CAPÍTULO 16
Octubre 1797
Tras el combate
—¿Cómo se encuentra, señor Appleby? —A la luz vacilante del farol, la cámara del Kestrel parecía un matadero y Appleby, la cara gris por el cansancio, estaba manchado de sangre y su delantal rígido por la misma. Ambos miraron el consumido cuerpo de James Thompson, el contador, su cintura envuelta en vendajes ensangrentados.
—Yéndose con rapidez, señor —dijo el cirujano, su cortante formalidad adecuada en circunstancias tan penosas—. El color lívido de los labios y la contracción de las fosas nasales y las cejas son señales de una muerte próxima... Además de que ha perdido mucha sangre.
—Sí —Drinkwater se sintió mareado, consciente de las miles de cosas que necesitaban su atención, pero incapaz de alejarse de los gemidos y el hedor de la cámara, como si por permanecer allí pudiera expiar las muertes de pocas horas antes—. Sí —repitió—, me han dicho que me apoyó valientemente en el abordaje.
Appleby ignoró ese comentario.
—¿Le está dando algún opiáceo? —Appleby no tenía suficiente energía como para sentirse indignado. Asintió.
—Le estoy administrando dosis de láudano, señor Drinkwater y en ese estado será como se presentará ante el Creador. —Había un tono de reproche en su voz.
Drinkwater abandonó la cámara y volvió a la cubierta, pasando por delante del camarote que había sido su antiguo refugio y donde ahora estaba Santhonax, suturado y cerúleo, con las manos atadas. El viento creciente había alcanzado la fuerza de un temporal y la flota británica permanecía a cierta distancia de la costa, cada barco arreglándoselas por sí mismo. En la oscuridad llena de lamentos, dando bandazos de un lado a otro de la cubierta que se agitaba, Drinkwater se calmó antes de tumbarse y rendirse al sueño que le pedía su cuerpo.
La lluvia llegó con el viento, cayendo sobre hombres y barcos con mayor persistencia que las capas de espuma que azotaron durante toda la guardia. Fuera, en la noche, aparecía ocasionalmente un farol en los lugares en que algún buque de guerra luchaba para ponerse a barlovento y se oyó a Bulman advirtiendo a los vigías que se esforzaran.
Drinkwater sabía que el endurecimiento de su espíritu, había comenzado muchos años atrás, en el sollado de la Cyclops, debido al efecto de los acontecimientos que sucedieron en las marismas de Carolina. El lado salvaje que mostraba en plena batalla era una cualidad primigenia que esos sucesos habían sacado, a la fuerza, del fondo de su alma, de su parte más primitiva. Pero tal ferocidad desaparecía después de la batalla debido a la influencia de un hogar lleno de cariño y, como reacción, se convertía en una persona con sentimientos, como tantos de sus contemporáneos.
Se refugió en la satisfacción del deber cumplido y en su creciente creencia en la Providencia. Cuando la fatiga consiguió dominar los sentimientos que le embargaban desde la batalla, embotando sus recuerdos, se sintió mejor capacitado para confiar en sus percepciones para escribir el informe.
... las embarcaciones estaban trabadas borda con borda —escribió Drinkwater con cuidado— y tras un violento enfrentamiento, tomamos el buque de despachos Draaken.
Debo informar que el enemigo se defendió con gran valentía e infligió muchas bajas en el trozo de abordaje. Sus integrantes, sin embargo, se comportaron como corresponde a los marineros británicos, en particular, el contador James Thompson, el contramaestre Edward Jessup y el condestable Jeremiah Traveller, que murieron en acción o de las heridas mortales consecuencia de la misma.
Hizo una pausa y reflexionó sobre la afectada formalidad de la fraseología. Era necesario incluir una información final antes de la lista de heridos y muertos.
Comenzó a escribir de nuevo:
Entre los capturados hubo un oficial naval francés, el Capitaine de frégate Edouard Santhonax, conocido por Sus Señorías por ser un agente del Gobierno francés. Entre sus papeles se encontraron los documentos que se adjuntan, relativos a un propuesto ataque contra Irlanda.
Drinkwater firmó la declaración con sumo cuidado.
Añadió la lista de los fallecidos y volvió a cubierta. Las aterradoras cifras de bajas entre los hombres no podían hundir la moral de la tripulación. Los hombres del Kestrel compartían una sensación común de alivio al haberse salvado y un orgullo corporativo ante la posesión del Draaken, que los seguía a popa bajo el mando del señor Hill, cuyo corte en el brazo parecía no molestarle demasiado.
Drinkwater no podía sentirse ofendido por el estado de ánimo de la tripulación. De todos los hombres del Kestrel que conocía, él y Appleby eran los únicos en sentir una cierta opresión moral. No era insensibilidad lo que los hombres demostraban, sólo un maravilloso reconocimiento de lo fugaz de la naturaleza del mundo. Drinkwater se dio cuenta de que les envidiaba por eso y los llamó a cubierta para agradecerles formalmente su conducta. Todo sonaba increíblemente grandilocuente, pero los hombres escucharon con una atención silenciosa. A Elizabeth le habría divertido, pensó, mientras observaba a los marineros que sonreían con cautela. Se sintió mejor al ver esas sonrisas, mejor por volver a pensar en Elizabeth, consciente de que no se había atrevido a pensar en el futuro desde que los holandeses mostraron signos de que iban a salir de Texel. La mañana, gris y ventosa, le pareció de repente menos sombría y la visión del Adamant por el rabillo del ojo le resultó extrañamente conmovedora.
Completó su discurso y una débil exclamación de alegría recorrió el grupo de hombres. Drinkwater se volvió hacia los fardos grises entre los cañones. Había trece.
Había matado y pronunciado una arenga; ahora debía enterrar a los muertos en una sucesión, aparentemente sin sentido, de rituales contradictorios.
Del bolsillo desgarrado de su sucia casaca sacó el libro de oraciones con tapas de piel que una vez perteneció a su suegro y comenzó a leer: «Yo soy la resurrección y la vida, dijo el Señor...» y sobre su cabeza el brillante empavesado crujió por el viento.
La flota de Duncan atracó en Nore ante el aplauso del Parlamento y la gratitud de la nación. Al principio, las consecuencias estratégicas de la batalla resultaron de importancia secundaria, para alivio de los ministros. A pesar del motín, la eficiencia de la flota del Mar del Norte no se había visto afectada. Por una parte, los marineros se habían reivindicado y, por otra, el Gobierno había justificado su intransigencia. Todos tenían su porción de gloria, la euforia era la emoción predominante y los honores llovían sobre los marinos victoriosos. La anterior ambición del almirante Duncan de un retiro tranquilo con un título nobiliario irlandés quedó eclipsada cuando le concedieron una baronía y un vizcondado en Gran Bretaña. A Onslow le hicieron baronet, a Trollope y Fairfax, caballeros y todos los primeros tenientes de los navíos de línea fueron ascendidos a comandantes. Se colgaron medallas, se presentaron espadas y ambas Cámaras del Parlamento votaron unánimemente para agradecerle sus servicios a la flota. Esto último resultó, como Tregembo expresó sucintamente, de tan poca utilidad como sus pezones.
Antes de informar a Duncan, Drinkwater se entrevistó con Santhonax. El francés sólo podía murmurar con dificultad, su boca lacerada dolorosamente magullada alrededor de la cruda sutura que Appleby le había hecho en la mejilla. Dio su nombre cuando le preguntaron, en inglés, pero Drinkwater no le molestó mucho más, demasiado preocupado por manejar el cúter dañado con la mitad de su tripulación muerta o herida.
Pero por la mañana anclaron en Nore y Santhonax, que estaba algo mejor, pidió ver a Drinkwater.
—¿Quién es usted? —preguntó a través de los dientes apretados, pero con poco acento extranjero.
—Mi nombre, señor, es Drinkwater.
Santhonax asintió y murmuró:
—Boireleau...,10 —Como si quisiera confiarlo a su memoria. Después en una voz algo más alta, prosiguió—: ¿Es usted ahora el capitán de este barco?
—Sí.
—¿Y el viejo... Griffiths?
—¿Lo conoce? —Drinkwater, sorprendido, perdió su fría formalidad. Santhonax esbozó una sonrisa, pero pronto la truncó con un gesto de dolor.
—La presa siempre conoce al cazador... Su barco lleva un nombre apropiado: La Crécerelle.
—¿Por qué colgó a Brown?
—Era un espía, sabía demasiado... Era un enemigo de la Revolución y de Francia.
—¿Y usted?
—Yo soy un prisionero de guerra, monsieur Boireleau... —Esta vez Santhonax arrugó la piel alrededor de sus ojos.
—Tenemos pruebas para colgarle —replicó Drinkwater, herido—. Tenemos a Hortense Montholon bajo custodia.
La sonrisa de Santhonax desapareció instantáneamente. Parecía un hombre al que le habían fustigado inesperadamente. Si tenía algún color, éste desapareció de su rostro.
—Lléveselo —ordenó Drinkwater a Hill de pie en tensión tras el prisionero— y después haga que preparen mi bote.
—Drinkwater, me alegro de verle, de verdad. Qué paliza les dimos y qué tremenda batalla libramos, ¿eh? —Burroughs lo recibió a la entrada del Venerable, rebosante de buen licor y de felicidad por su nuevo ascenso. Hizo un gesto que abarcaba toda la flota a su alrededor—. Apenas una chispa cayó entre todos nosotros, y los cascos acabaron como coladores... Por todos los cielos, qué contento estoy de haberles dado de lo lindo... Qué bien me vendría otra ración de eso... Aunque ni una sola presa que merezca la pena aprovechar para el servicio... Excepto quizá la suya, ¿eh?
—Sí, señor, pero ya nos ha costado demasiado.
Burroughs se puso serio.
—Sí, claro. Nuestras pérdidas han sido tremendas, más de mil muertos y heridos... Pero, vamos, el almirante quiere hablar con usted. Estaba a punto de mandar un guardiamarina a buscarle.
Drinkwater siguió a Burroughs bajo la toldilla y ambos pasaron por delante del infante de marina que actuaba de centinela.
—El señor Drinkwater, milord. —Burroughs le hizo un guiño y desapareció. Drinkwater avanzó hacia donde Duncan escribía en su mesa, la tela que la cubría invisible bajo montones de papeles.
—Siéntese —dijo el almirante con voz cansada sin levantar la mirada y Drinkwater se sentó suavemente en una silla de respaldo recto, aún algo rígido por los hematomas y cortes de Kamperduin. Sintió que la silla había sufrido el reposo de muchas espaldas en las últimas veinticuatro horas.
Al fin Duncan levantó la cabeza.
—Ah, señor Drinkwater, creo que tenemos un asunto pendiente que atender, ¿eh?
El corazón de Drinkwater se paró un segundo. De repente sintió que había cometido algún error terrible, que había fallado al ejecutar las órdenes, al repetir las señales. Tragó saliva y le tendió un paquete.
—Mi informe, milord...
Duncan lo cogió y le quitó el sello. Frotándose los ojos cansados leyó mientras Drinkwater se sentaba en silencio, escuchando los latidos de su propio corazón. La pintura blanca del enorme camarote estaba agrietada y descascarillada en los lugares en que los disparos de los holandeses habían impactado en el costado del Venerable, y en una zona las tablas habían sido clavadas en su lugar apresuradamente. Un corriente fría cruzaba el camarote y un leve mancha residual sobre el suelo fregado mostraba donde habían sangrado los hombres del Venerable.
Oyó el suspiro de Duncan.
—Así que ha tomado un prisionero, señor Drinkwater.
—Sí, milord.
—Será mejor que haga que lo traigan aquí inmediatamente. Mandaré un destacamento de infantes de marina de vuelta a su barco con usted.
—Gracias, milord.
—El comportamiento del escuadrón del capitán Trollope, del que usted formaba parte, ha resultado de lo más gratificante y tengo aquí un papel para usted. —Le tendió un documento y Drinkwater se levantó para cogerlo. Era un nombramiento como teniente.
—Gracias, milord, muchas gracias.
Duncan ya había vuelto a inclinarse sobre sus papeles.
—No es más que lo que se merece, señor Drinkwater —dijo sin levantar la vista.
Drinkwater ya tenía la mano sobre el picaporte cuando recordó algo. Se volvió. Duncan estaba inmerso en los detalles de su flota. Se hablaba de un juicio marcial a Williams, del Agincourt. Drinkwater carraspeó.
—¿Milord?
—¿Sí? —Duncan siguió escribiendo.
—Hace mucho tiempo que se le debe la paga a mis hombres, milord. ¿Podría pedirle que redacte una orden a tal efecto?
Duncan dejó la pluma y levantó la cabeza. El almirante tenía demasiada experiencia como oficial naval para no darse cuenta que había algo tras ese petición. Le sonrió al sincero joven.
—Hable con mi secretario, señor Drinkwater, hable con él. —Y el viejo almirante volvió a sumirse en su trabajo.
El Kestrel permaneció una semana en Saltpan Reach mientras hacían lo que podían para arreglarlo. Drinkwater fue confirmado en el mando hasta que retiraron al cúter del servicio para importantes reparaciones y dio una cena para los oficiales que habían sobrevivido. Fue algo modesto. Les sirvieron Merrick y Tregembo, que se presentó voluntario para la tarea y que la llevó a cabo con sorprendente habilidad. Después fue en busca de Drinkwater.
—Discúlpeme, señor —comenzó incómodo, cambiando el peso de un pie a otro y finalmente tragándose su timidez—. Demonios, señor, no soy de esos que se andan con rodeos, señor, por eso, al ver que ha sido ascendido, me gustaría presentarme voluntario para ser su asistente, señor.
Drinkwater sonrió al marinero de Cornualles.
—Sólo me han ascendido a teniente, Tregembo, eso no es aún capitán de corbeta, lo sabe.
—Hemos estado juntos en el barco durante un año o dos, señor...
Drinkwater asintió; se sentía muy halagado.
—Mire Tregembo, no puedo pagarle más que su paga como marinero y seguro que eso no es suficiente para que se mantenga usted y su futura esposa... —No quiso seguir.
—Es suficiente, señor. Con su dinero del botín le compraré una bonita casa, señor y mi Susan puede cocinar, señor —Sonrió triunfalmente—. Gracias, señor, gracias.
Desconcertado, Drinkwater sólo pudo murmurar:
—Por todos los diablos... —Y quedarse mirando al marinero que se retiraba. Recordó a la Susan de Tregembo, una mujer compacta y determinada, y supuso que era probable que ella tuviera algo que ver en todo aquello.
Sería mejor que le escribiera a Elizabeth para decirle que él había obtenido un ascenso y que ella, aparentemente, había ganado una cocinera.