35

Hablé con Rose Parish durante el desayuno, en la cafetería del hospital. Mildred estaba en otra parte del mismo edificio, vigilada por agentes de policía de la ciudad y bajo los efectos de un sedante. Rose y yo habíamos insistido en que las cosas se hicieran así y nos habíamos salido con la nuestra. Habría tiempo suficiente para nuevos interrogatorios y declaraciones, para el procesamiento y la defensa, para todo el imponente ritual de la ley, que hacía juego con el imponente ritual de los asesinatos cometidos por Mildred.

Carl había sobrevivido a una operación de dos horas y aún no se le habían pasado los efectos de la anestesia. El pronóstico era moderado. Tom Rica viviría, de ello no cabía ninguna duda. En aquellos momentos descansaba en la sala de seguridad para hombres después de caminar toda la noche. Yo no estaba seguro de que Rose y las demás personas que le habían ayudado a caminar le hubiesen hecho un gran favor.

Rose me escuchaba en silencio, desmenuzando su tostada y olvidándose de los huevos fritos. La noche había dejado magullamientos alrededor de sus ojos, lo cual mejoraba de algún modo su aspecto.

—Pobre chica —dijo cuando terminé mi relato—. ¿Qué le sucederá?

—Esa pregunta tiene tanto de psicológica como de jurídica. Usted es la psicóloga.

—Me temo que no muy buena.

—No se subestime. En realidad, anoche fue usted quien llevó la batuta. Mientras hablaba con Mildred me acordé de lo que usted me había dicho sobre familias enteras desintegrándose juntas, pero descargando toda la responsabilidad en el más débil de sus miembros. El chivo expiatorio. Lo dijo pensando en Carl. En cierto modo, sin embargo, Mildred es otro chivo expiatorio.

—Lo sé. La he observado, en el hospital y de nuevo anoche. No se me podía pasar por alto su máscara, su frialdad, su aire de estar ausente. Pero no tuve valor para reconocer ante mí misma que estaba enferma, y mucho menos para decirlo claramente. —Inclinó la cabeza sobre el desayuno intacto mientras maltrataba un fragmento de tostada entre los dedos—. Soy una cobarde y una farsante.

—No comprendo por qué dice eso.

—Porque estaba celosa de ella. Esa es la razón. Temía estar proyectando mi propio deseo sobre ella, no desear otra cosa que quitarla de en medio.

—¿Porque está usted enamorada de Carl?

—¿Tan obvia soy?

—Muy honrada, cuando menos.

En alguna reserva increíble de inocencia encontró la energía para ruborizarse.

—Soy una farsante consumada. Y lo peor de todo es que pienso seguir siéndolo. No me importa que Carl sea mi paciente, y que encima esté casado. No me importa que esté enfermo o que sea un inválido o cualquier otra cosa. No me importaría tener que esperarle durante diez años.

Su voz vibró por toda la cafetería. Sus espacios tristes y utilitarios se estaban llenando de gente vestida con batas blancas, internos, ayudantes, enfermeras. Varios de ellos se volvieron para mirar, sobresaltados por la rara vibración de la pasión.

Rose bajó la voz.

—No me interprete mal. Estoy segura de que tendré que esperar a Carl y mientras tanto no voy a olvidarme de su esposa. Haré todo lo que pueda por ella.

—¿Cree que un alegato de desequilibrio mental dará resultado?

—Lo dudo. Depende de lo enferma que esté. Basándome en lo que he observado y en lo que usted me ha dicho, diría que es un caso límite de esquizofrenia. Probablemente ha padecido intervalos de esquizofrenia durante varios años. Puede que debido a esta crisis la supere por completo. Lo he visto en otros pacientes, y debe de tener un ego considerablemente fuerte para haberlo resistido durante tanto tiempo. Pero la crisis podría empujarla de nuevo a un retraimiento muy profundo. Pase lo que pase, no tiene ninguna salida. Lo máximo que podemos hacer es procurar que reciba un tratamiento decente. Y eso es lo que pienso hacer.

—Es usted una mujer buena.

Se estremeció al oír el cumplido.

—¡Qué más quisiera! Al menos querría serlo. Desde que me dedico a la labor hospitalaria, ya casi he dejado de pensar en términos de bueno y malo. Con frecuencia estas categorías hacen más daño que… bien. Las utilizamos para atormentarnos a nosotros mismos y nos odiamos a nosotros mismos porque no podemos vivir con arreglo a ellas. Sin apenas darnos cuenta, desviamos nuestro odio hacia otras personas, especialmente las infortunadas, las débiles que no pueden devolvernos los golpes. Opinamos que tenemos que castigar a alguien por el lío humano en que nos vemos metidos, de modo que escogemos a los chivos expiatorios y decimos que son malos. Y el amor y la virtud cristianos se van a paseo. —Con una cucharilla hurgó los posos fríos y marrones de café que había en su taza—. ¿Tiene sentido lo que digo, o simplemente parecen bobadas?

—Las dos cosas. Parecen bobadas y tiene sentido para mí. He empezado a pensar más o menos lo mismo.

Más concretamente, estaba pensando en Tom Rica: el muchacho lleno de esperanza que era en otro tiempo, y el hombre en el que se había convertido, desesperanzado y viejo a sus veinte años y pico. Recordé vagamente un período intermedio en que la esperanza y la desesperación se lo habían disputado y en que había acudido a mí en busca de ayuda. El resto quedaba oculto tras una vieja neblina alcohólica, pero sabía que era feo.

—Pasará muchísimo tiempo —decía Rose— antes de que la gente sepa realmente que somos miembros los unos de los otros. Me temo que van a ser terriblemente duros con Mildred. Si por lo menos hubiera algún atenuante, o si no fuesen tantos. Ha matado a tantos.

—Había circunstancias atenuantes en el primero…, el que la puso en marcha. Un juez que juzgara el caso sin jurado probablemente diría que fue un homicidio justificable. De hecho, ni siquiera estoy seguro de que Mildred lo cometiese.

—¿De veras?

—Ya oyó usted lo que dijo Tom Rica. Echó la culpa de aquella muerte a Grantland. ¿Ha añadido algo a esa declaración en el transcurso de la noche?

—No. Yo no le he presionado.

—¿Ha dicho algo…, lo que fuera?

—Algo.

Rose no quiso mirarme a los ojos.

—¿Qué?

—Resulta más bien impreciso. Después de todo, yo no estaba tomando notas.

—Escúcheme, Rose. Ya no hay necesidad de tratar de encubrir a Tom, es demasiado tarde. Ha estado chantajeando a Grantland durante años. Se fugó del hospital con la idea de convertir el asunto en una operación importante. Es probable que Carl le convenciera de que Grantland tuvo algo que ver con la muerte de su padre, y también con la de su madre, y que había un montón de dinero en juego. Tom persuadió a Carl a que saltara el muro con él. Su propósito era presionar aún más a Grantland. Por si a Carl le resultaba imposible crear suficientes complicaciones por sí solo, Tom le dijo que viniera a verme.

—Lo sé.

—¿Se lo dijo Tom?

—Si realmente quiere saberlo, me dijo un montón de cosas. ¿Se ha parado a pensar por qué le escogió a usted?

—Porque nos conocíamos. Supongo que mi nombre se le quedaría grabado en la cabeza.

—Se le quedó grabado algo más que su nombre. Cuando estudiaba en el instituto usted era su héroe. Y luego dejó de serlo. —Alargó la mano por encima de la mesa en desorden y tocó el dorso de la mía—. No quiero hacerle daño, Archer. Dígame que me calle si se lo hago.

—Adelante. No sabía que era importante para Tom.

Pero estaba mintiendo. Lo sabía. Siempre lo sabes. En el campo de tiro, en el gimnasio, incluso solía imitar mis equivocaciones.

—Al parecer, le tenía a usted por una especie de padre adoptivo. Luego su esposa se divorció de usted, y salieron algunas cosas en los periódicos, él no dijo cuáles.

—Las de costumbre. O un poco peores que las de costumbre.

—Le estoy haciendo daño —dijo—. Esto parece una acusación, pero no lo es. Tom no ha olvidado lo que usted hizo por él antes de que sus problemas particulares se entremetieran. Quizá lo hizo de manera inconsciente, pero creo que le dijo a Carl que fuera a verle porque tenía la esperanza de que usted pudiese ayudarle.

—¿A cuál de los dos? ¿A Tom o a Carl?

—A ambos.

—Si pensaba eso, qué equivocado estaba.

—No estoy de acuerdo. Usted ha hecho lo que ha podido. Es lo único que se espera de cualquiera. Usted ayudó a salvarle la vida a Carl. Y sé que también hará lo que pueda por Tom. Por eso quería que supiese lo que ha dicho, antes de que hablara con él.

Su aprobación me llenó de embarazo. Yo sabía hasta qué punto me había quedado corto.

—Me gustaría hablar con él ahora.

La sala de seguridad ocupaba un extremo de una de las alas del segundo piso. El policía que vigilaba la puerta blindada saludó a Rose como a una vieja amiga y nos franqueó la entrada. La luz de la mañana se filtraba por una gruesa pantalla de tela metálica que cubría la única ventana del cubículo de Tom.

Yacía como un palo ahorquillado bajo la sábana, con los brazos inertes fuera de ella. Tenía las manos y las muñecas atadas con esparadrapo color de carne. Exceptuando las partes oscurecidas por la barba, su rostro era mucho más pálido que el esparadrapo. Hizo una mueca y mostró los dientes:

—Me han dicho que has tenido una noche agitada, Archer. Te lo estabas buscando.

—Pues a mí me han dicho que la tuya ha sido más agitada aún.

—Dime que me lo estaba buscando. Anímame.

—¿Se encuentra mejor? —le preguntó Rose.

Tom contestó con satisfacción amarga:

—Me encuentro peor. Y voy a encontrarme peor todavía.

—Ya has pasado lo peor —dije—. ¿Por qué no lo dejas para siempre?

—Es fácil decirlo.

—Estuvo a punto de conseguirlo cuando estaba con nosotros —dijo Rose—. Si pudiera gestionarle unos cuantos meses en un hospital federal…

—Ahórrese las molestias. Volvería a las andadas. No puedo vivir sin ello. Cuando lo dejo no queda nada. Ahora me consta.

—¿Cuánto tiempo llevas tomando heroína?

—Quinientos o seiscientos años. —Luego agregó, con voz distinta, más joven—: Desde que salí del instituto. Esa tía que conocí en Las Vegas… —La voz se le hundió en la garganta, haciéndose inaudible. Se movió nerviosamente y corrió la cabeza sobre la almohada, alejándose de Rose y de mí y de los recuerdos—. No quiero hablar de ello.

Rose se dirigió hacia la puerta.

—Iré a ver cómo está Carl. Cuando la puerta se hubo cerrado tras ella dije:

—¿Fue Maude la que te enganchó al caballo, Tom?

—No, Maude no quiere verlo ni en pintura. Ella fue la que me hizo ir al hospital. Hubiese podido sacarme limpio de polvo y paja.

—Será porque tú lo digas.

—Es la verdad. Maude hizo que redujeran los cargos para que me enviasen al hospital y recibiera tratamiento.

—¿Cómo lo consiguió?

—Tiene un montón de amigos. Les hace favores y ellos le hacen favores a ella.

—¿El sheriff es uno de sus amigos?

Tom cambió de tema.

—Iba a contarte lo de esa pequeña de Las Vegas. No era más que una cría de mi misma edad, pero ya se estaba pinchando las venas. La conocí en una fiesta de estudiantes en la que me pidieron que jugase al fútbol para su universidad. Los mayores empinaron el codo a base de bien, y nosotros los jóvenes también bebimos lo nuestro, y luego quisieron que yo diera un espectáculo con esa pequeña. No paraban de tirarnos dólares de plata mientras lo hacíamos. Recogimos tantos dólares de plata, que me costó lo mío subirlos a la habitación de la pequeña. En aquel tiempo yo era un tío forzudo.

—Lo recuerdo muy bien.

—¡Malditos sean! —exclamó con débil furia—. Me obligaron a hacer el ridículo. Y yo se lo permití, por doscientos asquerosos dólares de plata. Les dije lo que podían hacer con su beca para futbolistas. De todos modos, yo no quería ir a la universidad. Estudiar se parece demasiado a trabajar.

—¿Qué tiene de malo trabajar?

—Sólo los primos trabajan. Y puedes estar bien seguro de que Tom Rica no es ningún primo. ¿Quieres saber quién me curó definitivamente de hacer el primo para todos esos mierdas moralistas? Pues fuiste tú, y te lo agradezco.

—¿Cuándo sucedió todo eso?

—No me tomes el pelo… Recordarás aquel día en que me presenté en tu despacho. Me dije que si podía hablar…, pero no vamos a hablar de eso. No quisiste saber nada de mí. Yo no quise saber nada de ti. A partir de aquel día supe en qué bando me encontraba.

Se incorporó en la cama y se desnudó el brazo como si las señales de la aguja fueran cicatrices de guerra; las cuales yo le había infligido:

—El día en que me diste el esquinazo decidí que prefería ser un yonqui honrado a un hipócrita embustero. Cuando me echaron el guante esta última vez me chutaba en las venas dos o tres veces al día. Y me gustaba —dijo con desafío perdido—. Si tuviera que repetir mi vida, no cambiaría nada.

Empezaba a sentirme desasosegado y un poco asqueado. La neblina alcohólica comenzaba a levantarse de aquella tarde medio olvidada en que Tom había acudido a mi despacho en busca de ayuda y se había ido sin ella.

—¿Para qué viniste a verme, Tom?

Guardó silencio durante un buen rato.

—¿De veras quieres saberlo?

—Mucho.

—De acuerdo. Porque tenía un problema. De hecho, tenía un par de problemas. Uno de ellos era la heroína. Todavía no estaba enganchado del todo, pero ya faltaba poco. Pensé que tal vez tú me dirías lo que podía hacer, dónde podía someterme a tratamiento. Bueno, me dijiste adónde ir.

Me senté y dejé que sus palabras calaran en mí. Sus ojos no se apartaron de mi rostro un solo momento. Finalmente, cuando recuperé la voz, pregunté:

—¿Cuál era el otro problema que tenías?

—Eran el mismo problema, en cierto modo. Obtenía el suministro de Grantland, todo lo que quería. A propósito, he oído decir que el buen doctor recibió su merecido anoche.

Intentó decirlo como si no le diera importancia, pero sus ojos estaban muy abiertos y mostraban una expresión interrogativa.

—Grantland está en el sótano, en un cajón refrigerado.

—Se lo tenía bien ganado. Mató a una anciana, una de sus propias pacientes. Eso te lo dije anoche, ¿no es así? ¿O fue simplemente parte del sueño que tuve?

—Me lo dijiste, en efecto, pero no era más que parte del sueño. Una chica llamada Mildred Hallman mató a la anciana. Grantland era sólo el cómplice encubridor.

—Si te dijo eso, es un embustero.

—No fue el único que me lo dijo.

—¡Son todos unos embusteros! La anciana se hizo daño, desde luego, pero aún vivía cuando Grantland la arrojó desde el muelle. Incluso trató de…

Tom se cubrió la boca con la mano. Sus ojos corretearon por las paredes y se metieron en los rincones como los de un animal atrapado. Volvió a echarse y subió la sábana hasta la barbilla.

—¿Qué trató de hacer, Tom? ¿Escapar?

Una expresión sombría cruzó sus ojos como la sombra de un ala.

—No hablaremos de ello.

—Creo que quieres hacerlo.

—Ya no. Intenté hablarte de ella hace más de tres años. Ahora es demasiado tarde. No veo ninguna razón buena para hablar y meterme en más líos. ¿Cómo la ayudaría a ella? Ya está muerta.

—Podría ayudar a la chica que cree haberla asesinado. Está en un lío peor que el tuyo. Mucho peor. Y tiene mucha más culpabilidad. Tú podrías librarla de parte de ella.

—Y ser un héroe, ¿eh? Hacer que mi familia se enorgulleciera de mí. El viejo siempre quiso que yo fuera un héroe. —Tom no fue capaz de sostener su amargura sardónica—. Si admito que estaba en el muelle, ¿seré lo que tú llamas cómplice?

—Depende de lo que hicieras. No es tan probable que insistan en ello si les proporcionas la información voluntariamente. ¿Ayudaste a Grantland a arrojarla al agua?

—¡Diablos, no! Discutí con él cuando vi que todavía estaba viva. No discutí mucho, lo reconozco. Necesitaba una dosis y me prometió dármela si le ayudaba.

—¿Cómo le ayudaste?

—Le ayudé a sacarla de su consultorio y a meterla en su coche. Y conduje el coche. Él estaba demasiado nervioso para ponerse al volante. Pero es verdad que discutí con él.

—¿Por qué la ahogó? ¿Tú lo sabes?

—Dijo que no podía permitirse el lujo de dejarla vivir. Que si se sabía, lo que ocurrió aquella noche, iba a quedarse sin su negocio. Pensé que si tan importante era, yo podía empezar mi propio negociete.

—¿Chantajear a Grantland para que te proporcionase drogas?

—Nunca podrás probarlo. Grantland ha muerto. Y no estoy hablando ante testigos.

—Todavía estás vivo. Hablarás.

—¿Lo estoy? ¿Hablaré?

—Eres mejor de lo que crees. Piensas que es el mono el que te está matando. Pues yo te digo que puedes amaestrar al mono, encadenarlo y meterlo en el condenado zoo, que es el sitio que le corresponde. Te digo que es aquella anciana la que te tiene abrumado.

Su pecho delgado subía y bajaba con la respiración. Se pasó los dedos por él debajo de la sábana, como si pudiera encontrar un peso palpable sobre él.

—¡Dios! —exclamó—. Estuvo flotando en el agua durante un rato. La ropa la mantenía a flote. Trataba de nadar. Esa fue la parte horrible que me resultaba imposible olvidar.

—¿Y por eso fuiste a verme?

—Sí, pero no me sirvió de nada. No quisiste escucharme. Yo estaba demasiado asustado para acudir a la ley. Y se me despertó la codicia. He de reconocerlo. Cuando me tropecé con Carl en el hospital y él me puso en antecedentes sobre su familia, mi codicia creció de una forma tremenda. Carl me dijo que allí había cinco millones de pavos y que Grantland se los estaba cargando para meterles mano. Creí que había llegado mi gran oportunidad.

—Te equivocaste. Tu gran oportunidad es esta de ahora. Y vas a aprovecharla.

—Dilo otra vez. Me he perdido en alguna parte.

Pero sabía lo que yo quería decir. Siguió echado boca arriba, mirando el techo como si más allá de él pudiera haber cielo. Y estrellas por la noche. Como todo hombre al que le queda vida, quería encontrar una utilidad para sí mismo.

—De acuerdo, Archer. Estoy dispuesto a hacer una declaración. ¿Qué puedo perder con ello? —Liberó los brazos de la sábana, sonriendo burlonamente, y los movió como hacen los niños pequeños cuando juegan a aviones—. Trae al fiscal del distrito. Pero procura que Ostervelt no se meta, si puedes, ¿de acuerdo? No le gustará todo lo que tengo que decir.

—No te preocupes por él. El sheriff ya anda de capa caída.

—Supongo que quien me preocupa es Maude. —Sus ánimos descendieron como les suele ocurrir a los toxicómanos, pero no tanto como en ocasiones anteriores—. ¡Dios! Soy un inútil. Cuando pienso en las oportunidades verdaderas que tuve, y en las malas jugadas que gasté a la gente que me trató bien. No quiero perjudicar a Maude.

—Creo que ella sabe cuidar de sí misma.

—Mejor de lo que sé yo, ¿eh? Si ves a Carl, dile que lo siento, ¿quieres? Me trató como a un hermano cuando tuve convulsiones y echaba espumarajos como una ballena por todos los agujeros de mi cabeza. Y tengo más agujeros que la mayoría de la gente, no creas que no lo sé. ¿Le darás un recado a Carl cuando le veas?

—¿Cuál?

—Que lo siento.

Le costó un gran esfuerzo decirlo.

—Lo mismo digo, Tom.

—Olvídalo. —Se estaba poniendo expansivo otra vez—. Ya que estamos en la semana de las buenas obras, también podrías decirle a esa tía, a la Parish, que lamento haberla defraudado a ella. Es una tía bastante aceptable, ¿sabes?

—La mejor.

—¿Alguna vez has pensado en volver a casarte?

—Con ella, no. Tiene una lista de espera.

—Lo siento por ti.

Tom bostezó y cerró los ojos. Se durmió en menos de un minuto. El vigilante me dejó salir y me indicó cómo llegaría a la sala de postoperados. Mientras me dirigía hacia allí anduve a través del día del pasado en que esta historia debería haber comenzado para mí pero no lo hizo.

Era un día caluroso de finales de primavera, tres años y un verano antes. El Strip revoloteaba como oropel en las olas de calor que surgían de la calzada. Me había tomado cinco o seis Gibsons con el almuerzo y me sentía sudoroso y cínico. Mi último intento de reconciliarme con Sue acababa de fracasar. A modo de compensación, me había citado para ir a la playa con una rubia más joven que tenía algunas relaciones bastante caras. Si le gustaba lo suficiente, podía conseguirme una tarjeta de socio en un buen club de la playa.

Cuando Tom entró en mi despacho, mi primer y último pensamiento fue hacerle salir de allí. No quería que la rubia le encontrase allí, con su corte de pelo especial y su chaqueta de Main Street, su sonrisa vacua y su forma de sorber por las narices, y el dolor líquido de los agujeros que utilizaba a guisa de ojos. Le dediqué uno o dos consejos baratos y el apretón de manos ambulante que termina en la puerta.

Había algo más que eso. Siempre lo hay. Tom me había fallado antes, al dejar el club de muchachos en el que yo estaba interesado. No había querido que le ayudasen del modo en que yo deseaba ayudarle, el modo que me ayudaba a mí. Mi vanidad no le había perdonado, por robar su primer coche.

Había algo más que eso. Yo había sido un pillete callejero en mis tiempos, golfo, ladrón, abogado de salón de billar. Era un hecho que no me gustaba recordar. No encajaba en la lustrosa foto polaroid que tenía de mí mismo, la de un joven prometedor y misterioso que frecuentaba los clubs de la playa en compañía de aspirantes a estrella de cine. Que buscaba a tientas una luminosidad caída en la arena blanca y particular, en cuerpos blancos y particulares, en cabellos oxigenados y caros.

Cuando Tom se presentó en mi despacho con su aire de chico perdido, los años volaron como trozos de papel de periódico empujados por el viento. Me vi a mí mismo cuando era un bribonzuelo asustado en Long Beach, pegando patadas a las espinillas del mundo porque no quería bailar para mí. Me lo sacudí de encima.

Es imposible sacudirse a la gente de encima, y mucho menos sacudirse a uno mismo. Te esperan en el tiempo, que también es un circuito cerrado. Años después, en un hospital para enfermos mentales, Tom tenía un gran sueño de color y me daba un papel en él, un papel que yo seguía interpretando. Me sentía como un perro vomitando.

Me detuve y, apoyándome en una pared blanca, encendí un cigarrillo. Cuando examinabas todo el panorama veías que había en él cierta belleza, o justicia. Pero no tenía ganas de examinarlo durante mucho rato. El circuito del tiempo culpable se parecía demasiado a una serpiente con la cola en la boca que se estuviese consumiendo a sí misma. Si lo examinabas durante demasiado rato, no quedaría nada de ello, o de ti. Todos éramos culpables. Teníamos que aprender a soportarlo.

Rose me recibió con una sonrisa en la puerta de la habitación privada de Carl. Alzó la mano derecha y juntó el pulgar con el índice para formar un círculo cerrado. Sonreí y asentí con la cabeza para responder a su buena noticia, pero ésta tardó un rato en penetrar en mi oído interno. Donde los fantasmas de pelo rubio platino gorjeaban sin cesar y el sueño artificial latía con violencia persistente, como música de colores, tratando de ahogarlos.

Ya era hora de que cambiase aquello también por un sueño nuevo y propio. Rose Parish tenía el suyo. Su rostro estaba rebosante de él, su cuerpo se apoyaba suavemente en él. Pero lo que saliera de su sueño, fuese bueno o malo, les pertenecía a ella y a Carl. Yo no tenía ningún papel en él, ni deseaba tenerlo. «No se admiten visitas», decía el rótulo de la puerta.

Por una vez en mi vida no tenía nada y no quería nada. Entonces pensé en Sue y el pensamiento me atravesó, cayendo como una pluma en el vacío. Mi mente lo recogió y corrió con él y alzó el vuelo. Me pregunté dónde estaría Sue, qué haría, si habría envejecido mucho mientras permanecía emboscada en el tiempo, o si habría cambiado el color de su luminosa cabeza.