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EMPATÍA
LA empatía es la capacidad cognitiva de percibir y penetrar profundamente en los sentimientos del otro. Es una destreza que forma parte de la inteligencia emocional, una habilidad de la comunicación interpersonal. Aquel que es reconocido como empático tiene la particular habilidad de estar consciente, de reconocer, comprender y apreciar los sentimientos de los demás. En mi opinión, la empatía viene a ser como el don personal de una conciencia social. Aquel que lo posee no necesita mentalizarse para desarrollarlo. La habilidad de leer en los sentimientos de los demás está. Es. Fluye.
Mis secuelas y dolencias no se apreciaban desde fuera, no podían percibirse a simple vista. La cicatriz permanecía oculta. No había un recordatorio constante del trauma por el que había pasado. Mi visión doble, acúfenos e hiperacusia aguda tampoco manifestaban evidentes señales externas para los que estaban a mi alrededor. Si estaba sentada, no tenían por qué notarse ninguna de mis limitaciones físicas.
La hiperacusia y los acúfenos son síntomas difíciles de comprender. Son muchas las veces en las que me han dicho: «Es que, por más que lo intento, no soy capaz de imaginar cómo tiene que ser estar todo el día con esos ruidos internos en la cabeza. Cómo tiene que ser escuchar cada sonido amplificado». Sé que no es fácil imaginarlo y mucho menos recordarlo de manera constante, tenerlo presente en cada momento compartido con el paciente que sufre una alteración similar a esta.
Uno de los mejores ejemplos de conexión inmediata con los sentimientos de los demás lo tengo presente en mi hermana. Ella es la escultura de la empatía. ¿Cómo es posible que, contando con tan pocos datos y conocimientos sobre la dificultad de mi estado, conectara al instante con mi necesidad? Ella lo único que sabía es que había estado muy malita, que me habían tenido que operar en la cabeza y que me molestaban mucho los ruidos. Recuerdo a la perfección el significado que tomó para mí uno de sus gestos espontáneos.
El tono de voz de mi hermana es alto y grave. Como la mayoría de las personas con síndrome de Down, su voz es ronca y muestra claras dificultades en la articulación y fluidez de su habla. Para ella el ejercicio de hablar bajito, de susurrar, no es tan sencillo como para los demás. En mi periodo de extrema sensibilidad auditiva, no hubo un encuentro entre nosotras que no contara con su esfuerzo y concentración permanentes por hablarme a un volumen de voz bajo. Pero eso era algo que se respiraba en el ambiente de aquellos encuentros a los que terminamos llamando conspiraciones secretas. Por pura imitación, sumarse a ello resultaba una respuesta lógica para la mayoría de los que me rodeaban. Lo que llamó mi atención aquel día fue su modo de reaccionar ante una acción que se repetía constantemente en casa cuando recibía visitas.
Aunque caminara tan despacio y desequilibrada, me gustaba ser yo quien se ocupara de traer lo que íbamos a tomar. También de recoger las cosas de la mesa y llevarlas de vuelta a la cocina. (En las tareas domésticas hay toda una tabla de ejercicios de rehabilitación.) Cuando coincidíamos varias personas en los encuentros, casi siempre se ocupaba Verdes, pero, en muchos de los que recibía yo sola en casa, les pedía a mis amigos que me dejaran llevarles lo que quisieran tomar. Aquel día mi hermana me pidió un refresco. Bajo el ritmo de mis andares por aquel entonces, que era el similar al de un caracol con síntomas de embriaguez, me dirigí hacia la cocina para traérselo. Ella me esperaba en el salón, sentada en el sofá, con su característica posición de apoyar cada uno de sus pies en su muslo contrario.
Tan pancha.
Atenta siempre al sonido, dejé la lata con suavidad sobre la mesa y me senté junto a ella.
—Bueno, a ver, cuéntame cosas de tu semana. ¿Cómo estás? —le pregunté.
Ella, como quien le visita por sorpresa un urgente recordatorio, se levantó de súbito, cogió la lata y me dijo:
—¡Ah! Espera un momento.
Salió decidida del salón, cuidadosa con el ruido de sus pisadas, y cerró la puerta del pasillo lentamente. Yo me quedé sentada esperándola y preguntándome qué iría a hacer. A lo lejos escuché el sonido del crujiente chasquido que se produce al abrir una lata. Abrió la puerta y entró en el salón con la mejor de sus sonrisas. Se sentó a mi lado de nuevo, en su posición de flor de loto particular, y me dijo muy bajito:
—Es por tus oídos, Silvia, ahora ya sí puedo. Dime…
Ya ni me acordaba de lo que le había preguntado. Me emocioné en aquel momento y me emociono de nuevo ahora al recordarlo.
Sabía que para algunas personas el peso que provocaba la hiperacusia no era reconocible. Yo escuchaba cada sonido como un grito agudo o grave a escasos centímetros del oído —como si todos los sonidos que me rodeaban se emitieran desde un megáfono—, pero era consciente de que «Escucho cada sonido amplificado» no era una frase que calara por igual. Sin más aviso que el de esta comprimida información, parecía que en algunos la frase se adueñaba al momento de su propio estar. No hacían falta más palabras; la hacían suya desde el instante en el que nos encontrábamos. En aquellas visitas en mis meses de hiperacusia aguda, observaba perpleja la arrolladora intuición de la empatía. Al llegar a casa no llamaban al timbre, daban en la puerta unos suaves golpes con los nudillos, se quitaban los zapatos al pasar, el sonido de sus móviles permanecía desactivado desde su entrada, controlaban el volumen de su voz, el de su posible tos o estornudo, ralentizaban sus movimientos a la hora de coger y soltar un objeto, iban al baño y cerraban las puertas a toda prisa tras el sonido que provocaba la cisterna… Me parecía un mundo observar cómo una misma información podía provocar comprensiones y comportamientos tan radicalmente distintos en cada ser humano. El don de la empatía volvía a dejarme sin palabras.
Yo no hablaba por teléfono y, a pesar de que hoy en día ya pueda hacerlo, no he vuelto a retomar esta actividad. Si surge una llamada necesaria, la hago, pero como sé que no le sienta especialmente bien a mis oídos, procuro evitarlo al máximo. Así que, por extraño que resulte, tengo algo positivo que rescatar de la hiperacusia: despedirme de las conversaciones telefónicas. Un descanso, un homenaje para el oído, la cabeza y el brazo derecho. Me suelo comunicar leyendo y escribiendo mensajes; infinidad de mensajes por teléfono y por mail a lo largo de este viaje.
Al igual que tengo la buena y la mala costumbre de meterme en las camas de mi gente cuando se encuentran ingresados en un hospital, tengo la buena y la mala costumbre de responder todos los mensajes personales que recibo. Digo la «buena costumbre», porque responder cada uno de los mensajes que llegan me hace sentir que respeto el tiempo y espacio de cada una de las personas que se preocupan por mi estado. Y digo la «mala», porque responder tal número de mensajes me hace sentir que no estoy respetando el tiempo y espacio que necesita mi estar. Sí que sí. Sé que tengo que aprender a reconciliarme con no ser capaz de abarcar tanto y no sentirme mal por ello. En los primeros meses, responder el batallón de mensajes diarios con mi pulso y visión doble me llevaba mucho tiempo cada día, cada semana. El número de mensajes que llegué a recibir fue tal que se me hizo imposible contestarlos. Tuve que pisar a fondo el pedal del freno. Mandé un mensaje común a amigos y conocidos para decirles que me tomaba un tiempo de retirada. Tres horas al día respondiendo mensajes me dejaba bizca. Valoraba cada una de las palabras y deseos que me visitaban, pero sentía con todas mis fuerzas que necesitaba concentración y descanso.
Comencé a escribir este libro pasados los seis meses desde mi partida sorpresa en Málaga. No ha llegado todavía el momento en el que me acueste sin leer los mensajes que llegan a diario, en el que me vaya a la cama en la continuidad de ir respondiendo a mi ritmo y necesidad (algo está aprendiendo mi propósito de reconciliación). Llegará el momento en el que deje de recibir diariamente continuos mensajes. Es lógico. Es también necesario. Pero hasta aquí, hasta ahora, ya me parece increíble el pensamiento, la presencia y la energía de tantas y tantas personas en cada uno de mis días en este vuelo.
Recuerdo una conversación al respecto con varios de mis compañeros de rehabilitación en Ceadac. Era septiembre. Nos encontrábamos a la espera del comienzo de una de las terapias. En la charla se hablaba de cómo parecía que, después del verano, la gente volvía a acordarse de las dificultades ajenas y de cómo resucitaba de golpe el interés en aquellos que llevaban más de tres meses sin dar señales de vida. Los escuchaba en silencio. Comprendía sus sensaciones de decepción, pero no podía identificarme con ellas. Sabía que mi situación era distinta.
Uno de los más bellos rasgos de mi profesión es la oportunidad de conocer a infinidad de personas diferentes. Cada nuevo trabajo significa un nuevo equipo artístico y técnico, humano. Y dependiendo de los despertares, de las quinielas emocionales, unas nuevas amistades que cuidar y conservar. Eran y son muchos los que conozco, los que se enteraron de mi enfermedad por los medios de comunicación, los que se preocuparon y me hicieron llegar su interés y ofrecimiento de ayuda. Pero lo que valoraba profundamente es que su estar no se limitó tan solo al susto inicial o a la operación: su estar formaba parte de un proceso. Pasaban las semanas, los meses, el año… y seguían. Siguen. La cuestión no era la cantidad de mensajes que llegaban —sabía que por la exposición pública de mi profesión eran muchos los enterados de mi nueva realidad—, lo valioso estaba en la continuidad de su estar a lo largo del tiempo. En su compañía y ánimo presentes. Se encontraran cerca o a miles de kilómetros de distancia, estuvieran sumergidos en intensas agendas laborales o en mitad de sus vacaciones. Estaban. Están.
Es verdad que, en momentos de transición o de una compleja recuperación, el vacío de una ausencia puede ser tan molesto como la insistencia de una presencia. No por enviar un escuadrón de mensajes se permanece más cerca. Se necesita CALOR, pero igual de necesario es el AIRE. Afortunadamente, son tantas las posibles formas de estar sin interferir en el proceso de recuperación… Me parece un tesoro lleno de sabiduría y respeto la forma de estar que supieron encontrar tantos de los buenos amigos sembrados a lo largo de todos estos años.
«No contestes este mensaje. No quiero molestar. Solo quiero que sepas que sigo de guardia las 24 h. Si me necesitas, estoy.»
Esto es como la afinidad con los terapeutas: son sensaciones personales, pero, dentro de las formas, había dos palabras que a mí personalmente sentía que me provocaban resistencia. Sabía que venían bajo un fondo común, un mismo deseo, curiosidad y ganas, pero no podía evitar que su forma me resultase asiento incómodo.
El ya y el cuándo. «¿Estás ya recuperada del todo?», «¿Qué te dicen los médicos, cuándo crees que estarás recuperada?», «¿Cuándo podré yo verte?», «Han pasado varios meses, imagino que ya tienes que estar bien. ¿Cuándo vas a volver a trabajar?», «¿Cuándo vas a dejarte ver?», «¿Cuándo terminarás la rehabilitación?».
Por suerte, esta forma correspondía a una diminuta minoría frente al mar de estímulos que recibía a diario en forma de mensajes escritos, pero los ya y los cuándo no podía evitar que se me atragantaran. Estas dos palabras me sabían a impaciencia y demanda. Dos «colores» que no pensaba visitar ni por cortesía. Algunos de los ya me dejaban entrever el tremendo desconocimiento que existe sobre el trauma y la recuperación que conlleva una hemorragia cerebral, y algunos de los cuándo me colocaban la curiosidad del que acompaña por encima de lo que necesita el que se encuentra en la dificultad. Puede que las formas fueran muy diferentes, pero el fondo siempre prevalecía sobre ellas. El todo por encima de las partes individuales. Así que, independientemente de mi mejor o peor digestión de los modos, en cuanto me paraba a pensar en los orígenes, me reconciliaba con las sensaciones incómodas. Con muchos compartía un mismo código y lenguaje, con otras formas de acompañar tenía poco en común, pero sabía que todas aquellas palabras coincidían en un mismo punto de partida: el deseo de una recuperación. Para todas ellas siempre hubo un mismo punto de partida en mi respuesta: gracias…
Observar el mundo que se vislumbra en nuestra diferente forma de respetar y acompañar en la dificultad merece un alto. No es casual que el hecho de vivir una experiencia personal dramática modifique uniones a nuestro alrededor. La dificultad no es una prueba sencilla, pero ayuda a ver mejor. Frente a ella no queda otra que desnudarse. En el que la vive y en el que la acompaña. Dos acciones que dejan al descubierto toda la esencia de nuestro ser. Uno no solo se descubre a sí mismo, sino que también descubre a los demás. La dificultad une. La dificultad separa. La dificultad es un implacable filtro de orificios minúsculos por el que no pasan los egoísmos, las frivolidades y los chantajes emocionales. Y sí, seguramente haya modos más agradables de conocer, pero es tan revelador lo que se descubre…
Creo que, a través de las vivencias personales que experimentamos, vamos comprendiendo la sencillez que habita en la palabra amor. Las concesiones emocionales disminuyen de manera natural, se deja de invertir energía en aquello que simplemente no fluye. Sin reproches, con la serenidad que aporta ser consciente de lo efímero que es el paso por la vida y lo valioso que es mantenerse cerca y ocuparse de las uniones que uno siente que circulan libres, honestas y generosas. Aquellas que sencillamente amas y te aman.
Fue hace unas semanas, cuando después de una intensa tarde de escritura me lancé literalmente al sofá para pintarme un stop rojo en la frente y descansar la actividad mental del día. Encendí la televisión y me encontré con el primer plano de un hombre que reclamaba el respeto por todas las personas que habían sufrido un ictus y por sus familias correspondientes. Me reincorporé de golpe en el sofá y alcancé el mando de la televisión para subir el volumen (qué ilimitada alegría haber recuperado la audición). Luego, me encontré con las imágenes de una de las participantes de un reality show. En ellas, hablaba por lo bajo con otra de las concursantes. No conocía nada de sus circunstancias personales, pero en su discurso expresó algo similar a: «Pero mira, Dios hizo justicia y a esta mujer le dio un ictus. Ahora está en una silla de ruedas…», y comenzó a acompañar su información con una serie de gestos que ilustraban la parálisis que sufría la persona de la que estaba hablando.
Entendido.
No es que yo personalmente me encontrara encolerizada ante lo que esta mujer andaba cuchicheando, pero sí me revolvió y sí me detuve a pensar en sus palabras y gestos.
«Dios hizo justicia y a esta mujer le dio un ictus».
Me quedé rumiando la frase. Si la llegada de enfermedades corre a cargo de justicias espirituales, entonces tengo claro que hay algo que no alcanzo a comprender en este reparto divino, del cual he sido testigo en muchas de las personas a las que les ha llegado el paquete. No merece la pena ni desarrollarlo. Lo que me llamó la atención fueron los límites que puede alcanzar la ignorancia. No me refiero a la falta de conocimiento sobre las posibles causas que pueden provocar, por ejemplo, un derrame cerebral, sino a la ceguera o ignorancia emocional. La ausencia de empatía. El vacío que puede darse en todo aquello que discurre por la comprensión del dolor y la dificultad ajenos. Venga desde la rabia o desde el chiste, colocarse por encima del dolor de otro ser humano siempre me pareció un semblante que habla por sí mismo.
¿Para qué una palabra más?
Silencio.