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MAV

MALFORMACIÓN vascular congénita cerebral. Es decir, nací con una configuración arterial irregular. Nuestro corazón bombea sangre a las arterias a alta presión, y la sangre que regresa por nuestras venas lo hace a baja presión. Tenemos una red de capilares que se ocupa de la función de amortiguar entre las arterias y las venas, entre sus altas y sus bajas presiones. Con una malformación vascular, una de nuestras arterias está conectada directamente a la vena sin la existencia de esa red de capilares. Al no haber una zona neutra que amortigüe la diferencia de presiones, la vena se rompe y comienza a derramarse sangre por el cerebro. Un ovillo de vasos embriológicamente inmaduros y frágiles situado en el tejido cerebral. Las malformaciones arteriovenosas intracraneales son anomalías congénitas que se desarrollan entre la cuarta y la octava semana de vida intrauterina del embrión.

Junto a mi HERMANO —a quien me une un vínculo mucho más fiel que el de la sangre—, me he empapado de búsquedas, links, referencias, lecturas, informes y foros. Todo lo que estuviera relacionado con la malformación vascular congénita. De primeras, uno piensa: ¿Un derrame cerebral con treinta y dos años? Qué joven. Pero en cuanto comenzamos a meter la nariz en el terreno, nos dimos cuenta de que, aunque hubiera tenido que enterarme repentinamente de la existencia de una malformación cerebral, el hecho de que mis venas y capilares hubieran resistido esta diferencia de presiones a lo largo de todos estos años era un resistente logro. En el centro ocupacional en el que hice parte de mi rehabilitación (más adelante hablaré sobre ello), fue una de las primeras cosas que llamaron mi atención. Los compañeros que al igual que yo habían sido diagnosticados con una malformación vascular congénita eran muy jóvenes: diecisiete, veinte, veinticuatro años… También es cierto que una persona puede vivir toda su vida sin saber de la existencia de su malformación vascular y sin presentar síntoma alguno. En este caso, sabría de la mía a los treinta y dos años de edad. ¿Demasiado pronto? ¿Demasiado tarde? Esa cuestión ya no importa. Es la que fue. Es la que es. Y para empezar, daré un gracias a mi ovillo de vasos embriológicamente inmaduros; por haber permanecido todos estos años calladito, resistiendo y organizándose como podía.

Por lo general, la mayoría de las enfermedades muestran sus síntomas. El cuerpo avisa, lanza señales. El ataque cerebral también los tiene, y de vital importancia es saber detectarlos rápidamente. Suelen ser repentinos e intensos dolores de cabeza, mareos, debilidad o parálisis en un lado del cuerpo —puede afectar a un lado completo del cuerpo o solo al brazo o la pierna: será en el lado opuesto al hemisferio cerebral que está sufriendo el ataque—. Diferentes trastornos relacionados con el caminar, el equilibrio o la coordinación. Anomalías en la comprensión o la expresión del lenguaje, en la vista… En mi caso, no obtuve una sola señal anterior a su rotunda llegada del 2 de abril. Ni rastro de avisos. Ni siquiera el dolor de cabeza, tan común y frecuente en las personas que son diagnosticadas con una MAV.

El ictus es la tercera causa de muerte en el mundo y la primera de incapacidad absoluta. Entre ellos existen dos tipos: el isquémico, que ocupa el 83-85 por ciento de los casos, y el hemorrágico, que abarca el 15-17 por ciento. La MAV representa el 2 por ciento de los ictus hemorrágicos. En España, el ictus supone la segunda causa de muerte en los hombres y la primera en las mujeres: cada año, alrededor de unos 125 000 españoles padecen un ictus. El ictus isquémico ocurre como consecuencia de una oclusión (cierre completo del canal de una articulación) aguda de vasos cerebrales, principalmente por presencia de trombos o embolismos. El ictus hemorrágico es el resultado de la rotura de un vaso cerebral.

Las malformaciones arteriovenosas varían en tamaño y ubicación en el cerebro. Para todo aquel que quiera profundizar de un modo más detallado en las mágicas habitaciones del cerebro, recomiendo el libro Un ataque de lucidez, de Jill B. Taylor. Disfruté muchísimo su lectura. Es toda una historia de superación. Lo que hace que esta experiencia sea particularmente especial es que, además de ser una mujer que a la edad de treinta y siete años sufrió una gran hemorragia cerebral, Jill es doctora; neuroanatomista. Toda una investigadora del cerebro humano, que recibe una devastadora y sorprendente lección en sus propios cuerpo y mente. Su explicación y comprensión son directas y sencillas. Durante la lectura de su libro, uno de los puntos con los que más me identifiqué fue en cómo la circunstancia de que su accidente cerebrovascular se hubiera producido en el hemisferio izquierdo de su cerebro a consecuencia de una MAV le había provocado una nueva y asombrosa percepción.

Al igual que el tiempo que transcurre durante el derrame es de vital importancia, la localización de la hemorragia también lo es. Cada uno de nuestros hemisferios cerebrales, el izquierdo y el derecho, procesa la información de manera distinta, pero los dos trabajan a la par cuando se trata de emprender cualquier tarea o acción. Para mí, ha sido profundamente revelador cómo el hecho de sufrir mi daño cerebral en el hemisferio izquierdo ha influido de un modo radical en mi mente, en donde yo ahora mismo asiento y concentro mi energía. Pero será más adelante cuando hablaremos de izquierdas y de derechas.

En el Carlos Haya, el hospital donde yo me encontraba ingresada en Málaga, me informaron muy bien de la gravedad de la lesión y de las posibles opciones con las que podía contar a la hora de intentar solucionarla. La primera —y en mi caso, la más recomendada por los doctores— fue la cirugía cerebral abierta: eliminar la conexión anormal a través de una abertura en el cráneo. La segunda era la embolización, que es una intervención alternativa mínimamente invasiva: consiste en pasar un catéter (un tubo largo, fino y flexible) a través de una incisión en la ingle hasta una arteria y luego hasta los vasos sanguíneos donde está localizado el aneurisma. A través de una guía de imágenes, se llega a la MAV y gracias al catéter se introducen agentes embolizantes líquidos (similares al pegamento instantáneo), para conseguir de este modo tapar la conexión anormal del paciente. Y la tercera era la radiocirugía estereotáctica: una tecnología sofisticada cuyo principio fundamental es enfocar haces de radiación ionizante a la lesión producida dentro del cráneo, sin dañar el tejido cerebral adyacente. Es una radiación focalizada en el área de la malformación, para provocar la reducción de su tamaño. Ni la segunda ni la tercera vía me aseguraban que la MAV quedaría erradicada, por lo que tampoco se descartaba con ellas la posibilidad de un segundo sangrado. A mis treinta y dos años, las probabilidades de volver a sufrir una nueva hemorragia a lo largo de la vida eran muchas. Pero todos estos datos y conocimientos llegarían más tarde.

Aquella noche, yo solo sabía que mi diagnóstico era grave, que había sufrido una hemorragia cerebral y que permanecería ingresada en la UCI. Nada más.

M. y Verónica me recordaron el paso que tocaba dar: avisar a mi familia. Mi madre y mis hermanos se encontraban en Madrid, y mi chico, trabajando en Nueva York. Imaginaba la llamada con la noticia y era capaz de visualizar sus caras, de sentir su latir en aquel instante. Sabía que había que hacerlo, que ellos mismos se extrañarían simplemente al no tener noticias mías después de la noche de clausura en el Festival. Lo sabía, pero no quería avisarles. Al igual que sabía que a las dos madres que tenía frente a mi cama no las iba a convencer dijera lo que dijera. Fueron ellas las que llamaron a mi madre, pero sin contarle por teléfono el motivo real de mi ingreso: le dijeron que en el hotel había sufrido un malestar repentino, un fuerte dolor de oídos y que estaba ingresada en el hospital para hacer las pruebas requeridas. Mam y hermano salieron aquella misma noche rumbo al Carlos Haya. Madrid-Málaga: 542 kilómetros para darle vueltas a la cabeza sobre cuatro ruedas.

Imaginaba el silencio y la extrañeza de su viaje, visualizaba la secuencia que los esperaba al llegar. «¿Ustedes son los familiares de Silvia Abascal? Pasen, por favor, siéntense.»

Mi gente, los que me rodean y conocen bien, saben la relación tan extremadamente única que comparto con mi MADRE. Ella me ha parido, pero yo la conozco como si también la hubiese parido a ella. La amo y siento con todo lo que es, con todo lo que soy. Muchos de mis amigos me llaman China, muchos otros me llaman Leona: los dos motes son de algún modo herencia materna. El primero por sus ojos rasgados y chinos, y el segundo por su fuerza, valentía y empuje a lo largo de este misterio llamado VIDA.

No quería perderme ni una sola esquina de su rostro cuando entrara a verme en la UCI. Por mucho que ella intentara camuflar u ocultar, sabía que en cada una de sus expresiones yo encontraría una respuesta. Lo quisiera ella en esta ocasión o no, tenemos el don de leernos la una a la otra. No hacen falta palabras ni presencias para comunicarnos. Cuando entró junto a mi hermano, observé con una atención felina los ojos de mi madre. No lloraba. Y aunque permanecía en el intento constante de mostrar tan solo todo su calor y amor a mi lado, su expresión estaba desencajada. Su cara hablaba involuntariamente en silencio. La de los dos. Sabía que los doctores ya los habían informado de la gravedad de mi diagnóstico. Eran ya altas horas de la madrugada, Vero y M. habían permanecido conmigo desde la tarde. Les pedí por favor que se fueran a descansar al hotel, mi madre y hermano ya estaban conmigo. Era evidente que mi cuerpo se encontraba muy cansado, percibía desequilibrio y descoordinación en algunos de mis movimientos, el estómago bastante revuelto y una intensa molestia hacia la luz, pero el punzante dolor de cabeza y oídos había desaparecido. Permanecía tranquila y con buen ánimo. A pesar de las obvias alteraciones que sufría mi cuerpo, mi mente se mantenía en calma. Desconozco de dónde provenía aquella insólita serenidad, pero sí pude experimentarla en el modo de escuchar, digerir y dar la bienvenida a las dos palabras que pusieron nombre al destino de mi viaje: derrame cerebral.

Segundo disgusto que no me apetecía dar: avisar a mi pareja. En este caso, Nueva York-Madrid: 5779 kilómetros para darle vueltas a la cabeza sobre las nubes. No quería y no quería, pero mi hermano, que sabe cómo darme en la tecla más inmediata, me preguntó:

—Si fuera al contrario, ¿te gustaría saberlo al momento?

Tocado y hundido. Entendido.

—Llámale.

Qué tremendo giro por los adentros es esto de ponerse en el lugar del otro.

Volaría de inmediato de Nueva York a Madrid y desde allí viajaría hasta Málaga. Su llegada, nuestro encuentro en la UCI, grabado. Inevitablemente, él formará parte de la historia que cuento a lo largo de estas páginas. Es un ser humano vital en mi recuperación. En mi ser y estar. En esta vida y mucho más allá. Es el mejor de los compañeros que puedo soñar a la hora de emprender un «viaje». El que sea…

Hasta el 8 de abril permanecí en el Carlos Haya. Una semana que, dentro de la gravedad de la circunstancia que me visitaba en aquellos días, pude vivir con ánimo y buen humor. La mejor amiga de mi madre, que es para nosotros como su hermana, y la mujer de mi hermano, que es piñón bello y sólido de nuestra familia, se sumaron a nuestros días en Málaga.

Acorde con la ocasión o no, me he reído en el tiempo que he permanecido ingresada entre paredes verdes. En cuanto alguien atravesaba la puerta, me hacía con lo que llevase —cigarrillos, gafas y complementos— y me montaba una película. Y como directora del filme, yo me encargaba de la decisión final del casting. Puede que el decorado del hospital llegara impuesto desde la producción, pero yo decido si a la enfermedad le doy el papel principal. Casi que no. Para ella, una colaboración especial. Tendrá por supuesto sus secuencias importantes y sus momentos de lucimiento, pero es una intensa actriz dramática que necesita de contención. Si se le da excesivo protagonismo, si se le concede absoluta libertad y demasiadas líneas de guion, te convierte la historia en una auténtica tragedia. Siento que el regodeo en la desdicha lo único que genera es la atracción y permanencia del malestar. No soy amante del enganche en las quejas y los lamentos. La adversidad puede hacernos crecer o puede hundirnos, pero todas las onomatopeyas que hay entre medias prefiero evitarlas. Saltármelas. Con el mayor de los impulsos que pueda alcanzar mi zancada.

En mi semana de ingreso hospitalario en Málaga, solo hubo un episodio en el que se manifestó desnuda la severidad y alarma de mi situación. Estaba en aquel instante con mi madre y mi hermano, intentando entretener las horas del mejor modo posible y asentada en la espera de la toma de una decisión quirúrgica. No sé sobre qué estaríamos hablando, solo recuerdo que, sin previo aviso, comencé a sentir convulsiones. Mis músculos se tensaron y mi cuerpo empezó a temblar con violencia. Durante aquel breve espacio de tiempo no recuerdo nada más. Al abrir los ojos, me encontré con la cara absolutamente descompuesta de mi hermano, que llamaba con toda urgencia a los doctores desde el umbral de mi cuarto. Mi madre no estaba a su lado, llegaría unos segundos más tarde con los profesionales que se ocuparon de estabilizarme.

El pavoroso susto en sus rostros ante la inesperada reacción de mi cuerpo me hizo asomarme al balcón de mi fragilidad. Afortunadamente, aquel violento sobresalto no invadió de miedo mis pensamientos ni alteró el buen humor de mi estancia en el hospital. Continuaría ingresada en los días de observación hospitalaria con las fuerzas altas. A pesar de las nieblas de mi porvenir, el magnánimo racimo de serenidad, esperanza y optimismo no veía motivos para escaparse de mis manos.

Pasados varios días, junto a la valoración del equipo profesional médico y de mi familia, se decidió que, aunque fuera la intervención más invasiva y traumática, la mejor opción para asegurar la eliminación completa de la MAV sería la primera que nos dieron a conocer: la cirugía cerebral abierta.

Tenía toda la confianza en la profesionalidad del equipo médico que me trataba en el hospital Carlos Haya. Sentía que me encontraba en muy buenas manos, pero sabía que a mi operación quirúrgica le podía seguir una larga e indefinida temporada de ingreso en el hospital y no quería estar lejos de Madrid. De mi gente. Cada vez eran más los mensajes y llamadas de compañeros, de amigos que querían venirse a Málaga para acompañarme en los días previos a la operación. A pesar de lo delicado de un traslado largo en ambulancia (hasta que me operasen, corría el riesgo de una posible segunda hemorragia), una vez transcurridos los rigurosos días de estabilización y llegada la aprobación de los doctores, decidí regresar a la ciudad en la que vivía.

Regresaría a Madrid y me operaría allí.

Viaje de vuelta para toda la manada.

Rumbo: Gregorio Marañón.