aniquila la ansiedad cotidiana, hay niños y estudiantes, gente que va a consultar internet, lectores irredentos, algunas personas sin techo cuyo hogar es la literatura, como aquel homeless de mi Oviedo natal que se pasaba el día leyendo a Kant, bien calentito en los días de invierno. Borrachín de noche, filósofo de día, como tantos otros. Y me gustan los bibliotecarios, industriosos guardianes del conocimiento colectivo. Las bibliotecas públicas son como un hogar donde se siente uno protegido y a salvo, estén en el barrio que estén, aunque sea tu primera visita, sobre todo si te has dejado el insidioso smartphone en casa.
Detrás de la biblioteca entro en las llamadas Torres de Villaverde, donde todo está algo destartalado, sucio y lleno de pintadas, son bloques de realojo para gente pobre: antes en este lugar había un conglomerado de casas bajas llamado la Colonia de los Toreros. Los vecinos se quejan del abandono y del estigma social. Tienen fama de ser el hogar de prestigiosos aluniceros, esos que estampan el coche en los escaparates del barrio de Salamanca y se llevan todo lo bueno.
Hay policías que llaman a este sitio El Corte Inglés, por la frecuente venta de artículos robados. El desempleo castiga con dureza. Alrededor de los edificios se ve algún grupo de hombres con gorras y anoraks fumando hierba y hablando en círculo. En la tienda de alimentación regentada por comerciantes chinos, cerca de la sede de la Asociación de Alcohólicos Rehabilitados de Villaverde, a la que entro a comprar pipas, me encuentro con una pandilla de chavales asilvestrados que compran bollería industrial. Tendrán unos doce o trece años, aunque, igual que de niño me costaba estimar la edad de los mayores (no sabía si uno de ellos tenía cuarenta o cincuenta años), ahora me cuesta estimar la de los niños.
—Nos han expulsado del colegio —me dice un macarrilla con los dientes mellados—, a este tres semanas y a mí un mes.
—Pero ¿qué habéis hecho?
—Eso no te lo puedo contar. —Se ríe.
Luego me hablan de conciertos de trap y reguetón («Vino uno de San Cristóbal a tirar huevos a Omar Montes») y me enseñan en sus teléfonos, muy divertidos, vídeos de chavales transexuales muy guapos, chicas que en realidad son chicos, y también se ríen mucho. Ahí se quedan, con sus tupés a lo Cristiano Ronaldo y sus chándales baratos, pasando la tarde entre insultillos y peleíllas. Al final los niños son niños en todas partes. Y no sé si para estos críos la expulsión temporal del cole es un castigo o un paraíso.
Una vez visité Villaverde un domingo, por donde el parque de Plata y Castañar, y se me hizo patente cómo en el centro de Madrid se han disuelto los domingos, cómo la furia cotidiana lo ha absorbido todo y ha creado un continuo temporal que se extiende sin forma propia en laborables y festivos. Liberaron los horarios y esclavizaron a la gente en un tiempo longaniza, un tiempo churrigueresco que, con las eternas luces de neón y los supermercados abiertos las veinticuatro horas, amenaza también con anular los efectos de la rotación de la Tierra.
En los barrios los domingos también son un descampado: un descampado en el tiempo, o un parque, o un jardín, según viva cada uno su domingo, según decore la República Independiente de su Tiempo. Todo duerme, los comercios están cerrados, cuesta encontrar un lugar donde pillar avituallamiento, y la gente pasea lentamente, hablando suave, y algunas parejas furtivas se tocan en sitios prohibidos, en bancos públicos apartados. Fluye el amor dominical.
Pero tiene que haber alegría en Villaverde, donde hay un centro comercial que se llama L.A., como Los Ángeles, y yo siempre quise ir a L.A., como cantaban Loquillo y Los Trogloditas, y pasear por esas calles tristonas de ladrillo visto, tiene que haber futuro en las tristes prostitutas de la Colonia Marconi, tiene que haber esperanza en los toldos verde botella, en esas chavalas bolleras que vi dándose el lote en un portal, tiene que haber alegría, en definitiva, en los perros más simpáticos, en los patos que comen el pan que flota en el río Manzanares ya menguado cuando deja la ciudad, en la Casa San Cristóbal que está llena de libros, en el puente pintado de colores, en el olor a pollo frito que emana grasiento y delicioso de todos los kebab house de este distrito que dicen deprimido: tiene que haber esa alegría en Villaverde.