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El primer efecto del «viaje» en el baúl era una especie de torbellino, como si el viajero se encontrara inmerso en un furioso remolino que le impidiera ver nada, sintiendo, a la vez una desagradable sensación de mareo y un fino y molesto sonido que, evocado más tarde, recordaba el del torno de un dentista. Cuando esa sensación cedió un poco y el chico pudo abrir los ojos, aún sin vencer del todo ese estado de confusión, pudo darse cuenta de que estaba en un lugar extraño. Y elevado. Desde ahí arriba veía agradables cosas familiares con extrañeza: su bicicleta apoyada en la pared, un horno de barro que el año anterior habían hecho él y su padre, una hamaca, la casa de madera del perro…

—¡Hijo! —escuchó que gritaba su madre—. ¡Te bajás ya mismo de ese árbol!

El grito de la madre terminó de volverlo a la realidad. ¡Estaba arriba del naranjo, pendiendo de la rama más alta! La sorpresa hizo que se moviera un poco y cayera, rebotando de gajo en gajo. Cuando llegó al suelo, pese a la cara de susto de la madre, no pudo menos que sonreír al comprender que al fin había vuelto a su época y a su casa.

—¡Te lastimaste! —se sobresaltó la mujer—. Vení al baño que te limpio la herida.

El recuerdo de la extraña aventura y la larga cicatriz perfectamente vertical en el perfil derecho lo acompañarían toda la vida.