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Bajo la luna de sangre


Francisco de Quevedo llamó al Manzanares «aprendiz de río». El Manzanares nace en la sierra de Guadarrama, en el Ventisquero de la Condesa, y luego va a dar al Jarama, que luego va a dar al Tajo. Quién diría, desde Madrid, una tarde de paseo cualquiera, que si siguiésemos su curso iríamos a dar al océano Atlántico, en la desembocadura de Lisboa, donde la torre de Belém y su rinoceronte. El Manzanares, que es casi Portugal y que podría conducir hasta el Caribe, según se mire, es un río pequeño y modesto al que la ciudad nunca le ha hecho demasiado caso, por eso Quevedo y otros autores se han burlado de él con frecuencia.

Ahora tiene cierto carisma doméstico, porque ya no vive enjaulado entre los ruidosos y humeantes carriles de la M30, sino que le pusieron alrededor el parque Madrid Río, donde se solazan los vecinos, y sus niños, y sus perros. En otros tiempos las lavanderas, un grupo de mujeres marginado de la sociedad, bajaba a la orilla a lavar las ropas de la urbe y formaban campamentos de telas blancas al viento que fueron ampliamente retratados por fotógrafos y artistas. Ahora ya no hay lavanderas, ahora hay lavadoras: la tecnología lleva mucho tiempo destruyendo formas de vida y puestos de trabajo.

Hace poco dejaron de embalsar las aguas del Manzanares, cosa que se hacía para darle cierto empaque, para que su caudal fuera abundante y mostrase una sólida y plácida superficie de agua, para que se pareciese un poco más al poderío del Támesis o el Sena. Pero esto no es Londres o París, y aquel Manzanares rebosante de agua no era más que un simulacro, un bótox, una cirugía estética: si se abren las compuertas que sujetan el agua el Manzanares vuelve a ser pequeñito y de andar por casa.

Eso sí: ahora la naturaleza ha vuelto a desplegarse por el río aportándole dignidad, y se han formado islas, y ha regresado el verde asilvestrado y también numerosas especies animales y vegetales: las garzas, las gaviotas, las abubillas, los ánades, los gansos y hasta los galápagos, igual que antes habían regresado las personas. A pesar de todo, hay gente que se queja —porque siempre hay gente que se queja— y prefería la estética a la ética medioambiental. Y porque querían remar por el río.

La noche del eclipse de luna crucé el Manzanares para llegar a esa parte de Madrid que es un laberinto de edificios obreros de ladrillo visto y toldos verde botella, el Madrid del sur, el Madrid que vive al otro lado del río. ¿Por qué habrá tantos toldos verde botella en el sur de Madrid? Para llegar al río hay que bajar el gran plano inclinado del distrito de Arganzuela y, cuando uno llega abajo, si se gira, puede admirar una de las vistas más populares de la capital, esa que es como una enorme muralla de tierra sobre la que se encaraman el Palacio Real y la catedral de la Almudena, esa que tantos pintores pintaron bajo cielos barrocos, la que veían los viajeros antiguos cuando venían a la ciudad desde el sur montados en un carro tirado por mulas.

La noche del eclipse de luna bajé al río para llegar a Usera. Usera, tan lejos, tan cerca: basta cruzar un puente para llegar, pero aquí la esperanza de vida es varios años más baja que en los distritos del centro. La esperanza de cada día ya la pone el nuevo centro comercial Plaza Río 2, con su tienda de Armani y su restaurante de rodicio brasileño, su gran panoplia de franquicias de restauración recauchutada y los pasillos tan brillantes y lujosos que dan ganas de pasar la lengua por el suelo durante todo el horario de apertura. De noche el edificio enciende tantas pantallas y tantas luces que parece Times Square, no sé qué pensarán las garzas y los ánades del río, quizás que están en el Studio 54 de los patos.

Es curioso: nada más salir del complejo comercial, en la calle Antonio López, se encuentran algunos de los mejores menús del día de España en bares tradicionales, negocios de los de toda la vida frecuentados por los vecinos, y un local célebre por estar regentado por un ciudadano chino que es facha y añora a Franco. Sale mucho en los periódicos, como una curiosidad nacionalcatólica llegada del Lejano Oriente, la reacción con soja.

Encuentro en esa calle, a la salida del centro comercial, un puesto donde varias personas tratan de captar afiliados para el Partido Popular en uno de esos distritos obreros donde lo tienen más crudo. Una de esas personas es un tipo de peinado estrafalario, sexualmente ambiguo y con un abrigo grande y avejentado de cuadros negros y violetas. Parece más bien sacado de un concierto de The Cure en los ochenta que de un puesto del Partido Popular en Usera. Pero es que los tiempos están cambiando y lo moderno es ser de derechas.

Cuando vengo a Usera me acuerdo de Dako, el perdiguero-bodeguero-andaluz que me enseñó a ver a los perretes de otra manera. Vinimos a vivir unas semanas a esas casitas encantadoras de la Colonia Moscardó para cuidar de Dako, porque su legítima humana se había tenido que ir fuera de la ciudad a hacer unas gestiones. A pesar de estar en un barrio obrero, la Colonia Moscardó está constituida por casas que podrían ser casitas de campo o de pueblo, con su patio y su piso de arriba abuhardillado. Y yo sacaba a pasear a Dako, pero tal era su fuerza, tan heroico y praxiteliano era el perro, el Rey del Barrio, que en realidad él me sacaba a pasear a mí mientras yo le susurraba endecasílabos y hacía mis necesidades.

Al acercarme a su antigua casa volví a ver a los ancianos que en aquel murete tomaban el fresco cada tarde y a cuyos perros blandengues Dako siempre intimidaba, y también volví a ver las decadentes columnas prerrafaelitas de la plaza, por las que trepa la enredadera, allí donde se emborrachan los desempleados.

En la entrada de la estación del metro de Usera un marroquí ha tendido al viento diferentes prendas a la venta: pantalones vaqueros, chaquetillas de chándal, camisetas deportivas, todo a muy buen precio. Me encuentro por allí a dos conocidos que forman parte de esa nueva emigración inversa, la de profesionales liberales, jóvenes adultos, recientes padres, que van del centro a la periferia.

—Dejamos nuestro piso en el centro por la subida de la renta y nos vinimos a Usera —me dicen—. Y mira, ni tan mal. Ahora mismo los niños están en el cole y nosotros hacemos un reconocimiento rutinario del barrio. Todo bien.

—Yo estoy de paseo.

Dako me enseñó a admirar a los perros y a romperme la crisma contra el enigma cósmico que representan. Todos los misterios del mundo están dentro de los ojos de los perros: nosotros mismos somos ante la existencia como perretes ante una ecuación diferencial de segundo grado. Ahora, cuando estoy triste, bajo al parque del Casino de la Reina, en Lavapiés, a observarlos como un pervertido. Pero Dako ya no vive en Usera: cuando regresó su legítima humana se mudaron a Canarias, y Dako cruzó en barco la mar marinera; vimos las fotos. La noche que nos despedimos Dako se quedó muy callado debajo de la mesa de la terraza mirándonos raro, como si de alguna manera supiera lo que estaba pasando: le dimos una última galletita con forma de hueso, cayó una tormenta melodramática de la que él se refugió bajo la mesa del patio y en el taxi de vuelta nos costó disimular el temblor de nuestra voz, de la tristeza.

Usera sigue en su sitio, o no tanto.

—En realidad, Usera no existe —me explica un vecino con el que entablo conversación—, no existe en el imaginario local, porque es un conglomerado de barrios creado administrativamente, así que la gente no se siente de Usera. Se siente, más bien, de San Fermín, de Zofío, de Orcasitas, etcétera.

Así son los sentimientos barriales, aunque lo cierto es que ni siquiera geográficamente tiene unidad este distrito, cada barrio de Usera se arrejunta a los otros más como un racimo de uvas que como una pequeña ciudad.

En Orcasitas, caminando más al sur, encontraron los trabajadores de una cantera en la avenida de Andalucía, en 1959, un elefante, el llamado elefante de Orcasitas, que había vivido aquí en el Pleistoceno Medio y que no se sabe de dónde se sentía; ahora vive en el Museo de San Isidro, en el centro, donde se cuenta parte de la historia de la ciudad. Cientos de miles de años más tarde, a mediados del siglo XX, llegaron a vivir los trabajadores del sur de España, manchegos, andaluces y extremeños atraídos por la incipiente industria, y montaron aquí sus chabolas, en lo que era mayoritariamente propiedad de un señor que se llamaba Pedro Orcasitas: las precarias viviendas las construían por la noche, con la solidaridad del vecindario, para que las autoridades no abortaran la misión; una vez levantadas las cuatro paredes ya no podían echarles.

El problema de la vivienda es viejo en Madrid. En Orcasitas la gente moría porque las ambulancias no llegaban a su destino, encalladas en el ubicuo barrizal. Había quien, viendo la oportunidad de negocio, alquilaba botas de goma para que los vecinos pudiesen ir de casa a la parada del autobús sin mancharse los zapatos de barro. Un potente movimiento vecinal, comandado en este barrio por el histórico activista Félix López Rey, consiguió que les construyeran un barrio como Dios manda, con asfalto, con agua y con luz, para dejar de vivir en el medievo. Antes tenían que ir a ducharse a los baños públicos de la Glorieta de Embajadores, a un buen trecho, ya en el centro. Consiguieron, además, que el barrio se diseñara de forma participativa, y eso fue hace décadas, aunque lo participativo nos parezca ahora la última modernidad.

Eso se ve al llegar a Orcasitas. Desde lejos, cuando uno se aproxima al barrio por el parque de Pradolongo, los bloques grises del barrio en la lejanía semejan las construcciones de Pyonyang, en Corea del Norte, que vemos por la tele: edificios sobrios, altos y grises donde se amontonan las vidas de los vecinos. Antes de llegar hay que cruzar la avenida de los Poblados, que discurre por Usera, Latina y Carabanchel: la idea inicial es que fuera una circunvalación que uniese los poblados de absorción que se iban creando, la nueva periferia madrileña, pero al final se quedó en lo que se quedó.

Al introducirse en la trama de Orcasitas se ve la presencia de las luchas vecinales reflejada en plazas que tienen estos nombres: Asambleas, Solidaridad, Promesas, Memoria Vinculante o Movimiento Ciudadano. En 1977 el Tribunal Supremo reconoció que los vecinos que vivían allí (llevaban quince años) podían permanecer en un espacio en el que se pensaba construir viviendas para vender a mayor precio. Orcasitas fue conocido en su momento porque fueron los propios vecinos, después de tantas luchas, los que consiguieron diseñar el barrio junto con el Ministerio de Vivienda. Llegaron hasta a elegir el color de los baldosines de sus domicilios.

En una plaza un grupo de chavales algo creciditos ejercen de esos pandilleros que ven por las noches en las películas y las series de Netflix: forman corro y hablan de cosas que parecen secretas, con los pantalones anchos y las capuchas puestas, aunque no llueva. Miran al visitante con desconfianza, como si uno fuera un policía secreto, como se supone que deben hacer: es su territorio. Por aquí no vienen muchos forasteros. Por lo demás, más allá de las fantasías cinematográficas de la chavalada, el barrio es apacible y la gente hace su vida normal, arrastrando las señoras los carros de tela con los que van y vienen de los supermercados. También hay grupúsculos de señores mayores que imagino que serán aquellos que levantaron el barrio hace años, y que ahora fuman y toman la fresca cerca de la sede del Partido Comunista de España. Es lo que pasa con el movimiento vecinal: que los que lo hicieron son ahora mayores y las nuevas generaciones, que nacieron con los barrios ya puestos, prefieren hacerse los gángsters y los traperos por las esquinas antes que involucrarse en las luchas colectivas. Es el signo de los tiempos.

Al pasear por Usera se hace patente su famoso mix cultural: el sabroso ritmo latino se mezcla con los aires del Lejano Oriente. En el Chinatown madrileño del barrio de Almendrales hay dragones y medusas y patas de pollo y farolillos rojos que asoman de los sempiternos edificios de ladrillo visto que no sé qué les parecen a los chinos, ¿será China también así? Al pasear por estas calles uno parece estar en otro lugar (hay muchos lugares en Madrid que parecen otros lugares) porque todos los carteles y rótulos de las tiendas están en ideogramas chinos de esos que los horteras se tatúan en el cuello, así como las revistas y los periódicos, y abundan los ojos rasgados.

A primera vista uno no sabe si un local es una inmobiliaria o una peluquería, luego ya ve las tijeras y los secadores. La infinidad de restaurantes chinos que hay aquí se han puesto de moda, después de que uno llamado Royal Cantonés cogiera fama a base de ensalada de medusa y pollo cocido a baja temperatura con salsa de jengibre, y ahora la gente viene a comer la comida china-china de verdad.

Aunque yo soy fan acérrimo de la comida china occidentalizada, el rollito de primavera, el arroz tres delicias o el pollo con limón, a tope de glutamato monosódico, esas recetas que ahora tienen tan mala fama entre los que saben lo que es bueno. De hecho, auguro que el restaurante chino tradicional, el que tiene un tejadillo rojo y estatuas de leones y garzas a las puertas, está en peligro de extinción, en favor de los modernos asian lounges que van apareciendo por doquier, mucho más trendies y alejados de esos tópicos tan bonitos, como de película de los ochenta. En estos nuevos restaurantes chinos, tan asépticos, ya no existe la fantasía de encontrar un sabio oriental en la trastienda que te venda un adorable gremlin llamado Mogwai, al que no conviene dar pollo después de medianoche.

La mayor parte de la comunidad china en Madrid vive en este barrio y la mayoría procede de la región de Zhejiang, al sur de Shanghái; según dicen los vecinos españoles, los chinos van un poco a lo suyo y la mezcolanza genética no es del todo fácil, tal vez por el choque cultural y la diferencia idiomática, aunque nos andan diciendo que tenemos que ir aprendiendo chino para ser competitivos en un mundo donde partirá el bacalao el gigante asiático y no los americanos. Pero ya aparecen nuevas generaciones de chavales chinos nacidos en España: les llaman los chiñoles y son jóvenes que se sienten a la vez chinos y españoles o, en el mejor de los casos, ninguna de las dos cosas.

No solo hay chinos y chiñoles en Almendrales. En la esquina de la calle del Olvido con la populosa Marcelo Usera, verdadera arteria del barrio donde se vende el pollo frito, una gitana ofrece cerezas relucientes y, al atardecer, los trabajadores se aprietan buenos licores en las barras metálicas de los grasabares: la tragaperras proyecta entonces su alegre cántico. Últimamente las masas centralinas vienen cada febrero a celebrar este exotismo cañí durante el Año Nuevo Chino. Este es el Año del Perro (como Dako), que, según la tradición, es bueno para hacer amigos y para cooperar en armonía.

Usera es múltiple, dispersa, multicultural, un puzle urbano bajo un título muy feo, el de una familia muy española que nombra las calles: Marcelo Usera, Amparo Usera, Nicolás Usera, Isabelita Usera. Usera, ya lo dije, no era un pueblo antes de ser distrito, sino algo así como una promoción inmobiliaria. Los Usera tenían su barrio como Donald Trump tiene su Trump Tower en la Quinta Avenida. Sucedió que el militar Marcelo Usera y Sánchez, teniente coronel, admirador de la Legión y de Millán Astray, se casó muy bien, en 1904, con la hija de un terrateniente llamado El Tío Sordillo, Carmen del Río Fernández. Usera heredó y, con muy buena vista, decidió parcelar sus nuevas tierras de labranza y venderlas para edificar, logrando de esta manera la mejor rentabilidad. Así nació este barrio y así nació su callejero.

Según regreso hacia el parque de Pradolongo, donde un verano vi miles de peces flotando muertos como en una película apocalíptica, voy notando bajo mis pies cómo la Tierra se coloca entre el Sol y la Luna, cómo se acerca, lentamente, el eclipse. En el parque miles de festivos madrileños esperan no se sabe si al evento astronómico o a que empiece a pinchar el DJ Pional, que ha venido con sus platos a amenizar el evento astronómico.

No se debe retrasar: una vez vino a tocar Lou Reed a Usera (era la primera vez que tocaba en España, en junio de 1980) y, tras llegar una hora tarde al concierto, su actuación no fue del gusto del exigente público, formado por 5.000 personas. Tras veinte minutos de música alguien lanzó una lata o una moneda y Reed, contrariado, abandonó el show. Se montó una buena algarada, con avalanchas, heridos, lanzamiento de más latas de cerveza y hasta la toma popular del escenario. Le robaron la guitarra: lo llaman el motín del Mosca, porque sucedió en el estadio del Moscardó, sito en el distrito. Yo una vez conocí a un vecino que decía conocer al tipo que le robó la guitarra a Reed, pero a saber. Era el lado salvaje de la vida, que cantaba el neoyorquino, pero a la usereña.

Hoy, que son tiempos aparentemente más civilizados, nadie roba los platos a Pional, porque Pional sale a pinchar, y la peña se disloca y se desmelena en la rave municipal, y la luna se enrojece a 130 beats por minuto y se refleja en la tremolina superficie del lago. Ahora, bajo el influjo de la luna de sangre, nos volveremos todos zombis y sembraremos el caos en el sur de Madrid.