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PRESENTE
ABRÍ los ojos. Desperté. Me encontraba en la UCI. Primero de los pasos conseguidos. Presente.
Mi sensación corporal era la de un pesado bloque de una sola pieza. Un bloque que concentraba la mayor parte de su peso en la cabeza. Había llevado muy bien el extenso recital previo de todas pruebas médicas. Siempre las precedía un «Esta prueba puede resultarte muy incómoda o desagradable, intenta relajarte todo lo que puedas». De relajación eran ya muchos los años de entrenamiento. En el estudio de interpretación y en la profesión. Aprendizaje que también puse en práctica en el hospital a la hora de enfrentarme al dolor físico. Pruebas superadas. Todas resultaron ser más soportables de lo esperado. Pero las sensaciones que me invadían en el momento del despertar de la craneotomía se les escapaban de las manos a mis ejercicios de relajación.
Cabeza abierta. Boca abierta.
Nunca había experimentado una sensación física tan desgarradora. No había voluntad de sonido para articular una sola palabra, un solo quejido de dolor. Mi primer pensamiento fue un rotundo ESTOY. Con este, ya tenía la mayor de las dosis de fuerza y alegría para continuar explorando las novedades de mi cuerpo.
Primera novedad: ¿Qué es ese ruido? ¿Qué estoy escuchando? ¿Alarmas, pitidos, zumbidos? ¿Qué ocurre?
Acúfenos.
Hoy en día sé de acúfenos más que de Shakespeare, pero en aquel momento no entendía nada. El acúfeno, también conocido como tinnitus, es la percepción de un sonido que no existe en el entorno. Puede ser percibido en un oído, en los dos o en la cabeza. Y en la totalidad de mi cabeza estaban. Toda una olla de sonidos a presión sostenida por el cuello. Intentaba darle una respuesta lógica al luminoso signo de interrogación que tenía parpadeando en la frente. Bueno, esto tiene que ser normal. Han abierto, entrado, intervenido, cosido… Tiene que estar todo revuelto por dentro. Habrá que darle tiempo a la cabeza para que coloque, para que termine de arrastrar sus muebles y desaparezca el tremendo ruido interno que escucho. Pero los acúfenos en mi película no se conformaron con hacer un cameo. No, ellos serían los reyes del barrio. Conseguir que desaparezca su rol protagonista de los cuerpos no es tarea sencilla. Más adelante, un capítulo entero para vosotros, «okupas».
Segundo descubrimiento: veo doble.
Al elevar los ojos, conseguía ver con normalidad, pero manteniendo recto el ángulo de mis ojos, hacia los lados o hacia abajo, lo veía todo doble. Idéntica respuesta que me daba a mí misma para acallar las preguntas: Esto también debe de ser normal. Acabas de despertar, estás medio atontada. Más adelante confirmaría con mi familia que de «medio» nada: desperté absolutamente alelada por los efectos de la anestesia.
Sobre las cinco de la tarde, mis seres cercanos fueron pasando en pequeños turnos de dos personas. Las conversaciones y los detalles de estos momentos los rescato por sus recuerdos. Por ellos sé que desperté con dos moños en la cabeza, al estilo Chun-Li. Tenía rapado desde el comienzo de la nuca hasta arriba, pero no habían cortado pelo de los laterales. Dentro de lo que me jugaba en la partida, el pelo era la menor de mis preocupaciones, pero no dejaba de ser una pequeña buena noticia. Tenía toda una autopista en la parte trasera de la cabeza que podía cubrirme con el pelo que no se había cortado.
Reaccionaba a los estímulos que me rodeaban. Mi mirada conseguía fijar su atención. Reconocí al reducido y limitado grupo de personas que entraron a verme en la UCI aquella tarde. No había perdido la memoria a largo plazo, ni tampoco la comprensión y articulación del lenguaje. Por lo visto, en las primeras horas del desperezar de la anestesia, desperté hecha una cotorra. No paraba de hablar, como quien lo hace en mitad de sueños agitados. Y lo hacía con un timbre de voz diferente. Más agudo, infantil y acelerado. Mi hermano tiene este momento un tanto atravesado, porque lo primero que salió de mi boca en el comienzo del despertar fue una vomitona de ordenanzas:
—Niño, baja la voz, que estás hablando muy alto. Pero, niño, calla ya, cállate un poco, anda…
Qué placer poder compartirlo ahora y reírnos juntos, hermano. Me encanta la forma y el sonido de esta palabra. Amo vivir el fondo de su significado a tu lado: HERMANO.
Tengo claro que la fantasía de mis palabras durante aquel instante procedía de la tarde anterior que había pasado junto a él y sus amigos, al igual que lo que le contesté a mi chico también sé de dónde nace. Me contó que lo primero que me preguntó a su entrada fue un: «¿Puedes rugir?», a lo que yo con mis dos moños, los ojos entreabiertos y mi cara de sepia congelada respondí con un «Aarrggg». Un intento de rugido capaz de escucharse a treinta centímetros de distancia. No hubo potencia para esos ocho kilómetros que alcanza el rugido de los leones, pero fue un paso significativo. Independientemente de su volumen y fuerza, fue un magnífico sonido para darle la BIENVENIDA a la vida.
La UCI en la que yo me encontraba en Madrid se componía de diferentes módulos acristalados. No podía escuchar a mis compañeros de planta pero sí alcanzaba a verlos. A mi vecino de enfrente y al de la derecha. Eran dos hombres mayores. Sin conocer su dolencia, sí se me hizo evidente que los dos habían sido intervenidos en el cráneo. Mismos apósitos, tubos y vías. Al ver sus caras de dolor, no podía dejar de pensar en la dificultad añadida de enfrentarse a un trauma físico y emocional como este cuando ya se tienen muchos años. Una operación cerebral supone un RENACER, y no es lo mismo renacer a los treinta que hacerlo a los ochenta. Es lo complicado de esta intervención. Gracias a ella se elimina la peligrosa malformación que el paciente pueda sufrir, pero adentrarse en la cabeza conlleva riesgos elevados. Es un ejemplo muy simple, pero se podría comparar al cerebro (el Jefe Superior Sistema de todos nuestros sistemas) con el mando a distancia de nuestros principales canales: cuando se abre y se toca, cuando se manipula, se corre el riesgo de desintonizarlos.
Los acúfenos y la visión doble serían dos de las primeras alteraciones en mis canales. La otra pareja de novedades la descubriría ya fuera de la UCI, en aquel primer día en el que me encontré de vuelta en la habitación. Una de ellas fue cuando intenté levantarme, dar el primer paso. Había perdido por completo mi equilibrio corporal. No era capaz de sostenerme sin un punto de apoyo. ¿Cómo es esto de aprender a caminar de nuevo a los treinta y dos años? La visión doble, junto al estado de mis oídos, condicionaba todavía más la pérdida de equilibrio.
No solamente me encontraba con los tremendos ruidos internos de mi cabeza, con los «okupas», sino que había sufrido otra importante alteración que debía tener en cuenta: la pérdida de audición. Al principio no le dimos excesiva importancia, pensamos que se trataba de otro estado transitorio más en el despertar de la anestesia, pero no fue así. No fue pasajero. El término profesional y médico fue hipoacusia: disminución de la capacidad auditiva. En el oído derecho prácticamente la perdí (profunda) y en el izquierdo me quedaba un porcentaje de audición bajo (moderada). En el despertar no sería tan notable, pero mi dificultad para escuchar con claridad los sonidos que me rodeaban fue creciendo de manera paulatina con el tiempo.
Los doctores me explicaron que durante la operación, que había sido considerablemente larga (bajé a quirófano a las siete de la mañana y me subieron a la UCI a eso de las tres y media), había perdido mucho líquido. Los cambios en la presión de este líquido que reside en el oído interno me estaban ocasionando una progresiva pérdida auditiva general.
—¿Y no se puede recuperar? —les pregunté—. ¿No hay un sistema para volver a introducir ese líquido? ¿Para hidratarlos de nuevo?
Uno de los doctores utilizó una imagen muy sencilla que me ayudó a visualizarlo.
—Imagínate los oídos como dos uvas. Al perder su líquido interior, se secan; quedan convertidas en dos pasas.
Mi imaginación se puso en funcionamiento de inmediato y, como en aquella «teoría del pensamiento moderno» sobre las manzanas y las peras, continué insistiendo en mi debate de las frutas:
—Pero… ¿cómo se hace para conseguir que esa pasa pueda volver a ser una uva?
Conociendo las intervenciones quirúrgicas que se llevan a cabo hoy en día, me costaba creer que no hubiera un modo de poner remedio a mi alteración auditiva. Pero no lo había, no lo hay. Ok. Paso a paso. Mi tienda de campaña para el optimismo continuaba bien asentada.
Aquel día en el que me trasladaron desde la UCI a la habitación, las enfermeras me comunicaron que a la mañana siguiente me ducharían temprano con la ayuda de un pequeño taburete que había en el cuarto de baño.
—Buenas noches.
Aquí volvió a aparecer mi dificultad con esto de dejarme ayudar y también mi curiosidad por comprobar si podía hacerlo. Sola. Como ya dije, desde el día previo a la operación, mi pareja dormiría conmigo todas las noches de hospital, así que, cuando se quedó dormido en la pequeña cama de al lado, me fui incorporando poco a poco de la mía. Como pude. Las luces estaban apagadas pero entraba algo de luz por la ventana, la suficiente para ver los puntos en los que podía apoyarme. Mi equilibrio era similar al de un cuerpo con una ingesta de tres botellas de vino. Me tambaleaba. Me apoyaba en la cama, en la silla, en las paredes… Despacio. Muy despacio. Nerviosa. Como quien besa por primera vez. Con continuas paradas para calmar la excitación y atreverme a dar el paso siguiente. ¿Cuánto pude tardar en llegar al cuarto de baño? No lo sé, pero el caso es que llegué. Y ahí empezó la parte más compleja de mi clandestina aventura: encender la luz, cerrar la puerta, cubrirme las vías para no mojarlas, quitarme el camisón, colocar el pequeño taburete dentro de la ducha y abrir los grifos. Lo de alcanzar el jabón lo dejamos para otra ocasión.
Sentía el pulso de mis manos muy descontrolado, me temblaban mucho. Para sumarle sabor, veía todo doble. En el espejo de aquel cuarto de baño observé por primera vez mis cuatro ojos, dos narices y dos bocas. Y cuatro rasguños en mis sienes. En realidad, eran dos. Uno a cada lado: el rastro de la sujeción para mi posición quirúrgica. La cicatriz no alcanzaba a vérmela. No importa. Concentración en lo que toca. Todavía más despacio. Me senté en la taza del váter y a ritmo lento de bandoneón comencé a desvestirme. Con todo el cuidado y la paciencia de mis cinco sentidos. Observé mi vientre hundido y las costillas sobresalientes, en ellos se manifestaban mis dos semanas largas de ingreso hospitalario. Con una mano apoyada en la pared, conseguí alcanzar el taburete que habían mencionado las enfermeras. Me las apañé como pude para meterlo en el plato de ducha y me senté en él. Agarré la alcachofa. Abrí un grifo. Agua. Me duché. Con el susto y el latido acelerado todavía en el cuerpo por el tramo recorrido y por la charla oficial que sabía que me iba a caer a la mañana siguiente. Pero yo estaba feliz hecha un calamar tembloroso en aquella ducha. Con toda mi inestabilidad abandonada en aquel pequeño taburete blanco. Duchándome muy malamente, pero duchándome.
Después, mismo trayecto de permanente cuidado, lentitud y dificultad, pero esta vez en sentido contrario. Vuelta a la cama entre el silencio externo de la noche y la verbena interna de los sonidos de mi cabeza.
A la mañana siguiente, cuando llegó el momento de llevarme al cuarto de baño para asearme y yo dije con una sonrisa de oreja a oreja «¡Ya me he duchado!», llegó la charla. Y con razón. La de mi chico, la de las enfermeras y la de mi madre y hermano. Especialmente la de mi pareja, que se sentía muy mal por no haberme escuchado trastear en el cuarto de baño, en una noche en la que toda la dimensión de sus tensiones y emociones cayó fulminada ante el sueño. Sabía que había dado un paso muy imprudente, que con mi equilibrio y coordinación perjudicados podía haber tropezado o caído, podía haber sumado otro susto al cuerpo. Pero no pasó, no pasó… y, aunque a mi familia les enfadara o les costará asimilar muchas de mis decisiones, supieron respetarlas. Yo como cuidadora creo que no tengo la misma comprensión. No lo creo. Lo sé.
Con el de la ducha y con los que estaban por llegar, a pesar de los sustos que sé que les he dado con mis inconscientes, secretas e independientes decisiones, les agradeceré siempre que no solo se hayan detenido en hacerme comprender el alto riesgo tomado, sino que también hayan sabido valorar el intento de superación individual. Pero sí, se acabaron las duchas sola en el hospital: a partir de aquí, casi siempre me ducharía mi chico. Tengo grabado en la memoria el extremo cuidado con el que me lavaba la cabeza, mientras yo permanecía sentada en aquel pequeño taburete. No éramos precisamente Robert Redford y Meryl Streep en Memorias de África, pero nuestra secuencia también tenía su encanto.
No me darían el alta hasta el 29 de abril. Desde el día 2 que había ingresado en el Carlos Haya, pasaría casi un mes hasta salir del Gregorio Marañón. A pesar de las infinitas ganas por llegar a casa, no fue mucho tiempo, no se me hizo tan largo. Mis días transcurrían entre cama y paseos de caracol. Pasados aquellos necesarios días de absoluto reposo, había comenzado a saborear pequeñas caminatas por los pasillos del hospital. Intentaba concentrarme en mis inestables pasos ayudada y sostenida siempre por los míos. Primero la izquierda, luego la derecha. Me suelto. No aguanto, me caigo. Me sostengo en tu brazo de nuevo. Seguimos. Primero la izquierda, luego la derecha…
Tras la operación, las visitas tuvieron que ser reducidas. El equipo médico me aconsejó disminuir el volumen y ritmo de los encuentros anteriores. Así que eché el freno de mano, limitaría el número de visitas. A partir de entonces, vería a pocos familiares y amigos al día (pero, como los veía a todos doble, el contraste en el cuarto no se hizo tan evidente, a mi modo de ver).
El cambio en mi timbre de voz permanecería durante las primeras semanas. No paraba de hablar. Poniéndonos a recordar juntas, me lo comentaba hace un tiempo mi mejor amiga (aquella hermana con la que lo único que no se comparte son los genes).
—No parabas de hablar, ¿te acuerdas?
Tardaría poco en darme cuenta del motivo de mi verborrea. Quedarme en silencio significaba quedarme a solas con los acúfenos; con sus alarmas, zumbidos y taladros. Al hablar, conseguía distraer un poco a la mente. Con el paso de los días se me fue haciendo más que evidente que los sonidos reales que provenían del exterior los escuchaba cada vez peor. Cuando se apagaba la luz, dejaba de entender; cuando me tapaba el oído izquierdo, dejaba de oír. Sin ser muy consciente, comencé a concentrar la atención en las bocas de las personas que me hablaban. A leer sus labios. Después de tener algún encuentro en la habitación del hospital y comentar con mi familia lo que me había parecido entender en la conversación, me daba cuenta de que mi audición, junto a mi lectura de labios, no daba traducciones precisamente exactas. Es parecido a cuando te hablan en un idioma que no controlas; uno concentra toda su atención en los gestos y expresiones, asiente, suelta un par de monosílabos…, aunque en realidad no se está enterando de mucho. Pues lo mismo. Pero poco a poco iría mejorando en el arte de leer los labios y sus movimientos.
No solamente hablaba de un modo más agudo y acelerado, sino que también lo hacía más alto. Al no escuchar bien mi propia voz, le otorgaba a esta más volumen del necesario. Entendido. Aunque no la escuchara bien, bajaría el volumen. Nunca me ha gustado hablar alto, nunca me ha gustado escuchar voces altas.
Para no ver doble, para forzar el esfuerzo de cada uno de los ojos, todos los días me ponía un parche que iba intercambiando cada par de horas. Los de farmacia se pegaban a las cejas y no resultaban muy cómodos si la idea es cambiarlos con frecuencia de ojo a ojo, así que mi madre, que no puede ser más apañada, me hizo uno estupendo con tela negra y goma elástica.
He de reconocer que, aunque sea una tontería, había un proceso rutinario en aquellos días de hospital que se me hacía un tanto tenso: el momento cuña. No podía y no podía. Lo de una enfermera colocándome una cuña para venir a los pocos minutos a recogerla de vuelta se me hacía complicado. Y mira que yo había puesto, llevado y traído cuñas. Pero esperarla y despedirla siendo yo ahora la que se encontraba en la cama era diferente. Como los laxantes no me hacían efecto, comenzamos con los enemas. Recuerdo haber empezado con ellos la semana previa a la intervención. Otro gran momento: el enema. Y si la enfermera que viene esa noche te dice antes de ponértelo «Yo te veía en Pepa y Pepe», entonces me quedo sin palabras para describir el episodio.
Desde que salió en los medios de comunicación la noticia de mi enfermedad, cambiaron por completo mis sensaciones cada vez que salía de la habitación. En los paseos o en los traslados en camilla que tenía para realizar alguna prueba médica… Era una sensación muy extraña. Me sentía como Fernando Alonso circulando por los pasillos y las diferentes plantas del hospital. Muchos de los desconocidos con los que me cruzaba en aquellos trayectos de ida y vuelta al cuarto tenían una palabra de ánimo y fuerza, un gesto con el pulgar de sus manos. Estaban enterados del presente en el que me movía. Y aunque no fuera mi circunstancia soñada, solo se me aparecía en forma de cariño y apoyo. Cariño que valoro. Apoyo que agradezco. Surja donde surja.
La cicatriz la vería en una foto que le pedí a mi chico que me hiciera con el móvil. Potente impacto el que me causó ver esta imagen por primera vez. Cada vez que la miro, piso el terreno con toda la planta de mis pies. Esa cicatriz significa y contiene valiosísimos pasos de mi camino. Siempre me han llamado la atención las cicatrices. Cuando he descubierto alguna en un cuerpo ajeno no la he pasado por alto. Me paro. Las observo y escucho. Las cicatrices hablan calladas. Cada mes sacaríamos una nueva foto a mi cicatriz y, aunque no sea la más agradable de las imágenes, resulta extraordinario verlas todas juntas. En orden, una seguida detrás de la otra. Un mes, dos meses, tres meses, cuatro meses, cinco meses, seis meses… Qué asombrosa capacidad la de nuestro cuerpo y mente. La de regenerarse. La de levantarse de nuevo.
Necesitan tiempo.
TIEMPO y toda nuestra ESCUCHA.
Nuestra CONFIANZA.
Con ellos.