Capítulo 14

Antes de que Kaylee oyera el ruido del autobús de Catherine, había invertido su tiempo en vigilar el aparcamiento del bar y en admirar su nueva manicura. El Curl Up and Dye estaba situado en mitad de la nada, pero su dueña sabía lo que era una manicura. Las uñas de Kaylee no tenían tan buen aspecto desde hacía siglos.

Había sido una hora de inesperada alegría. Maydeen, propietaria de la peluquería, era una esteticista de las que le gustaban a Kaylee. Hablaron de moda, luego de hombres, y Kaylee pensó que había encontrado a un alma gemela cuando se enteró de que las dos seguían el mismo culebrón. La relación quedó definitivamente cimentada cuando Maydeen estuvo de acuerdo con ella en que la historia principal de hacía un par de años, sobre el embarazo de unos hermanos que no eran del todo gemelos, puesto que fueron concebidos por distintos padres, seguía teniendo hasta el momento todas las papeletas para recibir el premio a la peor trama de toda la historia. Cuando llegó la siguiente clienta de Maydeen, a su cita de la una cuarenta y cinco, Kaylee se acercó a la ventana por si veía a Bobby, aunque no por ello dejó de meter baza en la conversación.

Luego el autobús salió del aparcamiento, en dirección a la autopista, y Kaylee se concentró en el trabajo. Miró a través de las láminas de las cortinas, esperando ver a Bobby y a Catherine.

Y esperó.

Y esperó.

«Maldita sea, Bobby». Pegó la nariz a la ventana. «Más vale que esto no sea una venganza por una bromita de nada.»

—¿Has dicho algo, cariño? —Maydeen alzó la vista.

—Sí. Malditos sean los hombres.

—Oh, oh. ¿Se está retrasando tu chico?

—Sí, maldita sea. —Kaylee apartó un momento la vista de la ventana para volverse hacia el interior de la peluquería—. No sé qué les vemos, Maydeen. Podríamos vivir perfectamente sin esos animales.

—Y la ley no nos permite castrarlos —convino la esteticista. Luego lanzó un suspiro de conmiseración—. Estoy de acuerdo contigo.

—En realidad, eso podría ser parte del problema —admitió Kaylee, hablando sobre el hombro, pero sin perder de vista la ventana—. Justo antes de que me dejara aquí, pronuncié el nombre maldito de Lorena Bobbit.

—¡Huy! Parece que los hombres pierden todo el sentido del humor cuando se habla de esa mujer, ¿eh? Y eso que es una artista del cuchillo.

Pero Kaylee había dejado de escuchar. Le había llamado la atención un hombre que salía de la parte trasera del bar para volver a entrar por la puerta principal. Se le quedaron las manos frías, y supo que no tenía nada que ver con el aire acondicionado de la peluquería.

Conocía esos andares. Y estaba segura de que aquellos destellos bajo el sol del mediodía provenían del brillo del oro.

Jimmy Cadenas.

¡Mierda! Kaylee se apartó de la ventana con una involuntaria inquietud, aunque el Cadenas ya había desaparecido dentro del bar y era imposible que la hubiera visto tras las cortinas del Curl Up and Dye. Y eso suponiendo que al tío se le hubiera ocurrido siquiera mirar en aquella dirección.

Mierda, mierda, mierda, mierda, ¡mierda! Aquello suscitó una nueva pregunta en la que no quería ni pensar. ¿Sabría Jimmy dónde buscarla? Por Dios, por Dios. ¿Dónde estaba Bobby?

La presencia del Cadenas en aquel pueblecito de Wyoming añadía una nueva urgencia a la situación.

Jimmy salió del bar poco después, y de nuevo Kaylee se apartó de la ventana por instinto. Lo vio cruzar el aparcamiento en dirección al motel. Allí se subió a un sedán plateado. El corazón le brincó en el pecho. Cielo santo, ¿habría dormido allí también la noche anterior? Era increíble que no se hubieran tropezado.

Dios… ¡Ojalá Bobby y Catherine estuvieran a salvo!, rezó.

Se dirigió hacia la puerta en el instante en que el Cadenas desapareció de su vista. Ya casi se había marchado cuando se acordó de despedirse:

—Hasta la próxima, Maydeen. Me marcho ya.

—¿Ha venido tu novio? —Maydeen colocó el rulo que tenía en la mano y se enderezó llevándose un puño a la zona lumbar mientras estiraba la espalda—. No me importaría nada echarle un vistazo.

Kaylee se obligó a esbozar una sonrisa.

—No, el muy imbécil no ha venido. Ya le veré en el motel. —O eso esperaba con todo su corazón. «Por favor, por favor, que esté allí escondido»—. Gracias por la manicura. Es una de las mejores que me han hecho en la vida.

La esteticista se dio unas palmaditas en el bolsillo donde había guardado la propina de Kaylee.

—Ha sido un placer, cariño.

Kaylee echó a correr torpemente en el instante en que la puerta se cerró a su espalda. Cuando llegó a la habitación del motel, tenía el escote empapado de sudor.

—Bobby —llamó en voz baja nada más entrar—. ¿Estás aquí? ¿Cat?

Pero ni en la lúgubre habitación ni en el diminuto cuarto de baño había nadie.

—Joder, joder. —Kaylee se dejó caer en el borde de la cama. Se abrazó a la cintura y se inclinó sobre las rodillas, meciéndose adelante y atrás. ¿Dónde estaría Bobby? ¿Le habría sorprendido el Cadenas? «No, por favor. Por favor.»

Por fin respiró hondo y se enderezó. Tenía que pensar. Tenía que pensar como lo haría Catherine, y solucionar aquello.

Kaylee envió al cielo una silenciosa oración pidiendo que el Cadenas no se hubiera cargado también a Cat. Porque no podría vivir con ello.

Volvió a respirar hondo y sacudió las manos. Por un segundo su atención quedó centrada en la belleza de sus uñas, pero luego cerró los puños, los apretó contra su regazo y se concentró en la espantosa pared de enfrente. Venga. Venga. Piensa.

No había muchos sitios donde mirar en aquel pueblo, así que lo más inteligente sería empezar por un extremo e ir avanzando hacia el otro. Si no obtenía ningún resultado, Dios no lo quisiera, siempre podría cruzar la calle y hacer lo mismo al otro lado. Aunque ya sabía que Bobby no andaba cerca de la peluquería, que era el único edificio a ese lado del pueblo.

Salió de la habitación sin perder de vista la carretera, por si Jimmy Cadenas volvía mientras ella avanzaba con cautela por la irregular acera. Por primera vez en su vida maldijo su afición a los zapatos de tacón. Por fin llegó a la gasolinera que hacía también las veces de supermercado y que definía un extremo del pueblo. Cuando abrió la puerta sonó una campanilla, y el joven que había tras el mostrador alzó la vista.

Tenía una prominente nuez de Adán, que brincó compulsivamente en su cuello en cuanto la vio.

—¿Puedo ayudarla en algo? —preguntó mirando a sus tetas mientras Kaylee se acercaba.

Esta tendió la mano sobre el mostrador para ponerle el dedo bajo el mentón y obligarle a subir la cabeza hasta mirarla a los ojos.

—Mírame aquí arriba, cariño, y presta atención —ordenó, dándose golpecitos con la uña pintada de escarlata en la sien.

El chico se puso colorado, lo que en circunstancias habituales a ella le habría parecido divertido. Pero en ese momento lo único que le apetecía realmente era decirle que no tenía tiempo para esas tonterías.

Pero si Kaylee sabía algo, era de hombres y de su vanidad, a veces tan frágil, de manera que esbozó una amable sonrisa y le acarició el mentón con el pulgar antes de retirar la mano.

—Pareces un chico observador. ¿Has visto hoy por aquí a una mujer que se parece mucho a mí?

Con la nuez de Adán subiendo y bajando furiosamente por su cuello, el joven meneó la cabeza. Los ojos se le iban todo el rato, pero él se esforzaba por centrar la vista una y otra vez.

—No, señora. Seguro que me acordaría.

Ella le dedicó una sonrisa de «pero qué mono eres».

—¿Y a un tío de uno noventa más o menos, moreno, de ojos azules?

—No.

—Maldita sea. Bueno, muchas gracias de todas formas.

Se dirigía hacia la salida cuando se le ocurrió una idea y dio media vuelta. El joven tenía la vista clavada en su culo, pero de inmediato rebotó hacia sus ojos. Kaylee disimuló una sonrisilla. Desde luego… los jóvenes eran adorables. Tan fáciles de domar…

—¿Y no habrás visto a un hombre de algo menos de uno ochenta, de pelo castaño, que lleva un montón de cadenas?

Al chico se le animó el semblante, obviamente encantado de poder ofrecer una respuesta.

—Sí, a ese sí. Viste muy raro. Ha venido un par de veces los últimos días.

Desde luego había sido una cuestión de suerte que Bobby y ella no se hubieran tropezado con él.

—Gracias, cariño. Si vuelve, no le digas que he preguntado por él, ¿eh?

—De acuerdo.

Kaylee se tomó el tiempo de dedicarle su más radiante sonrisa.

—Eres un cielo.

Salió de la tienda, y mientras iba de camino al bar, se volvió y advirtió la cabina telefónica en la línea divisoria entre los dos establecimientos. La posibilidad de que hubiera alguien en el suelo de la cabina era remota, pero la mitad inferior, incluida la puerta, era metálica, lo que hacía imposible saber desde lejos si estaba vacía o no. De manera que se acercó y empujó la puerta, que se abrió sin dificultad.

Kaylee se dio media vuelta, pero de pronto le llamó la atención el contenedor de basura detrás de la tienda. El corazón le dio un enorme brinco en el pecho, y tuvo que apoyarse con la mano en la barandilla que corría junto a la cabina. Luego, haciendo acopio de fuerzas, se enderezó y se acercó al receptáculo.

Cuando alzó la tapa sobre sus bisagras, su prístina manicura destacó frente al baqueteado metal verde. La mantuvo abierta todo lo que le permitían los brazos, y se puso de puntillas para mirar dentro. Suspiró de alivio al ver que allí no había nada extraño, y dejó caer la tapa con un chasquido metálico.

Enjugándose el sudor de la frente con el antebrazo, se palmeó las suaves carnes sobre el corazón con la otra mano e intentó controlar sus acelerados latidos respirando hondo y despacio.

—Joder, chica, tienes que calmarte un poco. Creo que te ha salido la primera cana.

Un momento después entraba en la penumbra del bar. Aquello no alivió en nada su tensión, pero al menos era un descanso del inclemente sol. Se quedó un momento junto a la puerta, esperando a que se le acostumbraran los ojos a las sombras, ignorando el dolor de cabeza que empezaba a despertarse. A medida que las sombras fueron dando paso a los detalles, Kaylee miró a su alrededor e hizo inventario.

Había dos hombres sentados a la barra, otros dos tomaban unas cervezas en una mesa del fondo, y un tipo alto y flaco como el palo de una escoba se inclinaba sobre la mesa de billar, colando las bolas en solitario. La miró sin enderezarse, echándose hacia atrás el sombrero Stetson para regodearse bien en ella. Por una vez en su vida, Kaylee no sintió ninguna satisfacción por despertar la admiración masculina. Se acercó a la barra acompañada por los suaves gemidos que salían de la jukebox que hablaban de una mujer que tenía el dinero de su padre y la belleza de su madre.

El camarero era un extraño individuo que mantuvo la vista en su rostro mientras ella le interrogaba. Kaylee agradeció su cortesía, pero fue la única satisfacción que recibió. No había visto a Bobby ni a Catherine.

Una hora más tarde, Kaylee había vuelto al motel dispuesta a agotar el último recurso, la cámara frigorífica que había detrás. Encontró la puerta cerrada con llave y el pomo torcido, lo que parecía demostrar más allá de toda duda que allí no había ido nadie ese día, y mucho menos Bobby. Kaylee apoyó la frente contra la puerta sintiéndose derrotada.

Tenía la sensación de que habría hablado con toda la población de Arabesque, Wyoming. Y la única persona que recordaba a un hombre que respondiera a la descripción de Bobby era la cajera de la cafetería. Recordaba haberle visto salir con alguien que se parecía sospechosamente a Jimmy Cadenas.

Tenía que enfrentarse a los hechos. Tal vez a Bobby no le hubieran tendido trampa alguna. Había mirado en todos los lugares donde podían haber escondido un cuerpo. Había visto cómo el Cadenas se marchaba solo, y no había reparado en un solo montículo de tierra de aspecto sospechoso que señalara el lugar de una tumba cavada apresuradamente. Lo mirara como lo mirase, solo podía extraer una conclusión.

Bobby estaba compinchado con Jimmy Cadenas, y siempre lo había estado. ¿Cómo se explicaba entonces el hecho de que el Cadenas hubiera podido seguirlos hasta ese villorrio? Por lo general, este tenía problemas para encontrar su propio culo con las dos manos y una linterna.

No estaba preparada para el dolor de la traición, que le hendió el estómago como si fuera ácido. Se había convencido de que Bobby no era más que otro tipo con el que echarse unas risas y practicar sexo explosivo, pero en algún momento él había logrado romper su protección y convertirse en algo más que un buen amante. Kaylee pensó que seguramente se debía al hecho de que él había accedido a ayudarla a encontrar a Catherine, a pesar de que ella le negaba el sexo que para él era muy importante, y de que a Bobby no le hacía ninguna gracia verse envuelto en aquel asunto.

Y había jugado con ella a su antojo; su reticencia a implicarse en esa historia hizo que ella le quisiera aún más. Cuando ahora resultaba evidente que Bobby tenía la intención de quedarse a su lado para «ayudarla». Por Dios, debía de partirse de risa cada vez que se separaba de ella, supuestamente para ir a la cafetería en busca de comida, cuando lo que hacía era encontrarse con el Cadenas para planear su muerte.

Kaylee dio un puñetazo en la puerta.

—¡Maldito seas, Bobby!

—¿Eh?

Era un ronco susurro, tan débil que al principio Kaylee creyó haberlo imaginado. Lanzó un resoplido de burla. «Qué idiota eres —se dijo—. Lo que te gustaría es que todas tus sospechas fuesen mentira. Pues más te vale hacerte a la idea, guapa.»

Al otro lado de la puerta se oyó un débil arañazo, y otro susurro apenas audible.

—¿Hay alguien ahí?

Kaylee alzó la cabeza de pronto.

—¿Bobby? —Pegó la oreja a la puerta con el corazón martilleándole de tal manera que apenas podía oír nada con aquel estruendo—. ¿Bobby? ¿Estás ahí?

—Sí.

—¡Ay, Dios mío! ¿Estás herido?

—Humm. —Se produjo una larga pausa y luego masculló—: Frío.

Kaylee sacudió el pomo y empujó la puerta con el hombro, echando sobre ella todo su peso.

Pero ocurrió lo mismo que había sucedido anteriormente: nada.

—La puerta está atascada. Ahora mismo vuelvo. Voy a llamar a alguien.

No hubo respuesta. Kaylee vaciló un momento, en una agonía de indecisión, con la oreja pegada a la puerta.

—¿Bobby? ¿Me oyes, cariño? Voy a conseguir ayuda.

Pero Bobby seguía sin contestar, y Kaylee empezaba a sentir las primeras punzadas del pánico, cuando por fin captó un susurro apenas audible.

—Bien.

Echó a correr hasta la parte delantera del motel irrumpió en la oficina con tal ímpetu que las cortinas de la puerta todavía seguían rebotando mucho después de que ella hubiera llegado a la recepción.

Allí no había nadie.

Hizo sonar el timbre que había en el mostrador y al ver que no obtenía resultados, probó otra vez, y otra.

Y siguió golpeando aquella campanilla en un cacofónico frenesí.

—¿Qué coño está pasando ahí? —El propietario salió como una furia de la trastienda, limpiándose una mancha de salsa de tomate de la comisura de la boca con la servilleta que llevaba en un puño, mientras con la otra mano se arrancaba otra servilleta que llevaba remetida en el cuello—. ¿A qué viene ese jaleo? —Y le arrebató la campanilla de las manos.

—¡Venga, deprisa! —exclamó ella—. Un hombre se ha quedado encerrado ahí fuera en la nevera.

—¿Qué? —El hombre la miró furioso—. En esa nevera no puede haber nadie.

—¡No se ha metido allí por gusto! —Kaylee casi bailaba de pura impaciencia, deseando que aquel inútil moviera el culo de una vez—. ¡Venga, maldita sea! ¿Quiere usted espabilar? ¡Tenemos que sacarle!

El propietario era bastante gallito y se sintió picado ante aquel tono de voz, de manera que se irguió como si hubiera recibido una afrenta.

—A mí no me hable así, jovencita. ¿Qué se cree, que porque esto es un pueblo pequeño aquí somos todos unos catetos? Pues se equivoca. Ahora mismo estoy cenando y no tengo tiempo para aguantar las groserías ni los jueguecitos de la gente de ciudad. —Y con estas palabras se volvió de nuevo hacia la puerta que separaba la oficina de su vivienda.

Kaylee se plantó detrás del mostrador con las tres zancadas más largas que había dado en su vida. Agarró al hombrecillo del hombro, le hizo dar media vuelta y le cogió de la camisa para tirar de él con todas sus fuerzas. Con los tacones medía cerca de uno ochenta, y cuando el dueño del motel dejó de debatirse, tenía la nariz enterrada entre sus tetas. Kaylee lo sacó de allí, lo alzó hasta ponerlo de puntillas y bajó la cabeza para mirarle de cerca a los ojos.

—Escuche, mequetrefe, esto no es ningún juego. Mi novio está encerrado en su cámara frigorífica. No fue idea suya meterse allí, y como le ocurra algo porque usted se ha negado a sacar el culo de aquí para ir a comprobarlo y sacarlo de allí pienso montarle un pleito de tal calibre que va a estar enterrado entre papeles hasta el día del juicio final.

Entonces lo soltó y dio media vuelta pivotando sobre un tacón de aguja. Y sin mirar atrás, se encaminó hacia la puerta.

—¡Mueva el culo!

Y el hombre movió el culo.

Este sufrió de nuevo un ataque de rabia al ver el estado del pomo de la puerta, que Kaylee sospechó se debía a la artesanía de Jimmy Cadenas.

—¡Mire! —gritó el hombre—. ¡Mire! Pues esto me lo van a tener que pagar. Esto…

Pero algo debió de ver en la expresión de Kaylee, porque se tragó emérito el resto de su retahila.

—Tendré que ir a por herramientas —murmuró.

—Pues dése prisa. —Kaylee se pegó a la puerta sin esperar a que se marchara—. ¿Bobby? Cariño, ¿me oyes?

Al no obtener respuesta, empezó a dar puñetazos.

—¡Bobby! Joder, por favor, por favor, contéstame.

—F-frío —le oyó decir con un hilo de voz.

—Aguanta un poco, mi vida. Vamos a sacarte de ahí en un minuto… dos, como mucho. —Kaylee miró frenética a su alrededor—. ¡Ay, Dios mío! ¿Dónde está ese inútil? —Echó hacia atrás la cabeza y se puso a pedir ayuda a pleno pulmón.

Fue sin duda por el estrépito que estaba armando lo que obtuvo tan rápidos resultados. El dueño del motel acudió corriendo con una caja de herramientas, a la vez que el personal de cocina de la cafetería salía a ver qué pasaba. Un instante después se acercó a la carrera también un hombre al que Kaylee tomó por un ranchero. Llevaba entre los labios un palillo de dientes mordisqueado.

Fue él quien tomó el mando de la situación, cortando el chorro de preguntas para preguntar con serena autoridad, dirigiéndose directamente al dueño del motel:

—¿Qué pasa aquí, Irv?

—Un tío de la ciudad, que se ha quedado encerrado en mi nevera —replicó el hombre con amargura, mientras trasteaba con el pomo doblado de la puerta, sin obtener resultados visibles.

Kaylee, que sabía reconocer a un tipo emprendedor, volvió toda su atención hacia el ranchero.

—Por favor —imploró—, sáquelo de ahí. No se ha metido ahí por gusto, y tengo miedo de que esté malherido.

El ranchero contempló la puerta.

—Supongo que podría abrirla de una patada.

Irv al instante hinchó el pecho, pero Kaylee interrumpió lo que imaginaba iba a ser una diatriba sobre la santidad de su propiedad.

—No —se negó de mala gana—. Podría hacerle todavía más daño. Me parece que está tirado en el suelo justo detrás de la puerta.

El ranchero se agachó para rebuscar en la caja de herramientas. Cuando encontró lo que buscaba, se levantó.

—Apártate, Irv.

Irv se apartó y el ranchero ocupó su sitio. Al cabo de unos momentos había abierto la puerta todo lo que podía antes de que el cuerpo inerte de Bobby la bloqueara.

Kaylee entró en la cámara.

—¿Bobby?

Estaba tumbado boca abajo en el suelo, y un gemido de angustia escapó de sus labios al ver el hinchado chichón que tenía en la nuca, del tamaño de un huevo de ganso. En el centro se veía una honda brecha con una costra de sangre negra en los bordes.

—Joooder. —Kaylee cayó de rodillas a su lado y le tocó el brazo, que estaba helado—. ¿Bobby?

—¿Qué tal ahí dentro, señorita? —La rendija de luz que entraba por la puerta quedó eclipsada por el fornido cuerpo del ranchero, que en ese momento intentaba entrar—. ¿Está bien?

—No. Está helado, y no me contesta, y… —Kaylee se quedó sin aliento y le parecía que no le entraba aire suficiente en sus pulmones. Jadeando, notó que la histeria estaba a punto de dominarla. Tendió la mano hacia el ranchero—. Por favor —suplicó entre rasposos jadeos—. Por favor.

—Está bien. No se preocupe. —Asomó la cabeza por la puerta—. Que alguien me traiga una bolsa de papel. —Luego le agarró la mano con la suya, dura como el cuero, y la ayudó a levantarse—. Salga, señorita. Yo saco a su hombre para ver cómo está.

Un momento después, dejaba a Bobby sobre el asfalto caliente. Utilizó su inmaculado pañuelo para que la herida de la cabeza no tocara el suelo. Kaylee se agachó a su lado, deseosa de ayudar en algo. Por desgracia, se sentía tan inútil como el pobre Bobby tirado en el suelo. Respiraba entrecortadamente intentando coger aire. Un cocinero se acercó corriendo agitando una bolsa de papel. El ranchero se la arrebató de la mano, la abrió con una sacudida y se la ofreció a Kaylee.

—Póngasela en la boca y respire. No le pasa nada, solo está hiperventilando.

Kaylee obedeció, mirando por encima de la bolsa mientras el ranchero abría los párpados de Bobby para observar la reacción de las pupilas a la fuerte luz del mediodía. Luego presionó con dos dedos sobre la arteria bajo el mentón, y se sentó sobre los talones mirándola.

—Yo diría que tiene hipotermia, agravada por la pérdida de sangre debida al golpe en la cabeza. También parece sufrir una conmoción cerebral.

Kaylee bajó la bolsa.

—¿Hay por aquí un médico o una clínica?

—Algo parecido. Vamos a meterlo en su coche y le dibujaré un mapa.

—Gracias. —Tendió el brazo por encima de Bobby para tocar la mano al ranchero—. Ha sido usted genial.

En ese momento Bobby abrió los ojos y observó a su alrededor con mirada vacilante. Pasó de largo la cara de Kaylee, pero luego volvió a fijarse en ella. Torció la boca en una sombra de su vieja sonrisa encantadora; Kaylee se sintió conmovida hasta lo más profundo. Pero tras esa emoción, recibió un latigazo de culpa al acordarse de sus sospechas sobre él.

—Dios, Bobby, lo siento —susurró—. Siento muchísimo lo que he pensado. —Le agarró una mano lacia con las suyas y se la cubrió de besos. Luego la estrechó con reverencia entre sus pechos.

—Eh, no pasa nada —replicó Bobby con voz pastosa.

La miró parpadeando varias veces. Se le desenfocaba la vista. Por fin pareció poder centrarse en un punto de su cara, y allí la dejó clavada, con una floja sonrisa y un gesto de sorpresa en sus cejas enarcadas.

—¿Nos…?

Se quedó sin voz, pero luego pareció hacer acopio de fuerzas para repetir:

—¿Nos…?

De nuevo guardó silencio. Kaylee, sin soltarle la mano que tenía enterrada hasta la muñeca entre sus pechos, se inclinó sobre él para mirarle con ternura a los ojos.

—¿Qué quieres preguntar, cariño?

Él parpadeó de nuevo.

—¿Nos conocemos?