CAPÍTULO 7
Diciembre 1794 - agosto 1795
Un buque insignificante
Villaret Joyeuse escapó de Brest en Navidad, perseguido por Warren y sus fragatas. El Kestrel estaba en Portsmouth, en Haslar Creek, junto al Citoyenne Janine mientras esperaban la adjudicación de la Comisión de botines. No se esperaba ninguna decisión hasta Año Nuevo y como los funcionarios del astillero no parecían estar muy inclinados a reparar el cúter hasta entonces, la tripulación del Kestrel fue trasladada al buque de guardia, el Royal William. Drinkwater pidió un permiso y pasó la Navidad con Elizabeth. Madoc Griffiths les hizo una visita. La incomodidad que sentía el viejo en tierra resultaba divertida y triste a la vez, pero cuando llegó la hora de la cena ya se le veía más cómodo con Elizabeth.
A finales de la primera semana de enero, la Comisión decidió que los dos cargueros se venderían y el bricbarca sería comprado para incorporarse al servicio, al igual que el lugre, que también sería incorporado a la flota. Griffiths se sentía triunfante.
—Maldición, les hemos ganado por la mano, señor Drinkwater. Les ha salido el tiro por la culata...—Había leído el fallo en un periódico de Portsmouth y sonreía por encima de la mesa sobre los restos de un pudín de ciruela, tamborileando sobre el papel manchado de vino.
—Lo siento señor, no veo cómo...
—¿Cómo les ha salido el tiro por la culata? Bueno, los capitanes de fragata tienen el acuerdo de hacer fondo común con todo el dinero de los botines, de forma que todos ellos compartan los mismos beneficios, independientemente de si luchan con la flota o actúan en solitario. A mí, como sólo soy un mero teniente y el Kestrel un simple cúter, no se me consultó ni se me incluyó. Como consecuencia, aparte de la parte del comodoro, a nosotros nos corresponde la cifra que den por el condenado Citoyenne Janine. Su parte será bastante generosa, seguro.
—De ahí su insistencia para que yo me hiciera cargo de la presa...
—Exacto. —Griffiths miró a su subordinado. No encontró su propia satisfacción reflejada en él y le irritó que ese momento de triunfo, aislada excepción, quedara oscurecido. En su frustración le atribuyó la falta de entusiasmo de Drinkwater a motivos innobles.
—Maldita sea, señor Drinkwater, ¿no creo que esté sugiriendo que, como yo estaba enfermo, usted debe recibir la parte mayor? —El tono de Griffiths era colérico y su cara estaba arrebolada. Drinkwater, preocupado, se dio cuenta de que le había ofendido involuntariamente.
—¿Cómo, señor? ¡Dios mío, no! Por mi honor, señor, que yo no... —Drinkwater salió de su ensueño—. No, señor, sólo me estaba preguntando qué habrá sido de esos papeles y cartas marinas que sacamos del lugre.
Griffiths frunció el ceño.
—Se los envié a Lord Dungarth. Dadas las circunstancias ignoré a Warren. ¿Por qué lo pregunta?
Drinkwater suspiró.
—Bueno, señor, primero era sólo una sospecha. La evidencia era muy circunstancial... —titubeó, confundido.
Vamos, bach, si hay algo que le preocupa, será mejor que se quite ese peso de encima.
—Bueno, entre esos papeles había una carta privada. No se la entregué aunque sé que debería haberlo hecho, señor, no sé por qué lo hice, pero había algo en ella que me hizo sospechar...
—¿Sospechar, cómo? —preguntó Griffiths con una voz tranquila aunque insistente.
—La encontré con un mechón de pelo, señor, pelo rojizo. Yo... —Comenzó a sentirse estúpido; de repente todo el asunto parecía increíble y ridículo—. Maldita sea, señor, creo que el hombre que utilizaba el lugre, el hombre que estamos convencidos que es algún tipo de agente secreto francés, también está conectado de alguna forma con la mujer de pelo rojizo que sacamos de Beaubigny.
—¿Esa Hortense Montholon está aliada de alguna manera con ese Santhonax?
Drinkwater asintió.
—¿Y la carta?
Drinkwater tosió, avergonzado.
—Tengo la carta aquí, señor. Me la traje a casa y mi mujer me la tradujo. Ella no quería, señor, pero yo insistí.
—¿Y le aclaró algo esa carta?
—Sólo que quien la escribió y este Santhonax son amantes. —Drinkwater tragó saliva al ver como la ceja de Griffiths se alzaba interrogativa—. Y que la carta se había escrito para informar al receptor de que cierto obstáculo mutuo había muerto en Londres. Quien escribe parece ansiosa para que todas las implicaciones de esto se transmitan en la carta porque eso, de alguna forma, supone una gran diferencia...
—¿Y quién escribe? —preguntó Griffiths con calma.
Drinkwater se rascó la cicatriz.
—Sólo firma con una inicial, señor, «H.» —concluyó sin mucha convicción.
—¿Ha dicho que son amantes?
Drinkwater frunció el ceño.
—Sí, señor. La carta tenía una fecha bastante reciente, aunque no llevaba ninguna dirección.
—Así que, si tiene razón y la carta es de esta mujer, que ahora reside en Inglaterra, ella y Santhonax mantienen, cuando menos, una correspondencia fluida.
—La carta sugiere una relación muy cercana, señor.
Griffiths reprimió una sonrisa. Tras conocer a Elizabeth podía imaginársela explicando el contenido de la carta en tales términos.
—Ya veo —dijo pensativo. Y tras una pausa preguntó—: ¿Y qué le hace estar tan seguro de que esa señorita «H» es la joven que sacamos de Beaubigny y cuál es la relevancia de ese «obstáculo mutuo»?
Esa era la pregunta que Drinkwater había estado temiendo, pero ya estaba demasiado metido en el asunto para echarse atrás y el interés que demostraba Griffiths lo alentó.
—No estoy seguro, señor. Es una sensación que he tenido durante bastante tiempo... Quiero decir, sabe que mi francés es bastante pobre, señor, que se limita a unas pocas frases hechas, pero en el fondo de mi mente quedó la impresión de que ella no quería venir con nosotros aquella noche... Que ella estaba allí por obligación. La recuerdo de pie en el esquife cuando dejamos la playa y los franceses abrieron fuego. Gritaba algo, algo como: «¡No disparen, yo soy amiga, amiga!» —Intentó recordar los sucesos de la noche—. No hay mucho más que decir, señor, todos estábamos muy cansados tras lo de Beaubigny. —Hizo una pausa buscando en la cara de Griffiths algún signo de desdén o incredulidad. El viejo parecía sumido en la reflexión—. En cuanto al «obstáculo» —se lanzó Drinkwater— tengo la convicción de que se trata de De Tocqueville... —Se aclaró la garganta y con una voz más firme dijo—: Para ser sincero, señor, todo es muy circunstancial y me disculpo por lo de la carta. —Drinkwater descubrió que tenía las palmas húmedas, pero que sentía el alivio de quien acaba de confesarse.
Griffiths levantó la mano.
—No se disculpe, bach, puede que haya algo importante en lo que acaba de decir. Cuando le mencionamos al mayor Brown a los Montholon y Beaubigny algo le encajó. No sé lo que fue, pero sé que este capitán Santhonax no es sólo un oficial audaz, sino que su situación en las altas esferas le permite ejercer influencia en la política francesa. —Se detuvo un momento—. Y yo me he preguntado a menudo porque no se tomaron medidas tras nuestra aventura en Beaubigny. Y sólo se puede asumir que el asunto fue silenciado de alguna forma. —Griffiths enarcó una ceja—. Además los franceses se mostraron tremendamente susceptibles con el asunto de Barlow y el Childers unas semanas después...
—Eso también se me ha pasado por la cabeza a mí, señor.
—Entonces pensamos lo mismo, señor Drinkwater —dijo Griffiths clausurando el tema con una sonrisa. Drinkwater se relajó recordando las palabras que había pronunciado Dungarth tantos meses atrás. Comenzaba a ver por qué Griffiths era considerado un hombre notable. Dudaba de que pudiera habérselo dicho a otra persona que no fuera al galés. El viejo teniente se inclinó hacia delante en silencio mirando los cercos de vino en el mantel. Después levantó la mirada—. Tráigame la carta, señor Drinkwater. Informaré a Su Señoría de esto. Es posible que sea susceptible de ser investigado.
Aliviado, Drinkwater se levantó, fue a su camarote y volvió con la carta para entregársela a Griffiths.
—Gracias —dijo el teniente mirando con curiosidad el fino mechón de pelo rojizo—. Bien, señor Drinkwater, con el dinero que le corresponde del botín creo que debería comprarse una casaca nueva; el desgarro de su hombro no es problema para el servicio en alta mar, pero no puede presentarse así en ningún otro sitio. —Griffiths señaló el cosido que el propio Drinkwater había realizado en la casaca. Elizabeth ya lo había regañado por eso—. Vaya a Morgan’s, frente a The Fountain, en el número 85. Allí encontrará todo lo que necesite, incluso otro catalejo Dollond para reemplazar ese tan precioso para usted que perdió frente a Ouessant... —Ambos rieron y Griffiths le gritó al criado, Merrick, que viniera y recogiera la mesa.
Las estratagemas que esperaba el teniente Griffiths por parte del fértil cerebro de Sir Sydney tuvieron un efecto drástico sobre la fortuna del Kestrel, aunque no de la forma que el viejo tenía en mente. Sir Sydney había concebido la idea de que unir al escuadrón un lugre construido por los franceses sería una buena baza para engañar al enemigo, saquear los buques de comercio costero y recopilar información para el servicio de inteligencia. El nombramiento de su capitán, realizado por él mismo, recayó en la persona del teniente Richard White y el Kestrel, con sus aparejos inconfundiblemente ingleses, quedó libre para ocuparse de otras actividades.
Auguste Barrallier, ahora empleado en el Astillero Real, llegó para darle autenticidad a las reparaciones del lugre y se mostró afable con Drinkwater mientras observaba los progresos del mismo desde el cúter que estaba junto a él. Nathaniel hizo todo lo que pudo para ocultar su resentimiento cuando White llegó desde Falmouth con una tripulación de voluntarios procedentes de las fragatas de Warren. Es necesario decir en su defensa que White en ningún momento trató con prepotencia a su viejo amigo. Trajo cartas de Appleby y un aire de confianza despreocupada que sólo una fragata navegando bajo un oficial con iniciativa podía haber engendrado. Appleby, al parecer, tenía diferencias de opinión con el recién nombrado capitán y White ignoraba al cirujano con algo parecido al desprecio. Drinkwater quedó encantado cuando el lugre se perdió de vista tras Fort Blockhouse.
Al ser reemplazado como buque de despachos de Warren, el Kestrel languidecía entre las pilas de madera tropical que se amontonaban en Haslar Creek en los días grises y frescos de enero, mientras llegaban noticias de la guerra con los holandeses. Febrero pasó y después, casi sin darse cuenta, los ventosos equinoccios de marzo quedaron atrás. Comenzaron los trabajos para quitarle las cicatrices de la última batalla al barco, pero fue un trabajo desganado, sin entusiasmo, mal hecho y Griffiths, desesperado, cayó enfermo y fue trasladado al hospital naval. Jessup se dio a la bebida e incluso Drinkwater se sentía apático y abatido, por lo que simpatizaba con el contramaestre y procuraba ignorar sus frecuentes lapsus.
La lasitud de Drinkwater se debía en parte a un agotamiento espiritual, tras la acción frente a la isla de Vierge, combinado con una impotencia resultado de su convicción de que existía un vínculo entre el misterioso Santhonax y Hortense Montholon. Al compartir esta sospecha con Griffiths, Drinkwater había pretendido desentrañar el asunto, como si imaginara que el viejo oficial naval tuviera alguna fórmula alquímica para sacar a la luz tales cosas. Pero eso se había demostrado una estupidez y ahora, con Griffiths enfermo en tierra y la falta de interés de las autoridades por el cúter, Drinkwater se sentía oprimido por la impotencia, encallado en las aguas negras de los asuntos navales que parecían no tener ninguna marea entrante que pudiera reflotar su entusiasmo.
Hasta cierto punto la culpa era de Elizabeth. La proximidad de su casa hacía que Drinkwater se escapara allí cada vez que podía. Con Griffiths en tierra, su presencia a bordo del Kestrel dos o tres veces a la semana era más que suficiente. Y la tentación de una vida doméstica casi ininterrumpida le resultaba más que dulce. Por culpa de su falta de vigilancia seis hombres del Kestrel desertaron. Drinkwater anhelaba la llegada de nuevas órdenes, desgarrado entre Elizabeth y la llamada del deber.
Entonces, una clara y luminosa mañana de abril, cuando el sol incidía con fuerza sobre los tejados de Portsea con un brillo expectante, un capitán de corbeta subió a bordo, escaló la barandilla desde un bote del astillero sin anunciarse, anónimo y vestido con ropa de calle. Iba con él un hombre vestido a la moda y con apariencia excéntrica que parecía estar familiarizado con el cúter.
Fue Tregembo quien avisó a Drinkwater, pero éste sólo sabía por la sonriente tripulación del esquife del astillero que los caballeros eran de cierta importancia. De una considerable importancia, de hecho. Sintiéndose de repente culpable y agradeciéndole a la Providencia que diera la casualidad de que esa mañana se encontraba a bordo, Drinkwater se apresuró a subir a cubierta, pero los extraños no estaban a la vista. De repente un marinero asomó la cabeza desde la bodega.
—Ey, señor, hay unos tipos aquí abajo fisgoneando. Y o uno de ellos es un maldito comerranas o yo soy una meretriz de Sumatra, señor...
Avergonzado y ansioso por pedir disculpas Drinkwater se lanzó hacia la parte inferior para hacer las presentaciones. Los intrusos apenas eran visibles mientras examinaban la sentina del Kestrel tras haber comprobado una sección del techo.
—Buenos días, caballeros. Por favor, acepten mis... ¡Dios mío! Monsieur Barrallier, ¿es usted?
—Ah, mi joven amigo, hola. No he venido a construirle una fragata, vaya, pero éste es el capitán Schank y hemos venido a... cómo decirlo... «modificar» este bonito cúter.
Drinkwater se volvió hacia el caballero que estaba de rodillas, que se levantó sacudiéndose los pantalones. El capitán Schank desechó con un gesto sus disculpas y en cinco minutos reparó su moral y le devolvió la inspiración.
Ese mismo día, algo más tarde, en el hospital de Haslar, Drinkwater se lo explicó a Griffiths.
—Lo que van a hacer es esto, señor: reforzarán la quilla con batemares, después harán ranuras como entalladuras alargadas a través de las cuales harán pasar estas planchas, «orzas centrales» las llaman. La idea se ha estado utilizando en América durante un tiempo, a pequeña escala. El capitán Schank lo vio allí cuando era ayudante de un primer oficial, pero —Drinkwater sonrió tristemente— los ayudantes de los primeros oficiales no tienen mucho peso en estos asuntos.
La frente de Griffiths se llenó de arrugas por la concentración.
—Una especie de orza de deriva en la medianía, ¿no?
—Sí, señor, es exactamente eso —respondió Drinkwater asintiendo con entusiasmo—. Aparentemente se puede puntear mejor a barlovento, ceñir más el viento y reducir la deriva significativamente.
—Espere —interrumpió Griffiths considerándolo—. Ahora recuerdo ese nombre. Él construyó el Trial en el noventa o el noventa y uno. Ese barco y el Kestrel se construyeron a la vez. Sí, ese es. El Trial iba equipado con tres de esas... orzas centrales... —Comenzaron a discutir las ventajas que le proporcionaría al Kestrel y entonces Griffiths preguntó—: Pero si están haciendo todo esto... ¿Es que ya hay algún rumor de órdenes para nosotros?
Drinkwater sonrió.
—Bueno, señor, nada oficial, pero las habladurías apuntan a que vamos al Mar del Norte, al escuadrón del almirante MacBride.
Cuando dejó el hospital, a Nathaniel le pareció que las noticias le devolverían la salud a Griffiths más rápido que las medicinas del doctor.
Los planos desplegados sobre la mesa de la cámara se deslizaron hasta la cubierta de donde el jefe de los constructores los recuperó con una expresión de amarga tolerancia en su cara. El capitán Schank era un hombre que conocía y podía tolerar (su categoría de capitán de corbeta le imponía lo suficiente), pero ese jovenzuelo que no era más que un ayudante del primer oficial... ¡Que Dios protegiera a los artesanos pacientes y profesionales cuando se entrometieran en su trabajo esos teóricos con poco seso!
—Pero si, como dice, es la profundidad lo que es efectivo, señor y el cúter va a trabajar en aguas poco profundas, entonces una orza apoyada verticalmente podría resultar muy peligrosa. —La imaginación de Drinkwater estaba luchando con la visión de la quilla ampliada del Kestrel hundiéndose en un banco de arena, zozobrando y posiblemente partiéndose—. Pero si tuviera un perno aquí delante —dijo señalando el plano— entonces podría hacer un efecto de bisagra y elevarse hasta introducirse en la caja sin poner en peligro al cúter. —Dirigió la mirada hacia el capitán.
—¿Qué piensa usted, señor Atwood? —El constructor jefe observó las marcas hechas a lápiz con una expresión escéptica en la cara.
Drinkwater suspiró, exasperado. Los funcionarios del astillero estaban empezando a irritarle.
—Barrallier podría hacerlo, señor —dijo en voz baja. Creyó detectar un principio de sonrisa torcida en la cara de Schank. Atwood enderezó la espalda.
—Podría hacerse, señor —dijo ignorando a Drinkwater—, pero no quiero a ese gabacho afeminado con sus maneras de profesor de baile fastidiando a mi alrededor...
Un día después los remolcaron para situarlos junto al barco que llevaba montada la máquina de arbolar y se retiró el palo. Después lo elevaron y lo sacaron del agua. El trabajo fue bien y una semana después Griffiths reapareció con un semblante alegre y una ligereza al andar que no casaban ni con su edad ni con su reciente indisposición.
Le aconsejó a Drinkwater que aireara su mejor casaca de uniforme, la nueva adquisición hecha en Morgan’s.
—Nos han invitado a cenar con Lord Dungarth, señor Drinkwater, en The George... ¡Hola Merrick! Dios, me estoy haciendo viejo, ¿por qué los malditos trabajadores del astillero siempre dejan el trabajo a medias, desmantelando los tambuchos y dejando las escalas destartaladas? Ah, Merrick, dele un repaso a mi mejor casaca de uniforme y airee la del señor Drinkwater. Lustre también sus mejores zapatos y pásale una funda de piel de tiburón a ese maldito sacacorchos asesino francés que él llama espada. —Se volvió hacia Drinkwater, todo rastro de fiebre desaparecido de su rostro—. Tengo la sensación de que la cena de esta noche no es fruto de una simple cortesía...
—Drinkwater asintió, consciente de que el instinto de Griffiths normalmente era asombrosamente preciso y contento de tener al viejo a bordo de nuevo.
The George Inn en Portsmouth era el lugar de encuentro tradicional de los capitanes y los almirantes. Los tenientes como Griffiths frecuentaban The Fountain, mientras que los ayudantes del primer oficial y los guardiamarinas se solazaban en The Blue Posts, situado junto a las oficinas del coche correo. Por eso hubo varias miradas que se dirigieron hacia ellos cuando, en medio de un chaparrón de agua y viento impropio de la estación, Griffiths y Drinkwater entraron en la taberna y al quitarse los capotes aparecieron el teniente entrado en años y lo que parecía ser un ayudante algo crecidito.
Su presencia quedó explicada con la aparición de Lord Dungarth, que los saludo cordialmente.
—Ah, aquí están, caballeros. Siéntense, por favor. ¿Licor o cerveza en una noche tan espantosa como ésta? Bien, Madoc, ¿qué tal volver a limpiar los culos de los capitanes de fragata después de su independencia, eh?
Griffiths sonrió alicaído.
—No está mal, milord —dijo diplomáticamente. Un capitán de cierta edad sentado en la mesa de al lado se puso de un profundo color morado y pareció estar más que cerca de sufrir una apoplejía; después murmuró que el servicio se estaba «yendo al garete».
Dungarth continuó sin prestarle atención, con un brillo antiguo y familiar en sus ojos.
—Y usted, Nathaniel, he oído que se hizo con el lugre prácticamente sin ayuda. Una exageración, supongo.
—Sí, milord, una gran exageración.
Dungarth prosiguió.
—Supongo que en el astillero estarán remoloneando a la hora de arreglar su barco, como suele ser habitual, ¿eh?
Griffiths asintió.
—Sí, milord. Creo que nos consideran un buque demasiado insignificante para prestarnos atención —dijo, un destello brillante en sus ojos al notar que Dungarth dirigía miradas significativas a unos funcionarios que había en la sala, la mayoría de los cuales, pudo constatar Drinkwater, eran superintendentes del astillero.
—¡Insignificante! —exclamó Su Señoría—. Claro. Maldito grupo de obreros petulantes, podridos hasta la médula. La mayor traición se encuentra en los astilleros de Su Majestad, aunque de vez en cuando cuelguen a un pirómano para asegurarle su lealtad a Sus Señorías... —Dungarth distribuyó los vasos—. A su salud, caballeros. Sí, recuerden bien lo que les digo, un día recibirán lo que les corresponde. Seguro que recuerda el Royal George, Nathaniel, sí y usted tiene una buena causa para... Bueno, caballeros, si ya se sienten recuperados de las inclemencias del tiempo, tengo un excelente estofado de liebre y un cuarto trasero de venado esperándoles. —Ambos vaciaron los vasos y siguieron a Dungarth a su sala privada. Drinkwater se dio cuenta de que su salida fue más que bien recibida.
La conversación siguió siendo desenfadada. Dungarth despidió a los sirvientes y ellos se sirvieron solos. Cuando terminaron el estofado, anunció:
—Estoy esperando a otro huésped antes de que acabe la noche, pero dejemos que el asunto que nos trae aquí esta noche espere hasta su llegada. Ha pasado mucho tiempo desde que no mareo juanetes y escandalosas, ni siquiera en una sobremesa...
Ya estaban atacando el cordero cuando sonó un golpe en la puerta.
—Ah, Brown, venga y siéntese. Ya conoce a mis invitados.
El mayor Brown, atusándose el pelo y murmurando que la noche era de perros y de mil demonios para estar a principios de junio, saludó con la cabeza a los dos oficiales—. Milord, caballeros... Encantado de verles.
—Siéntese. ¿Quiere un poco de este magnífico venado? Madoc, ¿le importa servir al mayor? Bien... —Dungarth le pasó un plato. Drinkwater se dio cuenta de que la teoría de Griffiths sobre la razón de haber sido invitados a cenar podía ser correcta. El mayor Brown había traído consigo algo más que una ráfaga de aire húmedo. Dungarth se despojó de su aire de familiaridad y volvió a su resuelta eficiencia.
—¿Y bien? ¿Ha descubierto algo?
Brown fijó la mirada en Dungarth.
—Nada de verdadera importancia. ¿Y usted, milord?
—No. —Dungarth miró a Griffiths y a Drinkwater objetivamente, la última hora de conversación trivial aparentemente olvidada. Le pidió a Nathaniel que le pasara otra botella del aparador y después explicó:
—La información que me remitió, Madoc, que el aquí presente Nathaniel había encontrado a bordo del chasse marée, confirma lo que hemos sospechado durante un tiempo: que el Capitaine Santhonax es un agente del gobierno francés con importantes contactos en este país. La última información que me envió en relación a las sospechas de Nathaniel de un vínculo entre él y la mujer Montholon no parecen confirmarse...
Nathaniel tragó saliva con dificultad.
—Ummmm, las pruebas eran bastante circunstanciales, milord, pero creí que era mi deber...
—Lo hizo usted bien. No se sienta mal. Nos lo tomamos lo suficiente en serio como para enviar a Brown a vigilar los movimientos de la señorita Montholon, ya que había habido otras señales de que su teoría podía no ser tan descabellada como parecía en un principio. —Hizo una pausa y Drinkwater se dio cuenta de que se le había acelerado el pulso. Esperó pacientemente mientras Dungarth bebía vino y se limpiaba los labios dándose toquecitos con una servilleta—. Cuando De Tocqueville murió en Londres se difundió que le habían robado unos salteadores. Y era cierto que le habían robado, pero el dinero había desaparecido de su casa, no lo llevaba encima. Lo habían registrado todo. El conde había muerto por una estocada. Asesinado. Y en el examen posterior de sus habitaciones se descubrieron documentos que indicaban, no sólo que había firmado un contrato de matrimonio con la señorita Montholon, sino que se había hecho gestiones para su formalización. Se localizó por ello a la mujer, que vivía con la madre del conde en Tunbridge Wells. Aunque se produjo un arrebato de llanto, éste procedía, creo, principalmente de la madre... Mayor...
Brown tragó apresuradamente y prosiguió con la historia.
—Como les mencioné cierto tiempo atrás, yo conocía a Santhonax como Capitaine defrégate, aunque siempre ha actuado por libre, al igual que yo. Sabemos que es el líder de la inteligencia naval en el área del Canal y que hace amplio uso de chasses marees como el que ustedes capturaron para contactar con sus agentes en este país. También es lo suficientemente temerario como para atracar aquí e, incluso, quizá para pasar cierto tiempo en Inglaterra...
Brown masticó y tragó un último bocado y lo empujó con un trago de vino en completo silencio. Después continuó:
—Creemos que él es el responsable de la muerte de De Tocqueville y su sugerencia de que podía haber una conexión entre él y mademoiselle Montholon resultaba muy interesante. —Se encogió de hombros con un gesto peculiar, típicamente francés, que resultó completamente fuera de lugar—. Aunque la carta que encontraron podría confirmar esa sospecha, no prueba el hecho y, hasta la fecha, la vigilancia no ha indicado nada más que mademoiselle Montholon es la infortunada prometida de un conde fallecido quien, en su delicada situación presente, se ocupa de ser la acompañante de la madre de su difunto prometido, que quedó viuda a causa de la guillotina. Me han dicho que su dolor mutuo es conmovedor... —El tono irónico de Brown llevó a Drinkwater a asumir que sus propias sospechas podían llegar a confirmarse.
—Pero, ¿es probable que Santhonax continúe con sus actividades tras perder sus documentos? —preguntó Griffiths.
—No creo que un hombre de su calibre y recursos se le disuada tan fácilmente —respondió Dungarth—. Además, depende de cómo de incriminatorio considere que es lo que ha perdido. Todos somos juguetes de la fortuna en este negocio, pero las posibilidades de que alguien encuentre e identifique la carta y a la persona que la escribió deben ser muy escasas. Después de todo, dudo que el lugre fuera el único en el Canal esa noche con cartas de nuestras costas o dinero inglés. Es posible que las personas que se dedican al libre comercio vayan equipadas de forma similar...
—Excepto por el uniforme, milord —señaló Drinkwater.
Dungarth se encogió de hombros.
—Le garantizo que Santhonax no abandonará sus proyectos por eso, aunque es indudable que quien ordenó que ese lugre ayudara al convoy se estará arrepintiendo de su acción. No, apoyaremos la corazonada de Nathaniel un poco más manteniendo la vigilancia sobre el ménage de De Tocqueville. En lo que respecta a ustedes, caballeros —el conde se inclinó hacia delante y rebuscó en su bolsillo trasero para sacar un paquete sellado—, aquí están sus órdenes para navegar por el Canal, en teoría, para evitar el comercio del enemigo. De hecho quiero que detengan a cualquier lugre, batea, sumaca o galera que navegue entre el North Foreland y el arenal de Owers y lo registren. Quizá podamos apresar a ese demonio de Santhonax antes de que sucedan más desgracias... Ahora Nat, pase esa botella... Madoc, supongo que será aficionado al vino de Madeira de esa maldita época que pasó en los barcos negreros...
La atmósfera cambió y se aligeró un poco cuando una sensación de satisfacción los fue envolviendo.
—Milord —dijo Griffiths al fin—, quiero solicitar su favor para conseguir un nombramiento para el señor Drinkwater, aquí presente. ¿No hay ninguna forma de que pueda convencer a Sus Señorías para recompensar a este oficial tan merecedor de ello?
Drinkwater intentó librarse de la nube que le embotaba la mente, que no se debía enteramente al humo del tabaco y en la que estaba conjurando imágenes de la bella Hortense.
Dungarth sacudió la cabeza y empezó a arrastrar ligeramente las palabras.
—Mi querido Madoc, nada me gustaría más que cumplir sus deseos confirmando el nombramiento provisional de Nathaniel, pero, ironías de la vida, yo no gozo del favor de la presente Junta tras haber criticado el fallo del conde Howe por no detener esa condenada flota que transportaba grano. La información de inteligencia que trajo Brown se le presentó a la Junta y fueron claramente avisados de que debían detenerla a toda costa. Podíamos haber destruido a Francia de un solo golpe. —Dungarth se inclinaba hacia delante con voz aguda y un fuego frío ardiendo en sus ojos color avellana. Entonces se echó hacia atrás, arrellanándose en el asiento y frotándose la frente con una mano cansada—. Pero esa panda de idiotas sifilíticos me ignoraron e hicieron que la estancia de Brown en Francia, poniendo en peligro su vida, se desperdiciara...
Más tarde, chapoteando en charcos mientras el agua de la lluvia gorgoteaba en los desagües y sus medias blancas se convertían en negras por el barro, Griffiths y Drinkwater caminaban de vuelta al barco desde The George Inn apoyándose el uno en el otro como las vigas de una cabria. Habían comido y bebido demasiado y Griffiths seguía murmurando sus disculpas porque Dungarth le había fallado en lo del nombramiento de Nathaniel, mientras éste le aseguraba con la misma insistencia que no importaba. Drinkwater se sentía fortalecido contra la decepción. Aquella noche le había traído una especie de victoria y, en su estado de ebriedad, su creencia en la Providencia era absoluta. La Providencia le había llevado al Kestrel y la misma Providencia había tenido que ver en su presencia en Beaubigny. La Providencia se ocuparía de que tuviera la escarapela de teniente cuando tuviera que ser. Y un zumbido en sus oídos le decía que el momento aún no había llegado.
Sólo cuando pasaron el refugio momentáneo de la puerta del astillero y Griffiths le rugió el santo y seña al centinela fue cuando se le ocurrió a Nathaniel lo estúpidos que debían parecer. Y de repente deseó estar en la cama junto a Elizabeth en vez de trastabillando en la húmeda y ventosa oscuridad, sirviendo de apoyo a su cada vez más pesado comandante.