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VAMOS, QUE NOS VAMOS

A Madrid en ambulancia. Con dos auxiliares de enfermería y con mi familia pendiente en un coche tras ella, siguiendo y acompañando su dirección y velocidad. No me encontraba con el mejor de los cuerpos posibles, pero no se me hizo especialmente largo o incómodo el viaje. Vuelta a la camilla y vuelta al pequeño interrogatorio de lugares insospechados:

«¿Y a ti qué te parece Pepita? A mí es que no me gusta nada como actriz. ¿Y Fulanita? Me gusta mucho, pero… ¿no te parece que se ha quedado excesivamente delgada? A mí me gustaba más con sus curvas de antes.»

He de reconocer que, sean las circunstancias que sean, mis respuestas monosilábicas ante este tipo de preguntas no favorecen la conversación. Yo permanecía silenciosa y concentrada en horizontal. Reflexionaba sobre la futura llegada a la capital y la compleja operación quirúrgica que me esperaba allí. Con una única parada para que descansara el conductor, la duración aproximada fue de unas cinco o seis horas. Mi familia y amigos sabían ya de mi estado, pero afortunadamente la noticia no había saltado de momento a la luz pública. Junto al equipo profesional de los dos hospitales, intentamos tomar las medidas necesarias para hacer la salida y llegada del modo más discreto posible.

Gregorio Marañón. Hospital que no me resulta nada desconocido. Lo conozco por mi PADRE y por diferentes amigos que han estado ingresados en sus habitaciones. En sus días de «despedida»; en sus días de recuperación.

Conocí al nuevo equipo médico que me atendería allí. Tenían ya consigo los informes de todas las pruebas realizadas en el Carlos Haya. Me presentaron también a la neurocirujana que iba a operarme. Nada más verla, me sorprendió lo joven que era —calculo que tendría un par de años más que yo—, podría ser una de mis amigas, con las que quedo cualquier tarde para tomarnos un café y ponernos al día. De su cualificación no tenía ninguna duda. Profesionalmente teníamos muy buenas referencias de ella. En nuestra primera conversación —en su saludo, modo de hablar y de expresarse— destiló seriedad y precisión.

Creo que uno de los momentos más vulnerables del ser humano es aquel en el que permanece en manos de los doctores. La mayoría de nosotros, con nuestros conocimientos mínimos sobre la materia, ¿qué podemos opinar, debatir o discutir? Algo, poco o nada. Una vez reflexionado y otorgado el sí al cirujano que va a ocuparse de nuestra operación, solo queda confiar. No es sencillo delegar la confección de un abrigo vital para un espacio tan gélido como el quirófano. Nos corresponde y beneficia sumar grados de temperatura a nuestro cuerpo desnudo. Esto de los doctores no es solo un «Hola, encantada y gracias». Con el cirujano, el paciente desarrolla una necesidad de absoluta confianza en su saber y hacer.

Un cerrar de ojos.

Un abandono.

Un posible despertar.

Ya estaba en Madrid. En la ciudad en la que viven la mayoría de las personas de mi círculo más cercano. Comencé a recibir visitas. Fueron muchos, muchos los amigos y compañeros que pasaron por mi habitación durante aquellos días. Ese momento en el que llamaban a la puerta y la cruzaban, ese instante en el que desde la cama me encontraba con sus ojos, fue hasta entonces el único en el que me emocionaba por los adentros. No era una emoción que tuviera que ver con el sufrimiento. Era una emoción repleta de complicidad, de AMOR por las personas que amo, por aquellos que siento y sé que me aman. Al igual que les pasó a mis familiares en Málaga, lo quisieran ellos o no, sus ojos hablaban a buen volumen. Veía en sus rostros el impacto del susto ante la noticia, la preocupación y el miedo por la delicada operación que sabían que me esperaba. Recuerdo abrazos tan… todo. Abrazos repletos de presencia. De calor, acogida y entrega. De UNIÓN.

Desde mi hemorragia cerebral, ha habido días mejores, peores, complicados, removidos, tranquilos, rebeldes, surrealistas…, pero ninguno de ellos lo he vivido desde el dolor emocional. Suene como suene. Es cierto. Lo saben los míos, lo sé por suerte yo. Me parecía que en este sorteo contaba con cantidad de papeletas para dejarme caer en la tentadora opción de maldecir. Esta opción se hallaba a la vuelta de la esquina, podía visitarla en un segundo. Un bucle de pensamientos tan humanos como destructivos, que comenzaban con un «¿por qué?».

¿Por qué a mí? Pero ¿cómo puede ser? ¿Ahora? ¿Un derrame cerebral? ¿A los treinta y dos años? Pero si siempre he tenido una salud fantástica, si no he podido llevar una vida más sana, pero si me encuentro en un momento estupendo, personal y profesional. ¿Nací con una malformación? ¿Y van a tener que abrirme la cabeza? Pero ¿cómo es eso de que es una operación de alto riesgo? ¿Puedo no despertarme de la cama de operaciones? ¿Puedo salir de ella en una silla de ruedas? Y superados los riesgos mayores, ¿tengo que contar también con los riesgos menores? Y los menores ¿cuáles son? ¿Perder el habla? ¿La memoria? ¿La vista? ¿El oído?

No. Me vais a perdonar, pero no sois bienvenidos en esta casa. No me hacéis bien. Por ningún lado. Entendía el lógico tiovivo de queja, incomprensión y miedo al que podía subirse mi cuerpo en aquel incierto mañana, pero mi hoy no lo quería a su lado. No lo quería. Así que no le permití instalarse en mí ni un segundo.

¿He sufrido una hemorragia cerebral? Sí.

¿Tengo que operarme? Sí.

Punto. A partir de aquí, yo decido con qué alimentar mi mente.

«No hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente», Virginia Woolf. No puedo estar más de acuerdo. Decidí alimentarla única y exclusivamente con todo aquello que me hiciera sentir bien, que me diera fuerza y ganas. Me hice con la mejor de las tiendas de campaña para el OPTIMISMO. Lo asenté entre ceja y ceja. Mi chico colgó en la pared de la habitación una fotografía que me había regalado hacía unos meses: un retrato en blanco y negro de un león. Sería lo primero que vería en el hospital al despertarme. Su mirada, su estar, me llenaba de serenidad y confianza; de dignidad. Me hipnotizan los leones. Es el animal que más coraje me despierta.

Nos dieron como posible cita para la operación quirúrgica el 18 de abril. Si no surgían imprevistos o urgencias mayores, me operarían ese lunes. A excepción del equilibrio (que sí que lo tenía visiblemente alterado), yo me sentía físicamente bien. Mis días transcurrían entre visitas que me llenaban de buena energía y de lentos paseos por los pasillos del hospital. Creo que nos ponen esos camisones con el culo al descubierto para que no nos escapemos a ninguna parte. En serio, no se me hicieron especialmente pesados los días de espera previos a la operación. Estaba claro que permanecer ingresada en un hospital no era el más cálido de los climas, pero las horas circulaban rápidas entre buenas conversaciones y emocionantes encuentros con todas las personas queridas que pasaban por aquel cuarto.

Se me quedaban la comida y la cena frías la mayor parte de los días. Me considero una persona muy puntual, pero lo de comer a la una y media y cenar a las ocho no era mi fuerte. Las enfermeras venían a recoger la bandeja cuando yo aún no la había abierto.

—Pero ¿todavía no has comido? —me preguntaban.

—Sí, sí…, ya voy. ¡Me pongo ahora mismo!

Con el desayuno, sin embargo, saltaba como una fiera. Es la comida que más disfruto. Varios de mis amigos me traían un croissant (saben cómo me gustan) cuando se acercaban temprano a verme. Mi chico se hizo en ese abril cliente vip de la pastelería de abajo. ¿Cuántos cafés y croissants desayunamos juntos en aquel cuarto?

Aunque a mi familia le costara lo suyo la digestión de una de mis firmes decisiones, la respetaron: decidí pasar sola las noches de ingreso previas a la intervención quirúrgica. No quería que ninguno se quedara a dormir conmigo en el hospital. Primero, por lo poco agradable que es dormir en un sillón, con la banda sonora de las máquinas de fondo y con la continua entrada y salida de enfermeras para supervisar cada uno de sus necesarios pasos, y segundo, porque necesitaba pensar. A mi familia, el primer motivo de mi decisión les entró por un oído y les salió por el otro, pero el segundo lo escucharon con atención. Supieron respetarlo. Me lo concedieron aunque les costara.

No lo puedo expresar de un modo más simple. Necesitaba pensar. Es algo que siempre he hecho. Detenerme a PENSAR. Ahora más que nunca, sentía la necesidad de quedarme a solas. En silencio. Necesidad de reposar tantas emociones y reflexionar sobre todo lo que se estaba cocinando dentro de mí en aquellos días. De hacer el ejercicio diario, más bien nocturno, de mantener un diálogo conmigo misma. Un soliloquio basado en el ánimo y en el empuje.

Vamos, Silvia. Quieres. Puedes. Va a salir todo bien. Confía. Va a salir todo bien. Tocan tiempos menos sencillos, pero puedes. Vamos. A soñar. Va a salir todo bien, va a salir todo bien…

El 13 de abril, la noticia de mi accidente cerebrovascular salió en los medios de comunicación. Hasta entonces algunos links y foros habían mencionado que sufrí un desvanecimiento en el Festival de Málaga y sus posibles causas, pero no había una confirmación oficial de mi estado. Tras mantenerse en privado el diagnóstico durante once días, había desconectado bastante de la posibilidad de que mi situación pudiera salir a la luz pública.

En Málaga, cuando permanecía ingresada en la UCI, recibí en mitad de la noche la visita de una enfermera. Estaba dormida cuando sentí su tacto en el brazo. Desperté. Al abrir los ojos me encontré con su rostro sonriente. No conocía a aquella enfermera, no pertenecía a mi módulo. Allí, al borde de la cama y a altas horas de la madrugada, me dijo entre susurros:

—Qué ilusión conocerte. Quiero que sepas que mi hijo es periodista y, claro, está enterado de todo lo tuyo. Pero no te preocupes porque no lo va a contar. —Volvió a sonreírme. Se acabó el sueño para el resto de mi noche.

Tanto en Málaga como en Madrid, he vivido varios sinsentidos pertenecientes al género de la ciencia ficción, en forma de inesperadas visitas nocturnas de algunas enfermeras, que no trabajaban en la planta en la que me encontraba. Cuesta creerlos. Para el que los vive, para el que los escucha al contárselos. Por suerte, con las enfermeras y enfermeros con los que compartí mi día a día mantuve una relación excelente. Qué profesión dura, bella y valiosa es la enfermería. El logro del que opera es sabido y reconocido por todos, pero la labor del enfermero no es tan notable para el exterior, pasa de un modo mucho más clandestino. Y, sin embargo, es tan importante para los que nos encontramos ingresados… Su cuidado es diario. Amanecemos y anochecemos con ellos. Desde nuestra apertura de ojos hasta su cierre. Día y noche. Gracias por estar. A todos.

Hasta el día previo a mi operación, decidí no ver ni leer nada —ni televisión, ni Internet, ni periódicos o revistas—, pero el batallón de mensajes que comencé a recibir me dejó claro hasta qué punto se había difundido la noticia. El sonido del teléfono era constante, las llamadas a mis familiares, la cuenta de mi correo se llenó de mails. El cuarto se convirtió en un hermoso vivero. Con ramos de flores y plantas de todos los colores y tamaños. Por recomendación higiénica, por la oxigenación del cuarto y por los bichos que podían reproducirse en la tierra de las macetas, los doctores me dijeron que aquello no podía permanecer así. En el hospital no me las podía quedar, y que mi familia me las llevara a casa no tenía ningún sentido. ¿Cuándo volvería a casa?

(Sonido de grillos.)

Entendidísimo. A repartir flores. Entre muchos de mis seres queridos y entre las enfermeras. Doble sonrisa para cada uno de vuestros hermosos ramos de flores. Me llegaban cartas de personas desconocidas, de público o seguidores, que se acercaban personalmente a la recepción del hospital para dejarlas a mi nombre. El contacto que aparece en mi web es el de mi representante, por lo que fue a ella a quien muchísimas personas le escribieron y le siguen escribiendo hoy en día. Valioso regalo el que me hizo M. en aquel abril: imprimió cada uno de los correos y me los llevó al hospital. Todo un TESORO. Conmigo. Lo guardaré siempre.

Y aquí, una de las revelaciones más valiosas de mi viaje. Si algo creo que se me ha dado o se me da bien en este camino, es amar. Amar a las personas. Estar en el amor. Sabía que no era un sentimiento únicamente de ida —era y es de ida y vuelta—, pero nunca imaginé la dimensión de esta cosecha. Cuando la vida te coloca, por las circunstancias que sean, en un asiento al límite, te das cuenta del fruto que han dado las semillas sembradas en este terreno. El amor de los seres que me conocen y rodean fue un abrir brusco de ventana, un visionado de golpe, un abrazo conjunto. En mi horizonte de entonces y en el de hoy, no puedo observar una cosecha más bella.

Recuerdo una entrevista de hace ya muchos años, que me hizo mi compañero Luis Alegre en su programa El Reservado. Es una de las mejores entrevistas que me han hecho. Aunque obviamente fuera pública, yo la viví como la conversación privada que se mantiene con un buen amigo. Recuerdo que una de sus preguntas fue algo así como:

—¿Cuáles has sido tus momentos más plenos, más felices de algún modo?

Me tomé unos segundos para responder.

Luis retomó su pregunta, aclarándome:

—No me refiero a los momentos de tu profesión o de tu trabajo.

—No, no estaba pensando en ninguno de ellos —le respondí.

Si me detengo a reflexionar al respecto, se me hace más que evidente que mis momentos plenos, plenos de felicidad, pasan todos por momentos personales. Por lo vivido y compartido con personas. Los puedo respetar, valorar y saborear al máximo, pero las películas, los premios… no permanecen conmigo en momentos como este. Permanecen y me alimentan las personas.

En la «parada o actividad mental» que hacía cada noche al quedarme a solas, no podía dejar de pensar en la ironía del mensaje que me estaba visitando. Poniéndome práctica, no había muchas vueltas que darle al asunto. He nacido con una malformación cerebral y es ahora cuando ha estallado. Ok. Pero si profundizaba un poco más en el hecho de encontrarle sentido a esta faena de visita, me daba cuenta de que, en su fondo y forma, este inesperado acontecimiento me golpeaba directamente en la cara con dos de los aspectos que desde pequeña habían convivido conmigo justo en la acera contraria.

Por naturaleza y condición, por las circunstancias dadas, siempre me ha tocado cuidar. Soy cuidadora. O hasta entonces lo había sido. He acompañado a los míos hasta la puerta de los quirófanos, he estado presente en su despertar en la UCI, los he duchado, puesto y recogido sus cuñas, limpiado sus cicatrices… En este personaje me desenvuelvo con mucho arte. Pero ¿y en este otro papel que se me planteaba ahora? No tenía ni idea de por dónde cogerlo. Eso de estar al otro lado, de ser yo la que necesitaba la ayuda y el cuidado, no era lo mío. Ha sido un aprendizaje de los profundos, para mí y para los que he tenido la inmensa suerte de tener cerca, cuidándome.

El otro aspecto que se me plantaba descaradamente de frente era la pérdida de intimidad. Sé que en los tiempos que corren no es uno de los valores más en alza, pero para mí la discreción es pieza fundamental de mis puzles. No necesito inmiscuirme en la vida del vecino, no necesito compartir la mía con él. Que mi oficio es público lo sé muy bien, no es ningún descubrimiento. Pero dentro de los márgenes que me permite mi parcela profesional, siempre he procurado separar la intimidad del mejor modo que puedo. Y aquí me planto y me pregunto: ¿y por qué me decido a escribir un libro? Pues lo escribo por dos razones. La primera ya la he mencionado. Del mismo modo que varios libros han sido todo un estímulo en mi recuperación, puede que este también lo sea para alguien que se encuentre en una circunstancia similar a la mía. Si pudiera ser así, ya está más que compensada la balanza de este compartir. Y la segunda es porque, quisiera o no quisiera, la noticia de mi enfermedad había salido a la luz pública. Contra eso no pude hacer nada.

Daré primero las gracias por el respeto que han tenido siempre los medios de comunicación en la forma de darla a conocer. Pero parte del mensaje que se ha difundido no es cierto. Pasado el tiempo, cuando ya estaba en casa, he leído frases como: «Esto es muy duro», «Gracias a Dios, estoy bien», «Los médicos me dicen que me arme de paciencia», «La recuperación no es fácil, aunque pueda parecer cómodo…» (el sentido de «cómodo» en el contexto de esta frase todavía no he llegado a comprenderlo). Ninguna de estas declaraciones es mía. Y si estuviéramos con otro asunto, pues seguramente lo dejábamos pasar, pero este para mí es muy importante. El adjetivo duro lo empleé para referirme a lo difícil que se me hacía vivir una rehabilitación sin tranquilidad, con la presencia de fotógrafos en el portal de casa o en cualquiera de mis entradas y salidas en los centros médicos. Por supuesto que este viaje no es sencillo, pero ese «Esto es muy duro» que he leído acompañando mi foto o la noticia de mi hemorragia cerebral no es mi titular. Lo ubico tan lejano a mi proceso… No me pertenece. No ha salido, no sale ni saldrá de mi boca. No es el mensaje de mi viaje. Por eso escribo. Porque el profundo aprendizaje que me ha ofrecido vivir esta experiencia en primera persona, provoca en mí el desarrollo de una necesaria valoración.

Por complejo que pueda resultar afrontar y vivir una enfermedad grave, no solamente podemos superarla, sino que también podemos rescatar de ella toda una privilegiada lección de vida. Un aprendizaje al que solo se puede acceder desde la humildad y el desapego del ayer. Desde el contacto interior, la entrega y la valoración de nuestro hoy.

Es lo que siento.

Es lo que pienso.

Es lo que deseo compartir.

Hoy en día, ante cualquier operación nos hacen leer y firmar una serie de papeles importantes. Es la llamada «declaración de consentimiento». En ellos, se nos advierte de los posibles riesgos que pueden desarrollarse durante la intervención quirúrgica requerida. Hay que firmarlos, tiene que quedar por escrito la constancia de que el paciente lo ha leído y sabe a lo que se expone o enfrenta ante el quirófano. Lo entiendo perfectamente. Hay que informar al enfermo de todas las posibles consecuencias de su operación. Solo llegué a leerme el primer párrafo de una de mis hojas de información y consentimiento. Hablaba del tanto por ciento correspondiente a mis probabilidades de perder el habla, por la zona en la que se encontraba mi hemorragia. The end. No leí más.

—¿No te los quieres leer bien? —me preguntó mi madre.

—No. No voy a leerlos. Ya están firmados —le contesté.

Me gusta documentarme, estar informada de los terrenos que toco o en los que me muevo. En mi profesión no dejo de hacerlo. En mi vida personal también. Saber de la actualidad, conocer lo que ha sucedido o sucede en nuestra historia, en nuestros vecinos cercanos y en los no tan cercanos. Me gusta informarme, estar al tanto. Si opino, lo hago con la mínima seguridad de saber de lo que hablo. Pero, en esta ocasión, no quise documentarme sobre ninguno de los múltiples riesgos durante y después de la operación quirúrgica. Mi subconsciente no se lo pensó dos veces. No necesitó más de una línea de escritura para rechazar la lectura de las siguientes. Decidió con toda su firmeza y convencimiento ocultar información a la conciencia. Sabía que mi mente iba a memorizar cada uno de esos vocablos, datos, cifras y estadísticas de riesgo. Que mi cuerpo y cada una de sus células se tensarían al alimentarse de una luz roja permanente. Desde la primera vez que escuché en el hospital Carlos Haya las palabras derrame cerebral, a mi mente y a mi cuerpo les llegó en bruto el significado de una craneotomía. Sabía que me enfrentaba a una intervención muy compleja y delicada. Ya había decidido que iba a operarme, ya me habían confirmado dónde y con quién. No necesitaba saber nada más. Varias de las personas que me visitaron en aquellos días me hicieron preguntas sobre la intervención: «¿Por dónde van a abrir?», ¿Cuánto calculan que durará la operación?», «¿Te van a rapar toda la cabeza?». Por supuesto que me importaban aquellas cuestiones, pero no sentía la necesidad de preguntarlas. Cada una de ellas se respondería a su tiempo. Obligatoria, inevitablemente.