Capítulo 9

Viendo los ojos guasones de Sam a pocos centímetros de los suyos, Catherine supo que lo más prudente sería darle tiempo para que recuperara el control sobre su genio. No hacía falta ser muy listo para saber que bajo aquella arrogancia de gallito seguía furioso.

Pero el día había sido demasiado largo, aquella habitación era deprimente y cutre, y ella se sentía inquieta, temeraria… por no mencionar que su arrogancia estaba empezando a agotar la última paciencia que le quedaba.

Poniendo bruscamente las manos contra el sólido muro de su pecho, Catherine le dio un empujón para quitárselo de encima. Aliviada al ver que retrocedía un paso, alejando así su calor y su olor, Catherine respiró con comodidad por vez primera y dio un rodeo para acercarse a su maleta. La arrojó sobre la ajada colcha, la abrió y sacó la camisa que él le había prestado el día anterior y de la que ya se había apropiado. Metió los brazos en las mangas y le miró.

—Estoy harta de que me llames mentirosa —le informó, con más vehemencia de la que pretendía. Con cada botón que se abrochaba, su confianza iba creciendo. Era agradable ponerse por fin una prenda que no se pegaba a cada molécula de su cuerpo—. ¿Sabes, McKade? Yo creo que teniendo en cuenta que a ti te han tachado de mentiroso nato durante toda la tarde, deberías tener algo más de consideración antes de ir acusando a nadie de lo mismo.

Un músculo se tensó en la mandíbula de Sam.

—La diferencia es que tú sí eres una mentirosa. En cambio a mí me acusaron debido a tu capacidad para inventar historias.

—¡Por Dios bendito! —Catherine se golpeó la cadera con los puños—. Dime una sola palabra que haya dicho yo hoy que no sea verdad.

Un instante antes había un espacio respetable entre ellos, pero ahora Sam se cernía sobre ella, apartándola de la cama y casi aplastándola contra la pared. De nuevo Catherine se encontró con la nariz casi pegada a su clavícula.

—Que te llamas Catherine MacPherson, por ejemplo —gruñó él por encima de su cabeza.

Catherine se irguió y sacó el mentón, buscando una diferencia de altura más equitativa entre ellos.

—Me llamo Catherine MacPherson —insistió en un tono frío.

Sam se la quedó mirando. Le temblaban las aletas de la nariz y sus ojos dorados ardían de ira, y a Catherine le invadió la temeraria urgencia de provocarle hasta hacerle perder los estribos. Había disfrutado haciéndolo en la comisaría. Aún más, se había deleitado en ello. Había tenido tan poco control sobre su propia vida desde que había irrumpido en ella ese hombre que era en extremo gratificante ver cómo él perdía también el control. La desesperación que sentía Sam cuando le retiraban su autoridad era digna de verse.

—¿Acaso mentí cuando le dije que me bajaste los pantalones y me tocaste donde no tenías derecho? —prosiguió ella—. Me parece que no.

—¡Sabes muy bien que lo hice para comprobar si tenías un tatuaje en ese trasero tan blanco!

—Eso lo dirás tú. Pero los dos sabemos que podías comprobarlo sin tocarme. Y te recuerdo que eres tú el que no deja de hablar del color de mi trasero. ¿Por qué será? Creo que sientes un placer perverso metiendo mano a mujeres indefensas.

—¡Mentira! —Sam pegó la cara a la de ella con gesto agresivo, y su aliento caliente le golpeó la boca, la nariz y las mejillas—. ¡Eso es mentira! Y creo que ya ha quedado claro que tú no has estado indefensa desde el día en que naciste, pelirroja, así que deja de actuar de una vez. De todas formas, nadie que haya estado en tu compañía más de una hora puede creerte. —De pronto sus pestañas negras entrecerraron sus ojos—. ¿Sabes lo que creo? Creo que te gusta ir por ahí provocando y calentando braguetas.

Catherine sintió cómo la indignación ardía en sus venas.

—¡Pero bueno! ¡Esto es el colmo! ¡Solo porque tú no sabes tener las manos quietas ni controlar esa mente calenturienta que tienes, crees que todo el mundo está obsesionado con el sexo!

—Pues tú por lo menos sí. A lo mejor eres una de esas mujeres que al final nunca cumplen pero a las que les gusta provocar. Y si no, mira cómo te ganas la vida.

—¿Enseñando a niños sordos?

—Meneándote en tangas y plumas. Me parece que a ti te encanta meter esos melones de talla cien en las narices de todo el mundo.

—¡Talla noventa!

—Y menear el trasero con esa ropita tan ajustada que tanto te gusta llevar para ver cuántos tíos babean por ti.

—¿Sabes qué, McKade? Empiezas a recordarme a mi madre. Ella también nos daba continuamente la tabarra sobre el peligro de exponer nuestros cuerpos pecaminosos.

Sam se sintió insultado al ser comparado con una madre puritana, pero apretó los dientes y redujo su respuesta a un razonable:

—¿Sí? Pues a lo mejor deberías haber hecho caso a tu madre.

—No, si se lo hice —le aseguró Catherine—. Fue una de las principales razones por las que elegí mi carrera.

—Pues volviendo a eso, deberías tener cuidado con esa costumbre tuya de poner a los tíos a cien. Porque no nos gusta que nos pongan como una moto para luego dejarnos a dos velas. De hecho, hay un nombre para las mujeres como tú…

—¡Ah, no, no, no! —Catherine alzó la nariz debajo e la de Sam—. ¡De eso nada, guapo! Eso ni lo sueñes. No pienso dejar que me insultes solo porque eres un aspirante a policía puritano que no puede soportar la visión de un cuerpo sano de mujer.

—Y el tuyo es desde luego muy sano, cariño. —Sam se echó un poco hacia atrás para mirarla de arriba abajo con gesto insolente—. Bien alimentado, dirían algunos. Redondito y lleno. Estupendo.

—¡Eres un cerdo! No estoy gorda; estás equivocado si crees que vas a hacer que me sienta como una foca.

—Yo no…

—¡Seguro que no! Y además dudo que a ti te vayan los tipos anoréxicos. Seguro que fantaseas con tangas y plumas todo el tiempo mientras desprecias a las bailarinas que los llevan. Y todo porque eres un calvinista mojigato y reprimido…

Sam alzó una ceja de golpe.

—Tan lógica como siempre, ya veo. A ver si nos aclaramos, pelirroja. ¿Soy un mojigato reprimido o un maníaco sexual degenerado?

Pero ¿cómo se atrevía a burlarse así? Concentrada en el irónico gesto de la ceja, Catherine pasó por alto que la ira se iba acumulando en los ojos de Sam. Con la cara sonrojada y el corazón palpitante, contestó a gritos:

—¡Las dos cosas! Eres un hipócrita reprimido y un obseso del sexo, que no sabría qué hacer si una mujer estuviera dispuesta a irse con él. ¡Eso suponiendo que pudieras encontrar a alguna, claro!

Él la agarró por los brazos con sus manazas y la levantó hasta ponerla de puntillas. De nuevo pegó su rostro al de ella, con un gesto de clara belicosidad.

—Pues resulta que no tengo problemas con las mujeres —masculló entre dientes.

Ella se alzó de hombros, y el movimiento hizo que sus senos rozaran por un instante su pecho. La mirada de Catherine se dirigió hacia la expresión malhumorada de sus labios, antes de alzarse de nuevo hacia sus ojos furiosos. El corazón le martilleaba tan deprisa y tan fuerte que era increíble que los huéspedes de las habitaciones vecinas no estuvieran aporreando las paredes para reclamar silencio.

—Eso es lo que tú dices —logró contestar con fingida calma, mientras el corazón le latía en la garganta. Aquel era el momento apropiado para apartarse y suavizar la situación, pero todas esas palabras que sabía que no debía pronunciar, iban surgiendo de sus labios—. Pero de eso no tenemos ninguna prueba, ¿verdad, McKade? Seguro que te pasas la vida en bares cutres de striptease, allí encogido en la barra como un trol, babeando con las bailarinas a la vez que las menosprecias por ganarse la vida quitándose la ropa…

Sam pegó la boca a la de ella para hacerla callar… o al menos eso se dijo en un breve instante de lucidez. En un momento estaba allí agarrándola de los brazos, mientras la cabeza le martilleaba, le martilleaba… de furia, de esa excitación que acechaba muy cerca de la superficie cuando trataba con ella, de una curiosidad carnal tan fuerte que creía que iba a volverle loco… Y de pronto, la tenía aplastada contra la pared, con su boca pegada a la suya, y la estaba besando. Por Dios, la besaba como un muerto de hambre al que de pronto pusieran delante un festín.

Y ella le devolvía el beso.

Notó que ella abría la boca, y gimió. Estaba dentro de ella, y su sabor era caliente y dulce. Y quería más. Más. Hundió más la lengua y presionó más con su cuerpo, notando sus senos aplastados contra su pecho y el contacto de sus brazos suaves y blancos que se enroscaron en torno a su cuello.

Sam hundió la mano en su pelo, le quitó las horquillas. Los mechones se enredaron entre sus dedos y el olor a champú, fresco y seductor, impregnó el aire. Sam respiró hondo y le agarró la cabeza con las manos. Luego alzó la cara unos milímetros y se quedó mirando un momento sus ojos entornados y sus labios enrojecidos. Y entonces, cambiando el ángulo del beso, se acercó a ella en otra dirección para asentar la boca con más firmeza sobre la suya. Los suaves labios de ella se aferraron a los suyos, y con las manos ella le agarró la cabeza, temerosa de que fuera a apartarse si no lo sujetaba. Las lenguas se enredaron y Sam dejó escapar un profundo gemido.

No sabía el tiempo que había transcurrido cuando al final apartó las manos de su pelo para deslizarlas despacio por su cuerpo hasta tocar el bajo de su falda. Estrujando la elástica tela entre los dedos, la alzó por encima de los muslos y las caderas, hasta dejarla arrugada en torno a su cintura bajo los faldones de la camisa. Al cabo de un instante Sam deslizó los dedos bajo la ligera tela de las bragas y de pronto tenía en cada mano una nalga caliente de voluptuosas curvas. La alzó en el aire y ella enroscó las piernas en torno a sus caderas, y ese lugar femenino, cálido y húmedo, situado en la cúspide de sus muslos acariciaba su sexo, acogiéndolo mientras él se frotaba contra ella, febril.

Catherine gimió y aferró con más fuerza el pelo de Sam. La boca de este era exigente, su lengua agresiva y su abrazo casi presuntuoso, como si tuviera un derecho divino sobre su cuerpo. Catherine podía haberlo aborrecido, pero en lugar de eso excitaba algún demonio subterráneo que jamás imaginó que formara parte de ella. Sentía como si cada movimiento realizado en los últimos días, cada palabra pronunciada, cada reacción provocada por ese hombre hubieran conducido a ese momento salvaje. Se sentía como arrojada a un crisol de implacable calor que amenazaba con quemarla viva. La boca de él, sus grandes manos sobre su piel, su cuerpo aplastándola contra la pared, todo alimentaba las llamas. Su erección presionaba con fuerza entre sus piernas, y Sam seguía moviendo las caderas sin parar, con lentas, fuertes y regulares oscilaciones que excitaban terminaciones nerviosas que Catherine ni siquiera conocía. En su garganta reverberaban sonidos oscuros, perturbadores en su necesidad, y se aferraba a él, embistiéndole con la pelvis todo lo que podía en el confinado espacio entre su cuerpo y la pared.

De pronto, sin previo aviso, Sam apartó la boca. Catherine lanzó un gemido de protesta e intentó atraerle de nuevo, pero él trazó una línea de besos de su mejilla a su oreja.

—Dios —susurró con voz ronca—. Sabes de maravilla. —Succionó el lóbulo de la oreja y lo atrapó con suavidad entre los dientes.

Catherine sentía el calor de sus jadeos desgarrados, que provocaban escalofríos en las sensibles espirales de su oído.

Y las caderas de Sam seguían moviéndose, empujándola cada vez más cerca del límite.

—¿Sam? —Catherine le aferró con más fuerza la cabeza para obligarle a volver de nuevo la boca hacia ella. Él se dejó y realizó una breve y furiosa incursión entre sus labios antes de apartarse de nuevo para bajar decididamente entre besos por su cuello. Apretándole las nalgas, la alzó ligeramente y sus labios rozaron ardientes los perímetros del cuello de paño blanco.

—Quítate mi camisa, Kaylee —pidió con voz ronca—. Por Dios, quítatela. Quiero…

«¿Kaylee?» Catherine le miró confusa. Puesto que la excitación le nublaba el proceso cognitivo, tardó un momento en darse cuenta de las implicaciones que aquello suponía, y lo que deseaba era sencillamente apartarlas de su mente. Por Dios, solo una vez, y no volvería a pedir nunca nada. Estaba justo al borde del orgasmo, y no tenía ningunas ganas de hacer zozobrar el barco y renunciar a todo.

Se movió contra él con más fuerza, pero descubrió que ni siquiera con la promesa de una satisfacción como no había conocido anteriormente, era capaz de permanecer callada.

—Catherine —susurró roncamente—. Me llamo Catherine. —«Dilo, Sam. Por favor, por favor, dilo, aunque solo sea una vez.»

Él guardó silencio un segundo. Su boca seguía jugando en el cuello de Catherine, sus caderas seguían bamboleándose contra ella. Hasta que de pronto se quedó inmóvil. Alzó la cabeza y la miró a la cara un momento. Luego su frente golpeó la pared junto a ella con un sonoro golpe.

—No me hagas eso. —Su voz era tan tensa como la de Catherine, mientras su frente golpeaba una y otra vez el áspero yeso de la pared. Volvió la cabeza hasta poner los labios en su oreja—. Maldita sea, Kaylee —susurró ronco—. No hagas eso. ¿No puedes dejar de mentir ni siquiera en este momento?

La fría realidad apagó todas las ardientes sensaciones que palpitaban en Catherine, y ella debería sentirse agradecida por ello. Pero en aquel momento no era capaz de regocijarse. Todavía aturdida por haber experimentado esas intensas emociones, se limitó a reclinar hacia atrás la cabeza contra la pared y se concentró en respirar hondo para calmarse. Tenía que recuperar la compostura.

Sam se la quedó mirando. Catherine tenía los labios hinchados y parecían amoratados por sus besos salvajes. Sus pupilas dilatadas casi habían devorado el verde de sus ojos. Pero en su mirada, cuando se clavó en la de él, no había ningún arrepentimiento, y Sam supo que no iba a retractarse de su mentira. Jamás en su vida había conocido a nadie tan tozudo.

Estaba furioso.

—Podría hacer que lo desearas —afirmó él con voz ronca y rasposa, y sabía que era cierto. Tenía todo el aspecto de una mujer al límite. No le costaría mucho hacerla sucumbir, y no se sentía especialmente caritativo—. Puedo hacerte suplicar, pelirroja, y entonces no importaría con qué nombre te llamara. —Furioso en su agonía de excitación frustrada, Sam le agarró el trasero y movió sus caderas una vez, dos veces, viendo con sombría satisfacción que los ojos de ella se desenfocaban y los párpados comenzaban a caer. El rubor encendía sus mejillas y un débil gemido resonó profundo en su garganta. Catherine adelantó la pelvis.

Luego volvió a echarla atrás bruscamente, dejó caer los brazos a los costados y sus pies se deslizaron hasta el suelo. Catherine abrió los ojos despacio. Con las pupilas todavía dilatadas y los párpados pesados, cargados de necesidad sexual, le miró a la cara con terca determinación.

—Me llamo Catherine —susurró, humedeciéndose los labios—. Dilo. —Era una mezcla de orden y súplica—. Por favor. Llámame Catherine una vez, Sam. Solo una vez. Y te daré lo que quieras. Haré lo que tú quieras.

Una visión llameó en su mente, y Sam estuvo tentado. Dios, la tentación era fuerte. Notaba sus pezones clavándose en su pecho a través de la ropa, y era consciente de lo húmeda que ella estaba, puesto que la humedad de sus bragas se había traspasado a la cremallera de sus tejanos con cada movimiento de sus caderas. Qué demonios, ¿por qué vacilar siquiera? Lo único que tenía que hacer era abrir la boca y pronunciar el nombre de su hermana. Decirlo solo una vez. Luego podría desnudarla y satisfacer todos los impulsos que había ido conteniendo desde el primer momento en que la conoció.

Si ella quería jugar así, a él no le costaba nada siempre y cuando consiguiera también su objetivo.

Mientras sus dedos se hundían con más firmeza, respiró hondo y agachó la cabeza dándose por vencido.

Pero de pronto gruñó una obscenidad y se apartó.

—Bájate la falda —ordenó.

Se hundió los dedos en el pelo y dio media vuelta, maldiciendo en silencio su anticuado e inoportuno sistema de valores.