CAPÍTULO 5

Octubre - diciembre de 1793

El incidente frente a Ouessant

En las semanas que siguieron Drinkwater casi se olvidó del incidente de Beaubigny, del rescate del mayor Brown y del subsiguiente encuentro con el chasse marée. En ocasiones, en las oscuras noches cuando la cámara principal estaba iluminada por el farol oscilante, aparecía en ese lugar un fantasma de inquietante belleza y pelo rojizo. Y esa sensación de sentir que se ahogaba que experimentó cuando Tregembo tiró de él para sacarlo de las rompientes, con el peso muerto del mayor amenazando con enviar a ambos al fondo, emergía periódicamente para perseguirlo en sus horas de duermevela mientras intentaba conciliar el sueño. Pero no eran más que meras sombras que se volatilizaban al despertar junto con los recuerdos de las marismas de Carolina y de Morris, el tirano sodomita del sollado de la Cyclops.

El espectro de los fugitivos de Beaubigny apareció una vez de una forma algo más positiva, resucitado por Griffiths. Se trataba solamente de una breve nota en un periódico que ya estaba amarilleando que hablaba de la muerte de un noble francés en las cloacas de St. James. Se sospechaba que habría sido algún salteador, ya que había desaparecido el portamonedas del caballero y se sabía que había tenido suerte en las mesas de juego aquella noche. Pero el nombre del caballero era De Tocqueville y eso hizo que Griffiths, con una ceja enarcada sobre el periódico inclinado, le comunicara a Drinkwater que tenía sospechas de que se trataba de un asesinato.

Pero tales especulaciones fueron apartadas a un lado por el deber. El Canal ya estaba lleno de corsarios franceses, desde lugres hasta fragatas, que ya habían comenzado la guerra en el campo del comercio que les habían hecho tan famosos antaño. En esta melé de asaltadores franceses de naves comerciales y mercantes británicos se precipitaron a entrar las solitarias fragatas británicas, totalmente inadecuadas. El 18 de junio, Pellew, a bordo de la fragata Nymphe, se hizo con la Cleopátre frente a la Punta Start y el título de caballero que recibió provocó que un escalofrío de ambición recorriera las espinas dorsales de muchos aspirantes de la marina.

Mientras tanto el Kestrel, ocupado en asuntos más mundanos, llevaba despachos, vegetales frescos, correo y chismorreos varios entre los buques de la escuadra; era como una doncella para todo que quedaba fuera de las confrontaciones importantes y sólo se ocupaba de los enemigos más débiles. Pellew se quedó en un par de ocasiones con algunos hombres de la tripulación del cúter para completar su tripulación de mineros de estaño procedentes de Cornualles, a pesar de las protestas de Griffiths. Los hombres del Kestrel, la mayoría de ellos voluntarios, constituían una tripulación excelente, propia de un buque insignia gobernado por el más puntilloso de los almirantes.

—Mejor que cualquier otra cosa que la flota de Cumberland pueda ofrecer —aseguró Jessup con orgullo aludiendo a los barcos del Támesis que convertían en excelencia detalles tales como los ejercicios de adiestramiento. Un brillo de aprobación apareció en los ojos de Griffiths cuando ejecutaron una maniobra de forma brillante bajo la mirada envidiosa de un capitán de fragata que aún estaba peleando con una tripulación de hombres de tierra adentro. Podía imaginar los comentarios en una gran cantidad de alcázares sobre la maldita insolencia de esos piojosos barcos descastados.

Entre toda esta actividad, Drinkwater se fue dando cuenta de que formaba parte de un barco feliz, que Griffiths azotaba a los hombres en muy raras ocasiones porque realmente no tenía necesidad y que aquellos eran tiempos para no olvidar.

Fueran cuales fueran sus recelos en cuanto al futuro, quedaron reservados para la soledad de su camarote. Las cada vez mayores exigencias de una guardia tras otra, la tensión de la caza o la huida y los modestos beneficios que proporcionaban los botines de las presas sólo eran una compensación parcial para la falta de perspectivas de su propio horizonte personal.

Diciembre los recibió ante la isla baja de Ouessant navegando en busca de Warren, con novedades sobre el escuadrón que, tras muchas demoras en los astilleros, iba a formarse bajo el mando del comodoro en Falmouth en Año Nuevo.

Era un día de vientos del este que limpiaban el ambiente de los anteriores vientos húmedos del oeste que les habían perseguido durante la primavera. Una borrasca había seguido a otra en el Atlántico durante las ocho semanas que el Kestrel llevaba buscando a sus superiores; la tripulación siempre mojada y triste, el velamen empapado y duro y el fogón de su cocina prácticamente extinguido.

La brillante luz del sol cayó sobre el pequeño barco como una bendición y éste pareció renacer; cambió el humor de los hombres y la tripulación que se ocupaba de los aparejos parecía formada por hombres diferentes. La ropa húmeda apareció en el aparejo de barlovento, dándole al Kestrel un aire de campamento gitano.

La isla baja que constituía la extremidad más occidental de Francia quedó atrás por la aleta de babor y de vez en cuando Drinkwater tomaba una demora del faro del promontorio elevado del cabo Stiff. Una de estas operaciones se vio interrumpida por la voz de llamada que llegó desde el tope.

—¡Ah de la cubierta! ¡Vela a barlovento!

—Avisen al capitán.

—Sí, señor.

Griffiths se apresuró a subir a cubierta y le echó un vistazo tanto a la isla como al pendón del tope que ondeaba sobre la aleta de estribor gracias al viento del este.

—Arriba, señor Drinkwater. —Éste ascendió ágilmente por el palo y pasó una pierna sobre la verga del juanete. Sólo necesitó un vistazo para poder precisar que no era la Flora y confirmar una sospecha que sabía que compartía con Griffiths como resultado de la brisa que venía del este. El enorme arsenal naval de Brest estaba delante de ellos. La vela que estaba mirando se había escabullido de la Goulet esa mañana. Y más allá podía ver otra.

—Dos fragatas, señor —dijo cuando alcanzó de nuevo la cubierta—, poniendo rumbo hacia nosotros y largando vela.

Griffiths asintió.

—¡Señor Jessup! —Miró a su alrededor en busca del contramaestre que se apresuraba a subir a cubierta, luchando por ponerse su casaca.

—¿Señor?

—Vamos a ponernos viento en popa. Quiero arriba los contra-estayes de popa y todo el trapo que llevemos. Señor Drinkwater, un rumbo alejado de Les Pierres Vertes para franquear el estrecho de Fromveur... —Dio más órdenes mientras los marineros alborotaban al subir a cubierta, pero Drinkwater ya se estaba abriendo paso para bajar a consultar la carta.

La Île d’Ouessant, o «Ushant» para innumerables generaciones de marineros británicos, está a trece millas al oeste de la costa de Bretaña. Entre la isla y la Punta San Mateo existe un confuso lecho de rocas, islotes y arrecifes rodeados por una línea punteada en la carta del cúter junto a la que se puede leer: «Rocas, bajíos, etc. numerosos y peligrosos, donde se dan corrientes de resaca impredecibles y zonas de turbulencias». Incluso con el tiempo más benévolo la zona estaba sujeta a las marejadas del Atlántico y a la incesante corriente de la marea, que en las primaveras alcanza una velocidad de siete nudos y medio. Cuando el viento y la marea son opuestos generan un mar picado, feroz y peligroso. En el mejor de los casos, las resacas y las turbulencias hacen que la zona resulte imposible para la navegación. Tan grandes eran los peligros del lugar, que se había firmado un tratado especial entre Inglaterra y Francia que establecía que este último país se comprometía a mantener un faro sobre el promontorio de Stiff «tanto en la paz como en la guerra, por el bien de toda la humanidad». Esa torre se había erigido en el punto más alto de la isla un siglo antes diseñada por Vauban.

Había dos formas de cruzar entre Ouessant y tierra firme a través de las rocas: por el canal de Four, un canal tortuoso entre la punta San Mateo y la roca Le Tour, y por el Fromveur, que sigue el lado más cercano al continente de la misma Ouessant. Drinkwater se decidió por este último.

Mientras estudiaba minuciosamente la carta, Drinkwater sintió el repentino aumento de la velocidad que seguía al repiqueteo, estremecimiento y la inclinación de la trasluchada. El Kestrel se lanzó sobre las aguas en respuesta a la urgencia que sentía su comandante. Agarrándose se deslizó al interior de su propio camarote y cogió el manchado cuaderno de la estantería. Una vez había pertenecido al señor Blackmore, piloto de derrota de la fragata Cyclops. Hojeó las páginas hasta que encontró lo que buscaba y frunció el ceño, concentrado. Volvió a mirar la carta, una copia de un antiguo mapa francés. Le preocupaba lo peligroso del lecho, aunque el Fromveur en sí mismo parecía recto y profundo. Maldijo la falta de iniciativa del Almirantazgo que confiaba en que los comandantes compraran sus propias cartas. Incluso el Kestrel, empleado en servicios especiales como estaba, no recibía más que una mínima asignación, así que Griffiths sólo podía tener lo que podía comprar.

Drinkwater volvió a la cubierta. Ouessant estaba ya sobre la amura de estribor y un vistazo a popa le informó de que la fragata más próxima se estaba acercando a ellos con rapidez.

Cuanto antes llegaran al Fromveur y lo superaran, mejor. Drinkwater recordó el aire de superioridad de Barrallier, su confianza en las cualidades de navegación de las fragatas francesas y su estupefacción al descubrir que Griffiths estaba navegando por la costa francesa con cartas obsoletas: resaltó que el antiguo gobierno francés había establecido una oficina hidrográfica que se ocupaba de las cartas hacía más de setenta años.

Una sensación de urgencia le recorrió cuando se inclinó sobre la aguja y se apresuró a bajar de nuevo para trazar las demoras. El flujo de la marea del Canal ya los había llevado demasiado lejos hacia el norte, empujándoles implacablemente hacia las rocas y arrecifes a estribor. Volvió arriba rápidamente y estaba a punto de pedirle a Griffiths que viraran al sur cuando otra voz de llamada llegó hasta la cubierta.

—¡Rompientes sobre la amura de estribor!

Jessup se acercó a la escota de la mayor.

—¡Listos para trasluchar! —gritó. Si trasluchaban de nuevo, el Kestrel podía vencer la marea y salvar las rocas navegando en línea recta hacia el sur. La tripulación ya estaba en sus puestos mirando hacia la popa, expectantes, esperando las órdenes de Griffiths.

—Amárrela, señor Jessup... ¿Esas son las Pierres Vertes, señor Drinkwater?

—Sí, señor. —Griffiths podía ver la fuerza de las olas de agua blanca y vislumbrar ocasionalmente zonas negras que revelaban la presencia de rocas. La fragata se acercaría más si seguían hacia el sur.

—Rumbo noroeste... Afiance ligeramente las escotas, señor Jessup... Señor Drinkwater, voy adentro... —Su voz sonaba calmada, tranquilizadora, como si no tuviera que tomar ninguna decisión inminente. De repente apareció un agujero en el juanete; una bala que impactó en el coronamiento de popa y envió astillas silbando por toda la cubierta. Una larga esquirla de pino embreado alcanzó a un marinero dejándole una terrible herida punzante. No tenían ningún cirujano que pudiera atenderle.

Para evitar los arrecifes, la fragata francesa había retocado una vela a babor y su rumbo divergía ligeramente del que llevaba el cúter, de forma que uno de los cañones de proa pudiera hacer luego. El humo del disparo apareció bajo su proa, empujado por el viento de popa.

—Con cuidado ese timón, ¿o es que está ciego? —gruñó Griffiths al timonel. Drinkwater se unió a él en sus cálculos mentales. Sabían que tenían que mantener al Kestrel cerca de las Pierres Vertes para impedir que la marea los colocara demasiado al norte sobre la Roche du Loup, la Roche du Reynard y los arrecifes que había entre ellas con el fin de evitar la tentación de navegar en aguas aparentemente claras donde los peligros yacían sumergidos.

Las Pierres Vertes estaban ya cerca, justo bajo la proa. El flujo y reflujo de la marea podían sentirse cuando ésta se arremolinaba a su alrededor. El Kestrel se tambaleó en su avance inexorable y entonces, de repente, las rocas quedaron atrás. Los hombres que había en cubierta emitieron un grito irregular, conscientes de que su barco acababa de superar una crisis.

Pero el alivio les duró poco.

—¡Ah de la cubierta! ¡Vela a estribor, a seis puntos sobre la proa! —Drinkwater podía verla claramente desde la cubierta. Una pequeña fragata o corbeta había bajado por el estrecho de Fromveur sin que nadie la hubiera advertido, preocupados como estaban por las rocas, y ahora ésta les bloqueaba la vía de escape.

—Apunte el nombre de ese vigía, señor Drinkwater, le arrancaré el pellejo por negligencia...

Otro agujero en la arboladura y varias salpicaduras en uno de los lados. Una bala rebotó en una ola y dio un sonoro golpe, casi sin fuerza, contra el casco. Estaban completamente atrapados.

Drinkwater miró a Griffiths. El semblante del viejo galés mostraba una resignación casi estoica en la que Drinkwater percibió la derrota. Era cierto que el Kestrel podía maniobrar, pero eso no sería más que para mantener las formas, por respeto a la bandera. No era muy probable que pudieran escapar. Griffiths era un hombre viejo, se había quedado sin resolución, había gastado su parte de buena fortuna. Parecía saber todo esto, como un animal golpeado que se escabulle, arrastrándose, para morir. Rendir un cúter de doce cañones a una fuerza superior no sería ningún deshonor.

Como para empeorar el apuro en el que se encontraban, el nuevo chinchorro, asegurado sobre los pescantes de la roda, se desintegró en una explosión de astillas, las tablas del espejo de popa del cúter se partieron hacia adentro y una bala hizo que la culata del Número 11 saliera despedida, desmontándolo con un sonido sobrecogedor y lanzándolo, deformado, por encima de la barandilla de estribor.

—¡Preparen la batería de estribor! —dijo Griffiths agarrándose—. Señor Drinkwater, arríe la bandera después de disparar. Señor Jessup, vamos a tomar por avante; cargue las velas redondas...

Una atmósfera de hosca resignación barrió la cubierta como una ráfaga de metralla y su impacto fue claramente visible. Eso le provocó a Drinkwater una furia repentina. Iba a ser una guerra larga, había dicho Appleby, una larga guerra recluido en un barco-prisión francés, soñando con Elizabeth. La sola idea le resultaba tremendamente abominable. Puede que Griffiths fuera intercambiado con la excusa de un canje de prisioneros pero, ¿quién iba a preocuparse por un desconocido ayudante del primer oficial? Iban a orzar, disparar para defender el honor de la bandera y luego rendirse a la gran fragata que se acercaba lanzando espuma por la popa.

Era irónico que fueran a colocarse contra el viento para hacerlo, a alcanzar el único punto por el que podían escapar de sus perseguidores. Si, claro estaba, las rocas no les bloquearan el camino.

Entonces le asaltó una idea; tan simple, aunque a la vez tan peligrosa, que se dio cuenta de que había estado bullendo en su cerebro, desde que había mirado el cuaderno del viejo Blackmore. Era mejor que la abyecta rendición.

—¡Señor Griffiths! —Griffiths se volvió.

—Le he dicho que esperara junto a las drizas de la bandera...

—Señor Griffiths, creo que podemos escapar a través de las rocas, señor. Hay un paso entre las dos islas... —dijo señalando los dos islotes que había por el través, a estribor: la isla de Bannec y la de Balanec. Griffiths los miró, la inseguridad inundando sus ojos. Volvió a mirar a popa. Drinkwater aprovechó su momentánea ventaja—. La carta es vieja, señor. Yo tengo un mapa más reciente en un diario manuscrito...

—¡Tráigalo! —dijo Griffiths bruscamente, dejando de lado repentinamente tanto su anterior estado de ánimo como su edad. Drinkwater no necesitó que se lo dijeran dos veces y corrió hacia la cubierta inferior, tropezando en su precipitación. Cogió el viejo y manchado diario de Blackmore y volvió a subir a cubierta donde aún subsistía una pálida y tensa esperanza en las caras de los hombres. Jessup tenía hombres en la arboladura y las velas redondas se estaban recogiendo. Una partida de hombres se afanaba en amarrar el cañón de cuatro libras que había sido desmontado. Griffiths, ahora indiferente a los dos barcos que se acercaban a proa y a popa como si de los brazos de una tenaza se trataran, examinaba la brecha entre las dos islas.

—Aquí está, señor. —Drinkwater abrió el libro sobre el tope del tambucho y durante un momento él y Griffiths se inclinaron sobre él con el dedo de Drinkwater trazando un estrecho pasadizo entre los arrecifes. Al viejo se le escaparon unas palabras murmuradas en galés y de las que Drinkwater sólo pudo descifrar: «Men ar Reste... Carree ar Morlean...» Pronunció «carreg», en galés más que en bretón, mientras miraba las distantes rocas que se esparcían por el camino que estaba sugiriendo Drinkwater como colmillos a la espera de la impaciente quilla del Kestrel.

—¿Podrá conseguirlo? —preguntó cortante.

—Lo intentaré, señor. Con las demoras y un vigía en las crucetas.

Griffiths se hizo a la idea.

—Vamos allá. —Llamó a uno de los marineros para que mantuviera el cuaderno abierto y se quedara junto a él. Drinkwater se inclinó sobre la aguja, el corazón latiéndole con fuerza por la excitación. Tras él, un transformado Griffiths ladraba órdenes.

—¡Señor Jessup! Vamos a pasar entre las rocas. Ocúpese del velamen para sacar lo mejor de él...

—Sí, señor. —Jessup comenzó a pulular de acá para allá y su entrada en acción pareció electrizar a la totalidad de la cubierta superior. Los hombres, llenos de energía, saltaron a las cabillas de maniobra, se quedaron de pie expectantes junto a las escotas y los amantes, mientras los timoneles observaban a su comandante, listos para, a la mínima palabra, lanzarse con todo su peso sobre la gigantesca curva del timón de fresno.

Se oyó un crujido en el combés y la caja de la bomba salió volando, el brazo de hierro forjado doblándose en un ángulo imposible. Otra bala impactó contra el casco y un vistazo a popa mostró a la fragata enorme y amenazadora. A no más de dos millas delante de ellos estaba la corbeta, su gavia mayor izada en el palo, cortándoles el camino. Drinkwater se enderezó sobre su improvisada mesa de cartas.

—Este-noreste, señor, cuanto antes...

Griffiths asintió.

—¡Abajo el timón! ¡En viento! ¡Escotas de las velas de proa! ¡Ustedes! —dijo señalando a los marineros de la brigada del Número 12—. ¡Corten ese contra-estay de popa! —El Kestrel se puso contra el viento, rociones de espuma rompiendo sobre la amura de barlovento. Drinkwater miró la caja de la aguja y asintió, después corrió hacia la proa.

—¡Tregembo! Suba a la arboladura y busque rocas, corrientes de resaca y baterías de cañones... —Y entonces, recordando el pasado de contrabandista del hombre al ver un destello de euforia en sus ojos, prosiguió—: La marea está a nuestro favor, justo bajo nosotros... Necesito saberlo rápidamente...

—¡Sí, señor! —Los obenques de barlovento estaban tensos sobre la barra y Drinkwater siguió al marinero en su ascenso, pero se quedó a medio camino. Aunque era fresco, el viento tenía poco alcance en aquel punto y deberían ver las corrientes de marea al chocar contra las rocas. Se mordió el labio por la ansiedad. Ya hacía tiempo que había pasado la bajamar y el Kestrel aceleraba en dirección noreste con una nueva marea.

—Una corriente, señor, a estribor... —Tregembo señaló—. Y otra a babor... —Drinkwater alcanzó la cubierta y corrió hacia popa para volver a inclinarse sobre la carta. Cuatro brazas y media sobre Basse Blanche a estribor y menos de una sobre Melbian a babor.

—¿Puede acercarlo un poco más, señor? —Griffiths asintió con los labios convertidos en una fina línea. Drinkwater volvió a proa de nuevo y comenzó a escalar por los aparejos. Mientras subía para reunirse con Tregembo, sentado con las piernas colgando, un rugido terrible llenó el aire. El catalejo, el catalejo Dollond que acababa de sacar del bolsillo, le fue arrancado de la mano y sintió que todo su cuerpo era zarandeado igual que lo fue en las rompientes la noche que recogieron al mayor Brown. Vio un destello del cristal cuando la luz del sol incidió momentáneamente sobre el cristal del catalejo y después él también se precipitó hacia delante como una muñeca de trapo, incapaz de hacer nada por evitarlo. Sintió que una mano fuerte le agarraba la parte superior del brazo. Tregembo tiró de él hasta colocarlo de nuevo sobre la verga mientras, debajo de ellos, el pequeño catalejo rebotaba contra una vigota y desaparecía en el agua blanca que corría a raudales más allá del tembloroso costado del Kestrel.

Drinkwater exhaló el aire. Miró a popa y vio la enorme fragata que viraba hacia el sur, alejándose de ellos, burlada por su presa, mientras se disipaba el humo de su batería de estribor.

Cruzando su popa pudo ver las letras de su nombre: Sirene. Probablemente dispararían la batería de la otra banda antes de alejarse con rumbo sur-suroeste sobre la amura de babor.

Drinkwater se volvió hacia Tregembo.

—Gracias por su ayuda —murmuró enfadado por la pérdida de su precioso catalejo. Miró hacia delante ignorando la corbeta, que quedaba oculta por el peñol de la tirante vela mayor y ajeno a la andanada final de la Sirene.

El agua blanca los rodeaba completamente ahora, los dos islotes verdegrises de Bannec y Balanec abriéndose rápidamente a ambos lados de la proa. El flujo y reflujo de la marea revelaba rocas por todos los lados, el agua convirtiéndose en espuma blanca alrededor de los arrecifes. Delante de ellos no se veía ninguna brecha, ningún paso.

Con todo el trapo contra el viento, el Kestrel cabeceó hacia delante impulsado inexorablemente por la marea que estaba tomando cada vez más velocidad. De repente pudieron ver delante de ellos el montículo de una roca negra: la Ar Veoe estaba justo en su camino. Con paciencia se obligó a alinearla mentalmente con el estay del trinquete. Si la roca quedaba a la izquierda del estay, pasaría por babor sin problema; si quedaba a la derecha, pasaría por estribor sin causar daños pero les llevaría hacia mayores peligros más adelante. Si no cambiaban de rumbo la golpearían.

La mole oscura de la Men ar Reste apareció por el través y quedó atrás.

La Ar Veoe permanecía en su camino y a cada uno de los lados los arrecifes que rodeaban los dos islotes se acercaban, el movimiento provocaba que ellos mismos se movieran.

Drinkwater se giró y gritó en dirección a cubierta:

—¡Vamos directos a la Ar Veoe, señor! —Vio como Griffiths miraba el libro. Tenían que pasar como fuera al este de esa masa de granito. No podían echarse a sotavento o se harían pedazos contra la Île de Bannec y se verían perdidos irremediablemente.

La brecha se iba reduciendo y la demora seguía sin experimentar cambios. Tendrían que virar por avante. Drinkwater se agarró a una burda y se deslizó hasta la cubierta. Ignorando el escozor de sus manos abordó a Griffiths.

—Vamos demasiado a sotavento. Tenemos que virar por avante, señor, inmediatamente... No hay otra opción. —Griffiths no respondió a su subordinado, pero levantó la cabeza y vociferó:

—¡Preparados para virar por avante! ¡Dense prisa ahí!

Los hombres, acostumbrados ya al alto tono de voz de sus oficiales, obedecieron con una considerable presteza.

Myndiawl, espero que sepa lo que está haciendo —gruñó Griffiths—. Vuelva a la arboladura y cuando ganemos suficiente franquía, agite el brazo derecho... —Su voz sonaba sosegada por la tensión controlada, perdida cualquier traza de derrota y reemplazada por una tensa confianza en Drinkwater. Sus ojos se encontraron durante un breve momento y cada uno reconoció en el otro la enrarecida excitación del apuro en el que se encontraban, un equilibrio entre experiencia y miedo.

Para cuando Drinkwater alcanzó las crucetas, lo que había sitio el aparejo de barlovento estaba fláccido. El Kestrel había virado por avante elegantemente y ahora su bauprés acuchillaba el aire hacia el sureste mientras se esforzaba por cruzar el canal con la marea aún empujándolo hacia el noreste. Drinkwater apenas había vuelto a concentrar sus sentidos cuando el instinto le gritó que agitara el brazo derecho. Obedientemente se bajó el limón y la verga tembló debajo de él junto con el palo mientras ti cúter pasaba de nuevo a través del viento.

El Kestrel apenas se había estabilizado sobre la amura de estribor cuando el macizo y agrietado bloque de la Ar Veoe pasó por su lado a gran velocidad. El blanco remolino de la marea arrancaba las algas de raíz y una docena de cormoranes, hasta ese momento tendiendo sus alas al sol, las agitaron para volar bajo sobre el mar. A ambos lados los peligros eran claramente visibles. El Carree ar Moflean quedaba junto a la aleta de estribor, los afloramientos de la Île de Bannec, a babor. El Kestrel se lanzó hacia la brecha, su bauprés sumergiéndose con agresividad hacia delante. Las rocas aparecieron por el través y Drinkwater bajó a cubierta para establecer otra posición en la improvisada carta. Griffiths observó por encima de su hombro. Casi habían pasado, pero tenían que sortear un obstáculo final cuando las rocas Gourgant asomaran a estribor. Hacía mucho que habían cesado los disparos de cañón y los barcos enemigos quedaron olvidados en el mismo momento en que el alivio comenzó a asomar a sus ojos. Las Gourgant quedaron atrás y se fundieron con la aparentemente impenetrable barrera de rocas negras y agua blanca por la que acababan de pasar.

—¡Ah de la cubierta! —Era Tregembo, aún en su puesto de la arboladura—. ¡Rocas justo delante y acercándose, señor! —La reacción de Griffiths fue instintiva.

—¡Arriba el timón!

Drinkwater estaba a medio camino de subida por los obenques de estribor cuando lo vio. El Kestrel había aflojado un punto el viento, pero estaba demasiado cerca. Aunque el bauprés libraría la roca, la corriente de la marea empujaría su popa hasta hacerla girar; la breve visión de madera desgarrada y casco privado de timón cruzó la imaginación de Drinkwater. Miró hacia popa y gritó:

—¡Abajo el timón!

Durante una décima de segundo pensó que Griffiths iba a ignorarle, que su insubordinación era demasiado grande. Entonces, temblando por el alivio, vio como el teniente se lanzaba por cubierta para tirar de la caña a babor.

El Kestrel comenzó a girar cuando la roca semisumergida casi se precipitaba sobre él. Fue demasiado tarde. Drinkwater estaba temblando de forma incontrolable en ese momento, una mosca en una tela de araña compuesta de aparejos. Observó la escena fascinado, consciente de que en diez, quince segundos quizá, los obenques a los que se agarraba colgarían como guirnaldas fláccidas cuando la banda de estribor del cúter se rasgase, el mástil partido como una simple ramita y el barco volcara, convirtiéndose en un resto de naufragio destrozado. Abajo los hombres corrían hacia el costado para mirar; en ese momento la marea los alcanzó. El Kestrel tembló, su aleta se vio elevada sobre la ola, que se formó al impactar el flujo de la marea contra un lado de la roca, para después caer abruptamente a través del reflujo a la vez que el mar apartaba el barco a un lado como un trozo de madera a la deriva. Podían ver los fucos y oler los excrementos de los pájaros y, de pronto, habían pasado, arrojados lejos hacia el norte. Unos momentos después dejaron atrás Basse Pengloch, extremo septentrional de la Île de Bannec.

Aún temblando, Drinkwater consiguió alcanzar de nuevo la cubierta.

—Hemos pasado, señor. —El alivio que sentía se tradujo en una sonrisa de aspecto tonto que se veía acentuado por la sangre que brotaba del labio que se había mordido con demasiada fuerza.

—Sí, señor Drinkwater, hemos pasado y quiero que ordene que se le dé grog a toda la tripulación.

—¡Ah de la cubierta! —Por un segundo todos se quedaron inmóviles, sus caras llenas de aprensión temiendo que hubiera otro afloramiento delante de ellos; pero Tregembo estaba señalando a popa.

Cuando bajó para devolverle a Griffiths el catalejo que le había prestado, Drinkwater dijo:

—Aún están a la vista las dos fragatas y la corbeta, señor. Y más allá de ellas se ven muchas gavias. Parece que acabamos de escapar de toda una flota.

Griffiths enarcó una ceja blanca.

—Eso parece... En ese caso olvidemos a la Flora, señor Drinkwater y llevemos esa información a casa. Establezca rumbo para volver a Plymouth.

—Sí, señor —Drinkwater se volvió. Ahora que la excitación de las últimas dos horas iba desapareciendo, ésta daba paso a una irritación malhumorada por la pérdida del catalejo Dollond.