CAPÍTULO 3
Diciembre de 1792 - febrero de 1793
Se alza el telón
El incidente de Beaubigny acabó con las operaciones clandestinas del Kestrel. Temporalmente sin ocupación, el cúter se balanceaba en la marejada que azotaba las proximidades de la punta Penlee y que lo mecía alrededor de su ancla en la bahía de Cawsand.
Sudando en su camarote sin ventilación, Drinkwater estaba sentado jugueteando con una pluma de ganso barata entre sus largos dedos. Colgaban del techo las gotas de condensación generadas por la sobrealimentada estufa de la cámara de Griffiths, que estaba justo junto a su camarote. Drinkwater estaba luchando una batalla perdida contra el sopor. Haciendo un esfuerzo se obligó a releer lo que había escrito en su diario.
Fue un verdadero motivo de asombro para mí que monsieur De Tocqueville sobreviviera a la carnicería a la que lo sometí. Su debilidad se debía a la pérdida de sangre porque la arteria axilar había sufrido una grave rasgadura, aunque, afortunadamente, no se rompió completamente.
El músculo pectoral estaba muy desgarrado por el ángulo de entrada de la bala, pero parece que conseguimos sacar la única astilla de hueso que ésta había provocado. Si no se infecta, vivirá.
Había desarrollado un ligero interés por los detalles médicos cuando un viejo amigo revisó su rudimentaria cirugía. El señor Appleby, cirujano oficial de la fragata Diamond, en esos momentos en reparación en el estuario de Hamoaze, había recibido órdenes de subir a bordo del Kestrel para comprobar el estado de los heridos. Había elogiado las suturas inexpertas de Nathaniel, pero no le había dejado escapar sin antes darle una charla sobre las heridas del conde.
Drinkwater sonrió al recordarlo. El regreso a casa había sido extraño. De todos los refugiados que el Kestrel había sacado de Francia, ese último cuarteto le dejó una impresión indeleble. El febril noble murmurando incoherencias en su delirio y el atento pero inútil joven Etienne Montholon establecían un contraste con sus compañeros de viaje. El parlanchín y entusiasta Barrallier resultó un compañero animado y divertido que no dejaba que ningún detalle del Kestrel escapara a su crítica o su admiración. Parecía aislarse de los otros, dándole la espalda a Francia como si estuviera desesperado de que lo vieran como a un anglófilo por los cuatro costados. Notablemente diferente de los hombres, Hortense permanecía distante, fría y despectiva, tal vez por ser la única mujer. Su belleza provocó comentarios en voz baja, una asombrada admiración entre los marineros y una vaga inquietud entre los oficiales entre los que se había alojado temporalmente.
Drinkwater no fue el único que sintió alivio cuando los desembarcaron en Plymouth con su dinero y su cartapacio de planos, pero dejaron tras de sí una sensación de desasosiego. Como muchos de sus contemporáneos que habían servido en la Guerra americana, Drinkwater encontraba irónicamente divertido el surgimiento de la revolución republicana entre los franceses. Muchos de ellos que habían servido a las órdenes de Rochambeau y La Fayette, hombres que habían establecido el cerco de acero sobre Cornwallis en Yorktown y que profesaban admiración por la libertad, ahora corrían como ratas delante de los jacobinos.
Pero también había una pizca de simpatía por la revolución en el corazón de Nathaniel que nacía de la simpatía que sentía por los oprimidos y que se le había despertado años atrás en el maloliente sollado de la Cyclops. No podía condenar completamente los principios de la revolución, aunque se mostraba reacio a aceptar el método. A pesar de ofrecer protección a los refugiados políticos, muchos ingleses de principios liberales y oficiales navales de ideas independientes veían la situación con ojos exentos de intereses partidistas. Drinkwater no era ni un liberal conformista ni un conservador irresponsable y no tenía ningún «interés» en atarse a principios de dudosa propiedad.
Dejó su pluma y le puso el corcho al tintero para después trasladarse a su coy. Recogió el arrugado periódico que Griffiths le había prestado. Las letras impresas bailaban ante sus ojos. A la luz de los acontecimientos recientes, las promesas de paz y prosperidad del señor Pitt sonaban a falsas. Las letras marchaban en fila como un millar de diminutos hombres negros: todo un ejército. Cerró los ojos. La guerra, o la posibilidad de la misma, era el tema de conversación principal de la gente y las declaraciones del señor Pitt eran objeto de escasa atención.
Era extraño que no hubiera surgido ningún problema a cuenta del asunto de Beaubigny, ya que parecía que simplemente se buscaba un pretexto, una chispa para prender fuego a la yesca seca de las relaciones internacionales. Y no sólo los jacobinos estaban ávidos de guerra. Él había cenado con Appleby y Richard White dos noches antes. White ya era un teniente con cinco años de antigüedad y aires de capitán de corbeta. Su posición en el escalafón era lo suficientemente alta como para recibir un nombramiento como segundo teniente en la fragata de primera Diamond de Sir Sydney3 Smith. Había brindado a la salud de la «gloriosa guerra» con un entusiasmo algo infantil que había hecho que Appleby esbozara una media sonrisa.
La cena no había estado tan bien. Las amistades revividas tienen un aura de tristeza. White se había convertido en un joven urbano, poseído por una autoconfianza desproporcionada y Drinkwater tenía dificultades para reconocer en él al chico asustado que una vez sollozó en la oscuridad del sollado de la Cyclops. También Appleby había cambiado. Los años no le habían tratado bien. El antes corpulento cirujano tenía la carne flácida resultado de la penuria, algo de su antiguo optimismo se había perdido, erosionado por años de soledad y de vida dura, pero bajo los estragos del tiempo aún se veían destellos del viejo Appleby, pedagógico y prolijo, aunque tan astuto como siempre.
—Es seguro que habrá una guerra —había respondido a la pregunta preocupada de Drinkwater, mientras White asentía con entusiasmo—. Y se producirá una colisión de fuerzas poderosas en la que Inglaterra encontrará dificultades para lograr la victoria. Oh, puede mofarse cuanto quiera, señor White, pero ustedes los jóvenes que andan buscando la gloria, realmente no persiguen más que una quimera.
—Es sólo un niño —había murmurado Appleby cuando el teniente se ausentó para aliviarse—. Pero que Dios ayude a sus hombres cuando le hagan capitán de corbeta, para lo que puede no faltar mucho tiempo si la guerra está a punto de empezar. Espero que Sus Señorías le asignen un primer teniente tolerante, experimentado y comprensivo.
—Es cierto que ha cambiado mucho —estuvo de acuerdo Drinkwater—, y parece que se ha echado a perder.
—Una promoción demasiado rápida, muchacho. Funciona con algunos, pero no con todos.
No, la cena no había estado tan bien.
Aunque no eran sólo las discusiones de sus viejos amigos las que habían conseguido que no lo fuera. Era la proximidad de la guerra lo que hacía sentirse tan inquieto a Nathaniel. El estremecimiento leve pero inexorable de lo que estaba por llegar, mezclado con el miedo que ya había sentido en la playa de Beaubigny provocaban que el pulso se le acelerara incluso en aquel momento.
Si se declaraba la guerra, ¿era ese pequeño cúter el sitio apropiado para estar? ¿Qué posibilidades de promoción tenía él allí?
No debía pensar en competir con White, eso era imposible. En cualquier caso, el Kestrel era un buen barco. La Providencia lo había llevado hasta allí y él debía someterse a su destino. Hasta ahora no le había sido del todo adverso. Contempló la estantería con los libros, sus propios diarios y los cuadernos que le había dejado el señor Blackmore, el antiguo piloto de derrota de la Cyclops. Ese era el legado que le había dejado. La caja de caoba que contenía su cuadrante estaba amarrada en una esquina y su catalejo Dollond descansaba en el bolsillo de su abrigo, colgado en el gancho de la puerta junto con su espada francesa. Esa colección de adquisiciones, regalos y partes de botines constituía el total de sus posesiones. No mucho después de treinta años de existencia. Entonces posó su mirada en la acuarela del Algonquin junto al puerto de St. Mawes, pintada para él por su esposa.
Un golpecito en la puerta le trajo de nuevo al presente.
—¿Qué ocurre?
—El bote, señor.
Pasó sus piernas por encima del borde de su coy.
—¿El teniente Griffiths?
—Sí, señor.
—Muy bien. Subiré inmediatamente.
Se puso los zapatos y el sencillo abrigo azul. Al abrir la puerta recogió su sombrero y saltó hacia la escala, abandonando de un salto el tambucho y agradeciendo el poder aspirar el aire cortante y frío.
Griffiths traía órdenes del almirante del puerto. Esa tarde el Kestrel aprovecharía la marea para entrar en la dársena de Barn Pool y alabearse al costado del buque Chichester, que tenían montada sobre él una máquina de arbolar. A la mañana siguiente, los encargados del astillero subieron a bordo y hablaron con Griffiths. Para el momento en que sonó el silbato indicando que había llegado la hora de la cena, se había recogido toda la jarcia muerta del Kestrel y, para el anochecer, la cabria había retirado el palo macho. Al día siguiente los carpinteros se afanaban en alterar las carlingas para albergar un nuevo palo.
—Como verá, van a colocar un mastelero más largo —explicó Griffiths— para colocar un juanete redondo sobre la gavia. —Tomó un trago de vino de Madeira y miró a Drinkwater—. No creo que volvamos a jugar al ratón y el gato, bach, al menos no tras el episodio en Beaubigny. Vamos a parecer un buque de guerra normal en cuanto acaben los trabajadores del astillero, para después convertirnos en una maldita niñera de la flota. Ahora, pasemos a otros asuntos. El contador se ocupará de que se pague a los hombres antes de Navidad. Pero sólo se les pagará la mitad de lo que se les debe; la otra mitad se les dará el día después. Si se lo diéramos todo, se dejarían los sesos en las cloacas, donde quedarían junto con sus entrañas y tendríamos que suplicarle ayuda a las patrullas del puerto. Quiero a toda la tripulación de este cúter a bordo el día después de Navidad.
Drinkwater tuvo que reconocer que las draconianas medidas de Griffiths tenían sentido. Su comandante estaba disfrutando de los días festivos con antelación, a juzgar por el color arrebolado de sus mejillas y sus ganas de hablar.
—Y haga que las casas de empeños sepan que se va a pagar a la gente. Así puede que llegue a oídos de sus mujeres y eso haga que no les permitan malgastarlo todo. —Hizo una pausa para beber y después metió la mano en su bolsillo—. En la oficina del almirante del puerto me dieron esto. —Sacó una carta arrugada y se la tendió. El texto del exterior estaba escrito con una caligrafía que le resultaba familiar.
—Gracias, señor. —Drinkwater cogió la carta y le dio la vuelta, impaciente por alcanzar la privacidad de su camarote. Griffiths se subió al sofá y cerró los ojos. Drinkwater se dispuso a irse.
—Ah, señor Drinkwater —dijo mientras abría un ojo—. El cretino importuno con una inmerecida escarapela que me dio esa carta me dijo que debía darle permiso para Navidad. —Drinkwater se quedó parado, mirando alternativamente a la carta y a Griffiths—. Pero yo no estoy de acuerdo con tal impertinencia. —Se produjo un largo silencio durante el cual el ojo volvió a cerrarse lentamente. Drinkwater se quedó en el vestíbulo, perplejo—. Podrá marcharse en cuanto la verga de juanete esté atravesada, señor Drinkwater, ni un minuto antes.
Con una media sonrisa Drinkwater cerró la puerta y se escabulló hacia su propio cubículo. Trancó la puerta con un golpe seco y comenzó a leer.
Mi querido Nathaniel:
Te escribo apresuradamente. Richard White ha pasado por aquí esta mañana de camino a ver al agente encargado de los botines de Sir S. Smith en Portsmouthy me ha prometido recoger una carta para ti a su vuelta esta noche. Supongo que espera verte en Plymouth. Gracias por tu carta del 29. Las noticias de que es probable que estés libre en Plymouth se mezclan con la gran ansiedad y el temor que siento por las noticias que llegan desde Francia, que hacen que me preocupe enormemente. Si es cierto que es probable que haya guerra, cosa de la que Richard está plenamente convencido, no puedo perder la oportunidad de ver a mi amado. Recógeme en el coche correo de Londres en Nochebuena. Hasta entonces, mi amor, siempre tuya.
Tu fiel esposa:
Elizabeth
Drinkwater sonrió para sí por la anticipación. Quizá el juicio que se había hecho sobre White había sido algo prematuro. Sólo un amigo habría pensado en eso. Reconfortado por la preocupación por él que había demostrado su amigo y feliz porque pronto iba a ver a Elizabeth, se dedicó a las reparaciones del cúter con entusiasmo. Y por un tiempo la sombra de la guerra se apartó de su mente.
La verga de juanete estaba atravesada, braceada y la nueva vela izada y envergada para el 23 de diciembre. Para la mañana de Nochebuena, la jarcia estaba tensada. Drinkwater se lo notificó al contador de la Armada y éste envió a un hombrecillo apergaminado con un cofre atado, un infante de marina y un libro tan grande como la portezuela de una escotilla para pagar a la tripulación del cúter. Para el mediodía ya se había asignado la guardia de puerto y el Kestrel estaba casi desierto, ya que la mayoría de su tripulación de voluntarios residía en Plymouth. Liberado de sus obligaciones, Drinkwater bajó corriendo a recoger su abrigo y vaciar su percha para después encaminarse hacia tierra. Se encontró con Tregembo que se tocó la frente con los nudillos, ataviado, a pesar del frío, con las mejores galas que tenía un marinero: un sombrero adornado con cintas y una chaqueta azul marino tachonada con botones metálicos, un pañuelo negro cubriendo su cuello musculoso y los pies torpemente enfundados en unos zapatos de vestir baratos.
—Le he reservado su habitación, señor, en el Wilson, como me pidió, señor y lo siento mucho, señor, pero el coche correo de Londres viene con retraso.
—¡Maldición! —Drinkwater rebuscó en el bolsillo una moneda, consciente de que Tregembo miraba nerviosamente por encima de su hombro. Tras él estaba de pie una chica cercana a la veintena, de constitución recia y robusta y que parecía algo hosca en presencia del oficial, como si se avergonzara de la condición de su hombre. Llevaba en el pelo sin mucha gracia una cinta roja, como si, recién comprada, se la hubiera atado con más pasión que arte.
—Tome —dijo mientras intentaba encontrar otra moneda. Tregembo se ruborizó.
—No, señor. No es eso, señor, me preguntaba si podría... —dijo escondiendo la cabeza entre los hombros.
—Espero que estés a bordo para el amanecer del veintiséis o pondré a todas las patrullas de Plymouth a buscar a un desertor. —Drinkwater vio la expresión de alivio que cruzó la cara de Tregembo.
—Gracias, señor y feliz Navidad para usted y la señora Drinkwater.
Elizabeth llegó al fin, cansada del viaje y preocupada por la posibilidad de la guerra. Se saludaron tímidamente; había una especie de reticencia en ellos, como si la intimidad previa no se pudiera repetir hasta que se liberaran de sus preocupaciones presentes. Pero el vino les animó y su mutua compañía los aisló finalmente del mundo exterior. Era ya la hora del desayuno del día de Navidad cuando Elizabeth comenzó a hablar de lo que la estaba turbando.
—¿Crees que va a haber guerra, Nathaniel?
Drinkwater contempló la cara que tenía ante él, el ceño fruncido en la ancha curva de su frente, sus brillantes y bellos ojos marrones y el labio inferior de su carnosa boca apretado con aprensión entre sus dientes. Le embargaba la preocupación por él, consciente de que la guerra podía suponer para él terribles compensaciones y macabras oportunidades, a la vez que para ella ofrecía la tortura de la espera. Espera, quizá, para el resto de su vida. Quería mentirle, decirle que todo iba a salir bien, tranquilizar sus miedos con palabras tontas que la confortaran. Pero eso sería deleznable. Dejarla con unas falsas medias esperanzas sería peor que decirle la verdad.
Al fin asintió.
—Todo el mundo cree que es más que probable si los franceses invaden Holanda. En cuanto a mí, Bess, te prometo que seré cauto y que no correré riesgos innecesarios. Vamos, —dijo alargando la mano para coger la cafetera— brindemos y bebamos por nosotros y por nuestro futuro. Intentaré que me asciendan y, al ritmo actual de progreso, me retiraré con media paga de comandante, ya anciano, para aburrirte con las historias de mis andanzas... —Él vio como sus labios se curvaban. Elizabeth, bendita fuera, estaba fingiendo amablemente.
Él le sonrió en respuesta.
—No seré imprudente, Bess, te lo prometo.
—No, claro que no —dijo ella cogiendo la taza de café de la mano de él. Cuando él retiró la mano, quedó visible la marca de la astilla que aún tenía en su mano.
—El Hannibal, señor, del capitán Colpoys; acaba de llegar de patrulla. Los pobres diablos se han perdido la Navidad. —Ambos hombres observaban el barco de guerra anclado al otro lado del Sound.
Griffiths asintió.
—Los muchachos se han sacudido las telarañas de sus gavias y están deseando entrar en acción. Ya es hora de que nos hagamos a la mar de nuevo, señor Drinkwater. Es el momento perfecto para los pájaros pequeños con la vista aguda; los elefantes pueden esperar un poco más. Tenga el esquife preparado en diez minutos.
Mientras esperaba a que volviera Griffiths de las dependencias del almirante del puerto, Drinkwater caminaba arriba y abajo por la cubierta. Los marineros estaban ya haciendo los preparativos para hacerse a la mar, entreteniéndose hasta que una fina llovizna les obligó a protegerse bajo la cubierta, mientras él era totalmente ajeno al gris que comenzaba a aparecer en los alrededores de Hamoaze.
Las despedidas, concluyó, son lo peor.
Tregembo se acercó desde la popa y se quedó junto a él, de pie, con actitud insegura.
—¿Qué ocurre, Tregembo?
El marinero se miró los pies con expresión desdichada.
—Me preguntaba, señor...
—¿No me dirá que quiere un permiso para ver a su amante?
Tregembo escondió la cabeza entre los hombros en señal de asentimiento.
—Maldita sea, Tregembo, una de dos: o la deja encinta o coge la sífilis. ¡Y le aseguro que no seré yo quien le trate ese mal! —Drinkwater se arrepintió instantáneamente de su crueldad, provocada por su propia miseria.
—Ella no es así, señor... y sólo necesito un cuarto de hora, señor.
Drinkwater pensó en Elizabeth.
—Maldita sea, Tregembo, está bien, pero ni un minuto más.
—Gracias, señor, muchas gracias. —Drinkwater lo vio alelarse corriendo. Sin darse cuenta se preguntó qué les depararía el futuro. Los disparos en Beaubigny podrían suponer un pretexto para la guerra, ya que la andanada del Kestrel constituía un acto de agresión. Era extraño que los franceses no hubieran sacado más partido de ello, dado que al menos uno de sus hombres había resultado muerto. Pero Pitt estaba argumentando sobre las ventajas de la paz y no podía permitirse que un barco tan insignificante como el Kestrel proporcionara un casus belli. Esa, al menos, había sido la postura británica y se había mantenido al barco en reparación en Plymouth hasta que las aguas se calmaran. Igualmente resultaba condenadamente extraño que los franceses no hubieran sacado partido de la violación de su territorio costero.
Apartó estos pensamientos. Ahora se le había ordenado al cúter reunirse al número creciente de bergantines y chalupas de guerra que mantenían bajo observación toda la costa francesa. Desde que en el verano Lord Hood había estado patrullando con fragatas y buques de guardia que partían desde el centro de operaciones, el astillero se había mantenido en constante actividad. Gracias a las crisis con España y Rusia de los tres años anteriores, la flota estaba en un razonable estado de preparación. Al otro lado del Canal, el levantamiento de París había masacrado a la guardia suiza y, en septiembre, los franceses habían invadido Saboya. Era bien sabido que se le había ordenado al contraalmirante Truguet que se hiciera a la mar con nueve navíos de línea. En noviembre, los Países Bajos austríacos habían sido invadidos y los franceses se hicieron con el control del río Scheldt. Esto hizo que saber donde se encontraban todos los escuadrones navales franceses fuera crucial para la defensa de Gran Bretaña. Había treinta y nueve buques de guerra en Brest, diez en Lorient y trece en Rochefort. Según se iba acercando 1793, el Almirantazgo cada vez los observaba con más atención.
El cielo gris del sábado veintinueve de diciembre de 1792 parecía plomizo, pero el viento había vuelto a ser del noroeste, los chubascos habían cesado y las nubes comenzaban a dispersarse. Griffiths y Drinkwater estaban de pie observando un bricbarca que bajaba por el Sound en dirección a mar abierto.
—El Childers, comandante Robert Barlow —murmuró Drinkwater, más para sí mismo que para el teniente.
Griffiths asintió.
—De camino a una misión de reconocimiento de la embocadura de Brest —añadió en tono confidencial.
El último día del año, el viento pasó a ser del norte y limpió completamente el cielo. Al mediodía un bote de guardia le trajo a Griffiths las órdenes que había estado esperando. Para la puesta de sol el Kestrel ya había dejado atrás el faro de Eddystone, construido por Smeaton y navegaba hacia el sur para apoyar al Childers.
Durante la noche el viento se hizo más fresco hasta convertirse en un fuerte temporal y el Kestrel tuvo que ponerse al pairo, se arrizó el bauprés, se arriaron el mastelero y las vergas y los cañones se aseguraron con cureñas dobles. Con las primeras luces apareció una vela al oeste y, tras el intercambio de señales, se reveló que se trataba del Childers. El mismo Griffiths cogió el timón para gobernar el Kestrel y colocarlo a sotavento del bricbarca y hacerlo orzar. Barlow, protegido por un sombrero de lona alquitranada, gritó en su dirección:
—Nos han disparado desde las baterías francesas de Saint-Mathieu... el honor de la bandera, volvemos a puerto... intentamos llegar a Fowey...
Sus palabras les llegaban entrecortadas por el viento.
—Probablemente crea que es el primero al que le disparan, ¿eh, señor Drinkwater? —gruñó Griffiths observando a su subordinado desde debajo de una ceja húmeda, poblada y blanca.
—Sí, señor y se apresura a volver a casa para hacer mucho ruido sobre eso, si no me equivoco.
Griffiths se rió entre dientes. La indignación de Barlow quedaba clara incluso al otro lado de la franja de agua blanca y espumosa.
—Ese estará en un coche de postas antes de que ese bricbarca llegue a echar el ancla, se lo garantizo —dijo Griffiths tirando de la caña del timón y llamando a dos hombres para que lo relevaran.
Los dos pequeños barcos se separaron, cabeceando hacia barlovento con el agua salpicándoles, el mar veteado de blanco por pálidas líneas paralelas de espuma que se desgajaban a sotavento. Aquí y allá un fulmar se ladeaba y descendía con sus alas rígidas en forma de sable, rompiendo la monotonía de la vista.
Tres semanas más tarde Luis XVI era guillotinado y, el primero de febrero, la Convención francesa le declaraba la guerra a los holandeses y a Su Majestad el Rey Jorge III.