Capítulo 3
Solo llevaba unas horas con aquel caso, y no pintaba nada bien. «Mamá, qué pena que ya no estés con nosotros», pensó sombrío, intentando por todos los medios ignorar a su malhumorada y escultural pasajera y concentrándose en el tráfico pesado del centro de la ciudad.
Aquella situación no solo incluía elementos que parecían salidos de los programas favoritos de Lenore McKade, sino que venía a corroborar la teoría derrotista de su madre de que «nadie escapa del nicho en el que ha nacido».
No era que ella deseara el mal para nadie, pero nunca había creído que alguien pudiera mejorar la posición social que le había tocado en la vida. Ella se había esforzado mucho, y lo único que logró fue trabajar muchas horas por un salario muy bajo, una liquidación sin bonificación alguna y una pensión de mala muerte. En otras palabras: acabó justo donde había empezado. De manera que se dedicó a planchar, a ver la televisión y a advertir a Sam para que se resignara al hecho de que él también terminaría donde había comenzado. Según Lenore, tal vez podría escapar por un tiempo, pero antes o después la vida le daría una patada y lo mandaría de nuevo al fondo.
Sam no estaba de acuerdo. Había ingresado en el ejército, se convirtió en policía militar, y durante más de doce años desmintió las predicciones de su madre. En un entorno ordenado y estructurado, prosperó. Luego su compañero Gary Proscelli recibió una bala dirigida a Sam y se quedó parapléjico.
Y Sam se preguntó entonces si su madre no tendría razón. Tenía que decidir en ese momento cuál sería su nueva ocupación.
Pero no pensaba rendirse, no pensaba dirigirse hacia el ocaso con el rabo entre las piernas. Dejó el servicio cuando se enteró de que pensaban enviarle a la base militar de Oakland. ¿Quién demonios esperaban que ayudara a Gary si a él le mandaban al otro lado del continente? Había que cumplimentar todo el interminable papeleo para darle de baja en el ejército, y luego más papeleo para conseguir la pensión de invalidez. Por no mencionar que su amigo también necesitaba a alguien que le ayudara a suavizar la transición a su nuevo modo de vida.
Sam se sintió tan culpable viendo a Gary esforzarse por rehacer su vida que la mala conciencia estuvo a punto de acabar con él. Sabía que tenía que hacer algo. Una vez que se hubieron establecido en un pequeño apartamento de Miami, empezó a buscar la manera de hacer realidad un sueño que habían acariciado durante años.
Siempre habían hablado de cumplir sus veinticinco años en el ejército y luego, con el dinero de la jubilación, comprarse un refugio de pesca. Lo cierto es que había sido una ambición que entonces les parecía muy lejana, que pertenecía a un futuro remoto. Pero cuando el plan fue abatido por la misma bala que paralizó a Gary, Sam tuvo que buscar la manera de ganar dinero de forma rápida.
Y no existían muchas perspectivas para un tipo con estudios primarios y muy pocos créditos universitarios. El crimen estaba descartado, y las fuerzas de la ley no ofrecían un sueldo suficiente, no si esperaba cumplir su objetivo en este siglo. Era una lástima, porque le habría gustado ser policía. Desde luego le gustaba ser policía militar. Pero no se trataba de él. Se trataba de asegurar el futuro de Gary. La caza de recompensas parecía la manera más rápida de ganar dinero. El hecho de que Sam no tuviera gana alguna de convertirse en agente de recuperación de fugitivos y que cada día odiara más su trabajo era lo de menos.
Estaba más que harto de estar en contacto permanente con las formas de vida más rastreras de Miami. Pero al cabo de un año y medio empezaba a vislumbrar los beneficios, porque hacía tan solo unas semanas se había puesto en venta el refugio de pesca con el que Gary y él soñaban. Estaba situado en un lugar donde habían pasado algunos de sus mejores momentos, el retiro de vacaciones de Carolina del Norte donde habían ido varios años seguidos. Era un trocito de cielo en la tierra, y jamás habían esperado que lo pusieran en venta.
Sam pensaba comprarlo. La entrada que le pedían era más alta de lo que esperaba, pero disponía de treinta días para reunir la cantidad necesaria antes de perder la opción de compra.
Se fijó en su prisionera, que miraba malhumorada el tráfico por la ventanilla. Por lo menos esta no tenía un historial de violencia, a diferencia de la mayoría de la gentuza a la que entregaba. De hecho, le sorprendía un poco lo alta que había sido su fianza. Había tenido mala suerte con el juez, quien despreciaba el mundo del espectáculo. Pero ese no era su problema. De hecho, desde su punto de vista, cuando más alta fuera una fianza, mejor, puesto que el porcentaje que a él le correspondía tras la entrega del fugitivo era del 10 por ciento.
Pero lo primero era llevar a la pelirroja a Miami sin más tropiezos como los de esa mañana. Sam abrió el mapa de carreteras.
Catherine le oyó mascullar para sus adentros y le miró. Cada vez que llegaban a un semáforo en rojo, es decir, cada dos minutos, inclinaba la cabeza sobre el mapa de la consola entre los dos asientos y farfullaba palabrotas de lo más grosero. Catherine se quedó mirando la enorme mano abierta sobre el papel. Tenía los dedos largos y parecía fuerte. Tuvo que volverse apresuradamente hacia la ventana al experimentar una salvaje oleada de satisfacción cuando vio los arañazos rojos en el dorso de la mano. Por Dios. Jamás habría imaginado que algún día se sentiría bien por haber infligido esas heridas a alguien.
Los edificios que se alzaban a ambos lados sumían las calles en una penumbra casi sobrenatural, y por primera vez Catherine advirtió el paisaje que se deslizaba por la ventana. Al salir de la autopista estaba demasiado alterada para fijarse, pero ahora se dio cuenta de que estaban en el centro de Seattle.
¿Para qué? El aeropuerto de SeaTac estaba a más de quince kilómetros al sur.
Varias manzanas más adelante, su captor lanzó un murmullo de satisfacción y se metió en un aparcamiento de coches de alquiler. Al cabo de unos segundos había aparcado y estaba con su bolsa, el equipaje de Kaylee y Catherine ante el mostrador de la minúscula agencia. Mientras hablaba con el empleado para devolver el coche, Catherine intentó discretamente zafar la muñeca de los fuertes dedos que la aprisionaban. Sam dejó al instante lo que estaba haciendo y le clavó sus ojos dorados, tapando la vista del empleado con un sutil movimiento de su hombro.
—Podemos hacer esto de dos maneras —la informó en voz baja—. Podemos hacerlo por las buenas, como amigos, o puedo ponerte las esposas y llevarte a rastras delante de todo el mundo. La verdad, pelirroja, tu dignidad me importa un carajo, de manera que la elección es tuya.
Catherine dejó el brazo yerto. Aunque hervía de rabia, echó a andar obedientemente tras él cuando se marcharon de la agencia un minuto más tarde. Al notar que él echaba el peso de su cuerpo sobre la pierna izquierda, se felicitó por haberle dificultado una parte de su trabajo. Pero aunque Sam cojeara y tuviera una mano arañada, la situación de Catherine no había experimentado ninguna mejora. McKade todavía se la llevaba a… bueno, adonde la estuviera llevando.
En la manzana siguiente, McKade se detuvo delante de un edificio de mármol en la esquina entre la Ocho y Stewart. Nada más abrir la puerta, Catherine se detuvo en seco y se quedó mirando el cartel azul y blanco que había colgado.
—¿Greyhound? —exclamó incrédula—. ¿Vamos a ir a Miami en autobús?
Y vio sorprendida cómo una oleada de rubor ascendía por el cuello de Sam, sobre su fuerte mentón hasta las mejillas tersas y planas. Él miraba ceñudo hacia un punto lejano más allá de ella, negándose a encontrarse con sus ojos. Su evidente incomodidad dio a Catherine algo que no había poseído desde el momento en que McKade había irrumpido en su vida: un atisbo de control. Le miró alzando una ceja.
—¿Qué pasa aquí, McKade? ¿Es que a los cazarrecompensas malos y grandotes no os dan dietas de viaje?
Los dedos de Sam se tensaron en torno a la muñeca de ella un instante, pero el hombre se limitó a gruñir.
—Muy graciosa, pelirroja. Muy graciosa. —Y la arrastró hacia la ventanilla.
Quince minutos más tarde se metía los billetes en el bolsillo de su camisa blanca y se la llevaba hacia una hilera de sillas de plástico clavadas al suelo al lado de la sala de juegos. Allí dejó caer el equipaje.
—Siéntate.
—Caramba. ¿Cómo podría rechazar una invitación tan educada y encantadora? —Y eligió para sentarse la silla más limpia.
Él le acercó el equipaje a patadas y se dejó caer en la silla contigua. Se inclinó, plantó los codos sobre sus piernas abiertas y se quedó mirando las sucias losetas rojas del suelo. La camisa se tensaba sobre sus hombros y sus manos grandes colgaban entre sus rodillas. El muslo izquierdo invadía el espacio de Catherine.
Ella estaba sentada erguida y tiesa, con los tobillos alineados y las piernas remilgadamente juntas, apartadas de la pierna musculosa que invadía su territorio. Sabía que debía de tener una pinta de lo más repipi, pero no le importaba. Era lo único que de momento podía hacer para mantener bajo control sus agitadas emociones. Se quedó mirando al vacío, escuchando las vibraciones y pitidos eléctricos que surgían de la sala de video-juegos a su espalda.
Sam la miró de reojo y frunció el ceño. Había algo en ella que hacía que él se sintiese como un gorila sin modales. Por la manera que tenía de estar allí sentada como una reina entre la plebe, era difícil recordar que se ganaba la vida meneando las caderas con un mínimo de ropa. Menuda actriz. Tuvo la tentación de presionar un poco más con la pierna izquierda, solo para ver qué haría ella.
Pero probablemente no era una buena idea. Maldita sea. ¿Qué tenía aquella mujer que no hacía más que incitarle a olvidarse de su profesionalidad?
Se inclinó para recoger del suelo su bolsa y se la puso sobre el regazo. Abrió la cremallera y comenzó a sacar los contenidos para hacer un breve inventario. Se animó al instante. No estaba tan mal como se había temido.
—¿Qué demonios estás haciendo?
Sam advirtió que la mujer se había quedado mirando la pila de téjanos, camisetas y calzoncillos que tenía sobre el regazo, y los útiles de afeitar que oscilaban encima del montón.
—Mirando lo que llevo.
—¿Por qué? ¿Es que te hizo la bolsa tu mujer o algo parecido?
El resoplido de risa de Sam fue breve y carente de humor.
—¿Acaso te parezco un producto de la felicidad conyugal?
Ella le miró con una expresión serena en sus grandes ojos verdes.
—No creo que quieras saber lo que de verdad me pareces, McKade. A pesar de todo, sí que da la impresión de que tienes inteligencia suficiente para recordar lo que echaste en la bolsa anoche o esta mañana.
Por alguna razón, el insulto le provocó una sonrisa. Una cosa tenía que admitir, la pelirroja no tenía pelos en la lengua.
—La bolsa lleva en el maletero de mi coche… ya ni me acuerdo. —De hecho, la previsión de tener siempre una bolsa lista le había evitado más de un apuro—. El coche había pasado la noche en el aparcamiento, así que esta mañana tuve el tiempo justo de recoger la bolsa antes de que saliera mi avión. Y menos mal, porque si no habría tenido que comprarme la ropa a precios del aeropuerto cuando te me escapaste esta mañana en MIA.
—¿MIA? ¡Por favor! ¿Eso qué es, argot de cazarrecompensas?
«Ya. Como si tú no lo supieras.»
—Muy bien, voy a seguirte la corriente —replicó con paciencia—. Miami Internacional Airport. Desde donde los dos hemos salido esta mañana.
Qué demonios. Su buen humor, al garete. No necesitaba que nadie le recordara lo mucho que la fugitiva le había costado en billetes de avión y autobús.
Un chiquillo rubio se subió a la silla junto a la de Catherine.
—Hola —saludó.
Agarrándose al respaldo de plástico con una mano regordeta, se inclinó hacia ella, haciendo oscilar precariamente el zumo de uva que llevaba en la otra mano.
—¡Tommy! ¡Deja en paz a esa señorita! —Una rubia con expresión de agotamiento, vestida con ropa de mercadillo, se sentó al otro lado de su hijo.
Para sorpresa de Sam, Catherine sonrió a la madre y al hijo.
—No pasa nada —aseguró. Luego miró al pequeño y añadió con voz suave—: Hola, Tommy.
—¿Sabes qué? —dijo el golfillo—. La semana que viene cumplo cuato años. —Sonrió y prosiguió informando—: Mi made y yo vamos a Pote'land. —Hizo un amplio gesto con la mano que sostenía el zumo—. Vamos a vivir con mi abuela. ¿Y tú? ¿Dónde vas? —Con esta última pregunta el zumo de uva salió disparado del vaso, trazó un arco en el aire y salpicó a Catherine en la blusa y las rodillas desnudas. Ella se levantó de un brinco con una exclamación, apartándose del pecho el algodón empapado.
—¡Tommy! ¡Mira lo que has hecho! —gimió la madre—. Lo siento, señorita. Lo siento muchísimo. —Y también se puso en pie para intentar secar la blusa de Catherine con una servilleta de papel.
El niño se contagió de su creciente agitación y su gemido de sorpresa se convirtió en un llanto a moco tendido.
—No pasa nada, de verdad. Es una blusa vieja. —Catherine le quitó a la mujer la servilleta mojada y se limpió el zumo de las piernas.
A Sam le sorprendió su compostura. Él habría jurado que era de esas que se ponen hecha una furia en una situación así.
—Vamos —dijo, levantándose y agarrando las bolsas—. Puedes asearte en el servicio.
Dejando a la mujer balbuceando disculpas y al chiquillo llorando, Sam se llevó a Catherine del codo hasta la rampa que llevaba a los servicios de señoras. Abrió de golpe la puerta y asomó la cabeza para asegurarse de que no había otra salida por la que su prisionera pudiera largarse. Una mujer que se estaba secando las manos lanzó una exclamación indignada, pero Sam no le hizo ningún caso. Le tendió la maleta a Catherine y sugirió:
—Ve a asearte.
Catherine se limpió los pegajosos churretes de zumo de uva con agua del grifo y varias toallas de papel. Se quitó la blusa, y después de un triste examen la tiró a la papelera. No había manera de quitarle las manchas. Se agachó para abrir la maleta de Kaylee.
Para una mujer que había pasado toda su vida adulta disimulando unas curvas demasiado voluptuosas, la elección que le ofrecían los contenidos de la maleta eran desoladores. Se probó un top tras de otro, y cada uno parecía más atrevido que el anterior. Por fin se decidió por una camiseta corta verde esmeralda, pero al verse en el espejo tiró avergonzada de la escasa tela en un intento por estirarla hasta la cintura de los pantalones. ¡Y por Dios! Si por lo menos no se ciñera tanto a la forma de sus pechos… Catherine realizó un último y fútil examen de la maleta. ¿Es que Kaylee no tenía ni una sola prenda que no brillara, relumbrara o se ajustara como una segunda piel?
Unos fuertes golpes en la puerta de los servicios la hicieron dar un brinco.
—Abre, pelirroja —gruñó McKade—. Ya llevas ahí un buen rato.
Catherine se precipitó hacia la puerta y la abrió de golpe.
—¡Lárgate! ¡No soy tu perrito faldero! Saldré cuando haya terminado.
Los ojos de Sam apuntaron como misiles teledirigidos a sus pechos. Luego la repasó entera con la vista y su nuez de adán se deslizó arriba y abajo por la fuerte columna de su garganta.
—Eh… sí. Claro. Muy bien —convino vagamente. Bajó la vista hasta su rostro y sus oscuras cejas se unieron por encima de la nariz mientras recuperaba la compostura—. Tienes dos minutos, MacPherson.
Catherine le dio con la puerta en las narices.
—Haz esto, pelirroja. No hagas lo otro —le imitó ella con amargura—. Como si necesitara que un gusano me dijera lo que tengo que hacer. —Volvió a guardar la ropa de Kaylee, se levantó y miró a su alrededor.
Pero ¿en qué demonios estaba pensando? Había malgastado el tiempo preocupándose por cómo le quedaba la ropa de su hermana cuando tenía un momento a solas para pensar en la forma de salir de aquel lío. ¡Maldita sea! Le daban ganas de darse de bofetadas. ¿Había allí alguna ventana? Miró de nuevo alrededor. No, no había ventana. Bueno, muy bien. Tenía que pensar. ¿Qué otra cosa..? ¡Barra de labios! Escribiría un mensaje pidiendo socorro en el espejo. A lo mejor alguien lo leía y llamaba al FBI o algo así.
Metió la mano en el bolso buscando el gigantesco neceser de maquillaje de Kaylee. En el fondo encontró una barra de Woodrose Creme. La abrió y apoyándose con una mano en el lavabo se inclinó sobre el espejo.
La puerta se abrió de golpe a su espalda.
—Pero ¿qué te pasa? —le preguntó al reflejo de Sam. Sin dejar de mirarle a los ojos, redondeó los labios y aplicó sobre ellos el cremoso carmín—. ¿Es que el servicio de caballeros no funciona o qué?
Sam la miró mientras se secaba los labios con un pañuelo, luego bajó la vista hasta la curva de su trasero, para hacerla rebotar de nuevo en la imagen en el espejo. Catherine hizo un pequeño mohín con los labios y se apartó para observarse con ojo crítico. Dejó caer el carmín en el bolso, se dio la vuelta y señaló el cubículo con un gesto.
—Todo tuyo.
Él atravesó la sala en un instante y plantó las manos sobre el mostrador a cada lado de sus caderas, empujándola contra el lavabo.
—No me provoques, pelirroja.
Ella alzó el mentón.
—¿O qué? ¿Me vas a llevar a rastras por todo el país para meterme en la cárcel?
Un músculo brincó en el mentón de McKade. Luego se apartó, sus ojos fríos de nuevo, como si los fuegos se hubieran extinguido de pronto.
—Vamos. El autobús está a punto de salir.
Catherine notó una oleada de pánico. Ahora que se acercaba el momento de partir, de pronto todo parecía mucho más real, y su breve rebelión acabó no con un estallido sino con un gemido. ¡No! ¡No podía permitir que sucediera aquello! Había logrado labrarse allí una vida, una vida segura, lejos de los altercados y los problemas en los que su hermana estaba siempre involucrada. Y ahora, por culpa de Kaylee, estaba a punto de…
—¡No! —Intentó echar a correr hacia la puerta, pero en vano.
Una idea estúpida. Lo supo antes de que Sam la atrapara con un brazo en torno a su cintura y la levantara del suelo. Pero Catherine no era capaz de razonar con calma. Reaccionó instintivamente, dando puñetazos y patadas a cualquier parte del cuerpo que pudiera alcanzar, hasta que él la rodeó con los dos brazos y avanzó unos pasos hacia la derecha. Para cuando Catherine se dio cuenta, estaba aplastada entre la pared del baño y los músculos de hierro de su captor.
—Cálmate —ordenó McKade. Su voz salía ronca de su pecho, con un tono que sorprendentemente carecía de agresividad—. Domínate, pelirroja.
Liberó una de sus manos sin dejar que ella se moviera ni un centímetro. Le agarró con ella la cabeza y la dejó inmóvil, con la frente apoyada contra su pecho. El calor de sus largos dedos se extendía por su cráneo. Luego McKade bajó la mano a lo largo de su pelo.
—Para y piensa un momento —prosiguió, con el mismo tono enérgico—. Así no llegarás a ninguna parte. —El calor de su cuerpo comenzaba a penetrar los tensos músculos de Catherine.
Sam advirtió su ligero movimiento de sorpresa. Se preguntó qué pensaría si le dijera que ya esperaba de ella una reacción parecida. Siempre llegaba un momento en el que los prisioneros se daban cuenta de que volvían sin remedio a la cárcel a la espera de un juicio del que habían confiado librarse. La reacción entonces era siempre la misma: todos intentaban huir. A los hombres solía reducirlos con la fuerza bruta y el uso de su pistola, si era necesario. Pero con la mayoría de las mujeres intentaba ser un poco menos brusco, siempre y cuando ellas no se pusieran agresivas. Pero la pelirroja era la única persona, hombre o mujer, a la que no había esposado.
No es que la considerase especial, ni mucho menos. No lo había hecho por ella. Tenían un largo camino por delante, porque en su margen de beneficios ya no cabía el precio de los billetes de avión. Ni por un momento había creído su historia de complots, cadáveres enterrados y asesinos a sueldo. Pero era un hombre precavido, y en el improbable caso de que hubiera un ápice de honestidad en aquella mujer, quería atravesar el país llamando lo menos posible la atención. Bastaba con echar un vistazo a la pelirroja para saber que tenía muy pocas posibilidades de pasar desapercibida, y la ropa ajustada que acababa de ponerse no aumentaba precisamente esas posibilidades. Si a todo eso le añadía unas esposas, más le valía quedarse allí parado esperando a que apareciera uno de aquellos hipotéticos villanos para arrebatarle a la prisionera de las manos.
Su expresión se endureció. Aquello no ocurriría mientras él estuviera allí, sobre todo teniendo en cuenta que debía cobrar sus honorarios y comprar un refugio para Gary.
Se apartó de ella dando un paso hacia atrás. Catherine osciló un poco, y él le apoyó las manos en los hombros para estabilizarla.
—Vamos —dijo con aspereza—. Es hora de ponerse en marcha.
Ella parpadeó.
—¿Qué?
Sam tensó la boca al mirar aquellos grandes y atormentados ojos verdes. Por Dios, aquella mujer se había equivocado de profesión. En Hollywood habría arrasado, y ni siquiera habría necesitado exponer el 95 por ciento de su cuerpo.
No sabía por qué aquello seguía sacándole de quicio.
La puerta se abrió tras ellos. Sam volvió la cabeza bruscamente, dándose cuenta de pronto de que estaba en una posición en la que no podría alcanzar deprisa su pistola. Una mujer entró en los servicios, pero frenó en seco al verle. Luego miró a Catherine frunciendo los ojos.
—¡Ya podían buscarse otro sitio para eso! —les espetó—. A algunas nos gusta saber que al entrar en el servicio de señoras solo vamos a encontrar señoras.
—Vamos, pelirroja. —Sam agarró las maletas y deslizó el brazo por los hombros de Catherine. Así la guió por la rampa hasta la puerta de embarque—. El autobús llegará enseguida. —Miró el reloj. Eran las 17.40. Aquello le recordó que se acercaba la hora de la cena y que pasarían varias horas metidos en un autobús hasta la siguiente parada—. ¿Te apetece comer algo?
Ella negó con la cabeza.
—Probablemente tengamos tiempo de tomar una hamburguesa —sugirió McKade, señalando con la cabeza el Burger King que tenía una entrada en la estación de autobuses.
Ella se estremeció y apartó la vista.
—Vale, nada de hamburguesas. Pero voy a comprar algo para llevar. Es posible que cambies de opinión una vez que estemos en camino. —La condujo hasta una serie de máquinas expendedoras y compró varios artículos que metió en su bolsa. Luego se dirigieron al exterior, donde otros pasajeros esperaban el autobús fumando o andando de un lado a otro. Sam se palmeó el bolsillo del pecho buscando su tabaco antes de acordarse de que había dejado de fumar.
El autobús llegó al cabo de un momento. Sam introdujo a su prisionera en el interior y no tardó en tener el equipaje en el estante superior y a Catherine sentada junto a la ventanilla.
Esta no decía nada. Ni siquiera reconocía ya su presencia. Miraba por la ventanilla mientras el autobús salía de la estación. Era como si Sam no existiera.
Bueno, a él no le importaba. Cuanto menos hablaran, mejor. Tampoco es que se muriera de ganas de conocerla. Las luces de la ciudad iluminaban su perfil mientras se dirigían hacia la autopista. Sam frunció el ceño. Aquella mujer no era para él más que mercancía, por mucho que hubiera sentido un pellizco en el estómago cuando la vio pintarse los labios. Qué demonios, seguro que había sido debido al hambre. La pelirroja había dicho que no a una hamburguesa, pero a él le habría venido de miedo. «Mercancía», se repitió en silencio. «Es mercancía.»
Un paquete que tenía que entregar antes de poder lograr su objetivo.