El reducido interior de la combi era asfixiante. Durante horas habían intentado en vano abrir la puerta trasera de todas las maneras posibles. Hasta que en cierto momento escucharon que alguien venía silbando.
—Alguien se acerca ¿qué hacemos? —dijo Matías—. ¿Pedimos auxilio?
—¿Y si es el que nos secuestró?
Decidieron permanecer callados, pero algo que escucharon los animó:
—¿Qué hace esta camioneta por acá? ¿La habrán abandonado? —Era una voz de anciano, que hablaba mientras tosía—. A ver… —se escuchó que abría la puerta delantera y que revisaba la cabina.
—¡Socorro! ¡Estamos encerrados! ¡Ayúdenos!
—¿Quién grita? —dijo el viejo.
—¡Acá, atrás!
—Un momento, que busco algo para abrir…
El hombre de la cicatriz terminó de ponerse la ropa que lo hacía parecer un viejo, se quitó la barba roja y se puso un sombrero roto, se encorvó un poco y fue hasta la parte trasera de la combi con la barreta de hierro.
—Voy a intentar abrir —dijo, golpeando el paragolpes con la barra, al tiempo que con la otra mano abría la manija de la puerta.
Los chicos saltaron fuera del vehículo y mientras se alejaban le explicaron:
—Un hombre de barba roja nos tenía secuestrados. Váyase, señor, no se quede por acá, que seguro va a volver. Gracias.
—¡Vayan corriendo a sus casas, chicos!