Capítulo 20
Sam no tenía intenciones de volver a dormirse, pero se había quedado frito. Y Catherine también, según descubrió cuando se despertó ya pasadas las dos de la tarde. Estaban enredados en mitad del colchón como un par de cachorros durmiendo después de una energética pelea. Sam se soltó despacio de sus largas piernas y suaves brazos. Se sentó en la cama y se frotó la cara. Luego bajó las manos hasta las piernas y mientras la miraba apretó los puños.
Joder, menudo imbécil había sido. Y lo peor no era haber perdido el refugio de pesca. No. Tendría suerte si Catherine no le ponía toda una serie de denuncias. No tenía sentido andarse con evasivas: la había secuestrado. Qué demonios: la había secuestrado y la había arrastrado por ahí como si fuera un saco. Y la había insultado una y otra vez.
Una y otra vez.
Mierda.
Sam cubrió con la sábana las curvas más perturbadoras y se levantó. Una tremenda sensación de vacío le reconcomía el estómago, y no sabía si era debido a que había vuelto a vomitar lo poco que había ingerido en las ultimas veinticuatro horas, o al follón monumental en el que se había metido. Aunque sospechaba que se debía a esto último.
Bueno, a lo hecho pecho. No tenía sentido andar lloriqueando. Más le valía ponerse la ropa e ir a buscar algo de comida. Catherine se despertaría con hambre, aunque él no podría volver a tragar ni un bocado en toda su vida, debido al pesado nudo que tenía asentado en el pecho.
Cuando Catherine despertó, la habitación estaba vacía.
Tenía algo de frío, de manera que agarró la sábana que se había deslizado hasta su regazo al incorporarse y se envolvió con ella, distraída.
—¿Sam?
No, no estaba. Pero eso no la preocupó. Sabía que volvería, y esta vez nó la había esposado a la cama. La vida era magnífica. Vio por la rendija de las cortinas que la lluvia se había convertido en una llovizna, y se estiró sonriendo.
Se sentía realmente bien.
La había llamado Catherine. No habían hablado después de hacer el amor. Se sentía demasiado exhausta para expresar sus sentimientos, y Sam se había limitado a abrazarla en silencio mientras la acariciaba, hasta que los dos se quedaron dormidos. Pero ahora todo iría bien.
Sam sabía por fin quién era.
Pero lo que Catherine no esperaba era la reacción de Sam. En cuanto este volvió a la habitación, se dio cuenta de que estaba tan receloso como un perrillo a punto de recibir una patada.
Se detuvo junto a la puerta y sacudió la cabeza como un perro mojado. El agua que empapaba su pelo oscuro salió volando en todas direcciones. Fue a llevarse la mano a la cabeza para echarse el pelo hacia atrás, pero de pronto se quedó quieto mirándola con ojos cautelosos tras la pantalla de negras pestañas.
—Hola —dijo, aferrando con la otra mano las aro-niáticas bolsas que llevaba—. Te he… te he traído algo de comer.
—Gracias. —Catherine atravesó la habitación, decentemente cubierta por la camisa de Sam y el tanga rojo de Kaylee—. Estoy muerta de hambre. —Cogió las bolsas y las colocó en la mesita de la esquina—. ¿Qué has traído? Seguro que no es pollo.
—Catherine.
La seriedad de su tono le hizo alzar la cabeza, y vio sorprendida que el rubor subía por su cuello moreno hasta la tersa piel de su mentón.
—Eh… supongo que te debo una disculpa. —Sam carraspeó—. Bueno, no sé cómo disculparme. Desde el principio intentaste decirme quién eras, y yo no quise escucharte.
Ah, la venganza. Qué dulce es la venganza. Catherine contempló el rubor que teñía sus mejillas, le oyó tartamudear buscando las palabras, y se dio mentalmente un gran abrazo. Pero reprimió su sonrisa y le miró con fingido reproche. Al fin y al cabo, se había divertido bastante a su costa.
—Me debes mucho más que una disculpa, McKade.
Aquellos solemnes ojos verdes fueron para Sam un martillazo, y echó de menos la chispa divertida que solía brillar bajo la superficie.
—Sí. Ya lo sé. —Sus manos ansiaban tocarla, pero se las frotó contra los pantalones y se las metió en los bolsillos.
Con los hombros caídos, tragó saliva. A pesar de que todo estaba en su contra, había esperado no tener que hacer aquello.
—Yo… eh… ahora mismo lo dispongo todo para llevarte de vuelta a tu casa.
Catherine se atragantó con el trozo de pan que se acababa de comer. Se lo tragó sin apenas masticarlo y dejó la barra sobre la mesa. Estaba a punto de recordarle cierta oferta de meterse a monje, pero aquella declaración la dejó sin palabras. Si su expresión era la mitad de estupefacta de lo que a ella le parecía, debía de ser todo un poema.
—¿Cómo dices?
—He dicho que…
—¡Dios mío! —exclamó Catherine. La indignación corría por sus venas—. ¡No me lo puedo creer, Sam!
—Escucha, ya sé que con eso no reparo el daño…
—¿A eso lo consideras tú reparar los daños? Pero ¿qué clase de hombre eres? Si ahora crees que soy Catherine y no Kaylee, también sabrás que no te mentía cuando te hablé del Cadenas. Ese hombre pretende matarme. ¿Y tú vas a dejarme para que me enfrente yo sola al problema? Ya, claro. ¿Por qué no? —decidió con una mueca de amargura—. Ya estoy acostumbrada. A nadie se le ha ocurrido nunca pensar que necesito ayuda para enfrentarme a los problemas de la vida.
Sam se quedó de piedra. Cuando por fin se dio cuenta de que la pelirroja no era Kaylee, se le había borrado todo de la mente, salvo lo mal que lo había llevado todo.
Dio un paso hacia ella y se detuvo.
—Se me había olvidado. Joder —exclamó, moviendo la cabeza burlándose de sí mismo—. Te he sacado de tu casa, te he humillado, te he llamado mentirosa, te he seducido…
—Esa parte me ha gustado —dijo ella malhumorada.
Pero Sam estaba tan inmerso en su propio malestar que apenas oyó la interrupción.
—Y cuando descubro que con la recompensa de tu fianza no podré conseguir el refugio de Gary, me dispongo a abandonarte para que te enfrentes tú sola al peligro que yo he creado. Debes pensar que soy un cerdo.
Catherine había recuperado el buen humor. Ya no necesitaba echarle los perros; lo estaba haciendo él solito de maravilla. Desde luego McKade se tomaba muy en serio sus responsabilidades. Catherine se preguntó si también se ofrecería para comprarle a ella un refugio.
—En realidad iba a decir que el peligro no lo has creado tú, sino la situación en la que está metida Kaylee, que estaba en el sitio equivocado en el momento menos oportuno.
Sam esbozó una mueca.
—Eres muy generosa.
—Sí, así soy yo, generosa a más no poder. Sam, dime una cosa. —Catherine esperó a que él la mirara a los ojos—. Dices que te habías olvidado del Cadenas. ¿Te acordabas de él cuando te ofreciste a llevarme a mi casa?
—No, pero…
—Entonces, por Dios, cálmate un poco. Te lo tomas todo demasiado a pecho. No todo en este mundo es responsabilidad tuya. Anda. —Catherine comenzó a sacar la comida de las bolsas—. Vamos a comer algo.
La expresión de Sam era impagable. Resultaba evidente que estaba confuso, y su respuesta automática fue sentirse irritado. Con las manos metidas en los bolsillos, la miró con un gesto malhumorado en la boca y con ojos cautelosos. Sin embargo, se acercó cuando ella señaló imperiosamente con el mentón la comida que acababa de disponer sobre la mesa.
Poco después, Catherine se limpiaba los labios con una servilleta de papel.
—Bueno. ¿Y ahora qué hacemos?
Sam tragó lo que tenía en la boca. Seguía mirándola con cierto recelo, pero se secó con la servilleta que tenía arrugada en el puño y pidió con su arrogancia habitual:
—Cuéntame todo lo que sepas del Cadenas.
Catherine obedeció, y luego se arrellanó en la silla aguardando su respuesta.
—Definitivamente tenemos que seguir juntos. —Sam intentó convencerse de que no sentía una tremenda oleada de satisfacción—. Supongo que la cuestión es adónde nos dirigimos ahora. —La miró con los ojos entornados—. ¿Quieres que te lleve a tu casa?
—No. —Y meneó la cabeza con tanta decisión que varios mechones de pelo se enroscaron en torno a su pálido cuello. Catherine se los apartó para metérselos detrás de las orejas—. Tengo la impresión de que el Cadenas no sabe nada de mí, y, francamente, me gustaría que siguiera sin saber nada. Desde luego no quiero llevarle directamente a mi casa. Además… —Catherine le miró a los ojos—. Ahora estoy metida en esto. No te librarás de mí hasta que sepa cómo acaba todo esto. Creo que me he ganado ese derecho.
A Sam le parecía perfecto. Plantó los pies en el suelo, agarró la silla y se acercó con ella un poco más a Catherine. Estaba deseando acariciar la suavidad de su muslo bajo la camisa, pero se limitó a apretar el asiento de la silla.
—Muy bien. Siempre y cuando comprendas que aquí mando yo. —En aquella debacle lo había perdido todo, pero desde luego no pensaba ceder el mando. Era responsable de aquella situación y estaba decidido a hacer bien las cosas en adelante.
—Desde luego, Sam. —Y al oír su tono sumiso, Sam la miró con suspicacia—. No lo querría de ninguna otra manera.
Debería de haber sabido que era demasiado bueno para ser cierto. Qué demonios: lo sabía. Pero como era un idiota, había permitido que le engañara una vez más.
—Joder, Catherine, te estoy diciendo que no podemos permitírnoslo —decía veinte minutos después.
A pesar de todo, se encontraba caminando junto a ella hacia el taller del pueblo, encogiendo los hombros contra la llovizna.
—Lo que no podemos permitirnos es no hacerlo —seopuso ella—. El Cadenas nos está buscando en el autobús. A la larga nos resultará más barato alquilar un coche que dar con él. —Catherine le clavó sus grandes ojos verdes—. Confía en mí. ¿Acaso me he equivocado hasta ahora?
—Mierda. Ya estamos con los reproches. —Pero Sam acabó cediendo con toda la elegancia de que fue capaz—: Bah. Qué demonios. Supongo que tienes razón. De todas formas ya me he despedido del refugio de Gary.
—Pero mira el lado positivo, Sam. La Greyhound pagará el motel de anoche, y lo más probable es que te devuelvan el dinero de los billetes. Con eso reducirás un poco los gastos. —Catherine le miró bajo sus largas pestañas—. Lástima que no llevemos un equipo de camping. Así te ahorrarías también el dinero del alojamiento.
Sam contempló su expresión candida.
—Te diviertes mucho haciéndome pasar por tacaño, ¿verdad? Pues no lo soy, que lo sepas. Lo que pasa es que tenía un plazo de tiempo y un presupuesto, e hice todo lo posible por respetar las dos cosas para lograr mi objetivo.
Aquello le tocó la fibra a Catherine. Sam había fracasado en su tarea y lo había aceptado bien. No se había quejado ni una sola vez, como ella habría estado tentada de hacer. También sabía que a él no le haría ninguna gracia que se lo dijera. Estaba firmemente asentado en su profesionalismo y parecía muy lejano.
—Bueno, pues me alegra saberlo —se limitó a comentar—. Entonces no te importará comprarme algo de ropa, ¿verdad?
Catherine no supo si le gustaba del todo la chispa que se encendió en los ojos de Sam.
—¿Algo suelto? —preguntó—. ¿Como la blusa que te mancharon de zumo el primer día?
—Sí.
—¡Bien! Pero no te vuelvas loca, ¿eh? No es que tenga mucho presupuesto.
—¡Ay, cariño! Como si no lo supiera. En este estado debe de haber algún hipermercado.
Encontraron unos grandes almacenes en Laramie, que era lo más lejos que el dueño del taller estaba dispuesto a permitirles llegar con su coche. Dejaron el vehículo en una agencia nacional de alquiler que tenía un acuerdo con el taller, y allí eligieron un coche algo más grande para dar cabida a dos largos pares de piernas. Tras comprar la ropa, se dirigieron por una autovía secundaria hacia la frontera del estado de Colorado.
Una hora y media más tarde, Catherine, con el codo apoyado en la ventanilla abierta, respiraba el fragante aire de las montañas de Colorado que agitaba su pelo, recogido en una coleta, y se sentía en paz con el mundo.
Gran parte de su alegría se debía a llevar por fin ropa que no se aferraba a cada partícula de su cuerpo. Se miró los pantalones cortos de cuadros, con el amplio dobladillo que terminaba algo por encima de la rodilla, y la ancha camiseta a juego. No era tan amplia como la mayoría de las prendas de su guardarropa, pero lo cierto es que ya no se sentía tan tímida con su cuerpo como hacía una semana.
La vida era maravillosa.
—¡Idiota! ¡Imbécil!
Catherine apartó la vista del espectacular paisaje y miró sorprendida a Sam. Tenía el entrecejo fruncido y miraba alternativamente la carretera que serpenteaba por la montaña y el espejo retrovisor. Aliviada al comprobar que no se refería a ella, Catherine se volvió en el asiento para ver qué pasaba.
Llevaban pegado a la espalda un gran coche plateado y la distancia entre los dos vehículos se acortaba cada vez más.
—¡El hijo de puta! —exclamó Sam. La miró un instante—. ¿Llevas puesto el cinturón? Bien. —Con la vista de nuevo en la carretera, soltó un poco el acelerador—. El muy gilipollas querrá adelantarnos. ¡Y aquí no hay sitio!
Apenas había pronunciado la última frase cuando recibieron un golpe por detrás. Catherine quiso lanzar un grito, pero apenas le salió un débil chillido entre las cuerdas vocales paralizadas. Sam lanzó una maldición y se aferró con fuerza al volante para corregir la curva que había trazado el coche hacia la cuneta y el precipicio que caía más allá.
El coche plateado volvió a golpearles en el parachoques trasero. Se oyó un chirrido de metal contra metal y las ruedas del lado de Catherine levantaron una tormenta de polvo y arena al salirse de la carretera.
—¡Dios mío! ¿Está borracho? ¿A qué juega? —preguntó sin aliento, volviéndose de nuevo para ver al otro coche.
El vehículo se apartó un poco y aceleró para salirse al otro carril y ponerse a su misma altura.
—Dios mío, Dios mío-susurró Catherine—. ¡Es él, Sam! ¡Es Jimmy Cadenas! ¿Cómo nos ha encontrado?
Cuando los dos coches estuvieron lado a lado, el Cadenas alzó el brazo.
—¡Sam, cuidado! ¡Tiene una pistola!
Aprovechando que Sam tenía la atención dividida entre conducir y agacharse para ofrecer un blanco más pequeño, el Cadenas dio un volantazo hacia el otro coche. Su vehículo, más pesado, consiguió echarlos a la cuneta.
Sam forcejeaba para evitar acercarse demasiado al precipicio. El polvo se alzaba bajo los neumáticos. Cuando ya tenía las ruedas delanteras bajo control, el Cadenas se colocó detrás y volvió a embestirles. La parte trasera del coche de Sam, que todavía culeaba, dio una sacudida hacia el borde del precipicio. Y de pronto las ruedas estaban girando en el vacío. Por un instante el vehículo quedó suspendido sobre el precipicio. Luego, con un crujido, la gravedad tiró de él y las ruedas delanteras se levantaron del suelo. Un segundo después el capó señalaba hacia el cielo.
—Dios mío, Dios mío —repetía Catherine sin sentido.
Puso las manos en el salpicadero y apretó con todas sus fuerzas, como si ejerciendo presión suficiente pudiera impedir que el coche volcara y cayera dando vueltas por el abismo. Sam estaba inclinado hacia delante todo lo que le permitía el cinturón de seguridad.
Pero el coche acabó deslizándose y cayó a toda velocidad y con un estruendo horrible por la pendiente casi vertical. Las ruedas delanteras se despegaron del suelo varias veces, pero de alguna manera no llegaron a volcar. Catherine, sin embargo, tenía el estómago como si estuviera dando saltos mortales.
A medida que la pendiente se iba haciendo menos pronunciada, los matorrales y las ramas arañaban el metal y entraban y salían dando latigazos por la ventanilla abierta de Catherine. Las piedras rebotaban con fuertes ruidos metálicos en el suelo del coche, y en el parabrisas llameaban borrones verdes.
De pronto el coche chocó con estruendo contra una roca y giró como si estuviera sobre un eje. Osciló el tiempo justo para que pudieran ver claramente el gigantesco árbol que se alzaba justo en mitad de su trayectoria montaña abajo. Luego el vehículo se desplomó de nuevo. Mientras caían por la pronunciada pendiente, Catherine rezó una silenciosa oración pidiendo una muerte rápida e indolora. Por fin, con el impacto de un tren de carga que chocara contra un muro de ladrillos, se estrellaron de frente contra el árbol.
Dos airbags surgieron en el salpicadero aplastándolos contra sus asientos.
Una carcajada incrédula estalló en la garganta de Catherine.
—¡Dios mío! —resolló—. ¡Dios mío! ¿Puedes creértelo? ¿Estás bien, Sam? ¡Estamos vivos! —Le tocó la mano, que descansaba en el asiento entre ellos y jadeó—. Había olvidado que el coche tenía airbags. Dios mío, Sam, estamos vivos. —Y se llevó una mano trémula al mentón—. Vivos.
Sam la miraba de arriba abajo, comprobando si estaba herida. Luego frunció el ceño y olisqueó. Y volvió a olisquear.
—¿Hueles a gasolina? —De pronto comenzó a desabrocharse el cinturón entre maldiciones—. ¡Mierda! Esa roca ha debido de hacer un agujero en el depósito. ¡Desabróchate el cinturón, pelirroja. —Al ver que ella lo miraba sin reaccionar, gritó—: ¡Espabila! Tenemos que salir de aquí ahora mismo.
Catherine espabiló, y en cuanto se soltó fue a abrir la puerta, pero la voz de Sam la detuvo.
—No. Sal por la ventana. No hay manera de saber qué daños han recibido las puertas, y una sola chispa podría provocar una explosión.
Catherine le miraba mientras forcejeaba contra el airbag y apartaba las ramas para abrirse paso por la ventanilla.
—¿Y cómo va a saltar una chispa?
—Pues con metal contra metal, cariño. Solo hace falta una y… ¡bum! Nos convertimos en una barbacoa.
—¡Dios mío! —Catherine se lo quedó mirando—. Siempre cargado de noticias alegres, ¿eh? Además, ¿cómo sabes tú esas cosas?
Los dientes de Sam llamearon con fiera blancura en su rostro moreno.
—Eh, que estamos vivos, preciosa. No se puede pedir más. Y no sé cómo lo sé. Supongo que son cosas de hombres.
Ella alzó una ceja con gesto escéptico.
—¿Qué pasa, que lo absorbéis por el pene?
—Pues mira, mi soldadito ha sido el padre de mis mejores ideas —convino Sam, y le dio un golpecito en la pierna mientras ella se encaramaba a la ventana. Lo que el soldadito estaba pensando en ese momento, tal como Sam reconoció mientras ella salía, era muy poco apropiado para las circunstancias.
El caso es que había estado tan ocupado dándose cabezazos contra la pared pensando en la de veces que la había cagado, que había perdido de vista el hecho de que Catherine no era ninguna incauta. Sam había llegado a pensar que, entre otras cosas, se había aprovechado de forma indigna de su inexperiencia. Pero si la pelirroja no hubiera querido hacer el amor con él, no lo habría hecho.
Qué demonios. Intentó contener una sonrisa de chiflado… y no pudo.
—Dame mi bolso. —La cara de Catherine apareció en la ventanilla—. ¿De qué te ríes? Creía que estábamos preocupados porque corríamos el riesgo de convertirnos en pinchitos morunos.
—La gasolina no entra en combustión espontánea —replicó él mientras le tendía el bolso—. Apártate. —Alzó los brazos, se agarró a una rama y salió a pulso del coche—. No pasará nada mientras no salte ninguna chispa.
Se agachó bajo las ramas y fue a inspeccionar el maletero del coche. Teniendo en cuenta los golpes que había recibido, parecía sorprendentemente intacto, y no le pareció muy peligroso abrirlo para sacar su equipaje, de manera que metió la llave en la cerradura.
Entonces comenzaron los tiros.
—¡Hijo de puta! —Sam agarró a Catherine de la muñeca y la arrastró detrás del árbol, para protegerse de las balas—. ¡Corre!
—¿Es el Cadenas? —Catherine iba a rastras tras él mirando por encima del hombro para comprobar lo cerca que estaba el peligro—. ¿Viene?
—No, creo que todavía está arriba. —Sam tiró de ella, impaciente—. Venga, pelirroja, espabila. Créeme, nos conviene alejarnos del coche todo lo posible.
—Pero está demasiado lejos para que una pistola resulte efectiva, ¿no? —insistió ella.
—Sí… A menos que le dé a alguna roca que haga saltar la chispa de la que te hablaba. El depósito ha dejado un rastro de gasolina por toda la pendiente, así que todavía es posible que salgamos ardiendo. —Sam miró a su espalda mientras arrastraba a Catherine hacia el interior del bosque—. ¿Te apetece correr el riesgo?
Catherine le adelantó en un verdadero sprint.
—Pues no. Para nada.