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LUNA LLENA Y 5 MILÍMETROS
LOS doctores me habían informado de su intención de operarme sentada. Por el simple peso de la gravedad, el hecho de permanecer en vertical durante la operación, y no tumbada boca abajo, aportaba 5 milímetros clave a la hora de intervenir, de intentar evitar el contacto con el cerebelo lo máximo posible. Es una posición quirúrgica difícil tanto para el cirujano y el paciente como para el manejo de la anestesia, ya que se utilizan en ella diferentes implementos para su estabilidad. Con este fin se emplean dos tenazas estériles que rodean el cráneo y estabilizan la cabeza. Los brazos, rodillas y pies también tienen que estar controlados. El trauma para el cuerpo sería mayor debido a la sujeción que precisa, pero, en el lugar en el que se encontraba localizada mi malformación, ganar 5 milímetros era una distancia vital que no podía pasarse por alto.
A esta posición quirúrgica se la denomina «posición sedente» o «posición sentada». Como es lógico, no puedo recordarme sentada en ella, pero he intentado pintar un dibujo orientativo, para explicarla mejor y que aparece dentro del material gráfico que acompaña a este libro.
El paciente vive su caso con toda la exclusividad, pero los doctores y cirujanos se enfrentan a enfermedades y operaciones en cada una de sus jornadas de trabajo. Hablan de sus pasos con una cotidianidad a la que no están habituados ni nuestro oído ni nuestras emociones.
En mi neurocirujana, siempre me llamaba la atención la expresividad de sus manos. Articulaba ampliamente sus dedos y muñecas mientras explicaba sus pasos quirúrgicos. Este rasgo es también muy común entre los actores. No solo utilizamos la voz para hacernos entender o comunicarnos. Nuestro cuerpo, con sus formas y movimientos, acompaña y complementa el mensaje. Cuando nos explicaba el proceso detallado de la operación, no podía dejar de observar la expresión de sus manos. Anestesia, posición, abrir, cráneo, hueso, cerebro, cerebelo, arterias, venas, introducir, eliminar, coser, complicación, infección, hemorragia… Mi atención se focalizaba en el cómo se dice, por encima del qué se dice. Me daban más vértigo los movimientos y gestos de sus diez dedos que la seriedad y el peso de sus palabras.
Recuerdo una conversación con uno de los buenos doctores que siguieron de cerca mi proceso en el Marañón.
—Silvia, en la intervención tendremos que extraerte un hueso del cráneo. Dependiendo de cómo se desarrolle la operación, podremos volver a insertártelo o no. Pero digamos que no sería un socavón muy grande. Además, podrías tapártelo con el pelo.
Palabra textual: socavón. Recuerdo perfectamente desviar en aquel instante la mirada hacia mi madre. Estaba sentada frente a mi cama. Tenía la mandíbula en Huelva, la boca en Almería, un ojo en Orense y otro en Alicante. Ella ha sido y es mujer fuerte, repleta de brío y valor con su cuerpo y las difíciles operaciones por las que ha pasado. Pero una cosa es el cuerpo de uno y otra cosa es el cuerpo de un hijo. Y lo digo sin ser madre, pero lo presiento y lo sé. Tiene que ser así. Seguro.
Desde la llegada del diagnóstico y el ingreso hospitalario, las circunstancias complejas que habitaban en mí me hicieron ser consciente del momento crítico en el que me encontraba, pero la PAZ que habitaba en mi mente flotaba por encima de todos los miedos, riesgos y estadísticas que acechaban a mi presente y futuro. Ella sería la dueña absoluta de mi observación y escucha, sentir y confianza.
El día anterior a mi intervención, la neurocirujana me hizo una visita en el cuarto.
—¿Quieres preguntarme algo con respecto a la operación? —me dijo.
—No… Que desayunes bien mañana —fue lo único que respondí.
Ese día previo, aquel 17 de abril, lo pasé rodeada de buena gente. Entre las visitas que me acompañaron durante la mañana y tarde, estuvo mi hermano con varios amigos suyos con los que pasé un rato tan divertido como escandaloso. El volumen de risas iba en aumento. Yo no paraba de decirle a mi hermano:
—¡Niño! Baja la voz que van a venir, que nos van a llamar la atención…
A cualquiera que pasara por mi cuarto en aquellos momentos le costaría creer que nos encontrábamos en las horas previas a mi intervención quirúrgica.
También estuvo a mi lado mi HERMANA mayor, la columna vertebral de nuestra familia. Ella entra en un espacio y se suma a la emoción que lo habite. No necesita coger los chistes ni conocer los motivos de los disgustos: es un radar sensible y permanente de energía. Aquel día, se reía con nosotros y me miraba con el ilimitado amor que desprende su sonrisa. Tiene síndrome de Down. Hablar sobre ella sería otro libro. Su minusvalía se denomina con un down, pero ella es, en todos sus sentidos, un up. De los pies a la cabeza. Es un ser único, excepcional y superior. Conocerla es amarla.
Al despedirme de mi hermana aquella tarde (no quería que al día siguiente estuviera presente en mi entrada a quirófano), me cogió las manos con delicadeza y me dijo:
—Silvia, tú no te preocupes por nada porque yo sé que todo va a salir bien.
Ella no estaba al tanto de la dificultad de la operación, ni de riesgos ni de probabilidades, pero, en la escucha del latido de la vida, es una sabia. Una chamana.
—Claro que sí, pronto nos veremos —le contesté. Y nos dimos un abrazo que alimentó como cinco cocidos.
En los días anteriores había comentado con mi familia una especie de códigos entre nosotros para comunicarnos dependiendo de cómo saliera la operación. Yo no sabía si iba a despertar con movilidad, tampoco si despertaría con la capacidad del lenguaje, así que estuvimos hablando de algo parecido a: «Si pestañeo una vez, será un sí; si pestañeo dos veces, será un no». Conversación que abandonamos y no grabamos ninguno de nosotros.
También en las noches previas, cuando me quedaba a solas en la habitación del hospital, había comenzado a escribir una carta para ellos. Pero aquel escrito que estaba pensado para ser guardado en el cajón de un pequeño mueble que se encontraba junto a la cama acabó hecho pedazos en el cubo de la basura. Aunque la carta estuviera inundada de sentimientos positivos, había algo en lo de dejarles un folio escrito antes de bajar a quirófano que me sabía a despedida, y yo sabía que no me iba a ir. No sé si cuando uno se marcha lo sabe, pero sí sé que cuando uno se queda lo siente. Y yo no podía dejar de sentirlo.
Aquella tarde del 17, me puse a leer por primera vez los mensajes de ánimo y apoyo que habían dejado los internautas en las redes. La mujer de mi hermano (¿por qué nunca diré cuñada?) me imprimió todos los publicados en Twitter y yo desde el móvil pude leer los de Facebook. No me cabía más aire en los pulmones, ni más gracias en mi metro sesenta. Escribí un mensaje de agradecimiento desde la voltereta emocional en la que me encontraba después de leer todas aquellas palabras. Me parecía ilimitadamente bello, valioso, que tantas personas que solo me conocían a través de mi trabajo estuvieran allí. Presentes. Cada uno con su emisión de calor, con su deseo, pensamiento, imagen, oración o energía… acompañando. Fuera en la forma que fuera, estuvieron. Y su estar fue otro importante empujón a sumar, en mis ganas de luchar y de enfrentarme a lo que me esperaba. Lo escribí entonces y lo vuelvo a escribir ahora.
GRACIAS. SIEMPRE. A cada uno de vosotros.
La noche anterior a la operación quise pasarla por primera vez acompañada: mi chico se quedó a dormir conmigo. Y, a partir de aquí, todas las noches del hospital. Se trajo consigo una «picada» estupenda y nos montamos nuestra cena temprana en la habitación. Entre muchas cosas, recuerdo que estuvimos hablando del fragmento de un documental que él había visto la noche anterior en casa. Me contó que en el reportaje se decía que los leones tienen la capacidad de rugir no solo por las adaptaciones morfológicas de su laringe, sino también por una modificación en la forma de su hueso. Fue hace poco cuando me enteré de que ese hueso es el hioides y de que el león lo tiene semiosificado. Leí también que su rugido podía escucharse a una distancia de unos 8 kilómetros. Menciono esta conversación porque más adelante tendría que ver con mi despertar.
Tengo la buena y la mala costumbre de subirme y meterme en las camas de los pacientes que visito. Sé que esto no está bien visto ni es recomendado por los enfermeros, que el que viene del exterior puede traer gérmenes y pasárselos al enfermo…, pero no lo puedo evitar. Algo me dice que el abrazo en la cama del hospital tiene más fuerza que otras cosas. En esta ocasión no me subiría a ninguna pero sí pediría que invadieran la mía. Así que allí estábamos los dos metidos en la misma cama, observando la poderosa luna llena que se dejaba ver por la ventana aquella noche.
A la mañana siguiente, despertamos muy temprano ya que me bajarían a quirófano sobre las siete. Amanecí con mucho ánimo y también con buen humor. Me senté en la cama y comencé a cepillarme el pelo. Con toda la melena esparcida por la cara fui despidiéndome de los pelos a través de un absurdo monólogo entre cepillada y cepillada. De un golpe brusco hacia atrás, me retiré la melena y me encontré con la cara de mi chico sin saber muy bien qué decirme y a su lado a la neurocirujana mirándome. Después de la escucha de mi pueril soliloquio (espero que solo llegara a oír la última parte), imagino que la doctora pensaría algo así como: A esta chica hay que operarla cuanto antes.
Llegó la hora de bajar a quirófano.
«Despedida» de los míos. Y, aquí sí que sí, me emocioné como no lo había hecho hasta entonces. Desfilaban lágrimas sin orden ni concierto. Recuerdo con precisión cada uno de los detalles que me rodearon cuando llegó el momento de introducirme en el ascensor. El celador le dijo a mi familia:
—Hasta la puerta del quirófano solo puede acompañarle un familiar.
Mínimos segundos de silencio. Desde aquella cama con ruedas miré a mi madre. Ella dio paso a mi chico. No se me olvidará nunca la generosidad de aquel gesto. Yo siempre la he acompañado a ella en sus operaciones hasta el último tramo al que me han permitido llegar. Me despedí de ellos antes de entrar en el ascensor. A excepción de mi hermana, allí se encontraba concentrado lo más preciado y bello de mi vida. La manada. Cada sonrisa y lágrima, cada vibrante emoción de aquella «despedida» queda guardada en lo más hondo de mi interior.
Me metieron en el quirófano. La anestesista a la que había conocido hacía unos días era también muy joven. Era una chica tremendamente cercana, alegre y con un nombre que me llenaba de optimismo. Ella me había sugerido que, antes de la anestesia, procurara presentarme en el quirófano con el tema y la imagen de un buen sueño en mi mente, el que yo quisiera. Con ese sueño despertaría. Pero no me dio tiempo. Estaba tan profundamente emocionada con el «Nos vemos pronto» del que venía que no pude concentrarme unos minutos para visualizar el sueño que había elegido.
Se abrió el baile de la anestesia.
A soñar.