CAPÍTULO 17
Noviembre de 1797
El titiritero
—Ordenes, señor. —Hill le pasó el paquete engrasado que acababa de entregar el buque de guardia. Drinkwater empujó la última botella del vino de Madeira de Griffiths por encima de la mesa en dirección a Appleby y abrió el paquete sobre la mesa.
Mientras leía, el ceño que se dibujaba en su frente se fue haciendo más profundo. En silencio Appleby y Hill buscaron en la cara de su capitán alguna indicación sobre su destino. Finalmente Drinkwater levantó la vista.
—Señor Hill, bajaremos a Nore con el reflujo de la tarde y necesitaré que el bote me lleve al embarcadero de Gun Wharf a las cinco en punto... —Volvió a mirar los papeles.
Hill acusó recibo de sus instrucciones y dejó la cámara.
—¿Qué ocurre? —inquirió Appleby.
Drinkwater levantó la cabeza de nuevo.
—Confidencial, me temo, señor Appleby —dijo con fría formalidad. Pero no era la curiosidad de Appleby lo que había hecho que Drinkwater se pusiera tenso. Era la persona que firmaba las órdenes. No venían del almirante Duncan, sino de Lord Dungarth.
Fue el conde quien descendió primero del carruaje que acababa de detenerse en el muelle ventoso. Drinkwater avanzó para recibirlo mientras éste se giraba para ayudar al segundo ocupante a salir del carruaje. La figura encapuchada quedaba oculta en aquel oscuro anochecer, pero había algo en esa persona que le resultaba vagamente familiar.
—Así que —dijo mirando a su alrededor—, ¿van a deportarme, no? ¿Y no me van a fusilar, después de todo?
Drinkwater reconoció a Hortense Montholon y oyó a Dungarth responder:
—Sí, señora. En contra de mi criterio y mis deseos, se lo aseguro. —Se volvió hacia Drinkwater—. Buenas noches, teniente. —Dungarth le dedicó una pequeña sonrisa de felicitación.
—Buenas noches, milord.
Lord Dungarth se volvió hacia la mujer y sacó un par de esposas de los bolsillos de su abrigo.
—Sea tan amable de tenderme su muñeca derecha.
—¿Es necesario que se comporten como bárbaros? —dijo frunciendo el ceño y lanzándole a Drinkwater una mirada de completa y patética indefensión. Él evitó sus ojos.
—Somos hombres, no santos, mi dulce dama —citó Su Señoría mientras se esposaba a la prisionera y después la llevaba hasta el bote que esperaba.
El Kestrel levó anclas y una favorable brisa del oeste lo sacó del Támesis. Drinkwater bajó a la cubierta inferior a medianoche para encontrar a Lord Dungarth sentado a la luz del farol de la cámara con Hortense Montholon dormida en el sofá de sotavento.
En silencio Drinkwater sacó una botella. Sirvió dos vasos y le pasó uno a Dungarth. La rueda había completado el círculo; la cámara del cúter que había sido testigo del inicio, ahora presenciaba el final. Dungarth levantó su vaso.
—Por su escarapela, Nathaniel, se la ha ganado.
—Gracias, milord. —Sus ojos se posaron en la mujer. El cabello cobrizo se dispersaba alrededor de sus hombros y la ligera delgadez de su cara, debida sin duda a su encarcelación, le daba un aura de santa, como una mártir. A Drinkwater se le notaba en la cara el efecto que ella tenía sobre él.
—Es tan peligrosa como el veneno —dijo Dungarth en voz baja y Drinkwater miró hacia otro lado, sintiéndose culpable.
—¿Qué es lo que se va a hacer con ella?
Dungarth se encogió de hombros.
—Si fuera un hombre, la habríamos fusilado; si fuera una inglesa en Francia, los regicidas la habrían guillotinado. A ella le permitimos ser libre. —La forma cínica en la que Dungarth había hecho aquel comentario indicaba claramente que no aprobaba la decisión—. Su hermano tiene cierta influencia en los círculos de los refugiados y ha ejercicio presión sobre el Gobierno —suspiró—. Si el pobre Brown hubiera tenido un abogado como ése...
—Sí, milord. —Drinkwater pensó en la horca colgando sobre la batería de Kijkduin—. ¿Y qué pasará con Santhonax?
—Ah, —Dungarth gruñó con mayor deleite y una sonrisa cruel cruzó su boca—. A ese le tenemos encerrado, muy bien encerrado. Ustedes le han destrozado la cara, Nathaniel... —Drinkwater le pasó la botella mientras el Kestrel se sacudía a causa de una ola. Dungarth hizo un gesto hacia la mujer que dormía—. Ella aún no sabe que ha sido capturado. Va a ser una gran decepción cuando llegue a casa. —Sonrió y tomó un trago del vino.
Drinkwater miró a Hortense de nuevo. Ella se revolvió cuando el Kestrel embistió otra ola y abrió los ojos. Se incorporó desconcertada, después se estremeció y se envolvió en la capa con un ademán curiosamente infantil. Entonces sus ojos reconocieron a los hombres que la acompañaban y su situación, y una expresión cercana a la satisfacción inundó su cara.
—Mírela bien, Nathaniel —dijo Dungarth—. Es una tremenda impostora, una verdadera Eva. Es una pena que el sentimiento jacobino, indiscriminado como es, no se empleara con un poco más de celo en Carteret y nos salvara del problema que nos supuso rescatar a una víbora. ¿Puede creer que con una cara como ésa, haya podido traicionar a su propio prometido?
Drinkwater vio como Hortense fruncía el ceño, no comprendía. Recordó al pobre De Tocqueville y su pasión no correspondida.
—¿Qué quiere decir? —preguntó— Traicionar...
—No me tome el pelo, señora. Su amante, Santhonax, hizo que le clavaran una espada a De Tocqueville en Londres y usted lo sabe muy bien.
—No, no... Yo no sé nada de eso. —Durante un momento estuvo asimilando las noticias y después levantó la cabeza—. No les creo. Mienten... Mienten para protegerse, idiotas, ahora que su Armada ya ha quedado inutilizada por los valientes republicanos y que pronto vendrán los holandeses para prestar ayuda y todos sus barcos se unirán a los de Francia. Entonces la mayor flota del mundo estará bajo nuestro mando... —Sus ojos ardían con la convicción de alguien que había aguantado en la prisión gracias a esos pensamientos—. Incluso ahora me están perdonando para utilizarme para salir del apuro en el que están.
Drinkwater oyó a Dungarth, que estaba junto a él, comenzar a reírse.
—El motín de nuestra flota se acabó, señora —dijo Nathaniel en voz baja—. Y los holandeses no vendrán; su flota ha sido destruida.
—Ve —añadió Dungarth—, su plan ha fallado completamente. El control del Canal es nuestro e Irlanda está a salvo.
—Irlanda nunca está a salvo —exclamó Hortense, reavivado el brillo de sus ojos, que murió repentinamente cuando Dungarth respondió:
—Como tampoco lo está Santhonax.
Hortense emitió un grito ahogado de alarma, mirando de uno a otro y no encontrando ningún consuelo en las expresiones de sus captores.
—Está en Francia —dijo insegura.
—Estaba en Holanda, señora, pero el señor Drinkwater, aquí presente, lo hizo prisionero en la reciente batalla con la flota holandesa.
Ella abrió la boca para decir que la estaban engañando pero vio la verdad en sus ojos. Drinkwater no la estaba utilizando, Drinkwater no jugaba con las palabras y las intrigas. Le recordó explorando la herida de De Tocqueville, allí mismo, en esa misma estancia, un año antes. Eran un hombre de hechos, no de palabras y entonces supo que Santhonax había sido capturado, encerrado como ella misma por esos bárbaros ingleses.
—Y creo que su cara ha quedado muy desfigurada por culpa de una pica —dijo Dungarth distraídamente.
Tanto Dungarth como Drinkwater fueron a tierra en el bote. Sobre sus cabezas, la elevación del Mont Joli-Bois se distinguía en la noche, su cumbre envuelta en una leve niebla que la brisa arrastraba cerca de tierra. El mar estaba en calma bajo el poderoso arco del cielo.
La figura encapuchada permanecía cubierta para que no la vieran los remeros y sentada entre ambos hombres. Atracaron el esquife en la playa, Drinkwater cogió a Hortense en brazos, caminó por el agua hasta pisar tierra seca y finalmente la dejó sobre la arena.
—Aquí estáis, madame —dijo Dungarth significativamente—. Espero que no volvamos a vernos nunca.
Hortense miró a Drinkwater a los ojos en la oscuridad. Los suyos eran abiertamente hostiles contra ese indescriptible inglés que había capturado a su amante y desfigurado su belleza. Se volvió y se alejó caminando por la arena. Drinkwater la observó irse, ajeno a lo que hacía Dungarth junto a él hasta que vio el destello de la pistola.
—¡Milord! —Se quedó mirando fijamente a Hortense, sintiendo la mano de Dungarth que lo refrenaba para que no saliera corriendo. Ella se tambaleó y luego la vieron correr y perderse en la noche.
Él se quedó de pie, mirando fijamente a Dungarth a su lado. Tras él oyó a la tripulación del bote murmurando.
—No estaba cargada —dijo Dungarth—, pero así correrá más rápido. —Le sonrió a Drinkwater—. Vamos, vamos, Nathaniel, no se escandalice. Parece que ha conseguido medio seducirle incluso a usted. —Se rió para sus adentros—. Algunas veces, incluso un titiritero acaba tirando de la cuerda incorrecta.
Ambos se volvieron y caminaron en silencio de vuelta al bote.